Alva Myrdal, la niña curiosa, se escondía bajo la mesa durante las reuniones políticas de su padre. Allí, entre las botas embarradas y las voces de los hombres, aprendió el arte del escuchar, que es también el arte del comprender. Fue la primera mujer en ocupar un alto cargo en la ONU, dirigiendo el Departamento de Asuntos Sociales. Se convirtió en la única ministra de Desarme del mundo.
Su feminismo era sereno pero firme, como un río que no se detiene. Fundó Mujeres por la Paz y dedicó dos décadas al desarme nuclear, luchando en la mesa de negociación como una guerrera sin espada.
En 1982, recibió el Premio Nobel de la Paz. Tenía 80 años y estaba cansada. Lo dijo en su discurso: "Creo que el mundo está enfermo." Y lo estaba, pero gracias a ella, quizá un poco menos.
Murió cuatro años después, dejando un legado que no se mide en estatuas, sino en derechos conquistados. Su semilla está hoy en cada hospital público, en cada escuela gratuita, en cada mujer que puede hacer algo más que sobrevivir.
Alva Myrdal, sí, Alva Myrdal, un nombre que hoy parece el epígrafe de un libro de historia o la placa de una calle limpia en Estocolmo. Pero no, su vida no cabe en un manual, ni en la memoria solemne de un acto oficial. Alva Myrdal fue más que un nombre: fue un siglo entero luchando contra sí mismo. La llamaron "la mujer más moderna de su tiempo", pero ese título, con su oropel de elogio fácil, nunca hizo justicia a su verdadera estatura. Fue la mujer que supo mirar el futuro y, con una paciencia infinita, construirlo. Alva Myrdal, una mujer, una diosa, una rebelde