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Cosecha roja
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Libro electrónico240 páginas5 horas

Cosecha roja

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Información de este libro electrónico

Cuando en una pequeña ciudad minera la mortandad se multiplica por diez y los propios coches de la policía sirven para cubrir las fugas de los gángsters, puede decirse que algo no funciona. Cosecha roja es la violenta historia de un detective privado que a las pocas horas de llegar a Personville se sumerge en un baño de sangre, fruto de las batallas entre bandas rivales. Las maniobras y procedimientos de que se sirve el agente de la Continental para restablecer el orden no difieren mucho de los que utilizan los enemigos de la ley.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 nov 2019
ISBN9788832954340
Cosecha roja
Autor

Dashiell Hammett

Dashiell Hammett was an American author of hard-boiled detective novels and short stories, a screenplay writer, and a political activist. Among his enduring characters were Sam Spade (The Maltese Falcon), Nick and Nora Charles (The Thin Man), and The Continental Op (Red Harvest and The Dain Curse). He died in 1961 in New York City.

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    Cosecha roja - Dashiell Hammett

    Almacenes

    1. Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris

    En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenia la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.

    Utilizando uno de los teléfonos de la estación llamé a Donald Willsson al Herald para decirle que acababa de llegar.

    —¿Podrá venir esta noche a mi casa a las diez? —tenia una voz agradable pero seca—. La dirección es Mountain Boulevard, 2.101. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la confluencia con Laurel Avenue y camine dos manzanas en dirección oeste.

    Le prometí que iría. Fui al hotel Great Western, dejé allí las maletas, y me fui a dar un vistazo a la ciudad.

    La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.

    El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos. Cogí un tranvía de Broadway a las nueve y media y seguí las indicaciones de Donald Willsson. Así me fue posible llegar a una casa situada en una esquina rodeada de un jardincito artificial y una cerca.

    Me abrió la puerta una criada y me comunicó que Mister Willsson no se encontraba en casa. Mientras le explicaba que había concertado una cita con él, se acercó a la puerta una mujer delgada, rubia, de cerca de treinta años, vestida con un traje verde de seda rizada. Ni siquiera cuando sonreía desaparecía la frialdad de sus ojos azules. Volví a empezar mi explicación.

    —Mi marido no está —un suave acento amortiguaba el sonido de las eses—. No creo que tarde, puede esperarle si lo desea.

    Subimos al primer piso, a una habitación marrón y roja repleta de libros, con vistas a Laurel Avenue. Sentados en sillones de cuero frente a una chimenea de carbón, la mujer demostró curiosidad por saber cuál era el objeto del encuentro con su marido.

    —¿Vive usted en Personville?

    —No. En San Francisco.

    —Pero ésta no es su primera visita, ¿verdad?

    —Sí.

    —¿De verdad? ¿Le ha gustado nuestra ciudad?

    —En realidad apenas si la he visto —esto era mentira. Continué—: He llegado esta tarde.

    Sus brillantes ojos dejaron de examinarme cuando me dijo:

    —Le parecerá aburrida —y de nuevo siguió su investigación—: Me imagino que las ciudades mineras no pueden ser de otra manera. ¿Tiene algo que ver con las minas?

    —En este momento, no.

    Miró el reloj colocado sobre la repisa de la chimenea y dijo:

    —Donald es un desconsiderado al hacerlo venir, y dejarle esperando a estas horas de la noche que no son horas de hacer negocios.

    Le dije que no tenía importancia.

    —Pero tal vez no sea un asunto de negocios. No contesté. Lanzó una risita irónica.

    —Le aseguro que no soy tan entrometida como piensa usted —dijo alegremente—. Quizá sea su reserva lo que me provoca la curiosidad. No será usted traficante de alcohol, ¿verdad? Como Donald los cambia a menudo...

    Dejé que leyera en mi sonrisa lo que quisiera.

    Sonó el teléfono en el piso de abajo. Mistress Willsson estiró los pies calzados con zapatillas verdes en dirección al fuego e hizo caso omiso del teléfono. No comprendí por qué pensó que era eso lo que debía hacer.

    —Creo que tendré... —empezó a decir, pero al ver a la criada que estaba en la puerta se detuvo.

    La sirvienta dijo que llamaban por teléfono a mistress Willsson. Pidió disculpas y siguió a la criada. Habló desde un supletorio necesidad de ir al piso de abajo. La oí decir:

    —Habla mistress Willsson... Sí... ¿Diga...? ¿Quién...? ¿Puede hablar más alto...? ¿Qué...? Si... ¡Oiga...! ¿Quién es usted...?

    Colgó el teléfono. Oí unos pasos que se alejaban por el vestíbulo, unos pasos cortos y rápidos.

    Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo hasta oír a la mujer bajando las escaleras. En ese momento me acerqué a la ventana y observé entre las cortinas Laurel Avenue y el garaje blanco y cuadrado construido en esa parte de la casa.

    Una mujer delgada con sombrero y abrigo oscuro, apareció en seguida avanzando rápidamente desde la casa al garaje. Era mistress Willsson. Desapareció al volante dé un cupé Buick. Volví al sillón y esperé.

    Pasaron tres cuartos de hora. A las once y cinco se oyó el chirrido de los frenos de un automóvil. Mistress Willsson entró en la habitación dos minutos más tarde. No llevaba puesto el abrigo ni el sombrero. Tenia la cara blanca y los ojos oscurecidos.

    —Siento mucho —dijo, y vi estremecerse sus labios apretados— que haya tenido que esperar tanto tiempo en balde. Mi marido no podrá venir esta noche.

    Le dije que le llamaría al Herald por la mañana.

    Me fui intrigado por saber qué había ocasionado que la verde punta de su zapatilla izquierda estuviera manchada y húmeda con algo que parecía sangre. Caminé hasta Broadway y cogí allí un tranvía. Tres manzanas al norte, antes de llegar al hotel, bajé para enterarme de qué hacían unos grupos de gente parados en la acera delante de la puerta lateral del Ayuntamiento.

    Había de treinta a cuarenta hombres y algunas mujeres mirando una puerta en la que podía leerse: «JEFATURA DE POLICÍA». Había trabajadores de los altos hornos y las minas, en ropa de trabajo, jóvenes venidos de los billares y las salas de baile, hombres acicalados y de mejillas pálidas y relucientes, hombres con la expresión adusta de maridos honrados, algunas mujeres no menos respetables y serias y unas cuantas prostitutas.

    Me acerqué a toda esa gente y me paré junto a un hombretón de traje gris y arrugado. Su rostro, e incluso sus labios, también eran grises, pero no aparentaba más de treinta años. Tenia una cara ancha, regordeta e inteligente. La única nota de color en su vestimenta era un pañuelo rojo atado con un nudo sobre su camisa de franela gris.

    —¿Qué pasa aquí? —le espité.

    Me miró de arriba abajo para asegurarse, antes de contestar, si parecía lo suficientemente discreto como para responderme. Sus ojos eran grises al igual que su ropa, pero más duros.

    —Don Willsson ha ido a sentarse a la derecha de Dios, a menos que a Dios le preocupen los agujeros de bala.

    —¿Quién le ha matado? —pregunté.

    El hombre gris se rascó la cabeza y dijo:

    —Alguien con una pistola.

    Yo quería información, no muestras de ingenio. Podría haber preguntado a cualquier otro del grupo, pero el del pañuelo rojo me interesaba. Así que le dije: —No vivo aquí. Puede echarme la culpa a mí. Para eso estamos los forasteros.

    —Donald Willsson, hombre honesto, propietario del Morning Herald y del Evening Herald fue encontrado en Hurricane Street hace un rato muerto a tiros por unos desconocidos —recitó con un rápido sonsonete—. ¿He conseguido no ser morboso?

    —Gracias —le toqué un borde del pañuelo—. ¿Quiere decir algo o es sólo un gusto? —Soy Bill Quint.

    —¿De veras? —exclamé tratando de recordar su nombre—. ¡Encantado de conocerle!

    Saqué la cartera y rebusqué en mi colección de tarjetas, reunidas en diversas circunstancias. La que yo buscaba era roja. En ella decía que yo era Henry F. Neill, marinero, eficaz militante de la Industrial Workers of the World. Por supuesto era mentira.

    Le extendí la tarjeta roja a Bill Quint. La leyó con detenimiento por delante y por detrás, me la devolvió y me escrutó desconfiado.

    —Bueno, éste ya no se levanta —dijo—. ¿Adonde va usted?

    —A cualquier sitio.

    Nos pusimos a caminar y, creo que al azar, doblamos una esquina.

    —¿Cómo es que ha venido aquí si es marinero? —me preguntó sin demasiado interés.

    —¿De dónde sacó usted esa idea?

    —Lo dice la tarjeta.

    —Tengo otra que dice que soy carpintero —dije—. También puedo ser minero, mañana mismo conseguiré un papel que lo acredite.

    —Eso lo veo difícil. Yo soy el que manda en los que trabajan aquí.

    —¿Y si recibiera un telegrama de Chicago? —le dije.

    —Me importa un bledo Chicago. Aquí mando yo. —Señaló la puerta de una taberna y me preguntó—: ¿Usted bebe?

    —Sólo cuando tengo bebida delante.

    Llegamos al restaurante, subimos unas escaleras y entramos en una estrecha sala del primer piso donde había alineadas mesas delante de un largo mostrador. Bill saludó con un gesto y dijo ¡hola!, a un grupo de chicos y chicas de varias mesas situadas delante del mostrador. Me llevó después a un reservado cerrado con cortinas verdes que, junto a algunos más, estaba frente al mostrador.

    Estuvimos bebiendo whisky y charlando durante dos horas.

    El hombre vestido de gris pensaba que yo no me merecía la tarjeta que le había enseñado, ni la que le prometí conseguir. Pensaba que yo no podía ser un miembro destacado del sindicato. En su calidad de jefazo del IWW en Personville, se veía en la obligación de enterarse quién era yo, y no hablar entretanto de asuntos comprometidos.

    A mi no me parecía mal. Lo que realmente me interesaba era saber cosas sobre Personville. Y siempre se le filtraban informaciones mientras indagaba sobre mis tarjetas rojas.

    El resumen de lo que le oí decir podría ser así:

    Elihu Willsson el Viejo, padre del fallecido esa noche, había sido, a lo largo de cuarenta años, el corazón, el alma, la piel y el intestino de Personville. Era el presidente y principal accionista de la Personville Mining Corporation y del First National Bank, propietario de los dos diarios de la ciudad, el Morning Herald y el Evening Herald, y copropietario de casi todas las empresas de alguna importancia. Además tenia comprados a un senador de los Estados Unidos, dos diputados, al gobernador, al alcalde y casi todos los diputados del estado. Elihu Willsson era Personville y gran parte del estado.

    Los trabajadores de la Personville Mining Corporation eran miembros del IWW, pujante en el Este, en la época de la guerra. Insatisfechos hacia tiempo, presionaban ahora para conseguir sus reivindicaciones. El Viejo accedió ante la evidencia de sus razones y esperó tranquilamente el día de su muerte.

    Llegó en 1921. Los negocios iban muy mal. A Elihu el Viejo le hubiera importado poco un cierre temporal. Olvidó las mejoras que había concedido a sus obreros y volvió a la postura intransigente de antes de la guerra.

    Obviamente, los obreros pidieron enérgicamente solidaridad. Bill Quint fue designado por la cúpula del sindicato con sede en Chicago para ayudarles a desarrollar una estrategia. Quería evitar la huelga, la negativa clara a trabajar. Propuso la vieja táctica del sabotaje: impedir, desde dentro, el normal funcionamiento de la empresa. A los de Personville esta actitud les parecía aburrida. Deseaban que algún día sus nombres figuraran en la historia del movimiento obrero.

    Hicieron la huelga.

    Duró ocho meses. Hubo sangre en las trincheras. Para un sindicato era obligado que así fuera. Elihu el Viejo contrató hombres armados y esquiroles, pidió ayuda a la Guardia Nacional e incluso al ejército. Cuando el último cráneo estuvo partido y la última costilla rota a patadas, el sindicato de Personville tenía tanta fuerza como un petardo usado.

    Elihu el Viejo no sabía mucho de la historia de los italianos, según palabras de Bill Quint. Abortó la huelga, pero se le escapó de las manos la ciudad y el estado. Para derrotar a los mineros tuvo que dar carta blanca a sus mercenarios. Cuando la batalla llegó a su fin no se los pudo sacar de encima.

    Les había puesto en las manos la ciudad, y no era capaz de reconquistarla. A los pistoleros les gustó Personville y allí se quedaron. La consideraban como el botín que les debía Elihu por ayudarle a romper la huelga. Elihu tenía que ser discreto con ellos. Sabían demasiado sobre él, y era él, el máximo responsable de las acciones que habían cometido mientras duró la huelga.

    A esta altura del relato, Bill Quint y yo teníamos una buena curda. Bebió de nuevo, retiró la silla, se apartó un mechón de pelo de los ojos y se dispuso a cerrar su historia:

    —El más poderoso de todos ellos, quizá sea Pete el Finlandés. Este jarabe que bebemos es suyo. Otro es Lew Yard. Es dueño de una casa en la parte baja de Parker Street, paga la fianza de muchos detenidos, vende gran parte de los objetos robados, dicen, y es muy amigo de Noonan, el jefe de policía. Max Thaler el Susurro es un muchacho muy relacionado. Es bajito, moreno, astuto y tiene un defecto en la garganta. No puede hablar. Es garitero. Estos tres y Noonan son los segundos de a bordo de Elihu, que se tiene que resignar. Los deja hacer, de lo contrario...

    —¿Y el tipo que se han cargado esta noche —el hijo de Elihu— qué pintaba en todo esto? —pregunté.

    —Iba donde le mandaba su padre. Ahora está donde le ha mandado su padre.

    —¿Sugiere usted que el viejo...?

    —Quizá, pero yo en eso no me meto. Don volvió a casa y se puso a dirigir los periódicos de su padre. Al viejo no le gustaba rendirse sin pelear, a pesar de estar ya más muerto que vivo. Pero tenia que cuidarse de estos tipos. Hizo venir al chico de París, junto a su esposa, que es francesa y, muy en su papel de padre, les manejó descaradamente. En esto, Don se dedicó a hacer un llamamiento a la moralidad desde los periódicos. Su finalidad era erradicar de la ciudad el vicio y la corrupción. O sea que, si la cosa hubiese prosperado, Pete, Lew y Susurro se hubieran visto en una posición incómoda. ¿Se da cuenta? El viejo utilizaba a su hijo para quitárselos de encima. Supongo que se les agotó la paciencia.

    —¿No cree que es una suposición muy arriesgada?

    —Hay muchas cosas arriesgadas en esta ciudad. ¿Quiere seguir bebiendo este mejunje?

    Le dije que no. Nos fuimos calle abajo. Bill Quint me dijo que se alojaba en el hotel Los Mineros, en Forest Street. Hicimos el camino juntos, ya que mi hotel quedaba en la misma dirección. Delante de mi hotel vimos un hombrón con aspecto de policía secreta, hablando desde la acera con alguien que estaba dentro de un Stutz.

    —Ese coche es el de Susurro —me explicó Bill Quint.

    Al otro lado del atleta reconocí la silueta de Thaler. Era joven, pequeño, moreno, de rasgos finos, como salidos de la mano de un escultor.

    —Es atractivo el chico, ¿no? —dije.

    —Tal vez —dijo el nombre vestido de gris—. Tan atractivo como la dinamita.

    2. El zar de Poisonville

    Aparecieron dos páginas en el Morning Herald acerca de Donald Willsson y su muerte. En la fotografía que ilustraba el reportaje podía verse la imagen de un hombre inteligente, con el cabello rizado, los ojos y la boca sonrientes, un hoyuelo en el mentón y corbata a rayas.

    Su muerte estaba explicada en pocas palabras. Cuatro disparos le habían alcanzado en el estómago, el pecho y la espalda, a las once menos veinte de la noche anterior; murió en el acto. Los disparos provenían del 1.100 de Hurricane Street. Los vecinos que al oír los impactos se asomaron a la ventana vieron el cadáver tendido en la acera. Había un hombre y una mujer inclinados sobre él. La oscuridad de la calle no permitía distinguir nada con claridad.

    Nadie tuvo tiempo de salir a la calle antes de que el hombre y la mujer se marcharan. Nadie pudo explicar cómo eran. Nadie los vio alejarse.

    Las seis balas destinadas a Willsson habían salido de una pistola del calibre 32. Dos de ellas habían ido a estrellarse contra la fachada de una casa. La policía estudió la trayectoria de estas balas y dedujo que el tirador debió apostarse en un callejón que desembocaba al otro lado de la calle. Era todo lo que se sabía.

    Un editorial del Moming Herald mostraba la figura del muerto como la de un reformador de las costumbres ciudadanas, a lo largo de su corta carrera política, y suponía que los asesinos podían ser personas poco interesadas en estas reformas. Añadía que lo mejor que podía hacer el jefe de policía para no verse implicado en este asunto era detener rápidamente al

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