Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas
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Ángel Montero Lama
Ángel Montero Lama ha dedicado toda su vida profesional al mundo editorial y al periodismo, donde desarrolló su labor durante veintitrés años en MARCA y en el Área de Revistas de El Mundo. Entre otras obras es coautor de Fernando Martín, una vida con acento y autor de JFK, 50 años de mentiras y Alcatraz, la prisión perfecta. Es Licenciado en Periodismo, Graduado en Lengua y Literatura y Master de postgrado en Español como Lengua Extranjera (ELE).
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Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas - Ángel Montero Lama
Ángel
Montero
Lama
Bobby
Kennedy
Un
héroe
entre
fantasmas
Bobby
Kennedy.
Un
héroe
entre
fantasmas
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delito
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la
propiedad
intelectual
(Art.
270
y
siguientes
del
Código
Penal).
©
Ángel
Montero
Lama,
2018
©
Prólogo
de
Javier
García
Sánchez,
2018
universodeletras.com
Primera
edición:
2018
ISBN:
9788417436094
ISBN
eBook:
9788417436513
Diseño
de
la
cubierta:
Miguel
Ángel
Linares
(Montaje
basado
en
fotografía
de
Halsman)
Fotografías:
Robert
Knudesen
Cecil
William
Abbe
Rowe
Dave
Doolitte
Dick
DiMarisco
Evan
Freed
John
Bottega
Marion
S.
Trikosko
Warren
K.
Leffer
Yoichi
R.
Okamoto
Víctor
Manuel
Montero
Bill
Eppridge
Tedder
John
F.
Kennedy
Presidential
Library
and
Museum
NARA:
Administración
Nacional
de
Archivos
y
Registros
(EE.
UU.)
Sven
Walnum
A
Mayte
«Descubrí
cosas
que
no
conocía.
Descubrí
que
mi
mundo
no
era
un
mundo
real»
Robert
Francis
Kennedy
(1925-1968)
Índice
Prólogo
................................................................................................................
11
Introducción
.......................................................................................................
15
1:
Nacido
entre
gallos
de
pelea
.......................................................................
27
2:
De
Jimmy
Hoffa
a
la
Fiscalía
General
........................................................
43
3:
Cuba,
Bahía
Cochinos
y
la
Mafia
................................................................
61
4:
Los
derechos
civiles
......................................................................................
83
5:
La
Crisis
de
los
misiles
.................................................................................
89
6:
El
asesinato
de
JFK
........................................................................................
99
7:
Hay
vida
más
allá
de
John
Kennedy
........................................................
117
8:
1968,
el
año
de
su
vida…
y
de
su
muerte
................................................
155
9:
El
asesinato
...................................................................................................
173
10:
Los
testigos
.................................................................................................
180
11:
Eugene
Thane
Cesar
.................................................................................
207
12:
La
investigación
y
el
encubrimiento
.......................................................
217
13:
Biografía
de
Sirhan
Sirhan
.......................................................................
229
14:
El
Juicio
.......................................................................................................
241
15:
El
candidato
de
Manchuria
......................................................................
255
16:
Historias
en
torno
al
crimen
....................................................................
267
17:
Dallas-Los
Angeles:
Parecidos
razonables
............................................
293
18
:
Quién
es
quién
...........................................................................................
303
Epílogo
..............................................................................................................
349
Bibliografía
.......................................................................................................
357
Documentos
.....................................................................................................
363
11
Prólogo
Las
fuerzas
del
mal
Sin
ningún
género
de
dudas,
si
hubiera
que
elegir
una
frase
que
definiese
aproximadamente
la
locura
que
invadió
los
Estados
Unidos
en
la
década
de
1960,
en
que
fueron
asesinados,
de
forma
sistemática,
ante
los
ojos
del
mundo,
—porque
precisamente
aquello
era
parte
esencial
del
juego—
sus
principales
y
más
carismáticos
líderes
políticos,
el
presidente
Kennedy,
su
hermano
Robert,
Martin
Luther
King
o
Malcolm
X,
esa
fue
la
que
pronun-
ciase
Richard
Nixon
poco
antes
del
verano
de
1968
ante
sus
asesores
de
confianza.
Se
interrumpió
de
pronto
el
programa
de
televisión
que
estaban
dando
para
emitir
un
boletín
informativo
de
urgencia.
Anunciaban
que
Robert
Kennedy,
decidido
por
unas
encuestas
que
le
daban
claro
vence-
dor,
iba
a
presentarse
a
las
próximas
elecciones
presidenciales.
En
ese
ins-
tante,
cuentan
sus
íntimos,
Richard
Nixon,
con
el
rostro
descompuesto
y
llevándose
ambas
manos
a
la
cabeza,
exclamó:
«¡Acaban
de
desencadenar-
se
las
fuerzas
del
mal!».
Ni
más
ni
menos.
Las
fuerzas
del
mal.
Esa
expre-
sión,
con
toda
su
carga
de
etérea
conceptualidad,
no
volvería
a
oírse
hasta
que
la
dijese
George
Bush
Jr.
para
referirse
a
la
guerra
contra
el
integrismo
islámico.
Ahora,
a
través
de
las
páginas
de
este
libro,
nos
adentramos
en
la
vida
y
muerte
de
uno
de
los
personajes
más
influyentes
del
siglo
pasado,
que
fue
el
de
la
violencia
desatada
en
el
seno
de
nuestra
civilización:
Robert
Kennedy,
hermano,
amigo
y
conciencia
de
JFK,
además
de
senador
y
Fiscal
General
de
los
Estados
Unidos.
Como
en
su
anterior
obra
sobre
la
figura
del
presidente,
tampoco
nada
escapa
a
la
lupa
que
Ángel
Montero
Lama
coloca
sobre
los
acontecimientos
y
los
personajes
que
lo
conforma-
12
ron
a
menudo
en
un
enconado
fanatismo
y
con
una
crueldad
que
aún
hoy
nos
deja
estupefactos.
Nos
sumimos
en
esa
mirada
atenta
y
minimalista
del
autor
para
acer-
carnos
a
uno
de
los
episodios
más
traumáticos
de
la
historia
contemporá-
nea:
el
asesinato
de
Bob
Kennedy
en
la
cocina
del
Hotel
Ambassador
de
Los
Angeles,
para
muchos
uno
más
de
entre
los
que
hubo
en
aquella
década
de
sobresaltos
y
sangre,
pero
en
el
fondo
no,
pues
cuantitativamente
lo
de
Bob
tuvo
connotaciones
de
supino
ensañamiento
—mejor
habría
que
decir
escarmiento—
a
los
tenaces
Kennedy
y
a
cuanto
ellos
representaban.
Porque
estoy
entre
los
que
creen
que
los
disparos
de
Dallas
iban
diri-
gidos
-siquiera
simbólicamente-
contra
Robert
Kennedy,
aunque
fuese
su
hermano
quien
murió
tras
el
magnicidio
de
Texas.
Bob
fue
el
que
llevaba
tres
años
acosando
a
la
Mafia
hasta
extremos
indecibles,
y
otro
tanto
con
la
CIA
o
los
militares.
En
verdad,
muy
malos
enemigos.
Pero
Bob
no
en-
tendió
el
aviso
de
Dallas.
O
si
lo
entendió,
y
tras
la
conmoción
y
el
luto,
fue
para
asimilarlo
y
luego
volver
a
la
carga;
es
decir,
a
por
los
asesinos
de
su
hermano.
Para
cuando
lo
decidió,
le
quedaban
pocos
meses
de
vida.
El
caso
es
que
los
asesinos
de
su
hermano
emplearon
una
logística
similar,
por
no
decir
idéntica,
a
la
que
usarían
con
él
mismo,
con
mínimas
varia-
ciones.
E
igual
que
Martin
Luther
King
en
el
hotel
Lorraine
de
Memphis.
Era
el
método:
un
cebo,
mucha
confusión
y
problema
físico
resuelto.
De
hecho,
resolvieron
el
problema
entonces
—llamémosle
Vietnam
o
distur-
bios
raciales—
tal
vez
ajenos
a
que
la
inexorable
rueda
del
tiempo
pondría
las
cosas
en
su
sitio.
Y
ahí
que
vuelve
la
rueda
del
tiempo
con
trabajos
como
este
para
re-
cordarnos
qué
fuimos,
qué
hicimos,
qué
asumimos
dócilmente
y,
por
su-
puesto,
qué
podríamos
volver
a
hacer
si
se
diesen
las
circunstancias.
Pero,
aparte
de
todo
ello,
el
asesinato
de
Bob
Kennedy
llegó
en
un
momento
en
que
la
televisión
estaba
en
muchos
más
hogares
que
un
lustro
antes,
cuando
lo
de
su
hermano.
Por
ejemplo.
En
los
Salesianos
de
Sarriá,
colegio
al
que
iba,
comenté
con
otros
niños
lo
de
su
hermano
cuando
esto
ocurrió.
Nadie
se
había
enterado.
Cinco
años
después
un
par
de
niños
de
mi
clase
rompieron
a
llorar
cuando
irrumpió
de
súbito
en
el
aula
un
profesor
para
informarnos
que
habían
asesinado
a
Robert
Kennedy,
y
se
suspendieron
las
clases.
Esa
es
la
diferencia
que
ya
entonces
marcaba
la
televisión.
Lo
cierto
es
que
la
sorpresa
de
Dallas,
sísmica
en
su
esencia,
mantuvo
durante
muchos
años
poco
más
que
sospechas
clamorosas,
al
menos
a
nivel
del
13
gran
público.
Con
Bob
el
asunto
fue
mucho
más
de
lección
mediática:
«Esto
es
lo
que
pasa
con
los
díscolos
que
ponen
en
peligro
la
seguridad
nacional,
y
además
transigen
o
incluso
coquetean
con
el
comunismo.
Por
no
hablar
de
los
negros
y
sus
reivindicaciones».
En
fin,
Bob
Kennedy,
visto
desde
la
cómoda
perspectiva
actual,
tenía
todas
las
papeletas
para
acabar
como
acabó,
pero
en
eso
entonces
nadie
quería
pensar,
nadie
se
atrevía
a
hacerlo.
Hasta
que
ocurrió,
cerrando
un
bucle
de
terror
solapado
del
que
la
opinión
pública
norteamericana
empezaba
a
estar
muy
harta
—cabe
añadir,
impotente
y
asustada—,
aunque
la
carnicería
de
testigos
iba
a
pro-
longarse
durante
una
década.
Ángel
Montero
Lama
ha
construido
con
palabras
lo
que
yo
llamo
un
políptico
fascinante
de
datos
y
argumentaciones
derivadas
de
estos,
mate-
rial
que
junto
a
su
JFK,
50
años
de
mentiras
está
destinado
a
convertirse
en
herramienta
de
estudio
y
análisis
para
quienes
en
el
futuro
decidan
acer-
carse
al
tema
de
los
Kennedy
de
un
modo
casi
forense,
que
es
justamente
como
se
merece,
si
no
queremos
ser
engañados.
Una
vez
más.
Javier
García
Sánchez
*
*
Referente
de
la
llamada
Nueva
Narrativa
española
,
García
Sánchez
es
autor
de
más
de
una
treintena
de
obras.
También
se
adentró
en
el
magnicidio
de
John
Fitzgerald
Kennedy
y
publicó
en
2017
Teoría
de
la
conspiración.
Deconstruyendo
un
magnicido:
Dallas
22/11/63.
15
Introducción
Si
para
John
Fitzgerald
Kennedy
hubo
un
antes
y
un
después
,
tras
recibir
la
noticia
de
que
el
avión
de
su
hermano
Joseph
había
caído
envuelto
en
llamas
sobre
el
Canal
de
la
Mancha
,
para
Robert
Kennedy
la
vida
tuvo
también
dos
fases
muy
distintas
a
partir
de
ese
12
de
agosto
de
1944.
La
primera
se
inicia,
como
en
el
caso
del
presidente,
con
la
muerte
del
primo-
génito
y
acaba
en
Dallas
el
22
de
noviembre
de
1963.
La
segunda
arranca
cuando
JFK
es
enterrado
en
el
cementerio
de
Arlington
y
finaliza
la
noche
que
Sirhan
Bishara
Sirhan
acaba
con
su
vida
en
una
estrecha
despensa
del
Hotel
Ambassador
de
Los
Angeles.
Como
se
puede
apreciar,
una
vida
condicionada
por
la
trágica
muerte
de
seres
queridos,
empezando
por
sus
hermanos
Joseph
y
Kathleen,
sus
suegros
y
su
cuñado,
todos
en
desastres
aéreos,
hasta
llegar
al
asesinato
de
Martin
Luther
King,
pasando
por
el
mayor
impacto
que
sufrió
en
su
vida:
el
magnicidio
de
la
Plaza
Dealy.
Aunque
su
poema
preferido
no
sería
nunca
Tengo
una
cita
con
la
muerte
,
por
más
que
lo
fuera
el
de
su
hermano
John,
su
contacto
con
la
parca
desde
muy
joven
le
hizo
perder
el
miedo
al
más
allá,
asumir
ciertos
riesgos
y
quizás
adoptar
una
actitud
existencialista
ante
la
vida,
dentro
de
su
ca-
tolicismo
irlandés.
Una
actitud
que
quizás
ya
se
engendrara
dentro
del
ámbito
familiar
donde
se
sentía
condenado
a
ser
solamente
uno
más
de
la
nutrida
foto
familiar,
oscurecido
por
la
brillantez
de
sus
dos
hermanos
mayores
y
sus
personalidades
enfrentadas.
Su
lucha
por
hacerse
un
hueco
en
esa
familia
donde
ser
segundo
estaba
considerado
un
fracaso,
desarro-
lló
en
su
carácter
una
cualidad
decisiva
y
una
virtud
envidiable.
Ambas
le
acompañarían
toda
la
vida
y
explican
buena
parte
de
su
éxito.
La
cualidad:
16
su
fuerza
de
voluntad.
Y
la
virtud:
saberse
rodear
de
personas
más
inteli-
gentes
que
él.
Desde
muy
pronto
se
da
cuenta
de
que
nunca
va
a
ser
un
número
uno.
Y
lo
sabe,
no
porque
tuviera
dos
hermanos
que
le
precedieran
en
la
jerar-
quía
familiar,
sino
porque
él
asume
que
no
es
un
tipo
brillante.
Era
auto-
crítico.
Ni
hablaba
con
la
elocuencia
y
el
ingenio
de
sus
hermanos
ni
le
gustaba
leer.
Y
menos
aún
estudiar.
Es
posible
que
en
esos
años
ya
hubiera
echado
sus
cuentas
y
pensara
que
con
el
millón
de
dólares
que
le
iba
a
caer
cuando
cumpliera
los
21
años,
por
el
mero
hecho
de
ser
un
Kennedy,
con
un
trabajo
apañadito
que
le
buscara
papá
y
con
pasear
el
apellido,
tendría
más
que
suficiente
para
vivir
como
un
rey.
Lo
de
estar
en
primera
línea
lo
dejaba
para
sus
hermanos
mayores,
que
seguían
partiéndose
la
cara
mu-
tuamente
defendiendo
su
razón,
pero
que
además
leían
sin
desmayo,
es-
tudiaban,
tenían
glamour
y
daban
forma
poco
a
poco
a
lo
que
la
sociedad
reconoce
como
un
intelectual.
La
muerte
de
Joseph
cambia
la
vida
de
John,
pero
también
la
suya.
A
pesar
de
lo
que
diga
su
padre,
en
la
familia
Kennedy
también
hay
sitio
para
un
número
dos
y
a
partir
de
ese
momento
pelea
por
ser
la
mano
derecha
de
su
hermano
mayor,
que
tampoco
cree
en
él,
dicho
sea
de
paso.
Tiene
claras
dos
cosas.
La
primera
es
que
tiene
que
suplir
con
esfuerzo
su
falta
de
talento.
La
segunda,
que
debe
convencer
a
John,
haciendo
méritos
desde
el
primer
día
que
este
se
lanzara
a
la
carrera
política
por
un
puesto
en
la
Cámara
de
Representantes.
La
fórmula:
ir
siempre
a
por
todas.
Y
eso
da
miedo.
Cuando
alguien
lucha
por
algo
sin
darse
el
menor
descanso,
se
quita
de
encima
a
muchos
mediocres
y
llama
la
atención
de
los
seres
más
brillantes,
que
tienen
muy
claro
que
el
trabajo
en
la
sala
de
máquinas,
el
que
te
llena
de
tizne,
siempre
tiene
que
hacerlo
alguien
y
no
precisamente
ellos.
Y
John,
que
era
un
tipo
brillante,
se
dio
cuenta
de
que
había
encontrado
su
hombre
el
mismo
día
que
Robert
le
hizo
ganar
los
votos
decisivos
en
unos
distritos
electorales
que
estaban
perdidos
de
antemano;
tirando
de
entusiasmo,
de
empuje
personal
y
con
una
capacidad
inusitada
para
or-
ganizar
el
trabajo
de
los
demás.
Desde
entonces
ya
estaba
llamado
a
ser
el
número
dos
del
futuro
presidente.
A
cambio,
este
le
amparaba
y
le
prote-
gía,
le
hacía
caso
y
delegaba
en
él
en
multitud
de
ocasiones.
Con
ese
respal-
do
y
con
su
fuerza,
Robert
supo
acabar
la
carrera
de
Derecho,
formar
una
17
familia,
enfrentarse
al
crimen
organizado
y
convertirse
en
Fiscal
General
del
Estado.
La
forma
vehemente
de
atacar
los
problemas,
y
a
los
que
los
creaban,
por
parte
del
tándem
formado
por
los
hermanos
Kennedy,
les
hizo
acapa-
rar
los
titulares
de
prensa
de
la
época
y
llenar
sus
agendas
de
enemigos
implacables.
Unos
enemigos
cada
vez
más
numerosos
y
más
impor-
tantes:
la
CIA
(«la
volaré
en
mil
pedazos»,
dijo
JFK),
el
FBI
(su
director
Edgar
Hoover
iba
a
ser
cesado),
los
anticastristas
(traicionados
en
Bahía
Cochinos),
la
Cuba
de
Castro
(a
la
que
no
dejaron
de
hostigar
en
ningún
momento),
los
segregacionistas
(humillados
en
Mississippi
y
Alabama),
el
complejo
militar
(asustado
ante
un
posible
final
de
la
Guerra
de
Vietnam),
la
Reserva
Federal
(que
veía
cómo
JFK
mandaba
fabricar
sus
propios
dólares)
y
la
Mafia
(que
se
sentía
perseguida,
especialmente
por
Robert).
¿Quién
da
más?,
¿Hubo
algún
presidente
que
se
metiera
en
tantos
charcos
en
tan
poco
tiempo?
¿Se
siguen
ustedes
preguntando
todavía
quién
mató
a
JFK
y
por
qué?
Acompañaba
a
John
Fitzgerald
Kennedy
en
su
aventura
de
1960
un
grupo
de
jóvenes
entusiastas
nacidos
en
el
siglo
XX,
que
formaban
un
equipo
solidario
e
incondicional,
compuesto
entre
otros
por:
McGeorge
Bundy,
Robert
McNamara,
Lawrence
O´Brien,
Kenneth
O´Donnell,
Dave
Power,
Pierre
Salinger,
Arthur
Schlesinger,
Jerry
Bruno,
Fred
Dutton,
Richard
Goodwin,
John
Seigenthaler,
Walter
Sheridan,
Ed
Guthman,
Frank
Mankiewicz
y
Ted
Sorensen…
¿Se
siguen
ustedes
preguntando
quién
mató
a
RFK?
Acompañaba
a
Robert
Francis
Kennedy
en
su
aventura
de
1968
un
grupo
de
jóvenes
entusiastas
nacidos
en
el
siglo
XX,
que
formaban
un
equipo
solidario
e
incondicional,
compuesto
entre
otros
por:
McGeorge
Bundy,
Robert
McNamara,
Lawrence
O´Brien,
Kenneth
O´Donnell,
Dave
Power,
Pierre
Salinger,
Arthur
Schlesinger,
Jerry
Bruno,
Fred
Dutton,
Richard
Goodwin,
John
Seigenthaler,
Walter
Sheridan,
Ed
Guthman,
Frank
Mankiewicz
y
Ted
Sorensen…
18
Efectivamente,
SON
LOS
MISMOS.
Son
todos
aquellos
jóvenes
idea-
listas
a
los
que
las
balas
de
la
Plaza
Dealy
de
Dallas
no
pudieron
volar
la
cabeza.
Son
los
mismos
que
estarían
dispuestos
a
formar
parte
del
gabine-
te
de
Robert,
si
ganaba
las
elecciones
de
1968,
con
el
mismo
entusiamo
que
lo
hicieron
en
torno
al
presidente
Kennedy.
Pero
estamos
todavía
en
la
primera
fase
de
la
vida
de
Bobby.
Ese
periodo
de
tiempo
en
que
toda
su
fuerza,
sus
conocimientos
y
sus
acciones
están
encaminados
a
engrandecer
la
figura
de
su
hermano.
Sus
armas,
las
de
siempre.
Hasta
tal
punto
no
se
permitía
esforzarse
menos
que
los
demás
que
cuentan
que
en
una
ocasión,
tras
salir
de
su
oficina
en
el
Departamento
de
Justicia
a
las
dos
de
la
madrugada,
pasó
por
delante
de
las
oficinas
de
los
Teamsters
y
vio
la
luz
del
despacho
de
Jimmy
Hoffa
encendida.
¿Cuál
fue
su
reacción?
Se
dio
la
vuelta,
se
metió
en
su
despacho
y
siguió
trabajan-
do
hasta
empezar
la
jornada
del
día
siguiente.
(Cuando
esta
anécdota
llegó
a
oídos
de
Hoffa,
el
líder
de
los
Teamsters
dio
la
orden
de
no
apagar
nunca
la
luz
de
su
despacho
cuando
se
fuera
a
su
casa).
Con
esta
fuerza
se
enfrentó
a
la
corrupción
de
los
sindicatos,
al
crimen
organizado,
al
poder
ilimitado
de
la
CIA
y
del
FBI,
a
los
segregacionistas,
a
los
anticastristas
y
a
Fidel
Castro.
Para
John
Kennedy
la
lucha
no
era
algo
personal.
Él
era
un
hombre
de
Estado,
un
intelectual;
pero
además
tenía
a
Robert,
que
no
dudaba
en
bajar
al
fango
y
enfrentarse
personalmente
con
Sam
Giancana,
al
que
llegó
a
decirle
que
sonreía
como
una
niñita;
a
Carlos
Marcello,
al
que
secuestró
literalmente
y
dejó
tirado
en
una
selva
de
Guatemala;
a
Jimmy
Hoffa,
con
quien
llegó
a
cogerse
de
la
pechera;
a
Edgar
Hoover,
al
que
le
dijo
que
dejara
de
perder
el
tiempo
persiguiendo
comunistas
y
estuviera
más
pendiente
del
crimen
organizado;
o
al
General
Walker,
al
que
ingresó
en
un
hospital
psiquiátrico.
Todos
ellos,
curiosa-
mente,
fueron
relacionados,
de
una
forma
u
otra
con
el
magnicidio
de
Dallas.
Los
hermanos
Kennedy
tuvieron
una
predisposición
congénita.
Una
marca
de
nacimiento,
que
hacía
que
su
política
incidiera
solo
en
el
mundo
que
habían
conocido,
que
les
rodeaba,
pero
que
pasaba
de
puntillas
por
todo
aquello
que
no
habían
llegado
a
sufrir:
eran
ricos
desde
el
día
en
que
vieron
la
luz
en
Brookline,
Massachussets.
Si
dieron
la
cara
ante
los
19
problemas
por
la
segregación
racial
o
con
el
drama
de
la
pobreza,
fue
casi
siempre
a
remolque,
cuando
se
desencadenaron
acontecimientos
explosi-
vos
que
requirieron
una
acción
inmediata.
Pero
supieron
reaccionar.
Entre
la
gente
de
JFK
había
muchos
irlandeses,
pero
teníamos
que
rebuscar
para
encontrar
un
negro.
Esa
era
todavía
la
vida
de
los
años
sesenta
en
los
Estados
Unidos.
Cuando
contrató
personalmente
al
joven
afroamericano
Abraham
Bolden
para
el
Servicio
Secreto
en
la
Casa
Blanca,
no
tardaron
en
hacerle
la
vida
imposible
sus
compañeros
y
mandarle
de
vuelta
a
Chicago.
Ni
John
ni
Robert
habían
bajado
nunca
al
fango
para
ver,
oír,
tocar
y
oler
de
primera
mano
la
miseria
de
los
que
solo
podían
comer
una
vez
al
día
ni
de
los
que
no
podían
compartir
autobús,
escuela
o
fuentes
públicas
con
los
blancos.
Quizás
por
eso,
en
la
larga
batalla
en
que
se
enredaron
Robert
Kennedy
y
Jimmy
Hoffa,
no
todas
las
simpatías
estuvieron
siempre
del
lado
del
primero.
La
gente
veía
a
uno
de
ellos
como
un
niño
rico
de
nacimiento,
al
que
le
habían
servido
todo
en
bandeja
de
plata,
y
al
otro,
como
un
hombre
hecho
a
sí
mismo
que
desde
muy
niño
llevó
el
peso
de
su
familia
y
supo
salir
adelante.
Además,
para
muchos,
Jimmy
era
un
infatigable
defensor
de
los
trabajadores
contra
la
explotación
de
los
patronos.
Una
prueba
de
ello
es
que
su
hijo,
James
Hoffa
Jr.,
sigue
siendo
el
presidente
de
los
Team-
sters
desde
que
fuera
elegido
por
primera
vez
en
1999.
Con
la
última
palada
de
tierra
sobre
el
féretro
del
presidente
Kennedy
se
inicia
la
segunda
fase
de
la
vida
de
Robert.
Una
fase
que
arranca
con
un
sentimiento
brutal
de
culpabilidad
por
lo
ocurrido.
Los
enemigos
de
John
se
los
había
proporcionado
él
mismo.
Eran
«ellos»,
como
los
definiría
Jackie
Kennedy,
cuando
todavía
llevaba
entre
sus
guantes
blancos
un
pedazo
del
cerebro
de
su
marido,
los
que
habían
disparado
contra
su
hermano
unas
balas
que
sin
duda
alguna
iban
dirigidas
a
su
persona.
Nadie
definiría
mejor
esta
situación
que
Carlos
Marcello,
el
capo
de
la
Mafia
de
Louisiana,
cuando
dijo
aquello
de
que
«si
cortas
el
rabo
al
perro,
este
sigue
ladrando;
pero
si
le
cortas
la
cabeza,
todo
se
acabó».
No
volvió
por
su
despacho
en
el
Departamento
de
Justicia
hasta
el
4
de
diciembre.
Después
de
un
periodo
de
depresión
profunda
que
le
lleva
a
ponerse
la
ropa
de
su
hermano,
visitar
su
tumba
de
madrugada,
fumar
sus
ciga-
rros,
leer
a
sus
clásicos
favoritos
y
quién
sabe
si
acostarse
con
su
mujer;
dos
hechos
le
devuelven
al
mundo,
como
a
un
boxeador
que
le
suena
la
20
campana
anunciando
el
siguiente
asalto.
El
primero,
parte
desde
una
con-
versación
con
el
nuevo
presidente
Lyndon
Johnson,
cuando
le
informa
de
que
ya
tiene
decidido
quién
le
acompañará
como
vicepresidente
en
las
elecciones
de
ese
año
1964.
Fue
una
decepción.
No
es
que
Bobby
estuviera
por
la
labor,
pero
lo
que
no
se
esperaba
es
que
Johnson
le
dijera:
«Tú,
no».
El
segundo
hecho,
y
mucho
más
importante,
se
produce
tras
su
renun-
cia
a
la
Fiscalía
General
del
Estado
y
la
obtención
de
su
acta
de
senador
por
Nueva
York.
Está
a
punto
de
nacer
el
nuevo
Kennedy.
Bobby
empieza
a
tener
contacto
físico
con
los
que
sufren:
con
los
pobres,
con
los
negros
y
otras
minorías
que
ven
cómo
sus
hijos
son
enviados
a
la
guerra
de
Vietnam.
Y
no
tarda
en
darse
cuenta
de
que
en
muchos
casos
unos
y
otros
forman
un
mismo
colectivo.
Su
escaño
le
lleva
a
visitar
los
lugares
más
pobres
de
Nueva
York
y
a
implicarse
a
pecho
descubierto
en
sus
problemas.
Un
ejemplo
fue
su
intervención
en
Bedford-Stuyvensant,
donde
ayudó
a
cambiar
la
fisonomía
del
barrio
de
arriba
abajo.
Empezó
a
recorrer
su
país
y
a
visitar
a
los
más
desfavorecidos.
Nada
le
impresionará
más
desde
el
asesinato
de
su
hermano
que
la
visión
de
los
niños
negros
del
área
de
Mississippi
viviendo
rodeados
de
ratas,
sin
esco-
larizar
y
comiendo
solamente
una
vez
al
día
lo
poco
que
sus
padres
eran
capaces
reunir
para
meter
en
el
puchero.
«No
estoy
hablando
de
estadísti-
cas.
Yo
los
he
visto»,
repetiría
con
desesperación
una
y
otra
vez.
Se
introdu-
cía
en
guetos
y
en
zonas
peligrosas,
no
quería
que
entraran
los
fotógrafos.
Era
cosa
suya.
Quería
olerlos,
sentir
como
sentían
aquellos
desamparados,
quería
tocarlos.
En
sus
siguientes
discursos
ya
estaría
incorporada
para
siempre
su
lucha
por
eliminar
las
diferencias
entre
ricos
y
pobres,
blancos
y
negros
y
jóvenes
y
viejos.
Cuando
viajaba
al
extranjero
no
solo
se
conformó
con
asistir
a
las
grandes
celebraciones
en
su
honor,
también
visitó
los
barrios
más
pobres
de
Lima,
el
gueto
de
Soweto
o
las
favelas
de
Brasil;
fue
escupido
y
zaran-
deado
en
la
Universidad
de
la
Concepción,
en
Chile.
Escuchó
con
estoi-
cismo
la
opinión
que
las
gentes
de
estos
países
tenían
sobre
los
Estados
Unidos
y
reflexionaba
en
voz
alta
ante
sus
colaboradores:
«¿Habéis
visto
cómo
viven?
Viven
como
animales.
Ni
siquiera
tienen
para
comer.
¿Dónde
están
los
millones
de
dólares
de
la
ayuda
norteameri-
cana?
¿Si
tú
vivieras
así
no
serías
comunista?
Yo
sí».
21
Estas
palabras
provocadoras
podían
ser
toleradas
en
alguien
que,
como
Bobby,
siempre
se
había
declarado
anticomunista
y
siempre
había
esgrimido
la
grandeza
de
los
Estados
Unidos
como
acicate
para
todos
los
cambios
que
quería
para
la
nueva
sociedad.
¿Se
imaginan
a
cualquier
polí-
tico
liberal
español
diciendo
cosas
parecidas?
Este
es
el
Robert
Kennedy
de
la
segunda
fase
de
su
vida.
Un
hombre
que
se
da
cuenta
de
que
cuantas
menos
cosas
utiliza,
menos
necesita.
Ni
la
ropa
ni
los
signos
externos
de
riqueza
le
seducen.
Sabe
que
es
un
privile-
giado
y
mantiene
a
su
familia
en
una
burbuja
de
prosperidad
y
abundan-
cia.
Al
fin
y
al
cabo,
es
un
Kennedy;
pero
tampoco
se
olvida
de
transmitir
a
sus
hijos
que
hay
mucha
gente
que
lo
pasa
muy
mal
y
que
no
todos
los
días
se
puede
sentar
a
la
mesa
tres
veces
ante
un
plato
de
comida.
En
los
años
anteriores
a
tomar
la
decisión
de
presentar
su
candidatura
presidencial,
se
desgasta
en
el
Senado
en
discursos
contra
la
guerra
de
Vietnam,
contra
la
pobreza,
contra
la
discriminación
racial,
pero
sabe
que
en
el
fondo
aquello
no
deja
de
ser
un
brindis
al
sol.
Y
es
muy
poco
lo
que
puede
conseguir
yéndose
a
hablar
con
el
titular
de
Agricultura
y
solicitar
ayudas
para
tal
o
cual
colectivo
o
visitar
determinadas
empresas
para
pe-
dirles
que
inviertan
en
tal
o
cual
barrio.
Sabe
que
estas
cosas
en
Estados
Unidos
se
combaten
firmando
órdenes
ejecutivas
desde
la
presidencia.
Todo
ello,
con
el
absoluto
convencimiento
de
que,
con
sus
pasos,
lo
único
que
está
haciendo
es
seguir
adelante
con
el
legado
de
su
hermano.
Todo
lo
que
hace
es
pensando
en
John.
Es
un
número
dos
sin
un
número
uno.
Pero
si
hay
algo
claro
en
su
cabeza
es
que
no
tiene
miedo.
Al
otro
lado
de
la
vida
están
sus
queridos
hermanos.
La
vida
es
finita
y
tarde
o
temprano
tendrá
que
reunirse
con
ellos.
Las
lecturas
de
Sartre
y
Camus
le
han
convertido
en
un
existencialista.
La
numerosa
prole
está
en
buenas
manos
con
su
esposa
Ethel,
que
en
nada
desmerece
a
su
madre
Rose
en
la
empresa
de
criar
una
familia
numerosa.
Su
poema
favorito
no
sería
Tengo
una
cita
con
la
muerte
,
ni
siquiera
aquel
pasaje
de
Esquilo
que
recordó
el
día
que
asesinaron
a
Martin
Luther
King.
Sin
saberlo,
los
versos
que
más
le
identificaban
eran
aquellos
de
John
Donne,
que
daban
paso
a
la
novela
de
Ernest
Hemingway
Por
quién
doblen
las
campanas
:
22
Ningún
hombre
es
una
isla
entera
por
sí
mismo.
Cada
hombre
es
una
pieza
del
continente,
una
parte
del
todo.
Si
el
mar
se
lleva
una
porción
de
tierra,
toda
Europa
queda
disminuida,
como
si
fuera
un
promontorio,
la
casa
de
uno
de
tus
amigos,
o
la
tuya
propia.
Ninguna
persona
es
una
isla;
la
muerte
de
cualquiera
me
afecta,
porque
me
encuentro
unido
a
toda
la
humanidad;
por
eso,
nunca
preguntes
por
quién
doblan
las
campanas;
están
doblando
por
ti.
Sus
grandes
enemigos
se
han
olvidado
de
su
persona.
Incluso
es
posible
que
hasta
sientan
lástima
por
él.
Como
dijo
Jimmy
Hoffa:
«
Ahora
no
es
más
que
un
abogado
más
»
.
Las
balas
que
un
día
podían
haber
estado
apuntando
hacia
su
cabeza
ya
no
cubren
ni
los
costes
de
alojarse
en
su
cerebro.
Su
poder
es
casi
cero.
Como
él
mismo
reconoce
«
ya
ni
siquiera
se
me
ponen
al
teléfono
».
Mantiene
una
relación
de
odio
amable
con
el
presidente
Johnson,
quien
le
asegura
que
tendrá
todo
su
apoyo
para
las
elecciones
de
1972,
pero
que
no
le
toque
las
narices.
Lo
que
significaba
decir
mucho.
Bobby
había
mantenido
el
discurso,
hasta
los
últimos
días
de
enero
de
1968
,
de
que
no
se
presentaría
a
las
presidenciales
y
apoyaría
a
Lyndon,
a
pesar
de
sus
grandes
diferencias
por
la
Guerra
de
Vietnam.
Si
hubiera
sido
un
torero,
alguien
podría
haber
pensado
que
quería
morir
en
la
plaza.
Su
forma
arriesgada
de
encarar
el
contacto
con
la
gente,
su
negativa
a
tener
más
protección
que
la
de
sus
amigos
negros,
los
gigantones
Roosevelt
Greer,
ex
jugador
de
fútbol
americano,
y
Rafer
Johnson,
campeón
olímpico
de
decatlón;
hacía
ver
fantasmas
entre
todos
los
que
le
rodeaban;
desde
su
mujer
Ethel
hasta
su
cuñada
Jackie,
pasando
por
todos
y
cada
uno
de
sus
asesores
que
sufrían
cada
día
las
acometidas
de
un
público
enfervori-
zado
y
saltaban
asustados
ante
la
menor
ruido
extraño
que
se
escuchara
a
su
alrededor.
Robert
asumía
todos
los
riesgos
como
un
torero.
Y
con
otro
torero
se
hizo
una
foto
para
la
posteridad.
Todo
fue
muy
casual.
Parece
que
la
sorprendente
presencia
de
Manuel
Benítez,
el
día
10
de
noviembre
de
1965,
en
una
reunión
en
el
Instituto
Cultural
Peruano
Norteamericano
en
el
centro
de
Lima,
pudo
obedecer
a
algún
comentario
que
el
propio
Bobby
realizara
a
su
llegada
a
la
capital
del
Perú
sobre
El
23
Cordobés,
que
se
encontraba
allí
participando
en
los
festejos
del
segundo
centenario
de
la
plaza
de
limeña
de
Acho.
En
principio
aquel
encuentro
solo
iba
a
contar
con
la
presencia
de
estudiantes
y
de
algún
político,
pero
a
alguien
le
debió
de
parecer
simpático
poder
juntar
a
las
dos
personalida-
des
extranjeras
más
populares
que
en
ese
momento
visitaban
Perú.
Bobby
conocía
las
hazañas
de
Manuel,
porque
en
alguna
ocasión
le
había
puesto
como
ejemplo
de
valentía
y
arrojo.
Algún
periodista
ameri-
cano
lo
mencionaba
erróneamente
como
Manolete,
pero
Robert
no
tenía
dudas,
había
visto
fotografías
del
diestro
de
Palma
del
Río
levantándose
ensangrentado
después
del
revolcón
de
un
toro,
indicándole
a
la
cuadrilla,
con
el
traje
de
luces
hecho
girones
y
ensangrentado,
que
le
dejaran
solo.
Como
sin
duda
alguna,
había
visto
la
foto
que
dio
la
vuelta
al
mundo
del
Manuel
Benítez,
en
los
Sanfermines
de
ese
año
1967,
sobre
una
arena
sem-
brada
de
almohadillas,
saludando
al
público
impertérrito
mientras
le
abu-
cheaban.
Así
se
sintió
él
mismo
cuando
le
gritaban
en
la
Universidad
de
Waseda,
en
Japón,
o
cuando
le
escupían
en
la
Universidad
de
Concepción,
en
Chile.
Además,
la
gente
encontraba
cierto
parecido
físico
entre
ellos,
como
se
podía
comprobar
en
las
fotos
de
la
revista
Life,
donde
aparecían
ambos
sonrientes,
con
el
flequillo
tapándoles
la
frente,
una
amplia
sonrisa
llena
de
dientes,
la
misma
arruga
alrededor
de
la
boca
y
la
muerte
bordada
en
la
cara.
Ese
enfrentarse
con
el
toro
de
cada
día
con
tanto
arrojo;
ese
mezclarse
con
las
personas
más
humildes
y
con
las
más
poderosas;
ese
saber
que
estaba
jugándose
la
vida
en
cada
lance
y
aceptarlo.
Ese
«O
llevarás
luto
por
mí»
fue
ni
más
ni
menos,
aunque
suene
frívolo
o
banal,
lo
que
hizo
Robert
Kennedy
desde
el
día
en
que
decidió
ser
presidente
de
los
Estados
Unidos.
Como
banal
puede
ser
la
comparación
de
las
fotografías
de
Bobby
con
las
de
Manuel
Benítez:
ambos
llevados
a
hombros
por
la
multitud
o
siendo
escupidos
e
insultados
por
otros;
rodeados
por
una
muchedumbre
que
al
uno
robaba
los
gemelos
y
al
otro
los
alamares
de
su
traje
de
luces.
Y,
en
fin,
fotografías
que
reflejaban
a
ambos
hombres
yaciendo,
uno
por
heridas
de
asta
de
otro
y
el
otro
por
las
heridas
de
un
revólver
de
calibre
22.
Como
dijo
el
periodista
y
escritor
Thurston
Clarke:
«La
campaña
electoral
de
Robert
Kennedy
fue
un
suicidio
a
cámara
lenta».
Apenas
unas
horas
antes
de
su
muerte,
Robert
Kennedy
estuvo
ha-
blando
telefónicamente
con
su
amigo
y
asesor
Kenneth
O´Donnell.
«Por
24
primera
vez
me
he
quitado
de
encima
la
sombra
de
mi
hermano.
Siento
que
lo
que
he
hecho
lo
he
conseguido
por
mí
mismo»,
le
confesó.
A
partir
de
ese
momento
tuvo
miedo,
un
temor
que
se
pudo
apreciar
en
su
último
discurso
en
el
Hotel
Ambassador.
Cuando
terminó
de
hablar,
se
dejó
llevar
hacia
la
muerte.
Sus
enemigos
de
siempre
no
estaban
dormidos
aquel
5
de
junio,
ni
tampoco
muertos
ni
encarcelados.
Estaban
esperando
en
un
silente
acecho.
No
querían
rememorar
pesadillas
del
pasado.
Temían
que
la
resurrección
de
John
Kennedy
tomara
cuerpo
en…
Robert
Kennedy
McGeorge
Bundy,
Robert
McNamara,
Lawrence
O´Brien,
Kenneth
O´Donnell,
Dave
Power,
Pierre
Salinger,
Arthur
Schlesinger,
Jerry
Bruno,
Fred
Dutton,
Richard
Goodwin,
Frank
Mankiewicz
John
Seigenthaler,
Walter
Sheridan,
Ted
Sorensen…
Los
mismos
hombres
nacidos
en
el
siglo
XX
que
contribuyeron
con
su
esfuerzo
y
su
inteligencia,
durante
la
presidencia
de
John
Fitzgerald
Kennedy,
a
enfrentarse
a:
Los
anticastristas
Fidel
Castro
La
CIA
Edgar
Hoover
Los
segregacionistas
La
Mafia
25
Los
magnates
del
petróleo
La
Reserva
Federal
El
complejo
militar
Los
sindicatos
corruptos
27
1
Nacido
entre
gallos
de
pelea
«El
gran
mérito
que
tiene
este
muchacho
es
el
espíritu
de
su-
peración
en
su
lucha
interna
por
llegar
a
ser
como
sus
brillantes
hermanos
mayores»
Joe
Kennedy
(Padre
de
Robert)
Ro
bert
Francis
Kennedy
nació
un
20
de
noviembre
de
1925
en
Brookline,
Massachussets,
justo
en
la
mitad
de
aquellos
locos
años
veinte
que
disfrutaba
la
sociedad
norteamericana
comandada
por
el
presidente
Calvin
Coolidge.
Es
también
el
paraíso
donde
su
padre
Joe
Kennedy
resplandecía
como
el
paradigma
del
sueño
americano,
convertido
en
el
presidente
de
banca
más
joven
de
la
historia
de
América
a
sus
25
años.
Mientras
la
burbuja
especulativa
iba
creciendo
cada
día
más,
en
Alemania,
a
la
otra
parte
del
Atlántico,
Adolf
Hitler
publicaba
su
Mein
Kampf
(Mi
lucha)
y
España
junto
a
Francia
estudiaba
soluciones
militares
para
la
Guerra
de
Marruecos
en
su
lucha
contra
Ad-el-Krim,
que
encabezaba
la
resistencia
rifeña.
Por
su
parte
Rafael
Alberti
publicaba
su
Marinero
en
tierra
;
John
Dos
Passos,
Manhattan
transfer;
y
Francis
Scott
Fitzgerald
reflejaba
como
nadie
esos
felices
años
veinte
en
El
gran
Gatsby
.
El
presidente
Calvin
Coolidge
era
un
abogado
de
Vermont
que
ese
mismo
año
de
1925
había
iniciado
su
segundo
mandato
al
frente
de
la
Casa
Blanca.
El
primero,
al
igual
que
Harry
S.
Truman
y
Lyndon
B.
Johnson,
lo
cumplió
obligado
por
el
fallecimiento
de
su
antecesor.
Quizás
como
un
presagio
para
los
hermanos
Kennedy,
este
político
republicano,
nacido
también
en
Masachussets
como
Joseph,
como
John
y
como
Robert,
había
comenzado
la
carrera
política
en
su
Estado
natal,
donde
llegaría
a
ser
más
tarde
gobernador
y
desde
allí
pasar
a
ser
inquilino
de
la
Casa
Blanca.
28
Robert
Francis,
séptimo
hijo
de
Joseph
Patrick
Kennedy
y
Rose
Elisa-
beth
Fitzgerald,
lo
tuvo
bastante
difícil
para
sobresalir
entre
sus
hermanos
desde
el
mismo
día
de
su
nacimiento.
La
jerarquía
se
llevaba
a
rajatabla
en
la
familia.
Era
el
tercer
varón,
tras
Joseph
y
John,
pero
se
encontraba
en
el
furgón
de
cola
cronológico
en
esa
lista
de
nueve
vástagos
*
.
Situado
en
la
foto
familiar
entre
dos
mujeres,
Pat
había
nacido
un
año
antes
y
Jean
—que
aún
vivía
en
2018—
tres
años
después,
en
1928;
para
su
desgracia,
siete
años
más
tarde,
cuando
parecía
que
la
matriarca
Rose
le
había
cantado
las
cuarenta
al
adúltero
de
su
marido
y
obstaculizado
cualquier
intento
de
acercamiento
al
tálamo
conyugal,
nació
el
pequeño
Ted.
Un
bebé
encanta-
dor
y
rollizo
que
siempre
gozó
entre
sus
hermanos
del
privilegio
de
ser
el
pequeñín
mimado
de
la
familia.
Entre
John,
el
segundo
varón
,
y
Joseph,
el
primogénito,
habían
nacido
cuatro
mujeres:
Rosemary
(1918),
Kathleen
(1920),
Eunice
(1921)
y
la
propia
Pat
(1924),
que
ponían
más
tierra
de
por
medio
con
sus
referentes
masculinos,
que
además
eran
brillantes
y
luchadores.
Ante
esta
situación,
su
abuela
materna
Josie
Hannon
Fitzgerald
se
temió
lo
peor:
«este
niño
va
a
terminar
siendo
un
afeminado».
Pero
lo
peor
para
el
pequeño
Bobby
era
quedarse
descolgado
de
sus
tres
hermanos
mayores,
Joseph,
John
y
Ka-
thleen,
que
formaban
el
llamado
trío
de
oro
y
se
mantenían
especialmente
unidos,
distantes
del
resto
de
la
prole.
En
ese
grupo
no
estaba
incluida
su
hermana
Rosemary,
a
la
que
hubiera
correspondido
pertenecer
de
pleno
derecho
por
ser
la
primera
de
*
Joseph
Patrick
(1915-1944),
John
F.
(1917-1963),
Rosemary
(1918-2005),
Kathleen
(1920-
1948),
Eunice
(1921-2009),
Patricia
(1924-2006),
Robert
(1925-1968),
Jean
(1928-
)
y
Edward
(1932-2009).
MAGNICIDIO:
120
HORAS
Desde
las
21
horas
del
día
3
de
junio
hasta
que
los
restos
mortales
de
Robert
kennedy
reposaran
para
siempre
en
el
cementerio
de
Arlington,
en
la
noche
del
sábado
día
8,
recorremos
minuto
a
minuto
la
historia
del
magnicidio
que
volvió
a
hacer
tambalear
la
historia.
29
LUNES
3
DE
JUNIO
21:00
Robert
Kennedy
se
instala
en
Malibú
,
en
la
casa
de
su
amigo
el
director
de
cine
John
Frankenheimer,
donde
pasará
la
noche.
Está
agotado,
ha
recorrido
más
de
mil
doscientas
millas
en
las
últimas
doce
horas.
21:30
Desde
esa
noche
y
durante
la
madrugada
,
la
seguridad
de
hotel
estará
formada
por
diez
empleados
del
hotel
y
seis
empleados
de
seguridad
de
Ace
Guards.
22:00
U
na
vecina
llama
a
la
policía
porque
ve
a
un
hombre
sos-
pechoso
frente
a
la
puerta
de
Frankenhei-
mer;
le
pregunta
qué
hace
allí
y
el
hombre
responde
que
es
un
técnico
de
televisión.
No
queda
convencida
y
llama
a
la
policía.
Los
agentes
le
dicen
que
si
el
hombre
no
hace
nada
malo
ellos
no
pueden
tomar
ninguna
iniciativa.
Da
la
impresión
de
que
se
ejerce
cierta
vigilancia
en
torno
al
senador.
las
mujeres
fruto
del
matrimonio
Kennedy-Fitzgerald.
Había
nacido
con
un
pequeño
retraso
que
no
tardó
en
convertirse
en
el
único
drama
de
la
familia,
hasta
que
unos
años
más
tarde
fueran
a
sucederse
en
cascada
los
hechos
luctuosos
que
dejarían
a
los
Kennedys
marcados
como
una
estirpe
desgraciada.
La
comadrona
familiar,
ante
la
tardanza
del
médico
en
acudir
a
la
cita,
forzó
que
Rose
mantuviera
las
piernas
cerradas
para
retrasar
el
parto.
En
su
lugar,
lo
que
retrasó
la
enfermera
fue
el
desarrollo
mental
de
la
pequeña
Rosemary,
que
pasaría
una
buena
parte
de
su
vida
recluida
en
una
lujosa
institución
psiquiátrica,
con
chófer
y
secretaria
a
su
disposición,
hasta
que
falleciera
en
el
año
2005.
Si
Rose,
la
madre
de
aquellos
nueve
hijos,
había
disfrutado
nada
menos
que
de
104
años,
tuvo
que
vivir
con
la
desgracia
de
ver
morir
violentamen-
te
y
en
la
flor
de
la
vida
a
cuatro
de
sus
hijos
mayores,
a
dos
yernos,
una
nuera
—Jacqueline—
y
dos
nietos.
Y
sufrir
en
silencio
la
lobotomía
que
se
le
realizó
a
Rosemary
a
finales
de
los
años
treinta,
por
orden
del
patriarca
Joe,
que
no
aceptaba
debilidades
en
la
familia.
La
delicada
intervención
mandaba
a
la
mayor
de
sus
hijas
de
vuelta
a
la
más
tierna
infancia
y
la
convertía
en
una
persona
dependiente
de
por
vida.
Aquel
fue
el
panorama
con
el
que
se
encontró
el
pequeño
Bobby
cuando
el
doctor
Frederick
Good
tiró
de
su
cabeza
para
que
viera
la
luz
del
día
por
primera
vez
aquel
día
de
otoño
de
1925.
Ni
siquiera
era
lo
suficientemente
importante
como
para
provocar
tensiones
en
su
familia
a
la
hora
de
elegir
sus
dos
nombres
de
pila:
Robert
Francis.
Atrás
habían
quedados
las
aca-
loradas
discusiones
entre
el
abuelo
materno,
el
ex
alcalde
de
Boston,
John
Honey
Fitz
Fitzgerald
,
y
su
padre
Joe,
por
imponer
su
propio
nombre
al
pri-
mogénito
de
la
familia.
Al
final,
el
niño
nacido
en
1915
se
llamaría
Joseph
30
Patrick
como
su
papá
y
su
abuelo
paterno,
a
cambio
de
que
el
segundo
varón
llevara
los
nombres
de
John
y
Fitzgerald
como
el
padre
de
su
madre.
Su
hermano
mayor
estaba
en
quinto
grado
y
John,
el
segundo
cuando
Robert
llegó
al
mundo,
cursaba
tercer
grado.
El
lema
de
su
padre
había
resonado
en
sus
oídos
desde
muy
pequeño:
«Hay
que
ser
el
número
uno;
aquí
no
vale
ser
el
número
dos
ni
el
número
tres».
Tenía
muy
claro
que
ninguno
de
sus
hermanos
mayores,
dos
gallos
de
pelea
encerrados
en
el
mismo
gallinero,
iba
a
consentir
ser
el
segundo
del
otro.
Uno
de
los
dos
quedaría
fuera
de
combate.
Incluso
físicamente,
las
peleas
entre
sus
dos
hermanos
eran
constantes,
lo
que
provocaba
la
huida
del
pequeño
Robert
que
no
soportaba
aquellas
disputas
a
puñetazos,
en
el
mismo
momento
en
que
sus
padres
se
ausentaban
de
la
casa.
Joseph
Patrick,
más
fuerte
que
su