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Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas
Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas
Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas
Libro electrónico4847 páginas8 horas

Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas

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Información de este libro electrónico

El día 6 de junio de 1968, en la cocina del Hotel Ambassador de Los Angeles, quedaron enterradas las esperanzas de millones de norteamericanos que creían en un mundo mejor. Un mundo diferente del que les había tocado vivir. De la mano de Robert Kennedy muchos ciudadanos volvieron a creer que un lugar de paz y tolerancia era posible. Algunos pocos sin embargo no estaban dispuestos a pagar el precio, querían mantener sus privilegios. Ni John Kennedy ni Martin Luther King ni Robert Kennedy pudieron con ellos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jun 2018
ISBN9788417436513
Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas
Autor

Ángel Montero Lama

Ángel Montero Lama ha dedicado toda su vida profesional al mundo editorial y al periodismo, donde desarrolló su labor durante veintitrés años en MARCA y en el Área de Revistas de El Mundo. Entre otras obras es coautor de Fernando Martín, una vida con acento y autor de JFK, 50 años de mentiras y Alcatraz, la prisión perfecta. Es Licenciado en Periodismo, Graduado en Lengua y Literatura y Master de postgrado en Español como Lengua Extranjera (ELE).

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    Bobby Kennedy. Un héroe entre fantasmas - Ángel Montero Lama

    Ángel

    Montero

    Lama

    [email protected]

    Bobby

    Kennedy

    Un

    héroe

    entre

    fantasmas

    Bobby

    Kennedy.

    Un

    héroe

    entre

    fantasmas

    Ángel

    Montero

    Lama

    Esta

    obra

    ha

    sido

    publicada

    por

    su

    autor

    a

    través

    del

    servicio

    de

    autopublicación

    de

    EDITORIAL

    PLANETA,

    S.A.U.

    para

    su

    distribución

    y

    puesta

    a

    disposición

    del

    público

    bajo

    la

    marca

    editorial

    Universo

    de

    Letras

    por

    lo

    que

    el

    autor

    asume

    toda

    la

    responsabilidad

    por

    los

    contenidos

    incluidos

    en

    la

    misma.

    No

    se

    permite

    la

    reproducción

    total

    o

    parcial

    de

    este

    libro,

    ni

    su

    incorporación

    a

    un

    sistema

    informático,

    ni

    su

    transmisión

    en

    cualquier

    forma

    o

    por

    cualquier

    medio,

    sea

    éste

    electrónico,

    mecánico,

    por

    fotocopia,

    por

    grabación

    u

    otros

    métodos,

    sin

    el

    permiso

    previo

    y

    por

    escrito

    del

    autor.

    La

    infracción

    de

    los

    derechos

    mencionados

    puede

    ser

    constitutiva

    de

    delito

    contra

    la

    propiedad

    intelectual

    (Art.

    270

    y

    siguientes

    del

    Código

    Penal).

    ©

    Ángel

    Montero

    Lama,

    2018

    ©

    Prólogo

    de

    Javier

    García

    Sánchez,

    2018

    universodeletras.com

    Primera

    edición:

    2018

    ISBN:

    9788417436094

    ISBN

    eBook:

    9788417436513

    Diseño

    de

    la

    cubierta:

    Miguel

    Ángel

    Linares

    (Montaje

    basado

    en

    fotografía

    de

    Halsman)

    Fotografías:

    Robert

    Knudesen

    Cecil

    William

    Abbe

    Rowe

    Dave

    Doolitte

    Dick

    DiMarisco

    Evan

    Freed

    John

    Bottega

    Marion

    S.

    Trikosko

    Warren

    K.

    Leffer

    Yoichi

    R.

    Okamoto

    Víctor

    Manuel

    Montero

    Bill

    Eppridge

    Tedder

    John

    F.

    Kennedy

    Presidential

    Library

    and

    Museum

    NARA:

    Administración

    Nacional

    de

    Archivos

    y

    Registros

    (EE.

    UU.)

    Sven

    Walnum

    A

    Mayte

    «Descubrí

    cosas

    que

    no

    conocía.

    Descubrí

    que

    mi

    mundo

    no

    era

    un

    mundo

    real»

    Robert

    Francis

    Kennedy

    (1925-1968)

    Índice

    Prólogo

    ................................................................................................................

    11

    Introducción

    .......................................................................................................

    15

    1:

    Nacido

    entre

    gallos

    de

    pelea

    .......................................................................

    27

    2:

    De

    Jimmy

    Hoffa

    a

    la

    Fiscalía

    General

    ........................................................

    43

    3:

    Cuba,

    Bahía

    Cochinos

    y

    la

    Mafia

    ................................................................

    61

    4:

    Los

    derechos

    civiles

    ......................................................................................

    83

    5:

    La

    Crisis

    de

    los

    misiles

    .................................................................................

    89

    6:

    El

    asesinato

    de

    JFK

    ........................................................................................

    99

    7:

    Hay

    vida

    más

    allá

    de

    John

    Kennedy

    ........................................................

    117

    8:

    1968,

    el

    año

    de

    su

    vida…

    y

    de

    su

    muerte

    ................................................

    155

    9:

    El

    asesinato

    ...................................................................................................

    173

    10:

    Los

    testigos

    .................................................................................................

    180

    11:

    Eugene

    Thane

    Cesar

    .................................................................................

    207

    12:

    La

    investigación

    y

    el

    encubrimiento

    .......................................................

    217

    13:

    Biografía

    de

    Sirhan

    Sirhan

    .......................................................................

    229

    14:

    El

    Juicio

    .......................................................................................................

    241

    15:

    El

    candidato

    de

    Manchuria

    ......................................................................

    255

    16:

    Historias

    en

    torno

    al

    crimen

    ....................................................................

    267

    17:

    Dallas-Los

    Angeles:

    Parecidos

    razonables

    ............................................

    293

    18

    :

    Quién

    es

    quién

    ...........................................................................................

    303

    Epílogo

    ..............................................................................................................

    349

    Bibliografía

    .......................................................................................................

    357

    Documentos

    .....................................................................................................

    363

    11

    Prólogo

    Las

    fuerzas

    del

    mal

    Sin

    ningún

    género

    de

    dudas,

    si

    hubiera

    que

    elegir

    una

    frase

    que

    definiese

    aproximadamente

    la

    locura

    que

    invadió

    los

    Estados

    Unidos

    en

    la

    década

    de

    1960,

    en

    que

    fueron

    asesinados,

    de

    forma

    sistemática,

    ante

    los

    ojos

    del

    mundo,

    —porque

    precisamente

    aquello

    era

    parte

    esencial

    del

    juego—

    sus

    principales

    y

    más

    carismáticos

    líderes

    políticos,

    el

    presidente

    Kennedy,

    su

    hermano

    Robert,

    Martin

    Luther

    King

    o

    Malcolm

    X,

    esa

    fue

    la

    que

    pronun-

    ciase

    Richard

    Nixon

    poco

    antes

    del

    verano

    de

    1968

    ante

    sus

    asesores

    de

    confianza.

    Se

    interrumpió

    de

    pronto

    el

    programa

    de

    televisión

    que

    estaban

    dando

    para

    emitir

    un

    boletín

    informativo

    de

    urgencia.

    Anunciaban

    que

    Robert

    Kennedy,

    decidido

    por

    unas

    encuestas

    que

    le

    daban

    claro

    vence-

    dor,

    iba

    a

    presentarse

    a

    las

    próximas

    elecciones

    presidenciales.

    En

    ese

    ins-

    tante,

    cuentan

    sus

    íntimos,

    Richard

    Nixon,

    con

    el

    rostro

    descompuesto

    y

    llevándose

    ambas

    manos

    a

    la

    cabeza,

    exclamó:

    «¡Acaban

    de

    desencadenar-

    se

    las

    fuerzas

    del

    mal!».

    Ni

    más

    ni

    menos.

    Las

    fuerzas

    del

    mal.

    Esa

    expre-

    sión,

    con

    toda

    su

    carga

    de

    etérea

    conceptualidad,

    no

    volvería

    a

    oírse

    hasta

    que

    la

    dijese

    George

    Bush

    Jr.

    para

    referirse

    a

    la

    guerra

    contra

    el

    integrismo

    islámico.

    Ahora,

    a

    través

    de

    las

    páginas

    de

    este

    libro,

    nos

    adentramos

    en

    la

    vida

    y

    muerte

    de

    uno

    de

    los

    personajes

    más

    influyentes

    del

    siglo

    pasado,

    que

    fue

    el

    de

    la

    violencia

    desatada

    en

    el

    seno

    de

    nuestra

    civilización:

    Robert

    Kennedy,

    hermano,

    amigo

    y

    conciencia

    de

    JFK,

    además

    de

    senador

    y

    Fiscal

    General

    de

    los

    Estados

    Unidos.

    Como

    en

    su

    anterior

    obra

    sobre

    la

    figura

    del

    presidente,

    tampoco

    nada

    escapa

    a

    la

    lupa

    que

    Ángel

    Montero

    Lama

    coloca

    sobre

    los

    acontecimientos

    y

    los

    personajes

    que

    lo

    conforma-

    12

    ron

    a

    menudo

    en

    un

    enconado

    fanatismo

    y

    con

    una

    crueldad

    que

    aún

    hoy

    nos

    deja

    estupefactos.

    Nos

    sumimos

    en

    esa

    mirada

    atenta

    y

    minimalista

    del

    autor

    para

    acer-

    carnos

    a

    uno

    de

    los

    episodios

    más

    traumáticos

    de

    la

    historia

    contemporá-

    nea:

    el

    asesinato

    de

    Bob

    Kennedy

    en

    la

    cocina

    del

    Hotel

    Ambassador

    de

    Los

    Angeles,

    para

    muchos

    uno

    más

    de

    entre

    los

    que

    hubo

    en

    aquella

    década

    de

    sobresaltos

    y

    sangre,

    pero

    en

    el

    fondo

    no,

    pues

    cuantitativamente

    lo

    de

    Bob

    tuvo

    connotaciones

    de

    supino

    ensañamiento

    —mejor

    habría

    que

    decir

    escarmiento—

    a

    los

    tenaces

    Kennedy

    y

    a

    cuanto

    ellos

    representaban.

    Porque

    estoy

    entre

    los

    que

    creen

    que

    los

    disparos

    de

    Dallas

    iban

    diri-

    gidos

    -siquiera

    simbólicamente-

    contra

    Robert

    Kennedy,

    aunque

    fuese

    su

    hermano

    quien

    murió

    tras

    el

    magnicidio

    de

    Texas.

    Bob

    fue

    el

    que

    llevaba

    tres

    años

    acosando

    a

    la

    Mafia

    hasta

    extremos

    indecibles,

    y

    otro

    tanto

    con

    la

    CIA

    o

    los

    militares.

    En

    verdad,

    muy

    malos

    enemigos.

    Pero

    Bob

    no

    en-

    tendió

    el

    aviso

    de

    Dallas.

    O

    si

    lo

    entendió,

    y

    tras

    la

    conmoción

    y

    el

    luto,

    fue

    para

    asimilarlo

    y

    luego

    volver

    a

    la

    carga;

    es

    decir,

    a

    por

    los

    asesinos

    de

    su

    hermano.

    Para

    cuando

    lo

    decidió,

    le

    quedaban

    pocos

    meses

    de

    vida.

    El

    caso

    es

    que

    los

    asesinos

    de

    su

    hermano

    emplearon

    una

    logística

    similar,

    por

    no

    decir

    idéntica,

    a

    la

    que

    usarían

    con

    él

    mismo,

    con

    mínimas

    varia-

    ciones.

    E

    igual

    que

    Martin

    Luther

    King

    en

    el

    hotel

    Lorraine

    de

    Memphis.

    Era

    el

    método:

    un

    cebo,

    mucha

    confusión

    y

    problema

    físico

    resuelto.

    De

    hecho,

    resolvieron

    el

    problema

    entonces

    —llamémosle

    Vietnam

    o

    distur-

    bios

    raciales—

    tal

    vez

    ajenos

    a

    que

    la

    inexorable

    rueda

    del

    tiempo

    pondría

    las

    cosas

    en

    su

    sitio.

    Y

    ahí

    que

    vuelve

    la

    rueda

    del

    tiempo

    con

    trabajos

    como

    este

    para

    re-

    cordarnos

    qué

    fuimos,

    qué

    hicimos,

    qué

    asumimos

    dócilmente

    y,

    por

    su-

    puesto,

    qué

    podríamos

    volver

    a

    hacer

    si

    se

    diesen

    las

    circunstancias.

    Pero,

    aparte

    de

    todo

    ello,

    el

    asesinato

    de

    Bob

    Kennedy

    llegó

    en

    un

    momento

    en

    que

    la

    televisión

    estaba

    en

    muchos

    más

    hogares

    que

    un

    lustro

    antes,

    cuando

    lo

    de

    su

    hermano.

    Por

    ejemplo.

    En

    los

    Salesianos

    de

    Sarriá,

    colegio

    al

    que

    iba,

    comenté

    con

    otros

    niños

    lo

    de

    su

    hermano

    cuando

    esto

    ocurrió.

    Nadie

    se

    había

    enterado.

    Cinco

    años

    después

    un

    par

    de

    niños

    de

    mi

    clase

    rompieron

    a

    llorar

    cuando

    irrumpió

    de

    súbito

    en

    el

    aula

    un

    profesor

    para

    informarnos

    que

    habían

    asesinado

    a

    Robert

    Kennedy,

    y

    se

    suspendieron

    las

    clases.

    Esa

    es

    la

    diferencia

    que

    ya

    entonces

    marcaba

    la

    televisión.

    Lo

    cierto

    es

    que

    la

    sorpresa

    de

    Dallas,

    sísmica

    en

    su

    esencia,

    mantuvo

    durante

    muchos

    años

    poco

    más

    que

    sospechas

    clamorosas,

    al

    menos

    a

    nivel

    del

    13

    gran

    público.

    Con

    Bob

    el

    asunto

    fue

    mucho

    más

    de

    lección

    mediática:

    «Esto

    es

    lo

    que

    pasa

    con

    los

    díscolos

    que

    ponen

    en

    peligro

    la

    seguridad

    nacional,

    y

    además

    transigen

    o

    incluso

    coquetean

    con

    el

    comunismo.

    Por

    no

    hablar

    de

    los

    negros

    y

    sus

    reivindicaciones».

    En

    fin,

    Bob

    Kennedy,

    visto

    desde

    la

    cómoda

    perspectiva

    actual,

    tenía

    todas

    las

    papeletas

    para

    acabar

    como

    acabó,

    pero

    en

    eso

    entonces

    nadie

    quería

    pensar,

    nadie

    se

    atrevía

    a

    hacerlo.

    Hasta

    que

    ocurrió,

    cerrando

    un

    bucle

    de

    terror

    solapado

    del

    que

    la

    opinión

    pública

    norteamericana

    empezaba

    a

    estar

    muy

    harta

    —cabe

    añadir,

    impotente

    y

    asustada—,

    aunque

    la

    carnicería

    de

    testigos

    iba

    a

    pro-

    longarse

    durante

    una

    década.

    Ángel

    Montero

    Lama

    ha

    construido

    con

    palabras

    lo

    que

    yo

    llamo

    un

    políptico

    fascinante

    de

    datos

    y

    argumentaciones

    derivadas

    de

    estos,

    mate-

    rial

    que

    junto

    a

    su

    JFK,

    50

    años

    de

    mentiras

    está

    destinado

    a

    convertirse

    en

    herramienta

    de

    estudio

    y

    análisis

    para

    quienes

    en

    el

    futuro

    decidan

    acer-

    carse

    al

    tema

    de

    los

    Kennedy

    de

    un

    modo

    casi

    forense,

    que

    es

    justamente

    como

    se

    merece,

    si

    no

    queremos

    ser

    engañados.

    Una

    vez

    más.

    Javier

    García

    Sánchez

    *

    *

    Referente

    de

    la

    llamada

    Nueva

    Narrativa

    española

    ,

    García

    Sánchez

    es

    autor

    de

    más

    de

    una

    treintena

    de

    obras.

    También

    se

    adentró

    en

    el

    magnicidio

    de

    John

    Fitzgerald

    Kennedy

    y

    publicó

    en

    2017

    Teoría

    de

    la

    conspiración.

    Deconstruyendo

    un

    magnicido:

    Dallas

    22/11/63.

    15

    Introducción

    Si

    para

    John

    Fitzgerald

    Kennedy

    hubo

    un

    antes

    y

    un

    después

    ,

    tras

    recibir

    la

    noticia

    de

    que

    el

    avión

    de

    su

    hermano

    Joseph

    había

    caído

    envuelto

    en

    llamas

    sobre

    el

    Canal

    de

    la

    Mancha

    ,

    para

    Robert

    Kennedy

    la

    vida

    tuvo

    también

    dos

    fases

    muy

    distintas

    a

    partir

    de

    ese

    12

    de

    agosto

    de

    1944.

    La

    primera

    se

    inicia,

    como

    en

    el

    caso

    del

    presidente,

    con

    la

    muerte

    del

    primo-

    génito

    y

    acaba

    en

    Dallas

    el

    22

    de

    noviembre

    de

    1963.

    La

    segunda

    arranca

    cuando

    JFK

    es

    enterrado

    en

    el

    cementerio

    de

    Arlington

    y

    finaliza

    la

    noche

    que

    Sirhan

    Bishara

    Sirhan

    acaba

    con

    su

    vida

    en

    una

    estrecha

    despensa

    del

    Hotel

    Ambassador

    de

    Los

    Angeles.

    Como

    se

    puede

    apreciar,

    una

    vida

    condicionada

    por

    la

    trágica

    muerte

    de

    seres

    queridos,

    empezando

    por

    sus

    hermanos

    Joseph

    y

    Kathleen,

    sus

    suegros

    y

    su

    cuñado,

    todos

    en

    desastres

    aéreos,

    hasta

    llegar

    al

    asesinato

    de

    Martin

    Luther

    King,

    pasando

    por

    el

    mayor

    impacto

    que

    sufrió

    en

    su

    vida:

    el

    magnicidio

    de

    la

    Plaza

    Dealy.

    Aunque

    su

    poema

    preferido

    no

    sería

    nunca

    Tengo

    una

    cita

    con

    la

    muerte

    ,

    por

    más

    que

    lo

    fuera

    el

    de

    su

    hermano

    John,

    su

    contacto

    con

    la

    parca

    desde

    muy

    joven

    le

    hizo

    perder

    el

    miedo

    al

    más

    allá,

    asumir

    ciertos

    riesgos

    y

    quizás

    adoptar

    una

    actitud

    existencialista

    ante

    la

    vida,

    dentro

    de

    su

    ca-

    tolicismo

    irlandés.

    Una

    actitud

    que

    quizás

    ya

    se

    engendrara

    dentro

    del

    ámbito

    familiar

    donde

    se

    sentía

    condenado

    a

    ser

    solamente

    uno

    más

    de

    la

    nutrida

    foto

    familiar,

    oscurecido

    por

    la

    brillantez

    de

    sus

    dos

    hermanos

    mayores

    y

    sus

    personalidades

    enfrentadas.

    Su

    lucha

    por

    hacerse

    un

    hueco

    en

    esa

    familia

    donde

    ser

    segundo

    estaba

    considerado

    un

    fracaso,

    desarro-

    lló

    en

    su

    carácter

    una

    cualidad

    decisiva

    y

    una

    virtud

    envidiable.

    Ambas

    le

    acompañarían

    toda

    la

    vida

    y

    explican

    buena

    parte

    de

    su

    éxito.

    La

    cualidad:

    16

    su

    fuerza

    de

    voluntad.

    Y

    la

    virtud:

    saberse

    rodear

    de

    personas

    más

    inteli-

    gentes

    que

    él.

    Desde

    muy

    pronto

    se

    da

    cuenta

    de

    que

    nunca

    va

    a

    ser

    un

    número

    uno.

    Y

    lo

    sabe,

    no

    porque

    tuviera

    dos

    hermanos

    que

    le

    precedieran

    en

    la

    jerar-

    quía

    familiar,

    sino

    porque

    él

    asume

    que

    no

    es

    un

    tipo

    brillante.

    Era

    auto-

    crítico.

    Ni

    hablaba

    con

    la

    elocuencia

    y

    el

    ingenio

    de

    sus

    hermanos

    ni

    le

    gustaba

    leer.

    Y

    menos

    aún

    estudiar.

    Es

    posible

    que

    en

    esos

    años

    ya

    hubiera

    echado

    sus

    cuentas

    y

    pensara

    que

    con

    el

    millón

    de

    dólares

    que

    le

    iba

    a

    caer

    cuando

    cumpliera

    los

    21

    años,

    por

    el

    mero

    hecho

    de

    ser

    un

    Kennedy,

    con

    un

    trabajo

    apañadito

    que

    le

    buscara

    papá

    y

    con

    pasear

    el

    apellido,

    tendría

    más

    que

    suficiente

    para

    vivir

    como

    un

    rey.

    Lo

    de

    estar

    en

    primera

    línea

    lo

    dejaba

    para

    sus

    hermanos

    mayores,

    que

    seguían

    partiéndose

    la

    cara

    mu-

    tuamente

    defendiendo

    su

    razón,

    pero

    que

    además

    leían

    sin

    desmayo,

    es-

    tudiaban,

    tenían

    glamour

    y

    daban

    forma

    poco

    a

    poco

    a

    lo

    que

    la

    sociedad

    reconoce

    como

    un

    intelectual.

    La

    muerte

    de

    Joseph

    cambia

    la

    vida

    de

    John,

    pero

    también

    la

    suya.

    A

    pesar

    de

    lo

    que

    diga

    su

    padre,

    en

    la

    familia

    Kennedy

    también

    hay

    sitio

    para

    un

    número

    dos

    y

    a

    partir

    de

    ese

    momento

    pelea

    por

    ser

    la

    mano

    derecha

    de

    su

    hermano

    mayor,

    que

    tampoco

    cree

    en

    él,

    dicho

    sea

    de

    paso.

    Tiene

    claras

    dos

    cosas.

    La

    primera

    es

    que

    tiene

    que

    suplir

    con

    esfuerzo

    su

    falta

    de

    talento.

    La

    segunda,

    que

    debe

    convencer

    a

    John,

    haciendo

    méritos

    desde

    el

    primer

    día

    que

    este

    se

    lanzara

    a

    la

    carrera

    política

    por

    un

    puesto

    en

    la

    Cámara

    de

    Representantes.

    La

    fórmula:

    ir

    siempre

    a

    por

    todas.

    Y

    eso

    da

    miedo.

    Cuando

    alguien

    lucha

    por

    algo

    sin

    darse

    el

    menor

    descanso,

    se

    quita

    de

    encima

    a

    muchos

    mediocres

    y

    llama

    la

    atención

    de

    los

    seres

    más

    brillantes,

    que

    tienen

    muy

    claro

    que

    el

    trabajo

    en

    la

    sala

    de

    máquinas,

    el

    que

    te

    llena

    de

    tizne,

    siempre

    tiene

    que

    hacerlo

    alguien

    y

    no

    precisamente

    ellos.

    Y

    John,

    que

    era

    un

    tipo

    brillante,

    se

    dio

    cuenta

    de

    que

    había

    encontrado

    su

    hombre

    el

    mismo

    día

    que

    Robert

    le

    hizo

    ganar

    los

    votos

    decisivos

    en

    unos

    distritos

    electorales

    que

    estaban

    perdidos

    de

    antemano;

    tirando

    de

    entusiasmo,

    de

    empuje

    personal

    y

    con

    una

    capacidad

    inusitada

    para

    or-

    ganizar

    el

    trabajo

    de

    los

    demás.

    Desde

    entonces

    ya

    estaba

    llamado

    a

    ser

    el

    número

    dos

    del

    futuro

    presidente.

    A

    cambio,

    este

    le

    amparaba

    y

    le

    prote-

    gía,

    le

    hacía

    caso

    y

    delegaba

    en

    él

    en

    multitud

    de

    ocasiones.

    Con

    ese

    respal-

    do

    y

    con

    su

    fuerza,

    Robert

    supo

    acabar

    la

    carrera

    de

    Derecho,

    formar

    una

    17

    familia,

    enfrentarse

    al

    crimen

    organizado

    y

    convertirse

    en

    Fiscal

    General

    del

    Estado.

    La

    forma

    vehemente

    de

    atacar

    los

    problemas,

    y

    a

    los

    que

    los

    creaban,

    por

    parte

    del

    tándem

    formado

    por

    los

    hermanos

    Kennedy,

    les

    hizo

    acapa-

    rar

    los

    titulares

    de

    prensa

    de

    la

    época

    y

    llenar

    sus

    agendas

    de

    enemigos

    implacables.

    Unos

    enemigos

    cada

    vez

    más

    numerosos

    y

    más

    impor-

    tantes:

    la

    CIA

    («la

    volaré

    en

    mil

    pedazos»,

    dijo

    JFK),

    el

    FBI

    (su

    director

    Edgar

    Hoover

    iba

    a

    ser

    cesado),

    los

    anticastristas

    (traicionados

    en

    Bahía

    Cochinos),

    la

    Cuba

    de

    Castro

    (a

    la

    que

    no

    dejaron

    de

    hostigar

    en

    ningún

    momento),

    los

    segregacionistas

    (humillados

    en

    Mississippi

    y

    Alabama),

    el

    complejo

    militar

    (asustado

    ante

    un

    posible

    final

    de

    la

    Guerra

    de

    Vietnam),

    la

    Reserva

    Federal

    (que

    veía

    cómo

    JFK

    mandaba

    fabricar

    sus

    propios

    dólares)

    y

    la

    Mafia

    (que

    se

    sentía

    perseguida,

    especialmente

    por

    Robert).

    ¿Quién

    da

    más?,

    ¿Hubo

    algún

    presidente

    que

    se

    metiera

    en

    tantos

    charcos

    en

    tan

    poco

    tiempo?

    ¿Se

    siguen

    ustedes

    preguntando

    todavía

    quién

    mató

    a

    JFK

    y

    por

    qué?

    Acompañaba

    a

    John

    Fitzgerald

    Kennedy

    en

    su

    aventura

    de

    1960

    un

    grupo

    de

    jóvenes

    entusiastas

    nacidos

    en

    el

    siglo

    XX,

    que

    formaban

    un

    equipo

    solidario

    e

    incondicional,

    compuesto

    entre

    otros

    por:

    McGeorge

    Bundy,

    Robert

    McNamara,

    Lawrence

    O´Brien,

    Kenneth

    O´Donnell,

    Dave

    Power,

    Pierre

    Salinger,

    Arthur

    Schlesinger,

    Jerry

    Bruno,

    Fred

    Dutton,

    Richard

    Goodwin,

    John

    Seigenthaler,

    Walter

    Sheridan,

    Ed

    Guthman,

    Frank

    Mankiewicz

    y

    Ted

    Sorensen…

    ¿Se

    siguen

    ustedes

    preguntando

    quién

    mató

    a

    RFK?

    Acompañaba

    a

    Robert

    Francis

    Kennedy

    en

    su

    aventura

    de

    1968

    un

    grupo

    de

    jóvenes

    entusiastas

    nacidos

    en

    el

    siglo

    XX,

    que

    formaban

    un

    equipo

    solidario

    e

    incondicional,

    compuesto

    entre

    otros

    por:

    McGeorge

    Bundy,

    Robert

    McNamara,

    Lawrence

    O´Brien,

    Kenneth

    O´Donnell,

    Dave

    Power,

    Pierre

    Salinger,

    Arthur

    Schlesinger,

    Jerry

    Bruno,

    Fred

    Dutton,

    Richard

    Goodwin,

    John

    Seigenthaler,

    Walter

    Sheridan,

    Ed

    Guthman,

    Frank

    Mankiewicz

    y

    Ted

    Sorensen…

    18

    Efectivamente,

    SON

    LOS

    MISMOS.

    Son

    todos

    aquellos

    jóvenes

    idea-

    listas

    a

    los

    que

    las

    balas

    de

    la

    Plaza

    Dealy

    de

    Dallas

    no

    pudieron

    volar

    la

    cabeza.

    Son

    los

    mismos

    que

    estarían

    dispuestos

    a

    formar

    parte

    del

    gabine-

    te

    de

    Robert,

    si

    ganaba

    las

    elecciones

    de

    1968,

    con

    el

    mismo

    entusiamo

    que

    lo

    hicieron

    en

    torno

    al

    presidente

    Kennedy.

    Pero

    estamos

    todavía

    en

    la

    primera

    fase

    de

    la

    vida

    de

    Bobby.

    Ese

    periodo

    de

    tiempo

    en

    que

    toda

    su

    fuerza,

    sus

    conocimientos

    y

    sus

    acciones

    están

    encaminados

    a

    engrandecer

    la

    figura

    de

    su

    hermano.

    Sus

    armas,

    las

    de

    siempre.

    Hasta

    tal

    punto

    no

    se

    permitía

    esforzarse

    menos

    que

    los

    demás

    que

    cuentan

    que

    en

    una

    ocasión,

    tras

    salir

    de

    su

    oficina

    en

    el

    Departamento

    de

    Justicia

    a

    las

    dos

    de

    la

    madrugada,

    pasó

    por

    delante

    de

    las

    oficinas

    de

    los

    Teamsters

    y

    vio

    la

    luz

    del

    despacho

    de

    Jimmy

    Hoffa

    encendida.

    ¿Cuál

    fue

    su

    reacción?

    Se

    dio

    la

    vuelta,

    se

    metió

    en

    su

    despacho

    y

    siguió

    trabajan-

    do

    hasta

    empezar

    la

    jornada

    del

    día

    siguiente.

    (Cuando

    esta

    anécdota

    llegó

    a

    oídos

    de

    Hoffa,

    el

    líder

    de

    los

    Teamsters

    dio

    la

    orden

    de

    no

    apagar

    nunca

    la

    luz

    de

    su

    despacho

    cuando

    se

    fuera

    a

    su

    casa).

    Con

    esta

    fuerza

    se

    enfrentó

    a

    la

    corrupción

    de

    los

    sindicatos,

    al

    crimen

    organizado,

    al

    poder

    ilimitado

    de

    la

    CIA

    y

    del

    FBI,

    a

    los

    segregacionistas,

    a

    los

    anticastristas

    y

    a

    Fidel

    Castro.

    Para

    John

    Kennedy

    la

    lucha

    no

    era

    algo

    personal.

    Él

    era

    un

    hombre

    de

    Estado,

    un

    intelectual;

    pero

    además

    tenía

    a

    Robert,

    que

    no

    dudaba

    en

    bajar

    al

    fango

    y

    enfrentarse

    personalmente

    con

    Sam

    Giancana,

    al

    que

    llegó

    a

    decirle

    que

    sonreía

    como

    una

    niñita;

    a

    Carlos

    Marcello,

    al

    que

    secuestró

    literalmente

    y

    dejó

    tirado

    en

    una

    selva

    de

    Guatemala;

    a

    Jimmy

    Hoffa,

    con

    quien

    llegó

    a

    cogerse

    de

    la

    pechera;

    a

    Edgar

    Hoover,

    al

    que

    le

    dijo

    que

    dejara

    de

    perder

    el

    tiempo

    persiguiendo

    comunistas

    y

    estuviera

    más

    pendiente

    del

    crimen

    organizado;

    o

    al

    General

    Walker,

    al

    que

    ingresó

    en

    un

    hospital

    psiquiátrico.

    Todos

    ellos,

    curiosa-

    mente,

    fueron

    relacionados,

    de

    una

    forma

    u

    otra

    con

    el

    magnicidio

    de

    Dallas.

    Los

    hermanos

    Kennedy

    tuvieron

    una

    predisposición

    congénita.

    Una

    marca

    de

    nacimiento,

    que

    hacía

    que

    su

    política

    incidiera

    solo

    en

    el

    mundo

    que

    habían

    conocido,

    que

    les

    rodeaba,

    pero

    que

    pasaba

    de

    puntillas

    por

    todo

    aquello

    que

    no

    habían

    llegado

    a

    sufrir:

    eran

    ricos

    desde

    el

    día

    en

    que

    vieron

    la

    luz

    en

    Brookline,

    Massachussets.

    Si

    dieron

    la

    cara

    ante

    los

    19

    problemas

    por

    la

    segregación

    racial

    o

    con

    el

    drama

    de

    la

    pobreza,

    fue

    casi

    siempre

    a

    remolque,

    cuando

    se

    desencadenaron

    acontecimientos

    explosi-

    vos

    que

    requirieron

    una

    acción

    inmediata.

    Pero

    supieron

    reaccionar.

    Entre

    la

    gente

    de

    JFK

    había

    muchos

    irlandeses,

    pero

    teníamos

    que

    rebuscar

    para

    encontrar

    un

    negro.

    Esa

    era

    todavía

    la

    vida

    de

    los

    años

    sesenta

    en

    los

    Estados

    Unidos.

    Cuando

    contrató

    personalmente

    al

    joven

    afroamericano

    Abraham

    Bolden

    para

    el

    Servicio

    Secreto

    en

    la

    Casa

    Blanca,

    no

    tardaron

    en

    hacerle

    la

    vida

    imposible

    sus

    compañeros

    y

    mandarle

    de

    vuelta

    a

    Chicago.

    Ni

    John

    ni

    Robert

    habían

    bajado

    nunca

    al

    fango

    para

    ver,

    oír,

    tocar

    y

    oler

    de

    primera

    mano

    la

    miseria

    de

    los

    que

    solo

    podían

    comer

    una

    vez

    al

    día

    ni

    de

    los

    que

    no

    podían

    compartir

    autobús,

    escuela

    o

    fuentes

    públicas

    con

    los

    blancos.

    Quizás

    por

    eso,

    en

    la

    larga

    batalla

    en

    que

    se

    enredaron

    Robert

    Kennedy

    y

    Jimmy

    Hoffa,

    no

    todas

    las

    simpatías

    estuvieron

    siempre

    del

    lado

    del

    primero.

    La

    gente

    veía

    a

    uno

    de

    ellos

    como

    un

    niño

    rico

    de

    nacimiento,

    al

    que

    le

    habían

    servido

    todo

    en

    bandeja

    de

    plata,

    y

    al

    otro,

    como

    un

    hombre

    hecho

    a

    mismo

    que

    desde

    muy

    niño

    llevó

    el

    peso

    de

    su

    familia

    y

    supo

    salir

    adelante.

    Además,

    para

    muchos,

    Jimmy

    era

    un

    infatigable

    defensor

    de

    los

    trabajadores

    contra

    la

    explotación

    de

    los

    patronos.

    Una

    prueba

    de

    ello

    es

    que

    su

    hijo,

    James

    Hoffa

    Jr.,

    sigue

    siendo

    el

    presidente

    de

    los

    Team-

    sters

    desde

    que

    fuera

    elegido

    por

    primera

    vez

    en

    1999.

    Con

    la

    última

    palada

    de

    tierra

    sobre

    el

    féretro

    del

    presidente

    Kennedy

    se

    inicia

    la

    segunda

    fase

    de

    la

    vida

    de

    Robert.

    Una

    fase

    que

    arranca

    con

    un

    sentimiento

    brutal

    de

    culpabilidad

    por

    lo

    ocurrido.

    Los

    enemigos

    de

    John

    se

    los

    había

    proporcionado

    él

    mismo.

    Eran

    «ellos»,

    como

    los

    definiría

    Jackie

    Kennedy,

    cuando

    todavía

    llevaba

    entre

    sus

    guantes

    blancos

    un

    pedazo

    del

    cerebro

    de

    su

    marido,

    los

    que

    habían

    disparado

    contra

    su

    hermano

    unas

    balas

    que

    sin

    duda

    alguna

    iban

    dirigidas

    a

    su

    persona.

    Nadie

    definiría

    mejor

    esta

    situación

    que

    Carlos

    Marcello,

    el

    capo

    de

    la

    Mafia

    de

    Louisiana,

    cuando

    dijo

    aquello

    de

    que

    «si

    cortas

    el

    rabo

    al

    perro,

    este

    sigue

    ladrando;

    pero

    si

    le

    cortas

    la

    cabeza,

    todo

    se

    acabó».

    No

    volvió

    por

    su

    despacho

    en

    el

    Departamento

    de

    Justicia

    hasta

    el

    4

    de

    diciembre.

    Después

    de

    un

    periodo

    de

    depresión

    profunda

    que

    le

    lleva

    a

    ponerse

    la

    ropa

    de

    su

    hermano,

    visitar

    su

    tumba

    de

    madrugada,

    fumar

    sus

    ciga-

    rros,

    leer

    a

    sus

    clásicos

    favoritos

    y

    quién

    sabe

    si

    acostarse

    con

    su

    mujer;

    dos

    hechos

    le

    devuelven

    al

    mundo,

    como

    a

    un

    boxeador

    que

    le

    suena

    la

    20

    campana

    anunciando

    el

    siguiente

    asalto.

    El

    primero,

    parte

    desde

    una

    con-

    versación

    con

    el

    nuevo

    presidente

    Lyndon

    Johnson,

    cuando

    le

    informa

    de

    que

    ya

    tiene

    decidido

    quién

    le

    acompañará

    como

    vicepresidente

    en

    las

    elecciones

    de

    ese

    año

    1964.

    Fue

    una

    decepción.

    No

    es

    que

    Bobby

    estuviera

    por

    la

    labor,

    pero

    lo

    que

    no

    se

    esperaba

    es

    que

    Johnson

    le

    dijera:

    «Tú,

    no».

    El

    segundo

    hecho,

    y

    mucho

    más

    importante,

    se

    produce

    tras

    su

    renun-

    cia

    a

    la

    Fiscalía

    General

    del

    Estado

    y

    la

    obtención

    de

    su

    acta

    de

    senador

    por

    Nueva

    York.

    Está

    a

    punto

    de

    nacer

    el

    nuevo

    Kennedy.

    Bobby

    empieza

    a

    tener

    contacto

    físico

    con

    los

    que

    sufren:

    con

    los

    pobres,

    con

    los

    negros

    y

    otras

    minorías

    que

    ven

    cómo

    sus

    hijos

    son

    enviados

    a

    la

    guerra

    de

    Vietnam.

    Y

    no

    tarda

    en

    darse

    cuenta

    de

    que

    en

    muchos

    casos

    unos

    y

    otros

    forman

    un

    mismo

    colectivo.

    Su

    escaño

    le

    lleva

    a

    visitar

    los

    lugares

    más

    pobres

    de

    Nueva

    York

    y

    a

    implicarse

    a

    pecho

    descubierto

    en

    sus

    problemas.

    Un

    ejemplo

    fue

    su

    intervención

    en

    Bedford-Stuyvensant,

    donde

    ayudó

    a

    cambiar

    la

    fisonomía

    del

    barrio

    de

    arriba

    abajo.

    Empezó

    a

    recorrer

    su

    país

    y

    a

    visitar

    a

    los

    más

    desfavorecidos.

    Nada

    le

    impresionará

    más

    desde

    el

    asesinato

    de

    su

    hermano

    que

    la

    visión

    de

    los

    niños

    negros

    del

    área

    de

    Mississippi

    viviendo

    rodeados

    de

    ratas,

    sin

    esco-

    larizar

    y

    comiendo

    solamente

    una

    vez

    al

    día

    lo

    poco

    que

    sus

    padres

    eran

    capaces

    reunir

    para

    meter

    en

    el

    puchero.

    «No

    estoy

    hablando

    de

    estadísti-

    cas.

    Yo

    los

    he

    visto»,

    repetiría

    con

    desesperación

    una

    y

    otra

    vez.

    Se

    introdu-

    cía

    en

    guetos

    y

    en

    zonas

    peligrosas,

    no

    quería

    que

    entraran

    los

    fotógrafos.

    Era

    cosa

    suya.

    Quería

    olerlos,

    sentir

    como

    sentían

    aquellos

    desamparados,

    quería

    tocarlos.

    En

    sus

    siguientes

    discursos

    ya

    estaría

    incorporada

    para

    siempre

    su

    lucha

    por

    eliminar

    las

    diferencias

    entre

    ricos

    y

    pobres,

    blancos

    y

    negros

    y

    jóvenes

    y

    viejos.

    Cuando

    viajaba

    al

    extranjero

    no

    solo

    se

    conformó

    con

    asistir

    a

    las

    grandes

    celebraciones

    en

    su

    honor,

    también

    visitó

    los

    barrios

    más

    pobres

    de

    Lima,

    el

    gueto

    de

    Soweto

    o

    las

    favelas

    de

    Brasil;

    fue

    escupido

    y

    zaran-

    deado

    en

    la

    Universidad

    de

    la

    Concepción,

    en

    Chile.

    Escuchó

    con

    estoi-

    cismo

    la

    opinión

    que

    las

    gentes

    de

    estos

    países

    tenían

    sobre

    los

    Estados

    Unidos

    y

    reflexionaba

    en

    voz

    alta

    ante

    sus

    colaboradores:

    «¿Habéis

    visto

    cómo

    viven?

    Viven

    como

    animales.

    Ni

    siquiera

    tienen

    para

    comer.

    ¿Dónde

    están

    los

    millones

    de

    dólares

    de

    la

    ayuda

    norteameri-

    cana?

    ¿Si

    vivieras

    así

    no

    serías

    comunista?

    Yo

    sí».

    21

    Estas

    palabras

    provocadoras

    podían

    ser

    toleradas

    en

    alguien

    que,

    como

    Bobby,

    siempre

    se

    había

    declarado

    anticomunista

    y

    siempre

    había

    esgrimido

    la

    grandeza

    de

    los

    Estados

    Unidos

    como

    acicate

    para

    todos

    los

    cambios

    que

    quería

    para

    la

    nueva

    sociedad.

    ¿Se

    imaginan

    a

    cualquier

    polí-

    tico

    liberal

    español

    diciendo

    cosas

    parecidas?

    Este

    es

    el

    Robert

    Kennedy

    de

    la

    segunda

    fase

    de

    su

    vida.

    Un

    hombre

    que

    se

    da

    cuenta

    de

    que

    cuantas

    menos

    cosas

    utiliza,

    menos

    necesita.

    Ni

    la

    ropa

    ni

    los

    signos

    externos

    de

    riqueza

    le

    seducen.

    Sabe

    que

    es

    un

    privile-

    giado

    y

    mantiene

    a

    su

    familia

    en

    una

    burbuja

    de

    prosperidad

    y

    abundan-

    cia.

    Al

    fin

    y

    al

    cabo,

    es

    un

    Kennedy;

    pero

    tampoco

    se

    olvida

    de

    transmitir

    a

    sus

    hijos

    que

    hay

    mucha

    gente

    que

    lo

    pasa

    muy

    mal

    y

    que

    no

    todos

    los

    días

    se

    puede

    sentar

    a

    la

    mesa

    tres

    veces

    ante

    un

    plato

    de

    comida.

    En

    los

    años

    anteriores

    a

    tomar

    la

    decisión

    de

    presentar

    su

    candidatura

    presidencial,

    se

    desgasta

    en

    el

    Senado

    en

    discursos

    contra

    la

    guerra

    de

    Vietnam,

    contra

    la

    pobreza,

    contra

    la

    discriminación

    racial,

    pero

    sabe

    que

    en

    el

    fondo

    aquello

    no

    deja

    de

    ser

    un

    brindis

    al

    sol.

    Y

    es

    muy

    poco

    lo

    que

    puede

    conseguir

    yéndose

    a

    hablar

    con

    el

    titular

    de

    Agricultura

    y

    solicitar

    ayudas

    para

    tal

    o

    cual

    colectivo

    o

    visitar

    determinadas

    empresas

    para

    pe-

    dirles

    que

    inviertan

    en

    tal

    o

    cual

    barrio.

    Sabe

    que

    estas

    cosas

    en

    Estados

    Unidos

    se

    combaten

    firmando

    órdenes

    ejecutivas

    desde

    la

    presidencia.

    Todo

    ello,

    con

    el

    absoluto

    convencimiento

    de

    que,

    con

    sus

    pasos,

    lo

    único

    que

    está

    haciendo

    es

    seguir

    adelante

    con

    el

    legado

    de

    su

    hermano.

    Todo

    lo

    que

    hace

    es

    pensando

    en

    John.

    Es

    un

    número

    dos

    sin

    un

    número

    uno.

    Pero

    si

    hay

    algo

    claro

    en

    su

    cabeza

    es

    que

    no

    tiene

    miedo.

    Al

    otro

    lado

    de

    la

    vida

    están

    sus

    queridos

    hermanos.

    La

    vida

    es

    finita

    y

    tarde

    o

    temprano

    tendrá

    que

    reunirse

    con

    ellos.

    Las

    lecturas

    de

    Sartre

    y

    Camus

    le

    han

    convertido

    en

    un

    existencialista.

    La

    numerosa

    prole

    está

    en

    buenas

    manos

    con

    su

    esposa

    Ethel,

    que

    en

    nada

    desmerece

    a

    su

    madre

    Rose

    en

    la

    empresa

    de

    criar

    una

    familia

    numerosa.

    Su

    poema

    favorito

    no

    sería

    Tengo

    una

    cita

    con

    la

    muerte

    ,

    ni

    siquiera

    aquel

    pasaje

    de

    Esquilo

    que

    recordó

    el

    día

    que

    asesinaron

    a

    Martin

    Luther

    King.

    Sin

    saberlo,

    los

    versos

    que

    más

    le

    identificaban

    eran

    aquellos

    de

    John

    Donne,

    que

    daban

    paso

    a

    la

    novela

    de

    Ernest

    Hemingway

    Por

    quién

    doblen

    las

    campanas

    :

    22

    Ningún

    hombre

    es

    una

    isla

    entera

    por

    mismo.

    Cada

    hombre

    es

    una

    pieza

    del

    continente,

    una

    parte

    del

    todo.

    Si

    el

    mar

    se

    lleva

    una

    porción

    de

    tierra,

    toda

    Europa

    queda

    disminuida,

    como

    si

    fuera

    un

    promontorio,

    la

    casa

    de

    uno

    de

    tus

    amigos,

    o

    la

    tuya

    propia.

    Ninguna

    persona

    es

    una

    isla;

    la

    muerte

    de

    cualquiera

    me

    afecta,

    porque

    me

    encuentro

    unido

    a

    toda

    la

    humanidad;

    por

    eso,

    nunca

    preguntes

    por

    quién

    doblan

    las

    campanas;

    están

    doblando

    por

    ti.

    Sus

    grandes

    enemigos

    se

    han

    olvidado

    de

    su

    persona.

    Incluso

    es

    posible

    que

    hasta

    sientan

    lástima

    por

    él.

    Como

    dijo

    Jimmy

    Hoffa:

    «

    Ahora

    no

    es

    más

    que

    un

    abogado

    más

    »

    .

    Las

    balas

    que

    un

    día

    podían

    haber

    estado

    apuntando

    hacia

    su

    cabeza

    ya

    no

    cubren

    ni

    los

    costes

    de

    alojarse

    en

    su

    cerebro.

    Su

    poder

    es

    casi

    cero.

    Como

    él

    mismo

    reconoce

    «

    ya

    ni

    siquiera

    se

    me

    ponen

    al

    teléfono

    ».

    Mantiene

    una

    relación

    de

    odio

    amable

    con

    el

    presidente

    Johnson,

    quien

    le

    asegura

    que

    tendrá

    todo

    su

    apoyo

    para

    las

    elecciones

    de

    1972,

    pero

    que

    no

    le

    toque

    las

    narices.

    Lo

    que

    significaba

    decir

    mucho.

    Bobby

    había

    mantenido

    el

    discurso,

    hasta

    los

    últimos

    días

    de

    enero

    de

    1968

    ,

    de

    que

    no

    se

    presentaría

    a

    las

    presidenciales

    y

    apoyaría

    a

    Lyndon,

    a

    pesar

    de

    sus

    grandes

    diferencias

    por

    la

    Guerra

    de

    Vietnam.

    Si

    hubiera

    sido

    un

    torero,

    alguien

    podría

    haber

    pensado

    que

    quería

    morir

    en

    la

    plaza.

    Su

    forma

    arriesgada

    de

    encarar

    el

    contacto

    con

    la

    gente,

    su

    negativa

    a

    tener

    más

    protección

    que

    la

    de

    sus

    amigos

    negros,

    los

    gigantones

    Roosevelt

    Greer,

    ex

    jugador

    de

    fútbol

    americano,

    y

    Rafer

    Johnson,

    campeón

    olímpico

    de

    decatlón;

    hacía

    ver

    fantasmas

    entre

    todos

    los

    que

    le

    rodeaban;

    desde

    su

    mujer

    Ethel

    hasta

    su

    cuñada

    Jackie,

    pasando

    por

    todos

    y

    cada

    uno

    de

    sus

    asesores

    que

    sufrían

    cada

    día

    las

    acometidas

    de

    un

    público

    enfervori-

    zado

    y

    saltaban

    asustados

    ante

    la

    menor

    ruido

    extraño

    que

    se

    escuchara

    a

    su

    alrededor.

    Robert

    asumía

    todos

    los

    riesgos

    como

    un

    torero.

    Y

    con

    otro

    torero

    se

    hizo

    una

    foto

    para

    la

    posteridad.

    Todo

    fue

    muy

    casual.

    Parece

    que

    la

    sorprendente

    presencia

    de

    Manuel

    Benítez,

    el

    día

    10

    de

    noviembre

    de

    1965,

    en

    una

    reunión

    en

    el

    Instituto

    Cultural

    Peruano

    Norteamericano

    en

    el

    centro

    de

    Lima,

    pudo

    obedecer

    a

    algún

    comentario

    que

    el

    propio

    Bobby

    realizara

    a

    su

    llegada

    a

    la

    capital

    del

    Perú

    sobre

    El

    23

    Cordobés,

    que

    se

    encontraba

    allí

    participando

    en

    los

    festejos

    del

    segundo

    centenario

    de

    la

    plaza

    de

    limeña

    de

    Acho.

    En

    principio

    aquel

    encuentro

    solo

    iba

    a

    contar

    con

    la

    presencia

    de

    estudiantes

    y

    de

    algún

    político,

    pero

    a

    alguien

    le

    debió

    de

    parecer

    simpático

    poder

    juntar

    a

    las

    dos

    personalida-

    des

    extranjeras

    más

    populares

    que

    en

    ese

    momento

    visitaban

    Perú.

    Bobby

    conocía

    las

    hazañas

    de

    Manuel,

    porque

    en

    alguna

    ocasión

    le

    había

    puesto

    como

    ejemplo

    de

    valentía

    y

    arrojo.

    Algún

    periodista

    ameri-

    cano

    lo

    mencionaba

    erróneamente

    como

    Manolete,

    pero

    Robert

    no

    tenía

    dudas,

    había

    visto

    fotografías

    del

    diestro

    de

    Palma

    del

    Río

    levantándose

    ensangrentado

    después

    del

    revolcón

    de

    un

    toro,

    indicándole

    a

    la

    cuadrilla,

    con

    el

    traje

    de

    luces

    hecho

    girones

    y

    ensangrentado,

    que

    le

    dejaran

    solo.

    Como

    sin

    duda

    alguna,

    había

    visto

    la

    foto

    que

    dio

    la

    vuelta

    al

    mundo

    del

    Manuel

    Benítez,

    en

    los

    Sanfermines

    de

    ese

    año

    1967,

    sobre

    una

    arena

    sem-

    brada

    de

    almohadillas,

    saludando

    al

    público

    impertérrito

    mientras

    le

    abu-

    cheaban.

    Así

    se

    sintió

    él

    mismo

    cuando

    le

    gritaban

    en

    la

    Universidad

    de

    Waseda,

    en

    Japón,

    o

    cuando

    le

    escupían

    en

    la

    Universidad

    de

    Concepción,

    en

    Chile.

    Además,

    la

    gente

    encontraba

    cierto

    parecido

    físico

    entre

    ellos,

    como

    se

    podía

    comprobar

    en

    las

    fotos

    de

    la

    revista

    Life,

    donde

    aparecían

    ambos

    sonrientes,

    con

    el

    flequillo

    tapándoles

    la

    frente,

    una

    amplia

    sonrisa

    llena

    de

    dientes,

    la

    misma

    arruga

    alrededor

    de

    la

    boca

    y

    la

    muerte

    bordada

    en

    la

    cara.

    Ese

    enfrentarse

    con

    el

    toro

    de

    cada

    día

    con

    tanto

    arrojo;

    ese

    mezclarse

    con

    las

    personas

    más

    humildes

    y

    con

    las

    más

    poderosas;

    ese

    saber

    que

    estaba

    jugándose

    la

    vida

    en

    cada

    lance

    y

    aceptarlo.

    Ese

    «O

    llevarás

    luto

    por

    mí»

    fue

    ni

    más

    ni

    menos,

    aunque

    suene

    frívolo

    o

    banal,

    lo

    que

    hizo

    Robert

    Kennedy

    desde

    el

    día

    en

    que

    decidió

    ser

    presidente

    de

    los

    Estados

    Unidos.

    Como

    banal

    puede

    ser

    la

    comparación

    de

    las

    fotografías

    de

    Bobby

    con

    las

    de

    Manuel

    Benítez:

    ambos

    llevados

    a

    hombros

    por

    la

    multitud

    o

    siendo

    escupidos

    e

    insultados

    por

    otros;

    rodeados

    por

    una

    muchedumbre

    que

    al

    uno

    robaba

    los

    gemelos

    y

    al

    otro

    los

    alamares

    de

    su

    traje

    de

    luces.

    Y,

    en

    fin,

    fotografías

    que

    reflejaban

    a

    ambos

    hombres

    yaciendo,

    uno

    por

    heridas

    de

    asta

    de

    otro

    y

    el

    otro

    por

    las

    heridas

    de

    un

    revólver

    de

    calibre

    22.

    Como

    dijo

    el

    periodista

    y

    escritor

    Thurston

    Clarke:

    «La

    campaña

    electoral

    de

    Robert

    Kennedy

    fue

    un

    suicidio

    a

    cámara

    lenta».

    Apenas

    unas

    horas

    antes

    de

    su

    muerte,

    Robert

    Kennedy

    estuvo

    ha-

    blando

    telefónicamente

    con

    su

    amigo

    y

    asesor

    Kenneth

    O´Donnell.

    «Por

    24

    primera

    vez

    me

    he

    quitado

    de

    encima

    la

    sombra

    de

    mi

    hermano.

    Siento

    que

    lo

    que

    he

    hecho

    lo

    he

    conseguido

    por

    mismo»,

    le

    confesó.

    A

    partir

    de

    ese

    momento

    tuvo

    miedo,

    un

    temor

    que

    se

    pudo

    apreciar

    en

    su

    último

    discurso

    en

    el

    Hotel

    Ambassador.

    Cuando

    terminó

    de

    hablar,

    se

    dejó

    llevar

    hacia

    la

    muerte.

    Sus

    enemigos

    de

    siempre

    no

    estaban

    dormidos

    aquel

    5

    de

    junio,

    ni

    tampoco

    muertos

    ni

    encarcelados.

    Estaban

    esperando

    en

    un

    silente

    acecho.

    No

    querían

    rememorar

    pesadillas

    del

    pasado.

    Temían

    que

    la

    resurrección

    de

    John

    Kennedy

    tomara

    cuerpo

    en…

    Robert

    Kennedy

    McGeorge

    Bundy,

    Robert

    McNamara,

    Lawrence

    O´Brien,

    Kenneth

    O´Donnell,

    Dave

    Power,

    Pierre

    Salinger,

    Arthur

    Schlesinger,

    Jerry

    Bruno,

    Fred

    Dutton,

    Richard

    Goodwin,

    Frank

    Mankiewicz

    John

    Seigenthaler,

    Walter

    Sheridan,

    Ted

    Sorensen…

    Los

    mismos

    hombres

    nacidos

    en

    el

    siglo

    XX

    que

    contribuyeron

    con

    su

    esfuerzo

    y

    su

    inteligencia,

    durante

    la

    presidencia

    de

    John

    Fitzgerald

    Kennedy,

    a

    enfrentarse

    a:

    Los

    anticastristas

    Fidel

    Castro

    La

    CIA

    Edgar

    Hoover

    Los

    segregacionistas

    La

    Mafia

    25

    Los

    magnates

    del

    petróleo

    La

    Reserva

    Federal

    El

    complejo

    militar

    Los

    sindicatos

    corruptos

    27

    1

    Nacido

    entre

    gallos

    de

    pelea

    «El

    gran

    mérito

    que

    tiene

    este

    muchacho

    es

    el

    espíritu

    de

    su-

    peración

    en

    su

    lucha

    interna

    por

    llegar

    a

    ser

    como

    sus

    brillantes

    hermanos

    mayores»

    Joe

    Kennedy

    (Padre

    de

    Robert)

    Ro

    bert

    Francis

    Kennedy

    nació

    un

    20

    de

    noviembre

    de

    1925

    en

    Brookline,

    Massachussets,

    justo

    en

    la

    mitad

    de

    aquellos

    locos

    años

    veinte

    que

    disfrutaba

    la

    sociedad

    norteamericana

    comandada

    por

    el

    presidente

    Calvin

    Coolidge.

    Es

    también

    el

    paraíso

    donde

    su

    padre

    Joe

    Kennedy

    resplandecía

    como

    el

    paradigma

    del

    sueño

    americano,

    convertido

    en

    el

    presidente

    de

    banca

    más

    joven

    de

    la

    historia

    de

    América

    a

    sus

    25

    años.

    Mientras

    la

    burbuja

    especulativa

    iba

    creciendo

    cada

    día

    más,

    en

    Alemania,

    a

    la

    otra

    parte

    del

    Atlántico,

    Adolf

    Hitler

    publicaba

    su

    Mein

    Kampf

    (Mi

    lucha)

    y

    España

    junto

    a

    Francia

    estudiaba

    soluciones

    militares

    para

    la

    Guerra

    de

    Marruecos

    en

    su

    lucha

    contra

    Ad-el-Krim,

    que

    encabezaba

    la

    resistencia

    rifeña.

    Por

    su

    parte

    Rafael

    Alberti

    publicaba

    su

    Marinero

    en

    tierra

    ;

    John

    Dos

    Passos,

    Manhattan

    transfer;

    y

    Francis

    Scott

    Fitzgerald

    reflejaba

    como

    nadie

    esos

    felices

    años

    veinte

    en

    El

    gran

    Gatsby

    .

    El

    presidente

    Calvin

    Coolidge

    era

    un

    abogado

    de

    Vermont

    que

    ese

    mismo

    año

    de

    1925

    había

    iniciado

    su

    segundo

    mandato

    al

    frente

    de

    la

    Casa

    Blanca.

    El

    primero,

    al

    igual

    que

    Harry

    S.

    Truman

    y

    Lyndon

    B.

    Johnson,

    lo

    cumplió

    obligado

    por

    el

    fallecimiento

    de

    su

    antecesor.

    Quizás

    como

    un

    presagio

    para

    los

    hermanos

    Kennedy,

    este

    político

    republicano,

    nacido

    también

    en

    Masachussets

    como

    Joseph,

    como

    John

    y

    como

    Robert,

    había

    comenzado

    la

    carrera

    política

    en

    su

    Estado

    natal,

    donde

    llegaría

    a

    ser

    más

    tarde

    gobernador

    y

    desde

    allí

    pasar

    a

    ser

    inquilino

    de

    la

    Casa

    Blanca.

    28

    Robert

    Francis,

    séptimo

    hijo

    de

    Joseph

    Patrick

    Kennedy

    y

    Rose

    Elisa-

    beth

    Fitzgerald,

    lo

    tuvo

    bastante

    difícil

    para

    sobresalir

    entre

    sus

    hermanos

    desde

    el

    mismo

    día

    de

    su

    nacimiento.

    La

    jerarquía

    se

    llevaba

    a

    rajatabla

    en

    la

    familia.

    Era

    el

    tercer

    varón,

    tras

    Joseph

    y

    John,

    pero

    se

    encontraba

    en

    el

    furgón

    de

    cola

    cronológico

    en

    esa

    lista

    de

    nueve

    vástagos

    *

    .

    Situado

    en

    la

    foto

    familiar

    entre

    dos

    mujeres,

    Pat

    había

    nacido

    un

    año

    antes

    y

    Jean

    —que

    aún

    vivía

    en

    2018—

    tres

    años

    después,

    en

    1928;

    para

    su

    desgracia,

    siete

    años

    más

    tarde,

    cuando

    parecía

    que

    la

    matriarca

    Rose

    le

    había

    cantado

    las

    cuarenta

    al

    adúltero

    de

    su

    marido

    y

    obstaculizado

    cualquier

    intento

    de

    acercamiento

    al

    tálamo

    conyugal,

    nació

    el

    pequeño

    Ted.

    Un

    bebé

    encanta-

    dor

    y

    rollizo

    que

    siempre

    gozó

    entre

    sus

    hermanos

    del

    privilegio

    de

    ser

    el

    pequeñín

    mimado

    de

    la

    familia.

    Entre

    John,

    el

    segundo

    varón

    ,

    y

    Joseph,

    el

    primogénito,

    habían

    nacido

    cuatro

    mujeres:

    Rosemary

    (1918),

    Kathleen

    (1920),

    Eunice

    (1921)

    y

    la

    propia

    Pat

    (1924),

    que

    ponían

    más

    tierra

    de

    por

    medio

    con

    sus

    referentes

    masculinos,

    que

    además

    eran

    brillantes

    y

    luchadores.

    Ante

    esta

    situación,

    su

    abuela

    materna

    Josie

    Hannon

    Fitzgerald

    se

    temió

    lo

    peor:

    «este

    niño

    va

    a

    terminar

    siendo

    un

    afeminado».

    Pero

    lo

    peor

    para

    el

    pequeño

    Bobby

    era

    quedarse

    descolgado

    de

    sus

    tres

    hermanos

    mayores,

    Joseph,

    John

    y

    Ka-

    thleen,

    que

    formaban

    el

    llamado

    trío

    de

    oro

    y

    se

    mantenían

    especialmente

    unidos,

    distantes

    del

    resto

    de

    la

    prole.

    En

    ese

    grupo

    no

    estaba

    incluida

    su

    hermana

    Rosemary,

    a

    la

    que

    hubiera

    correspondido

    pertenecer

    de

    pleno

    derecho

    por

    ser

    la

    primera

    de

    *

    Joseph

    Patrick

    (1915-1944),

    John

    F.

    (1917-1963),

    Rosemary

    (1918-2005),

    Kathleen

    (1920-

    1948),

    Eunice

    (1921-2009),

    Patricia

    (1924-2006),

    Robert

    (1925-1968),

    Jean

    (1928-

    )

    y

    Edward

    (1932-2009).

    MAGNICIDIO:

    120

    HORAS

    Desde

    las

    21

    horas

    del

    día

    3

    de

    junio

    hasta

    que

    los

    restos

    mortales

    de

    Robert

    kennedy

    reposaran

    para

    siempre

    en

    el

    cementerio

    de

    Arlington,

    en

    la

    noche

    del

    sábado

    día

    8,

    recorremos

    minuto

    a

    minuto

    la

    historia

    del

    magnicidio

    que

    volvió

    a

    hacer

    tambalear

    la

    historia.

    29
    LUNES
    3
    DE
    JUNIO

    21:00

    Robert

    Kennedy

    se

    instala

    en

    Malibú

    ,

    en

    la

    casa

    de

    su

    amigo

    el

    director

    de

    cine

    John

    Frankenheimer,

    donde

    pasará

    la

    noche.

    Está

    agotado,

    ha

    recorrido

    más

    de

    mil

    doscientas

    millas

    en

    las

    últimas

    doce

    horas.

    21:30

    Desde

    esa

    noche

    y

    durante

    la

    madrugada

    ,

    la

    seguridad

    de

    hotel

    estará

    formada

    por

    diez

    empleados

    del

    hotel

    y

    seis

    empleados

    de

    seguridad

    de

    Ace

    Guards.

    22:00

    U

    na

    vecina

    llama

    a

    la

    policía

    porque

    ve

    a

    un

    hombre

    sos-

    pechoso

    frente

    a

    la

    puerta

    de

    Frankenhei-

    mer;

    le

    pregunta

    qué

    hace

    allí

    y

    el

    hombre

    responde

    que

    es

    un

    técnico

    de

    televisión.

    No

    queda

    convencida

    y

    llama

    a

    la

    policía.

    Los

    agentes

    le

    dicen

    que

    si

    el

    hombre

    no

    hace

    nada

    malo

    ellos

    no

    pueden

    tomar

    ninguna

    iniciativa.

    Da

    la

    impresión

    de

    que

    se

    ejerce

    cierta

    vigilancia

    en

    torno

    al

    senador.

    las

    mujeres

    fruto

    del

    matrimonio

    Kennedy-Fitzgerald.

    Había

    nacido

    con

    un

    pequeño

    retraso

    que

    no

    tardó

    en

    convertirse

    en

    el

    único

    drama

    de

    la

    familia,

    hasta

    que

    unos

    años

    más

    tarde

    fueran

    a

    sucederse

    en

    cascada

    los

    hechos

    luctuosos

    que

    dejarían

    a

    los

    Kennedys

    marcados

    como

    una

    estirpe

    desgraciada.

    La

    comadrona

    familiar,

    ante

    la

    tardanza

    del

    médico

    en

    acudir

    a

    la

    cita,

    forzó

    que

    Rose

    mantuviera

    las

    piernas

    cerradas

    para

    retrasar

    el

    parto.

    En

    su

    lugar,

    lo

    que

    retrasó

    la

    enfermera

    fue

    el

    desarrollo

    mental

    de

    la

    pequeña

    Rosemary,

    que

    pasaría

    una

    buena

    parte

    de

    su

    vida

    recluida

    en

    una

    lujosa

    institución

    psiquiátrica,

    con

    chófer

    y

    secretaria

    a

    su

    disposición,

    hasta

    que

    falleciera

    en

    el

    año

    2005.

    Si

    Rose,

    la

    madre

    de

    aquellos

    nueve

    hijos,

    había

    disfrutado

    nada

    menos

    que

    de

    104

    años,

    tuvo

    que

    vivir

    con

    la

    desgracia

    de

    ver

    morir

    violentamen-

    te

    y

    en

    la

    flor

    de

    la

    vida

    a

    cuatro

    de

    sus

    hijos

    mayores,

    a

    dos

    yernos,

    una

    nuera

    —Jacqueline—

    y

    dos

    nietos.

    Y

    sufrir

    en

    silencio

    la

    lobotomía

    que

    se

    le

    realizó

    a

    Rosemary

    a

    finales

    de

    los

    años

    treinta,

    por

    orden

    del

    patriarca

    Joe,

    que

    no

    aceptaba

    debilidades

    en

    la

    familia.

    La

    delicada

    intervención

    mandaba

    a

    la

    mayor

    de

    sus

    hijas

    de

    vuelta

    a

    la

    más

    tierna

    infancia

    y

    la

    convertía

    en

    una

    persona

    dependiente

    de

    por

    vida.

    Aquel

    fue

    el

    panorama

    con

    el

    que

    se

    encontró

    el

    pequeño

    Bobby

    cuando

    el

    doctor

    Frederick

    Good

    tiró

    de

    su

    cabeza

    para

    que

    viera

    la

    luz

    del

    día

    por

    primera

    vez

    aquel

    día

    de

    otoño

    de

    1925.

    Ni

    siquiera

    era

    lo

    suficientemente

    importante

    como

    para

    provocar

    tensiones

    en

    su

    familia

    a

    la

    hora

    de

    elegir

    sus

    dos

    nombres

    de

    pila:

    Robert

    Francis.

    Atrás

    habían

    quedados

    las

    aca-

    loradas

    discusiones

    entre

    el

    abuelo

    materno,

    el

    ex

    alcalde

    de

    Boston,

    John

    Honey

    Fitz

    Fitzgerald

    ,

    y

    su

    padre

    Joe,

    por

    imponer

    su

    propio

    nombre

    al

    pri-

    mogénito

    de

    la

    familia.

    Al

    final,

    el

    niño

    nacido

    en

    1915

    se

    llamaría

    Joseph

    30

    Patrick

    como

    su

    papá

    y

    su

    abuelo

    paterno,

    a

    cambio

    de

    que

    el

    segundo

    varón

    llevara

    los

    nombres

    de

    John

    y

    Fitzgerald

    como

    el

    padre

    de

    su

    madre.

    Su

    hermano

    mayor

    estaba

    en

    quinto

    grado

    y

    John,

    el

    segundo

    cuando

    Robert

    llegó

    al

    mundo,

    cursaba

    tercer

    grado.

    El

    lema

    de

    su

    padre

    había

    resonado

    en

    sus

    oídos

    desde

    muy

    pequeño:

    «Hay

    que

    ser

    el

    número

    uno;

    aquí

    no

    vale

    ser

    el

    número

    dos

    ni

    el

    número

    tres».

    Tenía

    muy

    claro

    que

    ninguno

    de

    sus

    hermanos

    mayores,

    dos

    gallos

    de

    pelea

    encerrados

    en

    el

    mismo

    gallinero,

    iba

    a

    consentir

    ser

    el

    segundo

    del

    otro.

    Uno

    de

    los

    dos

    quedaría

    fuera

    de

    combate.

    Incluso

    físicamente,

    las

    peleas

    entre

    sus

    dos

    hermanos

    eran

    constantes,

    lo

    que

    provocaba

    la

    huida

    del

    pequeño

    Robert

    que

    no

    soportaba

    aquellas

    disputas

    a

    puñetazos,

    en

    el

    mismo

    momento

    en

    que

    sus

    padres

    se

    ausentaban

    de

    la

    casa.

    Joseph

    Patrick,

    más

    fuerte

    que

    su

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