Las dos Adelaidas
Por Elena Casero
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Tras el inicio de la enfermedad, la hija pequeña, recién emancipada, regresa a casa. La novela arranca con los recuerdos de esa hija, el diario y las fotografías de la madre. Los escritos sirven para descubrir la vida de las mujeres de las generaciones anteriores, su falta de libertad personal, su amoldamiento a las costumbres que imperaron durante tantos años y el rigor con el que fueron sometidas a los dictados masculinos. La vida cotidiana, con la luz del Mediterráneo, el sentido del humor y la música siempre de fondo, gira alrededor de la progresiva pérdida de la memoria de una mujer vital que inculcó a sus hijas la ventaja de ser independiente y el significado de convertirnos en madres de nuestras madres
al final de sus vidas, cuando ellas van perdiendo su personalidad y su capacidad de movimiento. Cuando la vida de las hijas queda supeditada a la enfermedad y a su cuidado.
Cuando, tras su desaparición, solo nos quedan los recuerdos.
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Las dos Adelaidas - Elena Casero
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Las dos Adelaidas
© Del texto: Elena Casero
© De la ilustración de la portada: Juan Francisco Cardozo Aradas
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2023
Email: [email protected]
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Septiembre, 2023
Segunda edición: Noviembre, 2023
ISBN: 978-84-10046-43-6
A mi madre.
A las mujeres de mi familia.
Pero es difícil vivir en un lugar sin memoria alguna. Sin narración.
HUMO. José Ovejero
Han tenido que pasar muchas cosas y mucho tiempo para conocer las historias de las mujeres de mi familia,para poder hurgar en ellas, reconocerme y sentirme orgullosa.Para preguntar sin pudor y conocer, y conocerme también, a fin de cuentas.
TIERRA DE MUJERES.María Sánchez
Si se escribe, el pasado no está muerto.
EL PERFUME DE LAS FLORES DE LA NOCHE. Leila Slimani
Sobre la mesa camilla del salón hay varias fotografías. Una de ellas es la de una mujer joven, atractiva y muy elegante. Lleva un vestido de satén blanco crudo que se adapta a sus formas sin destacar ninguna en especial, como si la tela tuviera en cuenta que es un cuerpo a medio camino entre la adolescencia y la madurez, un cuerpo que no busca sino admiración. Se cubre los hombros con una estola de piel, un poco más oscura que el vestido, que deja al descubierto el inicio del escote.
El pelo está cortado en melena, peinada hacia un lado. Las ondas le cubren una pequeña parte de la frente y caen sobre la estola con delicadeza.
La mujer lleva los labios pintados de rojo, es una suposición, ya que la foto es en blanco y negro. La mujer sonríe. Hay felicidad en esa sonrisa. Seguridad. La dentadura que se intuye entre esos labios carnosos está alineada, casi perfecta. Me gusta su mirada transparente, con un puntito de picardía. Quiero creer que proyecta su ilusión hacia el futuro, confiando en que este no le va a defraudar.
Miro muchas veces la fotografía de la mujer joven. Hubo una época en que la observaba despacio, fijándome en cada rasgo, en los pequeños detalles, como si de esa manera pudiera incrustarla en mi memoria y difuminar algunos recuerdos dolorosos que aún tengo de ti.
Junto a esta fotografía, hay otra. No parece la misma mujer, aunque lo sea. Lleva un vestido de color oscuro. No hay rastro de aquella ilusión de la juventud. En su mirada leo resignación, porque ya conozco las causas que la pudieron provocar. Sé la fecha. En aquel momento, tú tenías la misma edad que tengo yo ahora, 60, cuando me dispongo a escribir tu memoria y la nuestra. Cuando la distancia permite la objetividad. Y lo que compruebo es que nos separa todo un mundo.
Durante mucho tiempo, demasiado, te recordé en nuestros peores meses, antes de la debacle, sentada en una silla en la salita, con las piernas guarecidas por las faldas de la mesa camilla, frente al televisor apagado o con el sonido apenas audible.
Cuando iba a verte, cada dos o tres días, me castigabas, o eso creía yo, con el silencio, el tuyo y el de los objetos de la casa. Era un escenario decepcionante y triste. Pero era el que tú habías elegido, no yo. En lugar de combatir, te habías dejado vencer por la soledad y la derrota. A mi hermana la acusabas de haberte abandonado al irse a vivir al extranjero, hacía ya unos años; a mi padre, de haberse muerto cuando no debía; a tu hermana, la tía Pura, todavía no sé muy bien por qué; y a mí, de que me hubiera emancipado, y de eso hacía muy poco tiempo. Lo cierto es que todos parecíamos los culpables de una obra de teatro de la que éramos protagonistas sin texto.
Nunca habíamos hablado mucho de la soledad ni de la muerte. Dejaste entrever, en alguna confidencia, conforme morían tus hermanos, tus primas o las vecinas, que la muerte era una situación normal, como la vida, como la enfermedad; hablabas de ambas situaciones —soledad primero y muerte después— con naturalidad, con la calma de quien sabe que tarde o temprano se va a enfrentar con alguna de ellas. Lo que nunca pudimos prever es que esas pocas conversaciones quedarían interrumpidas cuando la lucidez, esos mínimos fragmentos de explosión de tu cerebro, te obligarían a rebelarte ante la supuesta naturalidad y a sufrir más de lo que merecías.
Uno de esos días de visita, encontré a mi madre más taciturna que de costumbre, como si estuviera barruntando una discusión, un reproche o recelara de mi presencia.
—Tantos años callada por no herir a nadie —murmuró mirando hacia la televisión.
Pensé que le hablaba al presentador, como solía hacer cuando la noticia que escuchaba no era de su agrado. Entonces, igual que mi padre, se enzarzaba en una teórica discusión con quien estuviera al otro lado de la pantalla. Sin embargo, la televisión seguía apagada.
—¿Qué has dicho, mamá?
En lugar de responder, se limitó a suspirar. Se levantó de la silla y se marchó hacia el interior de la casa, que estaba a oscuras. Ni siquiera se molestaba en encender la luz porque decía que la casa era muy luminosa y había que ahorrar. Era cierto, todo. El sol la iluminaba durante el día, hasta que se ponía. Pero en invierno, entre el silencio y la oscuridad, la casa se convertía en una cueva. Me levanté y la seguí. Fui encendiendo luces hasta su habitación.
—Mamá, ¿te encuentras bien?
Giró la cabeza y me miró. Fijamente. Con tanta intensidad que me asusté.
—Claro, ¿por qué no iba a estarlo? Todavía no estoy lela.
Se dio la vuelta, apagó la luz y regresó a la salita y a la contemplación del televisor.
Me quedé esperando a que dijera algo más o me diera algún indicio de todos esos silencios o secretos que imaginé terribles. Fui a la cocina para asegurarme de que había preparado algo de cena. En los últimos meses había observado que la nevera estaba muy vacía, que algunos de los pocos alimentos olían mal, estaban estropeados o a punto de hacerlo, y la despensa, antes tan nutrida, daba lástima. No supe si era despreocupación, olvido o llamadas de atención. Le preparé una sopa y una tortilla. Mientras trajinaba con la sartén y el cazo, pensé en sus palabras, en los silencios de las mujeres, en los secretos de las familias, en los fantasmas que pululan entre las paredes de las casas y en los muertos que nunca nos van a contar nada.
Antes de marcharme, le dije que le había dejado preparada la cena en el banco de la cocina. Me contestó con un imperceptible movimiento de cabeza. Me marché de su casa sin que ella volviera a decir ni una sola palabra. La dejé en el mismo sitio, frente al televisor apagado, con las manos apoyadas en la mesa y la mirada perdida en algún lugar de la pared. No apagué la luz. Si quería, que lo hiciera ella. Me marché, como tantos días, con el corazón encogido, el llanto suelto y un tremendo complejo de culpabilidad, tal como ella quería.
Hasta que tanto mi madre como mi tía no desaparecieron de mi vida, no me di cuenta de que los hijos y los nietos llegamos tarde a sus recuerdos, a su historia y a una importante parte de la nuestra. Fui entonces consciente de que no siempre nos importa si esas historias nos afectaron en algún momento, directamente o no.
Aquella tarde de invierno en la que mi madre abrió la boca y la caja de los truenos de mi cerebro, hizo más frío en mi casa, en la que yo había nacido, que en las calles de la ciudad. Un frío que, como la humedad, me persiguió hasta la hora de dormir. Un helor intenso que no conseguí mitigar hasta bien entrada la madrugada. Persistían en mi mente las palabras de mi madre. «Tantos años callada por no herir a nadie». ¿Qué secretos guardaba? ¿De qué silencios hablaba? ¿De qué se arrepentía?
Al día siguiente, después de una jornada laboral de ocho horas y pico por una miseria, regresé a verla. Abrí la puerta de casa y encontré de nuevo la oscuridad. Mi madre estaba en su lugar habitual, como una maceta, como un mueble más. Podría decirse que vivía en aquella habitación, con el televisor como compañía muda y sorda. La salita era grande, cuadrada, con techo alto, como el resto del piso. Había una ventana que daba a la galería y que casi siempre estaba abierta porque cerraba mal. Desde que murió mi padre, nadie la había arreglado. El televisor ocupaba un lugar preminente encima de una mesita con ruedas endebles entre la ventana y un mueble de aquellos grandes, con armaritos y cajones. Lo que vendría a ser una boiserie de pobre. Los estantes estaban llenos de enciclopedias, diccionarios y novelas del Oeste que solía leer mi padre. En especial, de Zane Grey, a las que nos aficionamos tanto mi hermana como yo. El centro de la salita lo ocupaba la mesa camilla a cuyo calor pasaba mi madre las tardes, alguna mañana y, probablemente, más de una noche de insomnio.
La casa seguía helada. Había heredado la manía a las estufas de butano, ingenios del demonio, contagiada por mi tía Pura, que siempre parecía prever una explosión nuclear cuando veía una de ellas.
Encendí la luz. Le di un beso. Me senté a su lado, como cada tarde. La televisión estaba en marcha, aunque el sonido era el mínimo. Como si estuviera viendo una película de cine mudo, como cuando mi padre se ponía los auriculares, unos cascos que le ocupaban media cabeza, para oír el fragor balístico de las películas de vaqueros sin necesidad de que se enterasen los vecinos.
—¿Qué has comido hoy, mamá?
—Comida.
—Supongo que sí. No creo que te comas el alpiste del periquito.
—Como si te importara.
Las respuestas de mi madre me alteraban, me confundían, me dejaban tan dolorida como si me hubiera propinado un codazo entre las costillas. De madre dulce, cariñosa y comprensiva se había transformado en una persona desconocida, odiosa, intransigente y malvada. Todo para castigarme. No le contesté. Entrar en su juego la llevaba a encerrarse aún más en su mutismo.
—¿Qué te parece si me quedo a cenar?
Encogimiento de hombros.
—¿Te apetece algo especial? Voy al supermercado y compro algo para las dos.
Mirada asesina.
—¿Tan pronto te has olvidado de lo que me gusta?
A las madres no es elegante ahogarlas. Lo sé. Éticamente no está contemplado. La religión no sé si lo tiene estudiado. Quizás en el Antiguo Testamento podría encontrar alguna referencia, ya que sus páginas están repletas de incestos, asesinatos y feminicidios. Y otras anécdotas más que estudié en el colegio en aquella asignatura que denominaban Historia Sagrada que nos explicaba don Guillermo, un cura de orejas grandes, sobresalientes cuya sotana, llena de lamparones, brillaba como un vestido de vedete y, cubierta por una moteada capa blanca, nos daba pie a todo tipo de chanzas.
Así que, a falta de convencimiento sobre la elegancia del ahogamiento, me levanté, fui a la cocina, abrí la nevera, le pregunté al vacío, miré la fecha de caducidad de un yogur, de la caja de leche, tiré el contenido reseco y poco fiable de un platito de color naranja y tan solo me quedé con media docena de huevos a punto de caducar.
—Voy al supermercado.
La escalera a esas horas estaba en silencio también. Del antiguo vecindario tan solo quedaban tres viviendas habitadas. Habitadas no quiere decir que tuvieran vida. En el tercer piso vivía mi madre y en el segundo, dos vecinas. Una de ellas, enferma, no tardaría en ser exiliada a una residencia, a uno de esos morideros donde los ancianos parecen evaporarse día tras día absorbidos por los sillones en los que transitan su exigua existencia. En el otro piso vivía o vegetaba Angustias, una de las vecinas más antiguas de la finca —creo que su familia llegó al mismo tiempo que mi madre—, aunque era bastante más joven. Encendí la luz. Tímidas bombillas de pocos vatios que apenas iluminaban un fragmento de la pared y le daban al rellano un ambiente fantasmagórico. Recordé cuando era pequeña y me llamaba la atención aquella frase de que menganita había dado a luz. Imaginaba yo en ese momento una mujer con prominente barriga, iluminada como una farola y un niño en brazos. Si preguntaba el significado, la respuesta era siempre la misma: «Ya lo sabrás cuando seas mayor». Nunca llegué a serlo.
Compré productos básicos para una cena sencilla y ligera que preparé bajo la supervisión cáustica de mi madre.
Durante la cena, tragándome el mal humor y el orgullo, le conté anécdotas de la oficina, de mis amigas, noticias intrascendentes con el fin de arrancarle una sonrisa, una mueca, un indicio de interés en la vida fuera de aquellas paredes y la pantalla muda. Apenas cenó. Me preocupaba su aspecto. Había notado que había adelgazado y estaba muy desmejorada, una relación directa con el vacío de la nevera y la despensa. No quería preocuparme por ella porque eso significaba estar otra vez bajo su nueva óptica, bajo su mando, y yo había decidido ser independiente y alejarme de ese repentino estado de victimismo en el que parecía encontrarse. No dejaba de preguntarme cómo había podido cambiar tanto, por qué se había convertido en una mujer intransigente, qué había ocurrido en su cerebro para tal transformación. Faltaba poco para saber la explicación.
Cuando terminamos de cenar, antes de regresar a mi casa, le pregunté, sin rodeos, qué había querido decir con aquellos silencios.
—¿No tienes que irte?
—No tengo prisa, mamá.
—Pues son las diez y media, y yo me voy a acostar.
Infatigable en su actitud. Corrosiva. Cínica. No sé cuántos adjetivos y sutilezas se me ocurrieron para justificar aquellas respuestas. Me levanté de la silla, cogí mis cosas y abandoné la casa. Di un