Paul Auster, el inventor del azar
El escritor estadounidense, fallecido de cáncer en Nueva York, se definía como “un poeta que cuenta historias”. Su gran popularidad en Europa le convirtió en el ideal de escritor de Brooklyn y ‘rockstar’ literario
Autor de medio centenar de títulos entre poesía, ensayo, libros de memorias, textos misceláneos y guiones cinematográficos, por encima de todo Paul Auster —fallecido este 30 de abril en Nueva York a los 77 años—, fue reconocido y celebrado por la magia inexplicable que destilan sus novelas. Entre los numerosos galardones con que ha sido distinguido a lo largo de su carrera cabe mencionar los premios Médicis, Independent Spirit, Leteo, Qué Leer o el del gremio de los libreros de Madrid. Fue finalista del PEN/Faulkner y el Booker, así como del International IMPAC Dublin Literary Award en varias ocasiones. En 2006 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Era miembro de la American Academy of Arts and Letters y Comendador de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.
El hechizo que ejercen sus narraciones tiene mucho de enigmático. Una de las claves guarda relación con la entrega sin reservas del autor a la poesía, de la que se deriva directamente la fuerza que conforma y da sentido a todo su hacer, empezando por la ágil elegancia de los títulos de sus libros. Su deuda con la poesía le hizo decir de sí mismo que era “un poeta que cuenta historias” y que “su manera de aproximarme al lenguaje es la propia de un poeta”.
Paul Benjamin Auster nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, Nueva Jersey, de donde era oriundo el también escritor judío Philip Roth. Su padre era superintendente de un edificio. Paul estaba en el instituto cuando sus padres se divorciaron. Escribió sus primeros poemas a los nueve años y sus primeros cuentos a los diez. Con 13 leyó todo Camus, gran parte de la obra de André Gide y a los grandes novelistas rusos. Dos lecturas realizadas a los 15 años causaron gran impacto en su imaginación, Cándido, de Voltaire, y Crimen y castigo, de Dostoievski, novela que lo trastornó. Estudió literatura comparada en la Universidad de Columbia, donde conoció a Lydia Davis, cuentista y traductora con quien se casó. Tras graduarse en 1970 desempeñó diversos trabajos, como oficial administrativo en la Oficina del Censo y después en un petrolero. Tras una estancia en Francia, en 1974 contrajo matrimonio con Davis. La pareja se instaló en una casa de campo en el condado de Duchess, estado de Nueva York. Tuvieron un hijo, Daniel. En 1978 se separaron.
El segundo misterio relacionado con la obra de Paul Auster guarda relación con su génesis. A los 22 años había llenado a mano numerosos cuadernos (¨las casas de las palabras¨) que contenían el embrión de buena parte de su obra novelística futura. Según el autor, el material estaba allí, solo que él no estaba todavía preparado para darle forma. Siguieron unos años durante los cuales estaba convencido de que jamás se cumpliría su sueño de algún día ser novelista.
A los 30 años, según confesó en una de las numerosas conversaciones que mantuvo conmigo, se vio condenado a escribir poesía y ensayos, pero fue incapaz de escribir “ni una sola línea de ficción”. A finales de los setenta atravesó por una crisis muy profunda y dejó de escribir. Su matrimonio con Lydia Davis se había ido a pique en unas circunstancias extremadamente difíciles para el autor que cada vez estaba más convencido de que jamás lograría ser escritor. Una noche, a finales de diciembre de 1978, su amigo David Reed, el pintor, le llevó a ver una coreografía y mientras veía el espectáculo sintió que se abría una puerta en lo más profundo de su ser. Al volver a casa dio comienzo a la redacción de un largo texto en prosa, Espacios en blanco, al que puso fin una noche de enero, mientras caía una gran nevada sobre Nueva York.
Al día siguiente por la mañana muy temprano sonó el teléfono. Su padre había muerto de un ataque al corazón mientras hacía el amor la misma madrugada que nacía él como escritor. Dos semanas después Auster empezaba La invención de la soledad (1982). El libro le devolvió la confianza que necesitaba para volver a los manuscritos que guardaba desde hacía años en su gabinete secreto de Brooklyn. “Era una masa textual informe, pero allí estaban los argumentos de mis primeras cinco novelas. Gracias a la disciplina y la experiencia que adquirí escribiendo La invención de la soledad conseguí darles forma final”. Nueva y decisiva intervención del azar. Cuando lo estaba terminando conoció a quien sería su compañera hasta el final de sus días, la escritora Siri Hustdvedt, durante una lectura de poesía.
Desarrollos semioníricos
En su manera de entender la literatura Auster funde las huellas de Kafka, Beckett, Dostoievski y Camus con ficciones detectivescas al estilo de Dashiell Hammett a las que imprime un giro filosófico. Sus historias y argumentos siguen desarrollos semioníricos, una de las huellas contraídas con la literatura francesa, en este caso la herencia del surrealismo. El complejo genoma austeriano se manifiesta de múltiples formas en fábulas de muy distinto sesgo, como Leviatán, Mr. Vértigo, El cuaderno rojo (no ficción) o El libro de las ilusiones (2002), obra en la que tiene lugar un encuentro entre cine y literatura, dos vectores convergentes de su imaginación.
Uno de los rasgos que caracterizan la magia inasible de su prosa es que en ella hay innumerables puertas imperceptiblemente abiertas a la emoción y la sorpresa, a veces en textos menores como el conmovedor Cuento de Navidad de Augie Wren (1992) o el homenaje que rinde a su humilde máquina de escribir, una venerable Olympia, cuyas teclas dieron vida a sus textos a lo largo de más de medio siglo. Ilustrado por su amigo el pintor Sam Messer Historia de mi máquina de escribir (2002) da cuenta de las intimidades de un proceso creativo descrito por su autor como “leer con los dedos”.
Reflexionando sobre la soledad inherente al oficio de escribir, en una ocasión comentó: “A veces me pregunto por qué me he pasado toda la vida encerrado en un cuarto escribiendo, cuando afuera está el mundo lleno de vida y de posibilidades. La escritura exige entregarse a ella sin fisuras, abrirse a toda forma posible de dolor, de gozo, a todas las emociones que es posible sentir. Hacerlo bien requiere coraje moral. Ninguna otra ocupación exige a quien la desempeña que entregue el ser, el alma, el corazón y la cabeza sin saber si al final habrá recompensa”.
Una de las facetas más interesantes de Auster como creador es su labor como cineasta. Nueva ironía. Aunque se consideraba “el menos cinematográfico de los escritores”, el hecho de que el cine le proporcionara una manera radicalmente distinta de contar historias suponía para él un desafío que le resultaba particularmente atractivo. Una de las razones era que suponía una compensación al oficio atrozmente solitario en que consiste escribir. “Me he pasado muchos años encerrado en una habitación, sin hablar con nadie. Por el contrario, el cine es un arte colectivo, te permite trabajar con mucha gente, y eso es algo muy gratificante.” Su dedicación al cine cristalizó en su trabajo como guionista de Smoke y Blue in the Face (ambas de 1995), dirigidas por Wayne Wang. Más adelante escribió y dirigió Lulu on the Bridge (1998) y La vida interior de Martin Frost (2007). Tras filmar Lulu on the Bridge, Auster volvió al mundo de la literatura en clave de fantasía con Tombuctú (1999).
En su obra Paul Auster juega constantemente al escondite con el azar y la muerte. Explicando por qué acabó siendo escritor, solía invocar varias anécdotas en la que uno u otro factor, o ambos, desempeñaron un papel determinante. En la primera, tiene ocho años cuando se tropieza en las puertas del estadio de beisbol de los Giants con su ídolo, el legendario Willie Mays. Trémulo de emoción, le pide un autógrafo, a lo cual el deportista accede solo para comprobar que ninguno de los que están allí lleva encima nada con lo que firmar. Unos años después, siendo un adolescente de 14 años, durante una estancia en un campamento de verano, cayó una tormenta que lo sorprendió cruzando una alambrada con sus compañeros. El chico que iba delante de él cayó fulminado por un rayo ante sus ojos. “Lo asesinaron los dioses”, afirmó en una entrevista décadas después. “Aquel día aprendí que la muerte acecha entre nosotros y puede golpear en cualquier momento. Esa idea está en la base de todo lo que he escrito jamás”.
Episodios trágicos
La idea no está solo en la base de lo que escribió, sino entre los pliegues más íntimos y recónditos de su historia personal. Uno de los episodios más trágicos y dolorosos de su vida guarda relación con su hijo, Daniel, fruto de su matrimonio con Lydia Davis. Víctima de su adicción a la heroína, Daniel causó involuntariamente la muerte de su propia hija, cuando perdió la conciencia tras inhalar una dosis de heroína, cuyos restos la pequeña, de apenas unos meses, ingirió mientras estaba a cargo de él. Poco después, el cadáver de Daniel Auster fue descubierto en el banco de una estación de metro, víctima de una sobredosis. Auster jamás habló de ello, como tampoco Lydia Davis. Era un episodio demasiado doloroso como para siquiera invocarlo, pero la imagen del escritor paseando con su hijo por las calles de Park Slope era una estampa reconocible, si bien poco frecuente, para quienes lo conocieron bien y vivían cerca.
En su vasta producción figuran numerosos títulos de gran valía, entre ellos, sin mencionarlos todos, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, o Viajes por el Scriptorium, en el que, misteriosamente, la muerte le invita a visitar su futura vejez en compañía de muchos de sus personajes con unas décadas de antelación. Cuando se publicó, el autor pensó que no volvería a escribir jamás otra novela, pero por supuesto no fue así. En años sucesivos vieron la luz Un hombre en la oscuridad (2008), Invisible (2009) y Sunset Park (2010), nuevo homenaje a Brooklyn. A ello hay que añadir misceláneas autobiográficas como Diario de invierno e Informe del interior. En 2013 vio la luz Aquí y ahora, su correspondencia con JM Coetzee, el premio Nobel sudafricano.
En 2017, tras un paréntesis de siete años, Paul Auster culmina uno de los proyectos narrativos más ambiciosos de toda su carrera con 4 3 2 1, novela de casi un millar de páginas que nos ofrece cuatro variantes de la existencia de un mismo individuo, Archie Ferguson, en realidad un trasunto del propio Auster. Su autor quería que se publicara cuando cumpliera 70 años. La había empezado a los 66, la edad que tenía su padre cuando murió. Vivir más que él le hizo sentir que traspasaba un límite. Dedicó los años siguientes a escribir la biografía de Stephen Crane, enigmático escritor fallecido a los 28 años, cuya figura siempre fascinó a Auster. La llama inmortal (2021), volumen de casi 800 páginas, se lee como una de sus mejores novelas.
Todavía no sabía que la muerte le rondaba cuando, de nuevo una aparición fantasmagórica reclamó su atención como novelista. Protagonizada por un profesor de filosofía de la universidad de Princeton, ya jubilado, en Baumgartner, Auster da forma a una ficción sobria y desconsolada, una meditación sobre el azar y la muerte, sí, pero sobre todo sobre la pérdida y el dolor y por encima de todo ello, sobre la fuerza del amor, que se sobrepone a todo lo demás.
A finales de 2022 cuando estaba dando los toques finales a la novela, empezó a sentirse mal. Por las tardes le sobrevenían unas fiebres misteriosas cuyo origen no se logró establecer hasta que tras varios diagnósticos errados se confirmó que padecía cáncer de pulmón. En enero de 2023 vio la luz Un país bañado en sangre, escalofriante documento que capta el fenómeno de los tiroteos de masas que asolan con frecuencia a Estados Unidos, y que incluye fotos de su yerno Spencer Ostrander, casado con su hija, Sophie. Desde que su marido enfermó, Siri Hustvedt fue anunciando con concisa sobriedad en Instagram la crónica de la lucha de Paul Auster contra la enfermedad que poco a poco iba acabando con él, reproduciendo imágenes conmovedoras, como la del escritor asomado a la cuna de su nieta recién nacida. La batalla terminó la noche del pasado martes, dejando tras de sí un silencio devastador.
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