Alitas quebradas, bracitos rotos
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Maravillosa novela en la que mujeres que conviven en una vieja casa-burdel, comparten la intimidad a la manera en que solo las mujeres saben hacerlo. Casa que es escenario y a la vez personaje, cómplice o antagonista, casi un ser vivo. Y un libro, el Libro de los Mil Consejos, que va dando, como una voz en off, una perspectiva diferente de todo lo que sucede, y para todo tiene la respuesta justa: qué preparados se usan para lograr distintos colores en el pelo; cómo hacer un almíbar que puede servir tanto como golosina, como para depilarse; cómo se trata el nerviosismo o la falta de sueño; cómo evitar el embarazo; cómo combatir los piojos; cómo ahuyentar los demonios; cómo se compone el guardarropas de un caballero, y el de una dama; cómo y qué cuidados se deben tener para amamantar a un bebé; la cura del susto, del empacho, del mal de ojo…
La protagonista es la mente de una niña de dudosa existencia, que si bien tiene plena consciencia de sí misma, no logra entender el lugar que ocupa en la historia, la que trata de armar con aquello que pudo ver o escuchar, y así, pinta un mundo a partir de una fina percepción de lo sensorial y razonamientos ingenuos que no se detienen en los hechos. Es la mente de una niña y va de una cosa a otra sin solución de continuidad y sin adentrarse en consideraciones dolorosas, e incluso, como los niños, nos hace reír, aún ante situaciones de gran dramatismo.
Se hace evidente entonces un juego magistral de la autora que convierte en su cómplice al lector, quien, con mente avezada y avisada, irá completando la historia: la de un ser que quiere entender por qué le ha sido arrebatada la vida, por qué nadie la ha querido, ni siquiera mirado, y aún más, nadie la recuerda, intentando explicarse a sí misma.
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Alitas quebradas, bracitos rotos - María Eugenia Chagra
ALITAS QUEBRADAS,
BRACITOS ROTOS
ALITAS QUEBRADAS,
BRACITOS ROTOS
MARÍA EUGENIA CHAGRA
© 2021, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)
Colección Quena, vol. 5
Dibujo de tapa: Martín Aibar
Arte de tapa de la colección y adaptación para cada título: Carolina Ísola
Domicilio editorial: Los Júncaros 350 - Tres Cerritos - 4400 Salta
Teléfono: (+54) 387 4450231
Depósito Ley 11.723
ISBN: 978-950-851-118-8
Digitalización: Proyecto451
Todos los derechos reservados.
Índice de contenidos
Portada
Portadilla
Legales
Comienzo de lectura
A mis hermanos,
Cristina y Edmundo
Cuando niña, éramos muchos en mi casa entre parientes directos, habitantes de diferentes especies, visitantes de los más diversos y otros, tantos, que yo andaba entre todos medio perdida y confundida, bueno, hoy en día todavía suelo confundirme un poco, de tanto en tanto, hay quienes dicen que siempre; no es verdad, solo de a ratos, cuando intento recordar y poner orden a mis ideas, a veces, solo a veces, se me enredan y se mezclan y no logro saber claramente si soy niña o mayor, si es de día o ya de noche, si hace frío o es verano y, sobre todo, me es difícil identificar, retornando al pasado, cuál era habitante, visitante o pariente, si este era hombre, mujer, distinto, viejo, enano o menudo.
Lo que pasa, y es para comprender, es que éramos muchos en casa y nunca en número fijo o estable ni ubicados en las mismas posiciones ni categorías, y yo, yo era la más pequeña y jamás me explicaban cómo sucedían las cosas, en realidad nadie me platicaba de nada, actuaban casi como si no existiera, como si todo fuera producto de mi imaginación, hasta yo misma.
En el mejor de los casos, me trataban como a un estorbo al que desalojaban permanentemente, a cada paso, si no el uno, el otro. Me quitaban del medio del pasillo, cuando avanzaban apresuradamente entre risas y comentarios, o serios y compuestos, según se tratara de un paseo o de salir apurados a realizar algún trámite o qué se yo qué cosa más, o me empujaban de las bancas.
Una vez, cuando ya tenía algo más de edad y podía contar hasta diez sin equivocarme, calculé con los dedos de mis dos manos tres veces diez las oportunidades en que en una sola mañana me mudaron de lugar alrededor de la mesa del comedor de diario. Siendo que se trataba de una mesada enorme de madera sólida como para soportar el maltrato cotidiano, y que a su vuelta cabían sentados no menos de veinte comensales que, si se apretaban un poquito unos con otros, podían sumar hasta veinticuatro o veinticinco apoltronados en incómodas sillas de respaldar recto y duro vestidas con unos delantalitos que cambiaban de vez en vez según se iban ensuciando con manchas de comida, líquidos varios, o eran quemados por alguna colilla de cigarrillo o habano, estropicios desmedidos que hacían igualmente imprescindible mantener el tablón forrado con un gran hule decorado a rayas verticales verdes y horizontales amarillas, o al revés, cuyos centros adornaban unos rosetones rojos o azules, según fuera el caso; claro que en otras ocasiones solo lo revestía un linóleo naranja o azulino o de cualquier tonalidad.
En fin, en tanto se iban ubicando y levantando, a mí me desplazaban de asiento, hasta que venía otro y me corría de nuevo, para arrellanarse a tomar un café, coser una prenda a las apuradas, charlar con alguno que ya estaba instalado allí o simplemente descansar un rato.
También los había de esos que solo yo veía, nadie más; entonces, cuando se acomodaban en este o aquel espacio, los evitaba; ellos no tenían problemas en llevar a alguno encima o entreverado, pero a mí no me atrapaban de ningún modo, aun haciendo el papel de tonta allí de pie, cuando parecía haber butacas vacías.
Estos se la pasaban miroteando a los demás y de vez en cuando producían pequeños percances que en circunstancias especiales eran motivo de desencuentro entre los otros; por ejemplo, les encantaba arrojar objetos al suelo o por el aire, correr una butaca cuando alguien estaba a punto de posarse o soplar suaves brisas que hacían flotar las cosas hasta los techos o un poco más abajo, pretextos más que suficientes para provocar riñas entre los habitantes de cuerpo presente y visible.
El tema es que yo variaba de lugar en lugar hasta que no restaba ninguno y no me quedaba más remedio que permanecer parada al lado de cualquiera. Al caso alguien pegaba un grito y me decía
¡Che!…, ¿por qué no vas a jugar con alguno de tu edad?
Pero yo andaba muy aturdida para jugar y menos con uno de mi edad, porque no existían en la casa, salvo que fuera un habitante circunstancial y esos aparecían cuando querían, en muchas ocasiones para acosarme o jugarme bromas pesadas.
Así, yo deambulaba todo el día y a veces por las noches también, con los ojos bien atentos para no chocar con ninguno y, según comentan, la boca medio abierta en un gesto bobalicón; de lo que no se daban ni cuenta es de que siempre estaba a punto de decir algo que nadie tenía intención de escuchar.
Erraba de habitación en habitación, por los patios, por los pasillos y en el fondo; me apoyaba en las paredes, los observaba desplazarse, de tanto en tanto tocaba un brazo, una prenda que llamaba mi atención.
Me pasaban por encima, de costado, por arriba, entre medio, sin percatarse de mi existencia; comía algunas veces pues nadie se ocupaba de ello, si bien recuerdo un trance en que se interesaron mucho por mi delgadez, sucedía que estaba a punto de desaparecer, lo que no hubiera sido extraño en una casa donde todos aparecían y desaparecían como si nada, pero en esa coyuntura, vaya uno a conocer la razón, alguno se inquietó por mí y me atosigaron a carnes rojizas y aceite de hígado de bacalao por un tiempo, después se volvieron a olvidar de mí o estarían demasiado ocupados, no alcanzo a determinarlo.
miscelánea Cuando los niños presentan problemas de alimentación, es decir cuando empiezan a perder peso, palidecer, en algunas ocasiones temblequear, dejan de jugar y duermen en exceso, cosa que puede suceder con algunos mayores también, se recomienda:
Una cucharada o dos de aceite de hígado de bacalao a las mañanas en ayunas, lo que puede resultar difícil de ser ingerido por el infante, pero que al ser una medicina eficaz que colabora a recuperar peso y energía, debe de ser proporcionada a pesar de las resistencias ofrecidas.
Jugo de carne, es decir, la sangre del animal casi sin cocción.
También favorecen la rápida recuperación, las espinacas, acelgas, radichetas y otras hojas verdes, por su alto contenido en hierro.
Un huevo diario, o mejor la yema del mismo, cruda para no perder ninguna de sus propiedades, que será mejor tolerada si se ingiere bañada en un vino dulce, aporta suficiente proteína.
A poco de comenzado el tratamiento, si se lo observa con cuidado, se logra el resultado buscado.
Yo vagabundeaba por ahí, pellizcaba lo que podía, de vez en cuando dormía donde me agarraba el sueño, cuando me asaltaba, pues era común que rondara por las noches, de día igual, con los ojos semiabiertos y a veces semicerrados, ocurría que al no tener cama fija (porque como llegué de últimas ya no quedaba ninguna) variaba de ubicación según se fuera este o aquel, por una temporada o permanentemente. Es que así como se iban, arribaban otros, nunca se sabía a ciencia cierta con quiénes se contaba para comer, dormir u otros menesteres.
Con el tiempo aprendí a apresurarme para ganar un sitio en cualquier parte, como ya iba creciendo les costaba mucho más expulsarme. Además, era de los pocos que permanecían, con lo cual iba identificando en medio de tanto ajetreo, mejor que nadie, las costumbres y ritmos que a pesar de todo se imponían por épocas, lo que me favorecía a la hora de conseguir un bocado, una cama, un asiento u otras vituallas.
Llegué a ser la que dominaba los usos familiares, la que diferenciaba quiénes, qué y cómo habitaban la casa y la ocupaban, sin que repararan en mí; en definitiva, me sirvió de mucho pues obtuve mis pequeños beneficios personales, pero eso sucedió con el tiempo.
Mientras, yo peregrinaba por