Tiene la desdicha de no
reconocerse en los pregones que le dedican. Alguien debió usurpar su
personalidad, un hurto en toda regla y rito que debería castigarse
con la lluvia eterna. Cien años de perdón para el robo a un ladrón.
Por eso ella sisa a sus habitantes muchas de sus posibilidades: se
vuelve esquiva entre rincones que no salen en los planos, escupe los
azahares que pregonan los obsesivos, oculta su belleza entre muros
blancos y rejas de silencio, se muestra huraña a sus presuntos
conocedores, y castiga con el ripio a los que alardean de ser sus
cantores. Alguien debería detener a esa ladrona de las esencias que
aparecen en los programas de mano. Durante una cuarentena anual
castiga a sus vecinos con signos equivocados que a unos obesiona, a
otros confunde y a muchos enloquece: creen haberla conocido pero, una
vez más, les ha hurtado la verdad. Pero la verdad llega. Desnuda y
libre, aunque se empareje con la mentira. Así es la ciudad bifronte
que un día cualquiera se crucifica sobre un monte de rojos claveles
sobre hojarasca barroca. Ella es libre y libre se crucifica junto al
más Justo. Su cara más pérfida se cuelga enfrente, pero no se
atreve a mirar al Gran Poder vivo que tiene a su lado. A sus pies
llora la más señora de todas las putas. Espera un manto azul que la
cobije. Y la ladrona sólo atiende la voz de la verdad del Dios que
le habla. Nunca se muestra la ciudad tan arrepentida de sus robos.
Nunca se la ve tan confortada. Nunca una felicidad es tan plena como
la de esta ladrona en el monte Tabor del Viernes Santo. Crucificada
en un madero, oyendo al Maestro, la ciudad sabe que ha llegado el
tiempo de su plenitud: “Verdaderamente hoy estarás conmigo en el
paraíso”.
ABC, 21 Marzo 2013