Hay algo profundamente ingenuo al
suponer que una ideología basta para enfrentar al mundo. Y ello es válido tanto
para el discurso de la lucha de clases como para la libertad de los mercados,
las dialécticas la sexualidad o los discursos religiosos. En conjunto nos oponemos a la uniformidad,
nos oponemos a una regla absoluta que explique nuestras vidas, pero ello
contrasta con la utilidad práctica que le damos a los prejuicios: un discurso,
una sentencia nos basta para explicar a los otros. Porque yo soy un libro. El
otro, apenas una frase lapidaria.
No hay información nueva al
denunciar la liquidez, la levedad y la superficialidad del mundo. Cuando lo
obvio ya se ha dicho, lo mínimo que espero es una forma de resistencia a la frivolidad, incluso cuando sólo sea posible en el
anacronismo.
Sólo conozco una forma de vivir, y
es levantándose en contra el mundo. En ello se encuentra el origen de mis
desgracias personales, y también el sentido mismo de mi falta de carácter.
La ansiedad y el insomnio construyeron
todo lo que soy, y me explican como individuo mejor que cualquier teoría psicoanalítica.
Todos los demás aspectos dentro de mí son superficiales y ficticios.
Cualquier discurso sobre la muerte debería
tener en el mito de Sísifo su punto de partida.
Cuando sientas que tu obra es inútil
introduce uno o dos conflictos freudianos para simular profundidad. Ten cuidado
en la dosificación de Jung, o pasarás por un simple hablador.
De hecho, la narrativa era más
poderosa cuando no acudía al psicoanálisis para generar mapas prestablecidos
del comportamiento humano. Las exploraciones personales de la psicología humana
basadas en la experiencia eran más poderosas que el más repetitivo y predecible
de los arquetipos.
Nuestra pesadilla; la sensatez se convirtió
en una cualidad exclusiva de los vagabundos.
Vivimos una época en donde la
sensibilidad enfermiza es la única forma que tenemos para demostrar que aún
estamos vivos.
Detrás de la violencia existe un
insoportable y muy humano hastío por lo dialéctico.
Tras la muerte hay una ficción de la
tranquilidad que ha justificado millones de suicidios. Sin embargo, ¿no huye
con desesperación el más diminuto organismo de la muerte? ¿No hay en su terror
algo que desde la racionalidad hemos olvidado?
Del arte y sus ficciones proviene la
extraña conclusión de que los placeres del mundo deben ser absolutos.
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