Semilla de odios
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Semilla de odios - Corín Tellado
Índice
Portada
Primera Parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Tercera Parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Créditos
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la Imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia
A MODO DE PROLOGO
En los jardines de la suntuosa residencia de los marqueses de Piedra-Hermoso se celebraba aquel año una pintoresca fiesta infantil, donde la grey juvenil campaba a su propio antojo mezclando sus cantarinas risas con la minúscula orquesta compuesta por una docena de negritos, ataviados con pintorescas túnicas rojas.
Hacía mucho rato que los señores, con sus amigos, se habían adentrado en el palacio, donde había de servirse la merienda, dejando el jardín engalanado, poblado totalmente de lindas figulinas y apuestos muchachos aún imberbes, que, sin embargo, eran ya una promesa para el futuro.
Institutrices, nurses, amas y niñeras, se reunían en una terraza contemplando el alegre espectáculo, mientras charlaban amigablemente, sin dejar por eso de atender a sus minúsculas señoritas, las cuales, sintiéndose ya un algo mocitas, esparcían sonrisas y picaruelos mohínes, por el grupo varonil formado en una esquina de la pista.
Se bailaba un cadencioso vals, cuando en el grupo irrumpió un muchacho de unos catorce años, alto, esbelto, de rostro bronceado, cuyas facciones correctas se fruncieron desdeñosas, entreabierta la boca en irónica sonrisa.
—Hola, Hugo —saludó alguien.
E hizo un leve movimiento de cabeza, clavando los ojos en la blanca pista, donde sus amigos bailaban emparejados con las hijas de los aristócratas.
—¿No bailas, Hugo? —preguntó Rolando Argüelles, situándose a su lado—. Tus padres están en el salón, con los marqueses.
Hugo Walterra ladeó la cabeza, murmurando, despreciativo:
—¿Me has tomado, acaso, por un bebé?
El otro —tendría diecisiete años— se desconcertó:
—Perdona. Creí que venías a participar en la fiesta.
—Me han dicho en casa que mis padres estaban aquí; por eso vine.
—Ya.
Ahora se bailaba un fox, a cuyos acordes danzaron todas las parejas, más o menos bien, pero bailaban encantados de la vida, creyéndose, íntimamente, maestros en el arte de Terpsícore.
La pista se llenó totalmente. Ni un solo muchacho quedó sin pareja, excepto Rolando y Hugo, quienes por curiosidad, guiaron los ojos a un lado para clavarlos en una chiquilla larguirucha, de carita pálida, insignificante, la cual se sonrió tímidamente. Parecía invitarlos a que la sacaran de aquella situación desairada, mas ninguno de ellos entendió el mudo lenguaje de los ojos femeninos, poniendo de nuevo su atención en la pista.
Rolando, muy nervioso, dijo, inclinándose hacia el otro;
—Esa chica es la hija de los marqueses de Piedra-Hermoso.
—¿Y bien?…
—Se ha quedado sin pareja. ¿Por qué no la invitas? Ella está sufriendo por el desaire que le hacemos.
Los ojos grises de Hugo Walterra reflejaron un orgullo indescriptible, mientras volviendo la cabeza hacia la marquesita, manifestó con desprecio, impregnada la voz en altanería, lo suficientemente alta para ser oída por la chiquilla:
—¿Por quién me has tomado? ¿Crees posible que yo —recalcó— baile con esa muchacha horrible? No, amigo. Con ésa es con la última, de todas las que se reúnen aquí, con quien yo hubiera bailado. Me repugna —despreció rudamente—; parece que la ha vomitado un cuervo.
Los ojos de ella se anegaron en llanto, al tiempo que sus manitas de nieve se crispaban, arrugando el pavoroso vestido de fina muselina.
Lo que siguió después, inundó a Hugo de rabioso coraje. Rolando Argüelles, sin pronunciar una sola palabra, se alejó de su lado, yendo en dirección a la marquesita de Piedra-Hermoso, quien muy pálida, apretada la boca, los ojos brillantes, miró a Hugo en una forma que hería, al tiempo de dejarse enlazar por los brazos del leal y noble Rolando.
Cuando la pareja pasó bailando por su lado, Hugo Walterra rió con desprecio en una amplia carcajada, cuyos ecos llegaron claros y vibrantes a todos los oídos, mientras girando sobre sus talones daba media vuelta perdiéndose por la gran verja, hasta llegar al borde de la calzada donde lo esperaba su acharolado auto.
—Es el hijo del cónsul inglés —dijo alguien.
—¿Por qué se ríe de esa forma escandalosa? —preguntó una ingenua chiquilla.
Nadie supo responder. Tan sólo los ojos, de un verde intenso, de la marquesita de Piedra-Hermoso, brillaron indefiniblemente, mientras que en su corazón, siempre limpio y leal, germinaba ahora una semilla de odios.
PRIMERA PARTE
I
—¿Pero es que me creéis incapaz de hacerlo? —se irritó Maibea Piedra-Hermoso, chispeantes de ironía los maravillosos ojos—. ¡Qué poco me conocéis! Haré eso y mucho más si me lo propongo.
—Precisamente porque te conozco, te ruego que desistas, Maibea —intervino Nelda Payares—. Lo que piensas es una insensatez.
—Deja tus consejos para el próximo año, Nelda —chilló su hermana—. Lo que hará Maibea es formidable. Ese chico es un estúpido orgulloso y tonto, y un escarmiento no le vendrá mal.
Cinco voces se unieron a la de Dorita Payares.
—Merece un escarmiento, no cabe duda. Estoy harta de verlo mirarme por encima del hombro, como si él fuera más que yo. Vamos, Nelda, di con nosotras que Hugo Walterra es el hombre más fatuo de la Creación.
—Aunque así sea, ¿qué más os da? Además, ¿qué podéis decir de él, si casi no lo conocéis? Siempre he pensado que no se conoce a nadie verdaderamente hasta que transcurren muchos años después de haberlo tratado íntimamente, y ahora os lo repito: Hugo Walterra estuvo alejado de España seis años. Es cierto que era antes un muchacho insufrible, pero ahora…, ¡quién sabe!
Maibea Piedra-Hermoso irguió la cabeza para mirar a su amiga con extraña expresión:
—¿Estás enamorada de él, Nelda?
—¡Estás loca! Hugo Walterra es un hombre de quien yo no me enamoraría jamás.
—¿Lo ves? Hasta en eso estamos de acuerdo.
Nelda la miró fijamente al interrogar:
—Si es que «hasta en eso estemos de acuerdo», ¿por qué te dejas acompañar de él?
—Para darle una lección.
—¿Y no temes las consecuencias que pueda acarrearte esa «lección»?
Una carcajada burlona interrumpió sus palabras.
—¡Oh, Nelda, qué ingenua eres! —sonrió Maibea—. Es preciso estar ciega para no ver el mezquino interés que me inspira ese hombre.
Cuando Maibea concluyó se levantó y fue a coger un cigarrillo, que llevó a sus bien dibujados labios, que después de lanzar el humo, se fruncieron en pícaro mohín.
—Decid conmigo, amigas mías. ¿No es maravilloso el plan?
—Formidable, Maibea —saltó, impulsiva, Pilarín Hortelano—. Pero señálanos hora, día y el lugar.
Maibea pensó un poco.
—El me acompañará, como ya sabéis —dijo después—, aunque no me pidió relaciones. El día que yo crea… —Hizo una mueca burlona, añadiendo—: Os lo advertiré.
Las cinco muchachas se pusieron en pie.
—Nos marchamos, Maibea —participó Nelda—. Estáis locas y yo me excluyo del grupo. Ya me diréis el resultado de la «jugada».
—Lo celebraremos, ¿de acuerdo? —indicó otra de las