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jueves, 24 de marzo de 2016

LAPIDARIOS: el hipertexto como pretexto


Sin darte cuenta, cuando a lo mejor solo pretendías echar un vistazo a la prensa o al correo electrónico, te enredas (por algo la llaman red) entre mensajes proverbiales, muestras de un nuevo pensamiento sagrado que te bombardea envuelto muchas veces en el marco de fotos preciosas que pretenden solemnizar palabras con frecuencia sacadas de contexto, y previsiblemente huecas. Te asaltan desde ángulos inesperados los salmos de nuevo cuño, frases lapidarias condenadas a pervivir sobre los muros de la sociedad global que la inercia del anonimato empuja hasta el infinito. Ahí queda eso, lo leo en voz alta y me falta la respiración.

Internet te quiso hacer creer que podías llegar a saber de todo un poco y sobre la marcha, por eso cuando ingenuamente te limitas a citar lo que te llamó la atención aquel día que encontraste tiempo para leer y tal vez te tomaste la molestia de anotar en un cuaderno o en un trozo de papel despistado, resultarás sospechoso. No han de faltar quienes piensen que buceaste en un motor de búsqueda o que acudiste a las nuevas enciclopedias virtuales que alimentan la superficialidad que nos rodea y te apropiaste de lo que otros dijeron.

Murió hace unas semanas Umberto Eco, quizá el pensador italiano más citado, y me enredé con los consejos que daba para aprender italiano, seguramente válidos para cualquier otra lengua y por qué no, para el pensamiento mismo, que no es algo ajeno al lenguaje. Dice Eco: Sé avaro con las citas. Lo decía con razón Emerson: 'Odio las citas. Dime solo lo que tú sabes'. Irónico, ¿no?.

Me da por pensar que no podemos despreciar lo que otros han pensado o dicho antes de nosotros, hasta tal punto que nunca sabemos si lo que decimos es nuestro o si en realidad nos lo han contado, lo hemos oído, o lo hemos soñado. Y si no, qué otro sentido esconde el verbo aprender, sino prender, alcanzar una presa, una tarea ardua, laboriosa, en la que a tantos seres les va la vida.

Algo tiene el vicio de conservar anotaciones, subrayar los libros, perderse entre papeles de distintos tamaños y procedencias difíciles de ordenar y organizar, el caleidoscopio que un día adquiere sentido cuando el caos aparente parece empieza a deslizarse sobre raíles más o menos coherentes al calor del azar que nos trae lecturas insospechadas. (Lo siento por Umberto Eco, que también recomienda evitar los paréntesis: esto último del azar era de Azorín).


A todos nos ha pasado. Una cosa lleva a la otra, se encuentra esa misma idea en obras que nunca habría relacionado el lector tantas veces desprevenido, e incluso acaba pensando que el libro que tiene en sus manos dice precisamente lo que a él ya se le había ocurrido. Pobrecico, es cuestión de (su) mala memoria. 

Sin mayores pretensiones, me gustaría seguir trayendo aquí de vez en cuando palabras que he robado por ahí, por curiosidad. 

De don Juan Jacobo seguiremos hablando.

domingo, 4 de mayo de 2014

De cuando España era marca blanca




…como todos los tímidos, yo soy capaz de momentos de audacia. Estos momentos de audacia se me producen, generalmente, cuando tengo una pluma en la mano…
(Josep Pla, El cuaderno gris)

Lo reconozco. Hace unos minutos, por primera vez en mi vida, se me ha ocurrido buscar la definición de marca blanca. Google (un día te arrepentirás de usar motores de búsqueda oliscones, me dicen), tan servil como orgulloso de mostrarme en qué poco tiempo - aproximadamente 2.420.000 resultados (0,30 segundos), dice- me muestra la Wikipedia en primer lugar. De esta tampoco me fío. 
Pero la sigo consultando. Un día prometo crear mi propia entrada en esta modalidad de enciclopedia sobre el blog que me aloja, y me dedicaré a contar sus excelencias a la par que sus excremencias, que las tiene. A lo que iba. Marca blanca, por lo que leo, es la del género que pertenece a una cadena de distribución, aunque esta venda productos que provengan de distintos fabricantes. Interesante. Se trata de que todo sea más barato y más competitivo, aunque no habla la enciclopedia virtual de la calidad de lo que se vende/distribuye, pero no te fíes de mí (gracias, sé que no lo haces), quizá este detalle venga más abajo y yo no lo haya leído. Suele pasar, me canso en seguida de leer. 
El inglés es muy práctico, y a todo esto lo llama B2C, mira qué lengua tan sintética: Business to Customer. Del negocio al cliente, sin otro intermediario que quien lo distribuye, vende, atornilla a proveedores y transportistas, me temo, y de ahí la disputa que de vez en cuando surge en los medios. 
Y ahora, la moraleja. 
Se me ocurre pensar en tantos que andan preocupados por la Marca España, y tienen al Rey dando vueltas por el mundo para vender proyectos que ilusionen una economía cercana al estado de shock: obras públicas, infraestructuras, exportaciones, arte, Erasmus, españoles por el mundo, Instituto Cervantes, deporte – dichosa Marca Madrid que hará temblar a los portugueses que entre dientes, aunque van a ganar mucho dinero con nuestra visita, gritarán viva Aljubarrota al ver danzar a las aficiones madrileñas dentro de unos días. 
La Marca España es marca blanca (no te malicies, no voy de madridista hoy), nuestro país se ha convertido en cadena de distribución que vende productos de diversos fabricantes, tal vez lo haya sido siempre y no lo hemos sabido entender, ni antes, ni ahora. A saber si la moraleja de hoy ayudará a comprender la realidad que nos ha tocado vivir, también a quienes dejaron de considerar a Josep Pla verdadero escritor catalán porque no hace la marca que ellos hubieran deseado. 
Ojo, los colores a veces reflejan una falsa realidad. Pla arrasa en inglés, y no nos habíamos enterado

martes, 1 de abril de 2014

El deneí.


    (Foto: Amparo Hernández Estopiñán)

Los niños no tienen espalda, yo al menos no recuerdo haberla tenido. Quizá ni siquiera tuve un cuerpo en mi infancia. Ésa es la paradoja: no somos conscientes denuestro cuerpo hasta que lo enojamos. Hay diversas maneras de hacerlo: levantando un coche, ingiriendo bebidas alcohólicas, durmiendo poco, sometiendo el cuerpo a presión, atosigándolo, descuidándolo. Sea lo que sea, tarde o temprano el cuerpo te pasa factura, y de repente eres consciente de que posees una cabeza, un estómago, una espalda. Yo tenía una espalda, una espalda que desde aquel momento tomó las riendas de mi vida. 
Cees Nooteboom, Lluvia roja

Cuenta alguien en algún sitio que nuestro vocabulario, las palabras que utilizamos (alguien lo llamó idiolecto, mucho que ver con el origen de la palabra idiota), delatan nuestra edad. Acabo de leer Yo fui a EGB, no en vano pertenezco a la segunda promoción de aquel sistema que nos llevó de las fichas a las técnicas de estudio, de la teoría de conjuntos a una Selectividad cuando menos curiosa que sorteaba las optativas (no entraban todas las asignaturas), la lengua extranjera no contaba (cómo hemos cambiado) y que desconocía la nota de corte, entonces numerus clausus (el latín todavía no se la había pegado, al menos era obligatorio un año). 

Pues sí, nuestro lenguaje nos identifica, vertical y horizontalmente. Cómo me gusta, lo repito con frecuencia, buscar en el lenguaje, establecer relaciones, tratar de encontrar la vida de las palabras, por lo que puedan ayudar(nos) a ampliar el qué decir más que el cómo decir. Me viene a la memoria el padre de la protagonista de Mi gran boda griega, siempre buscando relaciones entre las palabras que usan quienes tiene alrededor y el griego, su lengua materna. 

También nos identifica horizontalmente, digamos, nos mantiene unidos a nuestra generación, una verdadera seña de identidad, y nos hará sentir como marcianos entre la población adolescente, que desconoce los Cuadernos Rubio y se maneja con soltura adicta ante la pantalla de cualquier dispositivo electrónico, cuanto más, mejor. 

Ahora, a la mínima que te quejas, que te duele algo, que se te olvida dónde has dejado el coche o las llaves, alguien, inevitablemente de tu generación, te dirá que es cosa del deneí. Ya no hablamos de la edad, sacamos el problema de nosotros mismos y acusamos a la primera tarjeta de plástico que tuvimos y que tal vez nos hizo tanta ilusión la primera vez, cuando visitamos por primera vez la Comisaría de Policía (Armada unos, Nacional otros). Luego vinieron otras tarjetas, nos invadió el plástico con o sin microchip y quedó sellada nuestra dependencia del sistema, que tanto presume de saber de nosotros. 

El deneí nos delata, como la jerga de nuestra edad, que avanza vete a saber si linealmente o describiendo una curva que no alcanzamos a ver. Qué bien resume Nooteboom el deneí. Vaya semanica.

viernes, 21 de febrero de 2014

Aquí al lado


De pequeño (más bien, de niño), pensaba que los problemas estaban lejos. Todo sucedía en lugares inverosímiles y nos quedábamos con que lo ha dicho la radio, ha salido en la tele. 

Vemos ahora imágenes de Ucrania (territorio de frontera, en ucraniano), tantas veces en directo, y todo se agranda: ya no es cuestión de saber de historia más o menos reciente. Me viene a la memoria aquella Historia del Mundo Contemporáneo que nos contaba Florencio Navarrete en el instituto de abajo, y caigo en la cuenta del dato. Estamos en pleno centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial.  

Por lo visto, la amenaza de aniquilación de este país, y de que se líe bien liada, ni comenzó con Hitler ni terminó con Stalin y la Unión Soviética. Ahora nos recorre el temblor que siempre ha provocado la vista del monstruo alado. Los vientos de siempre no cesan de soplar y traen esta tempestad: vecino contra vecino, comunidades enfrentadas que habrán de necesitar de mediación de quienes, tal vez, teman que la disolución de este país perjudique sus intereses. 

El monstruo alado vuelve a rugir. Ucrania, territorio fronterizo, según su propia etimología, el país que pide a gritos ayuda, es objeto de codicia, una vez más. 
El futuro siempre ha sido incierto.


martes, 18 de febrero de 2014

Lo que va de año: esto dejó de ser fácil





Empezó el año con el vatio revuelto. Nos contaron algo de una subasta, una de tantas cosas que difícilmente entenderemos. Todo en la vida es una versión de los hechos. Alguien vierte (con-vierte, per-vierte) lo ocurrido, todos somos parte interesada. Desconozco (cómo me gusta este verbo, tantas veces deseo des-conocer, dejar de conocer), desconozco, digo, si hay alguien neutral cuando algo tan sencillo como dar cuenta de un gasto obliga a tantas explicaciones. 

El Gobierno da una versión de la subida del precio de la luz, y resulta que los malos son los suministradores eléctricos. Las empresas revierten y tratan de explicar una factura que tantos ya no leemos porque nos hemos quedado a dos velas. Reconócelo: hace tiempo que dejaste de revisar la factura de la luz, ahora solo miras el total, IVA incluido. Apaga y vámonos. 

Va a resultar que pagamos poquísimo por el consumo, y que el resto se va en impuestos, subvenciones y el pago de una deuda (reversión de un capital) que debimos de contraer como se contrae la gripe, sin darnos cuenta. Ojo, acabo de caer en la cuenta: también se contrae matrimonio. Esto trataré de aclararlo otro día.
Ya se ve, la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Y como en el reino de la luz reina la oscuridad, habremos de acabar todos a ciegas, sin ser capaces de desglosar una factura. 

Lo sé, lo que va de año ha dado para cuestiones más importantes, que van camino de convertirse en irreversibles. No es que no haya nada que contar: esto de la factura y de la subida de la luz es algo muy corriente y por tanto es analogía de los días que nos ha tocado vivir. Es difícil aclararse, en general, y parece que no hay mucho interés porque se haga un día la luz. 

El patio, como el vatio, anda revuelto. Todo cambia, según la versión que escuchemos de los acontecimientos. La crisis, efectivamente, alguien lo había augurado, no solo era económica, andamos desubicados, a trompicones. Hay muchas cuestiones pendientes. La presión aumenta, el modelo de Estado se cuestiona, aquí nadie se fía del vecino, y un estado antes aparentemente sólido se sublima y pasa a convertirse en estado gaseoso, o peor, corre riesgo de pasar al estado líquido (puede ser liquidado). 
La frontera, blindada hasta ahora por la riqueza del norte que nos protegió, tiembla hacia el sur, donde  la realidad de la pobreza, que resulta que no estaba tan lejos, escala muros infranqueables. 

Hemos vivido tan felizmente que aún  exigiremos aquello de la vieja pintada, Que paren el mundo, que me bajo. Que alguien haga algo, aunque sea encender el candil. 

lunes, 6 de enero de 2014

Se nos va la pinza, o qué.





Lo siento, hoy esto iba a ir de siglas, siglos y lenguas. También de pensamiento, de metáforas que usamos. Y todo a partir de la foto de arriba, localizada junto a la Fuente de los Fabianes. Pero se me ha ido la tecla (más que la pinza), y he comenzado el año hablando de uno de mis (des)propósitos. 
Hace unos años, muy pocos en realidad, cuando todavía enviábamos más mensajes de texto (SMS) que Wassap y similares, nacidos a raíz de la tecnología que permite enviar datos además de voz por medio del teléfono, se organizaban campañas más primitivas que las que hoy cobijan las redes sociales. ¿Te acuerdas? De repente te llegaba un SMS que te convocaba y terminaba con un escueto pásalo
Llegaron las redes sociales y ahora la información, las quedadas, las fotos, los vídeos, los mensajes, el a veces insoportable ejercicio de autoayuda benigna de tanta historia con mensaje, todo esto se comparte. No se pasa, ya no es algo ajeno: te quedas con tu parte, compartes. Hasta aquí, la idea original: hablar de pasar, compartir, su equivalente inglés (share) y su historia, de cómo dos lenguas aparentemente alejadas una de otra están en realidad en contacto desde hace siglos porque comparten imágenes, metáforas, comunes. Pero se me cruzaron un par de entrevistas a Marc Fumaroli, y se me fue la tecla, que no la pinza
Y no pienso dar marcha atrás, aunque la imagen esta de dar marcha atrás también da para un comentario. Me reservo para otra ocasión, si eso.
Me (pre)ocupa, ya lo he dicho, este nuevo ámbito de la vida pública que facilita seguir viviendo igual de aislado que siempre. Resulta que te permitirá decir que una información te gusta, comentar y compartir, siempre que el status de privacidad, tuyo y de quien publica algo, lo consienta. Como si en las redes sociales existiera la privacidad, algo muy próximo de la intimidad. Y quien haya pretendido compartir algo, no deseará sentirse ignorado, y se aferrará a la pantalla  para contar sus me gusta y saber cuántos usuarios lo han leído, compartido o comentado.
En los márgenes de una de las redes sociales que probablemente conozcas, Facebook, aparece publicidad. Qué bien. Ahí están quienes financian este servicio social tan útil. Aprovechan para poner anuncios, buena idea. Esto lo explica todo. Tú miras mi espacio, yo coloco publicidad, eres un cliente potencial y libre. 
O no tan libre. Curioso. La publicidad que me aparece no es la que ven otros usuarios. Además, coincide con búsquedas que he hecho mediante motores de búsqueda, en mi caso Google, del que hasta hace poco tiempo me fiaba. ¿He buscado zapatos? Me aparece publicidad de zapatos. ¿Ojeé una oferta turística o de un hotel en tal lugar? Hoteles y guías de esa zona del mundo se instalan en los márgenes de mi pantalla. 
Real como la vida misma. Nos observan. Y lo más grave: para entrar en mi red social utilizo una contraseña que ellos mismos me dijeron que era segura. Lagarto, lagarto: yo tampoco leí la letra pequeña al darme de alta y entregar contraseña y dirección de correo electrónico. Me deslumbró este nuevo patio de vecinos. Había tanto que compartir, tanto que curiosear y saber de otros sin que se enteraran.
Andaré con cuidado. Alguien cuenta a alguien la información que busco. Pásalo. 

A propósito de las entrevistas que me despistaron:
- La cuarta pregunta de esta entrevista me reveló que no existe publicidad ingenua en todo esto. 
- Hacia el final de esta otra entrevista, asómbrate, verás cómo se han puesto en Francia con algunas librerías de internet. Uf.