MISTERIO DE AMOR
Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a
comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a
dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las
complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero,
tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es
posible hablar así— que en otras verdades de fe.
¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger
la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de
todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo
Amor, su poder realizó todo su querer.
Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace
tiempo, ese razonamiento: convenía —escribe San Juan Damasceno— que aquella que
en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna
corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que aquella que había
llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina.
Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que
aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el
dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase sentado a la
diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a
su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las
criaturas.
Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento
semejante, destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de
gracias de que se encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a
los cielos. Dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo. Es la
explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer
instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre del
poder de Satanás; es hermosa —tota pulchra!—, limpia, pura en alma y cuerpo.
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