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Libro electrónico481 páginas7 horas

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Vittorio Laudien perdió la cabeza por Anabella Mandel en las circunstancias más adversas. Estaba casado, le doblaba la edad y además ella era la novia de su hijo Rocco. Una serie de eventos se convierten en la excusa perfecta para alejarse de la tentación, pero cinco años después ésta regresa con una fuerza tan devastadora que hace temblar hasta los cimientos del legendario Gran Hotel Villa Laudien. Éste será el escenario de una pasión sin límites, pero también la manzana de la discordia que mantendrá a raya la posibilidad de enamorarse.

Una ofensa imperdonable. Una polémica herencia. Un viaje a lo inesperado. Y un odio inmenso que poco a poco se irá diluyendo para dar paso a la más increíble historia de amor.

¿Te atreves a descubrirla? Entra, ponte cómoda y no olvides dejar en la puerta el aviso de «No molestar».
IdiomaEspañol
EditorialZafiro eBooks
Fecha de lanzamiento16 jul 2020
ISBN9788408231943
Tú me quemas
Autor

Mariel Ruggieri

 Mariel Ruggieri irrumpió en el mundo de las letras en 2013 con Por esa boca, su primera novela, que comenzó como un experimento de blog y poco a poco fue captando el interés de lectoras del género, transformándose en un éxito en las redes sociales. En ese mismo año pasó a formar parte de la parrilla de Editorial Planeta para sus sellos Esencia y Zafiro, con los que publicó varias novelas de éxito como Entrégate (2013), La fiera (2014), Morir por esa boca (2014), Atrévete (2015), La tentación (2015), Tres online (2017 y 2019), Macho alfa (2019), Todo suyo, señorita López (2020), Tú me quemas (2020), El pétalo del «sí» (2021), Mi querido macho alfa (2021) y Confina2 en Nueva York (2020 y 2022). Actualmente vive en Montevideo con su esposo y su perra Cocoa y trabaja en una institución financiera. Si deseas saber más sobre la autora, puedes buscarla en: Instagram: @marielruggieri

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    Tú me quemas - Mariel Ruggieri

    1

    León estaba entre excitado y nervioso. Desde que había entrado en el mundo de SexMatch, su vida había cambiado. Tratándose de alguien para quien ligar era tan vital como el aire, esa aplicación le había venido como anillo al dedo.

    Anillo. Dedo. Compromiso… No se arrepentía de haberse casado, pero le era imposible ser fiel. «Cambiar la montura de vez en cuando le echa sal y pimienta a la cosa y hace que el matrimonio sea algo medianamente tolerable…», se dijo aquel día mientras se tomaba la hora del almuerzo para condimentar su existencia con un polvazo.

    Había quedado con una chica como las que a él le gustaban. Vamos…, a León le gustaban todas, pero las gorditas lo seducían especialmente. La búsqueda había terminado rápido; fue verla y desearla. Y tal vez a ella le había pasado lo mismo, porque el match fue inmediato, el chat fue breve y la cita se concertó para ese mismo día.

    Ah, el gran milagro de la inmediatez online. Qué maravilla… El nombre de usuario de la chica era «KatyRompecamas», y la descripción en su perfil resultaba más que elocuente: «Mujer sincera y cariñosa busca que le unten el panecillo. Sin prejuicios, sin pretenciones [sic], sin compromiso».

    Era evidente que la tal Katy sabía de qué iba el asunto… Su generosa pechuga en primer plano y esa sonrisa lasciva lo pusieron a mil. En cuanto la vio en la pantalla rota de su móvil, KingLion bramó entusiasmado. Ése había sido un ingenioso nickname que le estaba proporcionando numerosas conquistas. O eso, o tal vez la foto desde su mejor ángulo, recién afeitado y metiendo tripa. O quizá fue su frase anzuelo: «Superchorra a tu servicio, guapetona. Busco tías sin prejuicios, no importa la raza, el estado civil, años o físico. Para chuscar a cualquier hora y en cualquier sitio, estoy siempre listo».

    ¿Para qué andarse con eufemismos? Si lo que a él le interesaba era pescar tías para follar que tuviesen claro que eso era todo lo que pasaría, como la voluptuosa KatyRompecamas, que dentro de un rato iba a probar si hacía honor a su apelativo.

    Y vaya si lo hizo. Se movía tan bien la jodía… Realmente estuvieron a punto de romper la cama. Y eso que, según Newton, a mayor masa menor aceleración, pero en este caso…, ¡joder!, la corpulenta mujer era como una coctelera.

    Fue una corrida apoteósica la de León ese día. Katy, que en realidad se llamaba Gladys, lo ordeñó de una forma magistral y, en cuanto terminaron, y aun a riesgo de parecer ansioso, le propuso repetir.

    Ella accedió, pero tendría que ser en un segundo encuentro, pues esa tarde debía llegar a casa antes que su marido.

    «Joder con el SexMatch ese. Qué puta maravilla…», pensaba León mientras retrocedía con su coche en el aparcamiento del motel para marcharse, con Gladys a bordo. Y tal vez fueron los excesos a los que había sometido a su cuerpo momentos antes los que le jugaron una mala pasada, pero la cuestión es que en un error de cálculo le dio de lleno a un Volkswagen T-Roc que tenía detrás, lo suficientemente fuerte como para romperle un faro trasero.

    —¡Ostras! ¡Me cago en…! —exclamó contrariado.

    Se bajó y observó el daño, y luego a su alrededor. Parecía que no había nadie… Estuvo a punto de emprender la retirada sin más, cuando captó la reprobadora mirada de Gladys.

    León calculó rápido y calculó bien. Le convenía quedar como un caballero con semejante mujer y asegurarse ese anhelado segundo polvo, así que hizo de tripas corazón y se dispuso a jugar al «ciudadano responsable»: apuntó el número de matrícula y luego se subió a su coche y le prometió a su compañera que se haría cargo del arreglo.

    —Ah, ¿sí? —dijo ella con un tonito cargado de escepticismo que a él no le gustó nada—. ¿Y se puede saber cómo lo harás para saber quién es? No me digas que piensas esperarlo, porque yo me piro, ¿eh? Me marcho ahora mismo, que lo último que quiero es arriesgarme a que nos vea alguien aquí… Lo mejor es que le dejes tu número de móvil en el parabrisas. Vamos, hazlo…

    —Que no, que no… Mira, mi hermano curra en el ayuntamiento, en la sección de tráfico. Le pasaré la matrícula y seguro que me dará el nombre y la dirección del tío —le explicó—. Yo mismo le haré llegar el dinero de la reparación, o, mejor, un faro nuevo. Seré discreto, lo prometo…

    Le pareció la mejor solución. Sin duda era mucho mejor que dejarle su móvil y arriesgarse a que lo llamara en un momento inoportuno para montarle un follón. Además, no tenía del todo claro si de verdad iba a comportarse como la situación lo requería. Los recambios de esos coches solían ser bastante caros… Con fingir que era un caballero sería suficiente, seguramente.

    Pero no…, Gladys no se lo permitió.

    —Estupendo. Si quieres puedo acompañarte a dársela y luego igual…, ya sabes, lo dicho, podríamos repetir…

    Esto bastó para que León volviese a considerar continuar con la loable tarea de reparar su falta. Bueno, eso y la noticia que recibió dos horas después de boca de su hermano, el que curraba en el ayuntamiento: el coche pertenecía a uno de los hombres más ricos y respetados de la ciudad, el dueño de un hotel de cinco estrellas en las afueras de Cardelores.

    León vio la oportunidad y pensó en aprovecharla.

    «Joder…, esto sí que es tener suerte. ¡Vittorio Laudien es el dueño del T-Roc! Y además estaba mojando el churro un día entre semana en un motel. Seguro que esto va de cuernos…», se dijo entusiasmado. Y de inmediato se puso a hacer planes. ¡Esa oportunidad era para aprovecharla sí o sí!

    Al final había sido una desgracia con suerte. Ya que le había tocado romperle un faro a alguien por accidente y además debía comportarse como un ciudadano responsable, qué mejor que ese alguien fuera un tío poderoso como Vittorio Laudien. Nunca estaba de más tener contactos, sobre todo cuando tenía tantas ganas de dejar el curro de mierda que le había tocado en suerte.

    Sí, aprovecharía la ocasión de relacionarse con él. Y de paso quedaría como un caballero con Gladys la Rompecamas, asegurándose otro polvazo memorable.

    Y así fue cómo, al día siguiente, al mediodía, compró el jodido faro y se dirigió a la casa de Vittorio Laudien. Primero sopesó ir a su hotel, pero luego pensó que, siendo sábado, era más seguro pillarlo en su domicilio.

    Sería de lo más discreto, por supuesto. Se aseguraría de que el asunto quedara entre el tío y él. Bueno, entre ellos dos y Gladys, que lo aguardaba en su coche mientras le regalaba su mejor sonrisa.

    Y en el suntuoso jardín, lo primero que vio León fue el T-Roc con el faro destrozado, junto a un Audi y una furgoneta Mercedes-Benz. Los datos que le había pasado su hermano eran correctos, y eso lo animó. Y comprobar la magnitud del poder económico de Vittorio Laudien lo animó aún más.

    Le devolvió la sonrisa a la radiante Gladys y luego llamó al timbre.

    * * *

    Efectivamente, Vittorio Laudien estaba en su casa ese sábado al mediodía. Su hermano Stefano estaba a cargo en el hotel, así que no tenía excusas para no pasar un día con la familia.

    No era frecuente que se tomara un día libre ni sentía las más mínimas ganas de hacerlo, sólo era por no oír a Nicoletta y su rosario de reproches. Era verdad lo que le recriminaba: cada vez pasaba más tiempo fuera, pero tenía una muy buena razón para eso, y poco tenía que ver con el trabajo: ella.

    Desde que ella había llegado a su vida de la mano de Rocco, Vittorio ya no había tenido paz.

    No era la primera vez que su hijo traía una chica a casa, pero ninguna había sido como ella. Y ninguna le había provocado lo que le provocaba, esa mezcla de deseo y odio al mismo tiempo. No era exactamente odio si lo pensaba bien, sino una especie de impotencia que disfrazaba de absurdo rechazo para evitarse males mayores.

    Y ese sábado, mientras desde la ventana de su habitación la observaba retozar con Rocco en la piscina, deseó que ese frustrante e interminable verano acabara de una vez. Que ella saliera de sus vidas y se llevara consigo todo lo que había provocado en él, aun sin proponérselo. Mientras eso no sucediera, lo único que podía hacer era intentar no cruzársela, y, si se la cruzaba, fingir que no le pasaba nada, disimular las ganas de lamer cada centímetro de su cuerpo, o el deseo de no haberla conocido jamás.

    Hacía lo posible para evitarla, intentaba no sonar tan seco en el saludo, no fruncir tanto el ceño, no desviar la mirada con esa frialdad. Porque no podía permitirse ser abiertamente grosero con ella por una razón más poderosa que la de ser la novia de su hijo. No, ese vínculo era circunstancial, y estaba seguro de que también sería breve. Lo que le impedía a Vittorio repudiarla abiertamente era que esa chica era la hermana recién llegada de la mujer de Stefano.

    Vittorio no sabía que Eliza tenía una hermana menor en el extranjero. Cuando llegó al país no la conoció de inmediato por estar fuera en un viaje de negocios, pero su hijo sí lo hizo. Y eso fue una jodida mierda… Desde hacía un mes eran inseparables, lo que se había convertido en una tortura para él.

    Deseaba con ansia que algo pusiera fin a esa relación. Quería que se saciaran y se aburrieran, que se pelearan, que todo terminara. Que ella regresara por donde había venido, que dejara de alterarle su rutina. Pero a la vez no quería que sucediese, porque también significaría dejar de verla.

    Claro que eso era secundario. Era infinitamente mejor sufrir por lo que jamás podría ser, con ella fuera de su hogar, que teniéndola así de cerca. La prefería alejada de su tranquila existencia, que había dejado de serlo en el jodido instante en que la conoció.

    Sin que pudiese siquiera intentar impedirlo, la chica había entrado en su vida, o más bien había trepado en ella como por una enredadera. Se había metido en su casa, había llenado cada espacio con su fresco aroma y su exquisita presencia. Comía en su mesa, follaba en la habitación de al lado con su propio hijo, había tomado posesión de sus cosas y de su hogar como una integrante más de la familia.

    Nada nuevo, por supuesto, siendo Rocco tan generoso y Nicoletta tan despreocupada. Su casa siempre había estado «de puertas abiertas», pero para él esa especie de invasión había resultado letal. Letal para sus nervios, que no eran de acero como creía, para sus ganas, que no estaban tan dormidas como pensaba, y para el desgastante ejercicio de contenerse y no demostrar lo que le estaba sucediendo.

    Porque las fantasías que venía tejiendo con ella las estaba cumpliendo su hijo. Así de simple, así de duro. Así de tajante.

    Y allí estaban ambos, riendo y jugando en el jardín trasero de su lujosa mansión. Un poco más allá, Nicoletta leía una revista y tomaba el sol en una tumbona.

    Mientras tanto, desde la ventana, Vittorio trataba de contener su rabia por lo que jamás podría tener, y ahogaba su deseo enfermo en un vaso de whisky.

    Fue así como el timbre lo sorprendió. No esperaban a nadie ese sábado, que él supiese. No se movió, que para eso tenían criada.

    Y un momento después, Alba tocó a la puerta:

    —Señor, lo buscan en la entrada.

    «Joder…» De mala gana, bajó la escalera, pero la puerta estaba cerrada.

    —¿Quién es, Alba?

    —Dijo que usted no lo conoce, pero que necesitaba verlo personalmente. No me ha parecido oportuno abrirle el portón, señor.

    Vittorio hizo una mueca y miró por la ventana. En la verja había un tío con una caja en la mano.

    Suspiró… Estaba claro que tenía que ir hasta allí para enterarse qué mierda quería de él. Apuró el whisky y luego se aproximó al portón.

    —Buenas tardes —le dijo al desconocido, que se había vuelto y saludaba a alguien que esperaba en un coche.

    El hombre se giró y lo enfrentó con una sonrisa mientras le tendía la mano a través de la verja de hierro.

    —Señor Laudien… Un gusto conocerlo. Un verdadero placer, la verdad.

    Vittorio alzó las cejas y se cruzó de brazos. No le daba la gana de estrechar la mano de ese desconocido, así que le hizo una cobra y lo animó con la mirada a decirle el propósito de su visita.

    Pero el tío no se dio por aludido ni se ofendió por su descortesía. Seguía sonriendo y moviendo la cabeza, a todas luces fascinado por su presencia.

    —Claro, usted no sabe quién soy… Me presento: mi nombre es León Lucas y me gustaría intercambiar unas palabras con usted un momento…

    —¿Quién? —preguntó Vittorio confundido. No tenía idea de quién era ese hombre, ni por qué podría querer hablar con él.

    —León Lucas, señor Laudien. Taxista profesional, electricista profesional, fontanero ocasional, recadero, lo que usted necesite, señor…

    —Un momento, un momento… —lo interrumpió Vittorio. No entendía por qué ese tío le estaba vomitando su currículum en la cara y sin que viniera a cuento. ¿Cómo se atrevía?—. Me parece que no comprendo de qué va esto… Si es por un asunto laboral, déjeme decirle que no es la forma ni el sitio para…

    —No, señor Laudien. No es por un asunto laboral, sino más bien por un asunto… personal —le explicó León con una sonrisa de oreja a oreja.

    —Sigo sin comprender. Al grano, por favor…, ¿en qué puedo ayudarlo?

    —Yo he venido para ayudarlo a usted. O, mejor dicho, para compensarlo… Pero, ya puestos, me pareció oportuno destacar mis habilidades en caso de que usted necesitase de mis servicios en algún momento —se apresuró a aclararle al atónito Vittorio, que cada vez entendía menos.

    —No sé de qué me habla —repuso claramente fastidiado.

    Y León pareció caer en la cuenta de que se estaba pasando, porque se aproximó a la verja y habló en voz baja.

    —Señor Laudien, no se corte conmigo… —le dijo mientras estiraba el cuello para mirar por encima de su hombro—. He venido por lo de ayer… Soy el culpable, lo confieso, pero no va con mi forma de ser eludir mis responsabilidades, y es por eso por lo que le he traído un faro de repuesto. Lo acabo de comprar en…

    Vittorio no daba crédito. ¿Culpable de qué? Miraba la caja y al hombre alternativamente y cada vez fruncía más el ceño.

    Y de pronto lo comprendió.

    El día anterior, ella había usado el coche de Rocco para ir de compras, mientras ellos dos habían salido de la ciudad para visitar a un proveedor. Cuando volvieron se encontraron con la novedad de que alguien le había roto un faro en el centro comercial y no había tenido siquiera la delicadeza de dejar su número de móvil para hacerse cargo.

    Rocco la consoló y le restó importancia al incidente. Él la miró con furia, pero sólo por el hecho de existir y tentarlo así. En realidad, el asunto no tuvo mayor importancia, y por eso no lo había recordado hasta ese instante, en que notaba lo que traía el tío entre las manos. Bueno, no sabía cómo había dado con él, pero se alegraba de que se hiciese responsable. Aunque si eso significaba tener que aguantarlo un segundo más, ya lo ponía en duda.

    Así pues, decidió cortar la conversación en ese mismo punto.

    —Ah, ya. Ahora caigo. Sé a qué se refiere y se lo agradezco mucho —le dijo mientras abría la verja dispuesto a aceptar la caja que el hombre le tendía—. Resulta agradable saber que aún quedan personas responsables…

    —Faltaría más, señor Laudien. No le dejé mi número de móvil porque temía que pudiese resultar embarazoso para usted llamarme, dado el sitio donde ocurrió el accidente… —le dijo con una sonrisa cómplice que a Vittorio se le antojó tan innecesaria como extraña. ¿Qué podía tener de embarazoso haber tenido un percance de ese estilo en un centro comercial?

    —Fue un pequeño accidente, no es para tanto…

    —Sí, tiene usted razón. Pero, claro, al ser en el aparcamiento de un motel, pensé que… Bueno, no sé en qué pensé. Igual el perjudicado terminaba siendo yo, si usted me llamaba en mal momento… —comenzó a decir León, pero de pronto cayó en la cuenta de que algo había cambiado y se interrumpió.

    La cara de Vittorio Laudien era otra. Ya no parecía ni confundido, ni aliviado, ni nada, sino más bien furioso, y León no entendía el motivo. ¡No tenía por qué ponerse así! Y eso fue lo que intentó transmitirle cuando se acercó más a la verja y le susurró:

    —Vamos, señor Laudien… Le he dicho que no se corte conmigo. Está claro que ambos estábamos para lo mismo en el Roma… No se mortifique, pues ¿quién no ha sacado a pasear el unicornio un viernes al mediodía alguna vez? Yo, por ejemplo. Así que, ya ve, esto queda entre nosotros y listo. Como suele decirse, entre toros no hay cornadas, ¿verdad? Usted tranquilo, que de mi boca nadie sabrá nada… Entenderá que a mí tampoco me conviene…

    Intentaba sonar ocurrente, pero el hombre que tenía delante parecía estar a punto de estallar, y León no supo qué hacer.

    No fue necesario hacer nada, pues Laudien decidió por él.

    León no podía creer que el empresario fuese capaz de semejante descortesía. Vittorio se lo quedó mirando asombrado por un momento, luego le cerró el portón en la cara, dio media vuelta y, sin siquiera despedirse de él, echó a andar hacia la casa mascullando improperios.

    2

    Cinco años después…

    Anabella cerró los ojos y oprimió el pañuelo con tanta fuerza que a punto estuvo de desgarrarlo.

    No lloró, porque lágrimas ya no le quedaban.

    Había derramado muchísimas desde que se enteró de la noticia. Ríos interminables se deslizaron por sus mejillas durante el vuelo, y luego en el tanatorio.

    Pero no durante el funeral. Lo que estaba sintiendo en ese momento era una ira inmensa que amenazaba con escapar de su garganta en forma de salvaje alarido.

    «¿Por qué?», era la pregunta que la atormentaba. Eliza estaba llena de vida, llena de planes. ¿Por qué el destino se había ensañado de ese modo con alguien tan joven? Había muerto su querida hermana, y el dolor era tan inmenso que Anabella temía perder el control y sumergirse en una espiral de sufrimiento que la llevara a la locura.

    Si bien no se habían visto durante mucho tiempo, Eliza era su única familia, y al haberla perdido no podía evitar sentirse un poco huérfana. Bueno, eso no era del todo cierto. Ahora tenía a Luz… Su pequeña sobrina sí que se había quedado huérfana, pero ella no la dejaría sola. Debía sobreponerse por la niña.

    Fue pensar en Luz y una inmensa calma la invadió. De pronto se sintió entera, se sintió valiente. Y eso le dio fuerzas para abrir los ojos y afrontar lo que había evitado tanto: la mirada de Vittorio Laudien.

    Sin embargo, en ese instante, él no la estaba observando. Sus ojos, llenos de lágrimas, estaban fijos en la tierra que en ese momento había empezado a cubrir los dos ataúdes.

    Entonces Ana cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía algo de humanidad en ese hombre. No era para menos, pues él también había sufrido una pérdida igual que la suya. O, peor, porque el que había muerto era su hermano mellizo.

    «¿Qué debe de sentirse al perder a tu otro yo?», se preguntó conmovida. Porque ella y Eliza se llevaban diez años, y salvo en los últimos no habían estado tan unidas. Ana era hija del tercer matrimonio de su padre, y Eliza del primero, por lo que no se habían criado juntas como Vittorio y Stefano.

    Ellos siempre habían funcionado como un bloque que parecía invencible, pero no para la muerte, que se había encargado de romper esa unidad para siempre.

    Y, muy a su pesar, sintió una pena inmensa por ese hombre odioso que le había hecho tanto daño.

    Habían transcurrido cinco años desde que ocurrió aquello, pero para Ana era como si hubiese sido el día anterior. Los recuerdos eran tan vívidos que el tiempo no había logrado mitigar ni el dolor ni la humillación que sintió aquella tarde, la última vez que lo vio.

    Y, mientras los sepultureros cubrían con flores los féretros de su hermana y su cuñado, la memoria de Ana la transportó al momento en que lo conoció.

    Tenía poco más de veinte años cuando decidió viajar para visitar a Eliza y a su marido. Hacía más de cinco que las hermanas no se veían, por lo que no había tenido la oportunidad de conocer a Stefano.

    Su cuñado le pareció un hombre encantador y se alegró por Eliza. Y mucho más cuando ésta le anunció que, tras cuatro años de búsqueda infructuosa, por fin se había quedado embarazada.

    Cuando Ana llegó a Cardelores, la familia estaba en pleno festejo por el feliz acontecimiento. Y pronto ella se vio inmersa en esa vida idílica de tal forma, que en algún momento se planteó no marcharse de allí.

    Tal vez por eso cedió a los avances de Rocco, el sobrino de Stefano, que le había tirado los tejos desde el primer día. El joven era alegre y bohemio, y tenía su misma edad. Su cuñado lo había definido como «un bala perdida, pero encantador», y Ana pronto cayó en las redes de ese encanto.

    Se volvieron inseparables y pasaron hermosos momentos juntos. Eran más amigos que otra cosa, o al menos eso sentía ella. No obstante, se daba cuenta de que Rocco estaba un poco más enganchado.

    No sabía si eso le convenía, pero estaba tan a gusto que se dejó llevar. Ésa era la vida familiar que tanto le habría gustado tener. Sus padres se habían divorciado cuando ella tenía sólo un año, y su madre había muerto cuando ella estaba en el instituto, quedando al cuidado de una abuela ya fallecida también.

    En casa de los Laudien, todo era alegría. Stefano era adorable, Eliza sumamente cariñosa, y Rocco muy divertido. Hasta Nicoletta, cuñada de Stefano y madre de Rocco, con toda esa frivolidad y ese aire de grandeza que la envolvía al igual que su eterno aroma a Chanel Nº 5, le parecía bastante pasable.

    Además, toda esa dicha familiar estaba cerca de ser coronada por la llegada de su pequeño sobrino o sobrina. Sí…, Ana estaba feliz de haber decidido cruzar el océano para visitar a Eliza, y también de haber comenzado esa especie de relación con el divertidísimo Rocco, que la impulsaba a hacer locuras todo el tiempo.

    Ese verano, por primera vez se sintió como en casa, y hasta llegó a pensar en quedarse y hacer de Cardelores su lugar en el mundo.

    Pero esa sensación se acabó el día en que Vittorio Laudien regresó de un viaje de negocios y por fin lo conoció.

    Lo había visto en fotos hasta ese momento, y había notado que los mellizos se parecían mucho físicamente, así que esperaba encontrarse con otro Stefano, atractivo, campechano y simpático, pero resultó que no.

    Atractivo, desde luego. A su lado, y a pesar de ser muy similares, Stefano parecía una fotocopia de su hermano. Ese hombre era dueño de un magnetismo fuera de toda lógica, al menos para ella. Y, en cuanto lo conoció, Ana se dio cuenta de que no se parecía en nada a su jovial cuñado.

    La mirada de Vittorio se posó en ella y la recorrió entera con calmada frialdad. Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de la joven, que se preguntó cómo demonios dos personas tan parecidas podían ser tan diferentes.

    Porque ese primer encuentro le bastó para entender que se había terminado lo que tanto estaba disfrutando. A partir de ahí, Ana tuvo que hacer un gran esfuerzo por seguirle la corriente a Rocco, sobre todo cuando se mostraba afectuoso o juguetón.

    La mirada reprobadora de Vittorio la perseguía incluso en sueños. Pero no sólo había censura en esos ojos, o al menos eso creyó ella en su momento; también había otra cosa que no logró definir. O no quiso siquiera intentarlo…

    Bastante tenía con lo que a ella le pasaba cuando sus miradas se cruzaban. No era el estremecimiento del miedo del día en que lo vio por primera vez y se sintió fulminada por sus increíbles ojos azules y amedrentada por su imponente presencia, por su seriedad, por su impersonal y fría forma de tratarla. Eso era otra cosa…

    Un vacío en el estómago, incómodo, extraño. Una dolorosa inquietud. Una especie de anhelo inconfesable. Una insana y morbosa curiosidad.

    Ana se dio cuenta en un momento de que él no la quería en su casa ni en la vida de su hijo. Entonces, su espíritu de rebeldía se apoderó de su voluntad y la animó a hacer lo que intuía que no debía. Desafiarlo con la mirada. Mimar exageradamente a su hijo. Mostrarse amigable con su esposa. Y, por supuesto, convertirse en la niña de los ojos de Stefano y Eliza, que habían hecho todo lo que estaba a su alcance para engancharla con Rocco y así lograr que se quedara.

    Su hermana le había sugerido que tal vez podía estudiar Gestión Hotelera y así formar parte de la empresa familiar, y Ana lo había llegado a considerar seriamente. Sobre todo después de visitar el majestuoso y único Gran Hotel Villa Laudien, situado a las afueras de Cardelores, en la lujosa localidad de Montes del Rey.

    Era un establecimiento de cinco estrellas situado frente al mar que había alojado a las personalidades más destacadas de la política y el cine a lo largo de su extensa historia. Varias generaciones de los Laudien lo habían administrado desde hacía más de un siglo, excepto durante un período en que había estado cerrado a causa de la guerra y la crisis que le siguió.

    Pero cuarenta años atrás, Lorenzo y Theresa Laudien habían llegado de Italia con sus mellizos, habían recuperado la propiedad familiar y habían devuelto al hotel el brillo de antaño. La pareja había hecho más que eso, lo habían actualizado y transformado en el mejor hotel spa de la región. Pero el plato fuerte del Villa Laudien tenía que ver precisamente con eso: la cocina. Su restaurante principal poseía tres estrellas Michelin desde hacía una década, lo que lo convertía en el establecimiento más destacado en más de trescientos kilómetros a la redonda.

    Y eso último había sido mérito de los hermanos Laudien. Para ser más exactos, de Vittorio, y esto dicho tanto por su hermano como por su hijo.

    Al parecer, el empresario, que cuando Ana lo conoció tenía cuarenta años, era un as en los negocios. Stefano lo acompañaba de buena gana y con poca iniciativa. Su hermano era una especie de Dios para él, y cuando lo conoció, la joven entendió los motivos. Y Rocco estaba aprendiendo los pormenores del oficio, aunque se notaba que no lo hacía por propia voluntad.

    Para Ana era evidente que Rocco sólo quería complacer a su padre, o al menos no hacerlo enfadar, y por eso le decía a todo que sí, lo quisiera o no. El joven no era inmune al poder de ese hombre. No podía siquiera pensar en desafiar sus deseos, negándose a algo.

    Es que Vittorio Laudien era sencillamente imponente. Y Ana lo había sentido en la piel.

    Ese hombre le provocaba sentimientos encontrados. Odiaba su frialdad, pero ciertos destellos en sus ojos la dejaban confundida, perturbada y con ganas de más. Dudaba de sus propias percepciones y estaba buscando siempre confirmar si la observaba tanto como ella sospechaba. Lo admiraba y se odiaba por ello, porque Rocco se resentía profundamente de la indiferencia de su padre por estar pendiente de sus negocios. No obstante, lo que más la enfadaba eran esas fantasías con escenas de cama que había empezado a tejer en torno a él, sin poder evitarlo.

    Se sentía una estúpida y una masoquista por esa enfermiza atracción por un hombre casado que le doblaba la edad y a la vez era cuñado de su hermana y padre de su novio. A veces creía que perdería el control enfrentándose abiertamente a él para preguntarle por qué no la quería o confesarle lo que le provocaba. Por un lado amaba ser parte de la familia Laudien, pero por otro habría querido no haber conocido a ningún otro miembro que no fuese él. O, por el contrario, a todos excepto a él.

    Se sorprendía por su falta de moral, porque en Nicoletta era en lo último que pensaba cuando buscaba alguna razón que le impidiera provocarlo sólo para ver si caía. Y también sentía culpa por acostarse con el hijo imaginando que lo hacía con el padre.

    Es cierto que por un momento se le cruzó por la mente pasar a formar parte de la nómina de ese maravilloso hotel, del cual se enamoró en cuanto puso un pie allí, pero eso fue antes de conocer a Vittorio. Después, no pudo hacer otra cosa más que ser consciente de su presencia y de su ausencia. Luego, se empeñó en desafiarlo cada vez que podía y sin palabras, porque no se atrevía, sólo con estúpidas actitudes infantiles que casi siempre involucraban a Rocco. Más adelante llegó a preguntarse si lo que fantaseaba con él podría concretarse en algún sitio fuera de su cabeza. Y finalmente llegó a odiarlo como nunca se habría creído capaz de hacerlo.

    Pero en ese momento, cinco años después del fatídico día en que todo acabó de la peor manera, Ana no podía evitar sentirse identificada con él. Y tampoco podía dejar de experimentar compasión ante la desolación de ese coloso que se veía más que derrotado.

    No obstante, esa compasión se esfumó cuando él levantó la cabeza y, al igual que aquella vez hacía ya cinco años, volvió a fulminarla con la mirada.

    Y entonces Ana supo que Vittorio Laudien no había terminado aún con ella.

    * * *

    La tragedia. Una vez más…

    Stefano había muerto de la misma forma que sus padres, en un accidente de tráfico. Sólo que esta vez no se había tratado de un conductor ebrio, sino de un jodido ciervo.

    Eso era lo de menos. Lo que a Vittorio lo indignaba era que en ambas ocasiones su familia había sido víctima de hechos fortuitos o de personas imprudentes. ¡Dios, o quien fuese el que movía los hilos, era un sádico de mierda!

    Su hermano le haría mucha falta, pues estaban muy unidos a pesar de ser tan distintos. Y es que Stefano era… débil. El tío más bondadoso y confiado del mundo, el más ingenuo, el más sencillo. Vittorio lo había cuidado toda la vida… ¿Qué haría ahora que ya no estaba? Sentía que con él se había ido una parte importante de sí mismo y no sabía cómo encarar el futuro sin su hermano.

    Por lo pronto, tenía que enfrentarse al espejo cada mañana. Su propio reflejo le recordaría a Stefano… A pesar de que no eran gemelos idénticos, eran lo suficientemente parecidos como para ver a su hermano en su rostro.

    Dios…, tenía que superarlo como fuera. Tal vez hacerse cargo de su sobrina podría ayudarlo a salir adelante.

    Y, mientras terminaban de sepultar a Stefano junto a su esposa, Vittorio se prometió que le daría a Luz lo que estuviese a su alcance para que tuviese una infancia lo más normal posible, aun con la pérdida inmensa que había sufrido.

    «Tendré que dejar de vivir en el hotel. Me mudaré a la casa… Sí, eso haré», decidió convencido. Después de todo tenía dos grandes administradores, y no se requería su presencia permanente.

    Es cierto que estaba muy cómodo viviendo en el Villa Laudien, pero ése no era un sitio para criar a una niña. Además, hacía tres años que su propia familia se había desintegrado, y no le vendría mal volver al hogar y hacerse cargo de la pequeña.

    Desde que Rocco se había marchado a vivir al centro de Cardelores y había cortado los lazos con sus padres, todo había cambiado. Su partida había hecho que su matrimonio con Nicoletta se resintiera de tal forma que terminaron divorciándose.

    Fue así como en la mansión se quedaron Stefano con Eliza y la pequeña. Él se fue al hotel, y Nicoletta hizo otro tanto, pero como se alojaba en un ala lejana a sus oficinas, casi no la veía.

    La relación con su mujer, de todas formas, hacía años que iba de mal en peor, y lo que hizo «el incidente» fue poner en evidencia cuán destruida estaba.

    «El incidente…» Tras lo sucedido, creyó que no volvería a ver a la causante de todo, pero allí estaba. Frente a él, destrozada, completamente rota.

    Se veía muy distinta de como

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