domingo, 31 de mayo de 2009
NCA (y 2)
jueves, 21 de mayo de 2009
BAFF...Un paseo por Oriente
En Cinearchivo he publicado una crónica sobre lo que puede visionar. Algunas pelis se quedaron en el tintero, pero espero que el texto sirva de orientación para quien quiera recuperar alguno de los filmes proyectados. Entre ellos, Nanayo de Naomi Kawase que volverá a proyectarse en la Mostra Internacional de Films de Dones de Barcelona.
Espero que el texto que os dejo (publicado originalmente en Cinearchivo) sea de vuestro interés.
Asia hay más que una
No me gusta clasificar el cine. Ni por nacionalidades. Ni por géneros. Ni tan siquiera por autores. Soy conciente que, por más que uno lo intente, es difícil huir de este tipo de prejuicios y generalizaciones. Pero procuro, dentro de lo posible, escapar de ellos. Porque describir acertadamente el estado actual del cine asiático (o de cualquier otro continente) a partir del visionado de una veintena de filmes anuales es tan absurdo como iluso. En parte por ello, me gusta el BAFF. De acuerdo, es un festival pequeño que aprovecha el filón (aún considerable) de toda producción oriental, que se ve limitado por lo ajustado de su presupuesto y que, en ocasiones, no programa algunos de los títulos más representativos de la temporada. Pero, ante todo, es un evento que (casi) no entiende de tendencias y que se limita a seguir sus propios criterios de selección para configurar una programación heterogénea donde no sólo se dan cabida los autores asiáticos más aclamados (de Takeshi Kitano a Jia Zhang Ke) sino también las nuevas promesas y toda una serie de producciones representativas de países de los que apenas conocemos su historia reciente (de Malasia a Indonesia) y mucho menos su cinematografía. Por ello, visitamos la onceava edición del BAFF más en busca de sorpresas que de confirmaciones, más a desaprender que a consolidar nuestras presuntas certezas como espectadores.
Limitados por lo apretado de nuestra hoja de ruta, nos vimos obligados a descartar dos de los espacios más osados del festival (el Focus Sudeste Asiático y Emergentes), pero pudimos seguir fielmente la sección oficial competitiva y recuperar, ocasionalmente, algunos de los títulos orientales más llamativos del último año (vistos, principalmente, en Cannes, Venecia, Tokio o San Sebastián) agrupados en
En Plastic City, quizás la película más incomprendida de la sección oficial, el prestigioso director de fotografía Yu Lik-Wai rompe con la austeridad de su escasa filmografía anterior (que incluye la discreta Love Will Tear Us Apart) y propone un auténtico salto al vacío formal y estructural donde, progresivamente, una rutinaria historia de gángsteres en Sao Paulo -con el hongkonés Anthony Wong terriblemente doblado al portugués (¡!)- se va deconstruyendo hasta convertirse en un filme de múltiples texturas, tan enloquecido como estilizado, en el que el cineasta toma la pantalla como un tapiz para expresar sus ingeniosas (y desbordantes) ideas estéticas. El resultado es tan fallido como apasionante. Pues puede que, según los cánones clásicos, Plastic City adolezca de una trama incoherente, pero, en su tramo final, logra plantear una desaforada dualidad entre dos protagonistas atrapados en un espacio alucinógeno que nos remite tanto al barroquismo de Izo como al chamanismo de Tropical Malady. Menos suspicacias despertó la deliciosa All Around Us, nuevo trabajo del injustamente desconocido realizador japonés Ryosuke Hashiguchi que, en esta ocasión, plantea un filme formalmente impecable, basado en la fuerza de los planos fijos y en la interpretación de los dos (únicos) protagonistas, una pareja a la que veremos evolucionar (a través de un amplio abanico temporal) frente a nosotros y en sus tiempos muertos. Sin subrayar y sin enfatizar (aunque quizás pecando de un cierto abuso del hastío), Hashiguchi describe los tiras y aflojas de dos individuos corrientes que se enfrentan a lo absurdo de la vida mientras intentan conservar su relación. Una relación amorosa que, en vez de desintegrarse, va mutando sutilmente frente a la cámara, dejándonos un poso emocional de resonancias rohmerianas; un esbozo naturalista, irónico y a ras de suelo.
La contención de All Around Us dio paso a las pasiones desatadas de Ocean Flame, el segundo filme de Liu Fendou, ganador del BAFF 2004 con su ópera prima Green Hat. No estamos, en este caso, ante una película redonda y sí ante un trabajo que denota -en algunos movimientos de cámara- un cierto ombliguismo autoral. Pese a ello, Fendou logra atrapar la fragilidad de toda relación íntima y, a su vez, entremezcla el melodrama con el thriller sin que la fuerza de su avasallador relato se vea apenas afectada. Hay algo de emocionante, de físico, en las secuencias filmadas en la playa donde la pasión de dos cuerpos choca con la paz que transmite el sonido del mar. Sólo por esos breves instantes, la película ya merece ser visionada. Algo que no podemos decir de la discretísima Echo of Silence. Sin lugar a dudas, la obra más floja de la competición oficial. La citada película -torpe y cansina- significa el debut tras las cámaras del actor japonés Atsuro Watabe y pretende ser un retrato (sosegado y poético) de una fugaz historia de amor en los paisajes nevados de la región de Hokkaido. La presuntamente dolorosa relación afectiva entre una joven desorientada y un chico mudo transmite más sopor que emoción. Y en ningún momento parece que el realizador sepa el porqué de sus arbitrarias decisiones formales tanto en el modo de filmar como en el uso gratuito de los ralentís y de los subrayados musicales.
Más conseguida resultó, en cambio, la coreana Breathless, otro debut de un intérprete (Yang Ik-June) que cumplió (esta vez, sí) parcialmente con las expectativas. Aclamada en el último Festival de Rótterdam y bien recibida aquí por el respetable, la película logró llevarse, además, el máximo galardón de este BAFF: el Durián de Oro a la mejor película de la sección oficial. Partiendo de una tesis elemental: “la violencia engendra violencia”, Yang propone un filme esencialmente físico en el que la cámara se adhiere al cuerpo de unos actores en constante tensión dramática. De una sangrante brutalidad, la película esboza una mirada inesperada sobre la violencia de género y, sin llegar a deslumbrar, consigue huir de los clichés y la moralina. Aunque, a la postre, el retrato de Yang se vea perjudicado por lo irregular de su estructura y por el poco convincente uso de los flashbacks explicativos. Ligeros desajustes de un filme sólido, pero indudablemente sobrevalorado por ciertos sectores de la crítica. Algo que también es aplicable a la interesante Serbis, la nueva película del cada vez más reconocido Brillante Mendoza; quizás el cineasta más accesible dentro de la nueva hornada de autores filipinos (donde se encuentran los radicales Lav Diaz y Raya Martin) que pueblan el cambiante mundillo de los festivales cinematográficos. Mendoza parece seguir aquí la estela del Tsai Ming Liang de Goodbye Dragon Inn en su intento de describir los nuevos hábitos de los (escasos) espectadores que aún asisten a unas salas de cine en indudable decadencia global. Sin alcanzar las cotas formales del cineasta malayo, el realizador filipino apuesta por una fotografía granulada y de colores vivos con la que transmite una cierta “estética de la pobreza” que genera una reacción ambivalente en el público. Sin definirse demasiado respecto a los actos de sus protagonistas, Mendoza logra, por lo demás, una película ágil en la que un espacio muy concreto (un destartalado y laberíntico cine porno) sirve de puesta en escena para las idas y venidas de una familia en creciente tensión. Los inesperados golpes humorísticos y el astuto uso del sonido diegético procedente del exterior ayudan a la construcción de un filme de pequeños logros que, pese a las buenas intenciones, fracasa en su intento de mostrar el fin materialista del cine (algo que queda patente en un cierre abrupto que evoca fallidamente la resolución de Carretera asfaltada en dos direcciones). Galardonada, pese a sus defectos, con el preciado premio Cinematk (que garantiza la distribución de la película en España), Serbis despierta, al menos, controversias por su osadía y por su escaso pudor en el retrato de cuerpos desnudos y de espacios decadentes.
Apenas conocidas antes de su proyección en el BAFF, otras tres pequeñas películas (bien distintas entre sí) despertaron nuestro interés cinéfilo en una sección oficial con un nivel general más que aceptable. Se trata de Blind pig who wants to fly, Parking y Sell Out!. La primera es el curioso debut del cortometrajista indonesio Edwin que construye un filme a medio camino entre la excentricidad y la ternura en el que múltiples set-pieces hilvanadas al son del “I just called to say I love you” de Stevie Wonder sirven para esbozar un puzzle, a ratos catártico, a ratos desconcertante, en el que se satiriza sutilmente la estigmatización gubernamental y social a la que se ha visto sometida la minoritaria comunidad indonesia de origen chino. La segunda, Parking, es una relectura taiwanesa de la emblemática Jo, qué noche! de Martin Scorsese en la que el debutante Chung Mong-Hong cumple con lo que promete y nos ofrece una cinta ágil y ligera donde lo estrambótico apenas se encuentra con lo melodramático. Sin el efecto sorpresa de la original estadounidense, la pieza deja, ante todo, un buen regusto en el paladar del espectador ávido de un divertimento tan intrascendente como desternillante. La tercera, Sell Out!, fue, seguramente, la cinta sorpresa de esta edición por su convincente parodia del cine de autor, de los reality shows y de la invasión anglófila del sudeste asiático. Dirigida por el malayo Yeo Joon, la (irregular) película propone también un juego metalingüístico y deliberadamente pop en el que tienen cabida tanto las coreografías más ridículas (¡estamos ante un musical sui generis!) como los diálogos más absurdos, dignos de un Beckett catódico (o catatónico).
Sin apenas tiempo para paladear todos estos filmes sugerentes ni para visionar algunas de las propuestas más atrevidas de las secciones paralelas (Now Showing, de Raya Martin, Love Exposure, de Sion Ono o The Blue Generation, de Garin Nugroho), nos vimos obligados a dejar una nueva edición del BAFF. Lo hicimos, sin embargo, satisfechos por la buena salud de un certamen que, año tras año, confirma que sigue existiendo un público inquieto y exigente; atraído por algo más que por el cine estrenado en salas comerciales o por los aromas exóticos (y superficiales) procedentes de Asia. Un espectador maduro que no sólo aprecia a los grandes nombres seleccionados (este año se proyectaron Still Walking de Kore-Eda, Achilles and Tortosie de Kitano y 24 City de Jia Zhang Ke) sino que valora el atrevimiento y se acerca a un festival en busca de nuevas sensaciones, de nuevas miradas hacia a un mundo cada vez más inabarcable. Incluso para un arte tan universal (y, a su vez, local) como el cine.
viernes, 15 de mayo de 2009
A vueltas con Winterbottom...24 Hours Party People
Al principio de Fraude (1972), la poderosa voz en off de Orson Welles nos promete que todo lo que veremos durante la siguiente hora será cierto…Ochenta minutos después, el cineasta reaparece para advertirnos que, aunque apenas nos hayamos dado cuenta, el tiempo citado se ha cumplido y que, por tanto, la realidad ya ha dado paso a la fabulación. O lo que es lo mismo, el documental se ha fundido con la ficción y de la mutación ha surgido un filme híbrido, libérrimo, donde dejan de tener sentido las (ilusas) fronteras entre lo verdadero y lo falso. El bello gesto de Welles es tan significativo como liberador. Pues legitima a todos los cineastas que, desde entonces (también antes), deciden manipular a su antojo los materiales de lo real y deformarlos hasta dar con formas artísticas rompedoras. Al menos, en un principio. Porque es evidente que todo experimento exitoso corre el riesgo de convertirse en convención. Tal como ha sucedido, por ejemplo, con los mockumentaries, un género que deriva de los hallazgos de Welles, pero que, progresivamente, ha perdido la frescura de antaño.
Frescura que, en cambio, sí retiene un trabajo tan emblemático como 24 Hour Party People en el que Winterbottom, aun siguiendo varios de los mecanismos canónicos del hoy tan manido «falso documental», se atreve a entrar tímidamente en el terreno metalingüístico abierto por el responsable de Ciudadano Kane (1942). Su jugada —que va mucho más allá de la broma sofisticada del Peter Jackson de Forgotten Silver (1995)— consiste en partir de una situación y unos personajes reales (el sonido madchester y sus mayores responsables) para dar paso a una ficción (con intérpretes que asumen los roles de los músicos y productores famosos) que, a su vez, tiene forma de un extenso reportaje televisivo auto-conciente en el que, por más inri, emergen (como extras) algunos de los auténticos protagonistas y se dan cita imágenes de archivo de la época. El presumible caos por tan asombrosa mezcolanza de registros (que se entiende mejor viéndola que leyéndola) es superado por el director gracias a un guión férreo (de Frank Cottrell Boyce) que dosifica la información al espectador, incorpora altas dosis de humor, ofrece montajes paralelos sugerentes y garantiza que la película llegue a buen puerto sin apenas inoportunas digresiones —como la innecesaria dramatización de la muerte de Ian Curtis— que disgreguen la mirada caleidoscópica plasmada por un Winterbottom en estado de gracia y dispuesto a capturar tanto a una ciudad como a su escena musical. (Seguir leyendo en Cinearchivo)
Artículo incluido en el especial dedicado en el portal al realizador británico
sábado, 9 de mayo de 2009
Génova: Un Winterbottom modesto
Es ya un lugar común crítico: Michael Winterbottom es un cineasta ecléctico. Para sus detractores, un autor sin sello. Para sus defensores, un director que sabe moverse con soltura en todos los géneros. Para mí, un tipo que pertenece a la estirpe de los realizadores imprevisibles; a la línea de creadores que, aún no encontrándose en nuestro olimpo particular, conservan siempre la capacidad de sorprenderte, de desmontar tus inevitables prejuicios y de provocarte reacciones variopintas que van del absoluto rechazo (Nine Songs) a la admiración incondicional (Code 46).
Admito que, antes del visionado de Génova, no las tenía todas conmigo. La carrera del director británico había entrado en un terreno peligroso: el del mal llamado «cine social», el espacio presuntamente multicultural donde trascurren unos filmes que, tras unas reivindicaciones nobles, suelen esconder una mirada ingenua, sesgada y aburguesada frente a una serie de conflictos que se nos escapan. Nunca he pensado que el cine deba ser una herramienta para limpiar conciencias y menos con producciones tan maniqueas y acomodadas como Camino a Guantánamo o Un corazón invencible. Precisamente, el éxito de estos dos títulos citados invitaba a los malos augurios y presagiaba un futuro conservador para la carrera de Winterbottom, un cineasta que podría encontrar fácil acomodo en el stablishment de los defensores de las causas perdidas. Por fortuna, Génova demuestra que los prejuicios no son más que intuiciones precipitadas y que tras las cámaras aún se encuentra el joven realizador inquieto y juguetón que descubrimos en Wonderland. (Seguir leyendo en Cinearchivo)