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miércoles, 22 de mayo de 2019
Hecho y opinión
Queridos lectores:
Hace unos días fui consultado por una persona vinculada con un movimiento ambientalista sobre cuáles debían ser, en mi opinión, las medidas que se deberían proponer a cierta administración española para hacer frente a la emergencia climática. Al empezar a leer su mensaje pensé por un momento que me invitaba a comenzar una discusión sobre cuáles son las causas últimas de los problemas y qué medidas se podrían proponer para empezar a atacarlos de verdad. Sin embargo, en su mensaje esta persona circunscribía toda la discusión a decidir qué porcentaje anual de reducción de emisiones de CO2 se tendría que producir hasta 2030, y en paralelo cuál debería ser el porcentaje del presupuesto de esa administración a destinar a tal fin. De hecho, el margen de discusión, tal y como lo planteaba, me pareció aún más estrecho, circunscribiéndose a si yo consideraba que una reducción de emisiones de CO2 del 7% anual era el adecuado o si debía ser aún mayor.
Lo cierto es que el planteamiento de ese email me desconcertó bastante, como expliqué a mi interlocutor (por demás, una persona muy correcta a la que agradezco su consideración al pedirme mi opinión). Centrarse en la reducción de emisiones de CO2, como si éstas estuvieran desconectadas de la realidad física de un sistema económico y social cuyo objetivo es crecer sin parar (lo cual implica el crecimiento constante del consumo de energía), me pareció un planteamiento completamente absurdo. Lo cierto es que es dudoso que podamos no ya aumentar, sino simplemente mantener nuestro consumo de energía mientras va descendiendo el consumo de combustibles fósiles, cuya quema produce el denostado CO2. Las energías renovables, que son lo que debería sustituir a los combustibles fósiles, tienen límites que raramente son tenidos en cuenta. Hacer la sustitución energética es algo complicado, que requiere grandes dosis de planificación y coordinación internacional y tener herramientas adecuadas para planificarlo (por ejemplo, el modelo MEDEAS). Incluso haciendo la sustitución de la manera correcta, existen multitud de dificultades y problemas logísticos que deben ser solventados (particularmente en el transporte) y en última instancia sería para acabar en un sistema económico estacionario, sin crecimiento, y en el que se debería ejercer un control muy férreo sobre las materias primas no energéticas para evitar degradarlas en demasía (como ya indicaba nuestro trabajo de 2012).
Frente a esta realidad, la de la dificultad y complejidad de la transición energética, y el inevitable cambio de un sistema económico basado en el crecimiento a uno de estado estacionario, nos encontramos con una banalización de la discusión. Mayoritariamente, las asociaciones ecologistas y ambientalistas dan por hecho que lo que hay que hacer es pasar de los combustibles fósiles a las renovables, como si fuera una cuestión de simple sustitución. En el colmo de la confusión, no son pocos los que han abrazado, como gran solución a los males que aquejan a nuestra sociedad, al coche eléctrico, sin entender que no soluciona nada de lo que realmente importa y que en realidad, con el modelo que se plantea hoy en día, sería una transferencia de renta de los más pobres hacia los más ricos.
La cosa, en realidad, es mucho peor. Como explicaba en el post anterior, la verdadera emergencia es la energética. Estamos en medio de una crisis energética de grandes dimensiones, y en medio del creciente ruido sobre el hundimiento económico del fracking estadounidense, y de las reiteradas advertencias de la Agencia Internacional de la Energía de que se va a producir un problema de suministro de petróleo a escala global en los próximos meses, nadie, absolutamente nadie en esas asociaciones concienciadas con nuestros problemas de sostenibilidad, ni mucho menos en nuestros gobiernos, está hablando del verdadero problema, el energético. Solo 10 años separan las dos siguientes gráficas, ambas de los respectivos informes anuales de la Agencia Internacional de la Energía: la del informe de 2008, donde se preveía que la producción de petróleo crecería sin parar hasta 2035,
y la del informe de 2018, que prevé una caída de la producción de un 34% sobre la demanda prevista para 2025 si no se produce un milagro con el fracking (lo cual, vistas las últimas noticias, no va a pasar).
¿Nadie está prestando atención? ¿Nadie en los respectivos gobiernos o asociaciones se lee los informes de la AIE? Si los leen, ¿nadie los entiende?
El gran problema aquí es que ya se han establecido los términos de la discusión, y el problema energético solo entra de una manera muy concreta: la sustitución completa de las energías fósiles por las renovables. Poco importa si las energías renovables tienen la capacidad real de cubrir el hueco que dejan detrás las energías fósiles, y menos aún si el inevitable descenso de la producción fósil por razones físicas y geológicas marca un calendario muy acelerado de sustitución que ni de broma es abordable con energía renovable. Eso no entra en la discusión. Y ello es debido a que se ha fijado un marco de opinión sobre este tema, en el que se puede adoptar una posición o la contraria, pero siempre siguiendo un eje unidimensional que no describe en modo alguno la mucho más rica y compleja realidad.
El estrechamiento de la discusión no solo se produce en la fijación de qué y cómo se puede discutir (con dos opiniones aparentemente contrarias pero ambas instrumentales a intereses no siempre claros). Cuando alguien como yo quiere mostrar que hay más direcciones en las que moverse para abordar una discusión (en el caso de la transición ecológica, el eje de la crisis energética) se enfrenta al problema de la relativización de los hechos. Básicamente, que todo es considerado como opinable o como una opinión, aún cuando en realidad sea un hecho o se fundamente en hechos. Éste es el problema que querría discutir esta semana.
Desde un enfoque muy simplista, los argumentos que se pueden usar en una discusión pueden ser opiniones o hechos. Un hecho es una descripción de una realidad objetiva (y que, por tanto, existe al margen de las preferencias de los interlocutores). Un opinión, sin embargo, es una afirmación basada en percepciones personales. Las opiniones pueden ser discutibles, pero los hechos no.
Por supuesto, esta visión tan simplificada que acabo de presentar requiere de muchos más matices. Un hecho ha de estar bien contrastado para poder ser tomado como tal. Una opinión puede estar basada de manera lógica y consecuente sobre hechos (opinión fundada) o no (opinión infundada). En última instancia, existen multitud de problemas epistemológicos que se derivan de todo esto: si es posible determinar la frontera entre la opinión y el hecho (y dónde está); si existe una realidad objetiva u objetivable; si el hecho es el hecho en sí o depende de su descripción, la cual es totalmente opinable...
De manera muy grosera se podría decir que la ciencia se basa en hechos y la (praxis) política en opiniones. La ciencia se basa en la objetivización de hechos y de las consecuencias que lógicamente se derivan de ellos, y por tanto aspira a hacer una descripción e inclusive predicción de la realidad de manera objetiva. En cambio, en la práctica política hoy en día (y quizá siempre) la realidad es siempre interpretada bajo el prisma de la percepción interesada o afín a los intereses de grupo, y por tanto se centra más en la interpretación o valoración subjetiva de los hechos que en su realidad objetiva. Se podría decir por tanto que la ciencia y la práctica política tienen puntos de vista contradictorios e irreconciliables sobre la realidad.
Por supuesto la ciencia no es infalible, y no está escrita en piedra. Ciertamente a veces se producen cambios radicales de paradigma en la ciencia, porque la ciencia, como cualquier otra verdad humana, es forzosamente provisional y revisable - y tales cambios se han producido no pocas veces en la historia de la Humanidad. Como todo científico que se precie sabe, es necesario mantener siempre un cierto grado de escepticismo y una disposición a abandonar viejos paradigmas cuando los nuevos demuestren su mayor o mejor pertinencia. Y aquéllos que se aferran irracionalmente a paradigmas dados, que convierten los resultados científicos en verdaderos postulados de fe, no están adoptando una posición verdaderamente científica, sino todo lo contrario.
Ese carácter provisional connatural a la ciencia, ese estado de permanente construcción y revisión, es usado a menudo por los diversos agentes políticos para manipular los hechos científicamente validados como si éstos fueran materia más de opinión que de hecho, más fruto de la subjetividad que de la objetividad. Y aunque un cierto grado de escepticismo siempre es sano, un exceso de escepticismo es puro cinismo, sobre todo si uno no está abandonando el paradigma científico que le da sentido a los datos. Y si se va a poner en cuestión el paradigma, cabe recordar que afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias; es decir, que se puede sustentar cualquier teoría, con la condición de que sea validada por los hechos.
Con respecto al cambio climático, como sabemos existen grupos no muy numerosos pero sí muy ruidosos de personas al servicio de grandes poderes económicos que intentan crear una imagen de controversia falaz, calificándose a sí mismos de escépticos (como si dudaran de la interpretación de los hechos) cuando en realidad son negacionistas (niegan ciertos hechos, a veces ignorando lo que no les conviene, a veces manipulando la información y mintiendo descaradamente). Hablando de la crisis energética, yo mismo me he encontrado con ciertas personas - el perfil típico es economista - que basándose en los datos de las reservas de petróleo niegan que pueda haber un problema de suministro (la vieja falacia Q/P); o bien, que afirma sin despeinarse que en realidad estamos llegando a un cenit de demanda de petróleo (cuando es evidente que tal cosa no pasa).
Lo malo de estas discusiones, que siempre tienen lugar en foros públicos, es que tanto estos señores (porque sí, siempre son varones) como yo somos presentados indistintamente como "expertos". Y siguiendo con la tónica del debate de ideas, sobre todo en los medios de comunicación, se contraponen, en pie de igualdad, las "opiniones de los expertos". Dado que hay una renuncia intelectual de la sociedad a entender los conceptos en discusión, a intentar comprender de qué se discute, se hace imposible que nadie valore el mayor o menor mérito de los argumentos que se exponen, lo mejor o peor fundadas de las opiniones que se dan, y la corrección o no de los hechos expuestos. Nada de eso importa: todo es simplemente etiquetado como "opinión" y se transmiten en bruto, sin valoración, sin contexto; y sin que se pueda saber, cuando dos argumentos son aparentemente contradictorios, cuál es cierto o cuál es falso, o si ambos son paradójicamente ciertos o desafortunadamente falsos ambos. La discusión se emborrona y no aporta nada a los desconocedores, y solo reafirma a los ya convencidos de antemano.
Contribuye a esta degradación de la discusión pública (que no es exclusiva de cuestiones tan graves como las que aquí tratamos, afecta a todos los temas) la velocidad de transmisión a la que se obliga, el consumo acelerado de contenidos. No hay tiempo ni espacio para la discusión sosegada y en profundidad de problemas que por su naturaleza son complejos. La industrialización de la producción de contenidos, sean información o mero entretenimiento, obliga a una producción creciente que satisfaga las expectativas de crecimiento de la inversión inherente al capitalismo. Y si ya es malo que los temas no se aborden con calidad, aún peor es que los ciudadanos, rebajados a meros "consumidores de contenido", se han acostumbrado tanto a estas digestiones ligeras de conceptos que toleran mal otros formatos más extensos. ¿Cuántas veces no habré leído críticas a mis artículos porque son "demasiado largos"? ¿Demasiado comparados con qué? ¿Con la capacidad de retentiva y atención del usuario medio de internet? Si una persona no es capaz de mantener su atención los cinco minutos que en media se necesitan para leer un artículo mío, ¿qué comprensión de la realidad puede tener una persona que no puede parar cinco minutos a reflexionar sobre un tema complejo?
El embrutecimiento de la capacidad crítica de los ciudadanos no se limita a su incapacidad de mantener su atención fija en un tema por un tiempo no infinitesimal; también se emborrona el debate a la hora de atribuirle la categoría de experto a cada persona que participa en él. ¿Quién designa a los expertos? ¿Quién valora su mérito? ¿Quién a posteriori audita la calidad de su contenido, de sus exposiciones, para saber si es sensato seguir considerando a esa persona como un verdadero experto? La realidad es que los medios de comunicación configuran su selección de expertos basándose más bien en consideraciones superficiales, a veces meramente estéticas. En el fondo, ¿qué importa? Nadie se queja y los contenidos funcionan, se producen bien. ¿Por qué se deberían preocupar si la producción no se detiene y se gana dinero?
Esta falta de rigor a la hora de plantear los debates facilita la inclusión de expertos que en realidad son sicarios al servicio de intereses económicos determinados. Discutir con estas personas, aparte de una pérdida de tiempo, es una experiencia francamente desagradable y descorazonadora. Es norma encontrarse en esos "expertos" una total falta de honestidad en las discusiones, en las que presentan sin rebozo datos falsos o manipulados, al tiempo que simulan desconocer datos que desmontan su posición. Y es que estas personas no buscan la verdad, sino defender a su señor. Por ello no es extraño que la discusión, en vez de circunscribirse a un intento honesto de delimitar cuáles son los hechos y sus consecuencias, acabe siendo un ataque a las personas que hablan de esos hechos: delante de la imposibilidad de cambiar los hechos se intenta desacreditar al mensajero, para que lo que esta persona presenta se vea como una mera opinión fruto de sus sesgos e inconfesables intereses - es decir, achacan a los demás sus propios vicios. Es por ese motivo que de manera machacona se recurre a las falacias del hombre de paja y ad hominem (me las encuentro a menudo en el foro de este blog y en muchos otros); y es una práctica tan extendida y aceptada que muchas veces los moderadores dan por hecho que los propios intereses de todos los contertulios dominan la discusión y que por tanto no intentan alcanzar una verdad más o menos objetiva, sino que se limitan a expresar las opiniones que mejor casan con sus preferencias. Por ello mismo, los escasos puntos de consenso son interpretados como los hechos objetivos, cuando en realidad esa convergencia puede ser fruto de un sesgo en la elección de los expertos (esto es lo que pasa con el actual consenso de que el problema de la transición ecológica se reduce a cambiar fósiles por renovables y que ese cambio puede ser hecho de manera progresiva).
La enorme perversión de nuestra civilización es la de relegar todo a la categoría de opinión y aceptar que no hay hechos sino intereses personales. La opinión se convierte en el sustituto del hecho. Las opiniones se ponen en el mismo plano que las cuestiones factuales. Ese relativismo moral e intelectual es el que nos condena a nuestra ruina, pues permite a los grandes poderes económicos fijar el marco de las discusiones, como comentábamos más arriba, y aplastar cualquier intento de abordar los problemas de manera diferente.
Volviendo al tema con el que abría el post, hace unos años mostramos en un artículo científico que, si se quisiera mantener el crecimiento económico, solo para compensar el declive del petróleo el número de nuevas instalaciones renovables debería crecer a un ritmo de al menos el 7% anual en media hasta 2040. Por supuesto las emisiones de CO2 se reducirían mucho menos del 7% anual que proponía mi interlocutor, pero ya aumentar un 7% anual de media las instalaciones renovables es tremendamente ambicioso. ¿Podemos hacer simplemente eso? Yo creo que no - y sin embargo aquí no se trata de un ritmo de cambio que podamos escoger, porque de lo que se trata es de compensar la caída natural del petróleo. Seguimos hablando de reducir las emisiones de CO2 cuando el problema es otro. Las emisiones se van a reducir, drásticamente, porque no hay petróleo asequible. Nuestro problema no es la reducción de emisiones, sino escapar del Horizonte 1515. ¿Queremos hablar seriamente de la transición energética? Pues empecemos por plantear esto.
Piensen que, a pesar de todos los problemas que hemos tenido estos años, la producción de petróleo continuó subiendo hasta ahora; renqueante, con limitaciones, pero subió. Es decir, a pesar de las crisis, a pesar de la devaluación interna, hasta ahora todo iba bastante bien. Es a partir de ahora, en los próximos años, meses incluso, que las cosas se van a empezar a torcer y mucho. Y en este momento crítico, en el que además se habla con intensidad de la necesidad de la transición energética, nadie está planteando esto en el debate público.
Nuestra sociedad no está preparada para discutir, pues confunde hecho con opinión. No hay margen para razonar. No se va a plantear ninguna discusión seria sobre la crisis energética porque no se desea hablar de temas que nos desagradan porque no podemos hacer nada para remediarlos, solo podemos adaptarnos. No le gusta a la ciudadanía y no le interesa al poder político y al económico. Por tanto, lo vamos a ignorar. Al borde del tobogán del descenso energético no vamos a hacer nada para cambiar el rumbo, para adaptarnos a la situación. Solo nos queda ir sufriendo las consecuencias de ignorar este problema. Y lo peor es que estoy convencido es que incluso en las primeras fases del duro descenso energético aún encontraremos excusas ad hoc para no aceptar la realidad. Solo cuando caiga la careta de tanta hipocresía y cuando vuelva la honestidad a las discusiones podremos hablar de lo que realmente nos pasa en vez de lo que nos gustaría que nos pasase.
Salu2.
AMT
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