Ultimate love
Por Dolores Payás
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Ultimate love - Dolores Payás
Título: Ultimate love
De esta edición: © Círculo de Tiza
© Del texto: Dolores Payás
© De la fotogafía: @jeosmphoto
© De la ilustración: Laura Velasco @filledusoleil
EN REVANCHA (Agustín Lara Aguirre) © Promotora Hispano Americana de Música Internacional. Autorizado por peermusic Española, S.A.U.
ARRANCAME LA VIDA (María Teresa Lara Aguirre) © Promotora Hispano Americana de Música Internacional. Autorizado por peermusic Española, S.A.U.
Variation on a Lennon and McCartney song; Defining the problem (Serious Concerns, by Wendy Cope) © Faber & Faber Ltd. Autorizado por Faber & Faber Ltd.
Primera edición: febrero 2023
Segunda edición: junio 2023
Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo
Corrección: Carmen Priego Olmedo
Maquetación: María Torre Sarmiento
Impreso en España por Calprint Digital
ISBN: 978-84-126272-2-0
Depósito legal: M-4588-2023
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.
Índice
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
I
«Amor, por ti bebí mi propio llanto.
Amor, fuiste mi cruz, mi religión.
Es justa la revancha y, entretanto,
sigamos engañando al corazón».
Agustín Lara, «Revancha»
Peregrine Fox, séptimo vizconde de Bentley, solía amanecer denso y bordeando el semicoma, pero aquella mañana sucedió algo que lo espabiló con rapidez. Despegó un poco los párpados, lo justo para dirigir la mirada hacia sus partes bajas y confirmar el evento: tenía una erección. Tras reponerse del primer desconcierto, hacía tiempo que no le sucedía semejante cosa, le dio un subidón de autoestima. Sus pensamientos volaron de inmediato hacia ella, su adorada. Tenía que ir a enseñárselo antes de que la cosa perdiera fuelle, porque si bien es seguro que todo lo que sube acaba por bajar, lo contrario es bastante más problemático e incierto. Tenía que ir, sí. No obstante, remoloneó un poco. Quedarse en la cama, calentito, imaginándola a su lado, soñando con su cuerpo rotundo y moreno era una alternativa tentadora y desde luego más cómoda. Bufaban corrientes de aire helado por los pasillos ancestrales. Finalmente, el amor y las ganas de compartir la gesta pudieron más que su desidia. Inició el descenso de la cama con más donaire que de costumbre, se echó el batín del tatarabuelo sobre los hombros y salió al corredor principal. De allí se encaminó hacia el ala izquierda de la casa con algún que otro balanceo marinero, el suelo era irregular y su sentido del equilibrio flaqueaba a esas horas.
Eran las nueve de la mañana, y los treinta y cuatro relojes de Bentley Hall empezaron a repicar. Con ligeras discordancias, no todos iban a una. Peregrine sonrió de oreja a oreja, tomó aire y atacó el «Jerusalem» con brío. Tenía una estupenda voz de barítono y en aquellos momentos era, casi seguro, el hombre más feliz de la Commonwealth.
Rocío Medina, traductora literaria, cuarta en la línea sucesoria de los Medina, tribu de plebeyos andaluces, se hallaba en pleno cuerpo a cuerpo con un párrafo enrevesado. Maldecía a su autor. Si reinterpretar a buenos escritores era difícil, hacerlo con los dejados suponía un martirio. La información del párrafo estaba mal secuenciada, las subordinadas se amontonaban flotando en el vacío, y el verbo esencial que las sustentaba aparecía al final: dos míseras sílabas perdidas en una esquina. Rocío hacía verdadero honor a su nombre. Tenía el ritmo circadiano de una abubilla y unos despertares sin tránsito alguno, de estar roncando pasaba, en una micromilésima de segundo, a ser ella al completo, todas sus facultades funcionando al cien por cien. Se levantaba a las seis y para las siete ya estaba trabajando, recluida en su estudio, una habitación en el ala izquierda del Hall. Aquella mañana estaba tan concentrada en su tarea que no prestó atención al coro cantarín de relojes anunciando las nueve ni a los viejos tablones del suelo del pasillo que crujían y protestaban bajo los pies descalzos. Y si en algún momento creyó escuchar los ecos del «Jerusalem», descartó la idea por disparatada. En suma, la súbita aparición de Peregrine y su erección asomando por el batín eduardiano de terciopelo azul raído, la pillaron totalmente desprevenida. La puerta se había abierto de golpe y ahí estaba él, la cadera algo adelantada, exhibiendo el renacimiento de su virilidad con una sonrisa fatua de adolescente. Durante unos segundos su reacción pendió de un hilo, las dificultades de la traducción le habían irritado, tenía la paciencia corta y el genio vivo. Se le agolparon unos cuantos sarcasmos en la garganta. El tipo era imposible. Tanto palacio, tanta colección de arte y tanto pedigrí, para desembocar en semejante puerilidad. Enseñando la pilila. ¡Y a su edad! Fue un instante decisivo en el que los sentimientos de la mujer se balancearon en la cuerda floja. Podían precipitarse al vacío y fenecer para siempre, o bien seguir en línea recta, aun vacilantes, tratando de alcanzar alguna tierra firme. Triunfó lo segundo, le quería un montón.
Estalló en carcajadas alegres, le largó un «Anda, salero» y se levantó para atenderle como era debido.
Ocho meses antes…
La tercera esposa de Peregrine había fallecido cuatro años atrás. Su muerte supuso el final de un largo recorrido, una agonía punteada con los habituales altibajos —victorias y derrotas— que acompañan al cáncer. Rocío también había extraviado a su compañero sentimental más o menos en la misma época, pero por vías menos dramáticas. Se lo había llevado un simple desamor, aunque el proceso, salvando las distancias, también fue interminable; una liquidación a cámara lenta, acongojante y llena de vaivenes. Sea como fuere, pasado el consabido tiempo destinado a los duelos y quebrantos, los dos, cada uno en su país y ecosistema propio, habían llegado a ese punto preciso de cocción en el que ya andaban listos para recaer y meterse en fandangos de nuevo. O sea, enamorarse.
En esas estaban cuando el destino decidió propiciar un encuentro que era estadísticamente imposible. Parafraseando a la Biblia, al principio no fue el verbo, sino internet. Porque el lugar elegido para el magno evento fue una web de citas inglesa llamada Silver Elites (Élites Plateadas), en clara alusión, primero a su precio, mucho más alto que el de otras páginas de citas, y segundo, a las cabezas canosas y elegantes de sus usuarios, eso, los que aún tenían pelo.
Que Rocío se apuntara a una web de citas podría calificarse de bastante normal, su uso empezaba a normalizarse entre las mujeres de su edad. A los sesenta y tres años, aunque atractiva y con una salud de hierro, lo tenía difícil por vías más presenciales. La demografía es cruel con las mujeres mayores y Cádiz no se salvaba de la quema, la oferta masculina era limitada y se veía ampliamente superada por la demanda. Mujeres solas en la sesentena, a montones; varones, pocos, y los que había buscaban, como mucho, compañeras en la cincuentena. Por esta regla de tres, a ella le hubiera correspondido un octogenario, pero Rocío quería un compañero más cercano a su edad. Era una mujer con energía y pocas inhibiciones, el sexo se le daba bien. En un cajón de la mesita de noche guardaba un vibrador, raras veces lo usaba con premeditación, pero si por algún motivo abría el cajón, le bastaba con verlo para sentir al instante un cosquilleo agradable. Ni siquiera tenía que echarle imaginación al episodio. El aparato estaba diseñado para gratificar per se: eficaz, neutro, rápido. En definitiva, que se decidiera a buscar pareja de forma activa no se relacionaba con ninguna urgencia sexual. Sin ánimo de desmerecer a nadie, no hay varón que supere al tándem «vibrador + usuaria» a la hora de acertar con los puntos neurálgicos.
Aclarado esto, diremos que su desasosiego se originaba en un rasgo psicosomático concreto, a saber, que era una romántica impenitente. No le bastaban unas cuantas convulsiones transitorias, lo que ella ansiaba era un terremoto duradero e intenso, así se le desplomara el techo encima y le rompiera la crisma. Quería volver a enamorarse, sentir mariposeos en el estómago, un sinvivir sin fin. Pecaba de ilusa, palabra que viene de ilusión. Y conste que no tenía un pelo de boba, más bien al contrario, era lista y culta, lo cual empeoraba aún más el diagnóstico y su posible tratamiento, pues no hay modo de erradicar un romanticismo ratificado por un vasto conocimiento de la literatura. El asunto no tenía remedio. Rocío creía en el amor a pies juntillas. Sin amor la vida tenía poca gracia. Qué le vamos a hacer.
Era reacia a anunciarse en algo tan pedestre como una página de citas online, pero al fin, presionada por las amigas y muy en especial por su hermana Paloma, acabó por rendirse. Probó en primera instancia con la cosa local, se metió en Tinder y tres días después salió, horrorizada por la vulgaridad del asunto. Las demandas explícitas de sexo y la grosería de quienes se le aproximaron la perturbaron. Sin embargo, la experiencia la indujo a pensar que, si el tema gozaba ya de tanta aceptación, en alguna parte debía existir una página de citas para gente como ella, hombres y mujeres de cierta edad y nivel intelectual. La buscó en vano, abandonó el plan para siempre.
Y aquí es donde intervino el destino.
La idea la asaltó de repente y por alguna razón se le clavó entre ceja y ceja. Tenía que ordenar la biblioteca. Corría el mes de marzo, fuera llovía, el invierno estaba siendo largo y gris. Revolver entre viejos libros prometía ser una actividad estimulante. Se puso a ello con determinación, ella todo lo hacía con determinación. Y estaba en plena tarea cuando tuvo una súbita visión celestial. Rocío era atea, la aparición de una Virgen cualquiera hubiera sido un despropósito, así que quien se le apareció, muy en coherencia con sus credos, fue Jane Austen. Lo hizo transmutada en una antigua edición de Pride and Prejudice comprada cuatro décadas atrás en una librería de viejo pegada a la catedral de York. El ejemplar, una miniatura encantadora, había quedado milagrosamente enredado en una tela de araña, colgando tras una hilera de libros en la parte posterior del mueble. Hacía años que Rocío lo había dado por perdido, el hallazgo supuso una alegría inmensa. Se instaló en el sofá para disfrutar del reencuentro con su viejo amigo. Pasó el resto de la tarde y parte de la noche inmersa en la novela para al fin emerger de su lectura con la cabeza llena de pájaros, en este caso campiñas inglesas, casas ancestrales y héroes altaneros. De ahí a la siguiente ocurrencia solo había un paso. Lo que tenía que hacer era buscarse un boyfriend inglés. Ella era anglófila, se había licenciado en Filología Inglesa, viajaba a Inglaterra siempre que las circunstancias y la economía se lo permitían. Conocía bien el país y de no ser por sus precios, prohibitivos para un bolsillo español de clase media, habría optado por pasar parte de su tiempo en él. Sus hijos ya no la necesitaban, traducir era un trabajo que podía hacer en cualquier parte. Nada ni nadie le impedía ir donde le diera la real gana. Un compañero sentimental británico conseguiría encajar las piezas del rompecabezas: su necesidad de amor y el deseo de un hogar a tiempo parcial en la pérfida Albión. Regresó a la pantalla del ordenador, esta vez sabiendo lo que buscaba y dónde buscarlo. El instinto no la había engañado, en la muy civilizada Albión existía una página web de citas para gente mayor, no un «aquí te pillo, aquí te mato», sino un lugar de encuentro desde el que iniciar la construcción de una relación en serio. Claro que el precio no era ninguna broma. Dudó un poco, pero muy poco. Una locura, sí. ¿Y qué? Si no ahora, ¿cuándo? Se inscribió para tres meses, luego vería.
Que Peregrine Fox, lord de Bentley Hall y descendiente de una larga lista de aristócratas rurales, se apuntara a una web de citas sí fue algo insólito y más que disparatado. Dada su posición social, no le hacía falta ni salir de casa —lo de «casa» es un decir— para inspeccionar el extenso surtido de damas que aspiraban a ocupar la plaza de la finada lady Fox sin pensárselo dos veces. Llevarse bien, compartir intereses o, ya no digamos, menudencias como el amor se consideraban trivialidades prescindibles y no entraban en juego. El desfile de candidatas se había iniciado a los cuatro meses de morir su mujer —tiempo mínimo para guardar el decoro— y, con escasos respiros, no había dejado de fluir desde entonces. Como un río tranquilo, eso sí, lo tempestuoso no iba con el carácter ni de las aspirantes en cuestión ni del caballero objeto del deseo ni del país en el que transcurrían los cortejos. «Vayan pasando (sin aglomeraciones)», podría haber sido el eslogan de aquellos años.
Peregrine acababa de cumplir unos sesenta y ocho años, mal llevados y fatalmente consumidos. El deterioro no se debía a ninguna patología rara, sino que tenía sus causas, naturales y muy orgánicas, en placeres tales como el alcohol, los cigarrillos y una vida muelle de la que estaba excluido cualquier ejercicio físico. El consumo de alcohol a espuertas era habitual entre los de su clase, los cigarrillos tenían un pase, pero la falta de espíritu deportivo constituía una clara traición a su estatus. Era un hecho. Nadie había conseguido, jamás, que el vizconde de Bentley practicara un deporte, ni tan siquiera el críquet. Durante los años que estuvo interno en Eton se las había arreglado para cobijarse bajo las alas protectoras del profesor de Arte, al aterrizar en la Universidad de Oxford hizo lo mismo en la oscuridad de bibliotecas y bares. De ahí ya saltó a la bohemia londinense, cuyas demandas en este campo eran escasas, y donde por fin pudo relajarse. Su rechazo a la acción tenía algo de terquedad asnal por lo inamovible y persistente en el tiempo. En cualquier caso, poco importa. Pip compensaba su decadencia física con un carisma al que pocos sabían resistirse. Las cosas como son: derrochaba ingenio, gentileza y encanto. Desde joven había mostrado una acusada tendencia hacia todas las artes. Le faltaban la disciplina y el talento necesarios para practicar cualquiera de ellas, pero a cambio le sobraba buen criterio y disponía de medios económicos. Se convirtió en coleccionista de arte contemporáneo, lo de arte por genuino amor al arte y lo de contemporáneo porque era buen pretexto para codearse con artistas vivos. La elección, que fue temprana, marcó su estilo de modo definitivo. Siguió siendo miembro honorario de las élites británicas, de eso no cabía la menor duda. Por poner un ejemplo, conservaba —acrecentadas y pulidas— muchas de las excentricidades propias de su clase social. Sin embargo, en él no había nada de ese estiramiento tan antipático que adorna a la alta sociedad británica y tampoco hablaba con el acento engolado propio de los suyos. Quizás esta combinación de llaneza y simpatía fuera la razón por la cual nadie le llamaba por su nombre de bautismo. Para todos era Pipfox, o simplemente Pip, un landlord con veleidades artísticas que odiaba cualquier clase de conflicto y, en general, prefería escurrir el bulto antes que plantar cara o, mucho menos, ejercer alguna clase de autoridad. También tendía a un sentimentalismo primario, muy en especial si, tras unas cuantas copas, le ponían enfrente a una damisela en apuros. Botella y señora en un mismo espacio, combinación letal. Más de una había sacado provecho de esta flaqueza presentándose en la puerta de Bentley Hall con diversas problemáticas que él se había prestado a atender, calibrando casi siempre mal las consecuencias de su filantropía. El asunto le había colocado en varias situaciones comprometidas. Dos o tres veces había abierto los ojos para toparse con lo que él hubiera jurado era una completa desconocida durmiendo, en diversos grados de desnudez, a su lado, circunstancia algo embarazosa dado que no recordaba su nombre, mucho menos cuándo o cómo o por qué había escalado las altas cimas de su lecho. Otro día había encontrado a otra roncando en la perrera, literalmente acunada por Belcebú, su labrador. Y una mañana aciaga había tropezado con una anónima traspuesta en un rellano de la escalera principal de la casa, espatarrada bajo el retrato de su bisabuela (un Reynolds). De esta vez conservaba un recuerdo muy preciso pues en la caída que siguió al tropezón se había roto la muñeca, lo que supuso un incordio durante semanas. Claro que todas estas habían sido situaciones extremas, lo normal es que las circunstancias no fueran tan melodramáticas y que las visitantes solo se le extraviaran por la casa. En algún momento de la velada pedían ir al baño, él las conducía hasta la puerta de uno de los servicios. Esperarlas hubiera sido una grosería, algo así como apremiarlas, y allí las dejaba. Luego ellas no encontraban el camino de vuelta y se pasaban horas vagando por los pasillos llamándole en vano. Tras una experiencia algo traumática durante la cual una de aquellas señoras se esfumó definitivamente para reaparecer solo al día siguiente en un cuarto trastero —hecha unos zorros y furiosa, cosa bastante comprensible—, tomó por costumbre aconsejarles que llevaran el móvil consigo si es que querían levantarse de la mesa. Al menos podrían llamarle y hacerle una descripción visual del entorno para que él acudiera al rescate, idea excelente si la cobertura y el wifi hubieran funcionado por todas partes, algo que no sucedía. El hecho de que Pip viviera solo en un palacete destartalado con una treintena de dormitorios y media docena de salones favorecía todas estas confusiones. A menudo no tenía idea, o la tenía muy difusa, de cuántos invitados estaban instalados bajo su techo. No solo se trataba de las señoras citadas, sino de fauna de muchos otros pelajes, casi siempre artistas e intelectuales, de todos es sabido su buen olfato cuando se trata de rastrear y localizar alcohol, comida y cama de bóbilis, bóbilis (por la cara). En vida de lady Fox, estos desmanes habían sido causa permanente de fricciones entre la pareja, pero se habían mantenido más o menos bajo control. Al desaparecer la señora de la casa, desapareció también toda moderación.
Las muertes acontecidas tras largas enfermedades tienen un punto de liberación, pero dejan un vacío inmenso. De súbito, el que permanece en tierra no tiene a nadie a quien cuidar y se queda, como quien dice, sin propósito en la vida. Pip siempre había tendido a fumador empedernido y a bebedor monzónico, al verse solo ya no halló razones de peso para frenar sus adicciones. Era muy alto y corpulento. La viudedad cambió por completo su aspecto, de los más de cien kilos que pesaba bajó a los setenta y cinco. Fumaba sin cesar, bebía cada noche, apenas comía. Hasta él mismo empezó a pensar que aquello no podía seguir por mucho más tiempo. Iba cuesta abajo y a velocidad acelerada.
Y aquí volvió a interferir el destino.
Esta vez se encarnó en el ama de llaves de Bentley Hall. Nadie se precipite en visualizarla pensando en las series televisivas. Las amas de llaves son hoy una rémora y esta, en concreto, también era una calamidad. Harriet, antigua compañera de escuela venida a menos de Victoria Fox, había sido acogida en el Hall porque no tenía donde caerse muerta. Rozaba los cincuenta años, por arriba, y llevaba una decena de ellos refugiada en las viejas dependencias de servicio del palacete. Allí había organizado su vida en función de un torno de alfarero, una colchoneta para hacer yoga, tres macetas con plantas de marihuana, varios adornos colgantes con plumas de los navajos y una mesa en la que pintaba tarjetas postales que vendía, sobre todo, en los bazares navideños. A cambio de no pagar renta, debía cumplir con ciertas obligaciones. No obstante, el acuerdo entre las partes fue siempre tan informal y ambiguo que daba para cualquier interpretación. Harriet se basaba en ello para hacer lo que se le antojaba, con el agravante de que proyectaba su caos personal en cualquier tarea que emprendiera. Podía pasarse semanas sin tan siquiera poner un pie fuera de sus dependencias para luego, el día menos pensado, iniciar la limpieza frenética de cuatro salones de la casa en simultáneo. El empuje anímico no le duraba lo suficiente como para terminar la labor, por lo que todo se quedaba a medias y patas arriba. En los últimos tiempos su vieja amiga había llegado a arrepentirse de su generosidad al acogerla y, de haber vivido más, lo probable es que hubiera terminado expulsándola de Bentley Hall. No le dio tiempo y al irse al otro mundo, de alguna manera implícita, se la dejó en herencia a Pip. Quizás, en la desorientación de las últimas horas, supuso que tras su partida Harriet por fin haría honor a su nombre, «la que gobierna el hogar», se esmeraría y además de incumplir sus tareas habituales ahora también cuidaría del viudo, como mínimo manteniendo nevera y despensa de la casa provistas de básicos. Brindis al sol. Su traslado a otra dimensión no cambió nada y Harriet siguió sin gobernar nada. Cada lunes Pip le hacía llegar puntualmente una cantidad semanal que ella gastaba, también con puntualidad, en flores exóticas, farolitos chinos y otros aditamentos para solaz del espíritu y poca cosa más; nevera y despensa seguían desiertas. No es que a él le importaran estas minucias. Sobrevivía a base de bandejas preparadas de Tesco y fish and chips y, si un día se sentía un tanto cosmopolita, cogía el teléfono y encargaba una pizza napolitana. No tenía la energía requerida para expulsar a Harriet, mucho menos para buscarle sucesora útil. Y, además, si ella se iba, quedaría en tête à tête con su perro Belcebú y enteramente a merced de sus demonios personales. Tenía una jauría de ellos y todos bastante más dañinos que el labrador, alma bendita que no merecía un nombre tan diabólico. Harriet le sacaba de sus casillas muy a menudo, pero Harriet era un ser humano en las cercanías y, aunque él jamás lo admitió, se sentía responsable de ella porque en alguna noche de extrema soledad y alcohol, la había utilizado como recipiente para desahogar su urgencia de afecto.
Con todas sus pegas y pecados menores, el ama de llaves era una mujer muy compasiva, de buen corazón. Y, por encima de todo, aspiraba a un transcurrir diario sin grandes alteraciones. El vizconde se desmoronaba a ojos vistas, por mucho yoga y mindfulness que ella le echara al tema, la cosa amenazaba con alterarle el karma. Empezaba a ser preocupante. Avisó a sus hijas, las dos vivían en Londres, muy concentradas en sus respectivas carreras y familias, no disponían de tiempo para hacerse cargo de su escacharrado padre. Le tenían cariño, claro que sí, pero de eso a pasar a la acción había un buen trecho. Así las cosas, y viéndose sin ayuda ante una situación tan delicada, Harriet decidió que Pipfox necesitaba una nueva mujer para salir del hoyo. Pero ¿dónde encontrarla? Las que le correspondían por estatus social no parecían atraerle.
Una noche en la que cenaron juntos, soplándose un par de botellas al alimón, le sugirió un cambio de escenario. ¿Por qué no se abría a nuevas experiencias? Si salía de su círculo social, acabaría por dar con alguna persona interesante. Una página de citas era la plataforma que necesitaba. De buenas a primeras, Pip se negó en redondo, pero conforme avanzó la velada la idea empezó a hacerle guiños, como un faro en la distancia, y con el descorche de la tercera botella aceptó encender la tableta y echar un vistazo a las alternativas. Harriet y él navegaron por varias páginas desde la mesa de la cocina. Descartaron las más groseras —tipo Tinder— y las demasiado concurridas —The Guardian, Daily Telegraph— hasta aterrizar en Silver Elites. Pip acabó por inscribirse, no sin antes quejarse airadamente del precio que consideró un atraco a mano armada. Es sabido que los caballeros del norte sienten un gran apego por su dinero (hay algo, en este punto cardinal, que parece fomentar la racanería). Hubiera querido apuntarse a un mes de prueba, pero salía mucho más a cuenta hacerlo para tres. Así que fueron tres.
* * *
Rocío se lo pasó bomba con los de Silver Elites. En primer lugar, la sometieron a un test de personalidad inacabable, cosa que, pensó con candidez, acreditaba su rigor y seriedad. La diversión no acabó aquí, porque después se le pidió preparar una página personal. Silver Elites proponía unas preguntas a las que ella podía responder explayándose a gusto. «Estupendo», pensó. Muy en especial porque también «ellos» podrían explayarse y entonces descubriría de qué material estaban hechos. Como muchas personas que dedican su vida a la escritura, Rocío creía en la fuerza mágica de las palabras, en su poder revelador. Habituada a deconstruir toda clase de textos, se consideraba capaz de adivinar o, al menos, intuir qué clase de persona se escondía tras un puñado de frases. Por la misma razón se tomó su trabajo muy en serio, dedicándole unas cuantas horas y más, pues durante tres o cuatro días fue regresando a su perfil para matizar y puntualizar. Optó por la transparencia en todo. Descartó seudónimos, se presentó como Rocío, tal cual. Tampoco mintió sobre su profesión, carácter y aficiones, mucho menos sobre su edad. Le habían asegurado que muchas mujeres y hombres lo hacían. ¿Para qué? Si alguna de las relaciones prosperaba, llegaría el día, inevitable, en que se haría la luz y quien mentía quedaría expuesto al ridículo.
Cuéntenos algo sobre sí misma…
Soy una amante de las alegrías esenciales de la vida: cultura, naturaleza, libros, música, arte, comida, paisajes, lenguas. Me agradan las cosas bellas y simples. Muy independiente y algo solitaria. Necesito mi propio espacio y tiempo para respirar. Básicamente, una mujer sana y satisfecha, de carácter fuerte pero bastante equilibrado. Casi siempre estoy de excelente humor. Me gusta levantarme temprano, salto de la cama contenta y hambrienta.
¿Qué le pide a una relación?
Un interlocutor intelectual, un amante, un «cómplice del crimen». Un poco de glamur siempre se agradece, la estética me importa (soy latina). No busco una relación convencional, a nuestras respetables edades ya no necesitamos construir un proyecto familiar al uso. Somos libres, capaces de crear nuestras propias normas. Una relación no basada en el menú del día, sino a la carta. No siento la necesidad de vivir a todas horas con un compañero. Prefiero antes calidad que cantidad. Este deseo de flexibilidad no excluye un compromiso pleno, si se da el caso. Me agradaría encontrar a un hombre cosmopolita, de mente abierta, dispuesto a pasar temporadas en Andalucía.
Lo que no tolera.
Centros comerciales. Los cruceros y los resorts de lujo. La obsesión por el fitnes. La falta de curiosidad, la pereza intelectual, la insipidez. La gente codiciosa, la mezquindad y la hipocresía. Los manipuladores de cualquier clase. La falta de humor, el exceso de solemnidad. La indiferencia ante los asuntos públicos. La falta de honestidad, la gente retorcida.
Lo que le apasiona.
Libros, las palabras y las lenguas. Los paisajes. La cultura, las artes. Nadar, cocinar. La política internacional.
Sensaciones hogareñas…
En mi escritorio, rodeada de libros y diccionarios. En el jardín, en la cocina y en el mar. Estoy a gusto casi en todas partes y he disfrutado viajando por varios continentes. Sin embargo, Europa es el lugar del que extraigo fuerzas e inspiración. Europa es mi hogar, en el sentido más amplio y acogedor de esta palabra. Nací en España, donde tengo un piso en Cádiz y una casita encantadora al lado del mar. Me gusta Andalucía. Pero adoro Inglaterra, mi verdeante patria de adopción. Quisiera visitarla más a menudo y quizás, con un poco de suerte, encontrar un hogar a tiempo parcial en ella.
Tiempo de ocio.
Soy una apasionada de las letras, por lo que la frontera entre mi tiempo de trabajo y mi tiempo libre es casi inexistente. Mi profesión y mis aficiones se mezclan de manera gratificante. Extraigo