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Por un puñado de balas
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Libro electrónico225 páginas4 horas

Por un puñado de balas

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Una nueva novela del detective beatnik de Hollywood, Sunny Pascal, narra cómo el detective mexicoamericano trata de resolver un crimen durante la filmación de Por puñado de dólares en la España franquista en 1964. Sunny Pascal es llamado a los estudios Churubusco por el escenógrafo español José Ramón Izaguirre y el afamado cineasta Luis Buñuel para que limpie el nombre de Izaguirre, acusado del asesinato de su esposa Imelda Fregoso, ocurrido durante la guerra civil española. Sunny vuela a Madrid para internarse en el mundo del cine de una España con un gobierno represor, que poco a poco se va abriendo al mundo. Acostumbrado a moverse en el mundo de Hollywood, se encuentra con un ambiente distinto, donde su estilo sarcástico sólo le atrae problemas con la policía local. La tercera entrega de la serie de libros publicados en ocho países con grandes críticas, próximos a filmarse por el director Sebastián del Amo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jul 2016
ISBN9786077359463
Por un puñado de balas
Autor

F. G. Haghenbeck

F.G. Haghenbeck was born in Mexico City. He’s been an architect, museum designer, freelance editor, and TV producer. He’s also the comic book writer of Crimson and Alternation, as well as a Superman series for DC Comics. John Huston biographer William Reed encouraged Haghenbeck to transition into writing crime novels, and the result is Bitter Drink, which has already won the Turn of the Screw Crime Novel Award in Mexico. Haghenbeck currently works full time writing novels and editing historical and pop-culture books. He loves eating his wife’s gourmet food, drinking cocktails, reading the noir novels of Raymond Chandler and Paco Ignacio Taibo II, and watching cartoons with his daughter, Arantza.

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    Por un puñado de balas - F. G. Haghenbeck

    Este libro está dedicado con cariño a mi cómplice

    de las letras, Karen Chacek

    Yo no bebo agua, los peces fornican en ella.

    W. C. FIELDS

    El alcohol es el peor enemigo del hombre,

    pero en la Biblia dice que ames a tus enemigos.

    FRANK SINATRA

    Yo prefiero pensar que Dios no está muerto,

    sólo que está ebrio.

    JOHN MARCELLUS HUSTON

    I

    AMERICANO

    l½ OZ DE CAMPARI

    1½ OZ DE VERMUT DULCE

    1 REBANADA DE NARANJA O LIMÓN

    AGUA MINERAL

    CUBOS DE HIELO


    Vierta las medidas de los licores en un vaso corto con hielo. Agregue un golpe de agua mineral para rellenar. Coloque el limón o naranja para ser exprimido en la copa al ritmo del swing Tu vuò fà l’americano, de Renato Carosone.

    Uno de los cocteles europeos por excelencia, conocido originalmente como Milano-Torino, debido a sus ingredientes: el licor amargo Campari proveniente de Milán y el vermut Cinzano de Turín. La receta para el americano data por lo menos de 1861, cuando fue servido en la barra de Gaspare Campari de Milán. Su nombre cambió cuando se dieron cuenta de que sólo los turistas americanos lo pedían. Por años, ese bar fue un lugar de reunión para una variedad de celebridades, desde Giuseppe Verdi hasta Ernest Hemingway. Pero el trago se popularizó en la época de la prohibición norteamericana, cuando floreció la mayoría de los cocteles. Debido a la baja calidad de los licores que se conseguían en Estados Unidos, para que fueran agradables al paladar se tenían que mezclar, inaugurando así la era dorada de la mixología. Y fue en esa década cuando la bebida encontró éxito con los visitantes americanos.

    Se tomó la receta de un negroni, agregándole el dulce del vermut y el sabor de los cítricos. En su relato From a View to a Kill, el autor y espía inglés Ian Fleming escribe: En los cafés uno tenía que beber la menos ofensiva de las bebidas de las comedias musicales, y Bond siempre pedía la misma cosa: un americano.

    I|I

    Se abre la toma a una panorámica. Puede verse un lejano paisaje de desérticas lomas. Un largo sendero culebrea hasta extraviarse en el cúmulo de montañas que asemejan una colección de cadáveres cubiertos por telas. En sus pliegues guardan rocas y arbustos que combaten los arduos rayos del sol. De vegetación sólo hay un raquítico pasto color bilis, tan raso como una desgastada alfombra en hotel barato. El cielo es azul brillante. Hay una bruma de fumador empedernido que borra parcialmente los cerros lejanos. No hay duda de que es una gran toma. Un fotógrafo hubiera deseado tenerla para abrir su película. Trae incluido el premio de la academia de ciencias cinematográficas: un Oscar.

    Una polvareda va creciendo. Es un remolino de polvo y guijarros que se levantan ante las pisadas galopantes de los cascos de un caballo que apenas son una silueta en la lejanía. La tensión sube. Entre más se acerca el jinete, más nerviosismo se paladea en el ambiente.

    De pronto, en medio de ese silencioso paisaje, el sonido seco de un disparo retumba con el eco de carambola a cuatro bandas. El caballo se desboca aparatosamente, llevándose a su jinete, que traga un buche de tierra. El vaquero ha mordido el polvo en un desierto de la frontera americana. Es el momento para poner los créditos de apertura. Tenía que admitirlo: era una de las mejores entradas en un film. Tan maravillosa, que deseaba levantarme y aclamarla de pie.

    Es así como se inicia el increíble western que el director italiano Sergio Leone filmaba: For a Few Dollars More o La muerte tenía un precio. Leone, con esta obra, estaba a un paso de cruzar la reja que divide a los humanos de los dioses. Entraría al monte Olimpo de Cinelandia por la puerta grande.

    Pero yo no podía aplaudir.

    Para empezar, estábamos muy lejos del oeste americano para que fuera real. Incluso, teníamos el océano Atlántico de separación. Tampoco eran los años cuando los vaqueros construyeron el país americano. Y un siglo atrás habían dejado de usar sombreros de cowboy, botas y espuelas. Las armas continuaban en uso, pues siempre estaban de moda. Tanto, que un asesino de Dallas había disparado al presidente Kennedy apenas hacía dos años. Y luego, otro tipo le había disparado a éste. Como ven, las pistolas siempre serían un deporte nacional de Estados Unidos de América.

    Pero la principal razón para no aplaudir el inicio de esa película es que no estaba viendo el film. Era una simple coincidencia que esta escena fuera como en el inicio del guion. Lo anterior lo estaba viviendo en carne propia. El que había tragado la polvareda era yo. Y desde luego, no soy vaquero. Sólo soy un sabueso mitad gringo, half mexican, perdido en el desierto español de Almería con la mala fortuna de ser tratado como el asesino que supuestamente vine a cazar.

    Me levanté adolorido por la colosal caída. Mi cabeza retumbaba. La pierna izquierda punzaba como si le hubieran clavado cien cuchillas y una fea cortada surcaba mi frente. Eso se llamaba caer con poco estilo. También se llamaba dolor, mucho dolor.

    Cojeando, continué mi carrera. Era cuestión de tiempo para que mis perseguidores hicieran acto de presencia, ya que la bala que derribó a mi caballo no había surgido por generación espontánea. Si hay bala, hay armas. Y éstas siempre vienen con alguien para jalar el gatillo. Para mi desgracia, los que lo habían hecho no eran bandoleros. Eran más aterradores: carabineros al mando del teniente inspector Figueres de la Guardia Civil española.

    Dos jinetes aparecieron detrás de mí. Montaban vistiendo su inconfundible traje verde olivo, altas botas negras y ese intento de gorro tricornio. Digo intento, puesto que en ninguna civilización moderna podía llamársele sombrero a un híbrido entre tocado de monja y escultura de Picasso.

    Ramón el Grande iba a la derecha. Iba junto a él su compañero, como era su costumbre. Yo suponía que se había quedado arreglándose su quijada después de que lo golpeé con la base de un reflector de cine, pero al parecer estaba más que listo para atraparme.

    El gendarme sacó una soga e hizo muestra de sus habilidades. La jugó como un experto, agitándola al mejor estilo de John Wayne a punto de lazar una vaca desbocada. Era endiabladamente bueno. Me alcanzó cual res tierna, derribándome de golpe. Tragué otra vez un puñado de tierra andaluza y me jaló a todo galope.

    Fui arrastrado por la terracería a los gritos de los gendarmes que festejaban su éxito. Pasé por cada entrada del catálogo de víctimas remolcadas por los bandoleros en un western. Mi cuerpo sintió las rocas rasgando ropa y piel. Hubiera sido peor si no hago las piruetas que había aprendido del jefe de dobles de la película.

    Ramón el Grande descendió de su caballo. Era la imagen de prepotencia y altanería de su gobierno. Todo orden, todo perfección. En su persona no se permitía un error. Caminó lentamente hasta donde me habían dejado tirado. Se inclinó hacia mí, quitándose su gorro. Tomó mi cabello para levantarme el rostro. Me encontré con su sonrisa de oreja a oreja. Era diabólica.

    —Joder. Que te vamos a coger, americano.

    —No soy… americano —balbuceé entre la sangre que se me arremolinaba en la boca.

    —¡Pero qué gilipollas eres! ¿Y a mí, qué? ¡Eso qué importa! —respondió con regocijo. Como no había completado su racha de hijo de puta, y para mantener su imagen de desgraciado sádico, me dio una patada en la cara.

    Entonces, la escena se fue a un corte a negros.

    Bienvenido a España.

    II

    THE WINCHESTER

    1 OZ DE GINEBRA TANQUERAY LONDON DRY GIN

    1 OZ DE GINEBRA OLD TOM

    1 OZ DE GINEBRA MILLER’S WESTBOURNE STRENGTH

    ¾ DE OZ DE JUGO DE LIMÓN

    ¾ DE OZ DE JUGO DE TORONJA

    ¾ DE OZ DE LICOR ST. GERMAIN

    ½ OZ DE GRANADINA

    ¼ DE OZ DE ENDULZANTE DE JENGIBRE

    UN GOLPE DE AMARGO DE ANGOSTURA


    En un vaso alto, o de escultura tiki, con mucho hielo, coloque los tres tipos de ginebra. En su caso, se puede sustituir por una sola marca. Agregue el resto de los ingredientes y agite. Adorne con una rebanada de piña y la versión surf de Los siete magníficos tocada por Los Dorados.

    Esta bebida tiene todas las raíces e ingredientes para ser considerada tiki: sabores cítricos, tres licores de base y adorno tropical. Posee también una gran diferencia con el resto: el uso de ginebra en lugar de ron. Aunque parecería que el nombre se debe al famoso creador de armas del siglo XIX Oliver Winchester, con cuyos rifles y revólveres se abrieron paso los duros hombres en el oeste norteamericano, proviene de otras razones más mundanas: nació en el bar Death & Co de Nueva York, nombrado en honor al mixólogo y representante de la ginebra Tanqueray Angus Winchester.

    I|I

    Siempre he pensado que una buena película de vaqueros debe comenzar cuando llega el forastero a un pueblo. El jinete solitario cruza las calles mientras el tabernero y el herrero comentan en voz baja que seguramente el recién llegado es un buscador de pleitos. Fue exactamente como me recibieron en ese pueblo. Aunque de poblado tenía sólo las fachadas. Era apenas una colección de casuchas de madera. Había un salón aquí, el hotel allá y, por supuesto, una cárcel al fondo. Junto al banco, una camioneta Ford, un cúmulo de cables, lámparas apiladas, dos gánsteres en trajes cruzados, un cavernícola y, al centro, un hombre con delantal en bicicleta vendiendo tacos. Eran los trabajadores del set de cine que disfrutaban su almuerzo. Yo caminaba por entre las falsas fachadas de cartón y cinta adhesiva.

    No había duelos en puerta: era la hora de comer. En México, esa hora es tan sagrada como la misa de los domingos, las finales de campeonato de futbol y los días de votación. Si llegase a haber un holocausto atómico, de todas maneras los trabajadores saldrían a comer.

    —¡Alto, amigo! —me gritaron desde la puerta de una de las escenografías. Volteé a ver quién me retaba a duelo. Era un guardia uniformado de complexión robusta. Se notaba que no había mucha acción en los estudios de filmación Churubusco de la Ciudad de México. Su panza sólo se podía lograr dormitando y comiendo en horas de trabajo.

    —¿Algún problema, oficial? —comenté, ofreciéndole mi mejor sonrisa de anuncio de político.

    —No puede estar aquí. Necesita un pase —gruñó. Me limité a enseñarlo. El guardia lo leyó y me lo devolvió molesto—. Las oficinas están al fondo. Encontrará un edificio debajo del tanque de agua.

    —Siga buscando forajidos, peregrino —le dije en mi mejor imitación de John Wayne. El gordo no entendió.

    La visita a los estudios Churubusco se debía a una reunión de trabajo. No es que dejara de laborar en Los Ángeles como agente de seguridad para la industria de Hollywood, sino que simplemente estaba haciendo un favor personal. Mi estancia en la Ciudad de México era incidental. Cada vez que me acordaba trataba de salirme de mi rutina en Venice Beach para visitar a mi madre. Habían pasado ya tres años que no me acordaba y mi progenitora mandaba cartas desgarradoras sobre lo mal hijo que era. Así que, cuando mi amigo y compañero de parranda, el productor Scott Cherries, me ofreció la seguridad en el plató de una película de la Warner, mi raquítica cuenta bancaria se abultó. Ayudaron también unos trabajos extra desmantelando una banda de chantajistas que hicieron la vida imposible al actor Mario Moreno Cantinflas y que acepté seguir al esposo de Jayne Mansfield para comprobar sus amoríos para la demanda de divorcio en Ciudad Juárez. Estaba bien alimentado, bien remunerado y un poco cansado del ambiente banal de Los Ángeles, por lo que tomé mi Ford Woody y fui a México a ver a mamá.

    Durante una semana se dedicó a engordarme, platicarme de la familia y sermonearme por mi desmedida manera de beber o mi corte de pelo. Luego, me dijo que tenía un trabajo para mí, de parte de su nuevo pretendiente. Me dio un ataque sin saber qué me cabreaba más: que me mandara a laborar o que anduviera con alguien. Después de dos botellas de tequila olvidé mi malestar. Mamá podía rehacer su vida después de soportar a mi padre. Mas mi sorpresa continuó en aumento cuando me enteré de que su pareja era uno de los escenógrafos del director de cine español Luis Buñuel, un tal José Ramón Izaguirre. Así llegué a los estudios de cine Churubusco en México, el complejo cinematográfico más grande de Latinoamérica.

    Me introduje en uno de los edificios. El que estaba bajo el tanque, según las indicaciones del guardia. Era una construcción de tabique aparente y bloques de cristal. A comparación de las excelsas oficinas en Estados Unidos, éstas parecían de intendencia. En el interior había una recepción mona. Un grado más de mona era la pequeña trigueña que se refugiaba detrás de un escritorio de metal y madera. Tenía ojos pizpiretos y una enorme cola de caballo. Su piel era de vainilla. Me la saboreé gustoso.

    Al verme entrar, la muchacha torció la boca y me soltó con voz agria:

    —Si es usted el reportero, debo decirle que mi jefe ya no da entrevistas.

    —¿Ni una chiquita? —pregunté acercándomele. Ella se movió incómoda. Ese día me había acicalado para dar una buena imagen. Vestía traje negro con corbata delgada a la moda de Steve McQueen y mi barba beatnik estaba pulcramente cortada.

    —Lo siento, caballero —respondió nerviosa.

    —No sea egoísta. Quizás ésta es la buena.

    —Buena para que lo expulsen del país… —me dijo molesta—. Todos ustedes se han dedicado a decir mentiras del maestro Buñuel: que es un terrorista, un comunista… ¡Pues ya se les hizo!, ¡se va a filmar a Francia!

    —Sufrirá Jerry Lewis. Dicen que busca director para su nuevo film —comenté con un exagerado dramatismo. La trigueña arqueó su ceja y soltó en un susurro apenada:

    —Usted no es reportero, ¿verdad?

    —Nunca dije que lo fuera.

    —Es malo, muy malo por burlarse de mí —el rubor de las mejillas la hacía verse chispeante.

    —Si quiere ver maldad pura acompáñeme a tomarnos unos tragos. Le aseguro que habrá fuego como en el infierno —le dije sentándome en su escritorio. Ella ni parpadeó. La tenía en la bolsa.

    —¡Vamos, deja a mi secretaria! Tu madre me ha dicho lo revoltoso que eres… —nos interrumpieron desde el privado. Fue entonces que emergió un hombre canoso, alto como un rascacielos y nariz recta de perfecta escultura griega. Su voz era grave, de llamado de ultratumba. Su aspecto duro emulaba a un rector de escuela. No había duda de que era el tipo de mamá. Empezando por mi padre, siempre se los conseguía iguales: unos completos hijos de puta.

    —El señor José Ramón Izaguirre, supongo.

    —Mejor no supongas y ven a saludarme, hijo —exclamó el hombre dándome una palmada en la espalda. Sonrió de manera fácil, agradablemente familiar. Su acento era ligeramente ibérico, como si éste se hubiera disuelto ya entre comida picosa y tequila.

    —Sunny Pascal, señor —me presenté apenado.

    —Dime Joserra —volvió a darme el golpe en la espalda. No era rudo, apenas el roce de una hoja. Empezaba a gustarme el tipo. Me odiaba por eso. Nos encaminábamos a su privado cuando una voz aguda resonó por la oficina como alarma de bombardeo:

    —¡Joserra! Pero ¿qué coño has hecho con la botella de Noilly Prat?

    Luego que retumbó por un minuto, le siguió

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