El vagabundo de las estrellas
Por Jack London
4/5
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Convicto por asesinato en la cárcel de San Quintín, Darrell Standing es sometido al castigo adicional de verse inmovilizado en una terrible camisa de fuerza. El tormento físico le dará acceso a otro plano de existencia en el cual puede recorrer sus vidas pasadas.
La historia se desarrolla en 1913 y la novela es tan actual que no podemos sino estremecernos al leer uno de sus últimos párrafos: "He oído que Europa está en crisis desde hace dos años, y que hubo despidos masivos, y que ahora les llega el turno a los Estados Unidos. Eso significa que pronto puede haber una crisis económica, tal vez un ataque de pánico financiero, y que habrá más parados el próximo invierno, y que las colas del pan serán largas...".
Por todo ello esta novela, formada por los relatos de las diferentes vidas de su protagonista, es un homenaje a la imaginación y a su enorme poder de evasión.
"Pocas obras literarias son tan capaces como esta de hacernos sentir físicamente, casi dolorosamente, el peso de lo que nos encadena y el poderío de lo que nos hace infinitos. Ahora la releo y envidio a los jóvenes que vayan a conocerla por primera vez"
Fernando Savater
Jack London
Jack London (1876-1916) was an American writer who produced two hundred short stories, more than four hundred nonfiction pieces, twenty novels, and three full-length plays in less than two decades. His best-known works include The Call of the Wild, The Sea Wolf, and White Fang.
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131 clasificaciones11 comentarios
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5The main character Darrell Standing either A) hallucinates a whole lot while awaiting his execution, or B) actually experiences a series of his past lives. Either way, London presents the idea in the most boring way possible.
Let's get option A out of the way first, because there's definitely a dismissive tone toward this possibility in the book. Could this be a case of unreliable narrator? Sure, but London does nothing to emphasize this point or explore it in any interesting way, so I'd say the tired "unreliable narrator" angle, while not falsifiable, is definitely less favored by the text. If it is supposed to be what was happening in this book then London fails because Standing's hallucinations tell us nothing about him. Hallucinations are necessarily representative of the character who has them, but yet after reading a book of Standing's hallucinations he's just as much of an uninteresting standard male narrator as ever. If London wanted to give us an interesting story of hallucinations brought on by extended confinement he should have written a less bland protagonist.
The other option more favored by the text (albeit this comes from the text being narrated by the character) is that the visions he has are of real past lives. If this is the case, London's error was in giving the narrator some terribly boring past lives. Standing basically has been a Western European male for the majority of his past lives, even when his past self makes his way to Asia it's in the form of a shipwrecked white guy. There's one throwaway line where Standing mentions one of his past lives being a woman, but otherwise the past lives of Standing are strikingly similar to him. The result is that, instead of these visions forcing Standing to have a deeper understanding of the existence of all people and the roles in society we have Standing use the visions as basically a really immersive television that he can use to entertain himself in prison. In the end he doesn't fear execution since he'll just get another life after this one, but that's such a basic and boring realization to get- he could have figured that out from the very first time he experienced a past life, so having lived dozens of lives seemingly caused absolutely no growth as a human being.
It's a potentially interesting concept that Jack London does absolutely nothing of interest with, and Jack's writing ability is far too weak to save it. The Star Rover is decidedly below average. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Jack London is a master of creating homosocial worlds. The book's got all the inevitable drawbacks of something bathed in Western, patriarchal, hetero centrism, but it's also real weird. Clearly, the book's strange narrative conceit (a prisoner in solitary regressing back through past lives and then making sweeping religious, scientific, and philosophical claims) and uneven pacing explain why it's fallen out of favor. Still, if you like Jack London here's further proof that he's a little gay* and a little kinky**.*as all men in a world where only men are people must be**as everyone who glories in rugged, masochistic masculinities is likely to be
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5An unusual book, and not like London's other work. The 'stories within the story' setup is both great fun and the whole thing is quite a memorable read.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5OK stories about time travel and history. The part about the Mountain Meadows Massacre surprised me since it was the first I heard of it and I am LDS. I had to ask around about it. That led me to Juanita Brooks' book on the massacre.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jack London`s book is a so called reincarnation story which was a popular genre at the beginning of the 20th century. The main character in the prison `fleeing` from the torture of the sadistic director, in a deep catatonic state relives his previous lives. A wouldn`t call it fantasy in a modern way but a very interesting read if one wants to discover the origins of the genre.And not like lots of others really enjoyed that the main character is an antipathic and arrogant man.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jack London’s last book written before he died, it’s well written and easy to get absorbed into the story. Based on interviews with an actual San Quentin inmate, it wavers in between reality and imagination. Each character is very believable, and London’s descriptions are perfect: not too detailed, but detailed enough to make every part seem more real than fantasy. I loved it.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5I read this as an alternate reality, sci-fi novel. Not many non-sci-fi novels would mention squaring the circle and other mathematical concepts. The main character is a prisoner in solitary about to be hanged. He escapes. Well, he escapes into past lives, because, “the spirit is the reality that endures.” And these alternate realities are perhaps the best parts of the book. They are great adventure stories with lots of action, as one would expect of London. Back in solitary, inside a straight jacket, you can’t expect much action. This is where London provides plausible philosophical and scientific explanations for how the hero manages to separate his consciousness from his body. It is also where he makes his case against society and the brutality of the prisons of the day.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Pocos libros han cautivado tanto mi imaginación o han alimentado en mi, la certeza en el poder de la voluntad y el espíritu humano. Bajo esta tesis de Jack London, ¿quien no querría ser un peregrino de la Estrella?
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Warden Atherton, after a hard struggle, managed to insert his forefinger between the lacing and my back. He brought his foot to bear upon me, with the weight of his body added to his foot, and pulled, but failed to get any fraction of an inch of slack.“I take my hat off to you, Hutchins,” he said. “You know your job. Now roll him over and let’s look at him.”They rolled me over on my back. I stared up at them with bulging eyes. This I know: Had they laced me in such fashion the first time I went into the jacket, I should surely have died in the first ten minutes. But I was well trained. I had behind me the thousands of hours in the jacket and, plus that, I had faith in what Morrell had told me.“Now, laugh, damn you, laugh,” said the warden to me. “Start that smile you’ve been bragging about.”So, while my lungs panted for a little air, while my heart threatened to burst, while my mind reeled, nevertheless I was able to smile up into the warden’s face.—The Star Rover by Jack LondonAfter over three weeks I was able to run for thirty-five minutes on that oh-so-freshly healed (heeled—Ha!) left calf muscle; if run it could be called. A new coat of paint applied to the shady side of a garage midwinter dries quicker. However, since mind and body are so inextricably tied to my human persona (oh, you know alien flesh wriggles beneath such thin skin, to be sure), that bloated half hour felt like a major victory. Honestly, I can’t believe the paint dried in that blizzard.This miniature masterpiece by Jack London helped me get through. My job, too, since sometimes I feel straight-jacketed to the VPN and constant need upon need upon need. I’d lost ultimate faith in humanity back when I’d read Orwell’s “1984” (as if there’s another). “The Star Rover” has given me back my belief in the indomitability of the human spirit. And written over one-hundred years ago. Quite a feat. Kind of like astral projecting, beating on globes of gas with sticks, zipping through past lives like most people churn through whatever steaming plate of pabulum prime time is currently serving. And I’ll keep limping behind that whizzing soul until I catch up with him.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Ah, what royal memories are mine, as I flutter through the aeons of the long ago. In single jacket trances I have lived the many lives involved in the thousand-years-long Odysseys of the early drifts of men. Heavens, before I was of the flaxen-haired Aesir, who dwelt in Asgard, and before I was of the red-haired Vanir, who dwelt in Vanaheim, long before those times I have memories (living memories) of earlier drifts, when, like thistledown before the breeze, we drifted south before the face of the descending polar ice-cap.I have died of frost and famine, fight and flood. I have picked berries on the bleak backbone of the world, and I have dug roots to eat from the fat-soiled fens and meadows. I have scratched the reindeer’s semblance and the semblance of the hairy mammoth on ivory tusks gotten of the chase and on the rock walls of cave shelters when the winter storms moaned outside. I have cracked marrow-bones on the sites of kingly cities that had perished centuries before my time or that were destined to be builded centuries after my passing. And I have left the bones of my transient carcasses in pond bottoms, and glacial gravels, and asphaltum lakes.I have lived through the ages known to-day among the scientists as the Paleolithic, the Neolithic, and the Bronze. I remember when with our domesticated wolves we herded our reindeer to pasture on the north shore of the Mediterranean where now are France and Italy and Spain. This was before the ice-sheet melted backward toward the pole. Many processions of the equinoxes have I lived through and died in, my reader . . . only that I remember and that you do not.This story is supposedly a biographical tale written by Darrell Standing, a prisoner on death row who will shortly be hanged. It tells the story of his time in prison and what happened in many of his previous lives, which he has experienced via a type of astral projection during his time in solitary confinement where he was punished for his intransigence by spending long periods of time in a strait-jacket. To start with I was finding it quite hard-going as prison stories aren't really my cup of tea, but one it got past his description of a past life that ended in him fighting three duels in one night in Mediaeval France, and on to more interesting lives, I started to enjoy it much more. The British title for this book is "The Jacket" and that title makes sense as it is the story of a prisoner in solitary confinement who is punished by longer and longer times spent in a strait-jacket, but I for most of the book I was wondering why the American title is "The Star Rover", since Darryl Standing's journeys are back into his previous lives rather than into the stars, and it is only near the end, while discussing man's eternal need of woman that it becomes clear: Always has woman crouched close to earth like a partridge hen mothering her young; always has my wantonness of roving led me out on the shining ways; and always have my star-paths returned me to her, the figure everlasting, the woman, the one woman, for whose arms I had such need that clasped in them I have forgotten the stars.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Friggin' trip. The guy examines his previous lives via meditation/hypnosis during horrifically long periods in a sort of straight jacket. Kind of a bunch of short stories put together, which I guess was London's thing? Interesting tie-together at the end, which I don't know how I feel about. I get the feeling that London didn't like making endings, or couldn't do it well, so did what he could. There is a way that short fiction ends that can be less—secure? Something like that. His endings have that flavour.
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El vagabundo de las estrellas - Jack London
EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS
Jack London
Traducción de Héctor Arnau
Título original: The Star Rover
© del prólogo: Fernando Savater
© de la traducción: Héctor Arnau
Edición en ebook: mayo de 2013
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-15564-84-3
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Ana Patrón y Susana Rodríguez
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Ilustración
LA IMAGINACIÓN COMO LIBERTAD
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Ilustración
Contraportada
Jack London
(San Francisco, 1876 - Glen Ellen, 1916)
John Griffith Chaney. Novelista y cuentista estadounidense de obra muy popular, en la que figuran clásicos como La llamada de la selva (1903), que llevó a su culminación la aventura romántica y la narración realista de historias en las que el ser humano se enfrenta dramáticamente a su supervivencia. Muchos de sus títulos han alcanzado difusión universal.
En 1897 London se embarcó hacia Alaska en busca de oro, pero tras múltiples aventuras regresó enfermo y fracasado, de modo que durante la convalecencia decidió dedicarse a la literatura. Un voluntarioso período de formación intelectual incluyó heterodoxas lecturas (desde Kipling a la filosofía de Nietzsche) que le convertirían en una mezcla de socialista y fascista ingenuo, discípulo del evolucionismo y al servicio de un espíritu esencialmente aventurero.
LA IMAGINACIÓN COMO LIBERTAD
Fernando Savater
Los escritores estimulan la imaginación de sus lectores por medio de las historias que les cuentan; pero unos pocos logran también ese mismo objetivo con sus propias biografías: Voltaire, Tolstói, Yukio Mishima… Es un caso nada infrecuente, sobre todo entre escritores norteamericanos, desde Edgar Allan Poe y Melville hasta Dashiell Hammett. Y Jack London, por supuesto.
La vida de John Griffith, que firmó su obra imperecedera —o más modestamente, que durará junto a las más longevas hasta el acabamiento universal— como Jack London, lo tiene todo para despertar el interés y, si no me equivoco, la simpatía de la mayoría de los aficionados a la literatura. Hijo de un astrólogo y una adepta al espiritismo, fue un niño miserable, autodidacta esforzado, que vagabundeó por oficios tan diversos como cazador de focas en Japón, peón caminero en Canadá y los Estados Unidos o buscador de oro en Alaska. Después se hizo periodista y más tarde novelista, llegando a ser autor de algunos de los primeros bestseller de Norteamérica. Políticamente militó siempre en movimientos de izquierda —con los que su individualismo radical no hizo nunca, sin embargo, buenas migas del todo—, por lo que en sus novelas trata de compaginar el afán de aventuras del héroe solitario con la preocupación social del sujeto concernido por la colectividad. Pasó de la miseria a la opulencia, se arruinó varias veces, abusó del alcohol, acometió numerosos viajes y dos conflictivos matrimonios, hasta que finalmente se suicidó a los cuarenta años. No sé qué opinarán ustedes —la verdad es que me trae sin cuidado—, pero yo le tengo por uno de los personajes más simpáticos de la historia de la literatura.
Las obras más célebres de Jack London son sin duda sus novelas del Gran Norte —La llamada de la selva y Colmillo Blanco—, su ambiguo thriller marino El lobo de mar y su relato semiautobiográfico Martin Eden, así como numerosos cuentos magistrales. Pero mis preferencias se decantan por dos narraciones mucho más extrañas, su epopeya prehistórica Antes de Adán y, sobre todo, El vagabundo de las estrellas, que para mí será siempre El peregrino de la estrella, porque así se llamaba la traducción en la editorial valenciana de antes de la guerra donde la leí por primera vez siendo adolescente.
Esta novela admirable, a mi juicio única en el sentido más noble de la palabra (que no excluye, sino que casi supone, las numerosas imperfecciones y hasta deformidades de la auténtica innovación), contiene diversos relatos y numerosas perspectivas: es un cuento fantástico y una despiadada crítica social de los abusos de poder, una novela de aventuras y una meditación metafísica sobre nuestro destino, un canto a la imaginación humana y una reivindicación de la libertad y del coraje. Sobre todo, es una privilegiada metáfora del placer emancipador de la lectura, el cual juntamente se encarga de mostrar y demostrar.
Mucho antes de que la expresión «realidad virtual» se hiciera trivialmente común en nuestros días, este libro nos habla del espíritu como acaparador de todas las virtualidades si sabemos potenciarlo de modo conveniente, aun en las circunstancias menos favorables o más atroces. El peregrinaje anímico y la multiplicación vital que el protagonista encarcelado logra por medio de la tortura está al alcance de cualquier verdadero lector, o incluso de quien sea capaz de imaginar sin cortapisas o sin temor.
Pocas obras literarias son tan capaces como esta de hacernos sentir físicamente, casi dolorosamente, el peso de lo que nos encadena y el poderío de lo que nos hace infinitos. Ahora la releo y envidio a los jóvenes que vayan a conocerla por primera vez.
Capítulo 1
Durante toda mi vida he tenido conciencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créanme, lectores, lo mismo les ha sucedido a ustedes. Regresen mentalmente a su niñez, y recordarán esta conciencia de la que hablo como una experiencia propia de la infancia. En aquel momento no habían cobrado una forma fija, no habían cristalizado; eran aún plásticos, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación —¡ay!— y de olvido.
Han olvidado muchas cosas, queridos lectores, y, aun así, al leer estas líneas, recuerdan vagamente las brumosas visiones de otros tiempos y de otros lugares que presenciaron con ojos infantiles; hoy les parecen sueños. Sin embargo, aun siendo sueños, por tanto, ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Nuestros sueños se componen de una grotesca mezcla de cosas ya conocidas. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando ustedes eran tan solo niños soñaron que caían desde grandes alturas; soñaron que volaban por el aire como vuelan los seres alados; les acosaron arañas de innumerables patas y demás criaturas salidas del fango; oyeron otras voces, vieron otras caras inquietantemente familiares, y contemplaron amaneceres y ocasos distintos a los que hoy, al mirar atrás, saben que alguna vez contemplaron.
En fin, de acuerdo, esas visiones de la infancia son visiones de otros mundos, de otras vidas, de cosas que nunca habían visto en la vida misma que ahora están viviendo. ¿De dónde surgen, entonces? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizás, cuando hayan leído todo lo que voy a escribir, encontrarán respuesta a las incógnitas que les he planteado y que ustedes mismos, antes de llegar a leerme, seguro que también se habían planteado.
Wordsworth lo sabía. No era profeta ni vidente, sino un hombre normal y corriente como ustedes o como cualquier otro. Lo que él sabía, lo saben ustedes y lo sabe cualquiera, pero él lo expuso más acertadamente en aquel poema que comienza así: «Ni en la completa desnudez ni en el olvido total...».
Y sí, es cierto, los recuerdos de esta prisión de carne se ciernen sobre nosotros apenas nacemos, y todo lo olvidamos demasiado rápido. Y sin embargo, aun recién nacidos, sí que recordábamos otros tiempos y lugares. Nosotros, niños indefensos, sujetos en brazos o arrastrándonos a cuatro patas por el suelo, soñábamos que volábamos por el aire. Sí, y soportábamos el tormento de aterradoras pesadillas, con seres oscuros y monstruosos. Nosotros, niños recién nacidos, sin ninguna experiencia, nacimos con miedo, con el recuerdo del miedo: y la memoria es experiencia.
En cuanto a mí, cuando apenas empezaba a hablar, a una edad tan tierna que todavía emitía sonidos para expresar si tenía hambre o sueño, ya sabía que había sido un vagabundo de las estrellas. Sí, yo, que nunca había balbuceado la palabra «rey», recordaba que una vez había sido el hijo de un rey. E incluso recordaba que alguna vez también había sido esclavo, e hijo de esclavos, y que había llevado una argolla alrededor del cuello.
Y más todavía. Cuando tenía tres años, y cuatro, y cinco años, aún no era yo mismo. Era solamente una transformación en curso, un flujo del espíritu todavía caliente en el molde de mi carne en un tiempo y en un espacio concretos. En aquel tiempo, todo lo que había sido en las miles de vidas anteriores se agolpaba en mí, confundiendo el flujo de mi espíritu, en un esfuerzo por convertirse e incorporarse a mi persona.
Qué estupidez, ¿no? Pero recuerden, lectores —espero viajar lejos con ustedes, a través del tiempo y del espacio—, recuerden que he pensado mucho sobre todas estas cuestiones; que a lo largo de noches de sangre, de oscuros esfuerzos que duraron años y años, he estado a solas con mis muchas otras identidades y he podido contemplarlas y examinarlas. He pasado toda clase de infiernos en diferentes existencias para traerles noticias que compartiremos en esta hora, mientras leen cómodamente estas páginas.
Y volviendo a lo anterior, les decía que a la edad de tres, cuatro o cinco años, yo todavía no era yo. Simplemente estaba materializándome mientras tomaba forma en el molde de mi cuerpo, y todo el tiempo pasado, con su potencial indestructible, se forjaba en la mezcla de mi ser para determinar cuál sería la forma definitiva. No fue mi voz la que gritó en la noche por temor a cosas de sobra conocidas, pero que yo, en verdad, ni conocía ni podía conocer. Lo mismo sucedía con mis rabietas infantiles, con mis amores, con mis risas. Otras voces gritaban a través de mi voz, las voces de hombres y mujeres de otras épocas, de todos mis antepasados ocultos entre sombras. Y el gruñido de mi rabia se fundía con el de bestias más antiguas que las montañas; y los gritos histéricos de mi infancia, con todo el rojo de su ira, no desentonaban con los gritos bárbaros e ininteligibles de bestias pregeológicas anteriores a Adán.
Y así se descubre el secreto. ¡La ira roja! La que me ha aniquilado en esta, mi vida presente. Por culpa de ella, dentro de unas semanas, seré llevado desde esta celda hasta un lugar más elevado, con una plataforma inestable, adornada en su parte superior por una soga larga y tensa; y allí me colgarán del cuello hasta que muera. La ira roja ha podido conmigo en todas mis vidas, porque ella ha sido mi catastrófica e infortunada herencia desde los tiempos del lodo primigenio, antes de los albores del mundo.
Ya es hora de que me presente. Ni estoy loco ni soy un lunático. Quiero que lo sepan, para que puedan darles el debido crédito a los hechos que pretendo explicarles. Soy Darrell Standing. Algunos de ustedes, al leer este nombre, me habrán reconocido de inmediato. Pero permítanme que exponga mi caso a la mayoría que no me conoce. Hace ocho años, yo era catedrático de Agronomía en la Facultad de Agricultura de la Universidad de California. Hace ocho años, el aletargado pueblecito de Berkeley quedó conmocionado con el asesinato del catedrático Haskell en uno de los laboratorios del departamento de Mineralogía: Darrell Standing fue el asesino.
Yo soy Darrell Standing. Me encontraron con su sangre todavía en las manos. Ahora bien, no voy a discutir sobre lo justo o lo injusto de este asunto con el profesor Haskell. Era una cuestión entre él y yo. El caso es que, en un acceso de furia, cegado por la misma ira roja que me ha maldecido a lo largo de las épocas, maté a mi compañero. Las actas del juicio demuestran que así fue; y, por una vez, estoy de acuerdo con el tribunal.
No, no me van a ahorcar por ese asesinato. Me condenaron a cadena perpetua. Por entonces, yo tenía treinta y seis años; ahora tengo cuarenta y cuatro. He pasado ocho años en San Quintín, la cárcel estatal de California. Cinco de esos años los pasé privado de luz, en la oscuridad: «aislamiento total», así lo llaman. Los hombres que son capaces de soportarlo lo llaman la muerte en vida. No obstante, durante esos cinco años conseguí un grado de libertad que pocos hombres han alcanzado jamás. A pesar de hallarme totalmente recluido, no solo fui capaz de viajar por todo el mundo, sino también de viajar por distintas épocas. Quienes me encerraron durante esos años, insignificantes al fin, me regalaron, sin tan siquiera ser conscientes de ello, el esplendor de los siglos. En realidad, gracias a Ed Morrell, deambulé por las estrellas durante cinco años. Pero Ed Morrell es otra historia. Les hablaré de él más adelante. Tengo tanto que contar que apenas sé por dónde comenzar.
Está bien, comencemos. Nací en tierras de Minnesota. Mi madre era la hija de un inmigrante sueco. Se llamaba Hilda Tonnesson. Mi padre se llamaba Chauncey Standing, americano de pura cepa. Sus antepasados se remontaban hasta Alfred Standing, un sirviente, o si lo prefieren, un esclavo, que llegó desde Inglaterra a las plantaciones de Virginia hace ya mucho tiempo, antes aun de que un joven Washington explorara las tierras vírgenes de Pennsylvania.
Uno de los hijos de Alfred Standing luchó en la Guerra de Independencia; uno de sus nietos, en la Guerra de 1812. No ha habido desde entonces una guerra en la que no haya tomado parte alguno de los Standing. Yo, el último de los Standing, que moriré muy pronto y sin descendencia, luché como soldado raso en Filipinas, nuestra última guerra, y para ello renuncié, en el mejor momento de mi temprana carrera, a mi cátedra en la Universidad de Nebraska. ¡Santo cielo, cuando renuncié iba camino de convertirme en decano de la Facultad de Agricultura de aquella universidad! ¡Yo, el vagabundo de las estrellas, el ferviente aventurero, el Caín peregrino de los siglos, el sacerdote militante de los tiempos más remotos, el eterno poeta, el soñador lunático olvidado por los siglos, a quien jamás se mencionará en los libros de historia!
Y heme aquí, con las manos manchadas de sangre en el Corredor de la Muerte de la cárcel estatal de Folsom, esperando el día decretado por la maquinaria del Estado para que sus esbirros me envíen lejos, muy lejos de aquí, al lugar al que ellos, ingenuamente, denominan la oscuridad; la oscuridad a la que tanto temen, la que puebla sus fantasías de supersticiones y terrores; la oscuridad que les conduce, sumisos y quejumbrosos, ante los altares de sus dioses antropomórficos creados por el miedo.
No, jamás seré decano de ninguna facultad de Agricultura. Y sabía mucho de agricultura. Era mi profesión. Nací para ello, me crie para ello, me eduqué para ello: era todo un maestro. Tenía un don. Puedo saber a simple vista qué vaca da leche con mayor porcentaje de nata, y dejar que el test de Babcock verifique la exactitud de mis pronósticos. Con tan solo mirar, ya no la tierra, sino un paisaje, puedo dictaminar las virtudes y deficiencias del terreno. No necesito papel tornasol para determinar si un suelo es ácido o alcalino. Repito, el cultivo de la tierra, en su más alto sentido científico, era y sigue siendo mi don. Y aun así el Estado, en representación de todos sus ciudadanos, cree que puede acabar con todos mis conocimientos colocándome una soga alrededor del cuello y valiéndose de la abrupta sacudida provocada por la ley de la gravedad: ¡toda mi sabiduría, incubada a través de los siglos, fraguada mucho antes de que los primeros rebaños nómadas pastaran en los campos de Troya!
¿Maíz? ¿Quién conoce el maíz mejor que yo? Lo que conseguí en Wistar es la mejor prueba de ello; allí incrementé la producción anual de maíz de cada condado de Iowa por valor de medio millón de dólares. Eso es historia. Muchos de los agricultores que viajan hoy en día en sus automóviles saben quién hizo posible ese automóvil; muchas chicas y chicos enfrascados en el instituto en el estudio de sus libros de texto apenas podrían imaginarse que todos sus sueños de una educación superior fueron posibles gracias a mis estudios sobre el maíz en Wistar.
¡Por no hablar de la gestión de una granja! Soy capaz de calibrar el derroche de actividad de una explotación sin estudiar registro alguno, tanto de la granja como de la mano de obra, la distribución de los edificios o del trabajo. Escribí un libro sobre todo eso, con gráficas incluidas. Sin duda alguna, en este mismo instante cien mil granjeros se estarán estrujando la cabeza ante sus páginas antes de apagar sus pipas e irse a la cama. En cambio, yo no necesitaba ni gráficas ni manuales; con solo mirar a un hombre me bastaba para conocer su predisposición, su coordinación y el porcentaje de toda la actividad que malgastaba.
Y aquí debo concluir el primer capítulo de mi narración. Son las nueve en punto, y en el Corredor de la Muerte eso significa que se apagan las luces. Ahora mismo puedo oír el sonido de los zapatos de goma del guardia, que viene a reprenderme porque mi lámpara de queroseno sigue aún encendida. ¡Como si los vivos pudieran censurar a un condenado a muerte!
Capítulo 2
Soy Darrell Standing. Muy pronto me sacarán de aquí para ahorcarme. Mientras tanto, digo lo que tengo que decir y escribo en estas páginas acerca de otros tiempos y otros lugares.
Tras conocer mi sentencia, vine a pasar el resto de «mi vida natural» a la prisión de San Quintín. Resulté ser un incorregible. Un incorregible es un ser humano indeseable; al menos esa es la connotación que tiene la palabra «incorregible» en la psicología carcelaria. Me convertí en un incorregible porque detestaba toda actividad innecesaria. Aquella cárcel, como todas las cárceles, era un escándalo, una afrenta al ahorro de esfuerzos. Me destinaron a los telares de hilo, donde la desidia y la ineficacia no tardaron en sacarme de mis casillas. ¿Cómo podría ser de otra manera, si el control y la eliminación del derroche de actividad eran mi especialidad? Antes de que se inventasen los telares a vapor, tres mil años antes, yo ya me había podrido en prisión en la antigua Babilonia y, créanme, no miento cuando afirmo que en la Antigüedad nosotros, los esclavos, tejíamos en telares manuales con más eficacia que los reclusos en los telares a vapor de San Quintín.
Aquel derroche de energía era inaceptable, y me rebelé. Traté de enseñar a los guardias unos cuantos métodos mucho más eficaces. Como pago, fui amonestado, arrastrado al calabozo y privado de luz y de alimento. Al salir, intenté trabajar entre el caos y la total incompetencia de las salas de telares. Me rebelé de nuevo y una vez más me enviaron al calabozo metido, además, en la camisa de fuerza. Me colgaron de los pulgares, obligándome a permanecer en la posición del águila, con las alas extendidas mientras era golpeado por guardias cuya inteligencia apenas les alcanzaba para intuir que yo era diferente a ellos, es decir, no tan imbécil como ellos.
Durante dos años soporté esta persecución sin sentido. Es horrible para un hombre estar completamente atado y quedar a merced de las ratas. Porque los guardias, esas bestias estúpidas, eran ratas, ratas que me roían la inteligencia, dejando los nervios sanos de mi espíritu y de mi conciencia en carne viva. Y yo, que en el pasado había sido uno de los más valerosos combatientes, en aquella vida presente ya no podía luchar. Yo era un granjero, un ingeniero agrónomo, un catedrático atado a su escritorio, un esclavo del laboratorio, interesado únicamente en la tierra y en el aumento de su productividad.
Combatí en Filipinas porque esa era la tradición de los Standing. No tenía habilidad para el combate. Me resultaba absurda la introducción de sustancias extrañas y nocivas en los cuerpos de aquellos pequeños negros. Era grotesco contemplar cómo la Ciencia prostituía todo el valor de sus logros y el ingenio de sus inventores para introducir con violencia aquellas sustancias en los cuerpos de los habitantes de los pueblos negros.
Como decía, en obediencia a la tradición de los Standing, fui a la guerra y descubrí que no tenía aptitudes para ella. Y también lo creyeron así mis oficiales, que me nombraron auxiliar de intendencia; y como auxiliar, desde un escritorio, luché en la Guerra Hispano-Estadounidense.
Por tanto, no fue por ser un tipo combativo, que no lo era, sino por ser un pensador y porque me enfurecía el derroche de energía de las salas de telares, por lo que fui perseguido por los guardias una y otra vez, hasta que lograron convertirme en un «incorregible». Mi cerebro funcionaba, y fui castigado por ello. Así se lo dije al alcaide Atherton, cuando mi actitud incorregible se había vuelto tan notoria que me llevaron hasta su despacho privado y me tiraron sobre la alfombra para tener unas palabras con él. Así le dije entonces:
—Sería absurdo suponer, querido alcaide, que esas ratas que usted tiene como guardias pudieran desalojar de mi cabeza ideas que me parecen de lo más obvio y de las que estoy plenamente convencido. La organización de esta cárcel es, en general, desastrosa. Usted no es más que un político. Es posible que haya sido capaz de manejar a todos los responsables del entramado electoral de San Francisco para lograr un puesto como el que ahora ocupa: pero usted no sabe tejer yute. Sus telares llevan cincuenta años de atraso...
Pero ¿para qué continuar con el sermón? Le demostré lo estúpido que era, y como resultado él decidió que yo era un incorregible incurable.
Ya lo dice el refrán, «cría fama...». Pues bien, el alcaide Atherton acabó justificando mi mala fama. Se lo puse muy fácil. Cargaron sobre mí las faltas de muchos otros convictos, y pagué por ellas en el calabozo, a pan y agua, colgado de los pulgares, de puntillas, durante largas horas, cada una de ellas más larga que cualquiera de mis vidas anteriores.
Los hombres inteligentes pueden ser crueles. Los hombres estúpidos son monstruosamente crueles. Los guardias y todos los que trabajaban allí, del alcaide para abajo, eran monstruos estúpidos. Lean con atención y verán lo que me hicieron. Había un poeta en la cárcel, uno de los reclusos, un falso poeta, un degenerado de frente amplia y mentón hundido. Era un impostor. Un cobarde, un informante. Un cerdo soplón: soy consciente de lo extraño que puede parecer que un catedrático de Agronomía escriba estas palabras, pero uno aprende muchas barbaridades cuando está condenado a pasar en la cárcel el resto de su vida.
Este falso poeta se llamaba Cecil Winwood. No era la primera vez que le condenaban, y a pesar de ello, como era un perro cobarde y llorón, su última sentencia fue tan solo de siete años. Había hecho méritos para reducir considerablemente su condena. La mía era para toda la vida. Y, aun así, este degenerado miserable, desesperado por ganar unos cuantos años de libertad, logró añadir una buena porción de eternidad a mi condena de por vida.
Les contaré lo que ocurrió del revés, de otro modo, pues yo mismo no llegué a entenderlo hasta mucho más tarde. Este Cecil Winwood, en un intento por conseguir los favores del capitán de patio de la prisión y, por tanto, los del alcaide, la junta directiva, la junta de perdones, y el gobernador de California, organizó una falsa fuga. Tres cosas hay que destacar en primer lugar: (a) Cecil Winwood era tan odiado por sus compañeros que no le habrían permitido que apostara ni siquiera una onza de tabaco Bull Durham en las carreras de chinches (y las carreras de chinches eran el pasatiempo preferido de los convictos); (b) yo era el que más y peor fama había criado de todo el penal; (c) para su plan, Cecil Winwood necesitaba a los de peor fama, los de cadena perpetua como yo, los desesperados, los incorregibles.
Pero los condenados a cadena perpetua detestaban a Cecil Winwood y, cuando este se les acercó con su maravilloso plan de fuga colectiva, se rieron de él y le dieron la espalda, acusándole de no ser más que un sucio chivato. Pero al final logró engatusar a cuarenta de los más resentidos del redil. Se les acercaba una y otra vez y les contaba que tenía cierta influencia en la prisión por ser hombre de confianza en la oficina del alcaide, lo que le facilitaba el acceso permanente a la enfermería.
—Demuéstralo —dijo Long Bill Hodge, un montañés condenado a cadena perpetua por el asalto a un tren, y que durante años había desarrollado una obsesión por escapar para poder matar al que fuera su compañero en el asalto, quien había declarado en su contra.
Cecil Winwood aceptó el reto. Aseguró que podía drogar a los guardias la noche de la fuga.
—Hablar es gratis —dijo Long Bill Hodge—. Lo que queremos son hechos. Droga a uno de los guardias esta noche. Hoy estará Barnum. Es un cerdo. Ayer le dio una paliza al pobre Chink en el Corredor de los Locos y, además, estando fuera de servicio. Hoy le toca el turno de noche. Drógale y haz que pierda su trabajo. Si lo consigues, hablaremos contigo.
Long Bill me contó todo esto más tarde en el calabozo. Cecil Winwood puso reparos ante la inmediatez de la prueba. Pidió que le dejaran algo de tiempo para poder sustraer la droga de la enfermería. Se lo concedieron, y una semana más tarde, anunció que estaba listo. Cuarenta condenados a cadena perpetua, todos bien curtidos, esperaron a que el guardia Barnum cayera dormido durante su turno. Y Barnum se durmió. Le pillaron y fue despedido al día siguiente.
Por supuesto, aquello convenció a los presos. Pero le quedaba por convencer al capitán de patio de la cárcel. Para ello, Cecil Winwood le ponía diariamente al tanto del progreso del plan de fuga, todo imaginado e inventado por él. El capitán de patio exigió pruebas y Winwood se las dio. Yo no me enteraría de todos los detalles hasta un año más tarde; tal es la lentitud con que se filtran los secretos de las intrigas en prisión.
Winwood aseguraba que los cuarenta hombres que pretendían fugarse, todos de su confianza, contaban ya con tanto poder en la prisión que se disponían a introducir armas automáticas con la ayuda de los guardias a los que habían sobornado.
—Demuéstramelo —debió exigirle el capitán de patio.
Y el poeta impostor se lo demostró. En la panadería, el trabajo nocturno era algo habitual. Uno de los presos, un panadero, se encargaba del primer turno de noche. Era un soplón del capitán de patio, y Winwood lo sabía.
—Esta noche —le dijo al capitán— Summerface pasará una docena de automáticas del 44. En su próximo permiso, traerá la munición. Pero esta noche me entregará las automáticas en la panadería. Allí dentro tiene usted un buen soplón. Mañana le pasará su informe.
Summerface era uno de esos típicos guardias paletos, fuerte, robusto, procedente del condado de Humboldt. Era un tío bobo e ingenuo, de buen carácter, que tan solo trataba de ganarse unos dólares traficando con tabaco entre los convictos. Aquella noche, a la vuelta de un viaje a San Francisco, trajo consigo unos siete kilos de excelente tabaco. Ya lo había hecho antes en alguna ocasión y solía entregar la mercancía a Cecil Winwood. Así que precisamente aquella noche, sin maldad alguna, le entregó su carga en la panadería. Se trataba de un pesado fardo de inocente tabaco envuelto en papel. El panadero soplón, desde su escondite, vio cómo le entregaba el paquete a Winwood y a la mañana siguiente se lo comunicó al capitán de patio.
Pero entonces la imaginación desbocada del poeta impostor fue demasiado lejos. Él fue el responsable del error que me costó cinco años de confinamiento solitario, en esta condenada celda desde la que ahora escribo. Y durante todo aquel tiempo no supe nada al respecto. Ni siquiera sabía del plan de fuga con el que había engatusado a los cuarenta condenados de por vida. No sabía nada, absolutamente nada. Y los demás sabían muy poco. Los presos no sabían que se la estaban jugando.
El capitán de patio tampoco sabía que a él también se la estaban jugando. Y Summerface era el más inocente de todos. En el peor de los casos, solo habría podido sentirse culpable por pasar de contrabando un poco de tabaco inofensivo.
Volvamos al estúpido y trágico descuido de Cecil Winwood. A la mañana siguiente, cuando se encontró con el capitán de patio, se sentía exultante. Su imaginación no conocía límites.
—Muy bien, el material entró tal como dijiste —le felicitó el capitán de patio.
—Y hay suficiente como para hacer volar por los aires media prisión —dijo Winwood.
—¿Suficiente qué? —preguntó el capitán.
—Dinamita y detonadores —prosiguió el muy imbécil—. Unos diecisiete kilos. Su soplón vio cómo Summerface me lo entregaba.
En ese mismo instante, al capitán de patio casi le da un infarto. La verdad es que ahora no puedo más que compadecerle... ¡Diecisiete kilos de dinamita perdidos en la cárcel!
Dicen que el capitán Jamie —ese era su apodo— se sentó y apoyó la cabeza entre sus manos.
—¿Dónde está? —gritó—. ¡La quiero ya! ¡Llévame hasta ella inmediatamente!
Y justo entonces, Cecil Winwood se percató del error que había cometido.
—La enterré —mintió, y no tenía más remedio, porque hacía mucho rato que había distribuido entre los reclusos los pequeños paquetes de tabaco.
—Muy bien —dijo el capitán Jamie tratando de no perder los nervios—. Llévame allí ahora mismo.
Pero no había explosivos enterrados a los que pudiera llevarle. Ni existían ni habían existido más que en la imaginación del desgraciado de Winwood.
En una prisión tan grande como San Quintín siempre hay escondrijos. Y mientras Cecil Winwood guiaba al capitán Jamie tuvo tiempo de sobra para inventar una excusa.
Como declararían más tarde el capitán y el propio Winwood ante la junta directiva, de camino hacia el supuesto escondrijo, el poeta aseguró que él y yo habíamos ocultado juntos la dinamita. ¡Y yo, recién liberado tras cinco días en el calabozo y ochenta horas con la camisa de fuerza; tan deshecho que hasta el guardia más estúpido podía ver que era incapaz de trabajar en los telares; yo, al que habían concedido un día de descanso para recuperarse del severo castigo, fui acusado de haber escondido junto a él los diecisiete kilos de inexistentes explosivos!
Winwood condujo al capitán Jamie hasta el supuesto escondite. Por supuesto, no encontraron ni rastro de la dinamita.
—¡Dios mío! —mintió Winwood—, Standing me la ha jugado. La ha desenterrado y la ha escondido en algún otro sitio.
Al capitán de patio no le acabó de convencer aquel «¡Dios mío!». Airado, en el ardor del momento, pero con absoluta sangre fría, se llevó a Winwood a su despacho, cerró las puertas y le dio una paliza tremenda. Todo salió a la luz ante la junta directiva. Pero eso fue más adelante. En aquel momento, incluso mientras era apaleado, Winwood juraba que todo lo que había contado era cierto.
¿Qué podía hacer el capitán Jamie? Estaba convencido de que había diecisiete kilos de dinamita ocultos en algún lugar de la prisión y de que cuarenta condenados a cadena perpetua, desesperados, estaban a punto de fugarse. Y sí, evidentemente, Summerface fue llamado a filas; y aunque repetía una y otra vez que el paquete contenía tabaco, Winwood juraba que era dinamita; y el capitán le creyó.
Y a estas alturas de la representación es cuando aparezco yo o, mejor dicho, cuando