Vida y virtud. Homilías II
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Vida y virtud. Homilías II - San Juan Bautista María Vianney
aclaraciones.
SOBRE LA ESPERANZA
Diliges Dominum Deum tuum.
Amarás al Señor tu Dios.
(Mt 21, 37)
San Agustín nos dice que, aunque no hubiese cielo que esperar ni infierno que temer, no por eso dejaría de amar a Dios, por ser Él infinitamente amable; sin embargo, Dios, para que nos animemos a seguirle y a amarle sobre todas las cosas, nos promete una recompensa eterna. Cumpliendo dignamente tan bella misión, la cual constituye la mayor dicha que en este mundo podemos esperar, nos preparamos una eterna felicidad en el cielo. Si la fe nos enseña que Dios todo lo ve, que es testigo de cuanto hacemos y sufrimos, la virtud de la esperanza nos impulsa a soportar las penalidades con una entera sumisión a la voluntad divina, en la confianza de que, por ello, seremos recompensados eternamente. Sabemos también que esta hermosa virtud fue la que sostuvo a los mártires en sus atroces tormentos, a los solitarios en los rigores de sus penitencias y a los santos enfermos en sus dolencias. Si la fe nos muestra a Dios presente en todas partes, la esperanza nos impulsa a rezar todo lo que consideramos agradable a Dios, con la mirada puesta en una eterna recompensa. Ya que esta virtud contribuye tanto a dulcificar nuestros males, veamos, pues, en qué consiste la bella y preciosa esperanza.
1.º Si nos es dado conocer por la fe que hay un Dios, que es nuestro Creador, nuestro Salvador y nuestro sumo Bien, que nos dio el ser para que le conozcamos, le amemos, le sirvamos y lleguemos a poseerle; la esperanza nos enseña que, aunque indignos de tanta felicidad, podemos esperarla por los méritos de Jesucristo. Para lograr que nuestros actos sean dignos de recompensa se necesitan tres cosas, a saber, la fe, que nos hace ver a Dios como presente; la esperanza, que nos hace obrar con la sola intención de agradarle; y el amor, que nos une a Él como a nuestro sumo Bien. Jamás llegaremos a comprender el grado de gloria que nos proporcionará en el cielo cada acción buena, si la realizamos puramente por Dios; ni aun los santos que están en el cielo llegan a comprenderlo. De ello vais a ver un ejemplo admirable. Leemos en la vida de San Agustín que, mientras este Santo se disponía a escribir a San Jerónimo para preguntarle qué expresiones podrían servirle mejor para hacer sentir intensamente toda la extensión y grandeza de la felicidad que los santos disfrutan en el cielo; mientras, siguiendo su costumbre, ponía en la carta la salutación: «Salud en Jesucristo Nuestro Señor», su habitación quedó inundada por una luz refulgente, tan extraordinaria que superaba en hermosura e intensidad a la del sol en su cénit, y que despedía además el más delicioso de los perfumes. Quedó tan enajenado el Santo que estuvo a punto de morir de gozo. Al mismo tiempo oyó que de aquellos fulgores salía una voz que le dijo: «Mi amado Agustín, me crees aún en la tierra; gracias a Dios, estoy ya en el cielo. Quieres preguntarme de qué términos hay que valerse para hacer sentir del mejor modo posible la felicidad de que gozan los santos. Has de saber, querido amigo, que es tan grande esta felicidad, supera tanto a lo que una criatura puede imaginar, que resultaría más fácil contar las estrellas del firmamento, recoger todas las aguas del mar en una vasija, sostener toda la tierra en tus manos, que no llegar a comprender la felicidad del menor de los bienaventurados del cielo. Me ha sucedido lo que a la reina de Saba: juzgando ella por las voces de la fama, había formado un gran concepto del rey Salomón; pero, después de haber visto con sus propios ojos el orden admirable que reinaba en su palacio, la magnificencia sin igual, la ciencia y los extensos conocimientos de aquel rey, quedó tan admirada y sobrecogida, que regresó a su tierra diciendo que cuanto se le había dicho, era nada en comparación con lo que sus ojos habían visto. Lo mismo me ha sucedido respecto a la hermosura del cielo y a la felicidad de que gozan los santos: creía haber penetrado algo de las bellezas que el cielo contiene y de la felicidad de que gozan los santos; pues bien, has de saber que los más sublimes pensamientos que había podido concebir no son nada comparados con la felicidad que constituye la herencia de los bienaventurados».
Leemos en la vida de Santa Catalina de Siena que esta Santa mereció de Dios la gracia de ver en alguna manera la belleza del cielo y la felicidad de que allí se disfruta. Quedó tan sobrecogida que vino a caer en éxtasis. Al volver en sí, el confesor le preguntó qué era lo que Dios le había mostrado. Dijo la Santa que el Señor le había hecho ver algo de la hermosura del cielo y de la dicha de que gozan los bienaventurados; pero todo ello excedía de tal modo lo que podemos nosotros imaginar, que resultaba imposible dar la menor idea. Ya veis, pues, adónde nos llevan nuestras buenas obras, si las hacemos con la mira de agradar a Dios; ya veis cuántos son los bienes que la virtud de la esperanza nos hace desear y aguardar.
2.º Hemos dicho que la virtud de la esperanza nos consuela y sostiene en las pruebas que Dios nos envía. Tenemos de ello un gran ejemplo en la persona del santo Job, sentado en el estercolero, cubierto de llagas de pies a cabeza. Había perdido a sus hijos, aplastados al derrumbarse su casa. Él mismo, desde su cama, hubo de refugiarse en el estercolero más miserable y hediondo, abandonado de todos; su pobre cuerpo estaba lleno de podredumbre; su carne viva era ya pasto de los gusanos, a los cuales tenía que apartar con un tiesto; se vio insultado por su misma esposa, que, en vez de consolarle, se complacía en llenarle de injurias diciéndole: «¿Ves, el Dios a quien sirves con tanta fidelidad? ¿Ves de qué manera te recompensa? Pídele que te quite la vida; a lo menos con ello te verás libre de tantos males». Sus mejores amigos le visitaban sólo para acrecentar sus dolores. Sin embargo, a pesar del estado miserable a que estaba reducido, no dejó nunca de esperar en Dios. «No, Dios mío, jamás dejaré de esperar en Ti; aunque me quitases la vida, no dejaría de esperar en Ti y de confiar en tu caridad. ¿Por qué he de desanimarme, Dios mío, y abandonarme a la desesperación? Confesaré en tu presencia mis pecados, que son la causa de los males que padezco; y espero que seas Salvador. Tengo la esperanza de que un día me recompensaréis por los males que ahora experimento por vuestro amor». Aquí tenéis lo que podemos llamar una verdadera esperanza: por ella, a pesar de que el santo varón veía descargar sobre sí toda la cólera divina, no dejaba de esperar en Dios. Sin examinar el motivo por qué sufría aquellos males sin cuento, se contentaba solamente con decir que sus pecados eran la causa de todo. ¿Veis los grandes bienes que la esperanza nos procura? Todos le tienen por desgraciado; sólo él, tendido en su estercolero, abandonado de los suyos y despreciado de los demás, se siente feliz, puesto que pone en Dios toda su confianza. ¡Ah!, si en nuestras penas, en nuestras tristezas y en nuestras enfermedades, mantuviésemos siempre una confianza tan grande en Dios, ¡cuántos bienes atesoraríamos para el cielo! ¡Ay, qué ciegos somos! Si, en lugar de desesperarnos en nuestras penalidades, conservásemos aquella firme esperanza que, junto con otros mil medios para merecer el cielo, nos envía Dios, ¡con cuánta alegría sufriríamos!
Pero, me diréis, ¿qué significa esta palabra: esperar? Vedlo aquí. Es suspirar por algo que ha de hacernos dichosos en la otra vida; es el deseo de vernos libres de todos los males de este mundo; el deseo de poseer toda suerte de bienes capaces de satisfacernos plenamente. Después que Adán hubo pecado, y se vio lleno de tantas miserias, su gran consuelo era pensar que no sólo sus sufrimientos le merecerían el perdón de los pecados, sino, además, le proporcionarían los bienes del cielo. ¡Cuánta bondad la de un Dios, al recompensar por toda una eternidad la más insignificante de nuestras obras! Mas para que merezcamos tanta dicha, quiere el Señor que depositemos en Él una gran confianza, como la que tienen los hijos con sus padres. Por esto vemos que en muchos pasajes de la Escritura toma el nombre de Padre, a fin de inspirarnos una gran confianza. En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, quiere que recurramos a Él. Promete ayudarnos siempre que acudamos a Él. Si toma el nombre de Padre, es para inspirarnos mayor confianza. Mirad de qué manera nos ama: por su profeta Isaías nos dice que nos lleva a todos en su seno. «Es imposible que una madre olvide al hijo que lleva en sus entrañas; y aunque cometiese tal barbaridad, os digo que yo no olvidaré al que pone en mí su confianza»[1]. Se queja de que no confiemos en Él como debiéramos; y nos advierte de que no pongamos nuestra esperanza en los príncipes, en un hijo de hombre que no puede salvar[2]. Y aún va más allá, pues nos amenaza con su maldición si dejamos de confiar en Él; así nos habla por su profeta Jeremías: «¡Maldito sea el que no pone en Dios su confianza!», y en otra parte nos dice: «¡Bendito sea el que confía en el Señor!»[3]. Recordad la parábola del hijo pródigo, que Jesús nos propone con tanto amor a fin de inspirarnos una gran confianza en su bondad… ¿Qué es lo que hace aquel buen padre?, nos dice Jesucristo, que es precisamente el padre tierno a quien se refiere la parábola: En vez de aguardar a que el hijo vaya a arrojarse a sus pies, en cuanto le divisa no le deja hablar. «No, hijo mío, no me hables de pecados, no pensemos en otra cosa que alegrarnos». Y aquel padre bondadoso invita a toda la corte celestial a dar gracias a Dios por haber visto resucitado al hijo que creía muerto, por haber recobrado al hijo que daba por perdido. Para darle a entender cuánto le ama, le ofrece de nuevo su amistad y todos los bienes[4].
Pues bien, esta es la manera en que recibe Jesús al pecador siempre que éste retorna a su seno: le perdona y le restituye cuantos bienes el pecado le arrebatara. Al considerar esto, ¿quién de nosotros no abrigará la mayor confianza en la caridad de Dios? Y aún va más allá, diciéndonos que, cuando tenemos la dicha de dejar el pecado para amarle a Él, todo el cielo se regocija. Si leéis en otra página del Evangelio, veréis con qué diligencia corre en busca de la oveja perdida. Al hallarla queda tan satisfecho que, para evitarle el cansancio del camino, se la carga sobre sus hombros[5]. Mirad con cuánta indulgencia y bondad recibe a María Magdalena[6], ved con qué ternura la consuela; y no solamente la consuela, sino que la defiende contra los insultos de los fariseos. Mirad con cuánta caridad y con cuánto placer perdona a la mujer adúltera; ella le ofende, y Él mismo se constituye en su protector y salvador[7]. Mirad su diligencia en salir al encuentro de la Samaritana; para salvar su alma, va a esperarla junto al pozo de Jacob; se digna dirigirle Él primero la palabra, para mostrarle toda su bondad; y con el pretexto de pedirle agua, le da la Gracia del Cielo[8].
Decidme, ¿qué razones podremos aducir para excusarnos, cuando nos haga presente la bondad con que nos trató, cuando nos convenza de lo bien que habríamos sido recibidos si nos hubiésemos determinado a volver a Él, cuando nos manifieste el gozo con que nos habría perdonado y restituido su gracia? Con mucha razón podrá decirnos: desgraciado, ¡si has vivido y muerto en el pecado, ha sido porque no quisiste salir de él: mi afán de perdonarte era grande! Ved cómo Dios quiere que acudamos a Él con gran confianza en nuestras dolencias espirituales. Por su profeta Miqueas nos dice que, aunque nuestros pecados sean más numerosos que las estrellas del firmamento, que las gotas de agua del mar, que las hojas de los bosques, o que los granos de arena que circundan el océano, todo lo olvidará si nos convertimos sinceramente; y nos dice también que, aunque el pecado haya hecho a nuestra alma más negra que el carbón, «o más roja que la púrpura, nos la volverá más blanca que la nieve»[9]. Nos dice que arroja nuestros pecados a las profundidades del mar, a fin de que no reaparezcan jamás. ¡Cuánta caridad nos manifiesta Dios!, ¡con cuánta confianza deberemos dirigirnos a Él! Mas ¡qué desesperación la de un cristiano condenado cuando se dé cuenta de la facilidad con que Dios le habría perdonado, si hubiese querido pedirle perdón! Decidme ahora si, al condenarnos, no será por haberlo querido nosotros. ¡Ay! ¡Cuántos remordimientos de conciencia, cuántos pensamientos saludables, cuántos buenos deseos no habrá suscitado en nosotros la voz de Dios! ¡Oh, Dios mío!, ¡cuán infeliz es el hombre al precipitarse en la condenación, cuando tan fácilmente podría salvarse! Para convencernos de lo que acabo de decir, no hay más que considerar lo que por nosotros hizo Jesús durante los treinta y tres años que vivió aquí en la tierra.
Os he dicho, en segundo lugar, que hasta con respecto a nuestras necesidades temporales hemos de tener gran confianza en Dios. A fin de movernos a recurrir a Él confiadamente en lo que se refiere a las necesidades del cuerpo nos asegura que velará por nosotros, y así vemos que ha obrado grandes milagros para hacer que no nos falte lo necesario para vivir. Leemos en la Sagrada Escritura que alimentó a su pueblo durante cuarenta años en el desierto, con el maná que caía todos los días antes de salir el sol.
Durante aquellos cuarenta años, los vestidos de los israelitas no se estropearon en lo más mínimo. Nos dice en el Evangelio que no nos preocupemos por lo que se refiere a nuestro vestido o a nuestra alimentación: «Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en sus graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os añadirán»[10]. Mirad aún hasta dónde quiere hacer llegar nuestra confianza: «Vete donde están mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios
»[11]. Cuando oréis, nos dice, no digáis «Dios mío», sino «Padre nuestro»; pues sabemos que el hijo tiene una confianza ilimitada en su padre. Decidme, ¿no estáis de acuerdo conmigo en que, si somos tan desgraciados en este mundo, es ante todo porque no tenemos la suficiente confianza en Dios?
Hemos dicho, en tercer lugar, que hemos de concebir una gran confianza en Dios al experimentar cualquier tristeza, pena o enfermedad. Es preciso que esta gran confianza en el cielo nos sostenga y nos consuele en las horas amargas, como hicieron los santos. Leemos en la vida de San Sinforiano que, al ser conducido al martirio, su madre, que le amaba verdaderamente en Dios, se subió a una pared para verle pasar, y, con toda la fuerza de sus pulmones, exclamó: «¡Hijo mío, hijo mío, levanta tus ojos al cielo; ¡valor, hijo mío!, ¡que la esperanza en el cielo te sostenga!, ¡valor, hijo mío! Aunque el camino del cielo es difícil, es también muy corto». Animado aquel hijo por las palabras de su madre, resistió con gran valentía los tormentos y la muerte. San Francisco de Sales tenía en Dios tanta confianza que parecía insensible a las persecuciones de que era objeto y se decía a sí mismo: «Toda vez que nada sucede sin permisión divina, las persecuciones no son más que para nuestro bien». Leemos en su vida que en cierta ocasión fue vilmente calumniado; sin embargo, no perdió ni un momento su habitual tranquilidad. Escribió a uno de sus amigos que una persona le acababa de avisar que se murmuraba de él en gran manera, pero que esperaba que el Señor arreglaría todo aquello a gloria suya y para salvación de su alma. Se limitó a orar por los que le calumniaban. Tal es la confianza que debemos nosotros tener en Dios. Al hallarnos perseguidos y despreciados, poseemos la prueba más inequívoca de que somos verdaderamente cristianos, esto es, hijos de un Dios despreciado y perseguido.
Os decía en cuarto lugar que, si hemos de tener una confianza ciega en Jesucristo, quien jamás dejará de acudir en nuestro socorro al vernos atribulados, si acudimos a Él como un hijo acude a su padre; debemos tener también una gran confianza en su Santísima Madre, tan buena y tan solícita para socorrernos en nuestras necesidades temporales y espirituales, y sobre todo en el primer momento de nuestra conversión a Dios. Si nos remuerde algún pecado cuya confesión nos causa vergüenza, arrojémonos a sus pies y tendremos la seguridad de que tendremos la gracia de confesarlo bien, y al mismo tiempo no cesará de implorar nuestro perdón. Para demostrároslo, aquí tenéis un admirable ejemplo. Durante mucho tiempo, cierto hombre llevó una vida bastante cristiana para hacerle concebir grandes esperanzas de alcanzar el cielo. Pero el demonio, que no piensa más que en nuestra perdición, le tentó con tanta insistencia y tan a menudo, que llegó a ocasionarle una grave caída. Habiendo entrado en reflexión al instante, comprendió la enormidad de su pecado, y propuso en seguida recurrir al loable remedio de la penitencia. Sin embargo, tenía tal vergüenza de su pecado que jamás terminó de confesarlo. Atormentado por los remordimientos de su conciencia, que no le dejaban descansar, tomó la resolución de arrojarse al agua para dar fin a sus días, esperando con ello dar término a sus penas. Mas, al llegar al borde de la orilla, se llenó de temor considerando la desdicha eterna en que se iba a precipitar, y volvió atrás llorando a lágrima viva, rogando al Señor que se dignase perdonarle sin que se viese obligado a confesarse. Creyó poder recobrar la paz del espíritu visitando muchas iglesias, orando y ejecutando duras penitencias; pero, a pesar de todas sus oraciones y penitencias, los remordimientos le perseguían a todas horas. Nuestro Señor quiso que alcanzase el perdón gracias a la protección de su Santísima Madre. Una noche, invadido por una grandísima tristeza, se sintió decididamente impulsado a confesarse y, siguiendo aquel impulso, se levantó muy temprano y se encaminó a la iglesia; pero cuando estaba a punto de confesarse, se sintió más que nunca acometido de la vergüenza que le causaba su pecado, y no tuvo valor para realizar lo que le inspiraba la gracia de Dios. Pasado algún tiempo tuvo otra inspiración semejante a la primera y se encaminó de nuevo a la iglesia, mas allí su buena acción quedó otra vez frustrada por la vergüenza y, en un momento de desesperación, hizo el propósito de abandonarse a la muerte antes que declarar su pecado a un confesor. Sin embargo, le vino el pensamiento de encomendarse a la Santísima Virgen. Antes de regresar a su casa, fue a postrarse ante el altar de la Madre de Dios; allí hizo presente a la Santísima Virgen la gran necesidad que tenía de su auxilio y, con lágrimas en los ojos, le suplicó que no le abandonase. ¡Cuánta bondad la de la Madre de Dios, cuánta diligencia en socorrer a aquel desgraciado! Aún no se había arrodillado cuando desaparecieron todas sus angustias y su corazón quedó enteramente transformado. Entonces se levantó lleno de valor y fue al encuentro de un sacerdote al que, en medio de un río de lágrimas, confesó todos sus pecados. A medida que iba declarando sus faltas le parecía estar quitándose un gran peso de su conciencia; y después declaró que, al recibir la absolución, experimentó mayor contento que si le hubiesen regalado todo el oro del mundo. ¡Ay!, ¡cuál habría sido la desgracia de aquel pobre, si no hubiese recurrido a la Santísima Virgen! Indudablemente ahora se estaría abrasando en el infierno.
En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, después de Dios, hemos de concebir una gran confianza en la Virgen María. Ved aquí otro ejemplo que hará nacer en vosotros una tierna confianza en la Santísima Virgen, sobre todo cuando queráis concebir un gran horror al pecado. El bienaventurado San Alfonso María de Ligorio refiere que una gran pecadora llamada Elena acertó un día a entrar en un templo, y la casualidad, o mejor la Providencia, que todo lo dispone en bien de sus escogidos, quiso que oyese un sermón que se estaba predicando sobre la devoción del Santo Rosario. Quedó tan impresionada con lo que el predicador decía acerca de las excelencias y saludables frutos de aquella santa devoción, que sintió deseos de poseer un rosario. Terminado el sermón fue a comprar uno, pero durante mucho tiempo tuvo mucho cuidado en ocultarlo para que no se burlasen de ella. Comenzó a rezar cada día el rosario, aunque sin gusto y con poca devoción. Pasado algún tiempo, la Virgen hizo que experimentase tanta devoción y placer en aquella práctica que no se cansaba de ella; aquella devoción, tan agradable a la Santísima Virgen, le mereció una mirada compasiva que hizo que concibiera un enorme aborrecimiento y horror de su