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El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941)
El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941)
El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941)
Libro electrónico481 páginas6 horas

El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941)

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Continúa la novelización del conflicto militar más importante de todos los tiempos

Prosigue la ficción histórica que nos muestra no solo las batallas sino la vida privada de Hitler y de sus generales, los enfrentamientos entre sus esposas o las luchas de poder dentro del propio partido nazi.

Asiste junto a Otto Weilern, ya retirado de las SS y al servicio del Afrikakorps de Rommel, a una guerra que llega a su momento crucial en Rusia y en Egipto.

Una historia trepidante narrada de forma espléndida y con pulso firme, que nos desvela los misterios de un horror que no puede repetirse y que causó cerca de 70 millones de muertos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2020
ISBN9780463764190
El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941)
Autor

Javier Cosnava

Javier Cosnava (Hospitalet de Llobregat, 1971) es un escritor y guionista residente en Oviedo.Ha publicado en papel 4 novelas en editoriales prestigiosas como Dolmen o Suma de Letras, 5 novelas gráficas como guionista y ha colaborado en 9 antologías de relatos: 7 como escritor y 2 como guionista.Ha ganado hasta el presente 35 premios literarios, algunos de prestigio como el Ciudad de Palma 2012 o el Haxtur a la mejor novela gráfica publicada en España.Bio extendida:A finales de 2006 comienza la colaboración con el dibujante Toni Carbos; fruto de este empeño publican en diciembre de 2008 su primera obra juntos: Mi Heroína (Ed. Dibbuks).Cosnava publica en septiembre de 2009 un segundo álbum de cómic: Un Buen Hombre (Ed. Glenat), sobre la urbanización donde los SS vivían, al pie del campo de exterminio de Mauthausen.En octubre de ese mismo año publica su primera novela: De los Demonios de la Mente (Ilarion, 2009).Paralelamente, recibe una beca de la Caja de Asturias (Cajastur) para la finalización de Prisionero en Mauthausen, álbum de cómic que fue publicado en febrero de 2011 por la editorial De Ponent.También es autor de una novela de corte fantástico: Diario de una Adolescente del Futuro (Ilarion, Diciembre de 2010).En noviembre de 2012 publica 1936Z, en Suma de Letras.Las antologías en las que ha participado son: Vintage 62, Vintage 63 (editorial Sportula), Fantasmagoria + Legendarium 2 (Editorial Nowtilus) , El Monstre y cia + La jugada Fosca y cia (Editorial Brau), Postales desde el fin del Mundo (Editorial Universo), Antología Z 6 (Editorial Dolmen), Historia s escribe con Z (Kelonia editorial)En marzo del 2015 salió a la venta su primera novela gráfica en Francia: Monsieur Levine.En enero de 2013 ganó el premio ciudad de Palma de Novela Gráfica con Las Damas de la Peste, que fue publicado en diciembre de 2014. Fue su 35 premio y/o reconocimiento literario.

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    El Joven Hitler 7 (La Segunda Guerra Mundial, Año 1941) - Javier Cosnava

    Javier Cosnava

    La Segunda Guerra Mundial

    La novela

    (Año 1941)

    Primera edición digital: marzo, 2020

    Título original: La Segunda Guerra Mundial, la novela (Año 1941). El joven Hitler 7

    © 2020 Javier Cosnava

    Queda prohibido, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

    Todos los demás derechos están reservados.

    Quiero dedicar este libro a Sven Hassel, el hombre que llevó a toda una generación de lectores a las más sangrientas batallas de la Segunda Guerra Mundial. 

    Nos hizo amar a sus personajes. A Sven, Porta, Hermanito, el Viejo, el Legionario, y tantos otros. 

    En nombre de todos aquellos lectores… 

    Gracias, Sven.

    .

    DRAMATIS PERSONAE

    HITLER Y SU ENTORNO

    --Adolf Hitler: Canciller de Alemania.

    --Eva Braun: Secretaria de Hitler. En realidad, amante, esposa secreta.

    --Gretel Braun: Hermana de Eva.

    --Negus y Stasi: Los dos terriers escoceses de Eva Braun.

    --Geli Raubal: Sobrina de Hitler, que cometió suicidio antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial.

    --Theo Morell: Médico personal de Hitler.

    --Hermann Goering: Sucesor de Hitler. Mariscal del aire, entre otros muchos cargos y títulos.

    --Emmy Goering: Ex actriz famosa. Esposa de Hermann.

    --Albert Speer: Arquitecto de Hitler.

    HEYDRICH Y SU ENTORNO

    --Reinhard Heydrich : Responsable de la SD, el servicio de inteligencia de las SS. Mano derecha de Himmler.

    --Lina Heydrich : Esposa de Reinhard y ferviente nazi.

    --Heinrich Himmler : Líder de las SS y la Gestapo.

    --Adolf Eichmann: Coronel de las SS. Experto en temas judíos.

    OTTO WEILERN Y SU ENTORNO

    --Otto Weilern : Joven oficial de las SS.

    --Theodor Eicke : Tío putativo de Otto y Rolf. Inspector general de todos los campos de concentración nazis.

    --Mildred Gillars : Bailarina y actriz americana residente en Alemania. Amante de Otto.

    --Salomon Herzog: Vecino de Mildred. Judío.

    --Joseph Mengele : Uno de los mejores amigos de Otto.

    --Rolf Weilern : Hermano mayor de Otto.

    --Alfredo Ploetz Buonamorte:  Amigo de la infancia de Otto. Amigo de Ciano. Oficial del ministerio italiano de asuntos exteriores. Coronel.

    ---Ludovica : Novia de Alfredo.

    --Gertrud Scholtz-Klink: Jefa de todas las organizaciones femeninas alemanas. Ejemplo de madre devota, está criando a 10 hijos para el Reich.

    --Traudl Hums: Amante de Otto.

    LOS ESPÍAS ALEMANES

    --Walter Schellenberg : Joven oficial de las SS. Uno de los hombres más atractivos de Alemania.

    --Wilhelm Canaris : Jefe de la Abwehr, la inteligencia militar alemana.

    --Coco Chanel: Famosa modista y creadora del perfume más famoso del mundo. Agente alemán.

    LOS ESPÍAS JAPONESES

    --Katsuo Abe: Agregado naval. Almirante. Jefe de la comisión que negoció el Tripartito. Experto en EEUU, donde vivió varios años. Racista de todo lo no japonés.

    --Hideki Higuti: Teniente coronel. Samurái. Fanático.

    --Shigeru Kawahara: Primer consejero de la embajada japonesa en Berlín.

    --Makato Onadera: Agregado militar en Estocolmo.

    --Hiroshi Oshima: Embajador en Berlín. Antiguo agregado militar. Inteligente y preparado. Amigo personal de Canaris y de Hitler. Más nazi que los nazis.

    --Yukio Atami: Oficial de inteligencia. De rasgos occidentales. Espía experto en el arte del disfraz.

    LOS GENERALES (Y OTROS OFICIALES DEL EJÉRCITO ALEMÁN)

    --Walter Von Brauchitsch : Comandante en jefe del Ejército de Tierra. No confía en Hitler.

    --Karl Doenitz : Vicealmirante de la marina de guerra alemana. Jefe del arma submarina.

    --Werner Von Fritsch : Antiguo comandante en jefe de los ejércitos de tierra. Caído en desgracia. Muerto en la invasión de Polonia en 1939.

    --Heinz Guderian : General del ejército alemán. Genio táctico. Teórico de la utilización de los carros de combate como punta de lanza de los ejércitos del Reich.

    --Franz Halder: jefe del Estado Mayor (OKW)

    --Wilhelm Keitel: Comandante en jefe de la Wehrmacht. Llamado Lakeitel, el lacayo de Hitler, por su servil aceptación de todas sus decisiones.

    --Albert Kesselring : Comandante en jefe de la segunda flota aérea de la Luftwaffe.

    --Erich Von Manstein : General alemán. Gran estratega.

    --Erwin Rommel : General al mando de los ejércitos germano-italianos en el norte de África. Genio táctico.

    --Gerd von Rundstedt : Mariscal alemán. Militar de renombre.

    --Ernst Udet : Director técnico y de investigación de la Luftwaffe. Antiguo as del aire. Muerto por suicidio.

    --George Stumme: General Panzer.

    --Bernd Hauser: Capitán de las SS en la Ahnenerbe o Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana.

    LOS POLÍTICOS NAZIS

    --Joseph Goebbels : Ministro de la Propaganda.

    --Joachim von Ribbentrop : Ministro de Asuntos Exteriores.

    --Rudolf Hess: Jefe del Partido Nazi.

    --Martin Bormann: Hombre de confianza de Hitler.

    --Fritz Todt: Ministro de armamento y munición.

    INGLATERRA

    --Winston Churchill : Político conservador.

    --Archibald Wavell: Comandante de Oriente Próximo y Egipto.

    --Claude Auchinlek: Militar británico.

    --Bernard Law Montgomery: Militar británico.

    ITALIA

    --Conde Galeazzo Ciano : Ministro de Asuntos Exteriores de Italia. Yerno del Duce.

    --Benito Mussolini : Duce, líder de la Italia fascista.

    --Clara Petacci : Amante de Mussolini.

    --Ugo Cavallero: Jefe del Comando Supremo de las fuerzas armadas de Italia.

    --Ettore Bastico: Gobernador de Libia.

    --Rino Fougier: Responsable de la aviación italiana (Regia Aeronautica). Amigo personal de Kesselring.

    ESPAÑA

    --Francisco Franco: Dictador español.

    --Ramón Serrano Suñer: Ministro de Asuntos exteriores.

    LA URRS

    --Viktor Abakumov : Jefe de la contrainteligencia.

    --Laurenti Beria : Responsable de la NKVD, la policía secreta rusa.

    --Joseph (Iósif) Stalin : Dictador soviético.

    --Georgy Zhukov: General soviético.

    --Nikita Kruschev: Comisario político.

    --Lydia Litviak: Piloto femenina.

    --Katia Budanova: Piloto femenina.

    --Mahalta Sánchez: Hija de refugiados españoles. Afincada en Rusia. Atleta. Piloto.

    PRÓLOGO

    EN BUSCA DEL FÜHRER

    (mayo de 1945)

    – Él es el único que sabe dónde está Adolf Hitler.

    Las palabras de Beria resuenan en los pasillos de la prisión. Se halla de pie vestido con su uniforme gris de comisario, aunque el bueno de Laurenti Beria es mucho más que eso. Hablamos del director de la policía política rusa, la NKVD. Hablamos del hombre que susurró al oído del camarada Stalin los nombres de muchos de los que acabaron muertos o en Siberia a causa de las purgas del dictador. Hablamos de un monstruo a la altura de los peores monstruos de la Alemania nazi. Por eso sus palabras paralizan a quien las oye, porque en las manos de Beria está el que sigas vivo… o dejes este mundo en medio de terribles sufrimientos.

    A su lado se encuentra Viktor Abakumov, torturador profesional y jefe de la Smersh, la unidad de contrainteligencia que se dedica a dar caza a los nazis y toda suerte de labores de espionaje.

    – Debemos encontrar la manera de que nos diga dónde se halla el Führer – añade Beria –. Stalin necesita saberlo. Yo necesito saberlo.

    La mano derecha de Stalin, ese hombre temido por todos llamado Laurenti Beria, es un hombre de aspecto normal. Calvo, con gafas… parece un administrativo de una oficina. Todo lo contrario que su subordinado: fornido, de cuello muy ancho y nariz aplastada de boxeador.

    – No será fácil – opina Abakumov, contemplando al hombre del que hablan, al oficial alemán Otto Weilern, que acaba de ingresar a la Sala de Clasificación.

    Centenares de personas caminan guiadas por los guardias. Les conducen como a ganado hacia la misma sala donde acaba de entrar el alemán. Aguardan hasta que les toca el turno, les fotografían, les miden, toman sus datos y sus huellas. Ahora forman parte del archivo de la Lubianka, la infame prisión del régimen ruso y cuartel general de la KGB. Un edificio que es una manzana independiente en sí misma, un cuadrado de ladrillos amarillos de mil metros por lado, al norte de la Plaza Roja.

    – Podría volver a interrogarle personalmente – se ofrece Abakumov mirando a Otto, su víctima, mientras se relame los labios.

    Pero Beria niega con la cabeza. Ya le interrogó una vez y le arrancó dos dedos con unas tenazas. Los métodos del jefe de la Smersh son demasiado directos y Beria necesita saber la verdad; no se puede arriesgar a que el preso muera durante el interrogatorio. Abakumov está descartado de momento y, luego de intercambiar una mirada con su jefe, el propio Abakumov comprende que no cuenta con él, lo que hace que componga un gesto de desilusión. Le gusta infringir dolor, romper huesos, cercenar miembros… y el perder la ocasión de aniquilar a alguien de confianza de Adolf Hitler le causa una profunda tristeza.

    En la Lubianka todo el mundo está triste. Miles y miles de ciudadanos soviéticos se cobijan allí, olvidados del mundo, desaparecidos. Enemigos del pueblo, rusos blancos, desertores o espías. En realidad, cualquier ciudadano de Moscú teme a la Lubianka y a los siniestros personajes que en ella se ocultan. Pasan delante del edificio, que tiene las luces encendidas las veinticuatro horas del día, siempre deprisa, siempre con la cabeza gacha. No quieren que nadie de aquel lugar se fije en ellos. No miran ni siquiera hacia las sombras que pasan delante de las ventanas. Y no lo hacen aunque detrás de sus muros se hallen familiares o amigos. Nadie quiere saber lo que pasa en aquel viejo edificio, nacido para albergar la central de seguros de toda Rusia pero que ahora está dedicado a unos fines muy distintos. Y por ello todavía quieren saber menos de lo que ocurre en la prisión interna donde acaban los más desgraciados, gente como Otto Weilern.

    – No se han curado bien los dedos – le dice Otto a un médico mostrándole los muñones infectados donde antes estaban meñique y corazón de la mano izquierda.

    Pero el médico contempla con desprecio a aquel joven ario, rubio y de ojos azules. Un tipo de dos metros que habla con el acento de los enemigos de la patria, de esos que han matado a millones de rusos. Le importa poco lo que opine el nazi; su misión es censar a los hombres que llegan a la Lubianka y hace su trabajo maquinalmente. No se pregunta nada. No opina sobre nada. Ordena a Otto que se desnude y anota heridas y cicatrices. Completa su ficha. No responde al comentario del alemán ni piensa en ello más de un par de segundos. Hace una señal a un guardia y se llevan a Otto por un pasillo oscuro camino de los subterráneos.

    El teniente Weilern anda como un sonámbulo entre las hileras de celdas, donde aúllan los contrarios al régimen (o los sospechosos de serlo), donde se lamen sus heridas aquellos a los que los funcionarios de la Lubianka han señalado como enemigos del pueblo. Le siguen a una prudente distancia Beria y Abakumov, que discuten sobre su destino.

    – Estoy acostumbrado a sacarle una confesión a los prisioneros – insiste de nuevo Abakumov –. Esto no es muy distinto. Yo puedo hacerlo.

    Caminan sobre un enlosado blanco sucio, cuyas esquinas forman figuras romboidales negras. Los prisioneros han desarrollado una aversión casi patológica a aquellas formas geométricas, tras años de pasear por ellas como el ganado hacia el matadero.

    – Este no es un caso común; ya lo sabes, Viktor. No nos bastará con restringirle el sueño o la comida. Tampoco funcionará el confinamiento solitario y mucho menos la tortura.

    – El dolor siempre funciona – opina Abakumov –. Y las celdas de castigo, o darle libros y facilitarle paseos por el patio y luego prohibírselos. Hay muchas maneras de forzar a un hombre para que hable. Muchas formas de interrogatorio, de humillación, de desprecio. Acaban rindiéndose todos. Una de mis mejores oficiales es experta en interrogar en ropa interior. Tipos que no han tocado a una mujer en meses ven a una hermosa mujer rusa en bragas abofeteándoles y el deseo sexual, unido a la rabia y a la impotencia por no poder tocarla, obran maravillas. En dos semanas hasta Weilern se vendría abajo y …

    – No tenemos tiempo para nada de todo eso. No tenemos semanas sino un par de días para saber la verdad. El padre de la patria nos exigirá resultados y a nosotros no nos gusta fallarle, ¿Verdad?

    Nadie quiera fallar a Stalin, el hombre que ha conducido la Velíkaya Otéchestvennaya voyná, la Gran Guerra Patriótica, y ha destruido a los nazis. En aquel momento, en mil novecientos cuarenta y cinco, su poder está en su momento más álgido. Es un héroe, casi un dios para los soviéticos.

    – Conozco tortura sofisticadas que podrían acelerar el resultado– asegura Abakumov –. Torturas que no le matarán, pero le dejarán lisiado. Puedo dañarle la espina dorsal y que sólo pueda andar apoyándose en las rodillas y las manos como un perro. Puedo…

    – Sé de lo que eres capaz, amigo. Pero tengo otros planes para Otto Weilern. Si fracasan, entonces tal vez necesite de esos servicios especiales que se te dan tan bien.

    Abakumov sonríe complacido por las palabras de su mentor. Sabe hasta qué punto es inteligente y duro el alemán al que deben doblegar. No cree que ningún plan alternativo al suyo funcione y se frota las manos pensando en que dentro de poco caerá de nuevo en sus manos. Entonces se arrepentirá de haber nacido. Él se encargará personalmente. No delegará en subalternos. No dejará que Katia, la experta en interrogatorios en ropa interior, se acerque a Otto. Lo hará complacido en persona. Ya lo está deseando.

    Finalmente, el teniente Weilern es abandonado en una celda diminuta de la prisión interna o vnutryanka. Se trata de un agujero más, uno de los casi 600 lugares del olvido de aquel lugar maldito. Otto mira en derredor. Un pedazo de loza donde hacer sus necesidades; una pila donde lavarse las manos; dos catres minúsculos, tan estrechos que hay dormir de lado; un suelo frío de cemento de tres metros por dos metros escasos; una única ventana siempre cerrada y el lujo de una estantería colgada en la pared que queda a su derecha. Un lujo, eso sí, imaginario, porque no hay ningún libro que ojear para matar el tiempo.

    La puerta se cierra. Beria despide a Abakumov y se queda en silencio al otro lado, sabiendo que Otto puede oír su respiración. Finalmente descorre la mirilla y descubre que el alemán le está esperando de pie con un gesto que no es sumiso ni desafiante.

    – ¿Me dirás dónde está Adolf Hitler?

    – No sé de qué me habla, camarada Beria.

    – Te salvé en Berlín de Abakumov. Sin mí estarías muerto o, lo que es peor, aún vivo y en sus manos.

    – Y yo se lo agradezco, camarada. Pero no le puedo decir dónde está Hitler.

    – ¿No me lo puedes decir porque no lo sabes o porque no quieres decírmelo?

    – No creo que haya diferencia entre una cosa u otra, camarada. De cualquier forma, no se lo voy a decir.

    Beria suspira, cierra la mirilla con un golpe brusco y se marcha. Camina lentamente hasta su despacho en la primera planta, un lugar amplio y cómodo, aunque sin excesos, pues el jefe de la NKVD admira la austeridad y el sacrificio del pueblo ruso. Abre una botella de vodka y se sienta delante de sus dos invitados, que le esperan desde hace más de una hora. Bebe un trago y vuelve a llenar su copa antes de servir a Nikita Kruschev, comisario político, y a Georgy Zhukov, mariscal de la Unión Soviética.

    – Usted es la única persona que pudo interrogar a Otto Weilern cuando le capturamos en 1943 – dice Beria mirando los ojos a Kruschev.

    – Así es – responde Nikita –. Pero como ya sabe, no me dijo gran cosa. En realidad, no me dijo prácticamente nada.

    Beria contempla el vodka de su vaso y se vuelve hacia el mariscal Zhukov.

    – Usted tuvo más tiempo para tratarle durante la ofensiva de Bagration en 1944.

    – En efecto – reconoció el militar –. Pero tampoco creo que pueda aportar gran cosa.

    Entre Kruschev y Zhukov hay una tensión evidente. Uno es un político y otro un militar, ambos estuvieron enfrentados por el mando mientras fueron conjuntas les decisiones militares entre oficialidad y comisarios políticos. Beria los contempla a ambos, girando lentamente su cuello de lado a lado antes de decir:

    – No están aquí para decirme que no saben nada. Quiero una opinión sincera de ambos sobre ese nazi.

    – No es un nazi – dice Kruschev –. Es un antinazi y conspiró contra Hitler…

    – Conozco los informes – le interrumpe Beria –. Algunos los redacté en persona. Quiero una opinión sincera sobre ese hombre y sobre qué hay que hacer para sacarle la ubicación de Adolf Hitler.

    En 1945 nadie creía que Hitler hubiese muerto en el búnker de Berlín. De hecho, en 1950 las cancillerías de Europa seguían sin creerlo. Solo el paso del tiempo dio por bueno el engaño del Führer y todos acabaron por pensar que, dado que no aparecía, aquello solo podía tener una explicación: los huesos carbonizados que se habían hallado en la Cancillería eran los suyos y los de Eva Braun.

    – Otto es un hombre inteligente – tercia Zhukov –. No creo que sea relevante si es un nazi o un antinazi, no para que nos revele la verdad sobre el paradero de Hitler. Más bien diría yo…

    – Prosiga – le anima Beria.

    Zhukov tamborilea sus dedos sobre la mesa. Cierra los ojos y se bebe de un trago su vaso de vodka.

    – Hablemos con él, sencillamente. Por teléfono me dijo ayer que, tras su detención en Berlín, escribió para usted un diario de sus dos primeros años en la guerra. Que prosiga su relato, que se relaje. Ya habrá tiempo de preguntarle sobre el Führer.

    – Estoy de acuerdo – dijo Kruschev,

    – Y, sin embargo, no tenemos todo el tiempo del mundo. No podemos reunirnos a tomar café con el señor Weilern de forma indefinida. Stalin quiere resultados.

    – Stalin sabe que a veces hay que esperar para obtener resultados – dice Zhukov –. Yo hablaré con él si es necesario.

    Beria sonríe en dirección al más famoso mariscal de la Unión Soviética. Es una sonrisa cargada de odio. Beria odia a todo el mundo. Le da igual que sean políticos o militares. Sólo se ama a sí mismo y a su relación personal con Stalin, el cual, en privado, le llamaba mi Himmler particular. Una expresión de la que estaba muy satisfecho. El que le comparen con probablemente el criminal de guerra más abyecto de la historia, le parece una muestra de la confianza del líder supremo en sus dotes.

    – Llegado el momento, camarada mariscal, le agradeceré que hable con el camarada Stalin si no obtenemos los resultados rápido. Pero esperemos que no sea necesario. De momento, este tema lo trataré yo personalmente con el padre de la patria.

    Entonces el jefe de la policía política se vuelve hacia Kruschev.

    – ¿Tiene algo que añadir?

    – Como le decía, sólo hablé con Otto Weilern apenas media hora y hace más de dos años. Pero creo que hay algo que deben saber.

    Beria enarca una ceja. Aunque no le gusta Kruschev, tiene una elevada opinión del joven político (o al menos joven para los estándares soviéticos, amantes de la gerontocracia, ya que Nikita tiene 50 años recién cumplidos).

    – Dígame, camarada comisario.

    – Otto no solo me pareció un hombre inteligente. Es un manipulador. Comenzó luchando en Polonia en 1939 siendo un crío de 17 años, pero ha madurado, ha cambiado mucho, y ahora es un ser retorcido. Siempre procura estar un paso por delante de sus enemigos. Estoy seguro que llamó la atención de nuestros servicios de inteligencia sobre su persona cuando fue detenido. Tal vez incluso forzara su detención. Quería que lo interrogásemos, aunque no sé por qué. Podría haberse entregado a los americanos o intentado suicidarse una vez en nuestras manos. Pero he leído los informes de Abakumov: está muy tranquilo a pesar de las torturas que se le han infligido, como si todo esto lo hubiese planeado hace tiempo. Otto sabe de sobra que nuestro único interés en él descansa en su conocimiento del lugar donde se halla Hitler tras huir del búnker, por lo que perdemos el tiempo intentando que nos revele esa información en particular. No deberíamos intentarlo.

    – ¿Y qué propone?

    – Más o menos lo mismo que ha dicho el camarada Zhukov, pero con un matiz. Dejémosle hablar y no intentemos que nos revele dónde está Adolf.

    El rostro de Beria denotaba recelo e incredulidad.

    – ¿Y qué ganamos con eso?

    – Ganamos que, poco a poco, nos revele su verdadera personalidad. Al final, tal vez no nos diga dónde está Hitler, pero podremos deducirlo.

    A Beria le gustó aquella línea de razonamiento y asintió ante las palabras de Kruschev. Por otro lado, las palabras de sus dos interlocutores le daban una excusa perfecta. Laurenti Beria era también un manipulador. Y tan bueno o más que Weilern. Hacía tiempo que sospechaba que al final Otto no revelaría el paradero del Führer. Que con o sin nuevas torturas seguiría callado. Y le aterrorizaba fallar a Stalin.

    Pero si finalmente no conseguían encontrar a Hitler, siempre podría decir que Kruschev y Zhukov se mostraron blandos, que querían hablar con el muchacho en lugar de sacarle la verdad al estilo Abakumov. No estaban tan comprometidos como Beria al servicio del camarada Stalin. Aquello es lo que había conducido al fracaso.

    – Ha sido un placer hablar con ustedes – dijo Beria a sus interlocutores, estrechando las manos de ambos efusivamente y dándoles dos besos en las mejillas, como si fueran sus mejores amigos –. Vayan a ver a Otto Weilern a su celda y hablen de cualquier cosa, de la Gran Guerra Patriótica o de lo que les parezca. Confío plenamente en ustedes.

    Cuando los dos hombres se marcharon, Beria pulsó un botón y apareció una de sus secretarias. De inmediato comenzó a dictarle una misiva para el padre de la patria:

    Siguiendo el consejo de los camaradas Nikita Kruschev, comisario del partido, y Georgy Zhukov, mariscal de los ejércitos, han comenzado los interrogatorios de Otto Weilern. Ellos creen que la mejor manera de obrar es mostrarse amigables con el preso y no forzar su confesión. No estoy plenamente convencido de esta aproximación al problema, pero de momento voy a mostrar prudencia y a respetar la opinión de dos hombres que, al fin y al cabo, le conocen mejor que yo. Espero instrucciones de usted para cualquier cambio en esta línea de trabajo.

    Atentamente.

    Laurenti Beria, Jefe del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD).

    LIBRO PRIMERO

    ITALIA

    Un imperio con pies de barro

    1

    CIANO, EL CUÑADO DE MUSSOLINI, Y SUS ALEGRES AMIGOS

    (Septiembre a diciembre de 1940)

    I

    Otto Weilern era aún un adolescente en 1940, en 1941, incluso en 1942 o 1943 no se parecía en nada al hombre que estaba destinado a ser.

    Nunca habría podido imaginar que acabaría sentado en un camastro de una celda de la Lubianka, pensando en la guerra, que tanto daño había hecho a Europa, y en todos aquellos millones de muertos que poblaban cementerios y fosas comunes. Tampoco podría haber imaginado que, en ese día lejano, estaría más preocupado por el amor perdido, en todas las mujeres que no había besado y que nunca podría ya besar. Y en todas las que ya había besado y no podría besar de nuevo.

    Al final, los hombres demostramos ser poco más que unas pequeñas criaturas, comprendería al fin. Pensamos que vamos a trascender, a realizar grandes gestas, pero solo somos primates dominados por las pasiones. Y las pasiones más grandes son el amor y la guerra.

    El amor y la guerra, una combinación terrible, una elección terrible.

    El Otto Weilern que tenía 19 años a finales de 1940 no entendería a aquel alter ego de 23, que escucharía los lamentos de sus compañeros en las otras celdas sin un asomo de miedo ni de aprensión. Su alter ego sería alguien que habría visto tantas cosas que su propia vida acabaría por no importarle. Y diría, sencillamente, a nadie en particular:

    – Al final hay que elegir entre el amor y la guerra. A eso se reduce todo.

    Y entonces se abriría la puerta de su celda y vería dos rostros conocidos. Sus labios se curvarían en una sonrisa.

    – Vaya, qué agradable sorpresa.

    Nikita tomaría asiento en el catre contiguo y el mariscal Zhukov permanecería de pie. Sería este último el que hablaría primero:

    – Hace mucho que no nos vemos, Otto.

    – No tanto.

    – ¿Lo ha pasado mal?

    – ¿Usted qué cree?

    Se produciría un silencio incómodo y entonces Kruschev intervendría:

    – He leído que en Berlín escribió la historia de sus primeros años en la operación Klugheit al servicio de Hitler. Tal vez querría explicarnos el resto de su historia. Podemos traer algo de beber. Incluso comida. Si le apetece. Ya sabe, una reunión de amigos. Sin presiones.

    Y Otto, ese Otto mucho más viejo y cansado, diría:

    – No sacarán nada de mí. Nada de lo que están buscando. Pero si lo que quieren son palabras… bueno, podría hablarles del amor y la guerra. Solo eso me interesa ahora.

    – ¿Del amor y la guerra? ¿Qué significa eso?

    El Otto Weilern del futuro movería la cabeza bruscamente.

    – ¿Qué no significa?

    El Secreto Mejor Guardado de la Guerra (Operación Klugheit)

    [Extracto de las conversaciones de Otto Weilern en la prisión de la Lubianka]

    El amor y la guerra es la gran elección. O más exactamente el amor o la guerra. Uno u otro. Nunca ambos, pues se niegan entre sí.

    Supongo que en un conflicto tan devastador como una contienda mundial al final hay que elegir bando. Y el bando no es el Eje o los Aliados, las naciones que se enfrentan entre sí por razones que sólo ellas conocen. Los bandos son el amor o la guerra. Tratar de sobrevivir y salvar lo poco de lo honorable que pueda rescatarse del infierno de las armas o sumergirse de lleno en el odio y aceptar tu destino como asesino, o en mi caso como asesino de asesinos.

    El conflicto que Hitler había desencadenado parecía ser favorable a Alemania. Daba la impresión que seríamos capaces de doblegar a las democracias (plutocracias en jerga nazi) y salir airosos de aquella pesadilla. Habíamos vencido en Polonia y en Francia, maravillando al mundo con nuestros soldados y nuestros Panzer. En el Reino Unido, es verdad, no habíamos conseguido atemorizar a la población con los aviones de la Luftwaffe y aún menos a su Primer Ministro, ese tal Churchill, el hombre que se negaba a la paz que el Führer tanto deseaba. El bombardeo de Inglaterra había sido un fracaso, pero parecía una nota al margen, una minucia en el océano de victorias del Reich. Sin embargo, había un asunto que preocupaba a los más perspicaces de los generales de Hitler en el OKW, el Alto Mando del Ejército. Y ese asunto era Italia.

    Una de las razones principales de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial fue la alianza con la Italia fascista de Mussolini. Hitler había elegido la guerra, y la había abrazado con todas sus fuerzas, en su delirio de construcción de un Reich de mil años de duración. Toda Alemania le había seguido en aquel empeño por más que fuera una locura, por más que sean una locura todas las guerras. Pero los italianos no se parecen en nada a nosotros los alemanes, los tedescos o tedeschi como nos llaman ellos. Da igual que estén enfrascados en la más sangrienta de las batallas, da igual que sean una raza valerosa como ninguna otra, da igual todos los preceptos y mandamientos que juren cumplir. Al final, es un pueblo que siempre elige el amor. Está en sus genes, está en su alma aventurera. Supongo que todo italiano lleva en su interior un Casanova. Tal vez el gran Giacomo, el amante excelso, sea la expresión de todo un pueblo más que un ser real del que podamos extrapolar una biografía.

    Cuando estaba a punto de terminar el año 1940 yo todavía no era demasiado consciente de todo esto. No daba importancia al efecto devastador para los intereses de la Wehrmacht que tendría la Italia de Mussolini. Aún me hallaba deslumbrado, como casi todos mis compatriotas, por las fulgurantes victorias de los meses anteriores, por la visión de los polacos y los franceses levantando los brazos reconociendo la derrota, o los ingleses escapando aterrorizados en las playas de Dunkerke, bombardeados sin cesar por nuestros Stuka y nuestros ME 109. Yo era un niño de 18 años; mi capacidad para ser deslumbrado y engañado era aún mayor que la de muchos de mis compatriotas porque nada sabía del mundo y pretendía saberlo todo. Esto es una prerrogativa y un privilegio de la juventud. Pero pronto aprendería de mis errores y el primer eslabón de la cadena de sucesos que me convirtieron en un anti nazi, el momento en que comenzó mi evolución, fue el 23 de septiembre de 1940: el día que tuvo lugar la ceremonia del Pacto Tripartito.

    Cogí un avión hacia Berlín desde Austria, la Marca Este de la Gran Alemania, para acudir a la firma del Pacto. Y es que, por consejo de mi amigo Joseph Mengele, llevaba unos meses en el campo de Mauthausen, contemplando cómo tratábamos a los subhumanos, nosotros, los miembros de la raza superior. Debo confesar que traté de integrarme en la Comunidad del Pueblo y fui por breve tiempo un creyente. Mi hermano Rolf, por el contrario, estaba asqueado de todas las cosas terribles que veía en el campo, de los horrores del sistema concentracionario nazi, de las muertes por inanición, por congelación, los trabajos forzados, los hornos crematorios…

    –Esto está mal –me dijo un día.

    No le escuché. Él era un pobre tonto, un joven al que habíamos colocado allí porque no tenía el coeficiente de inteligencia necesario para estar en ninguna otra parte. Esto era muy común: la gente brillante éramos la élite del sistema que había instaurado el Führer, y combatíamos en el frente o dirigíamos sus tropas. La gente limitada como Rolf bastante suerte tenía con no haber sido eliminada años atrás cuando se gaseó a miles de deficientes. Muchos de los menos aptos acabaron como guardias en los campos, junto a cojos, tullidos, y todos esos desgraciados que tenían la desgracia de no poder luchar por la grandeza de Alemania.

    –Esto está mal –me repitió, el día que llegué, luego de verme golpear a un español rojo, un apátrida, uno de esos que habían acabado en nuestro campo luego de huir de la España de Franco.

    –Cállate, Rolf. Tú no tienes ni idea.

    Pero, por supuesto, quién no tenía ni idea era yo. Porque el tonto, el menos apto de nosotros dos, era Otto.

    Rolf fue siempre el más inteligente de los dos hermanos Weilern.

    Mientras viajaba desde Austria a Berlín pensaba precisamente en todo esto, en cómo explicarle a mi hermano lo maravilloso que era pertenecer a nuestra comunidad del pueblo y el poco valor (o ninguno) que tenían los españoles apátridas, los judíos, los gitanos, los asociales o cualquiera de los presos que se hacinaban en nuestro Lager de Mauthausen.

    Cuando llegué a la Cancillería del Reich todavía estaba lucubrando acerca de la forma de convencer a Rolf. No sabía que era yo al que el destino había deparado lo contrario: convencerme de que el nazismo era algo odioso y terrible, y que debía combatirlo con todas mis fuerzas. Porque, como ya he dicho antes, el primer paso de mi transformación en un traidor a ese Reich efímero fue el día de la firma del Pacto Tripartito entre Alemania, Italia y Japón.

    Lo primero que me viene a la memoria de aquella jornada es una explosión. Más que una explosión, una detonación seca, seguida de un chisporroteo y un grupo de diplomáticos italianos saliendo a la carrera en su coche de lujo, un Alfa Romeo Pescara, lanzando juramentos en su idioma. Uno de ellos tenía la guerrera en llamas, pero sin perder la compostura se arrancó los botones y la arrojó al suelo, apagando la prenda a patadas y arrojando luego tierra de un parterre cercano.

    – Por el amor de Dios, apaguen eso – ordenó el oficial italiano en perfecto alemán a los soldados de la puerta.

    Las delegaciones italiana y japonesa estaban dejando a los miembros de la comitiva delante de la Cancillería y al caos habitual de vehículos y personal se había añadido aquel pequeño accidente.

    –Vamos, vamos. No tenemos todo el día –insistió el italiano a los guardias.

    Pero no me sorprendió que nuestro invitado hablase mi lengua con una perfección semejante. Al fin y al cabo, habíamos estudiado juntos hacía muchos años, casi una eternidad. Me acerqué lentamente, sin prisas, paladeando el reencuentro, a aquel hombre moreno, imponente, todavía más alto que yo, tal vez metro y noventa y cinco centímetros. Estaba con los brazos en jarra; vestía unos pantalones y una camisa blanca, impoluta, con tirantes. Se reía a carcajadas. Era el mismo Alfred Ploetz de mis recuerdos.

    – Hola, espagueti – dije, forzando el labio inferior hacia afuera en una mueca infantil que ambos conocíamos.

    Alfred volvió la vista un instante, sin estar seguro si me estaba refiriendo a él o algún otro miembro de la comitiva de Ciano, el ministro de asuntos exteriores italiano. Pero dudó solo eso, un instante, porque él también me recordaba. Alzó sus pobladas cejas y abrió los brazos para luego estrujarme con vehemencia, como si fuese el hijo pródigo de la parábola del Evangelio de San Lucas, aquel que ha regresado después de estar demasiado tiempo desaparecido.

    Non posso crederci che sei qui – dijo por un instante en italiano–. No me lo puedo creer. Otto Weilern, el mismísimo Otto el Magnífico está aquí. Debo haberme excedido bebiendo vino porque estoy viendo a un fantasma del pasado.

    Pero no era un fantasma. Ni Alfred tampoco. Éramos dos hombres que, por caminos completamente distintos, habíamos llegado a la culminación de nuestras carreras en aquel lugar. Porque aquel camino sinuoso nos había conducido hasta allí, a Berlín, a la Nueva Cancillería, en un día decisivo en la historia de la humanidad y de la Segunda Guerra Mundial.

    –Yo también estoy muy feliz por tener la oportunidad de verte de nuevo, amigo –dije.

    Pocos minutos después, luego que un subalterno le trajese una guerrera nueva, Alfredo (me explicó que ahora usaba su nombre en italiano) y yo estábamos de cháchara, recordando los viejos tiempos. A nuestro alrededor, diplomáticos alemanes, muy

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