Circulo de fuego
()
Información de este libro electrónico
Una nueva amenaza se cierne sobre Mexicali; una que el investigador Miguel Ángel Morgado no acaba de entender: ¿Por qué quemaron nueve cuerpos formando un círculo? ¿Asesinos seriales, sectas satánicas, crimen organizado...? Esta es la primera entrega de Exhumaciones (la trilogía fronteriza de Miguel Ángel Morgado ), la cual promete convertirse en una de las mejores series de novela negra.
Lee más de Gabriel Trujillo Muñoz
Orescu: La triolgía de Thundra Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMúsica para difuntos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTransfiguraciones: Un misterio venerable Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesVecindad con el abismo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesVecindad con el abismo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relacionado con Circulo de fuego
Libros electrónicos relacionados
El pecador: Thriller policiaco, misterio y suspense Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl báculo y la serpiente Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Tumba del Niño Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Delicias terrenales Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEleftheria Project Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesXanto: Xanto Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Entre las cenizas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Hablando con extraños y otros cuentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa última de las Sabinas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Tierra De Lo Imaginario Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Bruja Vampiro [Libro Uno de la Trilogía de Brujas Vampiros] Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana): Colección Charlie Donlea Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Un imperio de polvo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNerisáe: La Sacerdotisa de la Luna Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas mariposas vuelan libres: Un acercamiento innovador y radical a la evolución espiritual Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El libro de los terrores Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos Mejores (The Best) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Colecta: El mal quiere a tus hijos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEn la sangre Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Tirso del Chopo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHay quienes eligen la oscuridad (versión española) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A merced de Dios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa fortaleza del dragón Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUna vida consciente: Distinguiendo lecciones ocultas en lo cotidiano Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOrigin Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesA la Luz de un Bosque Oscuro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos carcomidos Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cinco Mil Días y Una Noche Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Siete suicidas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Arcontes Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Fantasmas para usted
Cuentos de horror Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Leyendas mexicanas de terror. La tamalera asesina y otras historias Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los mil y un fantasmas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La caja de Stephen King Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Mar negro Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El corazón delator Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos niños de paja Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Cuarenta y un relatos de terror y misterio Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los mejores cuentos de Terror: Poe, Lovecraft, Stoker, Shelley, Hoffmann, Bierce… Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesToda la sangre Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El libro de los dioses Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Demonia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPara que sepan que vinimos Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Corazón Embrujado Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos ecuatorianos de aparecidos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesJaulas vacías Calificación: 4 de 5 estrellas4/5EL SELLO REDITUM. Sueños de la Vida Eterna Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDamas de lo extraño: Siete escritoras de gótico y terror Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentos góticos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNovelas de terror de H. P. Lovecraft Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTé con creepypastas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPresencias Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPuertas que se abren y se cierran solas. Testimonios de hechos reales terroríficos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEnsayos literarios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentos malditos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentos cortos de espíritus, mitos y leyendas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentos mexicanos de horror y misterio. Las bestias diminutas y otras sorprendentes historias de terror Calificación: 2 de 5 estrellas2/5El Juego de Azarus Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEnigmas Eternos: Adentrándose En La Leyenda De Entidades Misteriosas Alrededor Del Mundo: Enigmatic & Spine-Chilling Entities & Creatures Worldwide Storybooks, #1 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCementerio de Camiones Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Categorías relacionadas
Comentarios para Circulo de fuego
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Circulo de fuego - Gabriel Trujillo Muñoz
Índice
Encuentro con la naturaleza
La mirada del fuego
Los ojos del venado
Los sueños sueños son
Los peores, los irremediables
De los dolores y las culpas
Una ventana a la oscuridad
Los restos del banquete
Nudos rotos
Un callejón sin salida
Fuera de nómina
Un factor común
Un tirador solitario
Con la espada en la mano
Un hogar abandonado
Los Vitrales
El futuro de México
Un crimen mayor
Del infierno al infierno
La hoguera de las vanidades
Una bestia enojada
El santuario de los monjes guerreros
La leyenda de los dioses gemelos
Actuar como el enemigo
Humo blanco
Matando demonios
Cabos sueltos
Campos de ceniza
Un santo venerado
Donde la pureza es manantial
La justicia del polvo
Una historia curiosa
Un paseo ancestral
Jalcutat
Encuentro con la naturaleza
Miguel Ángel Morgado volteó hacia el sol. Sabía que era una estupidez, que podía quedar ciego, pero necesitaba estar seguro que el astro solar seguía allá, arriba, ofreciéndole un rumbo, una dirección.
El problema era la hora: exactamente el mediodía. A sus pies no quedaba ninguna sombra. A su alrededor todo era roca y arbustos casi impenetrables.
—Debo subir a la roca más alta y buscar una salida. Tal vez desde ahí funcione mi teléfono celular. Tal vez algún helicóptero forestal me vea.
El sonido de una explosión a sus espaldas lo hizo consciente de su perseguidor. Se dio media vuelta y miró, cara a cara, a su adversario.
A menos de quinientos metros ardía el mundo. Una pared de fuego consumía todo a su paso. Rugía su turbulencia lanzando lengüetas de fuego a las alturas. Era el peor incendio en veinte años.
Y llevaba horas detrás de su pista, jugando con él, asediándolo para que sólo le quedara la opción de escapar a campo traviesa, en una tierra deshabitada, donde no había ningún ser humano que pudiera ayudarlo.
Entre Miguel Ángel y los ranchos más cercanos se interponía aquel monstruo de fuego, aquella barrera llameante que mataba todo lo que tocaba.
Morgado no necesitaba que se lo dijeran.
Le ardía el hombro por su último encuentro cercano con aquel incendio.
Como pudo, aferrándose a cualquier saliente, comenzó a trepar por una roca.
—Debo orientarme. Debo saber dónde estoy.
El fuego se acercaba, jugaba con él.
Un cambio en la dirección del viento le permitió respirar mejor.
—Fui asmático de niño. No quiero serlo otra vez.
Respira con lentitud.
—No entres en pánico.
Pero el esfuerzo de subir acalambraba sus brazos y piernas...
—Piensa en otra cosa... piensa en otra cosa.
Entonces recordó cómo había iniciado todo.
Una semana antes. En la Facultad de Ciencias Humanas.
Llevaba apenas un mes de empezar a dar clases en la universidad y no conocía a todos sus colegas profesores.
La mayoría se presentaba a sí mismo sin mediaciones, sin preámbulos.
Una semana antes, en la sala de maestros, lo había interceptado Horacio Apodaca, un profesor de Psicología.
—¿De qué das clase?
—De Derechos Humanos. ¿Y tú?
—De Psicología ambiental. ¿Has oído hablar de esta materia?
—No. ¿Es interesante?
—Mucho. Como tú expones sobre los derechos de los seres humanos, yo expongo sobre los derechos de la naturaleza, de la vida en el planeta Tierra.
Morgado pensó en que aquella clase era de ecología, pero el profesor Apodaca le hizo ver sus errores.
—No. No somos ecologistas. Nuestra postura es que la Tierra, nuestro mundo, es un solo ser vivo que Dios nos encargó y que nosotros, la humanidad, hemos olvidado nuestro deber para mantenerlo limpio y sano. Ahora somos la enfermedad que lo corrompe.
—¿Y qué hacen al respecto? ¿Vacunarla contra nosotros?
Horacio Apodaca esbozó una sonrisa confidencial.
—Vacunarnos contra nosotros mismos hubiera sido adecuado hace unos millones de años, colega. Ahora ese procedimiento preventivo ya es tardío.
Miguel Ángel pensó que si Apodaca había desechado la curación preventiva sólo quedaba como tratamiento la eliminación de los seres humanos.
—¿Quieres decir que...?
Pero el profesor de Psicología ambiental no le permitió averiguarlo.
—Lo que quiero decir es que, por ahora, olvidemos mis teorías y que me encantaría que te nos unieras.
—¿Unirme a qué?
—A los viajes que hacemos para estar en contacto con la naturaleza.
—Eso suena bien.
—Y se experimenta mejor.
—¿Me estás invitando a una de esas excursiones para vivir con lo que la naturaleza proporciona?
—No. No somos de esa tendencia. Yo llevo a mis alumnos para que sepan cómo escuchar a la naturaleza, cómo pueden percibir los ritmos de la tierra que nos alimenta y nos permite respirar.
Miguel Ángel Morgado no sabía qué pensar. Aquello le parecía una invitación por demás ambigua.
Luego lo pensó mejor.
—No soy gente de campo —le explicó.
El profesor Apodaca lo miró, dudoso ante aquella afirmación.
—¿Qué quieres decir?
—Soy un ser urbano. Me gusta la ciudad, no andar en campo abierto y trotando por el mundo salvaje.
—El que seas urbano no significa que no puedas disfrutar otras experiencias. Y Baja California es un mundo desafiante que, si le das oportunidad, te recibirá como un ser descarriado en busca de refugio.
—Eso me suena muy religioso.
Horacio Apodaca asintió.
—Conocer la naturaleza es reconectarte con tu ser espiritual.
Miguel Ángel entendió el resto del discurso.
—Gracias por tu invitación, pero tengo mucho trabajo por delante. Nunca creí que dar clases fuera una labor de tanta concentración mental.
—Trabajar no lo es todo.
—Sé lo que quieres decirme: hay que darse tiempo para vivir.
—Exacto. Y para morir.
Morgado no pudo dejar de ponerse alerta.
La muerte era algo que conocía muy bien.
A su pesar, la muerte era una compañera inseparable en su vida de abogado de los derechos humanos en plena frontera norte de México.
—¿Para morir cómo? —quiso saber.
—En paz con el mundo.
—¿Con cuál mundo?
El profesor Apodaca le puso una mano en el hombro. Como un sacerdote que buscaba escuchar la confesión de un pecador.
—El mundo que rehúyes caminar, que te niegas a conocer.
Y ahora ese mundo lo rodeaba, lo perseguía.
Morgado se apalancó en una saliente y lanzó su cuerpo hacia adelante.
Finalmente había logrado subir a la roca.
Estaba en posición de ver a lo que se enfrentaba: el desfiladero a sus pies, vertiginoso y acechante. Y más allá de aquel vacío, un desierto plano, sin rastros de civilización.
Eso lo esperaba delante, como una prueba de fe.
Detrás, el gran incendio lo cercaba como un depredador paciente, meticuloso.
Miguel Ángel tomó su teléfono celular y buscó una señal.
Nada.
Respiró hondo, tratando que la oleada de pánico no lo ahogara.
—No van a derrotarme —se dijo a sí mismo.
—No soy una presa fácil.
Porque Morgado sabía que aquella trampa era humana.
Que su adversario no era el incendio mismo, sino los que lo habían provocado.
Los que no querían que revelara la verdad y pretendían que sólo se conocieran las mentiras que ellos llamaban su fe, su destino.
Los que habían apostado por su muerte y por la muerte de muchos como él.
—No soy gente de campo —pensó Miguel Ángel.
—Soy un urbanita, un hombre de ciudad. Me gustan las comodidades, mi computadora, mi café Sumatra, mis idas al cine, mi vida tal cual es. ¿Cómo llegué aquí? ¿Qué trampa es esta?
La mirada del fuego
Estaba oscuro.
Un viento cálido azotaba sus ropas, sus caras.
Ellos vestían trajes de tres piezas.
Ellas llevaban vestidos de noche.
Todos iban excesivamente maquillados.
Los que los guiaban llevaban bidones en sus hombros.
Sólo ellos sabían el camino.
—¿Cuánto falta? —preguntó uno de los guías.
—Ya casi llegamos —dijo el líder.
Diez minutos más tarde alguien prendió una tea. Habían llegado.
Se encontraban detrás de un cerro, en un terreno plano que habían despejado de arbustos.
—Acuéstenlos —ordenó el líder.
Así lo hicieron.
De tres en tres. Formando un círculo, con los pies hacia el interior y boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Es la hora —dijo el líder—. Procedan.
Los guías abrieron los bidones. Un fuerte olor a gasolina invadió el lugar.
Luego fueron bañando a cada uno de los nueve.
El líder sostenía la tea en su mano derecha.
—¡Háganse a un lado! —gritó.
Sus ayudantes le obedecieron.
Por un instante todo fue quietud. Ni siquiera los nueve jóvenes acostados en la tierra se movieron.
Parecían estar libres de toda emoción, embebidos en una calma absoluta, como aquella que precede a las peores tormentas.
Entonces la tea cayó en el centro del círculo y un fuego rugiente se esparció de inmediato.
Sus chispas competían en brillo con los astros luminosos del firmamento.
Los nueve jóvenes siguieron inmóviles, sin reaccionar a las llamas que ya envolvían sus pies, sus piernas, sus caderas.
Ninguno gritó o se lamentó en su agonía.
En unos minutos todos estaban muertos.
—¡Vámonos! —dijo el líder.
Uno de los guías titubeó ante el espectáculo que dejaban atrás. —¿No vamos a apagar el fuego, señor? —se atrevió a preguntar. El líder volteó a verlo.
—¿Viste lo que hicimos?
—Lo vi, señor.
—¿Y qué hicimos?
—Liberamos a nueve de sus debilidades, de sus deseos.
—¿Y por qué lo hicimos?
—Porque somos misericordiosos.
El líder asintió.
—¡Observen el fuego que provocamos!
Sus seguidores lo contemplaron.
—¿No es bello el fuego?
—Lo es, señor.
—¿No es un instrumento de purificación?
—Lo es, señor.
—Entonces déjenlo crecer, déjenlo ser nuestro emisario.
El que quiso apagar el fuego seguía sin comprender del todo el mensaje de su líder.
Éste entendió su confusión.
—Quiero que el fuego crezca para que todos sepan lo que hicimos aquí.
—Y si los descubren, señor, ¿no nos perseguirán?
El líder se acercó al escéptico.
—Eso espero.
—¿Que los impuros nos ataquen, señor?
—Que lo intenten. Ya verán lo que les pasará.
Sus seguidores sonrieron.
—Así es el plan. Así ha sido siempre —rezaron.
El líder los llamó hacia sí. Los abrazó con ternura.
—Ahora entienden. Vamos a pasar a otra etapa.
—¿No más escondites, señor?
—No más.
—¿No más ocultamiento, señor?
—No más. Pero la gente debe descifrar nuestro mensaje. Este que hemos hecho aquí, en el corazón del mundo.
Detrás de ellos, como si el fuego mismo escuchara su plegaria, el incendio cobró fuerza. Era septiembre e iban cuatro meses de verano intenso, de sequía total. Era el momento preciso para que una chispa se extendiera sin obstáculos, para que el fuego se convirtiera en amo y señor de las praderas fronterizas.
El líder y sus seguidores se subieron a dos camionetas.
El seguidor preguntón se puso al volante del camión en que habían transportado a los nueve sacrificados. Pero no alcanzó a prenderlo cuando el líder subió al vehículo.
—Voy contigo, hijo.
—Es un honor, jefe.
—El honor es mío.
—¿Regresamos a casa?
—No, hijo. Tú y yo tenemos una tarea más.
Entonces sonó el disparo.
Uno solo.
El líder bajó del camión y se subió a una de las camionetas.
—¿Y ahora, señor? —preguntó el más joven.
El líder sonrió a sus seguidores como un padre benévolo y amoroso.
—A casa. Pero sólo a recoger lo necesario.
—¿Y luego, señor?
—Luego conseguimos un televisor y veremos las noticias.
—¿Seremos famosos, señor? —preguntó otro de sus feligreses. —Seremos poderosos y temidos. Ya verán.
Y en la mirada del líder un fuego nuevo brillaba.
Un fuego implacable, que no conocía límites.
Los ojos del venado
Miguel Ángel Morgado observaba la cabeza de venado que presidía una pared de roca en el restaurante El Asadero de la Montaña, en el Centro Cívico de Mexicali. Le acababan de servir un plato de huevos revueltos con chorizo cuando sonó su teléfono celular. Intentó ignorarlo, pero no pudo.
Podía ser alguien en apuros que necesitara un defensor a su lado.
Apenas unos días antes lo habían invitado a salir de sus rutinas urbanas y a empaparse de la vida natural de la península de Baja California, pero él rechazó la oferta.
A Morgado le gustaba su vida citadina.
El tráfico, las multitudes, los arrebatos consumistas de las plazas comerciales.
No andar caminando, con mochila en la espalda, los desiertos de su región natal o las praderas de las montañas cercanas.
Y he aquí que, de pronto y sin aviso, Roberto Tejada, el procurador estatal de Justicia, le llamaba para pedirle un favor enorme:
—Sé que estás muy ocupado defendiendo indígenas despojados y emigrantes desaparecidos, pero esto es una cosa rara, que no quiero que metan las manos los federales. Es un, ¿cómo te digo? Un desastre dentro de una catástrofe. Y apenas lo descubrimos hace unas horas.
Miguel Ángel sonrió ante aquel discurso.
Roberto era de su generación.
Abogados que creían ser oradores en el Senado romano y no simples burócratas en medio de una escalada de violencia que no tenía visos de terminar, ni siquiera de disminuir.
—Dime de