miércoles, 26 de enero de 2011

HORTENSIA


©Patricia Karina Vergara Sánchez

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La cama rechina cuando se libera del peso del cuerpo grande y fuerte de Hortensia. Ella se frota los ojos lindos, color miel, brillantes, de pestañas largas que enmarcan una mirada alegre, como de niña inocente. Se cubre con un chaleco grueso de lana para proteger el pecho del frío de la mañana. Le cuesta trabajo abotonar la prenda; sus senos son enormes, pesados, frutos generosos. Con sus dedos rollizos y toscos prende la veladora, inicia los rezos. Cuando termina su oración matinal, se peina el cabello corto y brillante. Se persigna. Desciende desde los dormitorios de religiosas al comedor haciendo crujir la escalera con el peso de sus piernas.

Marita, su hermana de congregación, está esperándola. Ya le ha servido un tazón de avena y le sonríe haciéndole espacio en el banco al lado de la mesa.

Otras religiosas se sientan a tomar alimentos junto a ellas. Marita, pequeña, morena, delgada y tímida se siente dichosa al lado de su amiga. Ambas respetan la orden de silencio en el comedor, pero sus miradas, sus sonrisas parecen una charla animada con el entusiasmo de comenzar el día.

Cuando terminan de desayunar, salen a trabajar en el dispensario médico.

Marita barre el espacio y Hortensia trae las cubetas de agua que necesitan para hacer el aseo durante el día.

Comienzan a llegar los pacientes. A veces es tanto el trabajo que piensan que son cientos de ellos. Los pasan al consultorio o los atienden ellas mismas en la recepción, según la gravedad del caso, conforme van llegando. Procuran aliviar el problema de salud o ayudar a los heridos que se presentan. En esa localidad sustentada en yacimientos de carbón, generalmente se trata de hombres y mujeres con problemas respiratorios, niños que se han lesionado jugando en las calles sucias y mal trazadas o mineros lastimados haciendo su labor. Marita escucha sus aflicciones y los trata con paciencia sin fin, dice que es indispensable curar el alma para que sane el cuerpo.

Hortensia levanta entre sus brazos el cuerpo de un anciano. Mientras tanto Marita sostiene con una mano la silla de ruedas, para que no resbale y con la otra ayuda a acomodarlo. Lo ponen sobre la mesa de exploración para que la médica que las auxilia pueda revisarlo.

Salen del consultorio y Hortensia mira el cabello de Marita que se despeinó en el esfuerzo. Con ternura, suelta la cinta que sostiene el cabello de su amiga, lo alisa con caricias suaves y lo vuelve a atar. Marita le da las gracias y le regala una sonrisa.

Hay muchos niños en la fila esperando atención junto a sus madres. Marita aprovecha para darle a cada uno vitaminas de las que recientemente han llegado por donativo. Hortensia brinca la barda de un jardín cercano y regresa con un bote lleno de duraznos que reparte entre los pequeños.

Marita la regaña en voz baja, le dice que no está bien robar del árbol vecino. Hortensia, socarrona, le habla mansamente al oído:

-Recuerda que dios es amor y todo lo perdona.

De pronto, ven llegar a una mujer con un pequeño bebé en los brazos, está desesperada y grita pidiendo auxilio. Ambas se acercan a ver si pueden ayudarla. El bebé al gatear había caído desde un balcón. Lo miran inerte y frío. Marita le toma el pulso. Es evidente que nada se puede hacer, pero el rostro de angustia infinita de la madre las hace que la pasen inmediatamente con la médica del dispensario y cierren la puerta al salir.

Marita se sienta en la orilla de la banqueta. Llora quedito y Hortensia la abraza. Toma de la mano a Marita, quien recarga su cabeza en los pechos de Hortensia. Se arrullan mutuamente unos momentos.

-Es bueno tenernos una a la otra-, dice Marita.

Hortensia siente la tibieza del abrazo y le recorre el cuerpo algo parecido a una descarga eléctrica muy suave. Seca con cariño las lágrimas de su amiga.

Cansadas, ya de noche, se sientan en la mesa larga del comedor de religiosas. Toman té y comen galletas en silencio. Se dan las buenas noches con voz baja cuando llegan al inicio de la escalera para subir a las habitaciones.

Hortensia se desviste, se pone el camisón, se mete en la cama dispuesta a dormir. Está agotada. El día ha sido muy largo. Entonces, se le viene la imagen de Marita a la mente. Piensa en los ojos nobles de su amiga y el pecho se le inunda de ternura. Le gusta verla cuando se ríe frente a las travesuras de los niños que aguardan en la sala de espera una consulta médica. Hortensia recuerda sonriendo el rostro sudoroso y la marca de los músculos en el esfuerzo de los brazos de Marita, cuando acomoda cajas de medicina en el dispensario médico.

La cama de Hortensia está tibia, suave, la va llevando a la inconciencia. Antes de dejarse vencer por el sueño no quiere olvidar sus oraciones nocturnas. Comienza su rezo: Dios te salve… pero, su mano parece cobrar vida propia. Se desliza lenta, mimosa, por su cuerpo. Levanta la tela del camisón para dormir. Llega a su vulva y la acaricia con sus dedos gruesos. Su vulva que se abre poco a apoco, se humedece. Con dos dedos encuentra su clítoris hinchado y se masturba dulcemente. María, llena eres de gracia.... Piensa en el olor del cabello despeinado de su amiga en la tarde, cuando cerraban el dispensario. Bendita tú eres entre todas las mujeres. Marita tiene esos senos firmes que se adivinan bajo su blusa. La religiosa intenta no distraerse y retomar: Bendita tú eres entre todas las mujeres... La tela de la falda de Marita se pliega a sus caderas cuando va andando. Marita, Marita hermosa, Marita gentil, Marita, Marita. Con los dientes apretados: ¡Bendito es el fruto de tu vientre, mujer!
Cuando estalla, Hortensia queda suspendida en el tiempo, con los ojos apretados y la sonrisa en los labios. ¡Santa María, Santa Marita, Santa, Santa y bendita!…

Hortensia al fin logra dejarse llevar por el sueño con un suspiro alegre, esperando que sea el día siguiente para ir al comedor y encontrar a Marita que, sonriente, le va a esperar con una taza de té en la mano.




DANIELA



©Patricia Karina Vergara Sánchez

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Dormíamos muy juntas en una tienda de campaña en el jardín. Sacábamos la cabeza, veíamos el cielo, contábamos nuestros secretos y masticábamos Frutygum de sandía. Al otro día despertábamos encogidas, abrazadas y con el frío haciéndonos doler los tobillos, pero felices por la noche compartida. Vivíamos una en la casa frente a la casa de la otra. Teníamos 10 años, y ella poseía los ojos más grandes y la pinta de niño más adorables que puedan ser imaginados.

Daniela, Dany. Cuántas burlas padeció cuando los otros niños de la calle nos cachaban trepadas en los árboles y le gritaban marimacha, tortilla, manflora.

Un día, queriendo protegerla del maltrato, le ofrecí prestarle uno de mis vestidos ¡Nunca debí hacerlo! Ella se puso roja, furiosa. Se enojó tanto conmigo que tuve que regalarle un oso de peluche y darle muchos besos y abrazos para consolarla, decirle que en pantalones siempre se veía más guapa y abrazarla un rato muy largo para que se le pasara el enfado.

En invierno jugábamos dentro de mi casa. El juego suponía que ya éramos mayores. Como nadie podía vernos ni molestarnos dentro de las habitaciones, jugábamos a que ella se llamaba Daniel y era mi novio. Nos dábamos besitos suaves, rápidos, cortitos, apenas con la punta de los labios y temblábamos cuando nos tomábamos de la mano.

También, fumábamos unos cigarros que yo le robaba a mi mamá y nos sentíamos totalmente sofisticadas, trepadas en el barandal de la ventana para que no se impregnara el olor del humo en la habitación y entonces jugábamos a que éramos compadres. Yo me llamaba Juan y ella, Carlos.

En verano, las vacaciones eran interminables. Poníamos una colchoneta color rosa en el jardín y jugamos, por horas largas, a ser luchadoras profesionales, y era una excusa para rodar abrazadas mientras los amiguitos nos aplaudían.

Después, no me acuerdo si teníamos trece o catorce años. Ya teníamos los primeros noviecillos. Ya asistíamos a la secundaria, comenzábamos a preguntarnos cosas del estilo de si el besar embarazaba, a compararnos con envidia cuánto iban cambiando nuestros cuerpos y a presumir que teníamos unos senos de concurso, aun cuando –la verdad- apenas despuntaban.

Lo cierto es que ya estábamos demasiado grandes, pero seguíamos jugando como siempre y, aunque ya no cabíamos, seguíamos usando la vieja y descosida casa de campaña como referente irrenunciable.

Ese día me sentía muy orgullosa de mi vestido nuevo, blusa blanca y falda amplia color verde, colitas en el cabello, al tipo de Vaselina con Timbiriche, que era una obra de teatro para adolescentes que estaba de moda.

Salí emocionada, olorosa a perfume y sintiéndome la estrella de la obra; con mi cabello meciéndose al viento. Hasta caminaba despacito para permitirle admirar mi apariencia. Sin embargo, ella nada más verme puso gesto de "pero qué te ha pasado" y me dijo que me veía mejor cuando no me disfrazaba. Dolió, pero simulé que no me importó, yo usaba ya un pequeño brassiere y me sentía toda una mujer y mi mamá me había dicho que me veía di-vi-na.

Así, el dichoso vestido fue el inicio de todo. Cuando me dijo Daniela que así, vestida tan ñoña, no podría jugar a policías y ladrones, no lo pensé y, para demostrarle, me subí en mi bici-vehículo de escape mientras ella me perseguía en su bici-patrulla y, de pronto, POR SUPUESTO, mi falda se enredó y terminé presa y con una rodilla raspada.

Me limpió con su saliva el raspón. Me llevó al cuartel, la famosa casa de campaña, y me ató manos y piernas con su chamarra y una sudadera, mientras me recitaba los cargos por los cuales yo estaba detenida.

Me encontraba yo bien atada y tirada de lado en el suelo. Me ahogaba de tanta risa porque estábamos demasiado apretujadas en un espacio donde definitivamente ya no cabíamos.

Ella estaba atrás de mí. Yo no la veía, pero también escuchaba su risa.

No supe qué fue, en un segundo cambió el ambiente. Algo pasó. Un hada cruzó y nos dejó un regalo como de música suave. Ella se quedó en silencio. Yo también. Respirábamos con dificultad. Su mano, que descansaba en mi rodilla, comenzó a recorrerme muy lenta y torpemente, subió por mi muslo, llegó a mi cintura, se atoraba un poco con la tela de mi vestido. Subió mi vientre, llegó a mi seno y se quedó ahí con el tiempo detenido para ambas. Yo me quedé congelada de sorpresa. Su mano hizo, en medio del silencio, el recorrido inverso. Yo, sólo latía. Recorrió mi pierna y se tardó un siglo y, antes de llegar a la calceta blanca de mi tobillo, se detuvo.

Daniela se levantó y se fue a su casa.

Me quedé ahí. No recuerdo si realmente no podía desatarme o si continuaba congelada por la sorpresa. Mi hermano vino por mí para decirme que decía mi mamá que entrara a casa, que era hora de dormir.

El estado de choque continuó hasta que ya en mi cama me atreví a decirme, -en voz bajita, para no asustarme tanto-: ¡Qué bien se siente!

Esa noche aprendí que el amor, o el deseo, a veces no dejan dormir y que a veces se confunden y que a veces son lo mismo.

Cuando amaneció, lo primero que hice fue ir, todavía en pijama, sin dormir, pero feliz y enamorada, a buscarla.

No quiso salir a verme, ni ese día, ni nunca.

Daniela nunca más me dirigió la palabra.

De las noches subsecuentes sólo recuerdo al sueño sustituido por el diálogo interno:

¬- Me acarició, me gusta. Cada caricia me gustó, cada contacto me gustó. Ella no me habla, me duele, pero...sí no hice nada ¿No hice nada? Me gusta ¿Me gusta? Me acarició, no me quiere, pero sí me quiere. ¿La quiero? ¡¿Para qué la quiero?!...Duele...Me gusta...Duele...Duele...hasta el infinito.

Entre los demás niños, y adultos corrieron rumores sobre el por qué a esas que anteriormente parecían siamesas, de pronto ni se les ocurría mirarse. Había quien decía que yo le había roto un objeto. Que no, que le había perdido una tarea de la escuela o robado dinero, que lo que fuera. El consenso general era que yo la había agredido de alguna manera en la que ella no podía perdonarme.

Ella me rechazaba a cada intento de cercanía.

La sensación de injusticia me corrió de esos rumbos en un par de meses. Comencé a recorrer otros caminos, a conocer otra gente. A crecer un poco, también.

Aun cuando se casó muy joven, ella siguió viviendo en casa de sus padres, siempre.

Aun cuando yo me fui muy pronto, regresé de múltiples veredas. Incluso me quedé a vivir en la casa de los míos las temporadas de banca rota. De modo que, de una u otra manera, la seguí viendo a distancia al paso de los años.

Ella con su primer novio que luego fue su único esposo. Con su hija, preciosa.

Yo muy joven amando primero a hombres, y luego amando a mujeres. A una o a muchas a la vez. Yo, en boca de los vecinos y en el suplicio de mi madre. Me etiquetaron de todo: Yo, la loca. Yo, la fácil. Yo puta. Yo renegada. Yo lesbiana. Yo, de nuevo, loca. Pese a todo, aprendí a ser feliz.

Entre esos ires y venires, el encontrarla, era un cuadro surrealista que me inquietaba, pero que era difícil de evadir: Daniela regando su jardín, pintando su casa, regañando con el marido. Siempre fija, irrenunciable, siempre inaccesible, con un gesto que no le podía comprender, un tanto amargo.

A pesar del paso del tiempo, no me atrevía a dirigirle la palabra. Era el recuerdo del rechazo que, por doloroso, durante esos años no pude comprender. No me atrevía a cuestionarme nada respecto a ella. Era como la espina del sin sentido que preferí dejar en los recuerdos de infancia para que no molestara en lo cotidiano.

Hoy, después de muchos meses ausente, he vuelto a visitar la casa materna.

Vengo andando. En el fondo de la calle está Daniela. La veo inclinada arreglando la rueda de una bicicleta, viste un pantalón deportivo y sudadera, ambos color azul marino. Parece como si el tiempo hubiese regresado. Al escuchar mis pasos levanta el rostro. Sigue teniendo la pinta de niño y los ojos más hermosos que he visto. Sin pensarlo, se me sale una sonrisa. Cuando me doy cuenta de lo que he hecho, me aterrorizo de mi gesto involuntario y se me congela esa sonrisa. El estómago se me hace un nudo del susto. Entonces, ocurre el milagro:

Ella cambia el gesto y me sonríe también. Algo me tiembla, no sé bien qué, en no sé dónde. Me acerco caminando y ella se incorpora alegre. Yo estrecho la mano que me tiende y apenas tartamudeo con la pregunta tonta de cómo ha estado. Dany hace más amplia su sonrisa, me abraza muy fuerte, con un cariño inesperado y escucho su voz, casi carcajada en mi oído:

-Me acabo de divorciar.

Se aleja un poco y me mira a los ojos, invitadora, y sin dejar de sonreír.


PER-VER-SA


©Patricia Karina Vergara Sánchez

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Fue corriendo a poner el cerrojo a la puerta de la bodega, para que nadie pudiera abrirla de improviso. Después, Lidia se dejó caer en el sofá viejo que había en un rincón, atrás de una muralla hecha con cientos de libros que alguien había apilado, tal vez durante años.

A su piel desnuda y sudorosa se adhirió de inmediato gran cantidad del polvo que almacenaba el mueble maltrecho. Juana estaba también desnuda y la miraba fija y atentamente, como gata dispuesta a saltar.

Lidia cerró los ojos cuando se acercó su compañera, suspiró ansiosa ante las primeras caricias de Juana. A pesar de todo, tenía miedo a dejarse llevar pues sabía lo que pasaría de un momento a otro. Era su filia muy particular y a veces causaba desconcierto en sus amantes. Sin embargo no podía evitarlo. Algo, alguna vez había ligado de forma indisoluble la musicalidad de las palabras y su deseo erótico, tan estrechamente que surgían de sí y no podía contenerlo. Cuando las caricias de Juana la estremecieron, comenzó la reacción que ya esperaba:

En su mente aparecieron letras en color negro que iban delineando la palabra "Con-cu-pis-cen-cia". Lidia saboreó para sí cada grafía, las disfrutó como quien va comiendo a pequeños mordiscos su manjar favorito.

-Con- cu-pis-cen-cia.

Su fantástico archivo mental le mostró una referencia inmediata: 

Diccionario de la lengua española 2005 f. Apetito desordenado de placeres sensuales o sexuales. Ejemplo: se abandonó al vicio y la concupiscencia.

Soy concupiscente, pensó Lidia, y lo gozó.

Abrió los ojos y abrazó a Juana que se acercó más a ella para después, tomando a Lidia por los hombros, inclinar el rostro y comenzar a lamer el pezón de su seno izquierdo con apetito, con deseo, con lujuria recién descubierta.

Juana no podía creer lo que estaba haciendo. Sobre todo, no podía comprender que disfrutara tanto hacer algo que nunca habría imaginado. 

Se dijo: -Bueno, sólo estoy probando, sólo estoy experimentando. Todo se debe a estas vacaciones estropeadas en este pueblo perdido. Es el calor que me ha trastornado. Seguramente, es algo en el agua de este lugar, que debe estar contaminada y me hace actuar así, tan loca. No quiere decir que he cambiado de gustos. Todo tiene una explicación, vamos, es sólo por probar, luego no lo haré de nuevo. Es esto un experimento, casi con fines científicos-. Trataba de tranquilizarse a sí misma.

En tanto, se aferraba al pezón con la boca hambrienta, al tiempo que llenaba su mano temblorosa con el peso firme y dulce del seno derecho de Lidia. Mientras ésta, que recorría con sus manos el cabello y la espalda de Juana, gemía muy suave e hilvanaba en su mente otras palabras que le resultaban particularmente apetitosas:

-Vo-lup-tu-o-si-dad-, y suspiraba mientras la mano de Juana descendía por su costado hasta llegar al inicio de sus caderas.

Juana besaba el cuello de Lidia, aspirando profundamente el aroma de la mujer que enredaba sus piernas tibias entre las suyas. Juana era su propia espectadora, como incrédula de su propio placer, de sus propias sensaciones, como mirándose a lo lejos en la proyección de un película extraña a ella misma. Nunca había creído poder apetecer tanto a una mujer, pero, en ese momento sentía entre sus muslos correr ríos que daban testimonio de ese deseo incontenible.

Lidia y Juana, entrelazadas; la piel cubierta de sudor, polvo y caricias; el aroma a humedad y a los viejos libros amontonados en la bodega; la boca de una buscando la boca de la otra.

Se olvidaron del miedo a que alguien apareciera de improviso y las descubriera.

Juana dejó de preocuparse. Se entregó al placer de todos sus sentidos. Aprendía embelesada ese juego de espejos que Lidia le mostraba. Parecía invitarla a una especie de danza misteriosa, en donde cada movimiento debía tener la reciprocidad justa en sensaciones y gestos. Una podía lamer despacio hasta hacer gemir a la otra y la otra acariciaba hasta hacer temblar a la una.

Lidia, los ojos cerrados, musitaba en voz muy bajita las sílabas que su mente tramaba como imágenes de su deseo. Sonidos que Juana percibía como un conjuro mágico:

-Lu-ju-ria, lú-bri-ca, im-pu-di-cia.

Juana, deseosa de aprender de ese sortilegio, comenzó a repetir el encantamiento:

-Lu-ju-ria; lú-bri-ca; im-pu-di-cia.

Lidia, abrió los ojos fascinada, incrédula. Nunca antes, alguien con quien hubiese compartido sus abrazos, había reconocido y repetido la musicalidad de algunas palabras. Así, en lugar de concatenar sílabas en su mente, centró su mirada en los labios color rojo intenso de la mujer que pronunciaba al ritmo de sus sensaciones.

Lidia, por puro probar, provocó a Juana mientras danzaban:

-Obs-ce-ni-dad -, murmurando apenas con sutil aliento.

Juana respondió:

-Obs-ce-ni-dad -, casi divertida, mirando a los ojos de Lidia, que ensayó de nuevo:

-Per -ver-ti- da.

Juana, pausando el ritmo de su propio cuerpo y desafiando un poco a su maestra, repitió en voz alta y con tono de urgencia:

-Per-ver-ti- da.

Lidia aceptó el desafío:

-Ca-pri-cho.

La respuesta:

-Ca-pri-cho-sa.

Entonces, Lidia guió su cintura hasta hacer corresponder sus cuerpos en el centro exacto de sus deseos y le mostró a Juana cómo hacer ondular su cuerpo. Cuerpos ondulantes, cuerpos ondulando.

-Pe-ca-do.

-Pe-ca- do- ra.

-In-mo-ra-li-dad.

-In-mo-ral.

Cuerpos estremecidos, cuerpos estremeciéndose.

-Or-gás-mi-ca.

-Or-gas-mo.

-¡Qué rico! –, suspiró Lidia

-¡De-li-ci-o-so! –, declaró Juana victoriosa.

La dueña de la librería, que volvía de las dos horas -tres y media en realidad- que se tomaba para comer y luego hacer la siesta, encontró la puerta de la bodega abierta y a ellas ya vestidas, pero todavía en el sillón y muy cerca una de la otra. Les sonrío sin malicia, preguntándoles qué se les ofrecía.

Ellas se enredaron tratando de dar explicaciones. Habían entrado por casualidad a ese lugar casi al mismo tiempo, buscaban algún libro para entretenerse en aquel pueblo que las tenía atrapadas un par de días. A Juana por un encargo laboral, a Lidia como parte de un viaje que hacía para olvidar un amor ingrato.

Una persona del pueblo que pasaba por la calle frente a la librería les había explicado que en dos largas horas, que a veces se volvían tres o cuatro, nadie las atendería, pero, las invitó a revisar el material que estaba a la venta por si algo les interesaba, aun cuando esos libros hacía muchos años que no interesaban a nadie.

Un poco frustradas decidieron esperar a que alguien apareciera para atenderlas o a que disminuyera el sol quemante del medio día y pudieran marcharse, lo que ocurriera primero. También, optaron por refugiarse tras una pared de tabla roca, en el fondo fresco del lugar, en donde estaba la bodega.

Comenzaron charlando de la pasión que Lidia tenía desde niña por los diccionarios y su afición por las palabras y sus significados, luego hablaron un poco de sus vidas, se fueron acercando y…

La dueña de la librería, impaciente y poco deseosa de conocer la historia, las interrumpió y les preguntó si en esas horas habían logrado encontrar algo que les resultara de interés.

Se miraron con un poco de culpabilidad y sin saber qué decir. Cada una tomó un ejemplar cualquiera que encontró al alcance de la mano y lo colocó en el mostrador. Miraban hacia el piso, deseando que les envolvieran pronto el Manual de Carpintería de 1983 y las Consideraciones Botánicas Universales de 1990, para poderse marchar a toda prisa.

De pronto a Juana le llegó la inspiración:

– Perdone, ¿tendrá diccionarios?

-¿Diccionarios? Creo que sí, en aquel estante, aunque no son muy actualizados, están completos y en muy buenas condiciones-. Respondió la dueña, esperanzada de hacer otra venta.

-No importa, no importa. Siempre se podrán encontrar palabras interesantes-. Agregó Juana:

- Si Lidia quiere, puede acompañarme al hostal en que me alojo a revisar algunos ejemplares y así no se aburriría tanto.

Lidia la miró con los ojos muy abiertos y preguntó:

-¿Cuántos diccionarios distintos hay en la librería?

-Tal vez 7 u 8-, les informó la vendedora.

-Démelos, démelos todos-, pidió Juana.

Mientras la dueña, muy satisfecha, colocaba en bolsas los diccionarios recién adquiridos, Lidia miraba a Juana y ambas sonreían.


*imagen tomada de melodypaznovelas.blogspot.com

jueves, 20 de agosto de 2009

MISIVA POR UN BUEN DORMIR*



© Patricia Karina Vergara Sánchez
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México. Primer invierno desde su ausencia.


Mi muy querida, ya no querida:


Las siguientes líneas son para hacer de su conocimiento un hecho que está causando algunos inconvenientes y que, por lo tanto, considero de urgente atención, ya que anoche su Otro Yo Astral se desdobló de su cuerpo y vino a visitarme en mi cama, mientras yo dormía.


Como usted comprenderá, me es necesario solicitar su amable intervención al respecto, pues no me parece correcto que las versiones astrales de una se anden metiendo en los sueños de otra. Sobre todo, como en el caso nuestro, cuando la una y la otra ya no comparten vida, ni cama, ni sueños.


Déjeme explicarle que no es que pretenda yo molestarla o que esta misiva sea una excusa con la que yo esté buscando entablar diálogo alguno. No, de ninguna manera. Si me atrevo a escribirle es porque la fuga de su Yo Astral ha sido ya recurrente, pues no es la primera vez que usted me visita y se hace presente en mis noches. De haber ocurrido sólo en una ocasión no interpondría yo esta queja, usted mejor que nadie me sabe pacifica y paciente. Pero, es que, imagine vivir dos o tres veces por semana, en muchas semanas, esta escena incómoda:


Se presenta usted, como en la época aquella en que nos queríamos, seguro todavía se ha de acordar un poco de cómo era eso. Viene toda olorosa a fresco, con su cuerpo tibio se mete en mi cama; me recuerda aquello que nos hacía reír o me pregunta cómo está la que era nuestra gata y, en el colmo de la insolencia, me pide reencontrarnos.


No es que me escandalice, verdad. Yo sé que así de imprudentes son los cuerpos astrales. Como niños mimados que andan haciendo caprichos. Pero, verá, la situación ya es insostenible. Cómo se le ocurre a usted venir a importunarme tanto, tan seguido y, además, en las horas de sagrado descanso.


No es que quiera yo cobrarle ahora cuentas, pero demasiadas molestias de su parte ya he tenido. Si se acuerda, usted fue conmigo mala, pero bien mala. Se marchó y se llevó todo lo que había sido nuestro, desde los libros hasta las cortinas. Peor: yo tuve sed y no hubo nada que beber pues cuando se fue, me vació la despensa. Tuve hambre y usted se había llevado el dinero de la alcancía y el de la cuenta de banco. Necesitaba certeza y usted me dejó asesinada hasta la esperanza.


Debe saber que me sumergí en la locura. Que me atraganté con el llanto. Que rasguñé mis mejillas. Que toda entera me cubrí de ceniza.


El dolor era tal que hablé de su traición una y otra vez. Las lágrimas se me escurrían solas y sin provocación; mi boca aullaba a cada rato, asustándome yo sola. Esta misma boca huérfana rezaba su nombre una y otra vez, como en una plegaria que intentaba invocarle.


Desde los que eran nuestros vecinos y amigos, hasta el vendedor de frutas, el chofer del autobús, la mujer que iba a mi lado en la calle, todos, me miraban llorar sin control y se alejaban de mi demencia.


La amargura marcó mi rostro. Me inutilizó para el amor. Negó mi cuerpo al deseo. No le miento, ni exagero al hablarle de estos perjuicios. Si pudiera yo pasarle a usted la cuenta, la factura con todo y nota de remisión de lo que su traición rompió, nunca podría acabar de pagarme el monto tan grande de todos los daños.


Es por ello que le solicito de forma atenta, sea tan amable usted de no causar más desperfectos en mi vida. Deje, por favor, atado con el hilo de plata, que dicen todos tenemos, a su rebelde cuerpo astral, bien cerca de su cama, donde no pueda importunar.


Le sugiero que asista con un guía espiritual especializado en el tema de los sueños, que le ponga a meditar y en una de esas se comunica con Su Yo Astral y le regaña y le pregunta por qué me sigue tanto. Tal vez resulta que lo que le gusta a su alma inquieta es el recuerdo de la cama que compartíamos, el olor del café que yo le preparaba a usted cada mañana o, es que Su Yo Astral, extraña a Mi Yo Astral y el encantador entendimiento que parecían tener.


También dicen que los psicoanalistas son buenos para todo lo que tiene que ver con viajes en los sueños. Le recomiendo pruebe varias opciones.


En fin, Cualquiera que sea la solución que usted encuentre se la agradeceré de forma infinita, ya que, sabe, el encontrar a Su Otro Yo en mis sueños, a esa que se le parece tanto; todavía me intranquiliza, todavía duele. Porque el despertar sin usted, es dejar el sueño para encontrar cada día que se convierte en pesadilla.


Atentamente:


La que fue suya, cuando usted era mía.


*Obra ganadora del el 16º CERTAMEN LITERARIO de Cartas de desamor, de laa Organización de Vecinos de Pardinyes (Lleida), ORVEPARD, a través de su Comisión de Cultura y del Centro de Cultura Contemporánea.

LA NACIÓN DE LAS MUJERES ENCUERADAS



© Patricia Karina Vergara Sánchez

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Cada mañana y antes de que suene el despertador, Maya, quien tiene 9 años de edad y ojos brillantes color miel, se levanta de su cama vestida sólo con calzones. Sacude a la pequeña Luna que tiene cuatro años para que abra sus grandes ojos inteligentes y se levante de la cama contigua, también en calzones, a iniciar el día.






Luego, pasa a la recamara en donde sus dos mamás duermen despatarradas y encueradas en la misma cama. Procura hacer todo el ruido posible para que ese par de perezosas comiencen a entreabrir los ojos, se den un beso y se acaricien con los buenos días.






Así comienza el ir y venir de las desnudeces en casa. Una madre no tiene ropa porque está a punto de bañarse, otra porque salió de la regadera, Maya no se puede vestir porque no encuentra su ropa limpia y Luna porque su mamá no viene a ayudarle.






Por fin, son diez minutos antes de las ocho y las niñas salen, ya vestidas, corriendo a la escuela. El jardín de niños y la escuela primaria están dentro de la misma unidad habitacional donde Maya y Luna viven, así que están ahí todos los vecinitos y las verdades inocultables de sus familias de origen. Por ejemplo, el que vive con una madre violenta; el que tiene un padre alcohólico; la familia que tiene problemas económicos y, el que, según murmuran en su desconocimiento, es el peor y más sucio de todos los casos: Las niñas que tienen unas mamás lesbianas, que, por cierto, son ellas.






Al principio era un rumor vergonzoso que corría entre cuchicheos y miradas suspicaces. Después, ante el descaro de esas mujeres que, sin pedir permiso a nadie, se atrevían a estar viviendo juntas, fue una sorpresa anonadada. Con el tiempo, el chisme fue perdiendo su sabor. Nunca se confirmó aquello de las grandes orgías que organizaban, ni ritos satánicos, ni las hijas aparecieron nunca descuartizadas. Es más, estaban al corriente en sus pagos de mantenimiento comunal y ni siquiera tiraban basura en la calle.






Las vecinas, tan bien interesadas en el suceder ajeno, comenzaron a ocuparse de temas más importantes. Por ejemplo, el de la señora de la tienda que le ponía los cuernos a su marido con el chofer de un microbús. Los compañeritos de la escuela se fueron acostumbrando a la idea de que para el diez de mayo ellas elaboraban dos regalos y eso era todo. Así, las hijas y sus peligrosas madres pudieron respirar tranquilas un buen tiempo. Hasta que…-bueno, siempre hay un hasta que…-, un día llegó una niña nueva a la primaria. Se llamaba Azul: pícara, lista, desgarbada y desaliñada. Se ganó en un segundo el corazón y la amistad eterna de Maya. Además, resultó que era la vecina recién instalada en la casa cercana y eso las volvió inseparables. Azul comía, desayunaba, cenaba, veía tele, hacía la tarea e iba al cine con la familia de Maya.






Azul que vivía con su padrastro, su madre y un hermanito consentido, prefería estar en ese lugar donde no se gritaba, ni maltrataba, ni se le ponía al servicio del varoncito de la casa. Era el país de las mujeres que trabajaban, reían y parecían felices. Lo único raro que tenían era que gustaban de ver capítulos viejos de Xena en televisión. Lo que más le gustaba, era que le contaban que todas las niñas eran fuertes y guerreras, que podrían hacer en su vida todo lo que ellas soñaran. Ella decía que ir a esa casa era como visitar otro país. Nación en donde se sabía aceptada y querida. Un país con reglas distintas, pero que le agradaban.






Un día: Azul y Maya estaban en los columpios, mientras las mamás y Luna jugaban un poco más adelante con una pelota.






Cuando el columpio volaba, Azul preguntó:






– ¿Qué es una lesbiana?






Y Maya respondió:


- Lesbiana es una mujer que está enamorada de otra mujer.






- ¿Tu mamá es lesbiana?


- Mi mamá es lesbiana.


- ¿La mamá de Luna es lesbiana?


- Es lesbiana.


- ¿O sea que… son novias?


- O sea que… son novias.


- ¡Ah!






Siguieron columpiándose hasta que se hizo de noche.






Pasaron un par de meses poblados de carreras en bicicleta, congeladas de fresa y yogurt ante el televisor.






Un sábado por la mañana, Azul no llegó a desayunar. Todas pensaron que estaría enferma y esperaron. El domingo tampoco llegó. El lunes en la escuela no dirigió a Maya ni siquiera una palabra y secreteaba, como los adultos mal intencionados, con otras niñas. Mirando de lejos y dejando en el vacío ominoso a su ex amiga. A la salida entregó un papelito lapidario:






Mi ma ya me digo que tus mamás son malas y lla no me voy a juntar contijo por que me pueden aser algo adios






Maya perdió por muchos días su sonrisa, sus ojos no brillaban y miraba con la nariz embarrada en el vidrio de la ventana a Azul que jugaba en su respectivo jardín.






Las mamás pasaron por un ardor terrible en el estómago; por la ira con ganas de ir a patear a Doña lesbofóbia; por la culpa terrible del tonito aleccionador de personas conocidas sobre el “daño que le hacen a las niñas con su modo de vida”; por el trato humillante de la vecina que ostentosamente ni siquiera quería que la rozaran al pasar, mucho menos permitir intercambiar una palabra. Sobre todo, por la rabia que finalmente las sustentaba en donde estaban. También, por lo que dolía la carita triste de una niña a quien amaban con toda el alma y el rostro lejano de Azul, que también miraba a distancia. Era realmente un hecho que las partía del todo.






Un día llegó Vaca, una gata que adoptaba su casa como maternidad y que parió cinco hijos feos y legañosos. Las niñas se desvivían llevándoles leche, croquetas, cobijas y mal cargando a los gatitos.






Cierta tarde, estaba ante la puerta un niño flaquito, simpático, de cabello amarillo paja, llamado Daniel. Pedía permiso de jugar con los mininos. Con cierta renuencia lo dejaron pasar. Al día siguiente trajo a Gabriela, su hermana pequeña, para que jugara con Luna y al otro día llevó a Patricio, su amigo, que también asistía a participar de los juegos. Por la tarde ya estaban todos los pequeños jugando a hacer pasteles de lodo.






Pasaron un par de semanas y entre seis gatos y cinco niños jugando, esa casa ya estaba de cabeza. Entonces, las mamás tuvieron que apretar el rostro, tragar saliva, fajarse la falda y fueron a hablar con la mamá de sus huéspedes antes de que ese cariño de niños causara un nuevo dolor. Se alisaron el cabello, se tomaron de la mano, tocaron el timbre de la casa. Temblando un poco, fueron sentadas con interés en un sofá que les pareció gigantesco y, para su sorpresa, resultó que no había problema alguno. Se trataba de una familia sensibilizada y sin prejuicio. La mamá de Daniel sabía de su preferencia sexual, fue una de las primeras informaciones que le dieron las bien intencionadas vecinas al mudarse a esa casa nueva.






En la escuela, poco a poco retornó la calma y Maya hizo nuevas amigas.






La situación se transformó: Al llegar a casa y apenas cambiarse de ropa las niñas, aparece Daniel tocando la puerta preguntando si van a salir a jugar. Todos los días hay que recordarle que primero tienen que comer, lavar los platos y hacer su tarea. Todos los días pone el niño expresión triste y se va a su casa esperando-desesperando para que den las cuatro de la tarde y sus amigas puedan jugar con él.






Todas las tardes se puede ver a Daniel jugando a las muñecas con las niñas, bailando “El vaquero sexy” o haciendo la comidita. A veces ponen una alberca inflable en el jardín, o hacen maratones de baile o carreras en bicicleta.






Ahora, además, visitan la casa Pato, Gaby, Samantha, Marifer, Oscar, Alejandra y otros. Para hacerlo más fácil, las mamás, anuncian constantemente y a los cuatro vientos que son lesbianas y, por si alguien tenía dudas, gustan de besarse felices en el jardín al llegar o despedirse para el trabajo y, siempre, caminan por las calles tomadas de la mano. También aprendieron a platicar con los papás de los niños vecinos y saben ya a qué atenerse y hasta gustan de contestar algunas dudas. Se suman poco a poco otros niños al contingente de desastrosos. Pasteles de cumpleaños, piñatas, fiestas navideñas. Maya se ríe y brilla de nuevo.






A veces, la familia se encuentra con Azul por la calle y ella, si no viene su madre, aventura una sonrisa o un saludo rápido y triste. Por lo regular, Azul se recarga en la reja de su jardín mirando siempre desde ahí, sin poder acercarse. Azul. Herida abierta. Azul de media sonrisa. Es una extraña que está presente y muy cerca.






Esta tarde ocurre algo extraordinario. Maya está sentada en el jardín jugando con la gata. Llega Azul corriendo. Le arroja un oso de peluche y una carta, para después escapar a toda prisa. Maya lee y entra a la casa gritando victoriosa. Ríe y cuenta: Azul, a sus diez años de edad, descubrió que su criterio no puede ser el mismo siempre que el de su mamá; que quiere seguir siendo su amiga, aun cuando tenga que ser a escondidas y que el oso feo y un poco sucio que Maya mece en sus brazos, es un regalo para simbolizar esa amistad secreta.






Maya pasa casi una hora frente a la ventana haciendo saludos a la niña que desde otra ventana no deja de mirar. Tal vez pronto inventen un lenguaje de señas a distancia.






A Azul la mandan a comprar algo a la tienda y pasa frente a la casa de Maya. Las cuatro mujeres que conforman esa familia están ante la puerta, mirándola pasar. Cuando la vecinita cruza frente a la casa, les sonríe con complicidad. Les dice adiós con su manita y se va corriendo a llevarle el mandado a su mamá.






Cuando se hace tarde, cansada de jugar y con la alegría todavía vibrando, Maya se baña con su hermana Luna. Se envuelven en grandes toallas y bajan a cenar. Entre bromas y juegos, como casi cada noche, se les cae la toalla y terminan cenando desnudas.






Las mamás tienen que perseguirlas por toda la casa.- ¡Que se van a enfermar. No entienden, niñas desobedientes!


Ellas, nalgas al aire, corren riendo sin dejarse alcanzar.


Y las mamás a grito pelado y risa ahogada:


- ¡Aunque sea, usen una camiseta para dormiiirrrr... ¡


- ¡Cuando menos pónganse calzooneees...!






Y, entonces, llega la noche para bendecir esa casa, nación disidente, en que habitan las hijas de una madres lesbianas, en toda su hermosa desnudez.





DICEN




© Patricia Karina Vergara Sánchez
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La cabellera larga y revuelta, los ojos abiertos, como incrédulos, y los labios murmurando palabras incomprensibles. La mujer estaba tendida en el suelo y su mirada no enfocaba nada. Parecía que un espasmo la recorría. Parecía que agonizaba…


¿Cómo pasó, qué vientos se concatenaron para llegar a ese instante irrepetible?

Dicen, que se cansó de ser humillada en público, los vecinos muchas veces habían sido testigos. También hay quienes opinan que no pudo soportar más los golpes del marido. La vecina de al lado cuenta que lo que más le dolió a esta mujer fueron las infidelidades y la deslealtad constante. La tendera, que tantas veces tuvo que prestarle a ella las viandas, piensa que lo tacaño de ese hombre también hizo lo suyo.


Cualquiera que fuese la razón, Esa mañana llegó un camión de mudanzas y se llevó todo. Desde los libreros, hasta los gatos dormidos en sus canastillas de viaje.
Los vecinos observaron atentos el ir y venir de cajas y paquetes. Algunos escandalizados, otros con semblante serio. Muchos preocupados por en qué acabaría aquello.


La vecina de al lado, sólo advertía, como si supiera, que algo definitivo habría de suceder.


Cuando el camión de mudanzas se hubo marchado, la mujer cerró puertas y cortinas, para cumplir su rito secreto.


Su amiga la ayudó a tenderse en el piso.


…Fue el comienzo del juego de caricias y besos.


La cabellera larga y revuelta, los ojos abiertos, como incrédulos, y los labios murmurando palabras incomprensibles. La mujer estaba tendida en el suelo y su mirada no enfocaba nada. Parecía que un espasmo la recorría. Parecía que agonizaba.


La boca de su amiga sobre su sexo era una y otra vez el camino íntimo a su paraíso. Sus piernas eran la puerta que se abría, que cedía la entrada al universo nuevo.


Jugaron, se abrazaron, se quisieron hasta que se hizo la tarde.


La mujer risueña y relajada tomó de la mano a su amiga. Salieron de la casa. Pusieron el cerrojo a la puerta y arrojaron la llave a donde fuera.


Los vecinos estaban ahí, mientras ellas tomaban el auto y se marchaban agitando las manos con alegres despedidas.


Dicen, que cuando llegó el marido, los vecinos trataron de simular; aparentando sacar la basura, regar el jardín o estar en animada charla. Pero, según cuentan, no pudieron evitar sonreír mientras él descorría el cerrojo y abría la puerta de la casa vacía.