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domingo, 5 de julio de 2020

“Independencia y Nacionalismo”, de Antonio Caponnetto

Por: P. Javier Olivera Ravasi

Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen” –decía– Martín Fierro.

Y sí…, Caponnetto volvió a escribir; pero esta vez sobre historia.

Más que una obra de historia estamos frente a una reflexión histórica que –por esta vez nomás– no tiene un contrincante específico sino más bien una idea impugnante: la acusación contra nosotros, los hispanoamericanos, de que aquí se cometió una felonía contra España ante el hecho de independencia del siglo XIX.

El planteo viene de varios sectores: liberales, carlistas, masones y peronistas, entre otros, sin demasiadas distinciones de credos o ideologías; “estamos, pues, entre dos fuegos. El de la falsificación del pasado, amparado en una falsedad ideológica que existió y acabó dueña del poder. Y el de una ingratitud e injusticia más que hirientes, en la medida que desconoce, rechaza o desaira la enorme realidad del fidelismo americano y argentino a las raíces hispanocatólicas. Lo peor es que, como repitiendo un estigma insalvable que nos viene del siglo XIX, ambos fuegos tienen procedencia española y argentina a la vez” (p. 25)[1].

Es como si fuera un diálogo de sordos con dos independencias, la que Julio Ycaza llamaba “la independencia de los ideólogos” (p. 15) y la verdadera, que quiso ser fiel a España. Pareciera que no basta con repetir que por estos lares “no festejamos la independencia de los que se salieron con la suya” (los liberales); al contrario, “nos abochorna el himno que nos dieron un par de plagiarios rencorosos y nos apesadumbra ese escudo nimbado del sacrílego gorro frigio. Pero amamos nuestra bandera, que lleva los colores de María Santísima” (43). Y es lamentable que algunos hayan “decretado la villanía en bloque de la historia patria y su condena inexorable al oprobio y al cadalso” (p. 19).

La reflexión histórica, lejos de ser un panegírico ciego, intenta seguir la doctrina agustianiana o, más bien, cristiana, que permite ver “la paja y la viga en ojos propios y próximos. Vemos el trigo y la cizaña en las dos orillas de la contienda fratricida. Sabemos que los elegidos y los réprobos se reparten por igual en sendos bandos del litigio. Ni ‘realistas’ fatalmente perversos ni ‘criollos’ ineluctablemente probos” (p. 21). Sin embargo, “la peor leyenda negra resulta hoy la adjudicación de una leyenda rosa a aquellos sectores, como el del revisionismo fundacional o el del nacionalismo católico, cuyo pecado consistiría en haber aceptado la independencia política de España, pero no la desvinculación espiritual y cultural de la misma. La autodeterminación pero no la emancipación” (p. 24–25).

Lo bueno es que el autor se presenta y se define, abreviándole al lector el fatigoso trabajo de investigador de pensamientos ajenos. Escribe desde el “nacionalismo católico” (que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con los nacionalismos separatistas europeos, “porque cuesta entender que no todo independentismo es Ben Bella ni todo nacionalismo es la ETA” [44]), definiéndolo como “este intento, deseo, anhelo o ideal –como quiera llamárselo– de reconstituir la cristiandad en el suelo natal (nación) que nos quedó como heredad una vez extinta la Cristiandad (extinta, claro, sin culpa nuestra y a nuestro pesar) (…). Que no quieran entenderlo nuestros amigos españoles, aferrados a una semántica afrentosa que sinonimiza nacionalismo con separatismo o con revolución moderna, lo lamentamos” (87).

Y tiene razón aquí. En España sobre todo, hay un problema terminológico que, incluso muchos de nuestros amigos no comprenden: “nacionalismo” no es aquí ni “separatismo” ni “fascismo”. Pero en fin… No entramos en el tema.

Los más fervientes defensores de España, hubiesen querido seguir bajo su manto. Era ésta la consigna de los devotos libertadores; si no, cabría preguntarse: “¿de qué lado estaban las concepciones católicas y contrarrevolucionarias de la patria, de la nación y del Estado? ¿Estaban acaso en la Casa de Borbón y en la Corte del Corso, o se habían refugiado en estas desangeladas latitudes, donde todavía en 1816 un congreso independentista se atrevió a jurar fidelidad social y nacional a la Inmaculada Concepción, y proclamar un Estado de cristiana sustancia?” (97). No: estaban del lado de la Hispanidad, aunque España estuviera ocupada; pues aquí peleaban leones contra leones” (p. 22). No se puede entonces “reducir la reyerta a una confrontación entre realistas y criollos, porque realistas eran todos. Ni entre españoles y americanos porque los bandos en lid mezclaban por igual uno y otro origen” (31).

Los patriotas, los verdaderos patriotas –y no los que hoy pululan hoy en palomares de bronce defecados– eran monárquicos. Sí señor: la de aquí “no fue una pelea entre realistas y criollos. Realistas los había en los dos bandos de la contienda fratricida” (62). Si parece mentira que hubiese que estar recordando una y otra vez el proyecto “del Gral. José de San Martín para coronar al Príncipe Carlos María Isidro de Borbón Parma. Gran tema –lamentablemente desconocido, omitido o minimizado entre nuestros impugnadores” (56); o el del Gral. Manuel Belgrano quien, en carta al Conde de Linhares (13 de octubre de 1808), le pedía “que medie para que se haga cargo de la situación americana el infante don Pedro Carlos de Borbón y Braganza; y que ‘no se difiera un instante su venida’, ante el temor de que ‘corra la sangre de nuestros hermanos, sin más estímulo que el de una rivalidad mal entendida y una vana presunción de dar existencia a un proyecto de independencia demócrata’”. No; no era por la democracia que peleaban, sino por la monarquía, porque –sigue Belgrano– “no teníamos ni las virtudes ni la ilustración necesarias para ser República y que era una monarquía moderada lo que nos convenía. No me gusta ese gorro y esa lanza en nuestro escudo de armas, y quisiera ver un cetro entre esas manos” (58–59).

Y a nosotros tampoco.

Lo cierto es que aquí nos “autonomamos” y nos independizamos para ser fieles a España o, mejor dicho, a lo que España significaba. Y en esto aventajábamos al mismo Fernando VII quien “no trepidó en felicitar a Bonaparte, el 22 de junio de 1808, por haber colocado en el trono de su patria, usurpándolo, a su propio hermano José, diciéndole: ‘No podemos ver a la cabeza de ella [la Nación hispana] un monarca más digno ni más propio por sus virtudes para asegurar su felicidad’” (68–69).

¡Ay, ay, ay, ay! ¡Qué buenos vasallos aquellos! ¡si oviessen buen señor!

Si hasta el mismo Vegas Latapié, autor que no podrá ser tildado de parcialidad para con los hermanos españoles, señaló con una franqueza digna de encomio que “América se alzó inicialmente por la Religión y por el Rey de España contra Napoleón y las funestas y antiespañolas Cortes de Cádiz” (…). Muchas de las autoridades españolas que había en América, afiliadas a las logias masónicas y compenetradas del ideario de los enciclopedistas franceses, trataron de reconocer al rey intruso José Bonaparte, y contra estas autoridades se sublevaron los pueblos todos de Hispanoamérica al grito de «¡Viva Fernado VII!». Levantados los pueblos en favor de la Monarquía Católica” (60). Y continúa: “Argentina, Perú, Colombia, Méjico, Guatemala…, nacidas a la vida independiente en el siglo XIX, hacéis bien y acertadamente al negar ser hijas de la España actual o de la del siglo pasado (…). Más dignos hijos de la España Eterna y de los españoles del siglo XVI son y han sido ecuatorianos como García Moreno, nicaragüenses como Rubén Darío y argentinos como Roberto Levillier” (63).

Es que Inglaterra estaba detrás… “¿Que hubo injerencia británica en los movimientos independentistas americanos? Ya dijimos que sí, y que lo sabemos” (44), pero “es la pura verdad recordar que tenía razón Benito Pérez Galdós, cuando en El equipaje del Rey José, describe a la España sojuzgada de la primera década del siglo XIX, como un pobre territorio dominado, donde ‘los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro’. Tenían razón nuestros pioneros del revisionismo cuando descubrían que John Hooklan Frére, vicecónsul inglés en Cádiz, fue el que fabricó el tristemente célebre Consejo de Regencia y hasta procedió a designar a cuatro de sus cinco miembros” (45).

La verdad fue que “las ‘inmensas regiones aún fieles’ de América (…), se alzaron ‘deseosas de salvaguardar los intereses de la Religión y del Trono’, y para eso tuvieron que romper ‘definitivamente los lazos que las unían con el Gobierno de Madrid (…). Muchos de los primeros en sublevarse en América, de haber vivido en España hubieran sido fieles soldados de Don Carlos (…). San Martín y Rosas, entre otros, se comportaron como proto o cuasi carlistas. Mientras muchos de los llamados ‘realistas’ eran liberales escandalosos” (60–61).

¿Pero cuáles fueron entonces las causas de la independencia? Valga la repetición: “Optamos por la Independencia hispanocriolla y católica, no por la emancipación kantiana, iluminista, suarista, rousseauniana y mitrista. Y nuestra opción no es un festejo ni un fuego de artificio chauvinista o provocación xenofóbica. Es la aceptación dócil a lo real sucedido, procurando extraer de ello la mejor parte (…) ¿Tanto les cuesta a los españoles que nos atacan y a los argentinos de los festejos oficiales entender esta diferencia?” (36). Si hay todavía “algunos que nos señalan con el índice acusador por el delito de leso independentismo” (37).

“Para denunciar conjuras segregacionistas americanas y criollas siempre hay candidatos. Para descubrir detrás de tales planes un par de mandiles, una testa regia britana y una legión de alcahuetes rentados, nunca faltan varones. Para lamentarse de la presunta infidelidad a un imbécil como Fernando VII, sobran los pechos peraltados de españolismo. Para exigir lealtad rioplatense a una corona corrupta y por tal desontologizada de vero hispanismo, siguen haciendo fila los necios” (40).

Sí; adivinó; Caponnetto no lo quiere al rey Fernando. “Los hombres limpios de la Independencia sentían y padecían en carne propia esa ausencia fundante y protectora, unitiva y concorde que se remontaba y los remontaba a los tiempos de Santa Isabel la Católica” (41). “Si el Rey –ese sobre el cual reposaba en primer lugar el pacto de vasallaje– ya no gobernaba, por una mezcla penosa de incompetencia y doblez, cipayaje y entrega, cautiverio y captura forzada, rebelarnos era lo previsto en la misma legislación común. Sublevarnos era obedecer y ser fieles” (42).

Es como dijo Noboa Zumárraga: “La revolución de América contra España, fue antes una revolución de España contra España: la de aquella que nacía a mediados del siglo XVIII contra la tradicional cimentada en la idea monárquica misional y católica” (45). Por ello que “nuestros más límpidos exponentes de la Independencia no aprovecharon a autogobernarse cuando el padre y la madre se habían ausentado de casa, sino cuando constataron el abandono, el maltrato y el dominio autocrático a que esos progenitores los sometían. La fidelidad no tenía fecha de vencimiento, pero caducó ante el delito regio de abandono de sus deberes” (52).

De allí que “no se nos puede acusar de hijos traidores que rechazan sin motivos o por malos motivos a sus padres. Una cosa era el ius resistendi aplicado in extremis contra el monarca canalla y aún contra su desnaturalización del concepto de la monarquía tradicional. Y otra cosa era el rupturismo deliberado y cruel de la Hispanidad. Nos independizábamos del mal rey, no de la tradición política regia. De la carne gangrenada, no del alma imperecedera. ‘De toda dominación extranjera’, según la fórmula acuñada en el Congreso de Tucumán” (56).

Porque resultaba no sólo lícito, sino hasta obligatorio el separarse de esa “tiranía cipaya (…) a la que aluden liberales y marxistas, con sus metáforas hímnicas cargadas de odio, de irreligiosidad y de ignorancia hacia nuestro origen y nuestro ser. Es la que instalaron los borbones con su arribo al trono, empezando por el mismo Felipe V, hasta llegar con sucesivos actos de perfidia al mismísimo Fernando VII. Es la que aparejó un cambio en el concepto mismo de monarquía –despojándola de su impronta misionera y evangelizadora para convertirla en una empresa recaudadora y mercantilista– y acabó por cambiar la fisonomía misma de España (…). Si de algún lado partieron estos males, reiteramos, fue de la Anti–España de los Borbones” (69–70).

Y no sirve la acusación de incluso “cismáticos” por habernos emancipado, pues “desde Pío VII y su famoso Breve Etsi Longissimo Terrarum de 1816, hace bien la Iglesia en bregar por la custodia del orden tradicional en materia política y en desalentar sublevaciones de torcidos signos o rebeliones de equivocada dirección. Hace bien en ilegitimar lo ilegitimable. Pero a no ser que se haya perdido completamente la objetividad, la verdad –merezca el juicio valorativo que mereciere de tirios y de troyanos– es que ningún pontífice condenó –simpliciter, stricto sensu y sine die– la independencia americana, ni excomulgó a sus genuinos adalides (…). Más bien sucedió lo contrario, hasta que las relaciones entre la Santa Sede y los nuevos gobiernos americanos quedaron bajo un clima formal de aceptación y de concordia” (84).

Pues bien; América se independizó y el intento fue bueno, pero el tiempo ha mostrado que hoy no es el sueño de sus libertadores, sino su pesadilla.

“¿Qué hubiera pasado si…?” Digo: ¿y si no nos hubiésemos independizado? “Saber qué nos hubiera pasado, a España y a América, de no haber sucedido la Independencia, es una misión imposible para un intelecto normalmente dotado. Conjeturas e hipótesis son todas ellas bienvenidas, mientras mantengan la cordura básica que los análisis retrospectivos e introspectivos reclaman. Pero reprocharle al ayer un acto legítimo, necesario y prudente, sólo porque fracasó en el intento; y no ser agradecidos a la sangre derramada por la búsqueda de ese intento, se acerca demasiado a esa moral del éxito, de raigambre calvinista, de la que pedimos al buen Dios que nos libre” (108).

*          *          *

En fin; un libro fascinante, documentando y meditado, que resultará de consulta obligada para conocer la postura del revisionismo histórico americano respecto de esta emancipación obligada que tuvimos que cumplir para mantener nuestro apellido materno. Porque el paterno nos lo dio Dios. Católicos e hispanos.


Tomado de: http://www.quenotelacuenten.org/2016/09/20/leido-para-ud-independencia-y-nacionalismo-de-antonio-caponnetto/


miércoles, 27 de mayo de 2020

Libro 1492: Fin de la Barbarie. Comienzo de la Civilización en América

Por: Cristián Rodrigo Iturralde

        El libro 1492: fin de la barbarie y comienzo de la civilización en América (tomo I) fue publicado en agosto de 2014 por Ediciones Buen Combate, y presentado ese mismo mes en el Colegio Público de Abogados de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por Antonio Caponnetto, conjuntamente con el autor, Cristián Rodrigo Iturralde. Meses después, en ocasión al Dia de la Hispanidad, fue presentado por el Dr. Carlos Pesado Palmieri en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, en CABA, y luego en la localidad de Remedios de Escalada. El libro fue prologado por el Dr. Hugo Verdera. El libro ha sido vendido en todo Argentina y también en el exterior, y puede encontrarse en algunas de las grandes librerías de Buenos Aires, como Yenny.

Los primeros dos tomos del libro narran la situación en la que se encontraban los diversos pueblos precolombinos antes de la llegada de los españoles; señalando, entre otras cosas, la existencia de regimenes totalitarios, esclavismo, pueblos arrollados por las clases dirigentes, de guerras constantes, sacrificios humanos masivos, actos de canibalismo generalizado, etc.

        Para este trabajo, el autor se nutrió particularmente de autores indígenas, de recientes investigaciones, como así también de las crónicas de la época. Recientemente, ha visitado México a fin de poder traer nueva documentación, cual será añadida a una segunda edición del mismo.
Está previsto para el 2015 publicar el segundo tomo de la obra, y para el 2016, la tercera y última parte, dedicada exclusivamente al período español.

Prólogo del Autor

La cuestión de la conquista de América sigue siendo, indudablemente, un tema de actualidad. Para unos, su valoración negativa resulta indispensable para apoyar y justificar abiertamente la causa separatista del indigenismo vernáculo, y a la vez, desentender al continente de su filiación hispana y católica hasta hacer su causa antipática; con el claro objeto de someterlo, cual bastardo, a la dictadura del relativismo moral y religioso propuesto por los mandamás del Novus Ordo Seclorum. Para otros, en cambio, la rememoración de la pacificación americana constituye la última gran empresa del hombre medieval, cristo céntrico y moralista, totalmente contrario al espíritu eminentemente utilitarista propuesto por el renacimiento italiano del siglo XV, racionalista y antropocéntrico; del cual estuvieron imbuidos ingleses, franceses y holandeses -entre los principales- para sus conquistas; donde el valor de una región se medía de acuerdo a los recursos y beneficios materiales que de ella pudieran extraerse.

Entendemos que la intervención de España y la Iglesia en América supusieron la liberación del continente; rompiendo las pesadas cadenas de la mayoría oprimida por los grandes imperios y la tiranía de sanguinarios ídolos. Numerosos son los estudios sobre la acción de ejemplar civilización acometida por España, los pontífices y los misioneros, siendo particularmente digna de mención a este propósito las leyes indianas y su posterior codificación; legislación única y revolucionaria en su época que, entre otras cosas, abrazaba a los nativos de aquellas tierras como vasallos directos de la Corona, con los mismos o más derechos que los europeos; siendo casi todas sus instituciones y costumbres respetadas, menos, claro está, aquellas bárbaras, contra natura, como las del canibalismo y los sacrificios humanos. Es harto claro que la civilización cristiana resultó, primeramente, un beneficio a los mismos indígenas -como ellos mismos lo entendieron prontamente-; hecho demostrado en la cantidad de pueblos aborígenes que abrazaron como suya la causa, luchando codo a codo con los conquistadores españoles contra sus sojuzgadores.

Existen, afortunadamente, numerosas obras acerca de esta realidad, resultando de particular interés aquellas de don Vicente Sierra, Guillermo Furlong, Cayetano Bruno, Díaz Araujo, Héctor Petrocelli y Antonio Caponnetto, por mencionar unos pocos autores de fuste de nuestro país.

No obstante, creemos que para poder apreciar verdaderamente, en toda su magnitud, la obra española -que tan bien relatan los citados autores-, debemos necesariamente adentrarnos de una forma más o menos pormenorizada en los hechos anteriores a 1492, o sea: observar con detenimiento la situación en la que se encontraban los pueblos precolombinos. Es éste el motivo que nos llevó a investigar la América prehispánica. Solo así podremos entender la verdadera significación y extensión de la incursión española en el continente.

En esta primera entrega de la obra, concerniente al período precolombino, procuraremos adentrarnos en las profundidades de aquel Nuevo Mundo, como denominaron los hombres de su tiempo a las Indias Occidentales.

No es tarea sencilla, por cierto. Pues no tratamos aquí con una o dos culturas particulares, sino con cientos de estas; muchas veces radicalmente disímiles; enfrentadas y/o envueltas en encarnizadas e interminables guerras, batallas, vendettas. No puede entonces, generalizarse en torno a esta materia o atribuir a unos pueblos cosas que fueron propios de otros. Algunas de estas sociedades fueron más complejas que otras. Algunas tuvieron algún grado de desarrollo técnico y sentido de justicia, otras vivían en la barbarie total; algunas convivían en asentamientos urbanos sometidos al déspota de turno, otras vivían en las montañas, bosques o selvas, librados a su suerte, y así podríamos seguir ad infinitum.

Naturalmente, por razones lógicas de espacio y tiempo, no podremos detenernos en cada una de estas culturas, por lo que optaremos -a fuer de hacer la obra lo más didáctica y dinámica posible- en centraremos en los elementos que todas ellos tuvieron de común: lo primitivo; llámese guerra, desesperanza, excesos, superstición, etc.

Haremos especial paréntesis en los pueblos más importantes del continente, como los incas, mayas y aztecas, aunque sin dejar de lado completamente a otros pueblos ajenos a la influencia de éstos, como los caribes, guaraníes, chibchas, charrúas o araucanos, entre otros. Iremos penetrando, gradualmente, en el modus vivendi de aquellas sociedades que vivían, mayormente, divididas entre ricos y pobres, sumisos y opresores, nobles y plebeyos. ¿Cuáles eran sus creencias y costumbres, vicios y virtudes, yerros y aciertos, leyes –cuando las tenían-?

Para aquellos desprevenidos, tal vez sea conveniente ponerlos en aviso, desde este mismísimo instante, que la América prehispánica que creen conocer, no es tal. No busquen en este ensayo una América atiborrada de rimbombantes colores –como sugieren los estandartes indigenistas-, pues no los hallaran. Aquella fantasía roussionana, como llamaba Alberto Caturelli al ficticio paraíso terrenal que imaginaron algunos historiadores, no existió jamás. Un autor insospechado, como el antropólogo Marvin Harris, refiriéndose principalmente a los aztecas, se ve forzado a reconocer que:

En ningún otro lugar del mundo se había desarrollado una religión patrocinada por el estado, cuyo arte, arquitectura y ritual estuvieran tan profundamente dominados por la violencia, la corrupción, la muerte y la enfermedad. En ningún otro sitio los muros y las plazas de los grandes templos y palacios estaban reservados para una exhibición tan concentrada de mandíbulas, colmillos, manos, garras, huesos y cráneos boquiabiertos

Empero, podemos prometer luz, mucha luz sobre estas páginas; que jamás es suficiente cuando su beneficiaria es la verdad histórica. Y para ello nos valdremos de toda la documentación y evidencia disponible hasta la fecha, sin desdeñar ninguna por cuestiones de simpatía o afinidad. Así, recurriremos no solo a las crónicas de los conquistadores y misioneros, sino a las mismas fuentes indígenas -códices, iconografía, memoriales- y a la evidencia científica dispuesta por la arqueología y la antropología –que no hace más que confirmar cuanto dijeron los primeros cronistas americanos-.

El nombre que hemos elegido para intitular esta primera parte es políticamente incorrecto, lo sabemos. Pero… ¿Cómo llamar a aquellas culturas -que no civilizaciones- que declaraban nulo el valor de la vida y la dignidad humana, ejecutando y torturando incluso a niños?

La Historia de la América precolombina es, en general, una historia triste, gris, de sufrimiento, viciada de indecibles torturas, de agobiantes guerras e intrigas, de costumbres contra natura, de canibalismo, de sumisión, de superstición, de desesperanza, de despotismo…, que hará recordar no pocas veces a la barbarie y utilitarismo de los regímenes comunistas y de las potencias democráticas aliadas nacidas al calor de la II gran guerra. No obstante, será el lector quien juzgará.

Antes de terminar esta notícula introductoria, debemos señalar que a pesar de haber constituido la brutalidad, en menor o mayor escala, una característica propia y generalizada en casi todos los pueblos del continente, no haríamos justicia a la verdad si dejásemos de mencionar la valentía en grado heroico y honorabilidad de la que usaron no pocos soldados y principales indígenas, principalmente entre tlaxcaltecas, totonecas y texcocanos, combatiendo con denuedo el yugo opresor e imperialista de los aztecas y de distintos dictadores aliados o anteriores a estos. Encontramos numerosos y conmovedores relatos de lealtad y desinteresado arrojo entre españoles e indígenas, donde unos salvaban la vida de los otros y viceversa, incluido algunos casos memorables como aquel donde un tlaxcalteca, y luego un texcocano, salvaron la vida del mismísimo gran capitán Cortes. La acción libertadora de España y los misioneros no se vió privada de suntuosos y generosos gestos de reciprocidad por parte de los indígenas aliados a la causa de la libertad y de la Civitas Dei católica.




viernes, 26 de abril de 2019

DÍAZ ARAUJO, Enrique. San Martín: cuestiones disputadas

Sebastián Miranda


A los que estamos acostumbrados a leer sus libros, Enrique Díaz Araujo no nos deja de sorprender por la calidad cada vez mayor de sus trabajos. Si bien sabemos que al encontrarnos con un escrito nuevo podemos esperar una rigurosidad académica excepcional unida a un compromiso irrenunciable con los valores fundamentales de nuestra nacionalidad, esta vez se ha superado ampliamente. Puede afirmarse sin lugar a dudas que San Martín: cuestiones disputadas es uno de los libros de Historia más importantes que se han escrito en las últimas décadas.

El primer tomo está dividido en una parte general y dos secciones. En la parte general y la primera sección autor realiza un análisis historiográfico preciso y minucioso de los libros escritos sobre El Libertador, comenzando por la Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana de Bartolomé Mitre1, origen de gran parte de los mitos y falsedades sobre la vida del prócer. Cada aspecto es desmenuzado cuidadosamente y estudiado en profundidad hasta agotarlo, ubicándolo en su contexto histórico correspondiente.
En la segunda sección se estudian detalladamente:
El paso de J. F. de San Martín por España, las causas de su retiro del ejército peninsular y su relación con los británicos. En este tema tan debatido, E. Díaz Araujo documenta las razones del retiro, atribuyéndolo a la hostilidad que sufrían los americanos por parte de la población local de Cádiz. Este rechazo estaba directamente vinculado a la inminente entrega a los franceses por parte del Consejo de Regencia que, además, había adoptado un perfil de gobierno netamente liberal y tiránico como lo denominó el entonces mayor J. F. de San Martín. Las manifestaciones de repudio popular y las acciones contra los oficiales del ejército, a los que muchos pobladores consideraban cómplices del gobierno, llevaron al asesinato del general Francisco María Solano (29 de mayo de 1808), caraqueño, superior del Gran Capitán. En el mismo tumulto que terminó con la vida del venezolano, el futuro Libertador de América salvó milagrosamente su existencia refugiándose en una iglesia. En este punto, el historiador refuta la tesis de la participación británica en el retiro de J. F. de San Martín, abordando la cuestión de su supuesta acción como agente inglés vinculado a la masonería, tan difundida en los últimos tiempos. También trata el Plan Maitland, tema que retoma varias veces en los siguientes capítulos. Podemos afirmar que esta tesis, más parecida a la calumnia, es demolida por el escritor mendocino. Vinculado con su rechazo a la masonería, E. Díaz Araujo desarrolla diversos aspectos de la religiosidad del Libertador, tanto en su vida pública como en la privada a través del estudio de una gran cantidad de documentos. Esta parte del libro es sumamente interesante porque aborda aspectos, además de polémicos, poco conocidos de la vida del Gran Capitán.
Su actuación en el Ejército del Norte y las causas de su retiro del mismo. Se estudia: su llegada a América, la formación del Regimiento de Granaderos a Caballo y su nombramiento como comandante del Ejército del Norte. Este punto resulta especialmente atractivo para el lector porque el historiador lo vincula con la existencia previa, o no, del Plan Continental, refutando las tesis que consideran que dicho plan ya estaba en la mente de J. F. de San Martín cuando vino de Europa relacionándolo con el Plan Maitland. La decisión de realizar las operaciones sobre Chile y posteriormente sobre Perú habría surgido en el momento dada la evolución de los sucesos, especialmente en el país transandino, y no como algo pensado y elaborado en Europa antes de la llegada a América. De esta manera también el historiador desvincula el Plan Continental del apoyo británico, descartando nuevamente el rol del Libertador como supuesto agente inglés, tan promocionada por los calumniadores y vendedores de rumores actuales.
 Su gestión en el gobierno cuyano y aspectos puntuales de la campaña a Chile. Se desarrolla la temática de su desempeño al frente de la Intendencia de Cuyo, la organización y financiación del Ejército de los Andes.
Su relación con Carlos María de Alvear. Se reitera a lo largo de los dos tomos esta cuestión dado que los conflictos con su antiguo compañero de la Logia Lautaro han sido uno de los principales orígenes de las calumnias en torno a la figura del Libertador.
Sus ideas políticas. Este tema es, sin duda, uno de los más interesantes de la obra y sobre el mismo se vuelve una y otra vez, analizando minuciosamente documentos oficiales y cartas privadas. Se destaca la clara opción de J. F. de San Martín por los gobiernos que promovieron la religión católica, el orden y la cultura. El Libertador relacionaba directamente estos gobiernos con la monarquía y el rechazo al liberalismo que introducía el desorden, la división y la anarquía. La oposición al planteo de B. Mitre y sus repetidores resulta entonces una constante sobre la que E. Díaz Araujo vuelve permanentemente dando una destacable solidez a sus argumentos.
Su tarea como Protector del Perú. Previamente se estudia la preparación de la campaña al Perú, los conflictos con el Directorio y su perfil como estratega militar, brillante por cierto dada la inferioridad de fuerzas con las que contaba al iniciar las acciones sobre Perú. Resulta destacable el pormenorizado estudio de las medidas tomadas durante su gestión como Protector el Perú vinculando muchas de ellas al monarquismo del Libertador y a su respeto por la religión católica. Es notable y es una constante que se repite a lo largo de los dos tomos, como el historiador mendocino no solamente fundamenta la tesis sostenida sino que analiza minuciosamente las contrarias y las refuta punto por punto. En esta cuestión se contraponen las tesis que lo consideran republicano contra las que sostienen que era monárquico, demostrando el autor la certeza de esta última visión. Otra temática vinculada, y que es retomada por el historiador, es la refutación del carácter antihispánico de J. F. de San Martín. Apoyado sobre un enorme aparato documental, E. Díaz Araujo demuestra una y otra vez que el Gran Capitán no era partidario de una ruptura abierta con el sistema establecido por España en América, sino que lo que rechazaba eran algunos aspectos del mismo y-contrariando las tan difundidas ideas de B. Mitre que han sido adoptadas prácticamente como si se tratara de un dogma- lo que el personaje estudiado no quería adoptar era justamente la novedad, es decir las ideas de un liberalismo netamente jacobino postuladas por los nuevos gobiernos formados en la metrópoli a partir de la irrupción de las ideas de la Ilustración.
El enfrentamiento con la logia provincial rivadaviana y las masónicas en general. Se trata de uno de los temas que ha sido, deliberadamente, más ocultado sobre la vida del general J. F. de San Martín. Fiel a su estilo de no rehuir el debate e ir directamente al punto central de las cuestiones más polémicas, E. Díaz Araujo aborda la responsabilidad de la logia rivadaviana y las masónicas en las enormes dificultades que debió padecer el Libertador en Perú. La oposición de J. F. de San Martín al liberalismo que en esos momentos generó una alianza entre los gobiernos americanos proclives a esta ideología y las autoridades españolas, fue una causa directa del nulo apoyo que recibió de parte de los responsables de dirigir políticamente la emancipación de América desde Buenos Aires. El no envío de recursos y la guerra de zapa constante, reflejada en numerosos documentos del Libertador, forman una sólida evidencia de la tesis sostenida por el autor. En forma contundente, el historiador atribuye a este factor el hecho de que el Gran Capitán no pudiera concluir la campaña en el Perú.
La relación con Simón Bolívar y los pormenores de la entrevista de Guayaquil. Nuevamente, sin rodeos, E. Díaz Araujo va al nudo de la cuestión, refutando, una vez más, la tesis mitrista de los desacuerdos entre ambos próceres. Otra vez se entrelaza la retirada de J. F. de San Martín con la abierta guerra que las logias masónicas y el gobierno de Buenos Aires ejercieron contra el Libertador.
Sus dolencias. Si bien no es un tema central, el autor incluye el análisis de las enfermedades y aprovecha la oportunidad para desmentir las burdas acusaciones de los calumniadores de J. F. de San Martín que lo calificaban como adicto al opio. Capítulo aparte merece que las constantes enfermedades -producto de una vida transcurrida a la intemperie, de campaña en campaña en medio de las adversidades-agrandan el arquetipo del Libertador que fue capaz de hacer todo lo que hizo a pesar de estar afectado por gravísimas dolencias que en varias ocasiones lo llevaron al borde de la muerte.
Las causas de su retiro y la partida al exterior. Relacionado con los puntos anteriores, se explican los pormenores del hostigamiento que padeció durante su estancia en Perú, en Mendoza y su marcha al exilio en Europa. Tergiversados por la historiografía mitrista, estos sucesos están directamente ligados a las acciones de la logia rivadaviana. Se trata de una de las cuestiones menos abordadas en las biografías del Libertador.
El segundo tomo se divide en una tercera sección y una parte especial.
En la tercera sección se estudian con profundidad:
El enfrentamiento con el Partido Unitario y el retorno del Libertador en 1829. Se retoma la cuestión del hostigamiento de la logia provincial encabezada por B. Rivadavia y su rol decisivo en el exilio del general. Se aborda el fallido retorno a la Argentina y las causas de que no llegara a desembarcar en Buenos Aires.
Los intentos del general J. F. de San Martín y otros próceres americanos por reestablecer la unidad de la Patria Grande. Otro punto interesantísimo y poco conocido. Contrariamente a la visión que se tiene sobre un J. F. de San Martín inactivo y retirado a la vida privada, E. Díaz Araujo desarrolla las constantes acciones del Libertador para retomar los intentos por lograr la unidad de Hispanoamérica
La relación con Juan Manuel de Rosas y el Partido Federal, especialmente a través del estudio de la correspondencia entre ambos próceres. Vinculado con el hostigamiento que sufrió por parte del Partido Unitario, se desarrollan las relaciones con los federales a través del intercambio epistolar entre J. F. de San Martín y J. M. de Rosas y cartas dirigidas a terceros. Se trata de otro de los aspectos de la vida del Libertador ocultado por la historiografía liberal. Siguiendo el pensamiento que tuvo a lo largo de toda su vida, el Gran Capitán nuevamente se inclina por los gobiernos que garantizaran el orden. Otro aspecto tratado es el importantísimo rol del Libertador durante los bloqueos francés y anglo-francés, apoyando al gobierno de la Confederación Argentina y a la vez influyendo sobre los políticos y la opinión pública en Europa. El historiador nuevamente muestra una faceta muy diferente a la conocida por el común de la gente sobre la vida del padre de la patria en el exilio.
Las ataques hacia la persona del Libertador por parte de los liberales contemporáneos (D. F. Sarmiento, J. B. Alberdi y F. Varela) y de historiadores como E. De Gandía2. Unificados bajo el título el ataque liberal, E. Díaz Araujo estudia las opiniones que dieron referentes del liberalismo que conocieron al Libertador en el exilio, refutando las calumnias que fueron continuadas por diversos historiadores, especialmente por E. De Gandía. La principal fue considerar que J. F. de San Martín padecía un estado de senilidad, de allí el origen del apoyo a la gestión de J. M. de Rosas. A pesar de lo absurdo del planteo, el autor del libro se preocupa de analizar meticulosamente cada uno de los escritos de los personajes citados y refutarlos con sólidos argumentos y documentación de la época que demuestran lo contrario. En paralelo se estudia la postura política de D. F. Sarmiento, F. Varela y J. B. Alberdi, especialmente el rechazo al americanismo que impulsara durante toda su vida el Libertador y el apoyo de los miembros del Partido Unitario a las intervenciones extranjeras contra la Confederación Argentina.
En la parte especial renueva el estudio de las calumnias, muchas de ellas de antigua data procedentes del viejo enfrentamiento del Gran Capitán con los hermanos Carrera y C. M. de Alvear, actualizadas por seudo historiadores y simples tinterillos3 más actuales. Puede considerarse a esta parte del libro como una continuación y ampliación de lo ya trabajado en Don José y los Chatarreros4. Se abordan temas tales como su supuesto origen indígena, la relación con la familia Escalada, infidelidades matrimoniales, vicios, enriquecimiento ilícito y los bienes en el exilio.
Cada sección cuenta con una útil síntesis que sirve como resumen para destacar los aspectos centrales estudiados.
Fiel a su estilo, analiza minuciosamente en cada cuestión tratada las teorías existentes, las obras escritas –tanto las que se pueden calificar como serias como las simples calumnias y los autores de ocasión, siempre atentos a las ventas, al chisme y al nulo rigor histórico- y llega a conclusiones sobre la base no de la especulación o el rumor sino de un impecable y exhaustivo análisis de la documentación existente. No falta el comentario comprometido con su patriotismo y el anhelo de la recuperación de la Argentina Católica; tampoco está ausente el comentario mordaz y la relación constante con la actualidad y el proceso de destrucción de los valores nacionales operado desde las potencias sostenedoras del Nuevo Orden Mundial, especialmente desde el fin de la guerra de las Malvinas.
Otro mérito del autor es que dedica un espacio muy considerable de su obra estudiar las causas por las que el Libertador debió marchar al exilio, su enfrentamiento con los unitarios y su apoyo a J. M. de Rosas.
No duda el mendocino en refutar afirmaciones de historiadores coincidan o no con su pensamiento, de la Academia o revisionistas, letrados o simples calumniadores y novelistas, a cada uno le dedica un espacio y para cada uno hay una fundamentada respuesta. También para cada uno, sea cual sea su origen o intencionalidad, hay un reconocimiento cuando la probidad académica lo amerita.

NOTAS
1 Mitre, Bartolomé (1886). Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana, Buenos Aires, La Nación.
2 Se estudian cuestiones abordadas por el historiador en nueve libros diferentes.
3 Término que usara con frecuencia en sus publicaciones el inolvidable padre franciscano Francisco Paula de Catañeda durante los debates sostenidos contra B. Rivadavia y sus seguidores en la década de 1920.
4 DíazAraujo, Enrique (2001). Don José y los chatarreros, Mendoza, Ediciones Dike.