Estuvimos en Ortigosa de Cameros, pueblo que conocemos desde que éramos jóvenes. A pesar de conocerlo no deja de sorprenderme. Es uno de esos pueblos trepadores, con la plaza en lo más bajo y las iglesias en lo alto (esto es sobradamente conocido y ocurre en todos los lados), con un puente que une las dos vertientes de un barranco y que parece agarrarlas para que no se vayan cada una por su lado. También tiene unas cuevas que se visitan en el buen tiempo. Sus calles empinadas, sus pasadizos que sostienen viviendas encima, sus empedrados que ayudan a apoyar nuestros pies y antaño los de las caballerías, sus rimeros de leña bien apilada, todo con un aire de riqueza antigua, ahora arruinada...
Pero a un lado de la plaza que preside el roble, rige el bar una rubia joven de ideas claras, ideas cortantes y amenazadoras en estos tiempos de crisis con los culpables sueltos y los falsos profetas llenando los oídos de la gente con profecías y falacias que sólo se pueden creer los sordos. Malditos.
Menos mal que el dibujo y el agua y la pintura evitan que caigamos en la tentación de seguir hablando de estos inútiles.