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Un protestante en la España de Franco
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Libro electrónico413 páginas3 horas

Un protestante en la España de Franco

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Perseguidos, marginados, encarcelados y reprimidos, los protestantes de España supieron vivir su fe en un Dios misericordioso y fiel en medio de la adversidad y de un país al que amaban pero que no les correspondía. La historia del sufrimiento y la persecución de los protestantes durante los años del franquismo muchas veces han quedado relegadas a un segundo plano, a veces por sus propios protagonistas, satisfechos de la sociedad democrática que empezó a gestarse. Sin embargo, es el deber de un pueblo guardar memoria de su historia, y por esa razón Monroy nos cuenta en Un protestante en la España de Franco su propia vida como testigo excepcional de aquella época: una historia de España diferente, real y cruda, que no sale en los libros. Monroy no dejó de luchar por defender su fe y la de sus hermanos en uno de los escenarios más hostiles que se podían encontrar.

Persecuted, marginalized, incarcerated, and repressed, the Protestants of Spain knew how to live their faith in a merciful and faithful God in the midst of adversity and a country they loved but that did not belong to them. The history of suffering and persecution of Protestants during the years of the Franco regime often has been relegated to the background, sometimes by its own protagonists, satisfied with the democratic society that began to take shape. However, it is the duty of a people to remember its history, and for that reason Monroy tells us in Un protestante en la España de Franco (A Protestant in Franco’s Spain) his own life as an exceptional witness of that time: a different, real, and raw history of Spain that does not appear in the textbooks. Monroy did not stop fighting to defend his faith and that of his brothers in one of the most hostile scenarios that could be imagined.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2015
ISBN9781496404244
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    Vista previa del libro

    Un protestante en la España de Franco - Juan Antonio Monroy

    Ediciones Noufront

    Sta. Joaquina de Vedruna, nº 7-bajo

    43800 VALLS

    Tel. 977 603 337

    Tarragona (España)

    [email protected]

    www.edicionesnoufront.com

    Diseño de cubierta y realización de ePub: produccioneditorial.com

    Fotografías cedidas por el autor y Manuel García Lafuente

    Un protestante en la España de Franco

    © 2011 Juan A. Monroy

    © 2011 Ediciones Noufront

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN: 978-84-92726-26-4

    A la generación de evangélicos españoles que padeció estas injusticias; a sus hijos y nietos, continuadores de la Historia, recordándoles la obligación contraída con un pasado que no deben olvidar, evitar que se repita y ofrecerlo más limpio a las generaciones del mañana.

    Fuego en el alma, tinta en las venas

    Manuel López Rodríguez

    Escribe esto para que sea recordado en un libro.

    Éxodo 17:14

    …y fue hallado un libro en el cual estaba escrito así: «Memoria».

    Esdras 6:2

    Muy, pero que muy otra hubiera sido la visión que de nosotros los protestantes españoles habría podido reflejar Jesús Fernández Santos de haberse inspirado en otro escenario y otro personaje en su Libro de la memoria de las cosas, emblemática novela sobre una comunidad protestante que le valió el Premio Eugenio Nadal en 1970.

    A la monotonía, la tristeza, el cansancio, cuando no el deterioro y la decadencia frutos de la segregación y la consiguiente dinámica endogámica que sufre una humilde congregación evangélica en el Páramo Leonés al final de la Longa noite de pedra, la «Larga noche de piedra» (Celso Emilio Ferreiro) de la nacionalcatólica España de Franco, Fernández Santos hubiera podido contraponer, por ejemplo, una ciudad cosmopolita y próspera: Tánger.

    Y dentro de Tánger, en los años de esplendor del protectorado español como ciudad cosmopolita, pongamos la presencia de una misión protestante internacional que se reunía en el Zoco Grande de aquel enclave estratégico de comunidades musulmanas, judías y cristianas que hacían de la urbe en la que se hablaba árabe, español y francés un referente multicultural de tolerancia, concordia, progreso y paz social de impagable valor para las relaciones comerciales y la alta diplomacia de la época.

    Tánger ejercía una gran atracción sobre artistas e intelectuales de Europa y Estados Unidos. Uno de esos lugares de libro para el ejercicio del periodismo y la creación literaria.

    Pongamos, pues, como protagonista a un joven tangerino hijo de española y francés recién convertido, miembro de la Iglesia Bíblica, que se estrenaba como predicador a la par que como periodista y que apuntaba claramente maneras de lo que no tardaría en llegar a ser pocos años después en la península: un líder religioso de referencia que traía un soplo de aire fresco a la comunicación del Evangelio desde los púlpitos de las iglesias, las tribunas de las salas de conferencias y sobre todo desde la prensa y la literatura. Sesenta años después, su nombre sigue estando en boca de todos: Juan Antonio Monroy.

    Frente al porte grave y severo de Lucio Sedano, fundador de la congregación que trasplanta en crudo en las ásperas tierras del Páramo profundo el pietismo fundamentalista de las brumas de Inglaterra que había traído Mr. Baffin, la figura de Monroy emergía con una imagen diametralmente opuesta que hacía que la mera descripción de su talante fuera noticia: un inconfundible semblante jovial que acompañará durante toda su vida al comunicador irrepetible que mira de frente sosteniendo la mirada y habla alto y claro con un lenguaje normal que en nada absolutamente recuerda la jerga pía y afectada de los entornos religiosos. Quien, pasados los años, se presenta en este libro como Un protestante en la España de Franco, no era un protestante más. Sería uno de los escritores protestantes de referencia de todos los tiempos. El de mayor proyección internacional.

    Monroy escribe a corazón abierto, juntando con aplomo, rigor, valentía y gracia las palabras exactas en el orden preciso con el énfasis justo en la circunstancia adecuada. Y lo hace con la plena consciencia de quien sabe que el pulso de la vida late en el hombre de la calle, no en la fría programación de rutina de los despachos eclesiásticos. Un maestro. Cerca de sesenta años marcando estilo. Escribe sobre los temas que hay que tratar arropado por una cultura enciclopédica que no dejará de retroalimentar de los miles de libros ¡leídos! de su biblioteca personal.

    Enciclopédica cultura literaria divina y humana que se hace tinta en su bolígrafo al contrastarla con su propia experiencia de la vida para compartirla en sus escritos. Monroy es, ante todo, un escritor vital de puro culto. Y de puro humano. La mirada en las alturas, los pies en el suelo.

    Cierto que la fe y las convicciones más profundas de la filiación religiosa del personaje novelesco Sedano y el de carne y hueso Monroy venían a ser en esencia y en última instancia las mismas, pero las formas eran muy otras. Ambos coincidían, si bien con bien distintos bagajes, enfoques, intensidades y talantes, en la misión, pero en Monroy, además, había visión. La fe de Sedano no iba más allá de los pocos bancos de su iglesia, mientras a la de Monroy no había carretera secundaria ni ruta aérea internacional que se le resistiera.

    A uno bien podía definirle el himno de «resistencia» que se entonaba en los cultos de las congregaciones evangélicas y que lleva por título Somos un pequeño pueblo muy feliz. El otro, pluma comprometida y vibrante al servicio de su fogosa pulsión por el Evangelio, no tardaría en publicar Hombres de fuego, justo en 1970, el año del premio al Libro de la memoria de las cosas. Una obra de referencia sobre el liderazgo religioso, que todavía en 1992 Monroy «bordaría» con una nuevo título emblemático sobre el tema: La formación del líder cristiano.

    El liderazgo de la minoría religiosa acatólica de le época, ay. Confinado a la fuerza en el interior de las capillas y viviendo con el alma en un puño ante los zarpazos de la intolerancia, poca cosa, por no decir nada, podían hacer por mejorar la imagen pública del protestantismo. La falta de libertad es una mordaza que cercena el normal desarrollo de las personas y los grupos sociales. Cierto que el Fuero de los españoles de 1945 garantizaba sobre el papel «el ejercicio privado del culto», pero en la práctica la aplicación tenía efecto con los diplomáticos y residentes extranjeros en España.

    En su Libro de la memoria de las cosas, premio Eugenio Nadal 1970, Jesús Fernández Santos esperaba que los protestantes españoles: a) nos liberáramos de la influencia piadosa de los misioneros anglosajones, ajena a nuestra cultura latina; b) superáramos aquel porte de gravedad no exento de un punto de tristeza que dominaba nuestra existencia a los ojos de la gente; y c) que saliéramos de nuestras capillas y aportáramos un soplo de aire fresco, de ética protestante, a la vida española.

    Esto tengo escrito en La España Protestante. Crónica de una minoría marginada (1937-1976). El crédito a una de las principales fuentes documentales que usé: Defensa de los protestantes españoles, el libro de referencia de Monroy, queda bien patente en el diseño de la propia cubierta del libro con la reproducción de la primera plana de un número de La Verdad cuyo titular principal denunciaba los atropellos contra los protestantes españoles.

    A la muerte de Franco y el principio del tan largamente esperado escenario de la Transición, la obra de referencia, nuestro verdadero «libro de la memoria de las cosas» no era otro que el espeluznante recuento de vejaciones de que los protestantes habíamos sido objeto en la nacionalcatólica España de Franco que Monroy había publicado en su libro y seguiría publicando caso a caso en los primeros años sesenta desde Tánger en el periódico La Verdad.

    A salvo de la censura franquista al dictado de la jerarquía católica, La Verdad era el puntual termómetro de la intolerancia religiosa en España. Cada nueva tropelía contra los protestantes se convertía en un nuevo recorte de prensa que venía a poner de actualidad el estado de cosas que Monroy había denunciado en su Defensa de los protestantes españoles, publicado en Tánger en 1958 y reimpreso en Barcelona al año siguiente en una edición clandestina para ser poco después traducido al inglés.

    Tal fue la influencia que llegó a ejercer el periódico de Monroy, que entraba clandestinamente en España y pasaba nerviosamente de mano en mano, que en los despachos gubernamentales y eclesiásticos se le conocía como La Verdad «de Tánger», para distinguirlo del rotativo La Verdad de Murcia.

    La Verdad no dejaba indiferente a nadie. Para los creyentes era el vínculo que les mantenía informados de lo que pasaba en las demás iglesias del país. Para los que estábamos en el extranjero, el medio de referencia, el más creíble sobre la situación en España. Era un periódico de combate simplemente con las noticias que publicaba. Pero también era un medio que servía a la evangelización; no pocos creyentes abrieron sus ojos a la luz del Evangelio leyendo La Verdad.

    El Gobierno y la jerarquía católica temían su influencia, pues las informaciones que publicaba constituían la prueba irrefutable que se utilizaba en las cancillerías para denunciar la situación de desamparo de la hostigada minoría «acatólica» en España. La metáfora de las piedras de la Longa noite era hiriente realidad de pedradas reales que los grupos ultras lanzaban contra los «herejes» y sus capillas:

    Fuera, fuera, protestantes,

    fuera de nuestra nación,

    que queremos ser amantes

    del Sagrado Corazón.

    La Verdad era el periódico que nos retrataba como comunidad doliente y sufridora, el remanente con ciudadanía allá arriba en el cielo pero privado de derechos aquí abajo en la tierra. Ese, y ningún otro, era el periódico que justo había que hacer al principio de la década de los años sesenta, del mismo modo que Restauración, la revista que Monroy, una vez instalado en la capital, echa a andar en Madrid en 1966, era la revista que procedía hacer en la segunda mitad de la década al socaire de los vientos de aggiornamento del Concilio Vaticano II y, sobre todo, al amparo de la creciente presión internacional (Estados Unidos, Inglaterra y Alemania) ante el Gobierno español para que abriese la mano a la libertad religiosa.

    Nunca antes en los 152 años de historia de periodismo protestante en España se había editado un medio tan hijo de su tiempo, con la excepción acaso de España Evangélica en los primeros meses de la II República. Todavía hoy, cincuenta años después, La Verdad continúa siendo un modelo de periodismo valiente, profético, «normal», frente al periodismo religioso espiritualizante y blando de sermones impresos. El periódico de Monroy tenía nervio, respiraba actualidad, hacía sentir el pálpito de la vida, bajaba el Evangelio a la realidad del asfalto de la calle. Lo dicho: un paradigma de periódico.

    Junto con José Cardona, el infatigable secretario ejecutivo de la Comisión de Defensa Evangélica, Monroy formaba el tándem perfecto. Cardona, moviéndose por ayuntamientos y juzgados de toda España, en despachos de embajadas y por los pasillos de ministerios en la capital. Monroy, publicando la noticia de las cosas que pasaban. Uno, negociando en los despachos; el otro, informando. Cardona nos llevaría a los protestantes españoles a la tierra prometida de la libertad religiosa. Monroy estaba ahí para arroparle e ir contando la crónica de la odisea hacia la libertad. Estaba a la vez haciendo periodismo de actualidad y memoria para la posteridad.

    La tinta de su periódico era la voz que clamaba en el desierto. El poder le temía, porque La Verdad ponía en negro sobre blanco la noticia de los hechos por los que se interesaban los gobiernos de países amigos para los que la libertad religiosa era condición sine qua non para el normal desarrollo de las relaciones diplomáticas.

    En cierto modo, el buen periodismo tiene no poco de «profecía». Hay que ser valientes: «No temas, sino habla; y no calles» (Hechos 18:9). «Sea vuestro hablar: Sí, sí; o No, no…» (Mateo 5:37).

    También tiene no poco de «apostolado» el buen periodismo. Hay que ser buena gente. Tomen nota de Ryszard Kapuscinski aquellos que no permiten que la realidad les estropee un buen titular:

    Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.

    La llama de la fe que mantenía vivo el testimonio de la minoría protestante en la España de Franco se hacía tinta de imprenta de la mano del periodista valiente que estaba marcando el antes y el después del periodismo evangélico, informando con rigor y con corazón del drama de la intolerancia y persecución que estaban sufriendo en España quienes practicaban una religión distinta de la católico romana.

    Este era el panorama, en palabras del propio Monroy en un informe que puede consultarse en la hemeroteca virtual de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE):

    Estaba prohibida la apertura de locales de culto.

    Se multaban las reuniones de más de 20 personas en domicilios particulares.

    Pastores y otros dirigentes de iglesias eran encarcelados cuando se negaban a pagar sanciones que consideraban arbitrarias.

    Soldados evangélicos eran enviados a los calabozos por negarse a asistir a misa, especialmente la que seguía a la Jura de Bandera.

    Trabajadores evangélicos eran despedidos cuando sus jefes o patrones conocían su filiación religiosa.

    Las jóvenes parejas que querían contraer matrimonio civil tropezaban con dificultades, a veces insuperables.

    En las ciudades donde no había cementerio civil, que eran la mayoría, a los evangélicos fallecidos se les enterraban «en el corral», auténtico estercolero al otro lado de la pared del llamado cementerio católico.

    Los hijos de familias evangélicas eran discriminados en sus estudios, desde la Enseñanza Primaria hasta la Universidad.

    Los cargos en la administración del Estado estaban generalmente vedados a los evangélicos.

    La impresión de Biblias, himnarios y demás literatura evangélica estaba rigurosamente prohibida.

    Quienes se atrevían a publicar simples folletos se exponían a fuertes sanciones e incluso a penas de cárcel.

    Los pastores no eran reconocidos como tales ni aceptados en la Seguridad Social del Estado. Carecían de asistencia médica y no tenían pagas de jubilación.

    Las actividades externas de las iglesias locales eran consideradas como proselitistas y sancionadas con multas.

    El acceso a los medios de comunicación era impensable. Periódicos y emisoras de radio no aceptaban ni un simple anuncio pagado de procedencia protestante.

    Líderes evangélicos que querían trasladarse a otros países encontraban muchas dificultades a la hora de tramitar el preceptivo pasaporte.

    Ahí estamos: just the facts, solo los hechos, los cimientos mismos de toda teoría de la comunicación: «recolectar, sintetizar, jerarquizar y publicar información relativa a la actualidad», para cuya obtención el periodista debe recurrir obligatoriamente a fuentes contrastadas y verificables o a su propio testimonio. La noticia en crudo de las cosas que pasan —y no de la interpretación que de las mismas puedan hacer terceros. Ética protestante aplicada a la deontología profesional del periodista.

    Desde que escribió su primera línea, Monroy ha separado con toda escrupulosidad lo que es información de lo que es opinión. Los medios que ha fundado y dirigido a lo largo de los años constituyen en sí una escuela de periodismo informativo, interpretativo y de opinión. Cuando informa, identifica los datos de un tema dado; los verifica, los ordena y cuenta lo que pasa. Cuando interpreta, el lector sabe que está procesando esos datos a la luz de la Biblia. Por último, cuando opina, da su parecer.

    Así de sencillo… para un profesional del periodismo que actúa con honestidad y sabe que ser veraz pasa inexorablemente por separar la relación de las cosas que pasan —just the facts— de la versión en este caso religiosamente correcta de cómo le gustaría a la organización tal, el grupo cual o al propio informador que hubieran ocurrido.

    Informar es una cosa; el tratado evangelístico, el estudio bíblico, el artículo de reflexión teológica, la propuesta para el diagnóstico de la situación sociorreligiosa, el seguimiento de la relación con los poderes públicos, etc., es otra cosa. Será evangelizar, edificar, hacer teología, difundir cultura religiosa o hacer país y engrandecer la democracia con la Biblia en la mano. Cosas todas ellas buenas y necesarias, que por supuesto tienen su lugar en la prensa evangélica… siempre y cuando estén perfectamente etiquetadas.

    La Verdad en los años heroicos y Restauración en el último tramo del franquismo (como luego harían, ya en democracia, Alternativa 2000 y en esta última etapa Vínculo) crearon escuela en un campo, como es el de la prensa religiosa, en el que todavía hoy impera el sermón impreso, relegando la información al papel anodino de trámite burocrático al dictado del despacho eclesiástico de turno. Monroy viene a ser el primer director de prensa que conoce el oficio; es un colega de la profesión: un periodista y escritor que dicta conferencias y predica, no un pastor o teólogo al que también le gusta esto de escribir en los medios y ver su nombre en letras de molde.

    Vengo siguiendo su trayectoria desde la época de mi propia conversión en 1964. Con 18 años, me disponía a comenzar mi formación como periodista. La suscripción a La Verdad tuvo una influencia determinante en mi colaboración en el periodismo evangélico a lo largo de estos casi cincuenta años, colateralmente a mi trabajo profesional en medios seculares.

    Fue en 1970, en que me instalé en Madrid, cuando pude conocer en persona a JAM, como yo llamo familiarmente a Juan Antonio Monroy. (Él me llama siempre querido gallego, al tiempo que me recuerda que no me olvide de poner mi segundo apellido, Rodríguez, cosa que en su honor hago con la firma de este prólogo). Veníamos manteniendo correspondencia epistolar, costumbre que no hemos dejado de practicar a lo largo de todos estos años, pero no nos habíamos visto cara a cara. Era tal como me lo imaginaba: semblante jovial, miraba de frente, sostenía la mirada, hablaba «normal» y contagiaba pasión por conocer —y dar a conocer— más y más al Dios de la Biblia.

    No se hacía llamar de usted; todo un dato revelador en una época en que la forzosa vida de gueto de las iglesias había acentuado en el semblante de los pastores un aire de seriedad y ese punto de tristeza con que dibujaba Fernández Santos al personaje Sedano, para quien el trato de usted era sinónimo de respeto a la autoridad pastoral. Qué cosas.

    Recuerdo que la primera vez que asistí a una reunión de la Asociación Española de Periodistas y Escritores Evangélicos (AEPEE) que se celebró en Alicante me causó una gran impresión el escaso grado de tuteo entre colegas frente al ceremonioso y respetable —pero distante— trato de usted.

    La explicación era sencilla: salvo un crítico de arte, Daniel Giralt-Miracle, y el autor de estas líneas, periodista en ejercicio en la redacción de Gaceta ilustrada, todos eran pastores, no periodistas. Bueno, todos menos uno, el que estaba en la onda del tuteo entre colegas porque éste sí era un periodista de raza que llevaba fuego en el alma y tinta en las venas: Juan Antonio Monroy.

    Me ofreció colaborar en Restauración, cosa que acepté con sumo grado. Le mandé un primer artículo a modo de un estudio bíblico (con pretensiones de) «rompedor»: Oración política. Cuidado: Dios puede responder, sobre Nehemías 2:1-10. Cuando, poco después de publicado, me llega por correo un cheque con su firma, no daba crédito a lo que mis ojos veían y mis dedos tocaban: ¡un medio evangélico pagando al autor su artículo! Le llamé para agradecerle el detalle y devolverle cortésmente el cheque, pero se opuso radicalmente. Yo había hecho un trabajo publicable, me dijo, y el trabajo hay que pagarlo; y punto.

    (¡Bingo! A diferencia de la norma habitual en los medios evangélicos por aquel entonces, Monroy pagaba las colaboraciones. Me demostró así el tipo de director de prensa que es: un señor director que pone su patrimonio por delante para hacer frente a sus compromisos. El «Dios se lo pague, hermano», tan frecuente entonces —…y todavía ahora, ay— no va con él. Alguna vez había que decirlo. La relación de Monroy con la economía de la prensa le sigue definiendo como un editor serio, un adelantado de su tiempo… del presente y todo indica que también, lamentablemente, todavía del futuro que nos viene).

    Le propuse tener en Restauración una sección de baja intensidad, desengrasante, antípoda de ese eruditismo pomposo y gratuito del que tampoco se libra la prensa religiosa. Sugerí llamarla Notas de un observador laico. Aceptó al punto. Al poco tiempo, me propuso hacerme cargo primero del diseño de la portada y luego también de la maquetación de la revista y el suplemento infantil Primera Luz. Así fue como pude trabajar estrechamente con él durante buena parte de la década de los años setenta. Posteriormente he venido colaborando con él en las ocasiones puntuales en que me lo pidió.

    Mis Notas de un observador laico eran meros apuntes escritos desde la óptica de mi fe protestante sin otra pretensión que la de sumar una visión relajada, laica y liberal al rico y multiforme panorama de la España Protestante. No gustaba a todo el mundo. No faltaban administradores de la «verdad verdadera», los inevitables tiquismiquis de toda comunidad religiosa, a quienes se les indigestaban mis notas y no dejaban de dar la matraca hasta que hacían llegar a Monroy su protesta por publicarle artículos a un periodista «no autorizado» como yo.

    Jamás me desveló JAM ninguno de los casos en los que por otra vías acabé enterándome de lectores que le pedían directamente mi cabeza. Mantuvo contra viento y marea mi sección. Jamás tocó una tilde ni una coma de lo que escribí. Jamás me hizo observación alguna sobre lo escrito y publicado, como tampoco sugerencia o indicación alguna sobre temas a tratar o a no tratar en mis Notas. En temas del contenido de la revista, sí, claro: desde la crítica de un libro a un informe sobre un tema de actualidad o intemporal… Pero el artículo de opinión para él era, y por supuesto sigue siendo, sagrado.

    La compenetración, a pesar de nuestras diferencias, no podía sino ser impecable, así fuera por la sola razón de que toda la década de los setenta y buena parte de los ochenta Juan Antonio Monroy era el único escritor y periodista evangélico que tenía el periodismo y la literatura como ocupación principal, y yo el único periodista de fe evangélica trabajando en la prensa secular como ocupación principal y la colaboración en la evangélica como actividad colateral. Manteníamos —y seguimos manteniendo— posicionamientos divergentes en cuanto a ecumenismo o militancia política, pero desde el más exquisito e inamovible respeto al pensamiento del otro. Hablábamos el mismo lenguaje; éramos —y continuamos siendo— colegas del oficio… siendo él mi maestro, claro está.

    Monroy era el arquetipo de miembro de nuestro colectivo, que todavía a principios de los ochenta y al amparo de la Constitución Española refundaríamos como Asociación Española de Prensa Evangélica (AEPE) en el despacho de José Cardona en la calle Princesa, con el propio Cardona, Rubén Gil y nosotros dos como grupo gestor operativo. Si no cuajó fue precisamente porque —al igual que ocurre ahora— la afinidad asociativa en un terreno como es el periodismo sólo puede darse en el seno de colectivos de… periodistas. Monroy encajaba perfectamente, yo también, aunque de manera colateral, pues mi afiliación de cabecera sigue siendo la Asociación de la Prensa de Madrid. Los restantes miembros tenían sus colectivos naturales en asociaciones de ministros, colegios pastorales e instituciones o agencias evangélicas.

    Esta «soledad» de Monroy en su faceta más pública de escritor y periodista explica perfectamente el hecho de que durante años haya sido criticado desde las propias filas del liderazgo evangélico, las más de las veces de manera inmisericorde, por un excesivo personalismo en sus publicaciones. Cierto que no es un director de prensa al estilo del entrenador de fútbol que dirige desde el banquillo el juego del equipo y administra la posición de los jugadores «estrella». Pero él lo tiene así asumido y como tal hay que respetarlo. Lo que nadie puede negarle es que ha hecho un periodismo con cara y ojos, comprometido, que a nadie deja indiferente. Un periodismo de fuego en el alma y tinta en las venas.

    Al lado de los más de tres mil artículos de opinión que lleva escritos, ha publicado docenas de reportajes de sus viajes por más de por más de ochenta países en los que puede vérsele en las fotos de apoyo visitando ciudades, predicando, dictando conferencias, saludando a todo tipo de gentes, bautizando personas convertidas, recibiendo reconocimientos y títulos honoríficos… pero también haciendo entrega de dinero, alimentos y ayuda humanitaria en escenarios de catástrofes naturales o simplemente en lugares del mundo en los que hacía falta ayudar. Y llevar la ayuda entera y en persona con el calor del fuego del Evangelio no es lo mismo que canalizarla fríamente a través de organizaciones burocráticas.

    (Hacer periodismo con cara y ojos, en el caso de Monroy, sirve así para denunciar —hacer «profecía» con tinta de imprenta—; por ejemplo, en 2005 cuando el tsunami en el sudeste asiático, tituló su reportaje en Alternativa 2000 El negocio despiadado de las ONG o comerciar con la miseria. A su regreso de Sri Lanka, a donde se desplazó a llevar en mano la ayuda, y después de pulsar sobre el terreno las prácticas de las oenegés y haberse entrevistado con el responsable de una de ellas, desvelaba, remitiéndose a datos «fiables y posibles», que hay algunas que sólo llegan a invertir el 30 por 100 de lo que reciben. «El restante 70 por 100», denunció, «lo emplean en mantener funcionando la maquinaria: alquiler de oficinas, sueldos de ejecutivos y del personal que sirve, viajes, secretarias, publicidad y un largo etcétera»).

    Una virtud monroyana que pude detectar desde el principio fue la superación y la plusvalía que él imprime a los conceptos entrega y generosidad. En su caso, es desprendimiento. Esto es, «desapego, desasimiento de las cosas» (DRAE), más allá del desinterés, la largueza o la liberalidad.

    Las tecnologías de la imagen han tardado mucho en hacer justicia a los rostros de la historia. La tardanza de la introducción del color en la prensa impresa nos privó de poder apreciar en su esplendor el colorido de las corbatas de Juan Antonio Monroy. Sí puede distinguírsele fácilmente al primer vistazo, porque en las fotos de grupo históricas es invariablemente el que siempre posa sonriendo a mandíbula batiente, cuando no a carcajada tendida. El traje oscuro, la corbata triste, el semblante grave, el ademán vulgar, el usted como barrera del trato distante encastrados en ese inconfundible, casposo porte «a la importancia» tan propios de los funcionarios del establishment —a veces también, ay, los religiosos— representan la viva antítesis de la imagen de Monroy.

    La técnica fotográfica no ha ayudado mucho a transmitirnos una imagen fidedigna de los líderes evangélicos (como tampoco del resto de los mortales, pecadores de nosotros) en la época del blanco y negro. Entre el hieratismo de los dirigentes religiosos posando para la posteridad terrenal —en tantos casos podría decirse que ya de paso también la celestial— y la baja sensibilidad de las emulsiones de las películas fotográficas, que obligaba a estarse ahí quietos —aunque no serios y petrificados como tragando una escoba—, las fotos, en contra de lo que la mayoría cree, mienten. Nuestros padres y abuelos reían… pero si no solo en la intimidad, en todo caso cuando no había un fotógrafo ahí delante dando la orden de: «¡Quietos!» para inmortalizarles.

    La inmortalidad. La aspiración última de todo escritor. Los más fecundos entre los grandes escritores empiezan a trabajársela cuanto antes. Llevaba apenas tres años en el Evangelio cuando escribió su primera obra: El poder del Evangelio, un primoroso folleto de veinte páginas cosido a grapas editado por I. C. Press con la leyenda «TEL. 9504» por todo pie de imprenta. El título no nos descubre las Américas, pero el subtítulo pone claramente en evidencia al periodista y maestro de periodistas: Testimonio de un suicida.

    Este opúsculo, el primer título de los doce volúmenes de sus Obras Completas, es el testimonio de la conversión de un hombre, proceso al que Monroy se refiere siempre en voz pasiva, para enfatizar que Dios es el que actúa: «fui convertido», dirá por sistema de sí mismo. En este caso, el convertido fue Gregorio Pacheco, un hombre de La Orotava, en la isla de Tenerife, a quien el joven predicador-escritor asistió en sus problemas y luego llevó al Evangelio. Contaba 26 años cuando lo publicó. Corría el año 1955, del que no hay constancia de que plantase árbol alguno, pero sí de que se casó con Mercedes Herrero —sus dos hijas, Yolanda Oneida y Loida

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