El hombre que tiembla
Por Andrea Pomella
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El hombre que tiembla - Andrea Pomella
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Primera parte
I. Historia de mi depresión
Después de unos días despertándome de mal humor, con una opresión en el pecho, con dificultades para deglutir, como hundido, una mañana me desperté y me hice la pregunta: ¿Por qué me levanto siempre de mal humor? Y profundicé: ¿Por qué debería levantarme de buen humor? Y, sobre todo, ¿qué son el buen y el mal humor? ¿Quién marca la calidad del humor? ¿Finjo más cuando estoy de buen humor o cuando estoy de mal humor? ¿Y finjo en relación con qué? ¿En relación con la realidad de mi propio humor o con la fisionomía objetiva de la realidad que me rodea? Y entonces, ¿de qué humor debería estar una vez comprobada la fisionomía objetiva de la realidad que me rodea, de buen humor o de mal humor? Y si consigo, con razonable objetividad, certificar la apariencia de la realidad que me rodea, es decir, si me descubro dotado de la capacidad psicológica necesaria para juzgarla con razonable objetividad, ¿por qué, entonces, mi humor se muestra insensible ante esta realidad?, ¿por qué reacciona como si no existiera, es más, reacciona como si esta realidad fuera otra, como si esta otra realidad fuera —pongamos, por caso— peor y más fea que la objetiva?
Por regla general, en las causas de nuestro humor están involucrados diferentes componentes que se mezclan entre ellos de manera inescrutable. Por ejemplo, mientras estoy sentado en el jardín considero lo siguiente: una brisa templada que mitiga el bochorno de agosto; catorce plantas lozanas, una muerta, dos a punto de marchitarse; la señora del edificio de enfrente que le chilla a un perro que lleva dos meses ladrando, las picaduras de mosquitos que me adornan los brazos y las piernas, el cielo límpido, la broza que crece entre la gravilla, el canto de las cigarras. Son elementos que en la composición de mi estado de ánimo se pueden catalogar bajo el signo + o bajo el signo –, y que sumados y restados establecen el tono de mi humor.
Sin embargo, este tipo de cálculos sirven para los animales, no para los humanos; sobre todo, no sirven para mí. El mecanismo que contribuye a la construcción de mi mal humor es el siguiente: la templada brisa que mitiga el bochorno de agosto me recuerda los horribles, infinitos veranos solitarios de cuando era niño y en la cabeza me resonaba un vacío ancestral. Las catorce plantas lozanas, la muerta, y las dos a punto de marchitarse son señal de que, en el arte de la jardinería, como en todas las artes en las que he intentado iniciarme, estoy destinado a fracasar (en dos semanas el número de las plantas muertas superará al de las vivas). La señora exasperada por culpa del ladrar canino es la materialización de lo que sucede por regla general en mi cabeza (donde hay un perro que ladra obsesivamente). Las picaduras de mosquito, el cielo límpido, la broza, el canto de las cigarras me traen a la memoria la parte deshabitada y salvaje de una isla que visité cuando tenía dieciocho años, a una figurita de la Virgen en el arcén de una carretera que descendía hasta el mar, a los ojos de la virgen hechos con dos pequeñas piedras blancas, las cuales, en la claridad de la luz mediterránea y en el ancho y suave silencio de aquel vacío terráqueo, me devolvieron la impresión de la más vasta —y absoluta— soledad concebible en la naturaleza, al acto vandálico de un muchacho que tiró una piedra contra la imagen y rompió el vidrio que protegía aquellos ojos gélidos. Todo esto sucede mientras sigo sentado en el jardín convencido de no estar inmerso en una fase de la enfermedad ni especialmente reflexiva, ni dramática, ni emocionante, sino en un estado que podría llamar neutro.
Es así como me crece el mal humor. Casi nunca tiene relación con la realidad que me rodea y, si la tiene, es solo porque la realidad es el tren al que subo para que me lleve a destinos remotos. Todo esto sucede —me han explicado no hace mucho— por culpa de una cantidad infinitesimal de sustancias químicas, por razones «orgánicas», «cromosómicas», «genéticas». Así, el perro, los veranos de mis tiempos mozos, la Virgen con los ojos de piedra, son solo entidades moleculares, iones, compuestos químicos. Nada es verdad, ninguna realidad lo es, solo mi mal humor es cierto.
Lo que llamo mal humor es en realidad una enfermedad, una enfermedad pura y dura. Sin embargo, no tiene consideración de enfermedad pura y dura, y por eso —durante siglos— fue relegada al rango de no enfermedad. Una no enfermedad cuyo efecto, según Teresa de Jesús, «es trastornar la razón, obnubilarla de forma que a ella no llegan nuestras pasiones».¹ Era una extravagancia de la mente, en definitiva, un capricho, cuando no un instrumento en manos del demonio. Y también una desviación congénita, una de esas desviaciones que, si se manifestaba de forma grave y evidente, acababa por tratarse en los manicomios.
Mi enfermedad no tiene una fisonomía concreta. Dos enfermos con una enfermedad como la mía pueden mostrar síntomas diferentes, sufrir exacerbaciones diferentes, diversas corrupciones del sistema nervioso.
Sufro la enfermedad que la comunidad científica define, de manera abreviada, como «depresión mayor» desde que tengo uso de razón, o sea, desde que tengo ojos y corazón para descifrar la realidad que me rodea, desde la más tierna infancia, se podría decir. Mi problema ha sido siempre el de no atribuir rango de enfermedad a mi modo de descifrar la realidad. Mi familia catalogaba esta incapacidad mía con cuatro palabras: «Tienes un carácter difícil». Es decir, algo que tenía que ver a veces con la susceptibilidad, a veces con la timidez, otras con la hosquedad o la insociabilidad, con el peso de una infancia problemática, con una misantropía general; y en los momentos más complicados, con una indolencia incurable. Pero no se trataba de nada de eso, o quizá el conjunto de los síntomas característicos de mi enfermedad (de una enfermedad que mi familia no reconocía como tal) lo formaba la suma de todo eso. La hostilidad y el mal humor han sido los sombríos compañeros de viaje con quienes he compartido mis días. Tomé conciencia muy pronto de qué se escondía en verdad detrás de todo esto. Sabía que había algo dentro de mí que no podía serme reprochado como si fuera culpa mía, pero no encontraba las palabras para explicarlo. Y, así, durante años y años, me he sentido culpable, culpable de tener un carácter difícil.
En el epistolario de Freud se lee: «Cuando uno se interroga acerca del sentido y del valor de la vida es porque está enfermo, pues estos dos conceptos no existen en sentido objetivo».² Esta, que podría ser la frase típica de un deprimido, es una imagen real y feroz de la depresión, ya que contiene en sí el juego absurdo, la paradoja enloquecida en la que se debate el deprimido. Estoy enfermo desde el momento en que me digo que la vida no tiene sentido. Pero si objetivamente «es así», es decir, si la vida carece verdaderamente de sentido, entonces los otros, aquellos que le encuentran significado a la vida, son culpables por reprimir la pregunta. De este modo, se puede afirmar que la enfermedad es consustancial al hombre, pero que solo quienes asumen estar enfermos son considerados enfermos, todos los demás serán considerados íntegros y, por tanto, la integridad será su enfermedad. El deprimido se debate toda la vida por salir de un cortocircuito provocado por su propio realismo y por su propia lucidez.
Este último año se ha agudizado la gravedad de mi enfermedad, ha sufrido una aceleración significativa, o quizá ha dado un salto cualitativo. Con la llegada de la primavera, los síntomas se han hecho patentes hasta un nivel nunca visto, una intensidad que no había experimentado. El mal, que había estado radicado y latente durante cuarenta años, ha mostrado de golpe los síntomas de una desconcertante floración. Apatía, náusea, pánico, dolorosa percepción de ser insignificante, son experiencias que he sufrido repetidamente a lo largo de mi vida, pero siempre en compañía de unas trazas más o menos evidentes de —llamémosla así— melancolía «sentimental», de la idea de que algo dentro de mí estuviese inequivocablemente, incluso excepcionalmente, vivo. Con la llegada de la primavera, el dolor ha perdido aquellas trazas y se ha vuelto, él también, insignificante. Si antes la sensación de que la vida no tenía objetivamente sentido estaba acompañada del tormento, de la amargura y la inquietud, ahora la insignificancia me dejaba del todo indiferente, como si, a su vez, se hubiera vuelto insignificante. La toma de conciencia de la irrelevancia de la realidad ya no me afectaba en lo vital, y por eso no podía yo considerarme, siguiendo un discurso lógico, un ser vital.
Tras semanas de crisis nerviosas, vacíos mentales, agotamiento extremo, la enfermedad llegó a su punto álgido a finales de junio. Una mañana me vi vagando por el aparcamiento vacío de la escuela en la que trabajo, y de golpe sentí el dolor más agudo (y al mismo tiempo más irracional), un dolor que proviene del no estar ya aquí, en la Tierra, en este lugar físico, sino fuera del mundo, en un páramo bajo un sol cegador, despellejado, expuesto a feroces quemaduras, con la sensación de que una colada de metal helador me bajaba por el esófago. En ese momento, la vida, mi estar en el mundo, el conjunto de las actividades humanas, el dispositivo de la naturaleza que alimenta los seres vivos del universo, en una palabra, todo —un «todo» que el lector, para que pueda entender completamente lo que quiero decir deberá medir con parámetros no matemáticos— carecía de valor. Y esta gigantesca toma de conciencia no estaba, a su vez y más allá del dolor físico, acompañada por ningún sentido de desasosiego o de inquietud. Se trataba más bien de una realidad clara y pacífica, indiscutible, una realidad que sencillamente no preveía que yo fuera lo que soy, esto es, un ser sensible capaz de experimentar alegría, miedo, tristeza y todas las voces infinitas listadas en el catálogo de las pasiones. En pocas palabras: en la inmensa y absurda arquitectura de la realidad, que yo estuviera presente —o que no estuviera— no tenía ninguna importancia.
Entonces llamé a Grazia, mi mujer. Le dije que aquella mañana, en aquel aparcamiento, veía cosas que no había visto antes. O, mejor dicho, cosas que había visto cientos de veces, pero nunca con tal precisión, con una perspectiva tan definida, sumergidas en una luz de tanto alcance. ¿Qué estaba viendo? Veía una completa, una absurda falta de sentido. Mi cabeza estaba completamente vacía y alrededor un bochorno repelente, treinta y seis grados a la sombra, una luz blanca que todo lo difuminaba, estómago y cerebro, un silencio de desastre nuclear, una línea horizontal, temblorosa, que me atravesaba el pensamiento como un alambre oxidado, una muerte blanca, los viejos que salían del hogar del jubilado con las camisas desabrochadas hasta el ombligo y las rodillas sin vigor, los ojos enrojecidos, las bocas enjutas y negras, los ríos secos, los incandescentes capós de los coches, las agujas de los pinos amontonadas en los bordillos de las aceras, las sanguijuelas. A mi alrededor bullía todo esto; y dentro de mí, dentro, nada.
Entonces, Grazia, a pesar de estar acostumbrada a mi enfermedad, esta vez se atemorizó. Me exigió que me quedara donde estaba, que no me moviera hasta que volviera a llamar, cosa que pensaba hacer en apenas quince minutos. Mientras tanto, hizo algunas llamadas y concertó una cita para esa misma tarde con un psiquiatra —«recomendadísimo», dijo—, y me obligó a ir sin concederme el derecho de réplica, porque ya no soportaba más este mal humor mío.
La sola idea de tener una cita para esa misma tarde con el psiquiatra me calmó algo el ánimo. Mientras deambulaba por el aparcamiento desierto de la escuela en la que trabajo intenté poner orden en mi cabeza, que había sido demolida por un asalto especialmente violento. Con calma, con paciencia y disciplina, conseguí que me volviera la sangre a las venas.
El psiquiatra recibe a los pacientes en una consulta en el segundo piso de una casa modernista en el barrio romano de Trieste. Es un apartamento como los de antes, de esos que me gustan: techos altos con molduras, suelos como en mosaico, puertas y ventanas en carpintería blanca. La puerta estaba abierta y dentro no había nadie. Entré en una pequeña habitación amueblada con sillas de escay negro, un biombo de cristal y una mesa de despacho con todo lo necesario, teléfono, ordenador, todo. En el techo giraban lentas las aspas de un ventilador. Hacía mucho calor y sudaba, me sequé la frente con un pañuelo de papel al tiempo que fijaba la mirada en una vitrina en la que se guardaban folletos de viejos congresos de psiquiatría. Esperé durante veinte minutos, hasta que por el pasillo apareció un hombre alto, delgado, de pelo blanco y cuerpo de maratoniano. Me dio la mano y se presentó, luego me acompañó hasta su despacho: una habitación grande, con un escritorio en una esquina entre dos ventanas, con estanterías llenas de libros en las paredes, una hermosa luz vespertina que hacía temblar el aire. Se sentó y yo hice lo mismo.
—Me ha llamado su mujer esta mañana —comenzó—. Me ha puesto en antecedentes, pero me gustaría que usted me hablara más por extenso.
Empecé a hablar y a contarle lo sucedido aquella mañana, pero no encontré las palabras justas y, además, me vi atento al sonido de mi propia voz, la escuchaba como si fuera la primera vez que la oía, la impostaba, tenía un tono bajo y lento, las frases acababan con un deje ronco, como una salmodia, la típica voz del hombre deprimido, de alguien que, sin embargo, se esfuerza por tener todo bajo control, de un enfermo en calma que sabe que ha atracado en puerto y que por hoy no deberá atravesar más borrascas.
El psiquiatra insistió sobre todo en una cosa, me pidió que le contara «la historia de mi depresión». Y me puse a ello como si construyera un relato. Y hablé de la enfermedad como si fuera el personaje de una historia más grande, uno de los personajes importantes, como si iluminase aquel personaje con un foco tan potente que lo aislaba de todo lo demás y lo hacía lo único verdaderamente importante en mi vida, como si todo lo que me había sucedido fuese irrelevante para la construcción de mi enfermedad, como si esta fuera como la cizaña, que crece y se esparce por doquier y velozmente y de una manera completamente independiente de mi voluntad.
Hablé de la historia de mi enfermedad como si no fuera parte de mí mismo, sino que fuera un yo aparecido por gemación, otro yo parásito que ha ocupado el tiempo de mi vida chupándome la sabia vital que estaba destinada a las cosas importantes. Hablé de la enfermedad dándole un rostro, un carácter, un cierto renombre, el del enemigo desafiado a un duelo interminable: los dos, siempre espalda contra espalda y, a la orden, cargar, disparar. Disparar eternamente, eternamente girarse hacia el otro, mi enemigo y yo, y siempre, cuando dan la orden, cuando te das la vuelta, no encontrar a nadie; el enemigo no está, solo hay un campo desolado, una ráfaga de viento, la pistola descargada que hace un ostentoso, gélido, clic. Y entonces preguntarse si el enemigo había sido más rápido, había disparado antes y si aquel no encontrar nada ni nadie no era más que el rostro descarnado de la muerte.
Hablé de todo esto y el médico me escuchó, y mostró incluso un cierto interés, pero creo que era una pose del todo profesional, una cualidad desarrollada tras años de servicio. Me hizo preguntas previsibles, nada que pudiera sorprenderme o interesarme. Una sobre todas me pareció la más evidente: «¿Ha habido algún momento en su vida en el que pueda decir que ha estado bien?». Lo dijo poniendo el acento en la última palabra, como si quisiera llenarla de sentido. Me paré a pensar, pero era evidente que estaba haciendo algo que en otras circunstancias no hubiera hecho, es decir, reflexionar. Como cuando buscamos un objeto que sabemos irremediablemente perdido y hacemos un último intento con la esperanza de habernos equivocado, o con la esperanza de que, por una misteriosa e incomprensible casualidad, el objeto que estamos buscando y que dábamos por perdido se encuentre en realidad en un sitio en el que no habíamos reparado. Sin embargo, lo máximo que conseguí mascullar fue: «Siempre que salgo a correr». Me pareció incluso que le gustó la respuesta, como si le hubiera proporcionado la confirmación a una de sus teorías, o a alguna idea indiscutible aprendida en los libros tras años de estudio. Pensé que quizá él también era uno de esos corredores enloquecidos. Cierto era que habían pasado muchos meses desde la última vez que salí a correr. «La última vez fue antes de la mudanza», suspiré. Y entonces me preguntó acerca de la mudanza, a lo que respondí como si me hubiera despertado de un coma profundo. Nos mudamos en abril. Fue una empresa superior a mis fuerzas que creo que ha tenido que ver con mi violenta recaída.
El psiquiatra me miró atentamente, respirando con absoluta calma. Se le veía cómodo y a su aire en aquella posición oblicua, relajada, con la que llenaba todo el sillón giratorio de piel negra. Mostraba un rostro cauto, distendido, con un brillo apenas perceptible en los ojos a través del cual dejaba entrever que ya había comprendido todo y que tenía listo un diagnóstico. Asentía a cada frase que yo pronunciaba y convalidaba todas mis teorías. Pensé: «Aquí el psiquiatra soy yo. Todavía tengo una capacidad de análisis formidable, no estoy jodido del todo». En definitiva, quizá no hacía falta siquiera haber venido. Hubiera bastado un espejo, o