Te espero los domingos
Por Corín Tellado
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"—Es inaudito. Asqueroso. Jessi siempre fue una muchacha honesta. ¿Por qué ahora? ¿Qué espera de ese hombre?—no cesaba en sus paseos. Era un tipo delgado y esbelto y no tendría más allá de los treinta años y hacía escasamente uno que se había casado—. No pienses que míster Oliver va a pedir el divorcio. El vive con su mujer, ¿no? Lo sabemos todos. Pero eso de que por tener tanto dinero también quiera tener una amante joven, está fuera de toda lógica humana y yo tengo que hacer algo. ¿No estás de acuerdo en que haga algo, Martha?
La mujer se dignó levantar los ojos.
Miró las pulidas uñas y después a su marido.
—Es mayor de edad—adujo—. Por mucho que tú hagas."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Te espero los domingos - Corín Tellado
Quien no ha vertido lágrimas en la soledad, no sabe cuáles son las lágrimas verdaderamente amargas. La soledad es el egoísmo supremo del dolor.
SÉNECA
CAPITULO PRIMERO
Dustin Oliver, entusiasmado, desataba el cordón de la caja entretanto los ojos pardos de Jessi le contemplaban con asombro, dolor y extrañeza.
Dustin hablaba.
No es que fuese muy hablador, pero en aquel instante se diría que la animación le obligaba a hablar sin cesar, lo cual producía en Jessi una especie de ahogo y amargura.
No.
No era así como Jessi deseaba las cosas.
Ni así ni de ninguna manera. Realmente ella amaba a Dustin, pero de ahí no pasaba y no sabía cómo decírselo, porque lo veía tan entusiasmado que le producía dolor tener que decírselo.
No obstante había que hacerlo, a menos que aceptase las cosas tal cual Dustin, sin darse cuenta, las estaba presentando y, por supuesto, no eran así y ella tenía el deber de nacérselo entender.
Los cordones de la caja ya estaban todos cortados y Dustin abría aquélla y extraía un abrigo de pieles divino.
Lo extendió ante los ojos de Jessi exclamando:
—¿Qué te parece, Jessi? ¿No es una preciosidad?
La joven se le quedó mirando con expresión ausente. Tenía algo raro en la mirada que desconcertó la sencillez de Dustin.
—¿Es que no te gusta, Jessi?—preguntó consternado.
La muchacha no se acercó a él ni lanzó sobre el abrigo más que una rápida e inexpresiva mirada.
—Jessi—gritó Dustin asombradísimo—. ¿De veras no es de tu agrado?
Y lanzando el abrigo sobre la misma caja que él había abierto, se lanzó hacia la joven a quien asió por los hombros.
—Pero… ¿de veras no te gusta?
No era eso.
Ella hubiera dado algo porque Dustin lo entendiera, pero es que no lo entendía. Dustin era todo sencillez, bondad y pasión, pero no estaba dotado para ver demasiado debajo de las cosas. Dustin era un hombre demasiado completo, por supuesto, incluso inteligente para los negocios y era un industrial de importantísimo relieve como ceramista, pero… de psicología no andaba muy sobrado y ella entendía que no era tan fácil de que Dustin entendiese su postura de aquel instante.
El hombre la sujetó por los hombros y con su inconmensurable fortaleza hizo volver hacia sí toda la fragilidad de la joven.
—Jessi, ¿es que estás enfadada? ¿Deseabas otra cosa? Di, di, ¿una joya?, ¿una casa? ¿Qué cosa deseabas tú?
¡Nada!
Eso era lo que Dustin no iba a comprender y era cosa de no dejarlo así, consternado e indeciso; era cosa, por el contrario, de decírselo con claridad.
Precisamente sus relaciones se basaban en la sencillez, en no ocultarse nada o casi nada. En ser uno para el otro de lo más claro del mundo. En no andarse con subterfugios ni coqueterías trasnochadas ni dobleces fuera de situación.
A todo esto, y mientras Jessi pensaba, pues pensaba más que Dustin, en cualquier momento de su vida, él la apretaba en su ancho cuerpo y le buscaba la boca avaricioso.
—Jessi, dime qué te pasa. ¿No te gusta? Dios, si no te gusta ahora mismo lo tiro por la ventana y que lo recoja quienquiera y traeré todo Glendale a tus pies. ¿No lo comprendes? Yo estoy aquí sólo para darte gusto. ¿No me comprendes?
Sí.
A Dustin era fácil comprenderlo.
Era lo que ella no se explicaba, que existiesen seres que no comprendiesen a Dustin, y lo mejor era poner las cartas sobre la mesa y sacudirlas todas y decir lo que pensaba.
Pero Dustin no se lo permitía. Parecía súbitamente enloquecido. La besaba en los ojos, en la garganta, en los labios como si allí se recreara una eternidad haciéndole sentir aquel apasionante desvarío…
No fue capaz de quedarse muda ni inmóvil. En un momento hubo de alzar los brazos y rodear a Dustin con sus brazos y mover los labios apasionadamente bajo los suyos.
Era una joven frágil, de esbelto talle, de piernas largas. Pelo rojizo y ojos asombrosamente grises, cómo pardos, como verdosos a veces, como si de repente se volvieran azules o casi negros. Tenía unos labios largos, como rajados en las comisuras, alargando más aquéllas y haciendo su boca como una constante tentación.
—¡Jessi, oh, Jessi!
Ella se apartó al fin y fue a sentarse en el borde de una butaca y miró distraída la caja y el abrigo que aún se hallaba sobre ella y después lanzó una mirada penetrante sobre su amante.
Dustin era alto y fuerte. De pelo castaño claro y ojos azules, ojos de hombre, de niño, de adolescente, de apasionado…
Dustin quedóse solo en medio del salón que hacía de todo. Un apartamento pequeño, que costaba poco y que tanto servía de cocina como de dormitorio, como de estar, y sólo había una puerta lateral que conducía a un baño privado…
—Jessi, a ti te pasa algo.
Claro.
Por supuesto que le pasaba, y dentro de todo lo que le pasaba y le dolía, veía a Dustin desmadejado, desilusionado dentro de su pantalón canela y su suéter marrón y su camisa amarillenta sin corbata.
—Siéntate, Dustin—dijo.
* * *
Elliot, entretanto, en su propia casa daba vueltas por la estancia como fiera enjaulada. Hablaba como si perdiera el juicio y Martha, su mujer, le escuchaba distraída. Hundida en un sillón se pulía las uñas y no parecía dar demasiada importancia a lo que decía su esposo.
Pero Elliot maldito si se fijaba en su esposa. Hablaba como para sí aunque en alta voz y sus ojos de vez en cuando despedían llamaradas.
—Es inaudito. Asqueroso. Jessi siempre fue una muchacha honesta. ¿Por qué ahora? ¿Qué espera de ese hombre?—no cesaba en sus paseos. Era un tipo delgado y esbelto y no tendría más allá de los treinta años y hacía escasamente uno que se había casado—. No pienses que míster Oliver va a pedir el divorcio. El vive con su mujer, ¿no? Lo sabemos todos. Pero eso de que por tener tanto dinero también quiera tener una amante joven, está fuera de toda lógica humana y yo tengo que hacer algo. ¿No estás de acuerdo en que haga algo, Martha?
La mujer se dignó levantar los ojos.
Miró las pulidas uñas y después a su marido.
—Es mayor de edad—adujo—. Por mucho que tú hagas.
—Pero puedo ir a verla, y decirle… No es humano que…
—Humano es—dijo Martha sin aspavientos—. No es moral, pero humano vaya si lo es.
—¿Es que estás de acuerdo con ella?—gritó exasperado.
Martha hizo un gesto vago. Después volvió a pulir sus uñas.
—No quiero decir eso. Pero sí te digo y te lo estoy diciendo, que mires más hacia tu propia vida que a la de tu hermana. No hace ni seis meses que cumplió la mayoría de edad. Y además, tal vez se dice lo que no es.
—¿Cómo que no? Todo el