Etílico
Por Carlos Mayoral
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Etílico - Carlos Mayoral
borrachos.
Etílico
Por la calle, algunos me preguntan: ¿qué es un Etílico? La respuesta no es fácil. Desde luego, el Etílico no se acoge a la simple definición académica: «ingestión excesiva de alcohol». Nada de eso. Es más, el Etílico sólo tiene en el alcohol un bastón donde apoyarse, el hilo que le mantiene atado a la narración. A esta narración o a otras. Porque hay un Etílico en cada oportunidad.
¿Qué es un Etílico? El Etílico indaga, aun sabiendo que no hay nada al otro lado, por el simple placer de fracasar. El Etílico quiere creer, en esto o en lo otro, qué más da, pero no le dejan. El Etílico se eleva, tampoco importa hasta qué punto, para luego dejarse caer. Por supuesto, todo Etílico tiene un capítulo de novela para definir cualquier estado de ánimo, cualquier sensación. Porque el Etílico nunca lo es por definición, se va creando, moldeándose a sí mismo con cada acto autodestructivo…, es por eso que nunca llega a tener constancia de lo que la realidad ha hecho por él.
Eso sí, todos están unidos. A todos les conecta algo: una escena, una foto, una conversación. Todos los Etílicos, a pesar de creer no serlo, se retroalimentan. Bukowski no lo habría sido sin Poe, pero Poe tampoco lo habría sido sin Bukowski. Por eso, si nosotros también somos Etílicos, quién sabe, quizás estemos abrazándonos para siempre a través de esta página.
¿Qué es un Etílico? La pregunta está a punto de contestarse y, a la vez, muy lejos de ser contestada. Esa es su filosofía.
Todo Etílico estuvo a punto de.
Carlos Mayoral
Poe
Miedo
Enero no es buen mes para morir. La lluvia cae sin demasiada fuerza sobre el rostro difuminado por la tragedia. Tiene un matiz abandonado, un coleteo servicial. Los párpados están lastrados por la falta de sueño, envueltos por una capa violácea que obliga a cerrar un poco más los ya de por sí diminutos ojos. El cabello ha crecido por la indomable tiranía del paso del tiempo, aunque sí ha vigilado, mínimamente, los minutos que se alojaron en su bigote. Los pómulos cada día se marcan con mayor rebeldía, como quejándose por la falta de alimento.
Eddie lleva ya unos minutos ausente, como si aquello llevara tiempo sin ir con él. Recuerda los ojos alegres de Virginia, inevitablemente repletos de juventud, apagándose poco a poco hasta verse obligados a dirigir la mirada hacia la oscura pared de su casa de campo en Fordham, destruidos por la tuberculosis. Recuerda también cómo, pocas semanas antes del trágico final, aquellos ojos se clavaron en la madre que los había criado. Con ese leve gesto, con esa mirada corta, las pupilas de Virginia le imploraban al destino que jamás dejara solo a su amado Eddie, consciente de la fragilidad mental de la que su marido hacía gala.
Pero no sólo se queda en la mirada. Eddie también recuerda el momento en el que Virginia se marchó como en sus cuentos habían volado las esperanzas de los hombres más piadosos, abandonándolo para siempre. Se había negado a contemplar el rostro de Virginia porque se negaba a dormir acompañado del recuerdo de aquella febril expresión, de aquella angustiosa mueca de dolor provocada por la enfermedad.
Por eso, todo había perdido sentido después de aquel vuelo. Velatorios, entierros, oraciones…, nada de eso le devolvería la sonrisa juvenil de Virginia, a quien colgó la etiqueta de «Sissy» como diminutivo de sister, en honor a la hermana que siempre fue para él. Se atusó el bigote consciente de que la memoria era ya un motivo para no seguir caminando.
No le había importado que la hipócrita sociedad americana le hubiera colocado el yugo del escándalo público, tachando su relación de incestuosa por su lejano parentesco y crucificándolo por la diferencia de edad entre ambos amantes (al conocerse, ella cumplía sus trece primeros años mientras Eddie contaba veintiséis). Porque aquí el concepto de amante sí cobra sentido, pues se habían amado de la manera más pura y desinteresada nunca antes vista, sin que a Eddie le preocuparan ni por un instante asuntos tan banales como el sexo o el futuro.
El sexo, esa arma inútil. Para él, el placer de la carne guardaba un asombroso parecido con el placer que sentía al colocar el cañón de su escopeta sobre su rostro (ahora en la sien, ahora en el paladar). Todo era fantasía. El suicidio era fantasía. El sexo era fantasía. ¿Y qué decir del futuro? ¿Qué se le puede ofrecer a ese futuro cuando ha decidido arrebatarte a la única persona capaz de charlar contigo sobre él, arrojando una claridad que, por supuesto, alguien como él no merecía?
Enterró a Virginia y paseó, derrotado, en dirección a Fordham. No se despidió de nadie. No le dirigió la mirada a nadie. Por el camino, las palabras que le escribió a la tía María Clemm «Muddie» retumban en su cabeza:
Mi último asidero en la vida, el último de todos, se me escapa. No tengo ningún deseo de vivir y no viviré. Pero he de cumplir mi deber. Amo, usted lo sabe, amo a Virginia apasionadamente, devotamente.
El asidero ha sido enterrado hoy a varios metros bajo tierra. Cuando lleva recorrida la mitad del trayecto, cae en la cuenta de que se le ha hecho tarde y la noche se arroja ya con fuerza sobre los tejados. Se siente fatigado y decide sentarse en el primer banco que encuentra.
Hay niebla y apenas puede comprobar qué hay al otro lado del camino. El frío arrecia y se siente desvalido sin ella. Sólo el sonido del viento, extrañamente audible hoy, interrumpe la quietud. Una noche como las que él mismo había inventado. Sintió un escalofrío.
De pronto, una silueta de hombre apareció por su costado derecho, siguiendo aparentemente la dirección contraria a la que había seguido Eddie. Se agarró al banco sin abandonar el afligido semblante. No eran aquellas las horas más habituales para caminar por aquel sendero casi abandonado y ahora no tendría armas para defenderse de un posible ataque. La silueta continuó avanzando hasta situarse frente a Eddie. Se detuvo, pero la niebla era tan espesa que el recientemente enviudado escritor no se sentía capaz de distinguir los rasgos del recién llegado. Su caminar le había recordado a los elegantes hombres del pasado, algo que corroboró al examinar su vestimenta. Era más alto que él y de complexión más atlética.
La silueta ocupó el extremo del banco. Ahora sí pudo admirar el rostro del desconocido: la boca se había abierto escondiendo el estrecho margen de sus labios y dejando al descubierto una dentadura bastante humilde. La sonrisa forzada no escondía su mirada triste. Tan triste como la suya. Era, en efecto, un tipo elegante. A pesar del frío, se las apañaba con un traje de seda que acompañaba con una corbata en tonos cobrizos. El peinado delataba su origen poco humilde, al menos en apariencia, con el cabello bailando de un lado a otro del cráneo con un orden sorprendente. Aquella moda distaba mucho del clásico peinado despreocupado que lucía él.
—Disculpe que me acomode aquí, caballero. Llevo horas caminando. El frío y la niebla se han apoderado del camino y me cuesta respirar. Espero que no sea una molestia.
Eddie echó un vistazo a su alrededor. Ya no se veía absolutamente nada y, si aquel hombre había llegado con oscuras intenciones, nadie podría ser testigo de lo que allí aconteciera.
—No se preocupe.
—Me llamo Walt, ¿usted?
—Robert —mintió Poe.
—Encantado, Robert.
Ambos se adueñaron de sus respectivos silencios. A Eddie le resultó familiar el poso de tristeza que asomaba por las mejillas pálidas de aquel desconocido. De algún modo, sentía que le unía a él algo más que un simple encontronazo, así que decidió continuar con un silencio que no resultaba incómodo.
Volvió a su mente la terrible imagen de su amada Virginia. Se odió a sí mismo por no haber mostrado la valentía necesaria para afrontar un final que para ella debió de ser monstruoso. Comprendió que no serviría de nada haberse desentendido de ella estas últimas semanas, las últimas semanas de la única mujer que amó. Y no serviría de nada porque, a pesar de no haber contemplado su rostro enfermo, a pesar de no haber cargado con un reflejo apagado de ella, Eddie contaba con algo mucho más terrorífico que la memoria: la imaginación.
Por su mente deambulaban sangrientas figuras que amenazaban con llevarse lejos el alma todavía joven de Virginia. Quiso abrir los ojos como para intentar agarrarse a la realidad, pero la niebla era tan densa que la visión de la vida resultaba incluso más aterradora que lo que acontecía en el interior de su cabeza. De pronto, algo le golpeó en el pecho. Una punzada estridente, como si le hubieran atravesado el corazón con una daga. Se agarró el esternón asustado para después abrazarse a sí mismo buscando el calor de las costillas.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Walt.
Eddie volvió al mundo de los vivos, aunque su rostro ya no devolvía la tristeza que la vida le había inculcado sino simple necesidad. Sus ojos jugueteaban con la posibilidad de abandonar las órbitas y el pelo, ya de por sí alborotado, revoloteaba al compás del viento.
—Ahora… —susurró—, ahora debo marcharme.
Intentó ponerse en pie, trastabillando hasta casi dar con sus huesos en el suelo.
—Permítame ayudarle —balbuceó el desconocido.
Pero Eddie ya había tomado el camino del río sin contestar. Seguía agarrado a sus costados. La humedad ya se había apropiado de sus huesos y la noche de su alma.
Continuó su camino escuchando las voces que llegaban desde quién sabe dónde.
—Virginia… Virginia…
Supo que había escuchado al mismo diablo. Quizás había sido él quien había pronunciado las palabras. O quizás el viento. Pero aquellas voces no le pertenecían, ni tampoco pertenecían al gran Eolo. Aquella estridente manifestación tendría que salir de las mismas meninges de Mefistófeles.
Ahora se sorprendió a sí mismo gritando. Pedía clemencia, aunque ni siquiera él comprendía el idioma que había elegido para ello. Si todos los demonios que se alojaban en su interior habían decidido liberarse por culpa de la marcha de Virginia, Eddie no podía saberlo. Lo que sí sabía es que, si ahora estaba cruzando aquel desierto plagado de monstruos, aún gozando de la compañía de su amada nocturnidad, al llegar a casa las penurias se multiplicarían por mil.
Cruzó el río con paso vacilante hasta que, por fin, alcanzó la entrada de su casa. La niebla no se había detenido y allí, frente a su puerta, se arrojó al suelo desesperado. Lloraba y tenía ganas de poner fin al asunto, pero de su determinación sólo pudo extraer un par de lágrimas mal enlazadas que no ayudaron a calmarlo. Sabía que allí nadie podía verlo, pues ni las malas condiciones climáticas ni las intempestivas horas ayudaban a ello. Por eso decidió permanecer allí colgado, al amparo de un cielo negro que habría de vigilarlo más allá de la densa capa grisácea que lo cubría todo.
Cuando por fin se decidió a entrar, abrió con una patada rabiosa que a punto estuvo de hacer añicos la puerta de palo de rosa que había robado años atrás en la bahía de Chasapeake, profanando un cargamento que se dirigía al norte. Dentro, la casa ya no era la misma. La única vida que por allí había flotado había sido enterrada unas pocas horas antes.
Sobre el escritorio, varias hojas reposaban, desordenadas y sucias, esperando a ser escritas. Se mezclaban con otras ya pintarrajeadas, antiguas correspondencias y versos dispersos que no llegarían a ningún sitio. Pasó de largo hasta inclinarse frente al guardarropa, al otro lado de la estancia. Allí esperaba una botella de vino. Amontillado, como no podía ser de otra forma, se dijo. La observó a escasos centímetros, como si no se fiara de lo que estaba a punto de ocurrir.
Pero ocurrió.
Extrajo el corcho y liquidó media botella de un trago. De pronto, las dudas se fueron esfumando detrás de sus propios miedos, que a esas alturas ya habían aprendido lo que el alcohol era capaz de hacer con ellos. Volverían, eso seguro. Sólo habría que esperar el momento oportuno.
Se incorporó, ya más tranquilo. Deambuló por la casa buscando con la mirada la figura de Virginia, aunque esta ya parecía alejarse por el pasillo que se perdía más allá del retrete. Por fin sus pupilas se toparon con el viejo escritorio. Se acercó a él para admirar lo que allí le esperaba. Sonrió por primera vez en días.
Al sentarse, dio buena cuenta del vino. Debía dosificarse si no quería acabar con él de una sentada. Agarró desesperado una de las hojas emborronadas y escribió algo en uno de los márgenes.
Se sintió, de pronto, capaz de decidir el día y la hora exactos de su muerte. Se sentía vivo.
Fitzgerald
Fracaso
El llanto de Zelda Sayre se clavó durante semanas en su memoria. La tristeza y la rabia se observaban muy de cerca, y el temperamento impulsivo de Scott navegaba de una orilla a otra con rapidez, consciente a veces de lo que suponía perder a Zelda pero olvidando siempre la humillante negativa con la que le había azotado.
Al poner el pie en Nueva York, comprendió que nunca más volvería a verla. Recordó cómo había encarado el viaje a Montgomery apenas unos días atrás, repleto de ilusión y de esperanzas de futuro. Corría el verano de 1919, y Scott todavía era un joven apuesto, con cierto éxito entre las mujeres, aunque la vida se había encallado estos últimos meses precipitando ciertas actitudes que años atrás no hubiera dejado que se descontrolaran.
Una de esas actitudes tenía que ver con el hecho de que sintiera la imperiosa necesidad de esconder una petaca de whisky bajo la chaqueta. Bebía con moderación, pero bebía siempre. Según la teoría del propio escritor, es el proceso natural de toda adicción: primero te seduce, después te conquista (este era el punto en el que creía encontrarse) y termina por destruirte desde dentro. Scott esto lo sabía, pero solía excusarse frente a su familia con un discurso que ya tenía ensayado.
—Bebo casi a diario. Todos bebemos casi a diario en Nueva York.
—Cuando fingías que te importaba el ejército, no bebías nada más que en ocasiones especiales —le recordó su madre.
—Era otra fase, madre. Delirios de grandeza y todo eso. Ahora ya he puesto los pies en el suelo. Veo lo que hay a mi alrededor. No me pagan los artículos o me los pagan mal. Trabajo en la empresa de publicidad menos creativa del estado, que por supuesto no me paga o me paga mal. Y así vivimos todos aquí. El otro día me contó Duncan, mi amigo el estibador, que ahora