Remedio para un corazón
Por Margaret O'Neill
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El doctor Mallory pensó que Gemma y Daisy eran perfectas para él. Sólo que cuando el ex-marido apareció, empezó a dudar de que ella opinara lo mismo...
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Remedio para un corazón - Margaret O'Neill
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Margaret O’Neill
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Remedio para un corazon, n.º 1161 - septiembre 2019
Título original: A Family Concern
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-657-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
LA SALA de espera estaba casi llena. Todo el mundo tosía y estornudaba. No había nadie en la recepción de la consulta.
Gemma esperó pacientemente, mientras se decía a sí misma que aquella era la pequeña consulta de un pueblo rural de Dorset. No podía esperar la acelerada eficacia de la gran ciudad.
–A lo mejor tiene que esperar mucho –le dijo uno de los afables tosedores, con la voz tomada y ese característico acento de la zona–. El doctor Sam está solo. El viejo médico está atendiendo una emergencia, Ellie está enferma y la señora Mallory no podrá venir en un tiempo.
Aquella mina de información era un anciano de la zona, que esperaba pacientemente a ser atendido. Sonrió amigablemente a Gemma y ella también le sonrió.
–¿No sabe cuánto puede tardar?
–Pregúntele al doctor ahora –dijo el anciano y señaló con la mirada la puerta que se acababa de abrir.
Allí apareció un hombre alto y rubio, que se inclinaba sobre la viejecita que salía de la consulta. La mujer llevaba un audífono y el médico tenía que subir la voz para que lo pudiera oír.
–Vuelva dentro de un par de días, señora Bryce, si las pastillas no funcionan. Si no puede llegar hasta aquí, no dude en llamarme y yo iré a su casa.
Gemma se dio cuenta entonces de que estaba en un lugar perdido de la civilización, donde los médicos todavía visitaban a los enfermos.
La anciana le dio unas palmaditas.
–No lo haré a menos que sea absolutamente imprescindible, doctor. Ya me conoce. Me gusta andar de acá para allá –se apoyó en el bastón y se alejó pasillo abajo hacia la salida.
Gemma le abrió la puerta y la anciana asintió.
–Gracias, querida.
El médico atravesó la sala y se dirigió hacia el mostrador. Sacó el libro de citas y sonrió a Gemma.
–¿Tiene…? –el teléfono comenzó a sonar en ese momento–. Un segundo. ¿Diga? Sí… ya… Pam, lo que tiene que hacer es mantenerla caliente. Que beba mucho líquido. Alguien irá a verla en cuanto nos sea posible.
Escribió unas cuantas notas en el cuaderno que tenía al lado y volvió a mirar a Gemma.
–Lo siento. Ahora, dígame, ¿en qué puedo ayudarla? ¿Tiene una cita concertada? –tenía una hermosa voz, matizada con un ligero acento de Dorset, además de unos maravillosos ojos azules, ensalzados por una espesa mata de pestañas oscuras.
–He venido a registrar a mi hija y a mí en su consulta. Acabamos de venirnos a vivir aquí. Pero, si está muy ocupado, tal vez debería volver en otro momento…
El doctor sonrió. Sus ojos también sonreían.
–Si pudiera volver más tarde sería mucho para mí. Estamos un poco cortos de personal esta mañana.
–Ya lo veo… Bueno, ¿necesita ayuda? –la sugerencia salió sin pensar, y la sorprendió a ella tanto como al doctor–. Soy enfermera y tengo experiencia como recepcionista.
Las amables maneras del doctor cambiaron de inmediato.
–Gracias por su amable oferta, pero, como comprenderá, no puedo admitir aquí a cualquiera que se presente asegurando estar cualificado, señora…
–Señora Fellows –dijo ella secamente. Se había ruborizado–. Claro que no puede… Ha sido solo una estúpida sugerencia. Podría ser una adicta a las drogas, o una criminal cualquiera. Lo dejo, doctor. Luego vendré.
Sam Mallory la vio darse la vuelta y la siguió con la mirada. Sin querer, reparó en lo atractiva que era: tenía el pelo caoba, largo y sedoso, y los pantalones se le ajustaban sugerentemente. Estaba furiosa, probablemente, no solo con él, sino con ella misma también.
El doctor se apresuró hacia la puerta y le interrumpió el paso.
–Lo siento. He sido un estúpido –le dijo–. Está muy claro que no tiene nada que ocultar, pero hoy en día hay que ser precavido, incluso en un pueblo como Blaney St. Mary.
Gemma respiró profundamente.
–Sí, claro –dijo–. No se preocupe. Mensaje recibido. Vendré esta tarde a registrarme.
–¡No! –le tocó el brazo. Su tacto era suave, pero Gemma sintió el calor de sus dedos y se estremeció–. ¿Tiene a mano su certificado de estudios?
–Sí, claro. También tengo mi currículum y mis referencias. ¿Por qué? –aquel preciado documento había sido lo primero que había sacado del equipaje y había puesto en lugar seguro.
–¿Podría traerlo? Si vive en el pueblo, no estará muy lejos de aquí.
Gemma frunció el ceño.
–Vivo al otro lado de la explanada de césped, pero…
–Por favor –le rogó él–. Realmente, necesitamos ayuda. En este momento estamos sin enfermera y sin recepcionista. Es usted como un regalo del cielo. Le ruego me de la oportunidad de resarcirla por mis malos modales.
Gemma trató de tragarse el nudo que se le había puesto en la garganta.
–¿Me está ofreciendo un trabajo o solo necesita a alguien para esta tarde?
–Me valen las dos cosas –el teléfono sonó en ese momento–. Tengo que contestar. Vuelva con todo lo necesario y charlaremos. ¿Qué le parece en tres cuartos de hora? Para entonces ya habré terminado de ver a casi todos los pacientes y mi padre estará de vuelta.
Gemma salió en dirección a su casa, con la sensación de estar flotando. No estaba soñando, pero la conversación con el doctor le había parecido un sueño. De pronto, como por arte de encantamiento, había resuelto el mayor de los problemas: el de encontrar un trabajo. Pero, aquello solo podía haber ocurrido en un lugar como Blaney St. Mary.
A la muerte de su tía Marjorie, con la que solo había mantenido correspondencia en Navidad, esta le había dejado su pequeño adosado, bajo la condición de que ocupara la casa. Eso la había obligado a marcharse de Londres, lo que no era más que un pequeño precio a pagar por una casa libre de hipoteca. Por fin podría vivir en un lugar decente y no en un pequeño y desaliñado apartamento en la gran ciudad, un lugar que Daisy podría llamar hogar.
Alzó la vista hacia las elevadas torres del colegio y rogó porque su pequeña hija se estuviera adaptando al nuevo colegio. Había sido, sin duda, un gran cambio, acostumbrada al enorme colegio en el que estudiaba. Pero Daisy no había puesto ningún problema al dejarla a cargo de la directora, Joy Scott. Daisy era una niña feliz. Seguramente, había sido Gemma la que había estado más nerviosa.
En una inversión del papel de madre e hija, había sido la pequeña la que había animado a su madre con unas cuantas palmaditas en la espalda.
–Estaré bien, mami, no te preocupes por mí. Me encanta esta escuela. Es como una casa de muñecas.
Gemma le había apretado cariñosamente la mano.
–Estoy segura de que estarás muy bien, cariño –le había dicho y había posado un dulce beso sobre su mejilla redondeada–. Estaré aquí a las tres para recogerte. No vayas a ningún sitio hasta que yo llegue.
La señorita Scott había intervenido para tranquilizarla.
–No se preocupe. Siempre hay personal encargado de que los niños estén bien y no salgan del colegio hasta que los padres los recogen.
Convencida de que la niña estaría perfectamente, Gemma se encaminó finalmente hacia la casa, atravesó el pequeño jardín de entrada y abrió la puerta.
Sobre el escritorio del salón había dejado todos los documentos importantes, entre los que estaban su título, su currículum y sus referencias.
Miró una de las cartas de recomendación, la de Jonathan Willet, su jefe en el hospital de Nine Elms, y sintió cierta nostalgia.
Pero fue solo un breve momento de debilidad. En realidad no se arrepentía en absoluto de haberse marchado de Londres. Había dejado allí a unos cuantos buenos amigos que, de vez en cuando, irían a visitarla. Pero, realmente, no los iba a echar de menos, porque, generalmente, Daisy y ella estaban solas.
Una madre sola con un pequeño bebé no tiene ni tiempo ni energía ni dinero para salir demasiado. Sus amigos, hombres o mujeres, solían estar ocupados con su trabajo o con sus relaciones de pareja. Y su relación con ellos se había limitado a esporádicas y ocasionales visitas mutuas.
De pronto, todos aquellos recuerdos hicieron que las lágrimas afloraran. Al principio lo había pasado muy mal y habría necesitado el apoyo de sus padres. Pero ninguno de los dos estaba cerca. Divorciados y en muy malas relaciones, cada uno de ellos se había ido a vivir a lados opuestos del mundo.
–Ya está bien –se dijo a sí misma mientras se servía un café–. ¡Deja de sentir pena por ti misma! Estamos viviendo en una casa estupenda y, encima, estoy a punto de conseguir trabajo. Además, puede ser