Miguel Strogoff
Por Julio Verne
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Julio Verne
Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito enseguida y su popularidad le permitió hacer de su pasión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia ficción. Verne viajó por los mares del Norte, el Mediterráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.
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Miguel Strogoff - Julio Verne
Viento Joven
e-I.S.B.N.: 978-956-12-2848-1.
1ª edición: noviembre de 2015.
Versión abreviada de: Silvia Robles.
Gerente editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.
Editora: Camila Domínguez Ureta.
Director de arte: Juan Manuel Neira.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
.
© 1987 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A..
Inscripción Nº 67.183. Santiago de Chile.
Derechos exclusivos de la presente versión
reservados para todos los países.
Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono 56 2 28107400. Fax 56 2 28107455.
E-mail: [email protected] / www.zigzag.cl
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo
ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio
mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia,
microfilmación u otra forma de reproducción,
sin la autorización escrita de su editor.
Primera Parte
1
–Señor, otro telegrama.
–¿De dónde?
–De Tomsk.
–¿Puede comunicarse con el este de Siberia?
–No, señor, hay que enviar los telegramas hasta Tomsk y luego usar correos.
La fiesta en el Palacio Nuevo estaba en su máximo esplendor. La orquesta no cesaba de animar el baile con sus mazurcas y polcas. En los espléndidos salones del palacio danzaban las parejas. La nobleza rusa asistía en pleno a la fiesta, presidida por el Gran Mariscal de la Corte.
Era el salón más hermoso del palacio y constituía un marco digno de tal magnificencia.
Desde fuera parecía que las llamas se hubieran apoderado del palacio lanzando un brillante resplandor. Al pie de las ventanas paseaban con paso rítmico los centinelas. De vez en cuando, el grito de alerta pasaba de uno a otro. Más lejos, a la orilla del río, las masas sombrías de los barcos se alzaban bajo el brillo vacilante de algunos faroles.
El personaje principal del baile, el que daba la fiesta y a quien el general Kissoff trató como soberano, vestía un sobrio uniforme de oficial de la Guardia. Su sencillo atavío contrastaba con los soberbios trajes del resto de los asistentes; era el mismo que llevaba cuando estaba con sus tropas de georgianos, de cosacos, cuyos uniformes eran los más brillantes de las formaciones del Cáucaso.
Alto, afable y tranquilo, aunque su frente mostraba preocupación, iba de un grupo a otro prestando una vaga atención a cuanto le decían. Algunos de los altos funcionarios allí reunidos habían creído descubrir en su rostro cierta inquietud, pero ningún político se atrevió a hacerle la menor pregunta.
El general Kissoff esperaba una respuesta a la última comunicación. Pero el personaje permanecía silencioso. Había tomado el telegrama, lo había leído y su frente parecía ahora surcada por arrugas profundas.
Acodados en la ventana, reanudaron la conversación.
–Es decir, que estamos sin noticias de Siberia. Y no sabemos qué le está pasando ahora a mi hermano, el Gran Duque...
–No es posible ir más allá de Tomsk, señor. Las tropas de Siberia han recibido orden de ponerse en marcha contra los rebeldes.
–¿Tenemos noticias del traidor Iván Ogáreff? ¿Se sabe hasta dónde han llegado los tártaros?
–Ninguna –respondió el general Kissoff–. Se ignora si ha pasado o no la frontera.
–¡Que avisen inmediatamente a todos los puestos y que mantengan la comunicación! ¡Que le corten el paso como sea!
–¡Comunicaré de inmediato sus órdenes, señor!
–Sobre todo, silencio acerca de este asunto.
Sin embargo, eran muchos los que sospechaban que algo sucedía, aunque nadie tuviera noticias concretas. Algunos diplomáticos habían sido informados vagamente de los acontecimientos que se desarrollaban más allá de la frontera. Sólo dos invitados, sin uniforme, parecían tener informaciones precisas. Uno de estos hombres era francés, el otro inglés; ambos, altos y gruesos. El francés era moreno como un provenzal; hablaba con gestos, accionando sus manos constantemente. El inglés, silencioso, parco en los movimientos y en las palabras. Cualquier observador hubiera caracterizado a estos hombres diciendo que si el francés era todo ojos
, el inglés era todo oídos
.
Efectivamente, uno tenía un alto grado de lo que podría llamarse memoria visual
; el otro, el inglés, parecía haber cultivado el hábito de escuchar. Ambos se complementaban admirablemente. El inglés era corresponsal del Daily Telegraph. El francés era también periodista, aunque nadie hubiera podido adivinar a qué periódico o periódicos servía. Cuando se le preguntaba, respondía:
–Soy corresponsal de mi prima Magdalena.
Bajo su apariencia ligera, el francés era un hombre de extremada perspicacia. Su misma locuacidad le servía de defensa, y gracias a ella, en el fondo era aún más discreto que su colega inglés.
A ambos periodistas les apasionaba su oficio y estaban siempre dispuestos a lanzarse sobre la pista de las noticias más insignificantes, dueños de una sangre fría imperturbable y de la bravura habitual de las gentes de su oficio. Sus periódicos les proporcionaban los medios y el dinero suficiente para mantener a los lectores informados al instante de cualquier noticia que pudiera ser objeto de un gran reportaje.
El francés se llamaba Alcides Jolivet. El inglés, Enrique Blount. Acababan de encontrarse por primera vez en aquella fiesta, de la que tenían que enviar información inmediata a sus periódicos. La discordancia de sus caracteres, y con ella la rivalidad profesional, hubieran debido alejarlos con un mutuo sentimiento de recelo. Al fin y al cabo, se trataba de dos cazadores que cazaban en el mismo territorio.
Aquella noche ambos estaban en acecho, pues algo se cernía en el aire que les llamaba la atención.
–Bonita fiesta, ¿no le parece? –dijo el francés.
–Espléndida. Haré sobre ella un buen reportaje –respondió el inglés.
–Sin embargo, creo que a mi prima le gustaría saber...
–¿Su prima?
–Sí –repuso Alcides Jolivet–, a mi prima Magdalena. Es a ella a quien mando mis noticias. Tendré que decirle que durante la fiesta, una especie de nube parece ensombrecer la frente del soberano.
–No no he notado nada...
–¿Recuerda usted lo que pasó en Zakret en 1812?
–Lo recuerdo como si hubiera estado allí –contestó el inglés.
–Fue en medio de una fiesta en su honor; le anunciaron al zar Alejandro que Napoleón acababa de atravesar el Niemen con la vanguardia francesa. El zar no abandonó la fiesta, a pesar de la gravedad de las noticias que podían costarle el imperio.
–Lo mismo que ahora, cuando le comunicaron que el hilo telegráfico de Siberia estaba cortado.
–¡Ah! ¿Conocía usted ese detalle?
–Sí, lo conocía.
–Me sería difícil ignorarlo: mi último telegrama llegó hasta Udinsk –dijo Alcides Jolivet, con una especie de satisfacción.
–Pues el mío llegó sólo hasta Krasnoiarsk –repuso Enrique Blount.
–Entonces sabrá usted que han dado órdenes a las tropas de Nikolaevsk…
–Y que han concentrado en Tobolsk a los cosacos.
–Interesantes noticias. Mi prima estará satisfecha.
–También lo estarán los lectores del Daily Telegraph.
–Una interesante campaña. Irá usted a Siberia, supongo...
–Iré, señor Jolivet.
–Pues nos encontraremos allí; un lugar menos grato que este salón.
Y ambos corresponsales se separaron, contentos de comprobar que uno no se había adelantado al otro.
En aquel momento se abrieron las puertas del salón y pudo verse la habitación contigua. Había en ella amplias mesas maravillosamente puestas con preciosas porcelanas y vajillas de oro. En la mesa central, reservada a los príncipes, a las princesas y al cuerpo diplomático, brillaba deslumbrante una obra maestra de la orfebrería inglesa.
Los invitados se dirigieron lentamente hacia las mesas.
El general Kissoff, que acababa de entrar, se acercó al oficial de cazadores de la guardia.
–¿Qué sucede? –le preguntó éste vivamente.
–Los telegramas no pasan de Tomsk.
–¡Un correo en seguida!
El oficial salió del salón y entró en una pieza contigua. Era un gabinete de trabajo amueblado con gran sencillez y situado en una esquina del Palacio Nuevo.
El oficial abrió una ventana como si necesitara respirar el aire puro de aquella bella noche de julio.
Ante sus ojos, e iluminado por los rayos lunares, se veía el río Koskova, la ciudad de Moscú y el recinto fortificado del Kremlin. Junto a otra de las ventanas vio al zar, quien, con los brazos cruzados y la frente contraída, parecía escuchar los vagos rumores de la música.
2
Si el zar había abandonado tan inesperadamente los salones del Palacio Nuevo en el momento en que la fiesta estaba en su apogeo, fue porque más allá de los Urales se desarrollaban importantes acontecimientos. Una temida invasión amenazaba con rescatar a las provincias siberianas de la dominación rusa.
Se trataba de una inmensa extensión de estepas desoladas, apenas sin más habitantes que los deportados de las colonias penitenciarias y las guarniciones militares.
Las únicas zonas donde se podía organizar una resistencia eficaz las constituían los territorios de Irkutsk, capital de la Siberia oriental, y los de Tobolsk, capital de la Siberia occidental. Ambos territorios se hallaban separados por el río Techuna, afluente del Yenesei.
Como aún no se había construido la línea férrea, se comunicaban entre sí por el telégrafo. Por ello el zar, cuando le comunicaron que el cable telegráfico había sido cortado más allá de Tomsk, pidió inmediatamente la presencia de un correo.
Instantes después aparecía en el umbral del gabinete el jefe de la policía. El zar permanecía aún en la ventana.
–Pase, general –dijo el zar–, y dígame cuanto sepa de ese Ogáreff.
–Es un hombre extraordinariamente peligroso, señor –informó el general.
–¿Tenía grado de coronel?
–Sí, señor.
–¿Se portaba como un jefe inteligente?
–Muy inteligente, pero indisciplinado, de una ambición insaciable, capaz de cualquier cosa, intrigante. El Gran Duque lo desposeyó del mando y lo envió a Siberia.
–¿Cuándo?
–Hace dos años. Pero volvió hace seis meses a Rusia, aprovechando la amnistía concedida por Su Majestad.
–¿Y desde entonces no ha regresado a Siberia?
–Sí, señor, pero ahora ha vuelto allí voluntariamente. No hay enemigo más peligroso que un criminal amnistiado.
Por un momento, el zar frunció el ceño. El jefe de la policía se arrepintió de haber dicho aquellas palabras, que podrían considerarse un reproche a la clemencia del soberano.
–¿Dónde estaba últimamente Iván Ogáreff?
–En Perm. Su actitud no parecía sospechosa.
–¿Cuándo abandonó Perm?
–En marzo. Ignoramos