El Engaño del "Dreadnought", cuando unos intelectuales trolearon a la Royal Navy

El 7 de febrero de 1910, un grupo de intelectuales británicos llevó a cabo una colosal broma a costa de la Armada británica. La acción, realizada por el llamado “Círculo de Bloomsbury” y conocida como el Engaño del Dreadnought (y también como la "farsa del Dreadnought" o el "gran timo del Dreadnought") no sólo puso en ridículo a la muy seria y clasista Marina Británica, sino que también generó enormes quebraderos de cabeza para el gobierno (ya que el incidente provocó un agrio debate parlamentario) y sembró serias dudas sobre la eficacia de la Inteligencia Naval británica. De hecho, se revisó el reglamento para hacer más estrictas las normas de seguridad a partir de entonces.

Grupo que participó en la broma
La humillación de la Armada británica fue enorme y se convirtió en el hazmerreír de todo el país. Durante años, la burla persiguió a la que hasta entonces era una de las instituciones más respetadas de toda Gran Bretaña. En una época en la que se empezaba a cuestionar la estricta moral victoriana y el rígido sistema de valores de la sociedad británica, el hecho de que el barco del que la Royal Navy se sentía más orgullosa fuese objeto de una broma de tal calibre supuso un enorme golpe de efecto. Tuvo además la consecuencia inesperada de poner de moda una expresión que ha llegado hasta nuestros días, aunque con un significado diferente al original: “Bunga, bunga”.

El bromista compulsivo

William Horace de Vere Cole era un poeta más conocido por sus bromas que por sus versos. Formaba parte del llamado Círculo de Bloomsbury, un grupo de intelectuales y artistas cuyo denominador común era el desprecio hacia la religión y el cuestionamiento de la rígida moral victoriana de la época. Entre sus miembros se encontraban el economista John M. Keynes, los escritores E. M. Foster y Virginia Stephen (más tarde conocida como Virginia Woolf), los pintores Duncan Grant y Vanessa Bell, el biógrafo Lytton Strachey, el hispanista Gerald Brennan y un largo etcétera. Todos constituían la élite intelectual y artística de la sociedad británica en esos momentos.

Horace de Vere Cole
Horace de Vere Cole había adquirido fama como bromista contumaz. Ya en su etapa universitaria en Cambridge había convencido a un grupo de amigos (Adrian Stephen, Leland Buxton, Robert Bowen y Drummer Howard) para disfrazarse del sultán de Zanzíbar y su corte. Como sea que el verdadero sultán se encontraba por entonces de visita en Londres y la caracterización fue muy buena, consiguieron que se les hiciera una visita guiada por el campus y que el Alcalde les dedicara todo tipo de agasajos y atenciones. Afortunadamente para todos no se llevó a cabo la idea original de disfrazarse de soldados alemanes y cruzar la frontera francesa simulando una invasión.

B. Russell, J. M. Keynes y L. Strachey, del Círculo de Bloomsbury
Sus chanzas iban dirigidas contra cualquiera que ostentara algún tipo de autoridad. Sus blancos preferidos solían ser los políticos y los miembros del Parlamento, aunque también solían sufrirlas hombres de negocios y oficiales del ejército. Así, por ejemplo, había hecho que apresaran a un lord acusándolo de ladrón después de esconder su billetera en uno de sus bolsillos. Una de sus bromas más conocidas tuvo lugar cuando, aprovechando su parecido físico con el Primer Ministro Ramsay MacDonald, le suplantó en una conferencia donde se dedicó a criticar duramente a su gobierno y a su propio partido (el Laborista), ante el asombro de todo el público. Lo más curioso es que años después su hermana Annie se casó con Neville Chamberlain, con lo que se convertiría en cuñado de otro Primer Ministro y líder de los Laboristas.

Objetivo: el Dreadnought

Cole planeó repetir la broma del sultán de Zanzíbar, pero esta vez el objetivo sería mucho mayor; nada menos que el buque insignia de la Royal Navy: el HMS Dreadnought. Este barco era la joya de la Marina británica desde que se botó en 1906. Muy avanzado para la época, fue el primer acorazado en desplazarse exclusivamente por turbinas de vapor y contaba con armamento pesado de calibre único, lo que constituía una importante novedad para la época. Disponía también de 5 tubos lanzatorpedos, y había batido recientemente el récord mundial de velocidad, estableciéndolo en 21 nudos. Las ventajas del calibre único estribaban en que mejoraba el control de tiro. A largas distancias, las piezas eran apuntadas observando las columnas de agua que levantaban los proyectiles al impactar contra el mar. En el caso de abrir fuego con piezas de varios calibres, no se podía discriminar el origen del disparo.

El HMS Dreadnought
La importancia de este acorazado se pone de manifiesto en que todas las Armadas se pusieron enseguida a botar barcos basándose en su diseño. De hecho, a ese tipo de barcos se les llamó genéricamente como dreadnoughts, y a los que estaban en servicio antes se les denominó pre-dreadnoughts. Este hecho nos revela que este acorazado marcó un antes y un después en la construcción de buques de guerra. No obstante, en el plazo de unos 10 años fueron rápidamente superados en tecnología, de modo que muchos fueron desguazados una vez acabada la I Guerra Mundial. En cualquier caso, en 1910 era el buque insignia de la Royal Navy, la Marina más poderosa del mundo en ese momento. Y nada menos que ese fue el objetivo de los bromistas liderados por Horace de Vere Cole.

La broma

El 7 de febrero de 1910, el grupo de bromistas se preparó a conciencia para el engaño. Los implicados eran el antedicho poeta Horace de Vere Cole, la escritora Virginia Stephen (posteriormente conocida como Virginia Woolf), el psiquiatra y escritor Adrian Stephen (hermano de Woolf), Guy Ridley, el autor y naturalista Anthony Buxton y el artista Duncan Grant (aunque ni Woolf ni Grant formaban parte del plan inicial, ya que se unieron al grupo dos días antes). A excepción de Cole (que haría el papel de un representante del Foreing Office que acompañaba al grupo) y de Adrian Stephen (que se haría pasar por un alemán llamado Herr Kauffman, supuesto intérprete de la comitiva), todos se vistieron con turbantes y chilabas, oscurecieron su piel con betún y se colocaron barbas y bigotes postizos (Woolf incluso se cortó el pelo para hacer más creíble el disfraz). El principal defecto de los disfraces era que el maquillaje se estropearía en caso de comer o beber. O de que lloviera (como finalmente pasó). Pero hay que decir que en principio daban perfectamente el pego. Así ataviados, se dispusieron a hacerse pasar por el príncipe abisinio Mussaka Alí con su corte, recién llegado al país en visita de Estado.

El grupo, preparado para partir
El grupo se presentó en la estación de Paddington, donde Cole afirmó llamarse “Herbert Cholmondeley” y pertenecer al Foreing Office. Allí solicitó que se les facilitara un tren especial para que la comitiva viajara a Weymouth, cerca de donde se hallaba fondeado el Dreadnought. Tan persuasivo debió ser que el jefe de estación les facilitó un transporte VIP para ellos solos. Nada más partir, un cómplice (cuya identidad se desconoce) envió un telegrama al Dreadnought avisando de la llegada del grupo para hacer una visita de cortesía al buque. El telegrama iba firmado por Sir Charles Hardinge, Subsecretario del Ministerio de Exteriores (quien no se enteró de ello hasta varios días más tarde).

Charles Hardinge
Cuando el tren llegó a su destino, la Marina les esperaba para rendirles honores. Se les recibió con alfombra roja, banda de música y una guardia de honor a la que la comitiva pasó revista. Un coche les esperaba para llevarles a puerto, donde fueron recibidos nada menos que por el comandante de la flota, el almirante Sir William May. Se tocó el himno de Abisinia, pero como no pudieron encontrar una bandera de ese país, se izó la de Zanzíbar. Una vez realizados los honores, fueron conducidos al barco. Mientras la comitiva lo inspeccionaba, hablaban entre ellos en un idioma inventado que mezclaban con citas de Homero y Virgilio en griego y latín. Y mientras tanto, una frase se repetía con frecuencia cuando los “príncipes” querían expresar admiración o sorpresa: “Bunga, bunga”.

Virginia Woolf en 1910
En el transcurso de la visita comenzó a caer una ligera lluvia, lo que provocó que el maquillaje empezara a correrse. Además, a Buxton se le despegó el bigote postizo tras estornudar, aunque pudo recomponerlo sin que nadie se diera cuenta. Increíblemente, nadie parecía percatarse de la farsa. Cole convenció al almirante de que la visita continuara en el interior del barco. Tras otros cuantos “Bunga, bunga”, los “príncipes” hicieron la petición de unas alfombras para rezar en dirección a La Meca e impusieron falsas condecoraciones a algunos miembros de la tripulación. Después de 40 minutos de chanza, la comitiva abandonó el buque al son del “God save the Queen” y tomó un tren de regreso a Londres. Para redondear la faena, Cole pidió a uno de los responsables del tren que se sirviera el almuerzo a los “príncipes”, aunque eso sí, los camareros sólo podrían llevar guantes blancos.

Las consecuencias

Al día siguiente, Horace de Vere Cole contactó con el Daily Mirror y les envió un pormenorizado relato de todo lo ocurrido, incluida una fotografía del grupo. Al cabo de pocos días, casi todos los diarios británicos se hicieron eco de la historia. La Royal Navy se convirtió en el hazmerreír de toda la nación y el gobierno sufrió un duro acoso parlamentario por parte de la oposición. La Marina solicitó el arresto de Cole y los demás partícipes de la broma; sin embargo, el único delito que se había cometido fue la falsificación de la firma del subsecretario del Foreing Office, cosa que no fue realizada por ninguno de ellos sino por otro miembro del grupo cuya identidad nunca se facilitó.

Portada del Daily Mirror
No todos los componentes de la Marina se lo tomaron de la misma manera. Hubo quienes vieron el asunto con sentido del humor (entre los que se contaban los oficiales del HMS Hawke, rivales del Dreadnought) y quienes se indignaron profundamente por el ridículo que habían sufrido. Entre estos últimos, había un grupo que se presentó en casa de Cole y otros miembros del grupo dispuestos a azotarlos con sus fustas reglamentarias (se dice que Cole les espetó “¿Y por qué no os fustigáis a vosotros?, os hemos engañado y os lo merecéis”). Para rebajar la tensión, se sugirió a los culpables que acudieran al Almirantazgo a presentar disculpas. Uno de ellos accedió a hacerlo, pero cuando se presentó allí, se negaron a recibirle.

John Arbuthnot Fisher, Primer Lord del Almirantazgo
La expresión “Bunga, bunga” se hizo extremadamente popular. Llegaron a componerse canciones sobre ella y la gente se lo gritaba satíricamente a los marineros en la calle. Curiosamente, el Dreadnought protagonizó en 1915 una única acción en la I Guerra Mundial, cuando embistió al submarino alemán SM U-29 y logró hundirlo (fue la única vez en la Historia que se produjo un hecho similar). El comandante recibió muchos telegramas de felicitación por el hecho, pero uno de ellos llamaba poderosamente la atención; su texto sólo decía dos palabras: “BUNGA, BUNGA” y se ignora quién lo envió. En 1924, tiempo después de que el Dreadnought hubiera dejado de existir (fue desguazado y vendido como chatarra en 1921), el príncipe de Etiopía (el auténtico) Haile Selassie I visitó Gran Bretaña. Su asombro debió ser enorme cuando veía a grupos de niños que le seguían y gritaban “Bunga, bunga” a su paso. Además, debió sentirse sorprendido cuando solicitó visitar las instalaciones de la Royal Navy y su petición fue amable pero firmemente rechazada por el Almirantazgo (quizá temiendo que la prensa recordara el incidente y pusiera de nuevo en ridículo a la Armada).

Viñeta del Daily Mail
Horace de Vere Cole murió en París en 1936. A pesar de haber heredado una inmensa fortuna, falleció en la más absoluta pobreza. En todos esos años no dejó de ser un incansable bromista. Por ejemplo, durante su luna de miel en Venecia en 1919, viajó a la parte continental de la ciudad para comprar un montón de estiércol de caballo y, al amparo de la oscuridad, lo roció alrededor de la mismísima plaza de San Marcos. Asimismo, se sospecha que fue el responsable del inmenso fraude del “Hombre de Piltdown”, unos supuestos restos homínidos pertenecientes al “eslabón perdido” (este fraude tuvo tanto éxito que no se reveló falso hasta 1953, 17 años después de su muerte). Tal y como dijo Quevedo, genio y figura hasta la sepultura. O incluso hasta después.
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¿A quién se le ocurre morirse así? Cuarta parte

Cuarta y última entrega sobre muertes extrañas, estúpidas o absurdas. En las tres entregas anteriores repasamos algunas ocurridas a personajes de la Edad Antigua, la Edad Media y la Edad Moderna. Es el turno de la Edad Contemporánea, una época donde generalmente todo está mucho mejor documentado, y quizá por eso se conocen más muertes de este tipo. He reseñado aquí las que me han parecido más interesantes, sin perjuicio de que los lectores tengan otras que contar. Pasen y vean.


Isabel de Braganza, la reina que murió por morir antes

Hija primogénita del rey Juan VI de Portugal, fue la segunda esposa del rey de España Fernando VII, con quien se casó en el año 1816. El matrimonio obedecía a una cuestión de Estado: consolidar las relaciones que existían entre ambos reinos. Fue uno de los muchos matrimonios consanguíneos que se dieron en todas las monarquías europeas, ya que los contrayentes eran tío y sobrina. Pero parece que esa circunstancia no arredró al fogoso Fernando, famoso por su lujuria.

Esta reina destacaba por su cultura y su gran amor a las artes. De ella fue la idea de reunir las obras de arte que se habían ido acumulando en el tiempo por los monarcas españoles en un museo real. Dicho museo fue el germen del futuro Museo del Prado. Pero también destacaba por ser una mujer de embarazos y partos difíciles. En 1817, después de un complicado embarazo, había dado a luz una niña que murió a los 4 meses; así que su salud se encontraba muy afectada cuando se quedó nuevamente embarazada poco después. Pocos apostaban porque el embarazo llegara a buen término, pero contra todo pronóstico la reina aguantó y el 26 de diciembre de 1818 se puso de parto.

Isabel de Braganza
Y como era de esperar, fue un parto difícil y laborioso. En el trascurso del alumbramiento, la reina perdió el conocimiento, y los médicos que la atendían creyeron que aquello no era un simple desvanecimiento, sino que había pasado a mejor vida. Así que decidieron hacerle una cesárea urgente con el fin de salvar la vida del niño. Lo que ocurrió después fue una carnicería; la reina, que en realidad no estaba muerta, al sentir que le abrían las carnes, se despertó y empezó a gritar “estoy viva, estoy viva”. Los médicos, después de casi morirse del susto, intentaron arreglar el desaguisado, pero ya era tarde.

Isabel murió poco después, y tampoco se pudo salvar al hijo que llevaba en su seno. La reina que murió dos veces se encuentra enterrada en el panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial, y no en el Panteón de los Reyes, ya que éste tradicionalmente ha quedado reservado a las reinas consortes que han sido madres de rey.

Frank Hayes, el jockey que ganó una carrera después de muerto

En 1923, Frank Hayes era un mozo de cuadra de 35 años que trabajaba en el hipódromo neoyorkino de Belmont Park. Su sueño siempre había sido ser jockey, pero no había pasado de montar a los caballos en los entrenamientos (salvo en una ocasión en que había podido disputar una carrera, sin mucho éxito). Lo malo es que 35 años ya es una edad avanzada para empezar a ser jockey, y Hayes lo sabía, así que tenía que convencer a alguien cuanto antes de que le permitiera montar. Naturalmente, ningún entrenador ni propietario de caballos quería darle dicha oportunidad, en parte por la edad y en parte por la inexperiencia.

Sin embargo, consiguió convencer a la señorita Frayling de que le permitiera montar a su yegua Sweet Kiss (Dulce beso) en una carrera que tendría que celebrarse el 4 de junio. Frayling pensó que, de todas formas, su yegua tenía pocas posibilidades de ganar la carrera, así que poco importaba que la montara un jockey viejo e inexperto. La carrera se disputaría sobre dos millas y en su recorrido los caballos se encontrarían con 12 obstáculos. Durante las semanas anteriores a la competición, Hayes se sometió a una estricta dieta para perder peso y a un duro programa de entrenamientos. Pero el esfuerzo mereció la pena, ya que el 4 de junio, Hayes y Sweet Kiss se encontraban en la línea de salida, aunque hay que decir que poca gente confiaba en el tándem, pues las apuestas estaban 20 a 1 en su contra.

Frank Hayes
Comenzó la carrera, y sorprendentemente Hayes se puso en cabeza. Mantuvo una holgada ventaja de dos cuerpos durante la primera milla. Fue entonces cuando el favorito se empezó a acercar a él. Durante toda la segunda mitad del recorrido, ambos caballos cabalgaron emparejados, ya que el favorito corría más en terreno liso pero Sweet Kiss recuperaba terreno en los saltos. La recta final fue muy emocionante, y finalmente Hayes y su yegua ganaron por el exiguo margen de una cabeza.

La alegría de la dueña de la yegua fue inmensa y corrió a felicitar al jockey. Pero algo raro pasaba; Hayes no estaba erguido sino recostado sobre la silla, y no se movía. Cuando llegaron hasta él, comprobaron que estaba muerto. Parece ser que sufrió un ataque al corazón en el trascurso de la carrera fruto de los esfuerzos para prepararse y de la emoción de ir en cabeza. Hayes se convirtió así en el único jockey en ganar una carrera después de muerto. En cuanto a la yegua, nadie más quiso montarla, y de hecho acabó siendo conocida con el apodo de Sweet Kiss of Death (El dulce beso de la muerte).

Efecto dominó mortal

En 1988 sucedió en Buenos Aires, la capital de Argentina, una de esas extrañas casualidades que a veces se dan en la vida. Un cúmulo de circunstancias encadenadas hizo que se sucedieran algunas muertes en cadena. Dio mucho que hablar en su momento, y aunque no está involucrado ningún personaje histórico, el suceso es lo bastante interesante como para que lo reseñemos aquí.

Todo empezó cuando la familia Montoya se marchó de vacaciones. No sabemos si porque el sitio donde iban no admitía mascotas o porque sencillamente no querían llevárselo, se dejaron en casa a su perrito pequinés, de nombre Sparky. Un vecino se encargaría de llevarle comida regularmente y, supongo, sacarlo a pasear de vez en cuando para que pudiera aliviarse. El problema era que los Montoya vivían en la decimotercera planta de un edificio, y parece ser que el vecino que cuidaba a Sparky se dejó abierta la puerta del balcón.

Perro pequinés, parecido a Sparky
El pequinés, siempre curioso y quizá aburrido de estar solo, decidió asomarse al balcón. Estando asomado viendo lo que pasaba trece pisos más abajo, perdió el equilibrio, y debido a su pequeño tamaño se coló entre los barrotes del balcón y cayó al vacío. Fue entonces cuando empezó el efecto dominó. Porque la casualidad o la mala suerte hicieron que cayera sobre la cabeza de una anciana de 75 años, que murió en el acto.

Como es habitual en estos casos, el ruido de la caída y los gritos de los que estaban alrededor empezaron a congregar a una pequeña multitud de gente alrededor, algunos intentando auxiliar y otros, sencillamente, atraídos por el morbo de la escena. Una de las personas que se acercó al lugar fue Edith Solá, de 46 años, que se encontraba en la acera opuesta de la calle cuando todo sucedió. Quiso aproximarse al lugar de los hechos, pero lo hizo sin mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar… y sucedió lo que tenía que suceder: un coche la atropelló.

Pero la cosa no acaba aquí. Varias personas se desmayaron al ver lo sucedido. Uno de ellos fue un anciano, cuyo corazón no pudo soportar la visión y falleció de un infarto camino del hospital. Fue el tercer muerto. El caos inundó la calle. Afortunadamente no hubo que lamentar más muertes, aunque 3 en un rato es una cifra bastante elevada. Uno de los testigos, quizá exageradamente, afirmó “parecía un atentado, había cadáveres por todos lados”. Y todo porque los Montoya no se llevaron a Sparky de vacaciones.

Félix Faure, una muerte de lo más embarazosa

A este Presidente de la República Francesa entre los años 1895 y 1899 no se le recordará por haber hecho fortuna después de trabajar humildemente como curtidor y mercader. Ni por haber sido nombrado secretario de colonias en dos ocasiones y en dos gobiernos distintos. Ni por haber ostentado el cargo de ministro de Marina. Ni por haber sido sorprendentemente elegido Presidente de la República tras aunar tras de sí a la derecha y a los moderados (más teniendo en cuenta que él se proclamaba de izquierdas). Ni por haber reforzado la alianza franco-rusa. Ni por haber concedido la amnistía a los anarquistas. Ni siquiera por haberse conquistado Madagascar durante su mandato. No, a François Félix Faure se le recordará por dos cosas: el vergonzoso caso Dreyfuss y, sobre todo, por las no menos vergonzosas circunstancias de su muerte.

Faure era un hombre coqueto, que acostumbraba a cambiarse de ropa varias veces al día y que incluso llegó a proponer (sin éxito) la creación de un pomposo uniforme para sí mismo (se cuenta que se le llamaba “el Presidente Sol”, en un evidente paralelismo a Luis XIV). Y también era un hombre atractivo y mujeriego. Coleccionaba amantes, pero su relación más duradera fue con Marguerite Steinheil, casada con el pintor Adolphe Steinheil, quien consentía la relación a cambio de encargos oficiales (de hecho, varias de sus obras aún pueden verse en edificios públicos de París). No obstante, a la señora no le gustaba ser tildada de amante del Presidente, así que se definía como “consejera” que acudía todos los días a “despachar” con Faure.

Félix Faure
Y como todos los días, el 16 de febrero de 1899 acudió al Palacio del Elíseo a “despachar” con él. Sus encuentros solían hacerse en el Salón Azul, una discreta estancia en la planta baja a la que se entraba directamente desde los jardines. Para avisar que la dama estaba allí, un bedel debía hacer sonar una campanilla. Sin embargo, ese día la campanilla sonó no cuando estaba Marguerite, sino cuando estaba en ella el arzobispo de París. Ajeno al error, Faure se tomó su habitual pastilla excitante (algo parecido a la actual Viagra, pero más tóxica). Cuando entró en la sala, no tuvo más remedio que atender al arzobispo y después también al Príncipe de Mónaco. Cuando finalmente se presentó la señora, Faure se tomó otra pastilla, pues los efectos de la anterior parecían haber pasado.

Unos minutos después, empezaron a oírse gritos. Cuando el personal entró en la sala, vieron a Faure sufriendo un ataque de apoplejía mientras agarraba el cabello de su amante, que hasta hacía un instante le estaba practicando una felación. Los asistentes tuvieron que cortar el mechón de pelo de Marguerite para que pudiera liberarse y salir de allí, presa de un ataque de histeria. Faure seguía vivo, pero murió pocas horas después.

Las circunstancias de la muerte de Faure pronto se hicieron del dominio público, y empezaron a circular bromas y chistes sobre ello. A Marguerite se la empezó a llamar “la pompa fúnebre”, en un juego de palabras con el verbo pomper, que en argot significa “hacer una felación”. Asimismo, y jugando con el mismo significado equívoco, Clemenceau dijo de Faure que “Deseó ser como César, pero terminó como Pompeyo”. E incluso se escribieron obras de teatro satíricas sobre el tema, como “La amante del presidente” de Jean-Pierre Sinapi.

Después de aquello, Marguerite siguió con su estilo de vida. En sus memorias narró que siguió teniendo amante, entre los que se incluyeron al rey Sisowath de Camboya. En 1908 fue acusada del asesinato de su marido el pintor y de su madrastra, que aparecieron asfixiados (y eso a pesar de que la propia Marguerite también apareció atada y amordazada en la escena del crimen), aunque finalmente fue absuelta. Emigró a Gran Bretaña, donde se casó con un barón inglés al que sobrevivió 27 años. Murió finalmente en 1954, en un asilo de ancianos.

¿Y en este artículo no hay muertos de risa?

Pues sí que los hay, como en todas las épocas. Vamos a verlos brevemente en los siguientes párrafos.

La noche del 21 de octubre de 1893, estando en una cena en casa del doctor Lucas de los Santos Lamadrid, el poeta y escritor modernista cubano Julián del casal murió súbitamente cuando uno de los comensales contó un chiste que le provocó un severo ataque de risa. El ataque de risa fue acompañado de una hemorragia y la mortal rotura de un aneurisma.


En 1975 Alex Mitchell, un albañil de 50 años de edad de King’s Lynn, Inglaterra, literalmente se murió de risa mientras miraba un episodio de la serie “The Goodies”. Después de veinticinco minutos de risa continuada, Mitchell finalmente colapsó en el sofá y murió como consecuencia de un ataque cardíaco. Su viuda le envió después una carta a los productores de la serie agradeciéndoles por haber hecho que los últimos momentos de vida de Mitchell hubieran sido tan agradables.

En 1989, el otorrinolaringólogo danés Ole Bentzen murió viendo un programa de televisión. Se estima que su corazón alcanzó un ritmo de 250 a 500 latidos por minuto, antes de que sufriera un ataque cardíaco.

En el 2003 Damnoen Saen-um, un vendedor de helados tailandés, se murió de risa mientras dormía a la edad de 52 años. Su esposa lo intentó despertar pero no tuvo éxito, y finalmente tras dos minutos de risa continua expiró.

Así que ya saben, rían con moderación, que la risa es para vivir mejor, no para morir de ella.
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Mentiras sobre los romanos (que todos creemos)

No creo exagerar mucho cuando digo que la mayor parte del conocimiento del gran público sobre Roma y su tiempo proviene del cine y la televisión. Películas como “Ben Hur”, “Espartaco” o la más reciente “Gladiator”, así como series de televisión como “Roma” o “Spartacus” han hecho calar en el subconsciente colectivo una serie de conceptos que, en muchas ocasiones, nada tienen que ver con lo que pasó realmente. Incluso las producciones que pretenden ser más fieles a la Historia cometen errores que, en gran medida, se deben a hacer más efectista una escena. No las culpo; a fin de cuentas el que va al cine no quiere ver un documental de Historia, sino entretenerse durante un par de horas.

Peter Ustinov en el papel de Nerón en "Quo Vadis"
Hoy trataremos de desmontar algunos de los tópicos que se tienen asumidos sobre los romanos, pero que son falsos. Hay muchos, pero he elegido estos por varias razones. La primera razón es que están muy arraigados en las creencias populares y casi todos los dan por ciertos. La segunda es que de vez en cuando alguien los repite por las redes sociales, ayudando a propagar falsedades por la fuerza de la repetición. La última razón es mucho más prosaica: porque me apetecía escribir sobre estos aspectos concretos, ya que su popularidad es enorme y poner un punto de cordura e historicidad en creencias muy arraigadas (aunque falsas) siempre ha sido una de mis debilidades. Bienvenidos a este acoso y derribo a los mitos sobre Roma.

Calígula nombró cónsul a su caballo

El Emperador romano Calígula ha pasado a la Historia como un ejemplo de gobernante loco. De él se cuentan hechos delirantes, como que mantenía relaciones incestuosas con sus hermanas y las obligaba a prostituirse, o que emprendió una campaña militar contra el dios Neptuno, obligando a sus legiones a apuñalar el agua del mar y haciendo que recogieran luego conchas de la playa como botín de guerra. Pero sin duda, en el imaginario popular ha quedado un acontecimiento que se pone como ejemplo de locura en un gobernante: el nombramiento de su caballo Incitatus para el puesto de cónsul. El consulado era la más alta dignidad de la República romana, y aunque en la época imperial su autoridad era más bien simbólica, seguía constituyendo un alto honor.

Calígula montando a Incitatus
Incitatus era un caballo hispano por el que Calígula sentía un extraño amor. Para empezar, le cambió su primitivo nombre de Porcellus (cerdito) por el más aguerrido de Incitatus (impetuoso). Era tal la admiración por él, que le hizo construir una caballeriza de mármol con un pesebre de marfil, donde el caballo comía avena mezclada con finos copos de oro. Poco después, le mandó edificar una villa donde era servido por 18 criados. Calígula le hacía correr en las carreras, donde sólo perdió una vez; y esa vez le salió cara al auriga rival. Se cuenta que el Emperador le hizo ejecutar haciendo hincapié en que la muerte debía ser muy dolorosa. Además, ordenaba un silencio total la noche antes de la carrera (bajo pena de muerte) a fin de que Incitatus descansara adecuadamente. Y por último, lo nombró cónsul.

Jonh Hurt en el papel de Calígula en "Yo, Claudio"
Lo malo de todas estas historias es que están sacadas principalmente de dos historiadores, Suetonio y Dion Casio, que son muy posteriores. Además, ambos eran fervientes republicanos, por lo que sentían un especial desprecio por la familia imperial. Las relaciones entre el Emperador y el Senado no eran nada buenas (se narra que una vez humilló a un grupo de senadores que querían audiencia con él haciéndoles correr detrás de su carruaje), por lo que las fuentes senatoriales tendían a presentar a Calígula como peor de lo que era. Lo que sí parece cierto es que se burlaba de los senadores diciéndoles que Incitatus sería mucho mejor cónsul que cualquiera de ellos, y lo presentaba siempre en público vestido de púrpura y engalanado con joyas para mofarse del Senado. ¿Llegó realmente a nombrarlo cónsul? Los historiadores están divididos ante la cuestión, pero se tiende a pensar que todo fue una exageración. Probablemente, y a tenor de las fuentes clásicas, nunca lo sabremos a ciencia cierta.

Los romanos se agarraban los testículos al jurar

Uno de los tópicos más extendidos sobre los romanos es que se agarraban fuertemente los testículos con la mano derecha cuando prestaban algún juramento, sobre todo en los juicios. De este modo, venían a decir que comprometían tan delicada parte si mentían. Según se dice repetidamente, esta era la forma en que se hacía hincapié en que lo que se dijera a continuación sería la verdad y toda la verdad. La cuestión se remata diciendo que de esta peculiar forma de jurar se deduce que la palabra “testificar” proviene de “testículos” (algunos lo dicen al revés; es decir, que “testículos” proviene de “testificar”). Cada poco tiempo se cuelga en internet esta historia sin faltar quién se la cree a pies juntillas y luego la va repitiendo por ahí.

Supuesto romano jurando
Ni que decir tiene que todo es falso. Es cierto que ambas palabras provienen de “testis” (testigo), pero mientras testificar sería el resultado de la unión de testis y facere (con lo que su significado sería “hacer de testigo”), testículo proviene de agregar a testis el sufijo culus, usado como diminutivo (por lo que su significado sería “pequeño testigo”). Pero ahí acaba toda semejanza. Son dos palabras que evolucionaron de forma diferente, si bien en español testigo y testículo se pronuncian de forma parecida.

Recreación de un juicio en el foro
Dicho todo esto, ¿cómo juraban los romanos? En realidad no había una única forma de jurar, aunque por lo general se hacían ante cualquiera de sus dioses y el juramento cambiaba dependiendo de la época o del tipo de juicio. Sí se sabe que los hombres solían jurar por Hércules y las mujeres por Cástor y Pólux. Asimismo, en los juicios militares se juraba sobre la espada. Además, hay testimonios de que algunas mujeres juraban sobre su cabellera. En definitiva, los juramentos eran muy variados, pero debemos tener claro que nunca se hacían apretándose los testículos.

Palpado testicular de un Papa
Curiosamente, este bulo tuvo una segunda versión en el seno de una institución que ha llegado a nuestros días: la Iglesia Católica. Según la leyenda urbana, cuando alguien es elegido Papa, un cardenal le palpa los testículos para atestiguar que es un hombre y no una mujer. Una vez comprobada la masculinidad del Papa, el encargado de realizar dicha tarea (el palpati) debía decir "testiculos habet" (tiene testículos) o "habet duos testiculos et bene pendentes" (tiene dos testículos y cuelgan bien). Dicho esto comenzaba toda la liturgia de coronación del nuevo Sumo Pontífice. Por supuesto, todo es falso.

Los romanos vomitaban para poder seguir comiendo

Una de las imágenes que han calado con más fuerza cuando nos imaginamos el mundo de los romanos es el de sus bacanales. Si le pedimos a alguien que nos las describa tal y como él cree que fueron, nos hablará de enormes mesas repletas de los más exóticos platos, de comensales recostados comiendo y bebiendo sin cesar, y de insinuantes bailarinas danzando ligeras de ropa al ritmo de las flautas. Además, es muy probable que nos cuente que, en virtud de la gran cantidad de comida, los romanos vomitaban para poder seguir comiendo más. Lo malo es que al menos esta última parte es falsa. La confusión viene de un escrito de Cicerón, que narraba que en cierta ocasión Julio César se había librado de un intento de asesinato cuando, sintiéndose enfermo en una cena, en lugar de ir a las letrinas (como sus asesinos esperaban) fue al vomitorium.

Banquete romano
De ahí surgió la idea de que los romanos tenían una habitación especial donde vomitaban el exceso de comida. Sin embargo, los vomitorios eran en realidad otra cosa: unos grandes pasillos que se encontraban bajo las gradas de los teatros, anfiteatros y circos para permitir la salida rápida de un gran número de personas. Incluso ahora podemos encontrarnos el término en algunos países referidos a los pasillos de salida de los estadios modernos o de algunos teatros. A la confusión ayudaron textos de Suetonio y Dion Casio, que narraban que el emperador Claudio vomitaba el exceso de la cena antes de irse a dormir o que Vitelio (véase mi artículo “El año de los cuatro emperadores”) daba cuatro festines diarios y entre uno y otro vomitaba ayudado de una pluma de ave que se introducía en la garganta. Pero estos eran casos aislados y no una práctica habitual.

Vomitorium de un anfiteatro romano
Para terminar, sí que es cierto que las clases pudientes daban (y se daban) fastuosos banquetes. Así, por ejemplo, se cuenta que el emperador Maximino en una sola comida llegaba a ingerir hasta 16 kg. de carne y 32 litros de  vino, o que el emperador Albino fue capaz de comer durante un desayuno 500 higos, 10 melones, 100 melocotones, 48 ostras y 2 kg. de uvas. Sin duda son cifras exageradas, pero dan una idea de lo comilones que fueron algunos emperadores. Se cuenta también que eran famosos los festines que Lúculo daba a sus amigos e invitados. Pero la palma se la lleva sin duda el banquete que Julio César dio para celebrar sus conquistas en Oriente, considerado el mayor de la historia; se dice que duró varios días, y que en él 260.000 personas comieron los alimentos que estaban repartidos en 22.000 mesas.

Nerón tocaba la lira mientras Roma ardía

El 19 de julio del año 64 Roma ardió por los cuatro costados. Según Tácito, el fuego duró al menos 5 días y se quemaron totalmente cuatro de los catorce distritos de la ciudad. Además, otros siete fueron severamente afectados. Algunos de los monumentos más representativos de la ciudad fueron totalmente destruidos por las llamas. Los cristianos fueron culpados por ello y sometidos a una intensa persecución, aunque en el imaginario popular ha arraigado la idea de que el verdadero culpable fue Nerón. Incluso se le representa tocando la lira (otras fuentes dicen la cítara) mientras contempla cómo la ciudad arde. A esta explicación contribuyó el hecho de que el emperador mandara construir su palacio (llamado Domus Aurea, la casa dorada) y una gran estatua suya (llamada Coloso de Nerón) en el terreno que las llamas habían devastado. Curiosamente, en el lugar donde estaba dicha estatua Vespasiano ordenó levantar años después un gran anfiteatro, que recibió el nombre de Coliseo en honor del Coloso de Nerón.

Incendio de Roma
La verdad es que a día de hoy sigue sin haber acuerdo entre los historiadores sobre cuáles fueron las causas del incendio, aunque el consenso generalizado es que se inició accidentalmente en alguno de los locales de comida que pululaban alrededor del Circo Máximo. No obstante, Nerón fue acusado casi inmediatamente de ser el causante, aunque dichas acusaciones provenían de círculos aristocráticos y senatoriales, que detestaban al emperador (por el contrario, la plebe le adoraba, según recoge Tácito). Además, parece ser que en el momento de iniciarse el incendio Nerón se encontraba en Anzio, a 50 km. de Roma, y que nada más enterarse de la noticia se personó en la ciudad para hacerse cargo de la situación. Así, ordenó a su guardia pretoriana que colaborara en las tareas de extinción del fuego, abrió los jardines de Mecenas y Lúculo para los afectados y mandó que se les distribuyeran alimentos.

Cristianos sacrificados en un anfiteatro
La creencia popular de que Nerón contempló el incendio desde su palacio mientras tocaba la lira proviene nuevamente de los historiadores posteriores Suetonio y Dion Casio, muy próximos a la nobleza senatorial y que por tanto detestaban el poder imperial. No obstante, hay que decir que Nerón quiso sacudirse las sospechas que empezaron a recaer sobre él buscando un chivo expiatorio, y lo encontró en un grupo que empezaba a ser pujante en la ciudad: los cristianos. La historiografía cristiana posterior contribuyó a la imagen depravada de Nerón y mitificó a los cristianos que fueron martirizados por el emperador, aunque esa no fue la primera persecución que sufrieron (unos ocho años antes de Nerón, los cristianos fueron expulsados de Roma por su predecesor Claudio). No obstante, Tácito, el único historiador importante contemporáneo de los hechos del que nos ha llegado su versión, descarta totalmente la implicación de Nerón en los hechos. Pero mucho me temo que esta creencia está tan arraigada que será imposible erradicarla.
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¿A quién se le ocurre morirse así? Tercera parte

En anteriores artículos hemos narrado muertes absurdas de la Edad Antigua y la Edad Media. Continuaremos en este contando más fallecimientos estúpidos o ridículos de personajes de la Edad Moderna. Porque por más que avance el hombre y más adelantos se tengan, ocurren casos en que la forma de morir mueve más a la risa o al asombro que a la pena. Y es que, por desgracia, uno no suele elegir la forma de abandonar el mundo de los vivos. Recordemos ahora a aquellos que han pasado a la Historia más por su forma de morir que por su forma de vivir.



Adolfo Federico de Suecia, el rey que comió hasta morir

Adolfo Federico de Suecia llegó al trono en 1751 a través de una serie de carambolas que incluían la muerte de su primo y la adopción de su sobrino por parte de la emperatriz rusa Isabel I, y todo tras una acalorada discusión en el Parlamento sueco, que no veía muy claro que fuera una buena decisión convertirlo en heredero. Suecia era por aquel entonces mucho más extensa de lo que es en la actualidad, e incluía Finlandia y algunas partes de Alemania. Era una de las grandes potencias europeas, rivalizando directamente con Rusia por el control del Báltico.

Está considerado uno de los monarcas más débiles de la historia sueca. No sólo tuvo que enfrentarse a tensiones separatistas en sus posesiones alemanas (tensiones que no sólo no logró atajar sino que se recrudecieron a lo largo de su reinado), sino que su enemistad con los partidos políticos del Parlamento (que tenían los curiosos nombres de Partido de los Sombreros y Partido de los Gorros) hizo que su capacidad de decisión fuera nula. De hecho, el Parlamento hizo un duplicado del sello del rey, de forma que cuando éste no quería aprobar alguna ley, se sellaba con el duplicado, aprobándose igualmente.

Adolfo Federico de Suecia
El intento de crear un Partido de la Corte para defender sus intereses ante el Parlamento se saldó con un rotundo fracaso, así como una intentona de golpe de Estado para darle el poder absoluto. Y tras cada intento de aumentar su poder, el efecto era el contrario: disminuía cada vez más. Particularmente en sus dos últimos años de reinado, su posición era simplemente simbólica, pues no detentaba poder ni influencia alguna. De este modo, Adolfo Federico se dedicó a sus aficiones, entre las que se encontraban hacer cajas de rapé o el arte. Y sobre todo comer. Comer abundantemente. Y fue esta última afición la que le llevó a la muerte.

Y es que el 12 de febrero de 1771 se dispuso a dar buena cuenta de un fastuoso banquete. Se cuenta que comió langosta, caviar, chucrut, sopa de repollo y ciervo ahumado, todo ello regado con 4 botellas de champán. Para redondear la comida, se sirvió su postre favorito: semla, un dulce típico sueco que contiene leche y mazapán. Quizá si se hubiera servido dos o tres raciones la cosa no habría acabado como terminó, pero el monarca se comió ¡14 raciones! Aquella misma noche, el rey empezó a sentir dolores intestinales y no tardó mucho en morir. Desde entonces, se le conoció como “el rey que comió hasta morir”, y con esa frase se enseña su figura en las escuelas suecas.

Lully, la muerte que vino al compás de la música

Jean Baptiste Lully, nacido en Florencia como Giovanni Battista, fue una de las grandes figuras de la música del Barroco. No sólo fue compositor, instrumentista y director de orquesta, sino que también fue un excelente bailarín que llegó a bailar con el rey en 1653 en el Ballet de la Nuit. Desde que a los 10 años entrara en la corte francesa de la mano del Caballero de Guisa, su influencia y poder se fue acrecentando hasta llegar en 1681 al cargo de Secretario del Rey. Y todo lo consiguió a base de astucia y su buen manejo de las intrigas.

Pero todo eso no quita que fuera un gran compositor. Ya a los 13 años mostró grandes aptitudes para el violín, y a los 20 entró al servicio de Luis XIV como violinista y bailarín. A lo largo de los años ocupó los puestos de Compositor de Cámara y Superintendente de la música de Su Majestad. Fue el creador de varias formas musicales, entre las que destacan el gran Motete, la obertura francesa y sobre todo la “tragédie lyrique”, una adaptación de la gran ópera al modo francés, basada en grandes tragedias clásicas y con grandes espectáculos de danza y coro (a diferencia de la ópera italiana, que daba prioridad al lucimiento de los cantantes). Además, colaboró regularmente con Molière, junto al que creó el género de los “ballets cómicos”.

Jean Baptiste Lully
Su influencia musical fue enorme en toda Europa, debido al gran número de alumnos que llegó a tener y que difundieron sus teorías y formas musicales por todo el continente. Además de todo lo anterior, se enfrentó un escándalo del que salió bien librado al revelarse sus tendencias bisexuales en un oscuro caso que involucró al paje de un marqués. El rey lo defendió (muestra de que le tenía en gran aprecio), pero se sabe que en privado lo reprendió y le instó a cambiar de "costumbres". No consta si lo hizo, pero sí que al menos fue más discreto desde ese momento.

En definitiva, una vida extraordinaria que se vio ensombrecida por las circunstancias de su muerte. El 8 de enero de 1687, con 55 años, dirigió en el Convento de los Bernardos de París un Te Deum para festejar la curación del rey de una enfermedad. Dicho Te Deum había sido pagado por el propio bolsillo del compositor, en una muestra del afecto que sentía hacia el monarca. Por aquel entonces, el compás no se marcaba con batuta, sino con un pesado bastón de hierro que se golpeaba contra el suelo. En uno de los golpes, Lully no calculó bien y se dio en un dedo del pie. La herida no se curó bien, se gangrenó y fue empeorando en los días siguientes. Se negó a cortarse la pierna (le horrorizaba no poder volver a bailar), y la gangrena fue extendiéndose. Falleció el 22 de marzo, y todo por un golpe mal dado y su terquedad en no cortarse la pierna.

Pietro Aretino, otro muerto de risa

Quienes hayan seguido los artículos anteriores sobre muertes extrañas habrá visto que ya se han relatado varias veces la muerte de algunos personajes por un ataque incontrolable de hilaridad. Tal fue el caso de Martín el Humano, de Crisipo o de Zeuxis. Y es que en todas las épocas ha habido muertes por ataques de risa, como la del rey Birmano Nandabayin, que se murió de risa en 1599 cuando le dijeron que Venecia era un estado libre sin rey; o como la del traductor Thomas Urquhart, que se partió al conocer la noticia del ascenso de Carlos II al trono. Y entre carcajadas murió también el poeta italiano Pietro Aretino.

Hijo de un zapatero y una prostituta (gustaba de decir de sí mismo que era “hijo de una prostituta con alma de rey”), nació en Arezzo el 20 de abril de 1492. Comenzó su carrera satírica en su ciudad natal, de donde se trasladó a Perugia y finalmente a Roma en 1517 (se dice que hizo el viaje andando). Allí entró al servicio de Agostino Chigi (el protector de Rafael), aunque terminó abandonando su casa tras cometer algunas indiscreciones. Tras ganarse poderosos enemigos con sus sátiras, abandona Roma y viaja por toda Italia, regresando a Roma en 1523. Su segunda estancia allí tampoco fue tranquila, pues su afilada lengua le valió la enemistad de muchos miembros de la curia. En 1527 se trasladó a Venecia, ciudad con fama de licenciosa, en donde permaneció hasta el fin de sus días.

Retrato de Aretino pintado por Tiziano
Aretino se dio cuenta de que los ricos y poderosos siempre tenían vicios, pero a la vez un gran miedo al escándalo, de modo que se dedicó a atacarles e insultarles con una gran audacia. Se dijo que desafiando todo se podía llegar a todo. A su vez, él no tenía miedo al escándalo, pues nada tenía que perder. Acusado de libertinaje, decía “No sé cantar ni bailar, pero hago el amor como un asno”. Esta forma de atacar a los poderosos le valió no pocas enemistades, pero también el favor de algunos grandes señores que lo acogieron y apadrinaron. Y no sólo tuvo amigos entre los que ostentaban el poder, sino también entre los artistas; Miguel Ángel se jactaba de su amistad y Tiziano le hizo dos retratos.

Los príncipes y los nobles le buscaban para contarle los chismes de sus rivales y pedirle que escribiera sátiras sobre ello, pero también para pedirle que compusiera halagos sobre su persona. Por ambas cosas cobraba, y los que ostentaban el poder le cubrían de regalos. Llegaron a cuñarse monedas en su honor (en una de ellas se leía la leyenda “Los príncipes que reciben los tributos de los pueblos, pagan tributo a su servidor”). Claro que, si consideraba el regalo insuficiente, su afilada lengua no se detenía. Al canciller de Francia, que le envió una suma de dinero que Aretino juzgó escasa, le respondió “No os sorprenda si me callo. He consumido mi voz para pedir; no me queda más para agradecer”.

Autor de los “Sonetos lujuriosos” (de los que se decía que había un ejemplar en cada lupanar de Italia), inspirados en grabados eróticos de Raimondi, de obras satíricas como “La cortesana” (parodia de “El cortesano” de Baldassarre), de comedias y libelos, pero también de sermones y vidas de santos (aunque llenas de una profunda ironía), su muerte no pudo ser más ridícula. Una de sus hermanas le contó una  aventura obscena de la que al parecer se jactaba. Aretino empezó a reír violentamente. A partir de aquí hay dos versiones. Una de ellas dice que sufrió un ataque de apoplejía. Otras fuentes señalan que cayó de espaldas de su silla dándose un golpe fatal en la cabeza. En cualquier caso, una muerte digna de la comedia que llevó por vida.

Abraham de Moivre, el hombre que predijo su propia muerte

Nacido en Francia en 1667, Abraham de Moivre fue un brillante matemático. Fue conocido por la fórmula de Moivre (que conecta números complejos y trigonometría), además de por sus trabajos en los campos de la probabilidad y la distribución normal. Mantuvo una gran amistad con Newton y Halley, y se contaba que cuando alguien iba a consultar a Newton sobre algún problema matemático, siempre contestaba “vayan con Abrahám de Moivre a consultar esto; él sabe mucho más que yo de estas cosas”.

En 1685, tras la promulgación del Edicto de Fontainebleau por el que sólo se reconocía en Francia la práctica de la religión católico, de Moivre, de religión calvinista, tuvo que huir a Gran Bretaña. Allí entabló amistad con los citados Newton y Halley, y esta amistad le valió para ser elegido miembro de la Royal Society en 1697. No obstante, fue pobre toda su vida, teniendo que conseguir dinero como consultor de sindicatos de seguros y apuestas, dando clases o jugando al ajedrez. Nunca ocupó puesto alguno en la universidad y sus trabajos no llegaron a ser reconocidos por la comunidad científica hasta después de su muerte. Murió ciego y solo.

Abraham de Moivre
Su obra “La doctrina de las suertes” (1718) está considerada una obra maestra de las matemáticas. En ella expone la probabilidad binominal o distribución gaussiana, el concepto de independencia estadística y el uso de técnicas analíticas en el estudio de la probabilidad. Asimismo destaca entre sus obras “Miscellanea analítica” (1730), sobre las soluciones de una ecuación lineal. Estableció muchos elementos del cálculo actual, entre ellos la relación entre números complejos y trigonometría, que plasmó en su famosa fórmula.

En cuanto a su muerte, se dice que observó que cada día dormía 20 minutos más que el anterior (algunas fuentes dicen que 15). Así que de Moivre supuso que moriría cuando su sueño llegara a durar 24 horas. Con ese supuesto en mente, calculó la fecha de su muerte, y tan seguro estaba de su razonamiento que lo anunció. Cuando llegó el citado día (27 de noviembre de 1754), de Moivre fue encontrado muerto en su cama. Tenía 87 años de edad y estaba ciego. Y aunque ninguna fuente contemporánea relata este episodio, por lo que muy probablemente sea una exageración, no deja de ser curioso que en su parte de defunción figure como causa de la muerte “somnolencia”.
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