Andanzas y recuerdos
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La viveza y espontaneidad del instante regala tal colorido que educa los ojos ante tantas cosas que pasan desapercibidas en el mundo en que vivimos. Existen libros de historia, libros que relatan viajes por lugares pintorescos o de extrema belleza… En esta ocasión, José Luis Comellas nos invita a conocer la historia y la belleza de París, Iguazú, Nueva York o Budapest con la mirada de Monet y la hondura de Jorge Luis Borges.
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Andanzas y recuerdos - José Luis Comellas García-Lera
JOSÉ LUIS COMELLAS
ANDANZAS Y RECUERDOS
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
© 2013 by JOSÉ LUIS COMELLAS
© 2013 by EDICIONES RIALP, S.A.
Alcalá 290. 28027 Madrid (www.rialp.com)
ISBN: 978-84-321-4286-4
Realización ePub: produccioneditorial.com
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PARA COMENZAR
1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959)
2. DEL NOROESTE DE EUROPA
3. ¿CORAZÓN DE EUROPA?
4. DE LOS ALPES
5. UN VIEJO IMPERIO
6. CUENTOS DE VIENA
7. DE HUNGRÍA, BUDA Y PEST (1991)
8. UN POCO DE PRAGA (1992)
9. ECLIPSE EN KISTELEK (1999)
10. DE ITALIA
11. ROMA
12. JORNADA VATICANA (1987)
13. EL MAR DE COLÓN
14. HISTORIADOR EN NUEVA YORK (1985)
15. IMPRESIONES COLOMBIANAS (1994)
16. BIENVENIDOS AL SUR
Para comenzar
Decía Jorge Luis Borges que nada más falso y superficial que un libro de viajes. El viajero resulta ser un peregrino efímero que llega, ve y se va, convencido de que lo visto y vivido es el retrato de la realidad. Cuando la realidad es un ser y un estar, que supone la penetración, la decantación, la experiencia de haber saboreado las mil sensaciones de lo visto y vivido a lo largo de todas sus dimensiones: y el tiempo, desde Einstein por lo menos, es una dimensión. No se conoce un escenario hasta haber trasegado todo su complejo espíritu, y es que el verdadero espíritu de las cosas es siempre más rico y complejo de lo que parece a primera vista. Para Claude Monet, por el contrario, lo único que vale es la primera impresión. La primera impresión ilumina lo que se contempla de una luz primaria e «inocente», capaz de presentarnos en su esencia más pura la naturaleza de las cosas. Lo demás son añadidos, postizos, detalles muchas veces marginales, más determinados por aquello en lo que nos detenemos que por lo que es, y que por eso perturban más que enriquecen la realidad. No me decido por ninguna de las razones, tan admirables tanto la una como la otra por la condición de sus autores. Enseguida explicaré un poco más.
Sea lo que fuere, debo al eventual lector de estas notas una confesión, sincera, creo, aunque, como tantas confesiones sinceras pueda hacerme daño: no me gustan los libros de viajes. Al menos no me gustan —los que he leído— tal como han sido escritos. Puedo encontrar en ellos, solo faltaba otra cosa, un primoroso estilo literario, una excelente construcción, ideas sabrosas o reflexiones de categoría: ocurre simplemente que no encuentro en la mayoría de ellos lo que he venido a buscar. Tal vez porque no son libros de viajes tal como la expresión nos permite entender: o tienen mucho de guías turísticas, que nunca me han servido de gran cosa en mis andanzas; o tienen mucho de paranovelas, llenas de diálogos ingeniosos o de salidas de viejecitos charlatanes o de matronas extrovertidas que podrían encontrarse con sensible indiferencia en cualquier otra parte del mundo o del propio país. O tienen mucho de escenas ferroviarias, por lo general en el ambiente circunstancial y muchas veces sórdido de una estación. Lo que probablemente no sabría decir, y no pretendo decirlo, es lo que debe ser un libro de viajes.
Una segunda advertencia: lo que se relata en las páginas siguientes no está escrito ahora, sino en su momento, distante tal vez muchos años. El texto, sea el que sea, refleja imágenes directas, vividas cada día o casi cada día. Por eso mismo, esas imágenes pueden representar más una primera impresión que una reflexión decantada por el tiempo. No se trata de que me sienta más cerca del pintor expresionista que del entrañable escritor viejecito y semiciego, sino que el material de que dispongo fue elaborado sobre la marcha, y por su carácter vivo he debido ahora manipularlo lo menos posible. En este caso sí que es cierto que la manipulación podría representar una sofisticación. No hace falta decirlo: los textos de este libro están redactados, sin la menor intención de pasar a la imprenta, en épocas muy distintas, desde los años cincuenta a los umbrales del siglo XXI. Nadie se extrañe de encontrar diferentes estilos y el reflejo de distintas actitudes ante las cosas, porque nunca se escribe exactamente con la misma intención o la misma disposición mental a lo largo de los tiempos. La razón que ahora me ha movido a publicar estas impresiones de primera mano es precisamente su viveza y su espontaneidad. Me ha parecido que no vendría del todo mal compartir aquella sensación con mis amigos, y ya he dicho muchas veces que considero amigos a cuantos son capaces de leerme, coincidan o no con cuanto me siento movido a comunicar. La coincidencia en casos como este no es necesaria, y muchas veces la discrepancia, si no llega al enfado, suele ser enriquecedora. Añado, sin la menor intención de llegar más lejos: he limado, cuando lo he creído conveniente, los textos; he corregido erratas, he arreglado algo, para bien o para mal, y sobre todo he suprimido muchísimo, porque lo que he escrito de mis viajes exigiría, buenos o más bien malos, varios tomos. Muchos escenarios que he visitado en mi vida quedan sin aludir, porque en ellos apenas he escrito más que asuntos referentes a mis afanes, o porque aquellas páginas no recogen más que habitualidades propias de todos los días. De aquí —ya sé que puede parecer imperdonable— que falten referencias a ciudades o entornos donde he residido algún tiempo. Y no se extrañe que no aparezcan en el mapa ciudades o comarcas españolas, que, por entrañables que resulten, o precisamente porque me lo resultan, corresponderían a una pretensión muy distinta.
Por el mismo motivo no he tocado —salvo una alusión muy indirecta y en forma de una suerte de recuerdo virtual— mis relatos de vivencias de montaña. La montaña es un mundo tan especial y tan amado para el montañero fracasado que suscribe, que debe permanecer, como un libro que probablemente no tendré ocasión de escribir, situado en un mundo que no hubiera cabido de ninguna manera en estas páginas.
Sigo un orden más geográfico que cronológico, quién sabe si para conjurar todo asomo de crónica. Después de Europa va América. No soy viajero impenitente, aunque me hubiera gustado serlo, de suerte que apenas he estado en muchos más países que los que aquí aparecen, aunque algunas de las incomparecencias puedan parece inexcusables. No tengo derecho a escribir un libro de viajes, pero siento el derecho a saltarme ese derecho como hicieron todos aquellos que escribieron libros de viajes y no fueron impenitentes viajeros. Y si arranco de París no me mueve una bien resabida —y resabiada— convención: se trata del primer viaje de mi vida al extranjero, con una beca del Consejo para realizar investigaciones históricas. Tuve muy poco tiempo para reflejar mis impresiones, pero quizá aquellas son las que valen, más que las de tiempos en que París se convirtió en poco menos que una rutina: por más que jamás de los jamases pueda ser París una rutina entera.
1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959)
Mi primera vivencia de París ha sido subterránea. Tal vez un estúpido pudor a no comportarme como un paleto me ha hecho estudiar con detalle el plano y las líneas del metro. Apenas llegado a la estación de Austerlitz, encuentro una boca del metro y cambiando varias veces de línea llego a la placita donde vive Raymond Darrigo. No conocía a Raymond, pero me han hablado de él, y pronto descubro que es el mejor introductor que podía haber esperado aquí. Damos muchas vueltas para encontrar el alojamiento adecuado, y al fin me decido por la Maison des Arts, en la Rue Cîteaux, casi esquina al Boulevard Diderot, muy cerca de la solemne Gare de Lyon. Y me he apuntado a un restaurante estudiantil muy barato, siempre que se adquiera compromiso por quince días: se llama Mabillon, en la calle del mismo nombre, en pleno Barrio Latino. Entre estos dos puntos se desarrollará mi vida en París, pasando por el Archivo Histórico —también en la Rue des Archives, y la Biblioteca Nacional, que no está en la imaginada Rue de la Bibliothêque, sino en la Rue Richelieu—. En suma, me voy a mover entre nombres históricos: el Císter, el ilustrado, el padre de la paleografía, el cardenal regente. Aprenderé historia, que a eso he venido: también, es lo que espero, aprenderé París.
A estas alturas (escribo cosa de un mes más tarde), no he aprendido todo, pero he visto lo suficiente para no considerarme un paleto. Aparte de que aquí abundan mucho los paletos, porque París es receptáculo de gentes venidas de todo del mundo, como inmigrantes, como negociantes o como turistas. Por doquier están preguntando dónde están las cosas, o por dónde se va a ellas. Los mismos parisinos se ven obligados a preguntar cuando llegan a un barrio poco habitual para ellos. Por fortuna, aquí todos poseen una especial amabilidad y sobre todo una especial facilidad para dar detalles y direcciones: se conoce que por uso inveterado han adquirido esa costumbre.
París no es esa ciudad despampanante, que le hace sentirse a uno chiquitito, como me habían dicho. No hay un bulevard o una avenida más ancha que La Castellana, no hay rascacielos a la vista, los edificios no pasan de los cinco pisos: eso sí, todos son de noble piedra, todos oscuros, todos solemnes, llenos de empaque y nobleza; y coronados con absoluta igualdad por las grises mansardas, que contribuyen a proporcionar al conjunto un sabor poderoso y al mismo tiempo grato a la vista. Los escaparates son más pequeños y menos detonantes que los de la Gran Vía, pero están montados con exquisito gusto y exponen al público los más preciosos objetos. Diría que cuanto más pequeños son los escaparates, por ejemplo en la severa pero lujosa Rue de la Paix, más carísimo es su contenido. La exquisitez, el gusto, el «esprit», eso es lo que domina en París. Sí, ciudad de buen ver, solemne, oscura, excelentemente trazada, de acuerdo con una lógica muy europea, pero dotada de un espíritu, de un «esprit», que es distinto, peculiar y exquisito. Sin este rasgo específico de distinción no sería París lo que es. Quizá precisamente por eso aquel que espere encontrarse aquí con una realidad enorme y aplastante se lleve una pequeña decepción. París es la primera ciudad del continente y la cuarta del mundo, pero lo disimula hasta cierto punto, porque no pretende sobresalir por su grandeza sino por su calidad, quiero decir por su gusto, su sentido de la proporción y la estética, por su porte distinguido, por su encanto y su finura. El que busca un París que solo puede contemplarse con la boca abierta, se equivoca. Es elegante sin ser grandioso, es elegante casi sin pretenderlo, que ahí está precisamente el secreto de la verdadera elegancia.
El París que más frecuento, de L´Étoile a la Bastilla, de Cadet a Luxembourg, es regular, oscuro, solemne sin necesidad de aplastar o de quedar por encima, muy bien trazado en sentido funcional, pero el que piense en un trazado hipodámico, como el de Barcelona o el barrio de Salamanca se equivoca. Es cartesiano sin exagerar: predomina el equilibrio y el sentido de la proporción sobre la geometría. Los grandes bulevares, Capuchinos, Italianos, Hausmann, Sebastopol, empalman unos con otros de cualquier manera, sin buscar lo riguroso, lo geométrico, lo continuado. En París no hay nada continuado. Es como un ordenado desorden. El bulevar St. Germain va primero al suroeste, después al sur, al final al sureste; y esta gracia de las curvas resulta simpática: y, sobre todo, nada aburrida. Lo que predomina en cambio es la armonía, es decir, la relación proporcionada de unas cosas con otras. Las calles son rectas, pero no se cortan en ángulos rectos: parece ir cada cual por su lado, como a lo suyo, pero sin estorbar a las demás. Y qué sentido de la perspectiva. Tres calles confluyen en una glorieta, y en la glorieta hay una fuente: y la fuente se ve exactamente igual desde cualquiera de las tres. Una plaza disimula la falta de paralelismo de las calles o avenidas que conducen a ella. Es fácil ver al final un jardín, una estatua, una torre, que relacionan unas vías con otras. Quizá por eso resulta más difícil perderse en París que en otras partes: porque siempre está a la vista algo que nos resulta conocido. y lo conocido acaba por hacerse familiar. Ya sé que todo este trazado, tan oportuno, tan funcional, tan lógico: es en buena parte idea del barón de Hausmann, el mejor alcalde de todos los tiempos. Pero París mismo abona esta conjunción de orden, espontaneidad, gracia y elegancia, que es la mejor de sus virtudes.
Edificios oscuros, de cuatro o cinco pisos, graves y gratos a la vista, coronados todos por esa mansarda de pizarra o de cinc, no sé, que rompe la monotonía de la fachada, y les confiere una fisonomía singular más solemne y más graciosa al mismo tiempo. Apenas sé quién fue este Mansard o Mansart, arquitecto de Luis XIV, pero pienso que los parisinos deben estarle eternamente agradecidos. Sin mansardas, los edificios de París hubieran perdido las tres cuartas partes de su encanto y hubieran parecido excesivamente severos y monótonos. Edificios oscuros. Bueno, no por naturaleza. Cuando los lavan adquieren una blancura deslumbrante, casi marmórea. Es lo que acaba de suceder ahora mismo con el Hôtel de Ville. ¡Que sorpresa! Acabo comprendiendo, si es que mi comprensión no está equivocada. No soy geólogo, pero sé la suficiente geología para distinguir entre la caliza del cretácico de la «caliza luteciense» del mioceno, que tanto abunda en la Navarra Media, clara, porosa, propensa a formar paredes de roca no muy dura. No tengo ni idea del origen de la palabra, pero parece lo más lógico del mundo suponer que la caliza luteciense es la que se descubre en las colinas de París, como Montmartre o Montparnasse. La vieja Lutecia está construida de caliza. Su porosidad y su capacidad de absorción se traga el polvo, el humo de los tubos de escape y todo lo demás. No sé si en los tiempos de Pipino el Breve o de San Luis París era una ciudad de color claro. Hoy es por necesidad oscura hasta que la lavan. Qué diferencia: en ninguna ciudad he visto nada parecido. Y lo que son las cosas, tan acostumbrados estamos a ver París oscuro, que cuando lo restauran sentimos que han hecho una falsificación. ¿Será preferible que mantengan las fachadas severamente oscuras y las cúpulas verdes, en vez de esta otra combinación de blanco y oro que parece una falta de respeto artificiosa?
No todo son solemnes edificios de piedra. Para acudir al Archivo he de ir por la Rue des Franc-Bourgeois, lo mejorcito del Marais, el barrio de la época de Mazarino y Enrique IV. Hay callecitas deliciosas, rue des quattre Fils, rue de la Pule, rue Pavée. Casas pequeñas, blancas o de colores suaves, patios encantadores, muchas tiendecitas donde se vende de todo, fondas, tabernas típicas, y un buen número de judíos. Ciertamente, no se puede visitar el Marais sin llegarse a la plaza de los Vosgos, cuadrada, porticada, con mansiones de ladrillo —eso sí, con elevadas mansardas—, un palacio antiguo o Palais Royal, y el peso venerable de los siglos, pero con singular gracia. Aquí vivió Víctor Hugo, como recuerda una placa. Y otras placas evocan no sé cuántos recuerdos. Por el ladrillo y los soportales tiene mucho de española, y es que las modas de aquellos tiempos se copiaban como se copian las de ahora.
Esto es otro París, como también es otro Montmartre y supongo que lo será Montparnasse, u otros barrios periféricos.
Parises
Hay muchos Parises y hay muchos ambientes parisinos sin que cambie la arquitectura. Está el París lujosísimo y carísimo de los alrededores de la Place Vendôme, la rue de la Paix, la avenue Matignon y el bulevard Saint Honoré. Está el París comercial de la rue de Rivoli y sus grandes almacenes por donde pulula la gente. El abarrotado y degradado de les Halles, donde se encuentra de todo, en medio de cierta cochambre y los consiguientes clochards, que son aquí una institución. Hacen gracia a la gente y hasta se presume de ellos. Está el París solemne de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, y al otro lado del río, sin que los bulevares dejen de ser los mismos, con sus árboles, su caliza luteciense ennegrecida y sus mansardas, está el Barrio Latino, lleno de estudiantes inquietos, que alternan las clases con la cerveza, charlan a gusto y proporcionan un toque juvenil a un barrio antiguo. No faltan, eso sí, los existencialistas convencionales y barbuditos, dotados de un gregarismo de tribu, a pesar de su pregonado individualismo, que acuden cuando pueden a Aux Deux Magots, y contemplan desde la otra acera, en mística actitud, la casa de Sartre. Cuando al anochecer se enciende la luz de una ventana, comentan extasiados: «el maestro trabaja». Y siguen contemplando devotamente. París sin existencialistas sería otra cosa, pero no puede decirse que abunden.
Las islas son un muy otro París. La ÎIe de la Cité, cuna del primer París, está llena de monumentos, y basta para distinguirla la prestancia de Nôtre Dame, una catedral tan del siglo XIII como tantas, pero distinta, porque París confiere carácter. No tiene torres. Su fachada, sin muchos adornos, es casi cuadrada y transmite, más que la elevación del gótico, una inmensa serenidad. Se siente la presencia de lo santo sin necesidad de entrar, como por contagio de una bienaventurada paz. Por dentro es, ciertamente, más elevada, más gótica, por más que las columnas cilíndricas delaten una vez más la querencia de lo clásico. París, de San Luis a Napoleón III, es clásico, no puede evitarlo, y no se lo critico. Aunque quien desee vivir el gótico más puro puede visitar la cercana Sainte Chapelle, cuyas maravillosas vidrieras conducen a lo alto con una vocación de pureza inigualable.
La inmediata isla de San Luis es más modestita, tiene menos monumentos, pero sus casitas casi de juguete, en sus callejuelas deliciosas, son un monumento en sí mismas. La isla de San Luis es famosa por sus tabernas y cervecerías: en la Taverne d´Alsace he encontrado la cerveza más rica que he probado en mi vida. Como se empipaban los alsacianos gordos y colorados con su bock en la mano. Tal vez Raymond ha bebido un poco más que yo, porque luego, pasado el puente, en el bulevard Saint Germain, se ha sacado la cazadora y se ha puesto a torear los coches.
—¡Raymond!, que te va a pasar algo…
—¡Soy un toreador!
Lo que hace ser hispanista.
¿Hay un estilo parisino? Me lo he preguntado al recorrer ese casi kilómetro de palacios del Louvre, desde el Carré de Francisco I hasta las dos alas Napoleón III de las Tullerías. Cuántos siglos, al menos teóricamente, entre un extremo y otro… Y todo el enorme conjunto es del mismo estilo, como clásica es Nôtre Dame. O clásico es Saint Sulpice o el Arco de Triunfo. París imprime carácter, y por él resbalan todos los siglos. La Tour de Saint Jacques, en el mismísimo centro, junto a Châtelet, allí donde se juntan tantas líneas del metro, donde he de bajarme cientos de veces, y que es referencia para toda la ciudad, no me recuerda a los peregrinos que allí se reunían para hacer juntos el camino de mi Santiago. No es románica, pero tampoco se aprecia el gótico: cuadrada, maciza, simétrica, sin remate como Nôtre Dame, es estilo parisino puro. Y el París París está a muy pocos metros, en la Concordia. ¿Será la plaza más bella del mundo? La gracia de los edificios, presidida por el hotel Crillon y el ministerio de Marina, exactamente iguales y perfectamente simétricos, juega milagrosamente con el obelisco de Ramsés II, tres mil quinientos años más antiguo, con los preciosos jardines, con las dos fuentes y con la Magdalena, que se ve al fondo, justo por el hueco que dejan los dos hoteles: ¡qué bien calculado está todo! La Magdalena es un templo griego de la época clásica, con sus enormes ocho columnas, su frontón y su friso, magníficos, dignos de Fidias, increíblemente edificada por Napoleón, y templo católico, donde se dice misa todos los días. París es un mundo en el espacio y en el tiempo. Aquí cabe todo.
Politique
El ambiente está más caldeado de lo que suponía, por obra, cómo no, de la política. La Cuarta República ha fallecido, la Quinta está naciendo, y aún no se conoce cómo se va a articular. La gente está dividida, que si De Gaulle sí, que si De Gaulle no. Se lo aceptó esperanzadamente como pacificador de Argelia, pero ahora su papel no aparece claro, a pesar de sus frases engoladas, de las que algunos se ríen. Por supuesto, se ríe «Le Canard Enchainé» y sus lectores, que son muchos. Es fácil imitar su porte entre solemne y teatral, y la gente lo imita con facilidad. La izquierda lo ridiculiza y la derecha lo tiene por traidor. No hay de momento solución para Argelia ni para los dos millones de franceses que viven allí desde hace tres generaciones. Salvarlos equivale a una guerra civil, abandonarlos supone dejarlos en manos de un FLN que no ha tenido inconveniente en matar. Y repatriarlos sería una catástrofe demográfica y económica, amén de una humillación. El diálogo es cada vez más difícil. Argelia, la Argelia francesa y civilizada, el país más europeo de África, está expuesto a un difícil porvenir.
Y en la misma Francia hay muchos argelinos, se ven por doquier en las calles y en los barrios, al parecer más que nunca. Tienen algo de quinta columna, aunque se los ve amables y pacíficos. Eso sí, cuando pueden, escriben por las esquinas una pregunta que saca de quicio a los franceses: «Et l´Algérie?». Ayer, la gente que salía del cine se encontró con una de esas pintadas escrita en la acera de enfrente. A muchos se les hinchó una vena del cuello, y docenas de personas se pusieron a gritar:
«¡L’Algérie est française!, ¡l’Algérie est française!». Nunca pude imaginar un grupo de franceses tan fuera de sí. Y es que Argelia es un motivo de orgullo nacional. Pase Indochina, pase el Senegal. Pero si se pierde Argelia se pierde Francia. Hasta tal punto ha llegado la efervescencia de los ánimos, que cuando entras en un bar, el dueño te advierte: «Pas de politique» . Y solo cuando le das garantía, te deja pasar. La grandeur de la France y la corriente implacable del anticolonialismo. De momento, no se entrevé la solución, aunque algún día se encontrará tal vez una vía intermedia, y otro día más lejano el equilibrio. Siento que las cosas estén así, pero peor lo hemos pasado en España, y los mismos franceses durante la guerra mundial. Si de algo me sirve la experiencia histórica es para saber que siempre, de una manera u otra, los problemas se acaban resolviendo, no tal vez como quisiéramos, pero sí de una forma a la que, pasado el tiempo, acabamos adaptándonos, por costumbre o por «la force des choses». O porque el problema no era tan excluyente como en principio habíamos pensado. La tensión de la historia no consiste en la eternización de un problema, sino en que, casi siempre, acaba surgiendo un problema nuevo.
Hoy, domingo, he recorrido la avenida de los Campos Elíseos de principio a fin. Es tal vez menos grandiosa y solemne de lo que me pareció la primera vez. Tal vez le falte algo, ser más acogedora y menos residencial, más llena de encanto que de esa cierta frialdad oficial que la distingue desde el primer momento. Por otra parte si quiere ser la avenida más seria del mundo, le resta un poco de seriedad estar en cuesta, por poco empinada que sea. Los Campos Elíseos, tal como han sido considerados desde hace dos mil quinientos años, deben ser un paraíso gozoso, un paraíso llano y sin tacha. O, quién sabe, al fondo, está siempre visible, cada vez más cerca, la Gloria, la gloria del Arco de Triunfo que espera como coronación de todas las aspiraciones del mundo, y a la gloria siempre hay que subir. Al cabo, termina el caminante aceptando esta subida llena de sentido y de esperanza. ¡Allá al fondo está el fin anhelado! Cada vez más cerca, cada vez más cerca, y la progresiva cercanía acrece las ansias. El Point Rond es la firme promesa, ese otro point rond que es la enorme glorieta de l´Etoile, constituye la plena realidad. Arriba del todo. Cualquier dirección es hacia abajo: qué supremo acierto. Y en el corazón de aquella altura, el arco triunfal de Chalgrin, enorme, pesado, pero elevado a los cielos, aplomado con toda su gloriosa solemnidad por pilares indestructibles, ornado por altorrelieves en que se funden el ardor expresivo de lo romántico con la serenidad majestuosa de lo clásico. Constituye un símbolo de grandeza ante el que no hay más remedio que rendirse. Es un arco tan enorme, tan alto y tan lleno de soberbia majestad que no cabe más que el homenaje. Se puede subir. No me interesó demasiado el museo, sí la vista prodigiosa desde arriba, en el punto más alto en muchos kilómetros a la redonda, del centro de París. La altura del monumento, cincuenta metros, se une a la altura del lugar, y permite una visión prodigiosa, por encima de todos los solemnes monumentos de esta ciudad. La perspectiva de las doce soberbias avenidas que se abren simétricamente en todas las direcciones del horizonte produce un efecto subyugante, único, quién sabe si en el mundo. El Arco de Triunfo está en el centro del enorme círculo de l´Etoile, y los rayos divergentes de esa estrella, extendidos hasta las lejanías, señalan el centro irradiante de París. Y París queda convertido así, partiendo de este punto, en el centro del mundo. Es un símbolo, ya lo sé, como es un símbolo el de la tumba del Soldado Desconocido, a la que oficiales y particulares llevan ramos de flores todos los días. Pero es un símbolo poderoso, que parece clavado en el centro, como destinado a estar en el centro.
Y, sin embargo, he contemplado hoy otra vista más amplia y más cósmica. He subido a la Butte Montmartre, la cota más alta de París, en su extremo norte. Por los alrededores, las «boites» y los clubs nocturnos, más famosos que concurridos. Al pasar por el Moulin Rouge, más pequeño y artificial que otra cosa, me dicen François o Raymond, ya no sé: «aquí es donde vienen los españoles tontos». No me ofende en absoluto. No solo reconoce que no soy tonto —y eso, verdad o mentira, siempre halaga— sino que revela que un centro al que vienen quienes se dejan llevar por el cine y la novelería, no tiene la calidad que los de fuera creen ver: aquí vienen también cientos de americanos, creyendo que si no han visto el Moulin Rouge no han visto París. Se engañan. Aquí ya no cantan Charles Aznavour, Josephine Baker, Edith Piaf o Ives Montand, que ya, si actúan, eligen otros locales más serios y prestigiosos. Pero los turistas buscan «lo de siempre».
Hemos pasado por la Place du Tertre, más llena de pintores que de curiosos, aunque estos nunca faltan. Aquí se hicieron famosos Toulouse Lautrec, Utrillo, Braque, Picasso o Juan Gris. Sus sucesores, y conste que no me considero un experto en pintura, no tienen la categoría de los de la «belle époque», y caen en una especie de amaneramiento montmartriano, más artificioso que auténtico. Pero los turistas siguen comprando sus cuadros, simplemente porque están pintados en la place du Tertre, y por eso se mantiene el negocio. La fuerza del tópico, del lugar común, sigue gravitando en nuestros tiempos como en aquellos que hicieron famosos a los famosos.
Llegamos al Sacre Coeur no por el funicular, sino por la larga escalinata, que es más auténtico. Estamos en el punto más alto de París. La basílica bizantina de mármol blanco también cabe en el espíritu múltiple de esta ciudad que todo lo acoge. Por fuera es original y esplendente. Por dentro no deja de ser un buen templo, aunque parece más frío. Aquí late el espíritu de los primeros mártires de París —Mons Martyrum— que tanto inspiró a muchos peregrinos y que señaló el retorno a la fe de Manuel García Morente, en uno de los episodios más conocidos de la crisis de conciencia española a raíz de la guerra civil. Otros muchos habrán recobrado la fe con el aliento de los mártires.
Desde lo alto de la escalinata, París entero se ofrece como un océano inmenso, cuyos límites no se pueden adivinar en las últimas lejanías del horizonte. Aquí y allá se levantan, identificándose por encima de la incontable muchedumbre, aquellos edificios más descollantes: Nôtre Dame, llena de gracia, el Panteón y los Inválidos, con sus cúpulas verdosas, San Sulpice, con sus altas y desgarbadas torres, el Arco de Triunfo, desde aquí apenas entrevisto, Saint Jacques, que sirve para identificar el Louvre, los palacios, las iglesias, los parques, también —casi una sorpresa— las enormes, altísimas chimeneas de las fábricas levantándose en el horizonte más allá de Montparnasse, y, por supuesto, la estrepitosa Torre Eiffel, allá en una esquina, un poco avergonzada, como una jirafa en una reunión de alta sociedad, pero amable al mismo tiempo, porque su vieja silueta, que hoy cumple sesenta años, se ha consustanciado con la propia silueta de París, se ha hecho insustituible y querida. París, desde aquí, es un panorama de infinitas sugerencias, de seis millones de sugerencias, de seis millones de latidos por segundo, de seis millones de anhelos simultáneos que dentro de sus casas y sus avenidas, y sus jardines, y sus cabarets, y sus iglesias, y sus centros artísticos, culturales, científicos y mundanos, viven, se agitan, se relacionan y se multiplican. Solo así, contemplado en un único y simultáneo golpe de vista, es posible concebir toda la grandeza innumerable de París que vive, sin que unas vidas nada sepan de otras, pero todas se entrelazan no se sabe cómo en ese abrazo invisible e inmenso que siento, como un torbellino de pasiones multiformes que sobrecogen, palpitando a mis pies.
2. DEL NOROESTE DE EUROPA
El patrón de los burgueses
El Niederhein, el Bajo Rin, atraviesa anchuroso, cosa de cuatrocientos metros, la llanura verde de prados y bosques. Viene de cruzar mil kilómetros de sur a norte, pero aquí, en una curva tan majestuosa que no se adivina a simple vista, se desvía hacia el oeste para adentrarse en Holanda. Y allí, casi no se sabe cómo, desaparece. Por lo menos es una verdad como un templo que en la costa holandesa no desemboca ningún río que se llame Rin. La corriente, tan poderosa, definitiva, que cruza frente a Xanten o Kleve, se divide, pasada la frontera, en una serie de brazos perezosos, entre los cuales se cuentan, por su fama, el Waal y el Lek.
Aquí, en el borde de Renania-Westfalia, el Rin conserva su fuerza magnífica, su corriente poderosa, a pesar de haberse convertido plenamente en un río de llanura; también su sugerencia de viejas leyendas europeas de castillos, de ninfas, de gigantes, de nibelungos… Que no en balde pretende la tradición que Sigfrido era de Xanten. El río de Europa, se ve surcado ahora por una incesante muchedumbre de lanchones negros cargados de mercancía, y deslumbrantes barcos blancos de turismo, para cuyos potentes motores la corriente de cuatro o cinco nudos significa muy poca cosa. Aquí, a diferencia de lo que ocurre no demasiado lejos, aguas arriba, en Bonn, Colonia, Düsseldorf, Duisburg, las orillas están casi desiertas. No se divisa ninguna población, dicen que por el peligro de las riadas. El Rin, antiguo y majestuoso, sigue su camino, muy consciente de su papel, indiferente a las precauciones de los hombres. Solo encontramos una especie de chiringuito, sencillo y limpio, en que una cerveza, frente a la corriente y a la historia, semeja un placer de dioses, cuando menos de Wotan o de Donner.
Pocos kilómetros tierra adentro, digámoslo así, Xanten se presenta con todos los ingredientes de una pequeña ciudad: comercios, calles bien urbanizadas, centros de recreo o culturales, pero también con sus recovecos, sus pequeñas plazas y sus casitas de colores, casitas de juguete, que parecen salidas de un cuento de los hermanos Grimm. En los pueblos alemanes es difícil distinguir las casas antiguas de las modernas o reconstruidas después de la guerra. Todo es o parece igual a como era desde hace mucho tiempo. Una de las más prestantes es la Gotisches Haus, o casa Gótica, con su fachada escalonada y sus altas ventanas rasgadas, sede hoy de un restaurante bastante caro; pero no es seguro que sea más antigua que las demás. Casitas de colores. En Xanten, como en tantas pequeñas ciudades de esta zona, no hay otro edificio de piedra que la sólida catedral de Skt. Viktor, casi una fortaleza, con dos anchas torres laterales que parecerían castillos si no estuviesen coronadas por sendas agujas. La mole de la catedral lo domina todo y lo protege todo. Impone en su interior un enorme púlpito de madera, profusa y primorosamente esculpido, que parece constituir característica de toda esta zona, aunque pocos de los que he visto hasta ahora le llegan a este. Y, como es costumbre también, unos preciosos retablos en tríptico, que se abren como un gran libro, se apoyan en cada columna, y enseñan preciosas tablas con pinturas del Renacimiento.
He dicho que en