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La libertad, ¿para qué?
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Libro electrónico240 páginas4 horas

La libertad, ¿para qué?

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La civilización, en la hora presente, no solo debe ser defendida. Le es preciso crear constantemente, porque la barbarie no para de destruir, y esa barbarie no es nunca tan peligrosa como cuando da la impresión de que también está construyendo.

La desgracia mayor del mundo, en el momento en que hablo, es que nunca ha sido tan difícil como ahora el distinguir entre los constructores y los destructores, porque nunca la barbarie ha tenido unos medios tan poderosos para abusar de las decepciones y de las esperanzas de una humanidad ensangrentada, que duda de sí misma y de su futuro. Nunca el Mal ha tenido una ocasión tan propicia para fingir que lo que hace son las obras del Bien. Nunca el Diablo ha merecido tanto el nombre que ya le daba san Jerónimo, el de mono imitador de Dios.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 abr 2020
ISBN9788413390093
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    La libertad, ¿para qué? - Georges Bernanos

    Georges Bernanos

    La libertad, ¿para qué?

    Traducción de Mercedes Gómez

    Título original: La liberté, pour quoi faire?

    © Edición original: Editions Gallimard, París, 1953

    © 2ª Edición: Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2019

    © Traducción: Mercedes Gómez

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

    Colección Nuevo Ensayo, nº 63

    Fotocomposición: Encuentro-Madrid

    ISBN Epub: 978-84-1339-009-3

    Depósito Legal: M-158-2020

    Printed in Spain

    Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

    Redacción de Ediciones Encuentro

    Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

    www.edicionesencuentro.com

    índice

    Francia ante el mundo de mañana

    La libertad, ¿para qué?

    Revolución y libertad

    El espíritu europeo y el mundo de las máquinas

    Nuestros amigos los santos

    Apéndice

    Francia ante el mundo de mañana

    Tal vez vosotros no os interesáis demasiado por el mundo del mañana. Pero el mundo de mañana se interesa muchísimo por vosotros. Os decís, sin duda: pase lo que pase, ya encontraré el modo de entrar en él, de una u otra forma. Sí, seguro. Esperemos que no sea como el cordero que entra en la boca del lobo.

    Bélgica, África del Norte. Diciembre de 1946 - primavera de 1947

    Un profeta no es profeta de verdad sino después de su muerte, y hasta ese momento no es un hombre muy tratable. Yo no soy profeta, pero sucede que veo lo que los demás ven igual que yo, pero no quieren ver. El mundo moderno desborda hoy de hombres de negocios y de policías, pero le hacen mucha falta unas cuantas voces liberadoras. Una voz libre, por muy amarga que sea, es siempre liberadora. Las voces liberadoras no son las voces sedantes, tranquilizantes. No se contentan con invitarnos a esperar el futuro como se espera el tren. El futuro es algo que se sube cuesta arriba. El futuro no se padece, se hace.

    Hay, seguro, entre vosotros algunos que me han hecho el honor de leerme, pero tal vez son esos precisamente los que tienen más necesidad de que se les tranquilice acerca de mí.

    Desgraciadamente, nada es más fácil que equivocarse sobre el verdadero carácter de un autor aún vivo. La mayor parte de nuestros libros, en efecto, no adquieren su significación verdadera sino después de nuestra muerte; por eso precisamente, en cuanto hemos obtenido una cierta audiencia de público, es decir, unas grandes tiradas, los editores piensan que deberíamos facilitarles la tarea, y dejarles que nos enterraran tranquilamente, es decir, en definitiva, dejarles que nos la den con queso una vez más, la última vez. Es verdad que se me tiene por un hombre violento, pero eso se debe a que detesto violentamente toda violencia, y especialmente a la más odiosa de todas, esa que, bajo el nombre de propaganda, dado a la organización universal de la mentira, se ejerce hoy sobre los espíritus. En otro tiempo había un pensamiento francés. Ahora se quiere que no haya más que una propaganda francesa. Cuando millones y millones de hombres se preguntan con angustia: «¿Qué es lo que piensa Francia?», la propaganda les responde: «Francia piensa un poco de todo», y planta su tenderete de feria de muestras. Así, la propaganda intelectual francesa se ha convertido un montón de veces en algo así como una exposición ambulante, una organización publicitaria al servicio de un cierto número de intelectuales franceses, con derecho a la presentación del monstruo de turno... El mundo no necesita que se le demuestre que Francia es aún capaz de pensar, que dispone aún de un equipo apreciable de pensadores. Quisiera saber lo que piensa, y no por curiosidad, sino porque está terriblemente inquieto por el futuro.

    En dos palabras: el mundo quiere saber qué piensa Francia del futuro, y se extraña de verla razonar, tras el final de las hostilidades, con los motivos, ya inservibles, de la propaganda general de guerra. Se pregunta si, en esto como en lo demás, lo único que nos proponemos es el endosar nuestros productos, como si el resurgir del pensamiento francés no fuese sino el aspecto más modesto del resurgimiento económico, y como si nuestra ambición no fuera más allá de vender nuestros libros con el fin de obtener divisas.

    Sucede que, tras haberme tratado de violento, se me trata también de pesimista. Los que me quieren demasiado bien me tratan de profeta. Los que no me quieren lo bastante me tratan de pesimista. La palabra pesimismo no tiene a mis ojos más sentido que la palabra optimismo, que es la que se le opone generalmente. Estas dos palabras están tan vacías por el uso como la palabra democracia, por ejemplo, que sirve ahora para todo y a todo el mundo, lo mismo a Stalin que a Churchill. El pesimista y el optimista coinciden en no ver las cosas como son. El optimista es un imbécil feliz, el pesimista un imbécil desgraciado. Podéis imaginároslos perfectamente con los rasgos del Gordo y el Flaco... Después de todo, sed justos, podría decir con todo derecho que me parezco más al primero que al segundo... ¡Bueno! Sé que hay entre vosotros gente de muy buena fe que confunde la esperanza con el optimismo. El optimismo es un sucedáneo de la esperanza cuyo monopolio está reservado a la propaganda oficial. El optimismo lo aprueba todo, lo sufre todo, lo cree todo, es la virtud por excelencia del contribuyente. Cuando el fisco le ha despojado hasta de la camisa, el contribuyente optimista se suscribe a una revista nudista y afirma que se pasea así por higiene, y que en la vida ha estado tan elegante.

    Nueve de cada diez veces, el optimismo es una forma sutil del egoísmo, una manera de desolidarizarse de la desgracia ajena. A fin de cuentas, su verdadera fórmula sería aquel famoso «tras de mí el diluvio», que se atribuye erróneamente al rey Luis XV...

    El optimismo es un sucedáneo de la esperanza que se puede encontrar fácilmente en cualquier parte, incluso, por ejemplo, en el fondo de una botella. La esperanza, en cambio, se conquista. No se llega a la esperanza sino a través de la verdad, al precio de grandes esfuerzos y de larga paciencia. Para encontrar la esperanza, hay que estar más allá de la desesperación. Cuando se va hasta el final de la noche, uno se encuentra con un nuevo alborear.

    El pesimismo y el optimismo no son, a mi entender, y lo digo de una vez para siempre, sino las dos caras de una misma impostura, el derecho y el revés de una misma mentira. Es verdad que el optimismo de un enfermo puede facilitar su curación. Pero también puede causarle la muerte, si le anima a no seguir las indicaciones del médico. Ninguna forma de optimismo ha librado a nadie de un terremoto, y el mayor optimista del mundo, si se halla en el campo de tiro de una metralleta —algo que hoy le puede pasar al más pintado—, puede estar seguro de salir con más agujeros que una espumadera.

    El optimismo es una falsa esperanza para uso de los cobardes y de los imbéciles. La esperanza es una virtud, virtus, una determinación heroica del alma. La forma más alta de la esperanza es la desesperación superada.

    Pero ni siquiera la esperanza puede hacer frente a todo. Cuando empleáis la expresión «con un coraje optimista», sabéis perfectamente el sentido exacto de esa expresión en nuestra lengua, sabéis que hablar de «un coraje optimista» no es apropiado sino cuando se trata de dificultades medianas. Pero si pensáis en unas circunstancias verdaderamente difíciles, la expresión que os viene espontáneamente a los labios es la de coraje desesperado, energía desesperada. Es precisamente esta clase de energía y de coraje la que el país espera de nosotros.

    Necesitamos ese coraje para actuar. Lo necesitamos también para pensar. ¡Oh! Sin duda, una nación que reúne así sus fuerzas no responde en absoluto a la idea que los imbéciles se hacen de un país unido, a la manera de una romería de desocupados en mangas de camisa que se reparten el bocadillo y beben de la misma garrafa. Un gran pueblo que se une para hacer frente no puede hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie. Un gran pueblo no se une sin riesgo. Un gran pueblo se une en torno a sus élites, lo que no quiere decir tal o cual clase de ciudadanos, sino aquellos que están dispuestos a correr ese riesgo. El riesgo de pensar y actuar, porque un pensamiento que no actúa no vale gran cosa, y una acción que no se piensa no es absolutamente nada. El pensamiento de un gran pueblo, además, no es en absoluto la suma de las opiniones contradictorias de cien mil intelectuales que piensan, en la mayoría de los casos, según sus humores, que piensan como uno se rasca donde pica. El pensamiento de un gran pueblo es su vocación histórica. No se trata, por tanto, de distinguir entre nuestro pensamiento y nuestra fuerza, puesto que es nuestro pensamiento el que justifica nuestra fuerza.

    Si os paráis un momento a reflexionar, os daréis cuenta tal vez que no me equivoco al tratar de hacer la síntesis de todos los problemas particulares que dividen a los hombres de hoy, y en nombre de los cuales se matarán unos a otros mañana. Tratar de pensar en universal ha sido siempre la vocación de nuestro país. Se querría hacer de la Francia de hoy, tanto a nivel de política exterior como a nivel del pensamiento mismo, una especie de intermediario que echa mano a las propinas de todo el mundo. Y lo que digo es que Francia tiene que jugar otro papel que no es el de intermediario.

    Hay una crisis francesa. Hay una crisis de Europa. Pero pienso —y más vale decíroslo cuanto antes— que esas crisis no son más que las manifestaciones diversas de otra crisis mucho más general. Esa crisis es una crisis de civilización.

    ¡Claro! Sin duda, en cuanto pongo en causa la civilización moderna, los espíritus timoratos se preguntan con estupor si el momento es oportuno. La guerra de destrucción que acaba de terminar, y la paz que no termina de empezar, han dado un golpe tremendo al prestigio de Europa. En esas circunstancias, poner en causa la civilización moderna, ¿no es también poner en causa a Europa? Pero, lo queramos o no, millones de personas en Europa y fuera de Europa empiezan a poner en causa esta civilización. Creo, lo creo con todas mis fuerzas, que mi país no debe unir su causa, ni someter su tradición y su pensamiento a una civilización que aparece más bien en realidad como una liquidación de todos los valores del espíritu. Creo que la misión de Francia es la de ser la primera en denunciarla. Creo que, al denunciarla, volverá a ocupar su lugar de maestra y guía espiritual, lugar que por lo demás no ha perdido nunca, puesto que nunca ha sido sustituida.

    La palabra civilización es una palabra que, desde hace milenios, se ha mostrado siempre como una palabra reconfortante. Uno se imagina una civilización como un asilo, un hogar. ¿Por qué? Porque las civilizaciones han sido hasta ahora tradicionales. Eran, por lo tanto, una obra común. Por supuesto, toda civilización ha tenido sus injusticias. Pero hasta la misma injusticia estaba, en ellas, como hecha por mano de hombre, como hecha a mano. Lo que unas manos habían hecho, otras manos podían deshacerlo. Mientras que eso que llamamos la civilización moderna es una civilización técnica. La injusticia, ahí, no está hecha a mano, sino a máquina, de modo que el menor error puede tener incalculables consecuencias. La técnica al servicio de la injusticia o de la violencia les da a estas un carácter de gravedad particular. La injusticia corre el riesgo de hacerse rápidamente total, igual que la guerra misma. Si la técnica tiene una moral, esa moral técnica no podrá jamás parecerse a la moral tradicional, a la moral hecha a mano. Ciertamente, por ejemplo, hay una técnica de asistencia a los débiles, a los tarados, a los degenerados de todas clases. Pero, desde el punto de vista de la técnica general el suprimirlos pura y simplemente costaría mucho menos. Por lo tanto, tarde o temprano serán suprimidos por la técnica.

    Esta misma semana, un oficial que estuvo deportado me contaba el espectáculo al que había asistido en Alemania, en su campo de concentración. Una mañana, llegaron dos trenes cargados de soldados alemanes mutilados. Eran mutilados graves, incapaces en adelante de todo servicio social, es decir, considerados bocas inútiles por una u otra razón. Se les había reunido de estación en estación, habían sido recibidos en todas ellas con comparsas, abundantemente provistos por la Cruz Roja de cigarros y cigarrillos. En el campo, las SS les rindieron honores, el comandante y el estado mayor del campo saludaban a su paso. Después, con la excusa de refrescarles un poco, se les condujo, en grupos de veinticuatro, a la cámara de gas, eso sí, decorada con banderas. La operación duró cuatro horas. El testigo de esta escena no está muy lejos. Hasta es posible que algunos de vosotros hayáis oído este mismo relato de sus labios. Por mi parte, yo encuentro la operación irreprochable desde el punto de vista de la técnica. Claro, ya sé, me diréis: ¡son alemanes! Pero esas técnicas están en el ambiente, puesto que el principio que las inspira y las justifica ha penetrado ya más o menos todas las conciencias. Se acepta perfectamente que el destino del hombre esté sometido al determinismo de las leyes económicas. ¿Qué es lo que hacen —os pregunto— los regímenes totalitarios, sino dar un pequeño empujoncillo, echar una mano, no para alterar el juego de esas fuerzas económicas, sino para acelerar un poco el proceso, igual que la comadrona echa una mano a la parturienta? ¿Por qué hacernos los hipócritas? Con el fin de mantener los precios de un producto indispensable a la vida, ¿acaso nos parece algo tan extraordinario que se le destruya? ¿Acaso eso nos indigna todavía mucho? Hace algunos años, para prevenir la baja de precios, los granjeros americanos tiraron al arroyo miles y miles de litros de leche. Que, de ese modo, se haya sacrificado la vida de un cierto número de niños a ese cálculo económico, no nos quita el sueño. Cuando la técnica suprima a los niños de sobra en vez de tirar al arroyo los litros de leche, no creo que eso vaya a extrañarles demasiado a nuestros sucesores... Me diréis que esos hechos podrían evitarse instituyendo el monopolio de la leche. ¡Creedlo así, si os da la gana! Se hace pasar hambre a los ciudadanos para poder comprar divisas. ¿Y después? ¿Creéis que sería muy distinto el vender a los ciudadanos mismos? ¿Estáis tan seguros de que no se les cedería a los americanos —desnudos o vestidos, a elegir—, si representasen, en el mercado internacional, una cantidad verdaderamente apreciable de dólares...?

    Nos falta imaginación, nos falta muchísima imaginación. Creímos que la guerra de 1941 se parecería a la de 1870. Después, que la guerra de 1939 se parecería a la de 1914. Eso puede llevarnos muy lejos. Os creéis, por ejemplo, que en un mundo en el que los técnicos dispondrán de esa fuerza casi ilimitada que se llama energía atómica, y que es la energía misma del universo, podréis llevar la misma vida que hoy. ¡Qué singular optimismo! ¡Mientras, al mismo tiempo, os parece perfectamente natural la disciplina impuesta en una simple factoría para la fabricación de pólvora! ¿Creéis que os van a dejar jugar con la energía atómica como a un niño con las cerillas? ¿Os resulta verdaderamente imposible calcular la cantidad de controladores, supervisores y policías que harán falta para prevenir cualquier error y cualquier escape?

    Francia corre hoy el mayor riesgo, tiene la mejor oportunidad de su historia. Esta es la salutífera verdad que quisiera extender a todas partes, si pudiese. Muchas veces, se querría que yo no hablase más que de la segunda, pero las dos vienen a ser la misma, por lo menos, estas dos verdades son solidarias. Precisamente porque Francia corre su riesgo más grande, tiene ahora su mejor oportunidad. Esto es lo que primero querría demostrar, antes de ir más lejos. Vosotros veis aquí, por todas partes, la civilización francesa. Veis sus obras. Hay regiones inmensas de la tierra —sí, de verdad, regiones inmensas de la tierra y he recorrido algunas de ellas— donde es imposible ver sus obras, pero en la que su espíritu se encuentra por todas partes. Sí, hay millones y millones de hombres para los que la civilización francesa es como un asilo, una protección, o mejor dicho, una patria. Lo digo así porque es verdad. Lo digo aún a riesgo de que algunos de vosotros se encojan de hombros y crean que les estoy comiendo el coco. Desde hace mucho tiempo esos millones y millones de hombres se daban cuenta de que se cernía sobre el mundo una amenaza de envilecimiento y servidumbre. Ellos no sabían definir ni precisar muy bien esa amenaza. La sentían simplemente como un rebaño siente la proximidad de la tormenta. Los cristianos veían en esta amenaza una amenaza contra la Iglesia y todos los valores espirituales de la cristiandad. Los demás no pensaban sino en la libertad. Pero unos y otros se imaginaban la civilización francesa como un muro infranqueable. Ahí estaba ese pensamiento francés, confundido en todas partes con la libertad de pensamiento. Ahí estaban nuestra tradición y nuestros grandes hombres. Ahí estaba nuestra historia, tan humana, y nuestra leyenda, más humana aún que nuestra historia. Pero estaba también ese pueblo francés, siempre dividido en la paz, siempre unido en la guerra, siempre firme y unánime a la menor provocación del extranjero. Estaba el ejército francés, considerado como el primero del mundo. Decepcionados en 1940 por nuestro pueblo y por nuestro ejército, esos millones y millones de hombres han intuido de repente el peligro que se cernía sobre lo que ellos amaban. Al hilo del fúnebre presentimiento que les ha invadido de repente, se han dado cuenta por primera vez de que Francia no solamente ocupaba un lugar importante en el mundo, sino de que tenía también en sus conciencias un lugar no menos importante, y han medido al mismo tiempo la profundidad de la esperanza que habían puesto en nosotros.

    Sabéis la distinción que hace la teología entre la Iglesia visible y la Iglesia invisible, entre el cuerpo y el alma de la Iglesia. Los que pertenecen al cuerpo de la Iglesia tienen derecho al nombre de cristianos y a todos los privilegios que este nombre concede en el inmenso y magistral edificio, dos veces milenario, ordenado como católico, apostólico y romano. Pero la Iglesia invisible es la Iglesia de los santos. Si la Iglesia de los santos es realmente el alma de la Iglesia, la Iglesia visible sin ella no sería sino un cuerpo privado de alma. No opongo un imperio contra otro, tampoco la teología opone la Iglesia invisible a la Iglesia visible. Lo que quiero decir es que existen millones y millones de hombres en el mundo que al haber bebido de la misma concepción tradicional de Orden y Libertad en el momento más preciado de nuestra tradición cultural, se descubren de este modo, casi sin saberlo, siendo partícipes de la vida francesa, miembros de la comunidad francesa, y no como simples imitadores o pacientes herederos, sino como hijos de una misma madre. ¡Ah! No creáis que me estoy refiriendo a los intelectuales modernos que están, bajo cualquier latitud, al corriente de todas las novedades de París. La cultura francesa tiene sus bobos. Es cierto que tiene menos que la técnica americana, sin embargo no desanima a los imitadores.

    Decía que hay millones y millones de hombres en el mundo que no han leído, ni leerán nunca a M.

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