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sábado, 10 de octubre de 2020

El nacimiento de un nuevo mundo (Día mundial de la Salud Mental)




Genaro se enamoró de aquellas gafas de cristal amarillo. El óptico lo animó a comprarlas asegurándole que cuando se las pusiera vería el mundo de forma diferente. 

Aunque escéptico, siguió las instrucciones al pie de la letra que le indicaban que debía colocárselas sólo durante pocos segundos hasta acostumbrarse. Así lo hizo. Cada vez más ansioso, aguardaba a que se produjera el tan deseado cambio. 

Un día, cuando menos lo esperaba, al mirar por sus cristales amarillos, contempló con estupor que el color de su mundo se había transfigurado. Fue hasta la ventana, el sol, amarillo como los cristales, refulgía con una extraña intensidad, iluminaba tanto que las sombras habían desaparecido. A salir al pasillo, comprobó que los rostros amarillentos de las personas con las que se cruzaba, irradiaban una alegría extrema. Hasta él, siempre miedoso, inseguro y apocado se percibía distinto, poderoso. 

Con sus nuevas gafas de cristales amarillos se sentía el rey de su nuevo universo. Entonces supo que se había producido el cambio. Él era testigo del nacimiento de un mundo diferente, justo lo que anunciaba la publicidad de aquellas lentes, con las que podría enfrentarse a todo y a todos. Decidió no quitárselas jamás.

      —¡Genaro! ¿Otra vez te has puesto las gafas amarillas? ¡Te he dicho mil veces que no te quiero con ellas en la cama que te puedes marear! Quítatelas y prepárate que el psiquiatra pasará a verte en pocos minutos.

domingo, 21 de mayo de 2017

Este jueves un relato: Los colores de nuestro silencio



El color del silencio
Octavio Esteva Navarro
https://artecanario.es/galeria-virtual/mixtas/el-color-del-silencio-1712.html



Acabo de finalizar la lectura de una novela titulada El color del silencio de Elia Barceló. Tras su lectura, muy grata por cierto, me quedé pensando en el título que, casualmente, me llevó a leerla y si había cumplido con lo yo esperaba. 
En efecto, así ha sido. La trama nos acerca a cómo puede ser el color de los secretos, de las palabras no dichas y guardadas para hacer daño, de la palabras omitidas pero sentidas, de la palabras que se quedan entre los labios esperando la ocasión..., o simplemente, de esos momentos de reflexión, que amparados en el silencio se nos tornan en infinitud de colores según nuestro estado de ánimo, nuestras esperanzas y fantasias o el propio devenir que nos masca. 

Y de todo esto versará nuestro próximo jueves. Escribamos en poco más de 350 palabras cómo son Los colores de nuestro silencio.

Las normas ya las conocéis.

¡Os espero a partir del miércoles por la noche con vuestro colores particulares!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Perdido



El frío arrecia y la lluvia empieza a cuajar en diminutos copos que quedan prendidos en su chaqueta. La oxidada cerradura se le resiste. Sam frota sus manos con energía para que entren en calor. Insiste con la llave hasta que logra abrir la puerta de la deprimente habitación. No es la primera vez que se aloja en aquel motel y conoce al dedillo lo que va a encontrar al encender la luz: una vieja cama cubierta por una desgastada colcha de irreconocible color de tantos lavados, un estrecho baño, un viejo televisor y un sillón. Suspira. No puede con su alma.  ¿Cuánto tiempo podrá resistir aquel trabajo, aquella vida errante? Él no está hecho para ir de un lado a otro como una hoja a merced del viento. Cada día en una ciudad distinta y tan sólo el fin de semana en casa, durmiendo en su cama. ¿Cuánto la echa de menos? Tira la maleta y mira el reloj, aún tiene media hora antes de su cita de negocios. Se deja caer en la cama, cierra los ojos y piensa antes de dormirse que debería quitarse la chaqueta. Cuando despierta han trascurrido tres horas. Sale de la habitación con rapidez, hecho una calamidad. Nervioso llega al bar, nadie espera. Ha perdido otro cliente. Se acerca a la barra y pide un whisky. Lo apura de un trago y se marcha. Sam sube el cuello de su chaqueta, mete las manos en los bolsillos y se pierde en la noche nevada. Sus fatigadas huellas dejan un sucio rastro, único y mudo testigo  de su desesperación.


© MJMoreno 2010




martes, 10 de noviembre de 2009

El último viaje de Elena (III)



El avión se puso en marcha camino de la pista de despegue y Elena se agarró con fuerza a los brazos de la butaca mientras miraba por la ventanilla. De nuevo sintió palpitar su corazón. Desde hacía días, ese órgano  poseía un ritmo propio que ella era incapaz de controlar. De pronto, una mano se posaba sobre la suya y giró la cabeza.
—No te preocupes. Cierra los ojos y verás que estupenda sensación. No hagas caso del ruido. Aíslate y fantasea con unas enormes alas con las que vas a comenzar a volar. Es lo que yo hago siempre.
Elena hizo lo que le aconsejó su compañera y comprobó que llevaba razón. Se sintió como un pájaro, libre de ataduras y con el cielo por morada. Abrió los ojos y le agradeció las indicaciones. Ella le respondió con un entrañable apretón en la mano y una tierna sonrisa.
—Perdona, no me he dado cuenta y te he tuteado —le dijo la chica.
—No importa, vamos a compartir muchas horas en este avión.
Abrió el bolso para coger un pañuelo y vio la tarjeta postal, una instantánea de la Estatua de la Libertad con Nueva York al fondo. La sacó y volvió a leerla de nuevo. “Nunca he podido olvidarte. Nueva York es muy grande y sigo sólo. Siempre te esperaré. Ricardo”. La recibió hacía ya dos años. Desde entonces la mantuvo oculta entre su ropa interior para que Tomás no la descubriera.
—¿Un amigo o un novio? —preguntó la compañera.
Elena la miró extrañada y, sin saber cómo, empezó a relatarle la historia:
—Cuando comencé mis estudios de enfermería me enviaron a la sala de infecciosos. El profesor visitaba los pacientes acompañado por un estudiante de medicina: alto, moreno, y muy guapo. El chico me miró y yo me puse roja como una amapola, con la consiguiente risita por su parte. Después me enteré que se llamaba Ricardo y estudiaba el último curso de la carrera. Desde entonces, cada vez que nos encontrábamos nuestras miradas se cruzaban; y así, poco a poco, nos fuimos enamorando.
—¡Qué emocionante! —dijo ella.
—Es la primera vez que lo cuento. Nadie lo sabe. No sé por qué te doy la lata con estupideces de mi pasado. Discúlpame.
—No. Por favor, sigue. Me interesa mucho tu vida.
Elena no entendía cómo podía sincerarse con una desconocida, pero esa chica tenía algo que invitaba a confiar y ella necesitaba hablar con alguien. Demasiado tiempo en silencio.
—Pasamos unos meses tonteando hasta que me invitó a dar un paseo. Yo acepté de inmediato y nos citamos en el kiosco de la música del parque. Me puse mi mejor vestido y mi compañera de cuarto me peinó con un moño para parecer mayor. Nunca he olvidado la cara que puso cuando me vio aparecer por el paseo de los tilos. Me comía con los ojos y yo me creía la mujer más feliz del mundo. Paseamos durante un buen rato y luego nos escondimos detrás del enorme tronco de uno de los árboles y nos dimos nuestro primer beso. Fue mi primer amor y único amor.
—Has sido muy afortunada al poder sentir algo así.
—¿Tú crees? Cuando terminó el curso y nos despedimos, se me vino el mundo abajo. Además, al llegar a casa supe que mi madre estaba muy enferma. Nunca retomé mis estudios porque tuve que cuidar de ella. Ricardo intentó ponerse en contacto conmigo; mi padre se lo impidió. Su intención era casarme con Tomás, el hijo mayor de una rica familia del pueblo. Y así fue.
Al rememorar aquellos momentos, Elena volvió a sentir un intenso odio hacia su padre. Odio que no le impidió besarle cuando él en su lecho de muerte insistía en que le perdonara. Aprendió a vivir para los demás, a conformarse con lo que tenía.
—¿Qué pasó después?
—Me casé con diecinueve años con un hombre de veintiocho al que no amaba y que me llevó de pueblo en pueblo hasta que consiguió establecerse en Valladolid. Era director de banco. Visité a todos los médicos importantes de la época porque no me quedaba embarazada, hasta que con veinticinco años di a luz a su hijo y dos años más tarde a su hija. Había cumplido con mi función reproductora y comenzaba el cuidado de la prole. Noches de insomnio y días de preocupación sin nadie a mi lado, sin nadie con quien compartir la tristeza o la alegría; pero, eso sí, siempre dispuesta al requerimiento de mis funciones como esposa cuando a él se le antojaba. Así durante treinta y seis años. Sin personalidad propia, siendo sólo la mujer de Tomás. Hace dos años, recibí esta postal de Ricardo. La guardé como si fuera mi mejor trofeo. Aún me recordaba y me esperaba.
—¿Vas a buscarle?
—Sí. Aunque no tengo ninguna dirección. Sólo sé que trabaja en un hospital de allí. Pero no importa. Es el momento de comenzar a vivir. Cuando tomé la determinación de marcharme, sentí una gran liberación. Volvería a ser yo. Volvería a amar.
—¿Qué te hizo decidirse?
—Recibí un sobre.
—¿Cómo?
—Cogí del buzón un sobre a mi nombre que contenía un DVD, en el que habían filmado a mi orondo marido manteniendo relaciones sexuales con diversas mujeres relativamente jóvenes, en distintos lugares semipúblicos. Algún enemigo suyo había hecho un buen trabajo.
—¿Le dijiste algo?
—Nada. No merecía la pena. Además, no quería que me embaucara con su excelente palabrería. Lo guardé y en una semana, sin que se diese cuenta, lo preparé todo. Ayer, después de sacar el dinero que teníamos en la cuenta común, cogí el AVE a Madrid. Y aquí estoy.
—Has sido muy valiente.
—¡Qué va! Estoy muerta de miedo. No quería seguir viviendo en una mentira. Nunca le he querido y quizás tampoco él a mí. Lo poco que me quede de vida, quiero estar con Ricardo. Sé que ya no será el mismo, como yo tampoco lo soy; pero lo que surgió entre nosotros era sincero y puede resurgir, ¿no crees?
—El amor es lo mejor de la vida. Con amor nunca te sentirás sola.
—He tenido mucha suerte de que te sentaras a mi lado. Qué extraño es el destino. Siendo tan joven como eres y sin conocerte de nada he logrado contigo más confianza que con nadie en toda mi vida. Me alegra saber que piensas como yo. Voy a la búsqueda de mi primer amor. Me siento feliz. ¡Uff! ¡Qué sueño me está entrando! Llevo una semana que no pego ojo.
—Aprovecha para dormir. El viaje es largo. Sujeta con fuerza la postal y soñarás que estás con Ricardo.
—Gracias, eres un encanto. Despiértame cuando lleguemos, por favor.

El Mundo
Europa Press
Pasajera muere en un vuelo de Madrid a Nueva York.
E.G.J. mujer, de cincuenta y cinco años de edad, fue encontrada muerta en el asiento que ocupaba en el vuelo IB 6251 que salió ayer por la mañana de Madrid con destino a Nueva York. La pasajera viajaba sola, según hemos sabido. Interrogado el sobrecargo, manifestó que la tripulación pensaba que dormía y, dado que los asientos contiguos a ella no fueron ocupados, no se percataron de lo que sucedía hasta que el avión tomó tierra y se acercaron a despertarla. A la espera del dictamen médico tras la autopsia, todo parece indicar que fue un fallo cardíaco la causa del deceso.

FIN

lunes, 9 de noviembre de 2009

EL último viaje de Elena (II)




Ahora, sin embargo, estaba aterrada, aunque el miedo disminuía a la vez que aumentaba la distancia entre ella y el asunto que la había forzado a tomar la decisión más importante de su vida.
En la agencia de viajes le habían reservado una habitación en un hotel cercano a Barajas. Hasta él llegó en un taxi y con una única maleta por equipaje. Se metió en la cama sin cenar. Llevaba una semana con insomnio. De un lado, la ansiedad que le provocaba el viaje que iba a emprender, y de otro los acontecimientos que acaecieron, suponían un lastre del que difícilmente podía librarse. Amanecía cuando se levantó harta de dar vueltas en la cama, sintiendo una arcada seca como única manifestación exterior del miedo que la asfixiaba por dentro.
Se vistió con un conjunto de pantalón y chaqueta que había escogido por su comodidad, tal como le habían recomendado para un viaje largo en avión; y cuando se miró al espejo para ponerse algo de maquillaje, comprobó que a pesar de las ojeras su cara seguía siendo agraciada y las arrugas le habían respetado hasta el punto de que solamente unas imperceptibles líneas atravesaban la frente y el entrecejo. Al pasar los dedos por ellas, le vino la imagen de la primera vez que las notó y del estremecimiento que sintió al darse cuenta de que enfilaba la recta final de la vida sin haberla vivido como ella hubiera deseado. A sus cincuenta y cinco años huía, pero no del suceso que la golpeó, sino de sí misma, de su vida de falsedad y aburrimiento, de todo lo que había querido aparentar en los últimos treinta y seis años sin llegar a creérselo ni ella.
Era la última oportunidad. En la nota que le dejó a Tomás antes de partir escribió: “No sólo es culpa tuya”.


A las ocho de la mañana se sentó en un taxi que en quince minutos la dejó en la puerta de la terminal. Se sabía de memoria los pasos que tenía que seguir, pero viajar sola le producía una gran inseguridad. Comprobaba de manera obsesiva que la cremallera del bolso estuviera bien cerrada y no perdía ojo a la maleta, no demasiado grande, donde había metido alguna ropa con la que comenzar su nueva vida.
Cuando entró en la zona de embarque, quedó sorprendida de la cantidad de tiendas. El hecho de llevar encima todo el dinero de la cuenta corriente compartida con Tomás le hacía sentirse poderosa. Sin embargo, por más que buscó no halló nada que fuera de su agrado. Al fondo vio una librería. Una sonrisa iluminó su serio rostro. Una revista y alguna novela eran lo mejor para ayudarle a soportar las ocho horas y media que duraban el vuelo.
Elena descubrió en la lectura una forma de escape a una rutinaria vida. Cuando sus hijos se fueron de casa, el vacío fue tan inmenso que creyó morir, unas veces de nostalgia y otras de aburrimiento. Gracias a La casa de los espíritus, de Isabel Allende, que por casualidad su hija dejó olvidada en el dormitorio, se sintió transportada a otra dimensión. Desde entonces, cuando comenzaba a leer una novela dejaba de ser ella y se identificaba hasta tal punto con la protagonista que a partir de ese instante era ella la que reía, odiaba, amaba, disfrutaba del mayor placer o se ahogaba en un mar de lágrimas.
El sol entraba como una lengua de fuego por los grandes ventanales de cristal invadiendo de luz y calor la sala de embarque del vuelo de Iberia 6251 con destino Nueva York. Aún faltaban treinta y cinco minutos, según marcaba el panel situado sobre el dintel de la puerta. Varios niños corrían nerviosos de un lado a otro sin que sus padres pudieran sujetarlos. En la cuarta fila de asientos, algo alejada de la puerta, se sentaba Elena intentando leer. Sus ojos se posaban en la página, aunque era incapaz de entender lo que veía. Su mente se encontraba en otro lugar.
Cuando vio que la gente se levantaba para acceder al avión, hizo lo mismo. En la cola, comprobó una vez más que llevaba la tarjeta de embarque en el bolsillo exterior del bolso y miró por enésima vez el número del asiento. Mientras esperaba nerviosa que le llegara su turno, repasó mentalmente el plan de viaje. Sintió un pellizco de angustia en el pecho al recordar que nunca había montado en avión y su corazón se aceleró de nuevo.
—La tarjeta y el pasaporte, por favor —le pidió la azafata.
—Tome —dijo Elena.
—Gracias y buen viaje.
Se introdujo por el túnel y el corazón comenzó a palpitarle con fuerza una vez más al ver la puerta que daba paso al interior del avión. Ya no había vuelta atrás. Dejaba una vida para empezar otra.
—Bienvenida a bordo. ¿Cuál es su asiento?
—El 11 A —dijo de memoria.
—Debe ir hasta donde se encuentra mi compañera —le indicó el sobrecargo.
Elena agradeció la información y allí se dirigió obediente. La azafata le dijo cuál era y ella se sentó. Se abrochó el cinturón a la espera de conocer al compañero de viaje mientras jugaba nerviosa con las manos y hojeaba, sin mucho interés, su revista.
Una chica alta y guapa con pelo rubio, largo y liso, vestida totalmente de blanco recorría el pasillo mirando los números de asiento. Elena deseó con todas sus fuerzas que fuera su compañera de butaca y cuando comprobó que así era sintió que todo saldría bien. La incertidumbre desapareció y volvió a sonreír.
—Creía que no llegaba a tiempo —dijo mirando a Elena—. El tráfico está cada vez peor. Era imprescindible que cogiera este avión y he tenido que presionar al taxista para que tomase un atajo. Pero ya estoy aquí, que es lo que importa. ¿Viajas mucho? —le preguntó.
—No. Es la primera vez que monto en avión. Sólo he viajado en tren, y poco.
—Yo estoy todo el día de un lado para otro por motivos profesionales. Es muy cansado.
Continuará


EL último viaje de Elena (I)





El aire gélido se estampaba contra la cara de Elena sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Sus manos, ocupadas con cuatro bolsas de la compra para varios días, le impedían abrigarse con la bufanda que colgaba de su cuello.

Llegó al portal de su vivienda y como pudo extrajo la llave del bolsillo de su abrigo. Otro día que vengo cargada como una burra, pensó suspirando. En el portal, guarecida ya de la ventisca, dejó caer la compra en el suelo a fin de reponerse antes de emprender la subida hasta el piso. Al levantar la cabeza comprobó que un sobre de color marrón asomaba por la hendidura del buzón. No podía abrirlo porque su marido se encargaba de recoger el correo. Pensó que alguien podría llevárselo y tiró suavemente de él hasta que consiguió extraerlo. Enfiló la escalera subiendo despacio, como había hecho tantas veces desde que él se empeñó en mudarse a ese piso en un precioso edificio antiguo rehabilitado y sin ascensor.
Nada más entrar en el hall se sintió reconfortada. Dejó lo que llevaba en la cocina, aliviando sus maltrechos brazos. La casa estaba caliente y, al instante, le asaltó la imperiosa necesidad de quitarse la inútil bufanda y el abrigo.
Comprobó en el reloj que había tardado más de lo previsto y se dispuso a guardar la compra antes de comenzar a preparar el almuerzo. Cogió el sobre para llevarlo hasta el escritorio de Tomás y entonces descubrió que iba dirigido a ella. Confundida más que impresionada, lo abrió y extrajo de él un DVD como los que tantas veces había visto a sus hijos.

Cuando Elena cerró la puerta de su casa se le encogió el corazón. Con ese gesto puso punto y final a treinta y seis años de rutinaria convivencia con un hombre al que nunca había amado. Lo que más le dolía era dejar atrás a sus hijos y nietos, pero había llegado el momento. Era inevitable; no estaba dispuesta a seguir con aquella farsa.
Sentada en un moderno AVE que le alejaba vertiginosamente de Valladolid, contemplaba el paisaje que se dibujaba desde la ventanilla. El leve traqueteo del tren le llevó directamente a aquel otro, viejo y destartalado, que la trasladó de Medina del Campo a Valladolid para comenzar sus estudios. Tenía entonces dieciséis años y toda la vida por delante.
Su pensamiento voló a la inolvidable noche en la que a la hora de la cena se le ocurrió comentar que quería seguir estudiando para enfermera. Ninguna mujer de la familia lo había hecho antes. Su destino, según le aclaró su padre, por si no lo sabía, era el matrimonio y, a ser posible, con algún hijo de buena familia en todos los aspectos; sobre todo el económico, lo mismo que habían hecho sus hermanas mayores.
Elena lloraba, desconsoladamente, tumbada sobre la colcha adamascada que cubría la cama noche tras noche. Enfermó y se marchitó como una flor. Siempre seria y entristecida, no tenía fuerzas para respirar, se ahogaba y sólo quería morirse.
La madre, más preocupada que el padre, la llevó a don Nicolás, el médico, que le diagnosticó una neurastenia. Al conocer la causa,  el doctor, muy amigo de su padre, intercedió por Elena convenciéndolo con argumentos a favor de los importantes cambios que se estaban produciendo en el mundo; en poco tiempo todas las mujeres tendrían estudios. Además, le aclaró que la carrera que pretendía estudiar su hija era muy adecuada para una mujer y que debía sentirse orgulloso de que dedicara su vida al cuidado de los enfermos.
Tras unos días de conciliábulo, el padre se ablandó y a la semana siguiente viajaron a Valladolid para formalizar la matrícula. Encontró hospedaje en una residencia para señoritas regentada por monjas, a la que acudieron por recomendación de doña Úrsula, la viuda del farmacéutico, que frecuentemente viajaba a la ciudad para reunirse con su querido hijo que vivía allí desde que terminó los estudios de Ingeniería. A finales de septiembre, con una maleta de cuero que había rescatado del desván de su casa, se montaba en el tren con más ilusión que miedo...
Continuará


Dibujo de Gustav Klimt, tomado de: http://mash.net78.net/blog/category/ARTE/pintura/

FELIZ AÑO 2024

  7 meses sin escribir en el blog y vuelvo como en años anteriores con deseos de compartir que esta comunicación ocasional no se termine. Ha...