La cena de los notables: Sobre lectura y crítica
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Tiene su punto de encuentro y origen en el concepto de responsabilidad: responsabilidad de quien habla y de quien escucha, responsabilidad del que escribe y del que lee. La literatura entendida como pacto de responsabilidad es la noción de lo literario que atraviesa estas reflexiones, y bien puede decirse que su argumentación es el hilo conductor de este libro, reveladoramente subtitulado Sobre lectura y crítica: la lectura como espacio común, aunque marcado por las huellas dactilares de cada lector; la crítica como generadora de discursos públicos e interlocutora que interroga en voz alta, que se pregunta y nos pregunta sobre los textos que leemos.
Los textos que transitan estas páginas (Martin Eden, Madame Bovary, La isla del tesoro...) hunden sus raíces en el pasado para reflexionar sobre el presente. Un libro para debatir.
"Un pequeño y brillante ensayo que tiene algo tanto de bitácora ética, de guía para navegantes por el complejo universo del libro y sus afluentes, como de antídoto contra los virus que cada vez afectan más al mundo del libro. Uno de esos libros a los que merece la pena volver, igual que si fuese una brújula necesaria para no perder el norte de la literatura."
Guillermo Busutil, La opinión de Málaga
"Un libro certero."
Héctor J. Porto, La Voz de Galicia
"Bértolo es uno de los mejores lectores que hay y ha habido en este país, además de obcecadamente comprometido con dos condiciones básicas para el ejercicio crítico: la libertad y la responsabilidad. Libertad para argumentar (no sólo para opinar) y responsabilidad para saber lo que se dice, o sea, lo que se hace."
Alejandro Gándara, El escorpión
"Un regalo para descreídos, pues, más allá de la deriva y de la disolución posmodernas que, como cantos de sirena, acompañan nuestro presente, la literatura parece poder alzarse aún como lugar de resistencia y desafío a las instancias del poder que rigen los destinos de nuestro mundo. Un regalo también para quienes, aun con fe, no quieran cerrar los ojos ante el desvelamiento de una verdad que hace de la literatura un mero valor económico y la transforma en mercancía."
Francisco José Martín, ABC
"Uno de los ensayos más interesantes sobre las relaciones entre escritores, editores, críticos y lectores. El título alude a uno de los pasajes de 'El alcalde de Casterbridge', de Thomas Hardy, una parábola sobre las clases sociales. En el escenario de las letras, dice Bértolo, los papeles principales son los del escritor, el lector y el crítico."
Francisco R. Pastoriza, La Opinión de A Coruña
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La cena de los notables - Constantino Bértolo
PRÓLOGO
Cabe pensar que la escritura nació ligada al poder aunque nos guste pensar que fue creada para dar honra, voz y cobijo a la memoria. Debió de parecer un acto de magia o diabólico, sagrado en cualquier caso: sobre un pergamino pintarrajeado o una tablilla con incisiones viajaban, por encima del espacio y del tiempo, palabras, historias, mandatos. El poder de la memoria y la memoria del poder. Lo memorable. Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud alguna. Como territorio libre, frontera de un horizonte que no acaba, hogar nómada, patria sin patriotismos, grata intemperie, espejo mágico donde la madrastra reconoce sin odio el añorado rostro de Blancanieves. Cabe imaginar la crítica como ágora de las lecturas compartidas, asamblea donde se sopesan las palabras, los silencios y las historias colectivas. Nota y sonido referencial que ayude a afinar el instrumental semántico en medio del bullicio comercial de cada día. Recuento y vuelta a empezar. Tañido de campana que ordene el espacio y las cosechas, el calendario y los encuentros, el ocio y el afán. Y cabe reflexionar por qué cabe lo que cabe y por qué no cabe lo que no cabe.
Los escritos que aquí se reúnen son el resultado, merezca éste el juicio que merezca, de años de trato con la actividad literaria, entendida en el más amplio sentido posible, y de la reflexión sobre algunas de sus claves: la escritura, la lectura y la crítica. Con muy especial acento, presencia y atención a la ficción narrativa, alrededor de la cual gira de modo dominante la constelación de materiales que en el libro se agrupan. Entiendo, sin embargo, que parte de ellos podrían ser trasladables, con la necesaria adecuación, a aquellos otros ámbitos literarios que, como la poesía, el teatro o el ensayo, no se abordan directamente en estas páginas. También quedan fuera de este libro, al menos de manera explícita, aspectos como la publicación, la edición, la distribución, la difusión o la recepción social y cultural que intervienen en la construcción semántica del «acto literario» con relevancia pareja al menos a la de la tríada escritura, lectura, crítica, que la tradición humanista ha venido privilegiando como centro de su interés y de sus intereses.
Quiero pensar que los acercamientos a lo literario que aquí se proponen se levantan sobre unas coordenadas básicas con capacidad suficiente para trazar algún perfil útil y representativo de ese acto literario sobre el que se ha venido construyendo el espacio de interrelación social que llamamos literatura. Sus ejes tienen su punto de encuentro y origen en el concepto de responsabilidad. Responsabilidad del que habla y responsabilidad del que escucha, responsabilidad del que escribe y responsabilidad del que lee. La literatura como pacto de responsabilidad es la noción de lo literario que atraviesa estas reflexiones y bien puede decirse que su argumentación es el argumento de este libro. Entendido el acto literario como singular uso del patrimonio público que el lenguaje representa y mediante el cual nos constituimos como seres sociales que somos, la responsabilidad aparece como elemento necesario, inevitable y deseable. Estas reflexiones y comentarios surgen a partir del análisis de los cambios que el contexto sociocultural concreto introduce en las condiciones de ese pacto.
Lo que atañe a la lectura tiene su raíz en el convencimiento de que es la realidad que nos acompaña quien lee con nosotros, al tiempo que, dialécticamente, esa realidad brota de la lectura que efectuamos de lo existente, material o inmaterial, tangible e intangible. Y que, en efecto, toda lectura es personal, si bien, y precisamente por serlo, es lectura compartida, común, colectiva. La lectura como espacio común, aunque pasado por el tamiz de las huellas dactilares que conforman nuestra personalidad lectora. He tratado de dar cuenta de cómo las relaciones sociales, igual que están presentes en toda comunicación, intervienen en el proceso personal y colectivo que es el acto de leer.
He pretendido abordar la crítica como una actitud y como una posición. La actitud de quien se pregunta por las razones y causas de sus gustos, de sus prejuicios y de su ideología. La posición de combate de quien no está conforme con la narración dominante en la vida social ni con las narraciones dominantes en los medios culturales, ni, menos aún, con la presunción de que lo literario sea un aval estético que funcione como distinguida patente de corso. Un aval que no admite más interlocución que la proveniente de aquellas instancias que se definen tautológicamente por ser dueñas de ese concepto, la literatura, donde se presume su legitimación. Me he acercado a la figura del crítico como generador de discursos públicos y como interlocutor que, de igual a igual, interroga en voz alta los textos que una sociedad se oferta a sí misma a través de unos mecanismos concretos de producción, circulación y consumo que son elaboración y expresión del sistema social sobre el que la sociedad se asienta y en la que la crítica interviene. El crítico como el que lee su lectura y sabe que las circunstancias de toda clase en las que esa lectura tiene lugar son parte de ella.
Soy consciente de que determinados puntos de partida presentes en los textos: la literatura como palabra publicada, el bien común como piedra angular de cualquier pretensión de hacer comunidad, la edición como sistema de legitimación, la usurpación de lo memorable por las élites o la crítica como actividad dependiente de los medios de comunicación de propiedad privada, están siendo hoy cuestionados por la aparición, en la esfera cultural y social, de ese nuevo medio de expresión y relación social que Internet y lo digital representan. Y es válido presuponer que algunos de aquellos presupuestos pueden estar viéndose alterados. El llamado ciberespacio se presenta con vocación de espacio público o nuevo ágora, sin que a mi entender pueda todavía afirmarse si esto llegará a ser un hecho, si logrará de forma efectiva mover las fronteras entre lo público y lo personal o si, en definitiva, nos encontramos ante una mera extensión cuantitativa de la esfera de lo privado que, dadas las relaciones de producción actuantes, el capital acabará controlando y jerarquizando. Entiendo que sería apresurado convenir en que una novedosa tecnología, por sí misma, sin cambios cualitativos en las relaciones sociales, pueda hacer saltar la condición de mercancía que el vigente sistema económico aplica a toda comunicación pública, convirtiendo su posible valor de uso en inevitable valor de cambio. Me resulta difícil compartir al respecto el optimismo de los que creen ver en las nuevas tecnologías una oportunidad para que la economía del don logre ser admitida en el banquete de la economía mercantil.
Todo tiene su historia, y la historia de este libro se remonta hasta el ya lejano día en que alguien le regaló al niño que por entonces éramos una historia fingida, A través del desierto y de la selva, y continuó con el encuentro con otros libros: La isla del tesoro, Martin Eden, Madame Bovary, otros obsequios, otros maestros, otros interlocutores y otras historias reales, sufridas o disfrutadas. En cierto modo estos escritos son el intento de encontrar el sentido de esa narración coral, personal y colectiva.
Alguien dijo que cuando alguien se pregunta sobre el para qué de la lectura acaso sin saberlo ha encontrado una respuesta: leemos para aprender a preguntarnos por qué leemos. Puede ser. En todo caso, en eso estamos.
LA ENFERMEDAD DE LEER
MARTIN EDEN
Martin Eden es un marinero de veinte años. Un día, después de verse mezclado en una pelea callejera, conoce a un joven de la buena sociedad que, a modo de agradecimiento, y como quien lleva una curiosidad de circo a casa, lo invita a almorzar a la mansión familiar. Martin entra así en el mundo de los ricos: «Se encontraba rodeado por lo desconocido, con miedo a lo que podría suceder, ignorante de cómo debería comportarse». El piano de cola, los bibelots encima de la chimenea, los amplios salones. Una terra incognita se abre ante él. De pronto, sobre una mesita, unos libros. Martin encuentra o cree encontrar un punto de referencia. El narrador nos dice que se acerca a ellos con «el anhelo de un hombre hambriento a la vista de la comida». Martin lee libros, no sabemos qué clase de libros ha leído hasta entonces, pero sabemos que encuentra en la lectura placer, si bien tampoco sabemos exactamente qué tipo de placer. Los libros serán el lugar de encuentro entre Martin y el nuevo mundo en el que ahora penetra. Lugar de encuentro y desencuentro.
Martin conoce a Ruth, la señorita de la casa. Al verla descubre que ella es como las mujeres de las que se habla en los libros: «Bella, cálida y maravillosa». Y Martin se enamora, es decir, quiere que esa belleza sea suya; esa belleza y, por lo tanto, la casa de lujo, los libros, los sentimientos agradables que la acompañan y construyen. Martin, mientras espera, lee un libro. El autor, Swinburne, es para él un desconocido. A Martin le gustan los poemas que lee, pero Ruth le dice que Swinburne no es un gran poeta porque no es delicado. Y así Martin descubre con sorpresa que su gusto no es gusto sino mal gusto. Descubre el poder del gusto. Como Adán, prueba el fruto prohibido. La llave que encierra la diferencia entre el bien y el mal, entre el buen gusto y el mal gusto. Descubre que él no entiende de eso, descubre que el gusto es algo de lo que se entiende o de lo que no se entiende. Aprende que el gusto no es una cosa personal sino algo que alguien detenta, posee y aplica, ejerce y utiliza. Alguien como Ruth. Él le habla de Longfellow y ella le sonríe «humillantemente tolerante». Alguien como ella, es decir, sensible, culta, noble, delicada, tolerante. Y Martin quiere entender: «La verdad es que de estas cosas (los libros) no entiendo apenas. No es lo mío. Pero voy a hacer que sea lo mío».
La novela de Jack London es la historia de esa decisión –la de entender los libros– y de su correlato novelesco: casarse con Ruth, conquistar su mundo; hacerse un gusto para gustar a alguien.
Martin se entrega a los libros. Piensa que en ellos está todo. Al fin y al cabo, en los libros descubrió la posibilidad de que existieran mujeres como Ruth, y la realidad le ha demostrado que los libros tenían razón. Así que pone toda su voluntad en los libros. Empieza por lo básico: gramática y vocabulario, y no olvida consultar libros de «etiqueta»: la gramática de las buenas costumbres. Martin parece ingenuo pero no lo es tanto. Sabe que para entrar en el mundo al que aspira debe conocer su código.
Hasta entonces los libros, para él, hablaban de fantasías. Ahora es distinto. Ha descubierto que las fantasías pueden ser realidad, y de ese modo la fantasía –Ruth– se convierte en deseo real; es decir, en realizable; es decir, en acción. Ruth y la nobleza que ella encarna están ahí, al alcance (aparentemente, al menos) de la mano. El suplicio de Tántalo comienza. Se trata de leer, de entender los libros, de descifrar su código. Se trata de merecer a Ruth. Martin ha visto el sol y quiere un lugar en el sol. En esto, aunque no sólo en esto, Martin es un precursor de Clyde Griffiths, el protagonista de Una tragedia americana, de Theodor Dreiser.
De vuelta a su modesto alojamiento, Martin descubre que el cuadro con el que hasta entonces adornaba sus paredes es feo, barato. San Pablo ha caído del caballo. A Martin se le ha venido abajo su escala de valores. Es más, descubre que nunca ha tenido escala de valores, que vivía sin sentido, es decir, sin juicio: «Hasta entonces había aceptado la vida como una cosa buena». De pronto se siente perdido. Necesita una nueva brújula y un nuevo mapa: los libros. Sabe cuál es el puerto de llegada: Ruth. El amor le brinda sus fuerzas. Comienza su singladura.
Lee. Incansablemente. Como un galeote. Amarrado al duro banco.
Entra en una biblioteca y de nuevo se siente perdido. También estimulado. «Los muchos libros que leía no le servían sino para aumentar su desasosiego.» Cada página le hace asomarse al horizonte infinito de su ignorancia. Sufre. Lee a Kipling y le sorprende la «luminosidad, la vida y el movimiento que tomaban las cosas vulgares». Le sorprende tanta comprensión de la vida. Lee confusamente, no consigue ordenar lo que lee. Pasa de la filosofía a la economía. No entiende nada. Apenas comprende lo que lee porque no sabe dónde colocar lo que lee. Le falta una base. Y estudia gramática y métrica, y entra en los misterios de la composición poética. Mientras mejora su gramática, se aleja de su origen. Rechaza la aventura sexual con «una trabajadora» porque los otros ojos (la escala de valores), los de Ruth, ofrecen y prometen algo mejor: libros y cuadros, belleza y educación, toda la finura de una existencia superior. Descubre incluso «la vida interior», ese sentimiento que le permite a uno sentirse mejor que el resto de los que te rodean, sobre todo cuando los que te rodean son o parecen feos. Se desclasa, es decir, se desquicia, se sale de su sitio mientras intenta entrar en el sitio de los otros: «Quiero respirar un aire como el que usted respira aquí: aire de libros, de cuadros, de cosas hermosas, de gente que habla en voz baja y no a voces, que son limpios y tienen pensamientos limpios».
La novela nos mostrará narrativamente que detrás de esas voces que hablan en voz baja sólo se oculta el egoísmo de clase, y nos relatará cómo Martin va a ir descubriendo el modo en que, en ese mundo de pensamientos limpios, los libros sólo son un adorno, puro adorno, sin ninguna función de uso, emblemas de estatus, marcas de distinción, signos de complicidad y exclusión. Martin piensa en la escritura como medio de alcanzar el estatus que lo haga digno de Ruth, pero en principio sólo va a encontrar paternalismo y desprecio más o menos encubierto. Su acercamiento al entorno del socialismo, aun cuando se enfrente a él desde su radicalidad individualista, dará lugar a la ruptura con la amada. Le llegará el triunfo literario cuando ya nada espere. Pronto verá la cara oscura de una fama que siente arbitraria y estéril. Deprimido y decepcionado, se embarca hacia los mares del Sur en busca de un paraíso añorado. Durante la travesía, su vida se le presenta como algo absurdo. Al borde de la quiebra de la existencia vuelve a leer a aquel poeta poco delicado que había leído por primera vez en casa de Ruth: Swinburne, el poeta que no era un gran poeta porque no ennoblecía las cosas. Recupera su mal gusto y se deja morir. Los libros lo han llevado a la muerte.
NANEFERKAPTAH, EL EGIPCIO
Naneferkaptah es un joven perteneciente a la familia real de un faraón de la X dinastía. Vivió en el siglo X antes de nuestra era. No hacía otra cosa –nos cuenta el relato recogido por Santiago Baraíbar en un volumen sobre antigua literatura egipcia– que pasear por la necrópolis de Memphis leyendo las inscripciones de las tumbas de los faraones y las estelas de los escribas de la Casa de la Vida. Un día, mientras seguía la procesión de un enterramiento a fin de leer las inscripciones, ve cómo un sacerdote se ríe de él.
«¿Por qué te ríes de mí?» El sacerdote le contesta que lo hace porque ha observado su manía de leer las inscripciones. «Si de verdad quieres leer cosas de importancia te diré el lugar donde se encuentra el libro que Thot en persona escribió cuando bajó tras los dioses. Se compone de dos encantamientos: si lees el primero, podrás encantar el cielo, la tierra, el más allá, los montes y los mares; podrás saber todo lo que dicen los pájaros del cielo y los reptiles y verás los peces del agua que viven en la profundidad. Si lees el segundo encantamiento, llegarás al reino de los muertos sin haber muerto y podrás ver a Ra apareciendo en el cielo en todo su esplendor.»
«Pídeme lo que