Un hombre quiere morir
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Para Amadeo Echeverría nacer fue un sinsentido que se dispuso a sortear de manera aséptica. El destino se atraviesa en esa vida parca a través de mujeres que aman, sufren, luchan y viven mientras Amadeo se enfoca en morir.
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Un hombre quiere morir - Liliana Villatoro
Liliana Villatoro
Un hombre quiere morir
© Liliana Villatoro
Un hombre quiere morir
© Libros del camaleón, 2019
El nocaut, I
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
Cesare Pavese
La vida me aburre, es verdad –dijo sin alzar la voz, Amadeo Echeverría. Miraba fijamente al médico robusto y de piel clara, esperando que el traductor volcara las palabras en el otro idioma, que parecería más frío si Amadeo no hiciera ya la frase lo bastante carente de emoción.
La sala en que se reunió con el médico, haciéndose acompañar por aquel traductor flaco y frágil, era un sitio limpio e impersonal. Los muebles blancos no hacían un gran contraste con la pared verde claro. Todo el conjunto resultaba armonioso, dispuesto para integrarse en esa habitación etérea con paredes lisas y texturas suaves que invitaban a descansar.
Amadeo había viajado más de doce mil kilómetros para exponer personalmente sus razones: quería morir, quería que le asistieran el suicidio.
Uno
Amadeo Echeverría Velásquez se nombraba a sí mismo sin el apellido paterno, que cercenó por decisión propia una tarde de abril. Nació en el trópico, como le gustaba nombrarlo en sus esporádicos episodios de buen humor, en un país tan pequeño y en un pueblo tan minúsculo, que al pronunciarse apenas lograba evocar algún sitio polvoriento lleno de narcotraficantes y pobreza.
En todo caso, el territorio estaba amarrado a las bananeras, el café, las sucesiones de dictadores y democracias dictatoriales que iban haciendo un cuadro bastante repetido cada cierto número de años y en donde la gente como Amadeo, de piel relativamente clara, podía aprovechar las ventajas de su casta.
Tuvo la suerte de tener una familia completa en la que nunca fue necesaria la presencia del padre. Amadeo vivía con su madre, la madre de esta y dos hermanos, uno mayor, uno menor. Y Charo.
El padre viajaba constantemente por trabajo, como contaba la madre y Amadeo le creyó hasta el día en que le encontró en un centro comercial acompañado de su otra familia.
–La suerte –resumió entre dientes y lo mató con el pensamiento. No comentó nada en casa. Dejó que la madre viviera con la ilusión de que se creía el cuento.
De diputado a funcionario de embajada, el padre de Amadeo se había movido hábilmente en los cerrados círculos altos del pequeño país y el dinero no había faltado. Sin embargo, la rigidez de la abuela había mantenido a todos con los pies en la tierra, moderando el gasto y con el perfil de una familia clasemediera normal que podía pagar colegios privados, comprar ropa nueva de manera regular, tomar vacaciones una vez al año pero nunca demasiado lejos, dos carros estacionados en el garaje, compartiendo espacio con las luces navideñas y el viejo árbol de plástico, las bicicletas de los niños y en una caja al fondo, talonarios de facturas sin estrenar de alguno de los intentos de empresa del padre.
Amadeo podría haber sido feliz, pero nació con el desencanto prendido en la piel. Fue un bebé saludable de 47 centímetros y 8 libras y media que apenas exclamó una especie de maullido al salir del vientre mientras los ojos bien abiertos se fijaban en el obstetra como preguntando ¿por qué?
Era un bebé normal que pasaba las horas durmiendo, pero no lloraba como los demás. Al despertar mascullaba un llanto plano, señal de que necesitaba biberón (la madre después del primer hijo se negó a amamantar) o de que quería un cambio de pañal.
Cuando el cuello de Amadeo se fortaleció, pasaba las horas sentado, viendo hacia la ventana o formando efímeras torres con cubos de madera suave, que luego separaba y volvía a unir, dándole muchas horas de paz a la madre, a la abuela y a Charo, la mujer que ayudaba en casa a cambio de comida, techo y algunos billetes al mes. Nadie se dio cuenta cuando empezó a caminar, simplemente lo vieron haciéndolo. Nunca gateó, nunca practicó ejercicios torpes ni caídas ruidosas, era como si permaneciera pendiente de la ventana esperando que el tiempo pasara, solo para hacer cuando el momento fuera oportuno.
Los hermanos de Amadeo, por el contrario, eran ruidosos y llorones. Amadeo se convirtió por ello, en el preferido de Charo, con la que desarrolló un lenguaje de miradas y frases cortas con las que se entendían sin que entendieran los demás.
Charo sabía que Amadeo no era de caricias y le dejaba estar, calculando el tiempo de alimentarlo para dejarlo después otra vez a su aire.
El nombre de Amadeo fue una inspiración de la abuela, que divagando en el sermón del domingo tuvo la revelación de que Amadeo significaba el que ama a Dios
y secretamente guardó la ilusión de hacerlo sacerdote, imponiéndole el nombre tres semanas después de que naciera, en la pila de bautismo. Esa fue la única vez que Amadeo lloró con fuerza.
dos
Quise darle a mi madre el gusto de verme casada y viviendo una vida decente. Si por mí fuera ni estaría aquí, ni tendría hijos, ni sería decente. Pero hay que conocer a mi madre para saber que no se hace lo que uno quiere, sino lo que ella dice.
A Efraín lo conocí en donde las primas de la costa, para unas vacaciones. Yo tenía un noviecito en el pueblo y no es que lo quisiera, pero entretenía bastante mantenernos en los límites, a puros roces, besos y manos distraídas. Esas vacaciones, mi mamá me mandó para alejarme, sin pensar que me estaba acercando a algo peor. O mejor, nunca lo sabremos. Dinero no nos ha faltado, los niños crecieron sanos y yo, salvando el par de días al mes que Efraín venía de visita, tenía el tiempo digamos libre.
Todas las primas querían a Efraín y lo rodearon cuando se presentó en la casa. Era amigo de la familia y todas se querían casar con él. Le vi con recelo al principio y me quedé en una orilla, ajena a la confianza del grupo. El me vio directamente a los ojos y sonrió. Yo qué iba a hacer, si con toda la inexperiencia del mundo sentí que ya me había desnudado.
Días después, solos en la bodega trasera de la casa de mis tíos, yo sin ropa y él con los pantalones a la rodilla, tuve la sensación de morirme sola. Fue un orgasmo, pero un orgasmo triste. El sexo se nos dio bien desde el principio porque a mí me gustaba que él hiciera y a él le gustaba que yo me dejara. No tomé precauciones para no embarazarme por la razón más sencilla que encontré: tenía 16 años y hasta entonces no había menstruado.
Estaba disfrutando de mi cuerpo y me sentía enamorada. Efraín hablaba todo el tiempo de la vida que íbamos a tener juntos, de la casa en la que viviríamos, de los viajes que haríamos. Yo escuchaba sin atreverme a decir que no tenía ganas de casarme, que se callara y me siguiera tocando. Lo besaba y lograba que no dijera más. Eso nos tardó un par de semanas hasta que mi tía empezó a sospechar y me mandó de regreso a casa de mi mamá. Nos quedaba el teléfono, pero es muy aburrido esperar del otro lado de un hilo.
Los días pasaban y yo estaba inquieta. No estaba embarazada, como supuse, pero mi mamá me preguntó qué había cambiado porque me notaba distinta. Disimulé haciendo un esfuerzo por concentrarme y dedicándome en serio a hacer cosas en casa. Me gustaba quedarme en la sala y limpiar con cuidado la mesita de vidrio que mi mamá llenaba con figuras en miniatura hechas de bronce. Era un zoológico raro, en donde además de animales había lámparas maravillosas y objetos domésticos. Debía tener especial cuidado en limpiar todo por separado, darles brillo a las figurillas con una pasta especial y un trapo seco, colocarlas una por una en la mesa que había limpiado con desinfectante y papel periódico y fijarlas de una, sin dudar, sobre la superficie transparente. Si una caía, los restos de pasta manchaban el vidrio y había que volver a empezar. Eso me ayudaba a concentrarme en otra cosa que no fuera la fiebre que me empezaba en las piernas y me rodeaba el vientre, porque cada vez que el teléfono sonaba, el corazón me latía con fuerza. Era el puro deseo y me tuve que contener porque pasó un mes hasta que volví a ver a Efraín. Alguien tocó a la puerta y yo que no le esperaba, salí a abrir como estaba, recién levantada y sin bañar.
–No me joda, si hasta así se