(Imagen: Kandinsky)
Tras marcharse él, ella se encaminó al cuarto de baño. Encendió la luz, recogió la toalla que él había utilizado tras ducharse y, al salir, vio que sobre el lavabo estaba su reloj. Lo cogió suavemente, lo miró y depositó un beso sobre la esfera. Salió de la habitación, entró en el dormitorio y dejó el reloj sobre la mesita de noche, al lado de Chewaka, el gorila de peluche que le había regalado su hijastro hacía dos años cuando fue a Bruselas. Ella nunca había sido amiga de muñecos, nunca había tenido el deseo de jugar a las casitas, de vestir cuerpos plasticosos con vestiditos minúsculos. Sin embargo, Chewaka era especial. Ella lo abrazaba cuando estaba triste, porque el tacto suave de su pelo le peinaba las lágrimas. Alguna vez ambos se acurrucaron en el sofá, bajo una mantita de viaje, a ver una peli. Ella no confesaría estas cosas, pero un trocito de su corazón estaba frío de ternura y Chewaka sabía encender en ella los rescoldos que creía apagados. Por eso, Chewie, sentado junto a la lámpara Tiffany de la mesilla, pasaba cariñosamente su peludo brazo sobre el portarretratos donde ella, descaradamente, sonreía al mundo desde sus veinticuatro años. El reloj quedó a los pies del gorila, ella se giró y se fue a quitarse las lentillas. Se lavó las manos lamentando despojarse del olor de él que aún permanecía clavado en su piel. Pensó en ducharse, pero el sueño, la pereza y el recuerdo de las últimas horas la hicieron volverse a la cama tras lavarse los dientes. Apartó el edredón, se descalzó y se arropó bajo la sábana. Sólo tuvo tiempo para dedicarle unas páginas al libro que estaba leyendo. Su mente entremezclaba las historias de Floreana, la protagonista, y su propia historia, los sentimientos de ambas se confundían y se trenzaban. Antes de perderse en vericuetos inconexos, antes de adentrarse en el vertiginoso agujero negro de sus miedos, apagó la luz y se durmió. En la oscuridad cómplice quedaron Chewaka y el reloj.
Los ojos del gorila empezaron a brillar, muy tenuemente al principio hasta adquirir una intensidad tal, que todo el dormitorio estaba iluminado por la luz de su mirada. Lentamente, extendió su mano peluda y regordeta hacia el reloj. Lo tomó entre sus dedos de pinza y, con mucha suavidad, le susurró palabras inaudibles a la corona. La esfera empezó a abombarse como si estuviera hecha de un material plástico suave y moldeable. A través de ella, las manecillas del reloj se fueron alargando y engrosando hasta conformar una especie de brazo con tres dedos en su extremo. Los números empezaron a moverse, a cambiar de sitio. El tres se abrazaba al uno, ya harto de la eterna compañía del dos, del cero y de sí mismo, el seis bailaba una danza imposible con el nueve, el cinco y el dos se contemplaban como figuras ante el espejo, mientras el siete, el cuatro y el ocho iban resbalándose por la correa de oro y titanio hasta caer en las manitas de Chewie. Mientras ella dormía, se produjo una hermosa danza entre el tiempo y la ficción. Todos los relojes de la casa se detuvieron, envidiando el abrazo del gorila de ella con cada una de las partes del reloj de él. Del despertador de la mesilla emanaba una música lenta, pausada, una mezcla de jazz y soul que iba desgranando sus notas como gruesos goterones de lluvia. Muy despacito, el gorila se aproximó al borde de la mesilla y saltó como en cámara lenta sobre la almohada. Retiró un mechón del pelo rizado que cubría los ojos de ella, y muy dulcemente acarició ese rostro tan querido con su patita de peluche vivo. Ella movió los labios y encogió sutilmente los hombros, mientras Chewie invitaba a los números y manecillas del reloj de él, a pasar por entre el embozo de la sábana y el cuello de ella hacia el otro lado de la cama, el que siempre estaba vacío y que ella sólo ocupaba en verano, cuando el calor la obligaba a estirarse de una punta a otra. Allí se acurrucaron y la contemplaron. El dos se acercó despacito a la nuca de ella y se enredó en su pelo; el cinco lo persiguió entre risas y se colgó del lóbulo de su oreja izquierda; el siete y el cuatro treparon juntos por su hombro y, sujetos muy fuerte el uno al otro, se lanzaron desde lo alto para aterrizar al pie de su pecho que, libre del sujetador, los invitó a recorrer sus cumbres más pronunciadas; el uno, sintiéndose triste sin sus parejas, decidió perderse por la curva de su espalda, mientras iba marcando un surco de minúsculas estrellas desde el omóplato hasta el borde de su cadera; el seis se cogió de la mano del nueve (se habían hecho inseparables) y, rodando, cayeron de cabeza en su ombligo, donde se fundieron en un abrazo indescriptible del que ya nunca más quisieron deshacerse. Los demás números subieron a lomos de Chewie y, tarareando la melodía que seguía manteniendo el hechizo, fueron apartando la sábana y desabotonado el camisón de raso granate hasta dejar al descubierto todo el cuerpo desnudo de ella. Las manecillas del reloj de él fueron descendiendo desde la base del cuello hasta su pubis, saltando de lunar en lunar, dibujando espirales de placer, burbujeando su piel de besos y caricias. Cada parte del reloj de él fue recorriendo la piel de ella, electrizándola, esparciéndola de pólvora de luna, mientras Chewaka giraba y danzaba, en un torbellino de luz y magia que se elevaba hacia el cielo, franqueando las paredes y la ciudad. Ella dormía, impregnada de él, sumida en un sueño espeso donde se mezclaban el tiempo y la fantasía, sin saber que a su alrededor, la fantasía y el tiempo estaban creando un embrujo de color que la empapaba sin apenas rozarla. Cuando sonó el timbre de la puerta, apenas unos minutos después, todas las piezas del reloj de él se reagruparon dentro de la esfera, aunque costó mucho volver a separar al seis y al nueve (Chewie fue implacable con ellos; tuvo que prometerles que al día siguiente la fiesta continuaría). El gorila, tras pasar delicadamente sus labios negros de piel sintética sobre los labios sonrosados y entreabiertos de ella, se encaramó con un salto ágil a su lugar entre la lámpara Tiffany y el portarretratos, sin olvidarse de pasar su brazo sobre él. El reloj de él se adormiló entre sus patas tras emitir un hondo suspiro de despedida, mientras el cero la miraba de reojo abrir perezosamente los párpados, ponerse las gafas que habían contemplado la danza desde la mesilla y levantarse de la cama, dirigiéndose, sin apenas pisar el suelo, a abrir la puerta que la devolvía a su mundo, a ese mundo en donde ella se sentía feliz. Cuando su espalda franqueó el umbral, Chewie le lanzó un guiño cómplice al reloj de él y asintieron en volver a recrear el hechizo la noche siguiente, cuando ya ella cerrara sus ojos, cuando ya él cerrara los suyos.
[AB, 1998]
sábado, 5 de febrero de 2011
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