La escritora empática
Cuando tenga nietos les contaré, una y otra vez, orgullosa: yo fui contemporánea de Claudia Piñeiro. Y ellos pondrán cara de hartazgo, una y otra vez.
La literatura de Claudia Piñeiro es, para el lector que quiere ser escritor, una herramienta de doble filo: la leemos y creemos que escribir es fácil. Claudia Piñeiro no utiliza palabras remotas, palabras que nos hacen dudar de su significado; su escritura se compone de términos nuestros, cotidianos, accesibles. Tan así, que imagino a una Claudia Piñeiro de antaño, veinteañera, alumna de un posible taller literario, y la imagino escuchando cómo el profesor le dice que mmm, sí, está bien, pero intentá enriquecer tu lenguaje, y si eso que imagino fue real, agradezco a los dioses el haber permitido que ella se mantuviera inmóvil en sus renglones sutiles y de perfil bajo pero innegablemente certeros, lapidarios, punzantes y cortantes. Agradezco que escriba los diálogos y pensamientos de sus personajes con un abrumador sentido de la realidad, como si ella fuera cada personaje y no su creadora.
Decía, la leemos y creemos que escribir es fácil, que cualquiera escribe, y no nos damos cuenta de que si ella no nos mete en laberintos borgianos no es por carencia de talento ni, mucho menos, de estilo. Al contrario: Claudia Piñeiro es un estilo. Un estilo que crea adictos. Un estilo que nos permite, a sus adictos, reconocerla entre miles. Y son escasos los escritores que pueden hacer alarde de semejante hazaña. Y me da la sensación de que Claudia Piñeiro no hace alarde de nada. Me da la sensación de que ella es como sus renglones, de perfil bajo, sutil e innegable.
Y yo me jacto de vivir ahora, en su tiempo, como si su existencia me afectara de algún modo.