Poder y deseo
Por Michelle Smart
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Natasha, que no podía contar la verdad sobre su matrimonio carente de pasión, era virgen hasta que Matteo la hizo suya...
Cuando Matteo descubrió que Natasha estaba embarazada, supo que tenían que presentar un frente común. Era posible que jamás confiara en ella, pero estaba decidido a reclamar a su bebé. Sin embargo, no había tenido en cuenta esa química que los unía inexorablemente.
Michelle Smart
Michelle Smart is a Publishers Weekly bestselling author with a slight-to-severe coffee addiction. A book worm since birth, Michelle can usually be found hiding behind a paperback, or if it’s an author she really loves, a hardback.Michelle lives in rural Northamptonshire in England with her husband and two young Smarties. When not reading or pretending to do the housework she loves nothing more than creating worlds of her own. Preferably with lots of coffee on tap.www.michelle-smart.com.
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Poder y deseo - Michelle Smart
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Michelle Smart
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Poder y deseo, n.º 159 - diciembre 2019
Título original: Claiming His One-Night Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-712-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
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Capítulo 1
MATTEO Manaserro, con los dientes apretados y el corazón alterado, miró el ataúd que enterraban en el cementerio privado del castillo Miniato.
Alrededor de la fosa había cientos de seres queridos de Pietro Pellegrini: amigos, familiares, colegas e incluso algunos jefes de Estado con los guardaespaldas a cierta distancia. Todos querían despedirse de un hombre respetado por todo el mundo por su labor filantrópica.
Vanessa Pellegrini, la madre de Pietro, quien había enterrado a Fabio, su marido, en la tumba de al lado hacía solo un año, dio un paso, apoyada en su hija Francesca. Las dos agarraban unas rosas rojas y Francesca se dio la vuelta para tender una mano a Natasha, la viuda de Pietro, quien miraba la caja de madera como si fuera una estatua desvaída. La brisa había cesado y no se le movía ni un mechón del pelo rubio como la miel, lo que le daba más aire de estatua.
Levantó la mirada, parpadeó para volver a la realidad y tomó la mano de Francesca para acercarse a las mujeres sollozantes. Una vez juntas, las tres mujeres Pellegrini arrojaron las rosas sobre el ataúd.
Matteo hizo un esfuerzo para soltar el aire que había estado conteniendo y se fijó en la viuda.
Era un día para despedirse, para llorar y honrar a un hombre que merecía que lo lloraran y honraran, no era un día para mirar a su viuda y pensar lo guapa que estaba incluso de luto… o para pensar cuánto quería agarrarla de los hombros y…
Daniele, el hermano de Pietro, se movió a su lado. Les tocaba a ellos.
Se despidió de Pietro, su primo y su amigo, y le dio las gracias por todo. Iba a echarlo de menos.
Cuando la familia más cercana, Matteo entre ellos, ya había arrojado sus rosas sobre el ataúd, los demás asistentes hicieron lo propio.
Intentó no inmutarse y miró a sus padres cuando se acercaron para despedirse de su sobrino. A él, su hijo, no lo miraron, pero él sabía que su padre notaba que estaba mirándolo. No había cruzado una palabra con él desde hacía cinco años, desde que cambió legalmente su apellido a las pocas semanas de que muriera su hermano.
Demasiada muerte.
Demasiados entierros.
Demasiada desdicha.
Demasiado dolor.
Cuando terminó el entierro y el sacerdote llevó a los asistentes al castillo para el velatorio, Matteo se quedó rezagado para visitar una tumba en la fila de detrás. La lápida de mármol tenía una inscripción muy sencilla.
Roberto Pellegrini
Hijo querido
Ninguna mención a que él fuese un hermano querido.
Generaciones de Pellegrini, que se remontaban seis siglos atrás, estaban enterradas allí. Roberto, con veintiocho años, era el enterrado más joven de los últimos cincuenta años. Se agachó y tocó la lápida.
–Hola, Roberto, perdona que no te haya visitado últimamente, pero he estado muy ocupado.
Dejó escapar una risotada. Desde la muerte de su hermano, acaecida cinco años atrás, había visitado la tumba solo un puñado de veces, pero había pensado en él todos los días y había sentido su pérdida a todas horas.
–Ya estoy justificándome otra vez. No soporto verte aquí. Te quiero y te echo de menos. Solo quería que lo supieras.
Parpadeó para contener las lágrimas y, con el corazón encogido, se arrastró hasta el castillo para reunirse con los demás.
Se había instalado una barra enorme en el salón para el velatorio. Matteo había reservado una habitación en un hotel de Pisa para los dos días siguientes, pero supuso que tampoco iba a pasarle nada por beberse una copa de bourbon. En la habitación del hotel había un minibar muy bien surtido y podía vaciarlo cuando volviera. Solo se quedaría lo justo para no resultar grosero.
Acababa de dar un sorbo cuando Francesca apareció a su lado. La abrazó con fuerza.
–¿Qué tal lo llevas?
Matteo tenía trece años cuando su tío Fabio y su esposa, Vanessa, lo habían acogido en su casa. Francesca era un bebé y él había estado allí cuando dio sus primeros pasos, cuando dio su primer recital de música en el colegio, había tocado una trompeta, y había sonreído con el orgullo de un hermano mayor cuando, hacía unos meses, se había graduado.
Ella se encogió de hombros y lo agarró del brazo.
–Ven, tenemos que hablar de algo.
La siguió por un pasillo gélido, el castillo necesitaba una modernización que costaba millones, y entraron en lo que había sido el despacho de Fabio y que, a juzgar por el olor a cerrado, no se había usado desde que le atacó la enfermedad neuromotriz que había acabado matándolo.
Daniele y Natasha, justo detrás de él, aparecieron a los pocos segundos.
Unos ojos azules, abiertos como platos, lo miraron, y enseguida miraron hacia otro lado mientras Francesca cerraba la puerta y les pedía que se sentaran alrededor de la mesa ovalada.
Matteo tomó aire y juró para sus adentros. Era lo que le faltaba, encontrarse encerrado y al lado de ella, de la mujer que había jugado con él como si fuera su marioneta, la mujer que le había hecho creer que sentía algo por él y que creía que había un porvenir para los dos cuando había estado haciendo lo mismo con su primo.
Le había parecido que había estado con él durante todo el día, aunque fuera viéndola por el rabillo del ojo, pero, en ese momento, estaba sentada enfrente, tan cerca que podría tocar su falaz rostro con solo alargar la mano.
No debería ir vestida de negro, debería ir vestida de rojo.
Desgraciadamente, seguía siendo la mujer más guapa que había visto en su vida y, además, había mejorado con los años. Miró con detenimiento esos intensos ojos azules que lo miraban todo menos a él y su rostro ovalado con un cutis blanco que solía tener un tono dorado, pero que, en ese momento, estaba pálido. Por encontrarle algún defecto, la nariz era un poco larga y los labios un poco anchos, pero, en vez de defectos, daban personalidad a la cara con la que tanto había soñado.
En ese momento, despreciaba hasta el aire que respiraba.
–Para resumir, yo me ocuparé de la parte legal, Daniele se ocupará de construirlo y Matteo se ocupará de la parte médica. ¿Y tú, Natasha, quieres ocuparte de la publicidad?
Natasha oyó las palabras de Francesca, pero su cerebro tardó unos segundos en descifrarlas.
Había intentado prestar atención durante la reunión que había convocado Francesca, pero lo único que había conseguido mantenerla algo atenta habían sido los arrebatos de genio entre Daniele y su hermana.
–Sí, podría… –susurró Natasha mientras se tragaba la histeria que le atenazaba las entrañas.
Tenía que olvidarse de Matteo y seguir el hilo, se dijo a sí misma con desesperación. Además, no sabía nada de publicidad.
Sabía que Francesca estaba haciendo lo que creía que tenía que hacer al invitarla a esa reunión de los hermanos Pellegrini, los hermanos Pellegrini consideraban a su primo Matteo como a un hermano más, y que también daba por supuesto que querría participar. Cualquier viuda íntegra y amantísima querría participar en levantar un monumento a su querido marido y, efectivamente, quería participar.
Pese a sus tremendos defectos como marido, Pietro había sido sincera y desinteresadamente humanitario. Había constituido una fundación hacía unos diez años para levantar edificios en zonas azotadas por desastres naturales: colegios, casas, hospitales, lo que se necesitara. La semana anterior a que él muriera, la isla caribeña de Caballeros había sufrido el peor huracán que se recordaba y había arrasado la mayoría de las instalaciones médicas de la isla. Pietro había sabido inmediatamente que construiría un hospital allí, pero había muerto en un accidente de helicóptero antes de que hubiese podido rematar los planes.
Él se merecía que lo recordaran y los devastados habitantes de Caballeros se merecían el hospital que Francesca iba construirles como fuera.
Por eso, Natasha se había esforzado para prestar atención, no había querido defraudar a los hermanos Pellegrini, quienes habían formado parte de su vida desde que ella tenía uso de razón porque su padre y Fabio habían sido amigos del colegio. Ella no había tenido hermanos y esa cercanía había aumentado desde que se comunicó que se casaría con alguien de la familia, incluso durante los seis largos años de compromiso.
Aunque, si Matteo no hubiese estado allí, habría podido concentrarse mejor.
No había habido ni una sola vez, durante los últimos siete años, en la que no hubiese sentido su rencor cuando estaban juntos. Era lo bastante cortés y simpático como para que nadie pudiera captar hasta qué punto la detestaba, pero, cuando se miraban a los ojos, era como si la mirara Lucifer, como si le abrasara el alma con el destello de odio que brotaba de esos ojos verdes que la habían mirado con cariño.
Lo notaba en ese momento, se le clavaba como agujas en la piel. ¿Cómo era posible que Francesca y Daniele no lo notaran también? ¿Cómo era posible que no flotara en todo el ambiente?
En parte, entendía por qué la despreciaba así y había intentado disculparse, pero habían pasado siete años. Ella había cambiado y él también había cambiado, había dejado la cirugía reconstructiva, en la que tanto le había costado especializarse, y se había metido en la senda de la cirugía… vanidosa. Tenía veintiocho centros por todo el mundo y la patente de toda una gama de productos para el cuidado de la piel, desde la reducción de las cicatrices a la reducción de las señales del envejecimiento, que hacían que ya no fuera un cirujano vocacional y se hubiese convertido en un empresario que solo operaba si tenía tiempo. Él mismo había creado esos productos y había amasado una fortuna comparable con toda la fortuna de los Pellegrini y la de Pietro juntas.
Incluso, se había cambiado el apellido y se había hecho famoso. Era alto, guapo, moreno de piel, mentón firme y con un pelo también moreno y rizado. La prensa sensacionalista lo llamaba el doctor Bombón. A ella le parecía como si no pudiera pasar por delante de un quiosco o abrir una página de Internet sin encontrarse con su rostro seductor sonriéndole, normalmente, con una modelo de lencería colgada del brazo.
Ese día, sin embargo, no lucía su habitual arrogancia. Su desprecio abrasador como un rayo láser la atravesaba, pero ella podía captar su desasosiego. Pietro había sido más que un primo y un hermano suplente, había sido el mejor amigo de Matteo.
Le gustaría llorar por él y por todos ellos.
***
Matteo aparcó junto a la acera y apagó el motor. La imponente casa que tenía enfrente estaba a oscuras. Cerró los ojos y se dejó caer sobre el volante.
¿Podía saberse qué estaba haciendo allí?
Debería estar en la habitación de su hotel bebiéndose el minibar entero. Había organizado eso dando por supuesto que Natasha se quedaría en el castillo con el resto de la familia. No había dormido bajo el mismo techo que ella desde que aceptó la petición de Pietro.
Sin embargo, no se había quedado. Un par de horas después de la reunión para hablar sobre el hospital de Pietro, ella se había despedido de todo el mundo con un abrazo, menos de él. Según un acuerdo tácito, tácito porque no había cruzado más de cuatro palabras con ella desde hacía siete años, él mantendría cierta distancia física con ella, pero no tanta como para que los demás creyeran que no se habían despedido.
Levantó la cabeza otra vez, tomó aire y deseó que se le apaciguara el corazón.
¿Podía saberse qué le pasaba? ¿Por qué precisamente ese día no podía quitársela de la cabeza? ¿Por qué precisamente ese día, cuando estaba llorando la muerte de su primo y mejor amigo, los recuerdos habían vuelto para atosigarlo?
Podía verlo como si fuese ese momento. Él salió de su cuarto en el castillo para reunirse con el resto de la familia en la carpa donde iba a celebrarse la fiesta por el trigésimo aniversario del matrimonio de sus tíos. Natasha había salido del dormitorio que compartía con Francesca y que estaba en el mismo pasillo que el suyo. El corazón le dio un vuelco cuando la vio y se le paró el pulso cuando vio que llevaba el collar que le había mandado cuando cumplió dieciocho años. Le había fastidiado no haber podido ir a la fiesta que dio en Inglaterra, pero era médico residente en un hospital de Florida, que estaba muy cerca de la facultad de Medicina, y se había producido una urgencia al final de