Dismundo
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Dismundo - Rogelio Blanco Martiínez
Aproximaciones
¿Q
UÉ ES EL PAÍS PROFUNDO de un país? ¿El que está al fondo, aplastado por todos los demás países de un país? ¿Y cómo respira, quieto y sin amparo? Cada uno de estos nueve relatos abre puertas para conocer el abandono que vive, sin horizonte ni destino, su rutina de trabajo y puro margen en una aldea bautizada Dismundo. Léase dis/mundo, o mundo otro que el mundo, o negación del mundo que lo niega.
Armelinda, Secundino, Domiciano, nombres de antes como los zuecos que calzan, mueven su vida en textos dotados de unidad autónoma que juntos pintan un paisaje de color pobreza, su único protagonista. Dismundo es duro, las tumbas de los niños ocupan casi la mitad del cementerio de la aldea y no impiden que el viento mezca la flor azul de los brezales. La recuperación de un perro casi despedazado por lobos que derrotó bravío despierta bondades olvidadas y hay quien dice que Dios es bueno con los ricos porque hablan mejor. Aquí no se cuentan únicamente vidas, se cuenta vida.
Son estas narraciones que nacen de la tierra, del humus que obsesiona al autor como fuente de toda humildad, la real, la que no necesita autonombrarse, y sería un grave error incluirlas en el archivo etiquetado literatura costumbrista
. Rogelio Blanco construye ficciones que eluden las fatigas de letras al uso con destellos de ternura, lirismo humano, suspenso, emoción, comicidad. Su con/pasión por Robustiano, Librada, doña Bibina no es un harapo de la misericordia que los de arriba vuelcan sobre los de abajo como un agua sucia. El autor nada oculta de las carencias culturales, producto de la inequidad, que, con otras, pesan sobre Dismundo, pero instala sin didactismo una pregunta: ¿por qué los demás países de este país no se interrogan sobre su triste subsuelo, no lo recorren para verse, por qué se tapan los espejos con un paño negro como luto de judíos?
La comodidad de pensamiento —y algunas más—diferencia a esa rutina de la que impera en Dismundo, un lugar sin tiempo, un tiempo sin reloj
, donde los muchachos serán peones de algún dueño de la tierra a los 14 años y las chicas de 14, criadas en la capital. Niños sin futuro condenados a prolongar el linaje del pobre y la vida como una repetición. Pero los dismundianos no se rinden, saben cómo sobrevivir, prueban que lo humano es capaz de atravesar las asperezas más crueles. Una lección para estos tiempos en que se nos quiere domar el coraje para convertirnos en carne fácil de autoritarismos.
Dismundo no cuenta cuentos camperos, esa otra etiqueta que sirve a conciencias críticas livianas. Habla con el habla de sus habitantes y su escritura subvierte el discurso oficial, como toda escritura de verdad. Se encontrarán modismos y palabras viejas que, paradójicamente, descubren la riqueza de la lengua castellana y se quedan a vivir en la mente del lector por su autenticidad. ¿Por qué olvidar que el ternero también se nombra jato? ¿Por qué desechar expresiones como estabular, copichuela, espurriar y, sobre todo, coscorito, más dulce que carozo, en especial si es de cereza? Las academias llaman neopopularismo a este lenguaje que es en efecto popular, como el de buena parte del Quijote, del Lazarillo, de la Celestina. Es un lenguaje de clase y no se escucha en los salones. La desigualdad impide reunir en una sola todas las joyas que desde hace siglos crea y pule la lengua castellana.
Cesan aquí estas aproximaciones que seguramente enriquecerá el lector. Tolstói dijo: Habla de tu aldea y serás universal
. Es lo que Rogelio Blanco ha hecho. Su universo es nocturno y hay que aguzar la vista para apreciar el fulgor de cada uno de sus astros.
JUAN GELMAN
18-9-2011
Doña Bibina, las ovejas y la escuela de Dismundo
D
ISMUNDO DE BREZALES, en un lugar cualquiera del noroeste Ibérico, es una aldea humilde y perdida entre la cadencia de las horas, amparada por la suavidad de las lomas que la rodean y revestida por la fragancia de las urces; Dismundo de Brezales se sume bajo las sombras de pinos y castaños, entre los rumores cansinos de las historias reiteradamente relatadas en largas veladas invernales al amparo de la lumbre mientras se ingieren castañas asadas. Sus gentes, los dismundianos, han diluido sus sueños en los arroyos a la espera de la ansiada cosecha de centeno y de patatas, entre la añoranza de épocas mejores y la recepción de alguna novedad traída desde una aldea próxima.
La población posee una pequeña y bella iglesia que concita puntualmente al vecindario los domingos a las nueve de la mañana en los períodos de frío y escaso laboreo, y a las ocho el resto del año. Esta cita es una razón para que los dismundianos se higienicen y para saber que están todos, ya que el hábitat disperso y el acusado minifundismo favorecen cierta incomunicación. Don Evencio sermonea, según costumbre, cada siete días, mientras la somnolencia se apodera de sus parroquianos, que dan muestras explícitas del cansancio semanal acumulado.
Durante años, la monotonía, la escasez de novedades, la rutina obligada ante los mandatos del campo y la climatología raramente se alteraba en la vida de los dismundianos. En el estío y en parte del otoño se aceleraba la actividad; el aricado, la siembra, los riegos, la cosecha y el apacentamiento de los animales y otras actividades exigían a los lugareños, a todos, soportar los rigores y el esfuerzo.
Los animales, sobre todo vacas y ovejas, imponían un ritmo diario y monocorde de atenciones, ajenos a las circunstancias de sus dueños. Durante el invierno, riguroso y frío, y una vez estabuladas las vacas, a cuyo pastoreo se dedicaban los niños, y ya recogidas las cosechas, los adultos cejaban necesariamente de la fuerte actividad de estaciones anteriores, a la vez que se fortalecía significativamente la vida escolar de los más jóvenes.
Dismundo de Brezales disponía de una escuela mixta y unitaria, en la que se escolarizaban cuarenta alumnos entre seis y catorce años. La escuela era atendida por doña Bibina, vieja y enfermiza maestra, escasa de conocimientos y de otros recursos pedagógicos. Doña Bibina mantenía la disciplina de este conglomerado de alumnos a palos y estridentes gritos:
—¡Niños, sois incorregibles! ¡Unos gamberros! Aquí no se puede hacer nada. —Así concluía dando muestras de desaliento.
Doña Bibina fruncía el ceño. Apretaba los labios a la vez que se le formaban grandes arrugas entre las que sobresalía un pronunciado bigote. Recorría nerviosa los pasillos, formados por los pupitres, con un marcado ritmo producido por el golpeo de las galochas sobre el tablado.
Mas no eran los palos y los improperios lo que más temían los alumnos, sino cuando doña Bibina acercaba excesivamente su rostro. Cierta enfermedad hacía que cuando la maestra abría la boca, de ella saliera un bofetón de hedor que impregnaba el aire; y a la vez, en ciertas temporadas, quizá por cierto desarreglo gástrico, la maestra daba señales de rítmicas flatulencias, ciertamente de bajo tono; quizá inaudibles para ella, mas no para los atentos sentidos auditivos de sus pupilos. A éstos ya no les sorprendía el ruido ni les causaba la mayor atención; aún más, los sonidos intestinales de la maestra justificaban la liberación de sus gases. Así pues, lo grave no era el ruido, sino el olor. Cuando la maestra y los alumnos expelían ventosidades, el aire se cargaba con las fragancias más ajenas a la diosa Perfume.
—¡Burros! ¡Sois