
Le dije que lo amaba; le mentí. Con ojos lacrimosos y voz entrecortada, el declaró que no podía vivir sin mí; mintió descaradamente. Respondí a su engaño con un apasionado beso, aunque no pensaba en el. Simuló una pasión arrobadora y logró conmoverme. Me dejé conducir por su timo y le declaré amor eterno, indestructible, a sabiendas de la falsedad de mi promesa. El abrazo se traspasó de intensas emociones causadas por la ráfaga de mentiras mutuas. La cuestión es que nos hemos tragado esta quimera. Llevamos décadas hablando falacias, imaginando ímpetus que no existen y configurando un idilio tan embustero como inquebrantable. Otras parejas nos consideran ejemplo a seguir. Reímos cuando lo señalan; nos tomamos las manos y sonreímos satisfechos por la perfección de nuestra farsa.
Más mentirosos en casa de Gus