Fruto prohibido
Por Rebecca Winters
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Andre Benet no estaba buscando una relación, por eso permitió que Fran creyera que la relación entre ellos era completamente imposible. Ahora era incapaz de resistir más su deseo por ella. Pero ¿se sentiría Fran tan segura cuando él se convirtiera en un posible marido para ella?
Rebecca Winters
Rebecca Winters já ganhou o National Readers' Choice Award dos Estados Unidos, o Romantic Times Reviewers’ Choice Award e foi nomeada como a Escritora do Ano de Utah. Rebecca já escreveu mais de quarenta livros para a Harlequin.
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Fruto prohibido - Rebecca Winters
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Rebecca Winters
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fruto prohibido, n.º 1498 - enero 2021
Título original: Husband Potential
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-142-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
DESDE los escalones del monasterio trapense, Fran Mallory podía contemplar todo el valle de Salt Lake. A las siete de la mañana, el sol apenas asomaba sobre las montañas que había detrás del edificio de piedra de color ocre.
El rocío humedecía la hierba en aquella gloriosa mañana de abril. Un sentimiento de paz impregnaba aquella tierra, cubierta de tréboles y árboles en flor.
Todo esto y más lo había estado recogiendo con su cámara mientras el perfume delicioso de los frutos recién nacidos actuaban como un afrodisíaco para sus sentidos. Se quedó unos segundos mirando a las nubes que, sobre un cielo azul brillante, se desplazaban como blancas almohadas allá en lo alto.
Dado que su vida estaba dictada por la velocidad de una apretada agenda, a Fran le hubiera gustado que hubiera un modo de guardar aquel momento igual que se almacenaba información en un ordenador, para así poder volver a él con un simple clic en el ratón siempre que quisiera encontrarse consigo misma…
Pero no sabía cómo hacerlo. De lo único que estaba segura era de que en momentos como aquel, su alma anhelaba inexplicablemente algo a lo que no podía poner un nombre.
Al mismo tiempo que permanecía allí pensativa, el sonido del canto gregoriano de los mojes salió por las ventanas de la capilla. El maravilloso sonido de las voces masculinas pertenecía a aquellos monjes que habían elegido el celibato para dedicarse a una causa mayor al servicio de Dios.
Ella no podía entender a unos hombres que se negaban a sí mismos las pasiones de su cuerpo para demostrar así su devoción.
Por otro lado, su padre nunca había sido capaz de controlar sus pasiones y, después de ser infiel a su madre con más de una mujer, había abandonado el hogar familiar sin volver a dar señales de vida.
Y Fran no era la única entre sus amigos cuya familia había terminado de ese modo. El padre de Marsha Hume había tenido que pasar un tiempo en prisión cuando se descubrió que estaba casado al mismo tiempo con dos mujeres que vivían en diferentes ciudades.
Fran no era capaz de entender tampoco aquel extremo. Como tampoco el hecho de que varios de sus compañeros de universidad, hombres casados, hubieran intentado seducirla, creyendo en verdad que ella estaría interesada en mantener un romance con ellos. Desilusionada y asqueada, Fran se daba cuenta de que su desconfianza hacia los hombres en general era cada vez más fuerte.
Si era cierto que Dios deseaba que los hombres y las mujeres se casaran para formar una familia unida para siempre, ella se daba cuenta de que casi nadie satisfacía ese deseo. A pesar de ello, tenía que admitir que había algunas excepciones. Su tío, el pastor de su iglesia… y un par de compañeros de trabajo.
Los monjes a los que oía cantar en ese momento seguramente se podían añadir a la lista. Imaginaba que serían hombres honestos, aunque ella los pondría en otra lista separada.
Fran vendería su alma por encontrar un hombre bueno, pero después de veintiocho años, dudaba que fuera a conseguirlo alguna vez. Se echó la melena rubio platino hacia atrás y abrió la puerta, ansiosa por olvidar cualquier pensamiento negativo en aquel día que estaba resultándole tan delicioso.
El vestíbulo de la capilla parecía estar desierto. No le debería haber sorprendido, ya que era demasiado pronto para turistas o visitantes.
Una letrero indicaba que los invitados debían subir a la planta de arriba para oír la misa. Otro, señalaba la tienda de regalos, situada a su derecha. Paul había dicho que el abad se encontraría con ella allí para la primera entrevista. De lo que dijera él dependería que pudiera tomar o no fotos del interior.
Fran abrió la puerta de la tienda de regalos y no pudo evitar contener la respiración. Por lo que Paul le había dicho, estaba preparada para conocer a un hombre de unos setenta años.
El monje alto de pelo oscuro y bien afeitado que estaba detrás del mostrador debía de tener unos treinta. Iba vestido con una camisa y unos pantalones marrones, tal como ella había visto que iban los monjes para trabajar en el huerto.
Al verla entrar, dejó de colocar frascos y le clavó sus ojos oscuros, inteligentes y negros, aunque quizá fueran marrones. La luz tenue que había en el interior de la tienda impedía ver los detalles con claridad.
–¿Puedo ayudarla en algo? –preguntó tras un breve silencio.
El monje hablaba con una voz profunda y masculina que despertó sus sentidos.
–Soy la señorita Mallory, de la revista Beehive Magazine. Queremos hacer una entrevista al abad para un artículo que saldrá en el número de julio. Me dijeron que él me esperaría aquí a las siete.
–Me temo que el padre Ambrose no se encuentra bien. Me ha dicho que le pida a usted que lo perdone por la molestia y que quizá puedan concertar la entrevista para otro día.
Siguió llenando el resto de los estantes con tarros de miel y mermelada, cuya etiqueta reconoció Fran, ya que los había comprado alguna que otra vez en el pasado.
–Por supuesto.
Fran nunca se había sentido tan ignorada por un hombre hasta ese día, aunque nunca había estado antes cara a cara con un monje trapense.
–¿Podemos concertar ahora la entrevista a través suyo?
–No. Llámelo en una semana. Estará bien para entonces.
–Espero que no sea nada grave.
–Eso espero yo también.
El monje se dio la vuelta, indicando con ello que la entrevista había llegado a su fin. Pero por extraño que pudiera parecer, Fran no quería marcharse. Los monjes la fascinaban, y especialmente ese. Su cabello corto le rejuvenecía por detrás. Fran trató de imaginarlo en vaqueros y camiseta y con el cabello algo más largo.
–Pensé que los monjes trapenses hacían voto de silencio, a excepción del abad, claro está. ¿Cómo es que usted puede hablar conmigo?
–A pesar de que a los hermanos les resulta innecesario hablar demasiado, el voto de silencio es un mito –fue la réplica del hombre.
–Si eso es verdad, ¿lo podría entrevistar mientras trabaja? ¿O el abad es el único que puede hablar con mujeres?
–Si eso fuera cierto, yo no estaría hablando con usted ahora mismo –contestó con calma.
–Lo siento, no quería hacer un comentario provocativo.
De repente, el monje se volvió y la miró de nuevo.
–¿Por qué se disculpa?
Ante la franqueza de la pregunta, Fran se sintió invadida por un calor que le recorrió todo el cuerpo.
–Usted no es la primera mujer curiosa que ha venido, intrigada por nuestra decisión de permanecer célibes. Sin duda, a alguien como usted, esto le debe de parecer incomprensible.
–¿Una mujer como yo? –preguntó indignada.
–Vamos, señorita Mallory. Usted conoce perfectamente el impacto que puede producir en un hombre, de otro modo habría hecho la pregunta de diferente forma –la mirada de él descendió por su cuerpo–. Y también se vestiría más discretamente. Solo una mujer con su confianza no permitiría que nadie se interpusiera en su camino, ni siquiera la enfermedad del padre Ambrose.
Si Fran fuera una persona violenta, le habría dado una bofetada.
–No me extraña que haya terminado aquí, aislado del mundo. Solo Dios es capaz de perdonar su arrogancia, sin mencionar su mala educación con los desconocidos.
–Se ha olvidado otros pecados aún mayores. De cualquier manera, me disculpo, si es que la he ofendido.
–No habla como un monje.
Las manos de él se quedaron quietas sobre el mostrador.
–¿Cómo habla un monje?
Fran no tenía respuesta para aquello. Nunca había conocido uno antes, ya que había sido Paul quien había hablado con el abad, pero pensaba que debían de ser diferentes de los demás hombres.
–Siento haber hecho desvanecerse sus ilusiones, pero los monjes somos gente normal, de carne y hueso. En algunos casos, tan propensos a los defectos como el resto del mundo.
–Ya me estoy dando cuenta –contestó, sorprendida por su sinceridad–. ¿Es eso lo que quiere que mencione en el artículo?
–Lo que yo quiera no importa. Sin el consentimiento del padre Ambrose, no podrá hacer nada.
–Y si usted puede influir en su decisión, está claro que él no querrá hacer ninguna entrevista. Puede que le interese saber que fui enviada aquí debido a que la persona que iba a hacerlo está con gripe. No era mi intención provocar a los monjes hambrientos de sexo. A juzgar por su reacción, parece que mi presencia le ha puesto algo nervioso. Sin duda, su sufridora conciencia lo obligará a infligirse a sí mismo algún merecido castigo.
Antes de abandonar la sala, Fran se volvió hacia el monje.
–Diga al abad que llamarán de la revista para concertar una nueva cita. Que tenga usted un buen día.
Reprimió las ganas de dar un portazo. Luego, salió del monasterio sin mirar atrás. La sensación de belleza que le había dejado el comenzar del día se había evaporado como si jamás hubiera existido.
Andre Benet notó que la fragancia a melocotón del champú usado por la mujer siguió invadiendo el lugar incluso minutos después de que ella saliera bruscamente de la tienda.
Había sido grosero con ella. Bastante grosero, aunque no tenía ninguna sensación de culpa. Ella no era diferente de su propia madre, una mujer valiente que se había atrevido a todo sin pensar en los costes.
Su madre había sido consciente de la inclinación de su padre por el sacerdocio, pero aun así lo había tentado antes de que él se marchara. Y el fruto de aquella relación había sido Andre.
Se preguntó si sería una coincidencia que la señorita Mallory llevara un traje de color melocotón. Incluso su piel tenía la luminosidad y suavidad del fruto. Lo que añadido a su delicado cabello, le daba un aspecto al que ningún hombre podía ser inmune. ¡Ni siquiera un monje… y ella lo sabía!
Al parecer, su madre había poseído el mismo tipo de belleza y sensualidad. Al menos, la suficiente como para que su padre le hiciera el amor una vez más antes de seguir su camino.
Andre conocía perfectamente ese tipo de deseo. Si fuera un artista, no sería capaz de resistirse a la tentación de atrapar la imagen de la señorita Mallory en un cuadro. Pero no era un artista y tampoco un monje.
Hasta el momento, no se había despertado en él ningún talento especial. Huérfano al nacer, fue criado en Nueva Orleans por su tía Maudelle, una mujer amargada, aunque de buen corazón, que trabajaba como costurera.
Enamorado de los grandes barcos que surcaban el río Misisipi, él se había ido de casa siendo un adolescente para ver mundo. De ese modo, había trabajado en barcos