El fin de la educación: La escuela que dejó de ser
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Si la introducción de reformas pretende la adaptación del sistema educativo a una nueva realidad, su objetivo y sus funciones debieran permanecer intactos, pero si con ellas lo estamos desvirtuando y llevando hasta más allá de sus propios límites y posibilidades, entonces estamos alterando también su naturaleza, el propio concepto de sistema educativo, propiciando su colapso y acabamiento como tal. Este libro acomete la problemática educativa actual desde las tres acepciones del término "fin" aplicado al sistema educativo. Fin, como objetivo o finalidad: la naturaleza y funciones de un sistema educativo; fin, como límites y dominio: el ámbito que, en función de sus objetivos y funciones, le es propio; y fin como acabamiento, el final de una escuela impelida a dejar de ser lo que fue, acaso reconvertida a otras funciones distintas de aquella para la que fue concebida. Con todo lo que ello conlleva, porque si la escuela deja de cumplir su función, nadie puede hacerlo por ella.
Nos situamos con ello a las puertas del fin de la educación.
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El fin de la educación - Xavier Massó Aguadé
Akal / Educación / 3
Xavier Massó Aguadé
El fin de la educación
La escuela que dejó de ser
logoakalnuevo.jpg¿Qué se persigue con las reformas que llevan tres décadas implantándose en el sistema educativo? ¿Se trata de adaptarlo a los nuevos tiempos para que siga cumpliendo con su función de transmitir conocimientos o de desvirtuarla para subordinarla a otros cometidos? ¿Son estas innovaciones el medio del cual nos valemos para mejorar el sistema educativo o el instrumento para liquidarlo?
Si la introducción de reformas pretende la adaptación del sistema educativo a una nueva realidad, su objetivo y sus funciones debieran permanecer intactos, pero si con ellas lo estamos desvirtuando y llevando hasta más allá de sus propios límites y posibilidades, entonces estamos alterando también su naturaleza, el propio concepto de sistema educativo, propiciando su colapso y acabamiento como tal. Este libro acomete la problemática educativa actual desde las tres acepciones del término «fin» aplicado al sistema educativo. Fin, como objetivo o finalidad: la naturaleza y funciones de un sistema educativo; fin, como límites y dominio: el ámbito que, en función de sus objetivos y funciones, le es propio; y fin como acabamiento, el final de una escuela impelida a dejar de ser lo que fue, acaso reconvertida a otras funciones distintas de aquella para la que fue concebida. Con todo lo que ello conlleva, porque si la escuela deja de cumplir su función, nadie puede hacerlo por ella.
Nos situamos con ello a las puertas del fin de la educación.
«Un análisis lúcido y un diagnóstico preciso y certero de la situación actual de los sistemas educativos occidentales.» (Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Ferrández)
Xavier Massó Aguadé, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación y Antropología social y cultural, es catedrático de Enseñanza Secundaria por la especialidad de Filosofía. Colaborador en la Sección «Aula» del Diari de Girona es también Secretario General del sindicato Professors de Secundària (aspepc·sps) desde el año 2014 y presidente de la Fundación Educativa Episteme.
Diseño de portada
RAG
Directores de la colección
Enrique Galindo Ferrández y Olga García Fernández
Motivo de cubierta
Antonio Huelva Guerrero
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© Xavier Massó Aguadé, 2021
© Ediciones Akal, S. A., 2021
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5052-0
Prólogo
Hay libros que nos ayudan a aclarar y afinar nuestras ideas sobre ciertas cuestiones que nos preocupan, especialmente en tiempos tan convulsos como los actuales. Cuando damos con uno de ellos no podemos dejar de experimentar un profundo agradecimiento hacia quien nos ha ayudado a arrojar algo de claridad sobre los problemas que nos acucian. No cabe duda de que el sistema educativo es uno de los pilares fundamentales de una sociedad y, por ello mismo, un objeto de reflexión sometido a múltiples tensiones, polémicas y confusiones. Si nos preocupa el futuro de la sociedad en que vivimos, debemos preocuparnos, y mucho, por la situación en que se encuentra nuestro sistema educativo. En este caso, debemos agradecer a Xavier Massó que haya escrito una obra que constituye un análisis lúcido y un diagnóstico preciso y certero de la situación actual de los sistemas educativos occidentales.
A principios de julio de 2020 nos llegó el manuscrito de El fin de la educación. Veníamos de finalizar un curso desconcertante y agotador, y guardábamos un mal sabor de boca que tenía que ver con haber tenido que renunciar a las clases presenciales, con soportar la injerencia y el maltrato institucional en nuestra labor como docentes y, por encima de todo, por habernos visto imposibilitados para proteger a nuestros alumnos desde el lugar privilegiado desde el que los docentes podemos proteger y amar, desde el conocimiento, desde el aula. El fin de curso no auguraba nada bueno para el comienzo del siguiente y estamos viviendo esa constatación. El libro llegó en el momento justo a nuestras manos, y llega ahora al público en general, para ayudarnos a entender cómo hemos llegado hasta aquí y hacia dónde no se debería seguir avanzando si queremos preservar en lo que vale la escuela pública, una de las más bellas y valiosas instituciones que se hayan creado en la historia de la humanidad. La inmensa valía de esta institución consiste en que allí reside, allí se produce, algo tan bello y necesario como la transmisión crítica del conocimiento a las jóvenes generaciones. Como el loco que enciende el farol en pleno día, el autor augura el fin de la educación, denuncia su perversión, explica cómo la escuela ha sido traicionada y señala a los protagonistas históricos de esta catástrofe.
Asistimos, a lo largo de sus páginas, a una exposición de las raíces, las virtualidades, las peripecias y desgracias por las que ha ido transitando la institución escolar, siempre desde la perspectiva que nos proporciona el proyecto político, tan irrenunciable para nosotros como para el autor, de la Ilustración. Un recorrido desde el punto de vista histórico y filosófico en el que Massó nos lleva magistralmente a una comprensión crítica de la situación actual de la educación a nivel global; por supuesto, también en el caso español. El lector verá que la obra que tiene entre sus manos ha sido escrita por alguien que sabe perfectamente de lo que habla. Tanto por conocer de primera mano la docencia, como catedrático de instituto de Filosofía, como por su actividad sindical en el Sindicato de Profesores de Secundaria (aspepc·sps), del que es secretario general, el autor domina claramente la problemática abordada en este libro. La mejor prueba de ello es que es capaz de exponerla con una escritura clara, precisa y agradable de leer, con sencillez, con las metáforas adecuadas y los ejemplos adecuados. En su reivindicación del proyecto ilustrado, señala con maestría los motivos de su perversión y consiguiente fracaso, y deja patente los mecanismos por los cuales la educación ha sido vaciada, progresivamente, de su sentido primordial.
En las tres partes de la obra se va ocupando el autor de desmenuzar el triple significado que podemos atribuir al título, «fin de la educación» como objetivo, finalidad, en relación a sus funciones; como límite o confín que delimita un ámbito y un conjunto de posibilidades para el cumplimiento de dichas funciones y, por último, como finalización, en el sentido de destrucción definitiva de ese mismo ámbito y, con ello, de sus funciones y posibilidades. El recorrido por las propuestas educativas de las últimas décadas llega al momento más actual: el análisis de la situación del sistema educativo en tiempos de pandemia, advirtiendo de la urgencia de pensar sobre la casi inevitable destrucción de la educación como fundamento de una ciudadanía verdaderamente política y democrática y su reducción a una mera industria de adiestramiento de mano de obra.
Entre los muchos méritos de este libro no es el menor el proporcionarnos algunas herramientas terminológicas para abordar el análisis del territorio educativo. De especial relevancia en el contexto actual es la precisión quirúrgica con la que el autor explica cómo la educación ha sido puesta al servicio de los intereses puramente mercantiles y cómo esto ha sido posible por la confluencia entre los fieles de la iglesia de la «buena nueva educativa» y los promotores de la teocnología, definida como «una nueva forma de teología instrumental con las nuevas tecnologías como pretexto», una confluencia que nos remite a las raíces teológicas que, de forma secularizada, siguen operando en este ámbito. El planteamiento sobre el economismo o fragmentación en diferentes productos de lo «educativo» para su comercialización, como paso previo y necesario para la implantación de la concepción economicista de la educación, con la consiguiente destrucción de su sentido previo, es una de las mejores aportaciones del libro. Pero si esta perversión ha sido posible es debido, por encima de todo, al abandono cómplice de los poderes públicos cuyo deber es la protección de instituciones como la escuela pública. Sin embargo, el sistema educativo ha sido vaciado progresivamente de su función esencial y vertebradora de todas las demás, la transmisión de conocimientos para la formación de ciudadanos críticos (y, también, cómo no, de profesionales cualificados), siendo sustituida por una suerte de educación caritativa de carácter asistencial en lo emocional. Emulando la leyenda del posadero de Eleusis, un tal Procusto, nuestros representantes políticos recortan metódicamente, con cada nueva reforma legislativa, las dimensiones del saber y con ello las posibilidades del alumnado de llegar a ser ciudadanos autónomos y críticos. Es un ejercicio de traición histórica no solo a la escuela y al conocimiento, sino a los más elementales deberes de cualquier representante público para con sus representados. En una labor de pura psicopatía que, se dice, tiene como fin responder a las necesidades de los alumnos, se les falta al respeto y se les condena a la indigencia intelectual con un «discurso amable» que queda, en las páginas finales, más que suficientemente desmontado y denunciado en sus perniciosos efectos.
Para los que leemos mucho y escribimos menos, pues la maestría en la escritura que demuestra el autor está reservada para unos pocos privilegiados, El fin de la educación es un libro engañosamente ligero, que parece corto. No lo es y es necesario que no lo sea. Lo que dice está expresado con una precisión y un ritmo difíciles de encontrar en un texto especializado, al menos sobre educación. Es, de hecho, un texto que permite a cualquiera interesado en las cuestiones educativas, sea especialista o no, sumergirse críticamente en las falacias y en los mitos educativos. Ejercicio necesario para apreciar lo que vale el conocimiento por sí mismo y para ser conscientes del peligro que corre una institución que creíamos ganada para la ciudadanía, como la escuela pública, y que estamos perdiendo. No cambiaríamos ni una coma, ni una expresión, ni una metáfora, ni un argumento, solo nos queda el reconocimiento agradecido de que su lectura nos ha ayudado a la mejor comprensión de los problemas educativos y nos ha dado argumentos para la defensa ilustrada de la escuela pública. Esperamos que así sea también para el lector que está a punto de aventurarse en las magníficas páginas que siguen.
Carlos Fernández Liria
Olga García Fernández
Enrique Galindo Ferrández
Noviembre de 2020
A Eva
La educación es una función tan natural y universal
de la comunidad humana, que por su misma evidencia
tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia
de aquellos que la reciben y practican.
(Werner Jaeger, Paideia; los ideales de la cultura griega, 1947)
Introducción
La pedagogía de la sospecha
En una conocida metáfora, Ludwig Wittgenstein[1] comparó su propia obra con la escalera de mano que nos ha servido para subir a un nivel superior y que hay que arrojar una vez utilizada: cumplida su función, ha perdido cualquier utilidad y hasta se ha convertido en un estorbo para movernos por el nuevo nivel al que nos permitió acceder. Una metáfora que parece directamente inspirada en la situación actual de nuestros sistemas educativos, a poco que admitamos que toda innovación comporta el desplazamiento de aquello a lo que esta viene, total o parcialmente, a substituir.
Porque lo cierto es que la mayoría de sistemas educativos del ámbito cultural occidental se encuentran desde hace unos cuantos años en estado de innovación permanente, sin aparente solución de continuidad. Nuevas ideas y metodologías pedagógicas se aplican de manera recurrente y constante, desplazando a las anteriores, como respuesta a las supuestas insuficiencias de los «clásicos» modelos académicos propios de las instituciones escolares. Incluso en un país que, como Finlandia, obtenía los mejores resultados en los informes PISA[2], la fiebre innovadora acabó imponiéndose hasta «conseguir» una espectacular caída de puntuación[3] que, a su vez, justificó «nuevas» innovaciones, la cuales, a su vez… etc. En ocasiones, como en el caso de España, y muy particularmente, dentro de España, en Cataluña, este síndrome innovador ha adquirido proporciones enfermizas.
La innovación se presenta como justificada en sí misma y por sí misma. Incluso aunque no tenga nada de «nueva», lo que suele ser el caso, se nos ofrece como el talismán educativo que nos llevará hasta la Arcadia pedagógica prometida que tanto se nos resiste. Y si no es la comprensividad, será la inclusividad, o el aprendizaje basado en proyectos, o estos mismos «proyectos» evaluados cualitativamente, o la educación por competencias, o las adaptaciones curriculares personalizadas, o la abolición de las materias que no «gusten», o la inclusión de otras nuevas, o su impartición en lengua inglesa, o… en fin, la próxima innovación aún por pergeñar.
El delirio innovador ha llegado hasta tales extremos que, parafraseando el famoso texto inicial del Manifiesto Comunista[4], bien podemos decir que un fantasma recorre las escuelas, el fantasma de la innovación pedagógica… Cabe preguntarse entonces si con tanto frenesí arrojadizo no habremos estado echando por la borda, junto a las viejas e inservibles escaleras, travesaños indisolublemente ligados a la propia noción de enseñanza, que es, sería de suponer, el objetivo y la razón de ser del sistema educativo. Porque, de ser así, no se trataría entonces de simples remedos aplicados según el conocido método consistente en «dar palos de ciego», sino de un cuestionamiento de la propia idea de sistema educativo. Y algo de esto parece haber.
Hay en general un amplio consenso social en que el sistema educativo está en crisis; en que no cumple con las funciones, las necesidades, los requisitos y las expectativas que tiene encomendadas y que se esperan de él. En definitiva, la sociedad parece percibir que como mínimo una buena parte de lo que se hace en las instituciones escolares, y cómo se hace, ni interesa a nadie ni tiene utilidad alguna para sus usuarios, a saber, la población escolar, el alumnado. La institución escolar, basada en el modelo académico, suele verse también como una estructura anacrónica de corte decimonónico, incapaz de dar respuesta coherente a estas expectativas: es memorística, jerarquizada, compartimentada, intelectualizada, basada en clases magistrales, en exámenes, en deberes… un anacronismo que chirría al contacto con la compleja realidad social del siglo XXI.
Cualquiera de estas críticas, o todas ellas en conjunto, pueden sin duda ser matizadas, pero son las que se oyen a diario desde las más variadas instancias: políticos, medios de comunicación, pedagogos, psicólogos, economistas y todo tipo de expertos y autoridades educativas, empresarios, padres y madres de alumnos, los propios alumnos… incluso una gran parte de docentes.
Otra cosa es que, tan pronto como intentemos profundizar en estas críticas e incidamos en cuáles son estas funciones y cuáles las expectativas no satisfechas, nos encontremos con un listado de quejas, agravios y peticiones de procedencia, circunstancias e intereses dispares, cuando no en abierta contradicción o irreconciliables. Es verdad que este estado de opinión no constituye en sí una crítica, sino, en todo caso, una amalgama heteróclita de críticas, cuyo único factor común sería la compartida insatisfacción y consiguiente desconfianza hacia el sistema. Sería algo así como el viejo dicho según el cual cada uno habla del baile según le va. Y claro, que vaya bien o mal no es tanto a causa del «baile», sino de lo que se espere de él y de las circunstancias que se den; incluidas las de naturaleza concurrente que hacen imposible la satisfacción universal, si de un baile se trata. Solo en un constructo teórico concebido como un baile a la carta, donde cada cual encontrara exactamente lo que buscaba, sería posible esta satisfacción universal. Y lo mismo por lo que respecta al sistema educativo. Pero no en la práctica.
Ello no obstante, esta constatación no puede servir en ningún caso para soslayar la realidad: hay una generalizada desconfianza social hacia el sistema educativo, que va más allá de la mera insatisfacción por las supuestas expectativas frustradas a título individual. No es, por lo tanto, algo que se pueda despachar sin más, como la resultante de una suma de insatisfacciones individuales y puntuales. Hay, sin duda, algo más.
La fiebre innovadora, en principio, sería el resultado de la sucesión de medidas concebidas como respuestas que aporten una solución, o un paliativo, a los problemas no resueltos que generan estas desconfianzas. En ella confluyen sin duda multitud de factores extraeducativos, que van desde la justificación de la clase política que acredita así estar haciéndose eco del problema, hasta la propia lógica interna de los lobbies pedagocráticos, investidos como conseguidores de soluciones educativas, cuyo poder se acrecienta con cada nueva innovación. Lo cierto, en cualquier caso, es que el sistema educativo está siendo sometido a un proceso de constantes reformas, sin que, por otro lado, su aplicación suponga ninguna mejora evidente, sino al contrario.
Pero existe también la posibilidad de que estas innovaciones no estén concebidas como cambios metodológicos destinados a mejorar los resultados de los fines supuestamente perseguidos, sino como un cuestionamiento general de las funciones y de la propia idea de sistema educativo. Si es así, entonces cabe preguntarse, con toda legitimidad, qué es lo que se está pretendiendo hacer con el sistema educativo, y en qué se lo quiere convertir.
Una cosa es que se ideen nuevas metodologías para, por ejemplo, facilitar un mejor aprendizaje y comprensión de ciertos conceptos matemáticos, lo que sería proponer un cambio en las formas. Y otra muy distinta que el aprendizaje y comprensión de dichos conceptos acabe siendo considerado superfluo, aduciendo que basta con una calculadora de bolsillo para operar con ellos; y que esto es lo que cuenta… En este caso, no se estaría proponiendo solamente un cambio en las formas –el «cómo» se enseña–, sino también en el fondo –el «qué» se enseña.
Accidental o intencionadamente, resultaría entonces que tales innovaciones no solo no se dirigen hacia una mejora del objetivo proclamado, sino que acaban funcionando como un pretexto para hurtarlo. Volviendo a la metáfora, junto con la escalera, estaríamos arrojando también nuestro propio conocimiento de lo que es una escalera. Y aquí aparece lo que denominaremos la pedagogía de la sospecha.
Una pedagogía de la sospecha que pende, cual espada de Damocles, sobre muchas de las innovaciones educativas puestas en práctica a lo largo de los últimos años. Una sospecha a la cual resulta difícil sustraerse, a poco que reparemos en que más bien parecen apuntar hacia una progresiva banalización del conocimiento, en lugar de facilitar su adquisición. Y que tienden a reemplazar la transmisión de conocimiento por, en el mejor de los casos, la adquisición de habilidades competenciales meramente instrumentales.
Y es también una sospecha que se cierne sobre la visión y la interpretación de esta pedagogía sobre los resultados de sus propias reformas e innovaciones educativas. Más allá de la valoración de algo por la altura moral de sus intenciones, las cosas se miden por sus resultados. Y que estos resultados dejan mucho que desear es clamorosamente evidente. Hay además en ello un consenso social casi tan amplio como en que la educación está en crisis, y que sigue en crisis «a pesar» de las sucesivas reformas e innovaciones. En lo que ya no hay consenso generalizado es en las razones de tan reiterado fracaso y en la atribución de «culpas». Y la sospecha es que el objetivo que se dice perseguir, no sea el que se persigue en realidad.
Por lo general, la eventual admisión del fracaso por parte de los impulsores de las pedagogías innovadoras, y de las autoridades educativas en general, es siempre parcial y extrínseca al proyecto y a las medidas en cuestión. Y se justifica por la creciente complejidad social, cuyas extensísimas casuísticas impiden dar la respuesta debida en el tiempo debido, ralentizando la mejora pendiente que, en cualquier caso, la sola altura moral de sus intenciones legitima plenamente a pesar de sus pobres resultados. Se recurre para ello a la manida falta de los recursos económicos y humanos necesarios para su ejecución, a la no menos sempiterna falta de la debida preparación pedagógica de los docentes y a su reluctancia endémica ante cualquier innovación, a la necesidad de una nueva innovación que complemente la anterior o, en definitiva, a que no hay en realidad tal fracaso, aunque lo pueda parecer, sino que solo lo ve (erróneamente) así quien sigue anclado en un modelo educativo anacrónico, cuyos parámetros toma como referente comparativo. Este último es el argumento más fuerte, y sin duda el más elaborado.
En realidad, se nos dice, considerar que las actuales cohortes generacionales egresadas del sistema educativo –en cualquiera de sus distintos niveles– presentan carencias formativas en comparación con las anteriores, es un prejuicio intempestivo, intelectualista y estadísticamente falso. Porque, se nos diría, hoy en día carece de importancia no saber resolver una operación matemática que ya realiza la calculadora; como tampoco es tan grave cometer faltas de ortografía, habiendo como hay correctores informáticos al alcance de cualquiera. Estamos en la época de Twitter, de WhatsApp, de Instagram… Las nuevas generaciones se comunican a través de estos nuevos medios, y las rígidas gramáticas convencionales no estaban pensadas para adaptarse a la comunicación digital. ¿Qué importancia tiene un acento, al fin y al cabo, si te van a entender igual? ¿O cuántas personas han tenido que resolver un logaritmo en su vida, desde que abandonaron la escuela?
Y sería también una falsedad estadística, porque con la escolarización obligatoria universal hasta los dieciséis años, implantada en todos los países avanzados, es manifiestamente demostrable que el nivel cultural medio de la población ha aumentado. Claro que podría objetarse que una cosa es la extensión universal de la educación reglada, y otra el nivel de los educandos egresados del sistema. O también podríamos preguntarnos qué se va a hacer entonces en la escuela… Pero sigue siendo el argumento más fuerte, también a nivel propagandístico, porque se inviste con un halo de modernidad que convierte en vetusto a cualquiera que oponga la más mínima objeción.
Aun así, la verdad es que no es preciso recurrir a ningún tipo de teoría conspirativa para desvelar posibles intenciones ocultas en estos proyectos innovadores. Y no lo es porque basta con seguir abundando en los argumentos y proyectos de mejora del sistema educativo, que son manifiestamente explícitos entre los defensores e impulsores de las nuevas pedagogías, hoy hegemónicas en la práctica totalidad de los sistemas educativos occidentales. Proyectos e innovaciones que, desde sus comienzos, inciden reiterativamente en los mismos temas, obsesiones y fobias. Como que ante los vertiginosos cambios tecnológicos no sabemos cómo serán los puestos de trabajo que, en el futuro, ocuparán los actuales usuarios del sistema educativo que debería prepararlos para ellos. Es verdad que, bien mirado, y en ausencia de profetas homologados, la plena asunción de este argumento debería sumir en la parálisis más absoluta.
Pero como no son tiempos de gravedad sólida los que corren, sino acaso más bien de ligereza líquida, el anterior argumento se reconvierte en la proclamación de la urgente necesidad de cambios curriculares en los programas de estudios –cuando no a la abolición de la propia idea de currículo–, que pasarían por la eliminación, total o parcial, según el caso, de materias consideradas obsoletas, por la inclusión de otras nuevas, y por un cambio radical, en todas ellas, de la metodología didáctica empleada en su impartición; empezando, dicho sea de paso, por la propia idea de «impartir» una materia, expresión considerada anacrónica por la jerga pedagogista. Todo ello con la proclamada finalidad de mejorar la calidad del sistema educativo, para adecuarlo a lo que la sociedad requiere de él, y reducir los alarmantes índices de fracaso y abandono escolar prematuro[5].
Sobre lo primero, las materias «obsoletas» que siguen impartiéndose por las inercias de un currículum esclerótico, las primeras y más aparatosas «cabezas de turco» aparecen en la pregunta típica, tópica y de la que tanto uso y abuso se ha hecho: ¿para qué sirven el latín, el griego o la filosofía hoy en día?; sobre lo segundo, un claro ejemplo sería la manida crítica a los métodos que se utilizan para enseñar, por ejemplo, matemáticas; tan «obsoletos» que solo consiguen que la mayor parte del alumnado acabe odiando esta disciplina. Se trataría de que lo viejo ceda el paso a lo nuevo, tanto por lo que refiere a contenidos, como a metodología. También aquí estamos ante argumentos fuertes, aparentemente al menos, y que pueden resultar convincentes ante una amplia mayoría social.
Suele decirse que no hay nada nuevo bajo el Sol. Como no lo es tampoco nada de lo que aquí se ha estado planteando. Que lo viejo sea substituido por lo nuevo no es precisamente algo en cuya cuenta se haya caído recientemente. El sistema de numeración indo-arábigo desplazó al romano, los frigoríficos eléctricos a las viejas hieleras y la tracción mecánica al animal. Conocimientos, procedimientos, aplicaciones y usos, en su momento imprescindibles para el progreso y la propia supervivencia de la humanidad, acabaron desplazados y olvidados, una vez consiguieron llevarnos al nivel superior que solo gracias a ellos pudimos alcanzar; o relegados a la condición de meras reliquias anecdóticas, cuya única razón de pervivencia es la curiosidad que despiertan por ser testimonio de otros tiempos.
A cada etapa histórica de la humanidad le habría correspondido un nivel de conocimientos determinado, con sus correspondientes capacidades y tecnología, que funcionaron como la escalera que permitió ascender a un estadio superior. Una vez alcanzado el nuevo nivel, se convirtieron en prescindibles por innecesarios. Volviendo a nuestro tema, está claro que a nadie en sus cabales se le ocurriría hoy enseñar a sumar con números romanos. Pero tal vez no esté tan claro inferir, a partir de ello, que tampoco tenga sentido hoy en día, en plena era digital, enseñar a obtener una raíz cuadrada con papel y lápiz, por más que la calculadora de bolsillo más barata la obtenga en fracciones de segundo, bastándonos para ello con apretar una tecla.
Ciertamente, si las calculadoras nos resuelven una operación matemática con un considerable ahorro de tiempo y mucho menos esfuerzo de nuestra parte, parece lógico pensar que resulte innecesario, al menos operativamente, el aprendizaje de ciertos procedimientos que antes había que acumular y conocer para saber aplicar el mismo concepto que ahora resolvemos de forma mucho más cómoda y segura. Lo digital se impone sobre lo analógico, que se convierte en escalera desechable, también en materia educativa.
Lo dicho no solo refiere a distintos procedimientos de aplicación de los mismos conceptos, como sería la diferencia entre obtener el logaritmo de un número natural con las viejas tablas, papel y lápiz, o simplemente apretando el botón de una calculadora, sino que también se proyecta sobre un ámbito mucho más amplio. Un ámbito que atañe a los procedimientos, a los conceptos más o menos implicados en ellos, a nuestro modo de relacionarnos con ellos –en tanto que objetos de conocimiento–, y a campos disciplinares al completo que, bajo un nuevo paradigma, o bajo unas nuevas reglas del juego, quedan simplemente fuera de lugar.
Desde un punto de vista operativo, está fuera de toda duda que lo digital le gana por goleada a lo analógico. Basta con remitirnos a los resultados. Sin duda, los ordenadores de hoy son el equivalente de las viejas tablas de logaritmos de ayer –y de muchísimas cosas más–, al igual que Wikipedia es el equivalente a las «viejas» enciclopedias. Hasta la más elemental de las calculadoras de bolsillo hoy existentes puede resolver, en fracciones de segundo, cálculos y operaciones cuya resolución manual nos llevaría una eternidad que, en el caso de los superordenadores, es mucho más que una simple metáfora. Nada que objetar, pues, en este sentido.
Ahora bien, otra cuestión es si acaso el modus operandi determina o altera nuestra percepción del concepto que estamos aplicando, en tanto que modifique nuestra relación con él; al menos en la medida que su aprendizaje esté determinado por la ulterior aplicación que de tal concepto se fuera a requerir. La cuestión es si, por el hecho de estar bajo el paradigma digital, debemos renunciar a la enseñanza de nociones que para operar en él resulten innecesarias, pero que no por ello dejan de seguir siendo una parte substantiva y fundante de nuestro acervo de conocimiento. Y la cuestión es también si la comprensión que podamos tener, por ejemplo, de los conceptos de «multiplicación»» o de «logaritmo», se verá afectada según las hayamos adquirido analógica o digitalmente. Porque si es así, quizás arrojar lo analógico por la ventana sea algo precipitado.
Algo así sugiere Manfred Spitzer[6], psiquiatra y neurocientífico que investiga los efectos de la aplicación de las tecnologías digitales en la educación. Efectos que considera nefastos para la formación del individuo, no solo en el aspecto intelectual, sino también en el emotivo y de maduración personal. El ser humano, sostiene Spitzer, es por naturaleza analógico, por lo tanto, una buena formación analógica es condición necesaria para poder acceder luego en condiciones a la digital; de lo contrario, no es que se haya producido una pérdida –solo se puede haber perdido lo que se tuvo–, sino que lo que hay es una carencia, una privación.
Con ello, nos estaríamos enajenando de algo más que de un simple medio que nos sirvió para alcanzar el nivel superior, y tal vez nos estemos privando de la posibilidad de sabernos orientar allí donde hayamos arribado. Hay además una cuestión de vital relevancia educativa involucrada en todo esto. Si alguien quiere deshacerse de la escalera después de haber ascendido por ella, pues que la arroje, muy bien; pero ha de ser él mismo quien lo haga. Nadie puede hacerlo por otro que no haya transcurrido por ella; menos aún bajo el pretexto de ahorrarle un trámite «innecesario». Estamos hablando de formación, de aprendizaje; un proceso estrictamente individual e intransferible, que nadie puede hacer por nosotros. Y después de todo, tampoco está tan claro que según qué «escaleras» no fueren a servirnos en el futuro para acceder a algún otro nivel superior que, por el momento, esté fuera de nuestro alcance conceptual.
De ser así, y hay razones para sospecharlo, las teorías pedagógicas que hoy en día inspiran y moldean los sistemas educativos del mundo occidental, estarían incurriendo en un error de dimensiones mastodónticas y de efectos devastadores. Presuponiendo, claro, que se trate de un error.
Siempre se nos podrá replicar para qué y de qué sirve hoy en día, para el común de los mortales, no ya el latín, sino también conocer el concepto de raíz cuadrada, si ya están los ordenadores que lo hacen por nosotros. O para qué «atormentar» a los alumnos con unos conocimientos que la mayoría de ellos jamás tendrán que aplicar a lo largo de sus vidas y que, llegado el caso, los ordenadores realizarán por ellos; o con la filosofía de Aristóteles; o con habilidades hoy superadas, como la utilización de la escuadra y el cartabón. Conocimientos y habilidades «prescindibles», como el del estado de cosas que llevó a la necesidad de substituir el geocentrismo por el heliocentrismo; después de todo ¿no sabemos ya que es la Tierra la que gira alrededor del Sol o que es redonda?[7].
Y esta es la perspectiva actualmente hegemónica, con distintos matices, según el caso, que impregna la teoría y la práctica de la mayoría de sistemas educativos del mundo occidental, muy especialmente del español, que hemos intentado problematizar en esta introducción a partir del sesgado enfoque que sugiere una –a nuestro entender– falsa contraposición entre lo viejo y lo nuevo, ejemplificada en la –también a nuestro entender– no menos falsa dicotomía entre lo analógico y lo digital. Con ello llegamos a la justificación del objetivo de este trabajo.
Este libro se plantea abordar el fin de la Educación desde las tres acepciones aplicables al término «fin». «Fin» como objetivo o finalidad, y las funciones que, en este sentido, le corresponde llevar a cabo; «fin» como los límites o confines, el ámbito que le es propio y las posibilidades que, de acuerdo con esto, son inherentes a sus funciones y al entorno en que se despliegan; y «fin» como acabamiento, remate, consumación… en la medida que, de forma intencionada o no, las reformas emprendidas en los últimos años llevan a una transformación que no es sino el final de las instituciones educativas, al menos tal como hasta ahora las habíamos entendido. En cualquiera de estas tres acepciones nos incumbe, entendemos, el «fin» de la educación.
Nos incumbe en la primera acepción –la de objetivo, finalidad y función–, porque entendemos que se está imponiendo, se ha impuesto, un cambio de paradigma educativo que afecta no solo a las formas o metodologías, sino también y sobre todo al fondo, a la misma naturaleza y objetivos del sistema educativo, a la propia idea de sistema educativo en la medida que se trasponen sus objetivos por el procedimiento de cambiar o ampliar sus funciones. Un cambio de paradigma que no es ni neutro ni gratuito, sino que responde a dinámicas, a inercias o a intencionalidades cuya naturaleza intentaremos desentrañar.
Ello en la medida que, según entendemos e intentaremos demostrar, el sistema educativo se ha convertido en una vieja escalera que hay que arrojar, pero no tanto porque resulte innecesaria, sino porque es un impedimento para nuevas prioridades que relegan la transmisión de conocimientos a funciones residuales o subalternas. Por ello el objetivo primordial es transformar la naturaleza y los objetivos del