Opinión | Tribuna
The Economist dixit
Se está produciendo una guerra soterrada, desde hace tiempo, por el dominio del poder
En este mundo convulso de la política donde se priorizan cuestiones de puro partidismo como caballo de batalla de una confrontación fratricida en la lucha por el poder, a veces, surgen noticias que siembran sosiego y aportan cierta dosis de alegría.
Soy consciente de que se está produciendo una guerra soterrada, desde hace tiempo, por el dominio del poder, como es habitual en el mundo de la política, pues acceder al mismo es la esencia y motivación principal de todo partido político. Es un sano ejercicio en democracia presentar un proyecto al votante para que lo avale y poder llevarlo a efecto, si es posible, en función del resultado electoral. No siempre se puede implementar ese proyecto, pues ese resultado será determinante. Según la representatividad habrá que pactar o no con unos u otros y ceder a algunas pretensiones de acuerdo a la fuerza representativa que tenga cada cual. En el caso español, la irrupción de partidos más vehementes y escorados a los extremos está condicionando no solo la política, sino las formas y su repercusión en los demás partidos; muestra de ellos son los pactos del PP con Vox por un lado y por otro los del PSOE con Junts, ERC, PNV, Bildu, Podemos, Sumar para acceder al Gobierno. En todo caso se está demostrando la complejidad de conformar y mantener acuerdos, no ya de legislatura, sino para ir tirando en el día a día de la política nacional y local. Son pactos, en muchos casos de conveniencia partidista, donde cada uno negocia para sacar el máximo provecho para sus intereses de partido.
La mejor gobernanza
Las negociaciones y acuerdos deberían ser una práctica normal, madura y sensata desde el ejercicio democrático con la pretensión de alcanzar la mejor gobernanza. Pero en este país, de puro cainismo, se practica una política abyecta y desleal que tiene más intención de evitar la buena gobernanza del otro que el bienestar del ciudadano; es decir, hago fracasar al gobernante para que, en su desesperación, el votante me otorgue su gracia en las próximas elecciones y, además, que esa confianza sea tal que me deje manos libres para hacer lo que considere más oportuno sin compromiso previo.
En todo caso, la necesidad del pacto, el obstruccionismo, la descalificación y persecución incluso judicial y un sinfín de actitudes y conductas manifiestas, nos han llevado a esta situación de fango y lodo donde todo vale y lo importante es ganar el relato, en lugar de tener la razón. El uso de los medios de comunicación, de redes sociales, de estrategias de marketing y consignas generales desvirtúan el debate y, obviando lo esencial, se centran en lo secundario como elemento prioritario, tal vez con la intención de hurtarnos la discusión de lo interesante, de lo que se cuece entre bastidores.
En ese combate desleal todo cabe, incluso la judicialización de la política. Si bien los actos políticos deben someterse al imperio de la ley y, en caso de transgredirla, rendir cuentas, se están dando determinadas denuncias y procesos judiciales utilizados como forma de acoso y derribo por el oponente, que ya prejuzga la culpabilidad sin sentencia previa. Sorprende, por otro lado, la diligencia procesal para con unos y la menos diligente con otros… pero eso es cuestión del juez que es quien determina los tiempos, aunque ello sea criticable. La consecuencia de dilatar los procesos es la llamada ‘pena de telediario’, donde los venales acusan y condenan de antemano al presunto reo en función del interés político al que sirven o están atados.
Galimatías
En suma, todo este galimatías en que nos han metido los políticos desde sus intereses partiditas, parece que pretende llevarnos a la desafección, al desaliento, a la desesperanza y al convencimiento de que España es un desastre, un caos, que nos aboca al abismo y la ruina más absoluta, como ya planteó Feijóo cuando llegó, de rebote, a la presidencia del PP, dibujando un panorama económico tremendamente pesimista: «La situación es muy compleja. Ya no estamos hablando de síntomas, sino de hechos claros. Nos dirigimos, todavía con mayor intensidad, a una profundísima crisis económica», dijo. Estas palabras sembraron el desconcierto y la preocupación entre la ciudadanía, pero, por suerte, respondían más a un deseo que a un análisis racional de la situación real. Feijóo tiene poco futuro como profeta y una escasa capacidad de análisis. Era un mensaje desestabilizador que no se pudo sostener, aunque persista de forma soterrada en su discurso.
Oír las disertaciones que se prodigan en el Parlamento sí que nos lleva a la preocupación por la democracia. Cada miércoles ya sabemos que no se trata de aclarar nada sino de sembrar algo, implantar un relato de una realidad interesada, muy cuestionable, que consiga un propósito determinado. El discurso reiterativo del PP sobre la fragilidad de la coalición de gobierno, y los desencuentros con sus aliados, es ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio, pues sus gobiernos autonómicos ya han colapsado en su alianza con Vox que le anda a la caza y captura del voto, navegando, empujado en la popa, por los vientos del trumpismo que soplan desde allende el Atlántico. Mientras, en la cofa del mástil de mesana, Ayuso vigilante, observa la maniobra, e interviene según le interese, dando las orientaciones o advertencias oportunas, que el capitán asume sin rechistar y obra en consecuencia, no vaya a ser que acabe lanzado por la borda como ya le ocurriera al anterior.
Precipicio
Por tanto, el discurso sostiene que estamos al borde del precipicio, de la debacle inminente provocada por «el peor gobierno de los últimos 80 años», según diría un portavoz de Vox, aplaudido por el propio PP en esa guerra de asalto al poder. Todo va mal, todo es un desastre, todo es corrupción, el Gobierno es corrupto, etc. Yo no creo que el Gobierno de Sánchez sea más corrupto que el de Madrid, Andalucía, Valencia o cualquier otra comunidad autonómica. Habrá casos puntuales, no lo dudo y además están constatados, que ya andan en los juzgados, de los que esperamos una sentencia ejemplar, tanto en el ámbito central como autonómico.
Y de golpe, en este mar de desasosiego, confusión y tribulaciones, aparece un punto de luz que esclarece la pertinaz oscuridad. ‘The Economist’ sitúa a España como la mejor economía de la OCDE en 2024. La revista británica elabora esta clasificación a partir del PIB, la inflación, el retorno bursátil, el desempleo y el balance fiscal. Uno ya sospechaba, al tomar el pulso social, que aquel discurso no casaba con lo observado en nuestras calles. El consumo, los viajes, las calles, las terrazas, las ciudades tanto del interior como de la costa, llenas de turistas, etc. El flujo económico es considerable y cada vez se ven más españoles viajando por el mundo, cuestión que he constatado personalmente. Eso no quiere decir que no haya segmentos de la población que lo estén pasando mal, pues la macrocifras van bien pero la cosa está mal distribuida y persisten las diferencias, cada vez más amplias, entre pobreza y riqueza. Ahí están los problemas sobre los que hay que debatir…
Por eso hace falta una política donde la justicia social prevalezca, donde la distribución de la reta y los impuestos sea más razonable. Aquí es donde se da la clave. Sueldo bajos con menor coste de producción o sueldos altos con mayor capacidad de consumo. Una economía especulativa al servicio de grandes corporaciones o una economía humanista productiva al servicio de la ciudadanía. De eso se trata en el fondo, unos van por un lado y los otros por otro. De nuestro voto depende la dirección que se tome. Lo que se juega entre bastidores es el dominio del poder para reorientar la política en beneficio de unos cuantos o de todos.
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