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Circulo de fuego
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Circulo de fuego
Libro electrónico220 páginas2 horas

Circulo de fuego

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Información de este libro electrónico

Una nueva amenaza se cierne sobre Mexicali; una que el investigador Miguel Ángel Morgado no acaba de entender: ¿Por qué quemaron nueve cuerpos formando un círculo? ¿Asesinos seriales, sectas satánicas, crimen organizado...? Esta es la primera entrega de Exhumaciones (la trilogía fronteriza de Miguel Ángel Morgado ), la cual promete convertirse en una de las mejores series de novela negra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2014
ISBN9781940281773
Circulo de fuego

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    Circulo de fuego - Gabriel Trujillo Muñoz

    Índice

    Encuentro con la naturaleza

    La mirada del fuego

    Los ojos del venado

    Los sueños sueños son

    Los peores, los irremediables

    De los dolores y las culpas

    Una ventana a la oscuridad

    Los restos del banquete

    Nudos rotos

    Un callejón sin salida

    Fuera de nómina

    Un factor común

    Un tirador solitario

    Con la espada en la mano

    Un hogar abandonado

    Los Vitrales

    El futuro de México

    Un crimen mayor

    Del infierno al infierno

    La hoguera de las vanidades

    Una bestia enojada

    El santuario de los monjes guerreros

    La leyenda de los dioses gemelos

    Actuar como el enemigo

    Humo blanco

    Matando demonios

    Cabos sueltos

    Campos de ceniza

    Un santo venerado

    Donde la pureza es manantial

    La justicia del polvo

    Una historia curiosa

    Un paseo ancestral

    Jalcutat

    Encuentro con la naturaleza

    Miguel Ángel Morgado volteó hacia el sol. Sabía que era una estupidez, que podía quedar ciego, pero necesitaba estar seguro que el astro solar seguía allá, arriba, ofreciéndole un rumbo, una dirección.

    El problema era la hora: exactamente el mediodía. A sus pies no quedaba ninguna sombra. A su alrededor todo era roca y arbustos casi impenetrables.

    —Debo subir a la roca más alta y buscar una salida. Tal vez desde ahí funcione mi teléfono celular. Tal vez algún helicóptero forestal me vea.

    El sonido de una explosión a sus espaldas lo hizo consciente de su perseguidor. Se dio media vuelta y miró, cara a cara, a su adversario.

    A menos de quinientos metros ardía el mundo. Una pared de fuego consumía todo a su paso. Rugía su turbulencia lanzando lengüetas de fuego a las alturas. Era el peor incendio en veinte años.

    Y llevaba horas detrás de su pista, jugando con él, asediándolo para que sólo le quedara la opción de escapar a campo traviesa, en una tierra deshabitada, donde no había ningún ser humano que pudiera ayudarlo.

    Entre Miguel Ángel y los ranchos más cercanos se interponía aquel monstruo de fuego, aquella barrera llameante que mataba todo lo que tocaba.

    Morgado no necesitaba que se lo dijeran.

    Le ardía el hombro por su último encuentro cercano con aquel incendio.

    Como pudo, aferrándose a cualquier saliente, comenzó a trepar por una roca.

    —Debo orientarme. Debo saber dónde estoy.

    El fuego se acercaba, jugaba con él.

    Un cambio en la dirección del viento le permitió respirar mejor.

    —Fui asmático de niño. No quiero serlo otra vez.

    Respira con lentitud.

    —No entres en pánico.

    Pero el esfuerzo de subir acalambraba sus brazos y piernas...

    —Piensa en otra cosa... piensa en otra cosa.

    Entonces recordó cómo había iniciado todo.

    Una semana antes. En la Facultad de Ciencias Humanas.

    Llevaba apenas un mes de empezar a dar clases en la universidad y no conocía a todos sus colegas profesores.

    La mayoría se presentaba a sí mismo sin mediaciones, sin preámbulos.

    Una semana antes, en la sala de maestros, lo había interceptado Horacio Apodaca, un profesor de Psicología.

    —¿De qué das clase?

    —De Derechos Humanos. ¿Y tú?

    —De Psicología ambiental. ¿Has oído hablar de esta materia?

    —No. ¿Es interesante?

    —Mucho. Como tú expones sobre los derechos de los seres humanos, yo expongo sobre los derechos de la naturaleza, de la vida en el planeta Tierra.

    Morgado pensó en que aquella clase era de ecología, pero el profesor Apodaca le hizo ver sus errores.

    —No. No somos ecologistas. Nuestra postura es que la Tierra, nuestro mundo, es un solo ser vivo que Dios nos encargó y que nosotros, la humanidad, hemos olvidado nuestro deber para mantenerlo limpio y sano. Ahora somos la enfermedad que lo corrompe.

    —¿Y qué hacen al respecto? ¿Vacunarla contra nosotros?

    Horacio Apodaca esbozó una sonrisa confidencial.

    —Vacunarnos contra nosotros mismos hubiera sido adecuado hace unos millones de años, colega. Ahora ese procedimiento preventivo ya es tardío.

    Miguel Ángel pensó que si Apodaca había desechado la curación preventiva sólo quedaba como tratamiento la eliminación de los seres humanos.

    —¿Quieres decir que...?

    Pero el profesor de Psicología ambiental no le permitió averiguarlo.

    —Lo que quiero decir es que, por ahora, olvidemos mis teorías y que me encantaría que te nos unieras.

    —¿Unirme a qué?

    —A los viajes que hacemos para estar en contacto con la naturaleza.

    —Eso suena bien.

    —Y se experimenta mejor.

    —¿Me estás invitando a una de esas excursiones para vivir con lo que la naturaleza proporciona?

    —No. No somos de esa tendencia. Yo llevo a mis alumnos para que sepan cómo escuchar a la naturaleza, cómo pueden percibir los ritmos de la tierra que nos alimenta y nos permite respirar.

    Miguel Ángel Morgado no sabía qué pensar. Aquello le parecía una invitación por demás ambigua.

    Luego lo pensó mejor.

    —No soy gente de campo —le explicó.

    El profesor Apodaca lo miró, dudoso ante aquella afirmación.

    —¿Qué quieres decir?

    —Soy un ser urbano. Me gusta la ciudad, no andar en campo abierto y trotando por el mundo salvaje.

    —El que seas urbano no significa que no puedas disfrutar otras experiencias. Y Baja California es un mundo desafiante que, si le das oportunidad, te recibirá como un ser descarriado en busca de refugio.

    —Eso me suena muy religioso.

    Horacio Apodaca asintió.

    —Conocer la naturaleza es reconectarte con tu ser espiritual.

    Miguel Ángel entendió el resto del discurso.

    —Gracias por tu invitación, pero tengo mucho trabajo por delante. Nunca creí que dar clases fuera una labor de tanta concentración mental.

    —Trabajar no lo es todo.

    —Sé lo que quieres decirme: hay que darse tiempo para vivir.

    —Exacto. Y para morir.

    Morgado no pudo dejar de ponerse alerta.

    La muerte era algo que conocía muy bien.

    A su pesar, la muerte era una compañera inseparable en su vida de abogado de los derechos humanos en plena frontera norte de México.

    —¿Para morir cómo? —quiso saber.

    —En paz con el mundo.

    —¿Con cuál mundo?

    El profesor Apodaca le puso una mano en el hombro. Como un sacerdote que buscaba escuchar la confesión de un pecador.

    —El mundo que rehúyes caminar, que te niegas a conocer.

    Y ahora ese mundo lo rodeaba, lo perseguía.

    Morgado se apalancó en una saliente y lanzó su cuerpo hacia adelante.

    Finalmente había logrado subir a la roca.

    Estaba en posición de ver a lo que se enfrentaba: el desfiladero a sus pies, vertiginoso y acechante. Y más allá de aquel vacío, un desierto plano, sin rastros de civilización.

    Eso lo esperaba delante, como una prueba de fe.

    Detrás, el gran incendio lo cercaba como un depredador paciente, meticuloso.

    Miguel Ángel tomó su teléfono celular y buscó una señal.

    Nada.

    Respiró hondo, tratando que la oleada de pánico no lo ahogara.

    —No van a derrotarme —se dijo a sí mismo.

    —No soy una presa fácil.

    Porque Morgado sabía que aquella trampa era humana.

    Que su adversario no era el incendio mismo, sino los que lo habían provocado.

    Los que no querían que revelara la verdad y pretendían que sólo se conocieran las mentiras que ellos llamaban su fe, su destino.

    Los que habían apostado por su muerte y por la muerte de muchos como él.

    —No soy gente de campo —pensó Miguel Ángel.

    —Soy un urbanita, un hombre de ciudad. Me gustan las comodidades, mi computadora, mi café Sumatra, mis idas al cine, mi vida tal cual es. ¿Cómo llegué aquí? ¿Qué trampa es esta?

    La mirada del fuego

    Estaba oscuro.

    Un viento cálido azotaba sus ropas, sus caras.

    Ellos vestían trajes de tres piezas.

    Ellas llevaban vestidos de noche.

    Todos iban excesivamente maquillados.

    Los que los guiaban llevaban bidones en sus hombros.

    Sólo ellos sabían el camino.

    —¿Cuánto falta? —preguntó uno de los guías.

    —Ya casi llegamos —dijo el líder.

    Diez minutos más tarde alguien prendió una tea. Habían llegado.

    Se encontraban detrás de un cerro, en un terreno plano que habían despejado de arbustos.

    —Acuéstenlos —ordenó el líder.

    Así lo hicieron.

    De tres en tres. Formando un círculo, con los pies hacia el interior y boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho.

    —Es la hora —dijo el líder—. Procedan.

    Los guías abrieron los bidones. Un fuerte olor a gasolina invadió el lugar.

    Luego fueron bañando a cada uno de los nueve.

    El líder sostenía la tea en su mano derecha.

    —¡Háganse a un lado! —gritó.

    Sus ayudantes le obedecieron.

    Por un instante todo fue quietud. Ni siquiera los nueve jóvenes acostados en la tierra se movieron.

    Parecían estar libres de toda emoción, embebidos en una calma absoluta, como aquella que precede a las peores tormentas.

    Entonces la tea cayó en el centro del círculo y un fuego rugiente se esparció de inmediato.

    Sus chispas competían en brillo con los astros luminosos del firmamento.

    Los nueve jóvenes siguieron inmóviles, sin reaccionar a las llamas que ya envolvían sus pies, sus piernas, sus caderas.

    Ninguno gritó o se lamentó en su agonía.

    En unos minutos todos estaban muertos.

    —¡Vámonos! —dijo el líder.

    Uno de los guías titubeó ante el espectáculo que dejaban atrás. —¿No vamos a apagar el fuego, señor? —se atrevió a preguntar. El líder volteó a verlo.

    —¿Viste lo que hicimos?

    —Lo vi, señor.

    —¿Y qué hicimos?

    —Liberamos a nueve de sus debilidades, de sus deseos.

    —¿Y por qué lo hicimos?

    —Porque somos misericordiosos.

    El líder asintió.

    —¡Observen el fuego que provocamos!

    Sus seguidores lo contemplaron.

    —¿No es bello el fuego?

    —Lo es, señor.

    —¿No es un instrumento de purificación?

    —Lo es, señor.

    —Entonces déjenlo crecer, déjenlo ser nuestro emisario.

    El que quiso apagar el fuego seguía sin comprender del todo el mensaje de su líder.

    Éste entendió su confusión.

    —Quiero que el fuego crezca para que todos sepan lo que hicimos aquí.

    —Y si los descubren, señor, ¿no nos perseguirán?

    El líder se acercó al escéptico.

    —Eso espero.

    —¿Que los impuros nos ataquen, señor?

    —Que lo intenten. Ya verán lo que les pasará.

    Sus seguidores sonrieron.

    —Así es el plan. Así ha sido siempre —rezaron.

    El líder los llamó hacia sí. Los abrazó con ternura.

    —Ahora entienden. Vamos a pasar a otra etapa.

    —¿No más escondites, señor?

    —No más.

    —¿No más ocultamiento, señor?

    —No más. Pero la gente debe descifrar nuestro mensaje. Este que hemos hecho aquí, en el corazón del mundo.

    Detrás de ellos, como si el fuego mismo escuchara su plegaria, el incendio cobró fuerza. Era septiembre e iban cuatro meses de verano intenso, de sequía total. Era el momento preciso para que una chispa se extendiera sin obstáculos, para que el fuego se convirtiera en amo y señor de las praderas fronterizas.

    El líder y sus seguidores se subieron a dos camionetas.

    El seguidor preguntón se puso al volante del camión en que habían transportado a los nueve sacrificados. Pero no alcanzó a prenderlo cuando el líder subió al vehículo.

    —Voy contigo, hijo.

    —Es un honor, jefe.

    —El honor es mío.

    —¿Regresamos a casa?

    —No, hijo. Tú y yo tenemos una tarea más.

    Entonces sonó el disparo.

    Uno solo.

    El líder bajó del camión y se subió a una de las camionetas.

    —¿Y ahora, señor? —preguntó el más joven.

    El líder sonrió a sus seguidores como un padre benévolo y amoroso.

    —A casa. Pero sólo a recoger lo necesario.

    —¿Y luego, señor?

    —Luego conseguimos un televisor y veremos las noticias.

    —¿Seremos famosos, señor? —preguntó otro de sus feligreses. —Seremos poderosos y temidos. Ya verán.

    Y en la mirada del líder un fuego nuevo brillaba.

    Un fuego implacable, que no conocía límites.

    Los ojos del venado

    Miguel Ángel Morgado observaba la cabeza de venado que presidía una pared de roca en el restaurante El Asadero de la Montaña, en el Centro Cívico de Mexicali. Le acababan de servir un plato de huevos revueltos con chorizo cuando sonó su teléfono celular. Intentó ignorarlo, pero no pudo.

    Podía ser alguien en apuros que necesitara un defensor a su lado.

    Apenas unos días antes lo habían invitado a salir de sus rutinas urbanas y a empaparse de la vida natural de la península de Baja California, pero él rechazó la oferta.

    A Morgado le gustaba su vida citadina.

    El tráfico, las multitudes, los arrebatos consumistas de las plazas comerciales.

    No andar caminando, con mochila en la espalda, los desiertos de su región natal o las praderas de las montañas cercanas.

    Y he aquí que, de pronto y sin aviso, Roberto Tejada, el procurador estatal de Justicia, le llamaba para pedirle un favor enorme:

    —Sé que estás muy ocupado defendiendo indígenas despojados y emigrantes desaparecidos, pero esto es una cosa rara, que no quiero que metan las manos los federales. Es un, ¿cómo te digo? Un desastre dentro de una catástrofe. Y apenas lo descubrimos hace unas horas.

    Miguel Ángel sonrió ante aquel discurso.

    Roberto era de su generación.

    Abogados que creían ser oradores en el Senado romano y no simples burócratas en medio de una escalada de violencia que no tenía visos de terminar, ni siquiera de disminuir.

    —Dime de

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