El tiempo excava madrigueras donde almacena los víveres con los que alimenta el pasado. Se agazapa en sus guaridas bajo el suelo por donde paseamos, confiados, pensando en mañana, o viviendo, sin más, nuestro presente. El tiempo se agazapa en cubiles diseminados en una amplia y secreta red que le permite moverse con asombrosa rapidez sin que ni si quiera seamos capaces de olerlo, de percibir su presencia subterránea hasta que es demasiado tarde y entonces, súbitamente, nos asalta desde lo profundo, quizás en la penumbra de la noche, ocupados como estamos con nuestra cotidianidad. El tiempo se abriga en sus toperas, pero no hiberna, no duerme, se mantiene alerta, siempre a punto, preparado para la emboscada. Y cuando atrapa a una presa ya no hay vuelta atrás. O sí: quiero decir que es entonces cuando ya no hay manera de salir de sus dominios y ya por siempre, a la manera en la que actúan los vampiros, la presa se convierte en un nuevo agente a su servicio, de manera que los efectos se multiplican exponencialmente y los días y las horas se invierten, giran sobre sus pasos y caminan hacia el lugar de donde vinieron.
Toda esta teoría que he elaborado mientras pienso en qué me pondré mañana viene a cuento por culpa del recuerdo de una noche de juerga que me trajo ayer una noticia del periódico. La noticia venía ilustrada por una fotografía en la que se ven a los tres primeros hombres que viajaron a la luna tocados con montera torera y sujetando la chaquetilla de un traje de luces mientras, con sonrisa de asombro y franca incredulidad, saludaban a Francisco Franco. Aquella noche, después de cenar copiosamente, buscamos un lugar donde tomar unas copas y decidimos meternos en un local cuya entrada se abría casi oculta en un pequeño semisótano ubicado en el centro de la calle que une los barrios barceloneses de Sans y Les Corts. Era un bar musical que anunciaba su nombre con un letrero rotulado en discreto estilo kitch, iluminado por luces moradas intermitentes de esas que al apagarse y encenderse tan rápido parecen una nomás, ándele ándele, que como loca corre, sin descanso, en busca del final sin encontrarlo. “La Garrafa de los Beatles”, ese era el nombre del garito. Al entrar creía que me internaba en un submarino, porque el techo era muy bajo y el pasillo era tan estrecho que con los dos hombros rozaba ambas paredes, y tuve que caminar esos pocos metros con sumo cuidado para no tirar al suelo una decena de carteles originales de portadas de discos y conciertos de los cuatro de Liverpool. Cuando llegábamos al final del pasillo intuí que el techo se alzaría ligeramente y que por tanto la sensación claustrofóbica desaparecería y que podría respirar. Pero no fue así. La huronera en la que nos habíamos metido no contaba con más superficie de la que suman, unidas, una docena de cabinas de teléfono. Además, los colores rojos, verdes y anaranjados de la iluminación, mezclados con pequeños labios blancos que se reflejaban sobre la pared de fieltro morado desde una bola de cristal giratoria, acabaron por atraparme en el interior de un abrigadero irreal, en un tiempo extraño en el que lo único que parecía verdad era nuestro estupor. En pie, buscamos un lugar donde sentarnos y entonces distinguí, entre innumerables cuadros abigarrados sobre las paredes a Ringo, George, Paul y John descendiendo de un avión tocados con sendas monteras toreras sobre su diabólica melenita lacia. Al poco, llegó el dueño del local y nos obligó a sentarnos donde no queríamos, y pedimos una bebida que no queríamos beber, y dejamos los vasos donde no queríamos dejarlos. Mientras tanto, motoristas encuerados, groupís menopáusicas, rockabilies canosos, y todo tipo de nostálgicos agentes del tiempo apuraban sus tragos, carraspeaban, tosían y de vez en cuando reían mientras encendían el enésimo cigarrillo de la noche, esperando ver aparecer a los músicos que debían tocar sobre el pequeño escenario dispuesto como un minúsculo altar en la capilla de un mausoleo privado destinado al duelo familiar o un misterioso sacrificio ritual.
Cantaron para la concurrencia rendida Twist and Shout, Love me do, She love You, Please please me, Yesterday, y demás éxitos muy entonados, harmoniosos, con gesto amanerado y labios only you . Después de cada canción, aplausos entusiastas, silbidos epoquívicos, aullidos afónicos que obligaban al guitarra y al teclista a doblar el lomo con dolor en ademán de saludo agradecido. El bajista no saludaba, tocaba sentado. Era un heavy descolgado que debería estar pagando el alquiler de la habitación ritmando, dentro de aquella osera, harmonías compuestas antes de que ni siquiera sus padres se hubiesen conocido. Al finalizar cada tema, en lugar de saludar, se limitaba a levantar una ceja y a encender el porro que se le apagaba sin remedio en los labios. La mirada de aquel tipo no era normal. Fue entonces, al ver perdido al bajista, al ver la dejadez sonámbula con la que acometía cada uno de sus movimientos, cuando tomé conciencia de la naturaleza del lugar. Como un resorte me levanté, apremié a mis compañeras de juerga y salimos del zulo revival. Ya en la calle, tuve que aguantar una bronca monumental. "Pobrecitas ingenuas", pensaba mientras aguantaba estoico el chaparrón, "nunca me agradecerán lo que he hecho por ellas. "
Porque cada día que pasa desde aquella noche lo veo más claro. Nadie está a salvo. Cada calle de cada ciudad es un agujero idóneo para las gazaperas del tiempo. El número 13 de la calle Génova es un buen ejemplo. Lo que vemos es un edifico de varias plantas sobre el suelo, pero en realidad, donde se desarrolla la actividad que mantiene con vida a sus habitantes es en los sótanos: allí debajo, entre paredes estrechas, techos bajos, sin luz, y al olor de la humedad, se cortan trajes, se cuece colonia y se diseñan piadosos modales propios de otras épocas, contra las que nos creemos ingenuamente inmunizados, mientras en cada una de las oficinas que emergen de la superficie, por encima del sótano inmundo, alguien escribe democracia cada día.
Los cines son otras de las zorreras del tiempo. Aparentemente son locales que crecen desde la superficie, pero en realidad siempre hay que bajar por escaleras hacia lo hondo. Hace 12 horas que he visto “Agora”, la nueva película de Alejandro Amenábar. Esta película es ajo, crucifijo laico, estaca afilada, luz reveladora, sol de la razón, bala de plata. “Agora” es una historia muy pertinente, oportuna y necesaria para los días presentes. Gracias a ella, algunas de las madrigueras desparecerán como hormigueros fumigados con DDT. “Ágora” evidencia hechos históricos objetivos, incontestables, y planta nuestra esencia cultural -toda una tradición forjada a través de los siglos- contra la pared de la verdad. Lo dice un creyente, y que Dios me entienda.
Vuelvo mañana
Toda esta teoría que he elaborado mientras pienso en qué me pondré mañana viene a cuento por culpa del recuerdo de una noche de juerga que me trajo ayer una noticia del periódico. La noticia venía ilustrada por una fotografía en la que se ven a los tres primeros hombres que viajaron a la luna tocados con montera torera y sujetando la chaquetilla de un traje de luces mientras, con sonrisa de asombro y franca incredulidad, saludaban a Francisco Franco. Aquella noche, después de cenar copiosamente, buscamos un lugar donde tomar unas copas y decidimos meternos en un local cuya entrada se abría casi oculta en un pequeño semisótano ubicado en el centro de la calle que une los barrios barceloneses de Sans y Les Corts. Era un bar musical que anunciaba su nombre con un letrero rotulado en discreto estilo kitch, iluminado por luces moradas intermitentes de esas que al apagarse y encenderse tan rápido parecen una nomás, ándele ándele, que como loca corre, sin descanso, en busca del final sin encontrarlo. “La Garrafa de los Beatles”, ese era el nombre del garito. Al entrar creía que me internaba en un submarino, porque el techo era muy bajo y el pasillo era tan estrecho que con los dos hombros rozaba ambas paredes, y tuve que caminar esos pocos metros con sumo cuidado para no tirar al suelo una decena de carteles originales de portadas de discos y conciertos de los cuatro de Liverpool. Cuando llegábamos al final del pasillo intuí que el techo se alzaría ligeramente y que por tanto la sensación claustrofóbica desaparecería y que podría respirar. Pero no fue así. La huronera en la que nos habíamos metido no contaba con más superficie de la que suman, unidas, una docena de cabinas de teléfono. Además, los colores rojos, verdes y anaranjados de la iluminación, mezclados con pequeños labios blancos que se reflejaban sobre la pared de fieltro morado desde una bola de cristal giratoria, acabaron por atraparme en el interior de un abrigadero irreal, en un tiempo extraño en el que lo único que parecía verdad era nuestro estupor. En pie, buscamos un lugar donde sentarnos y entonces distinguí, entre innumerables cuadros abigarrados sobre las paredes a Ringo, George, Paul y John descendiendo de un avión tocados con sendas monteras toreras sobre su diabólica melenita lacia. Al poco, llegó el dueño del local y nos obligó a sentarnos donde no queríamos, y pedimos una bebida que no queríamos beber, y dejamos los vasos donde no queríamos dejarlos. Mientras tanto, motoristas encuerados, groupís menopáusicas, rockabilies canosos, y todo tipo de nostálgicos agentes del tiempo apuraban sus tragos, carraspeaban, tosían y de vez en cuando reían mientras encendían el enésimo cigarrillo de la noche, esperando ver aparecer a los músicos que debían tocar sobre el pequeño escenario dispuesto como un minúsculo altar en la capilla de un mausoleo privado destinado al duelo familiar o un misterioso sacrificio ritual.
Cantaron para la concurrencia rendida Twist and Shout, Love me do, She love You, Please please me, Yesterday, y demás éxitos muy entonados, harmoniosos, con gesto amanerado y labios only you . Después de cada canción, aplausos entusiastas, silbidos epoquívicos, aullidos afónicos que obligaban al guitarra y al teclista a doblar el lomo con dolor en ademán de saludo agradecido. El bajista no saludaba, tocaba sentado. Era un heavy descolgado que debería estar pagando el alquiler de la habitación ritmando, dentro de aquella osera, harmonías compuestas antes de que ni siquiera sus padres se hubiesen conocido. Al finalizar cada tema, en lugar de saludar, se limitaba a levantar una ceja y a encender el porro que se le apagaba sin remedio en los labios. La mirada de aquel tipo no era normal. Fue entonces, al ver perdido al bajista, al ver la dejadez sonámbula con la que acometía cada uno de sus movimientos, cuando tomé conciencia de la naturaleza del lugar. Como un resorte me levanté, apremié a mis compañeras de juerga y salimos del zulo revival. Ya en la calle, tuve que aguantar una bronca monumental. "Pobrecitas ingenuas", pensaba mientras aguantaba estoico el chaparrón, "nunca me agradecerán lo que he hecho por ellas. "
Porque cada día que pasa desde aquella noche lo veo más claro. Nadie está a salvo. Cada calle de cada ciudad es un agujero idóneo para las gazaperas del tiempo. El número 13 de la calle Génova es un buen ejemplo. Lo que vemos es un edifico de varias plantas sobre el suelo, pero en realidad, donde se desarrolla la actividad que mantiene con vida a sus habitantes es en los sótanos: allí debajo, entre paredes estrechas, techos bajos, sin luz, y al olor de la humedad, se cortan trajes, se cuece colonia y se diseñan piadosos modales propios de otras épocas, contra las que nos creemos ingenuamente inmunizados, mientras en cada una de las oficinas que emergen de la superficie, por encima del sótano inmundo, alguien escribe democracia cada día.
Los cines son otras de las zorreras del tiempo. Aparentemente son locales que crecen desde la superficie, pero en realidad siempre hay que bajar por escaleras hacia lo hondo. Hace 12 horas que he visto “Agora”, la nueva película de Alejandro Amenábar. Esta película es ajo, crucifijo laico, estaca afilada, luz reveladora, sol de la razón, bala de plata. “Agora” es una historia muy pertinente, oportuna y necesaria para los días presentes. Gracias a ella, algunas de las madrigueras desparecerán como hormigueros fumigados con DDT. “Ágora” evidencia hechos históricos objetivos, incontestables, y planta nuestra esencia cultural -toda una tradición forjada a través de los siglos- contra la pared de la verdad. Lo dice un creyente, y que Dios me entienda.
Vuelvo mañana