Daniel Goleman
Focus
Desarrollar la atención para alcanzar la excelencia
En este esperado libro, el psicólogo y periodista Daniel Goleman, autor del best-seller mundial
Inteligencia emocional, nos ofrece una visión radicalmente nueva del recurso más escaso y
subestimado de nuestra sociedad, una capacidad que resulta ser el secreto para la
excelencia: la atención.
Las personas que logran un máximo rendimiento (ya sea en los estudios, los negocios, el
deporte de competición o las artes) son precisamente aquellas que cultivan formas de
focalización o de meditación inteligente.
Combinando la investigación de vanguardia con conocimientos prácticos, Focus profundiza
en la ciencia de la atención en todas sus variedades (el foco interno, el foco en los demás y el
foco exterior). En la era de la distracción permanente, Goleman sostiene convincentemente
que ahora más que nunca tenemos que aprender a cultivar la atención, tanto como forma de
autocontrol, de mejorar la empatía o para comprender la complejidad que nos rodea.
Título original: Focus
Daniel Goleman, 2013
Traducción: David González Raga y Fernando Mora
Diseño de portada: Romi Sanmartí
Para el bienestar de las generaciones venideras
1. La facultad sutil
Ver a John Berger deambulando por el primer piso de un centro comercial del Upper East Side de
Manhattan mientras observa a los clientes es un ejemplo palmario de atención en acción. Vestido con
una anodina chaqueta negra, camisa blanca, corbata roja y el walkie-talkie siempre en la mano, ese
vigilante de seguridad va de un lado a otro sin dejar de observar a los posibles compradores. No en vano
se le conoce como «los ojos del centro comercial».
El suyo no es un trabajo sencillo en la planta de un centro comercial en la que acostumbra a haber al
menos 50 personas. Y, mientras van de joyería en joyería, rebuscan entre los bolsos de Prada o se
detienen a examinar las bufandas de Valentino, John no les quita ojo de encima.
La danza que John ejecuta en esa pista es todo un ejemplo de movimiento browniano. Su mirada se
posa unos segundos en el mostrador de los bolsos; luego se desplaza a un lugar, situado cerca de la
puerta, que le proporciona una amplia perspectiva y, finalmente, se acerca a un rincón, desde el que
puede echar un discreto vistazo a un trío que se le antoja sospechoso.
Así es como los clientes, interesados por las mercancías, permanecen ajenos al escrutinio continuo
al que John los somete.
Como dice un proverbio indio: «cuando un carterista se encuentra con un santo, solo ve bolsillos», y
John, del mismo modo, entre una muchedumbre, solo ve carteristas. Su mirada es una especie de foco
luminoso, de modo que no resulta nada difícil imaginar su rostro transformado en un gran globo ocular
que recuerda a un cíclope. John parece, en este sentido, la encarnación misma de un faro.
Pero… ¿qué es lo que John busca? Los indicios que le advierten que está a punto de cometerse un
robo son, según me dice, «una forma especial de mover los ojos, un cierto movimiento corporal, esos
clientes que se desplazan como si de una piña se tratara, o aquel otro que no deja de echar miradas
furtivas a su alrededor. Llevo tanto tiempo haciendo esto que detecto los signos de inmediato».
Cuando John dirige su atención hacia uno de los 50 clientes, ignora a los otros 49 —y todas las otras
cosas—, lo que, en medio de tal océano de distracciones, constituye una auténtica proeza de
concentración.
Esa conciencia panorámica, que alterna con la búsqueda continua de indicios reveladores, requiere
del concurso de formas de atención muy diferentes (desde la atención selectiva hasta la alerta, la
orientación y el modo adecuado de gestionarlo todo), cada una de las cuales constituye una herramienta
mental fundamental que se asienta en una red concreta de circuitos cerebrales .
La búsqueda continua de eventos que nos ayudan a permanecer atentos fue una de las primeras
facetas de la atención en recabar el interés de la ciencia. Y esa investigación se agudizó, durante la II
Guerra Mundial, acicateada por la necesidad militar de contar con operadores de radar que pudiesen
permanecer atentos muchas horas y por el descubrimiento de que hacia el final de su vigilancia, la
atención se rezagaba y se les escapaban más señales.
Recuerdo haber visitado, en plena Guerra Fría, a un investigador financiado por el Pentágono para
estudiar los niveles de vigilancia en periodos de entre tres y cinco días de privación de sueño, es decir,
el tiempo estimado que, durante una supuesta III Guerra Mundial, deberían permanecer despiertos los
militares en algún búnker oculto. Y aunque, afortunadamente, su experimento jamás tuvo que superar la
prueba de la cruda realidad, sus alentadores resultados indicaban que, al cabo de tres o más noches sin
dormir, el ser humano sigue prestando, con la adecuada motivación, una aguda atención (aunque, si la
motivación mengua, no tardará en dormirse).
La ciencia de la atención se ha expandido, en los últimos años, mucho más allá de la vigilancia. Son
las habilidades atencionales, según esta ciencia, las que determinan nuestro nivel de desempeño de una
determinada tarea. Si nuestra destreza en la atención es pobre, también lo será nuestro desempeño, pero
si, por el contrario, está bien desarrollada, nuestro desempeño puede llegar a ser excelente. De esta
facultad sutil depende, pues, nuestra agilidad vital. Y, por más oculto que en ocasiones esté, el vínculo
entre atención y excelencia se halla detrás de casi todos nuestros logros.
Son muchas las operaciones mentales que requieren de esta facultad. Cabe destacar, entre ellas, la
comprensión, la memoria y el aprendizaje, la sensación de cómo y por qué nos sentimos de un modo
determinado, la «lectura» de las emociones ajenas y el establecimiento de buenas relaciones
interpersonales. Nos centraremos ahora, dejando provisionalmente de lado este determinante invisible
de la eficacia, en los beneficios que conlleva el perfeccionamiento de esta facultad mental y en la
comprensión del mejor modo de conseguirlo.
La atención, en todas sus variedades, constituye un valor mental que, pese a ser poco reconocido (y
hasta subestimado, en ocasiones), influye muy poderosamente en nuestro modo de movernos por la
vida. Y es que, en una curiosa especie de ilusión óptica de nuestra mente, el haz de nuestra conciencia
suele pasarnos desapercibido y solo advertimos el producto final de nuestra atención (es decir, el aroma
del café matutino, esa sonrisa cómplice, aquel guiño o nuestras ideas, buenas o malas).
Aunque su importancia es enorme para navegar por la vida, la atención en todas sus variedades
representa un activo mental menospreciado y poco conocido. Mi objetivo aquí es el de subrayar una
capacidad mental subestimada y escurridiza, indispensable para determinar el escenario de nuestras
operaciones mentales y vivir una vida plena.
Empezaremos nuestro viaje explorando algunos de los ingredientes fundamentales de la atención.
Uno de ellos es la alerta vigilante, tan bien ilustrada por el caso de John con el que iniciábamos este
capítulo. La ciencia cognitiva se ha dedicado a estudiar un amplio abanico de variables ligadas a la
atención, como la concentración, la atención selectiva, la conciencia abierta y el modo en que, para
supervisar y gestionar nuestras operaciones mentales, el control ejecutivo dirige la atención hacia
nuestro interior.
Nuestras capacidades mentales se erigen sobre la mecánica básica de nuestra vida mental. Por una
parte, tenemos la conciencia de uno mismo (fundamento de la autogestión) y, por la otra, la empatía
(fundamento de las relaciones interpersonales), aspectos fundamentales ambos de la inteligencia
emocional. Y la debilidad o fortaleza en estos dominios puede, como veremos, boicotear una vida o una
carrera o allanar el camino, por el contrario, hacia la plenitud y el éxito.
Más allá de estos dominios, la ciencia sistémica nos abre a dimensiones atencionales más amplias
que nos conectan con los complejos sistemas que definen, al tiempo que constriñen, nuestro mundo[2].
Tal foco externo nos enfrenta a la necesidad de conectar con esos sistemas vitales. Pero, como nuestro
cerebro no está diseñado para esa tarea, permanecemos ciegos a los sistemas, lo que explica nuestra
torpeza a la hora de movernos en esa dimensión. Sin embargo, ese conocimiento nos ayuda a entender
el funcionamiento de las organizaciones, de la economía, o de los procesos globales que gobiernan la
vida en este planeta.
Resumamos lo dicho hasta ahora señalando que, si queremos vivir adecuadamente, es necesaria
cierta destreza para movernos en tres ámbitos distintos: el mundo externo, el mundo interno, y el mundo
de los demás.
Los descubrimientos realizados, tanto en los laboratorios de neurociencia como en las aulas, sobre el
modo de fortalecer este músculo tan esencial de nuestra mente, nos traen, en este sentido, buenas
noticias. Y es que bien podríamos considerar la atención como un músculo, que se desarrolla en la
medida en que se ejercita y que, en caso contrario, acaba marchitándose. Veremos el modo en que la
práctica inteligente puede contribuir a desarrollar y perfeccionar el músculo de nuestra atención, o
rehabilitarlo en aquellos casos en que se encuentre infradesarrollado.
Para que los líderes obtengan buenos resultados deben desarrollar estos tres tipos de foco. El foco
interno nos ayuda a conectar con nuestras intuiciones y los valores que nos guían, favoreciendo el
proceso de toma de decisiones; el foco externo nos ayuda a navegar por el mundo que nos rodea, y el
foco en los demás mejora, por último, nuestra vida de relación. Por ello decimos que el líder
desconectado de su mundo interno carece de timón, el indiferente a los sistemas mayores en los que se
mueve está perdido, y el inconsciente ante el mundo interpersonal está ciego.
Y no son solo los líderes quienes se benefician del equilibrio entre estos tres factores. Todos vivimos
en entornos amenazadores en los que abundan las tensiones y objetivos enfrentados tan propios de la
vida moderna. Cada una de estas tres modalidades de la atención puede ayudarnos a encontrar un
equilibrio que nos ayude a ser más felices y productivos.
La «atención», un término derivado de la expresión latina attendere (que significa «tender hacia»),
nos conecta con el mundo modelando y definiendo nuestra experiencia. Según los neurocientíficos
cognitivos Michael Posner y Mary Rothbart, la atención proporciona el mecanismo «que subyace a
nuestra conciencia del mundo y a la regulación voluntaria de nuestros pensamientos y sentimientos»[3].
Anne Treisman, especialista en esta área de investigación, afirma que el modo en que desplegamos
nuestra atención determina lo que vemos . O, como dijo Yoda: «Ten muy presente que tu enfoque
determina tu realidad».
Una encrucijada peligrosa para la humanidad
Aferrada a las piernas de su madre, la cabeza de la niñita apenas si alcanzaba la cintura de aquella,
mientras viajaban en el transbordador que las llevaba de vacaciones a una isla. La madre, sin embargo,
absorta en la pantalla de su iPad, no solo no la hacía caso, sino que ni siquiera parecía darse cuenta de
su presencia.
Una escena parecida se repitió poco después en el microbús que compartí con un grupo de nueve
amigas que iban de escapada de fin de semana. Al minuto de haber tomado asiento en el oscuro
monovolumen, los rostros de todas ellas se iluminaron con el mortecino resplandor de las pantallas de
su correspondiente iPhone o tableta, en un silencio únicamente interrumpido por el ruido sordo de los
teclados, la llegada de un nuevo mensaje de texto o algún que otro comentario esporádico.
La indiferencia de esa madre y el silencio de esas amigas ilustran el modo en que, adueñándose de
nuestra atención, la tecnología entorpece nuestras relaciones. En el año 2006 se introdujo en el léxico
inglés la palabra pizzled (que podríamos traducir como «perplado»), un término que captura la
combinación de los sentimientos de «perplejidad» y «enfado» de quienes ven cómo la persona con la
que están hablando no tiene empacho alguno en sacar su BlackBerry y responder al mensaje que acaba
de recibir. Esta situación, tan molesta como irritante, ha acabado convirtiéndose en la norma.
Y la adolescencia, vanguardia de nuestro futuro, es el epicentro de este movimiento. Durante los
primeros años de esta década, el número de mensajes de texto mensuales por adolescente era, por
término medio, de 3417, el doble exacto que unos pocos años antes, al tiempo que caía en picado el
tiempo que pasaban al teléfono . Los adolescentes estadounidenses envían y reciben hoy un promedio
de más de 100 mensajes de texto al día, unos 10 por cada hora que pasan despiertos. He llegado a ver a
un niño enviando un mensaje mientras montaba en bicicleta.
«Acabo de visitar a unos primos de New Jersey —me contó un amigo—, cuyos hijos poseían todos
los dispositivos electrónicos conocidos. Y, como apenas podía ver sus rostros, tuve que aprender a
distinguirlos por sus coronillas, porque se pasaban el tiempo mirando su iPhone para ver si alguien les
había enviado un mensaje, actualizando su página de Facebook o sumidos en algún que otro videojuego.
Eran completamente inconscientes de lo que sucedía a su alrededor y no parecían poseer grandes
habilidades interpersonales».
Los niños de hoy en día crecen en una nueva realidad, una realidad en la que están muy
desconectados de sus semejantes y mucho más conectados que nunca, por el contrario, con las
máquinas, una situación que, por razones muy diversas, resulta inquietante. Por una parte, los circuitos
sociales y emocionales del cerebro infantil aprenden a través del contacto y la interacción con las
personas con las que se relacionan. Y, como esas interacciones moldean los circuitos cerebrales, el
aumento del tiempo que pasan con los ojos clavados en una pantalla digital, con el consiguiente
detrimento del que dedican a relacionarse con otros seres humanos, no augura nada bueno.
Este compromiso con el mundo digital tiene un coste por lo que se refiere al tiempo pasado en
compañía de personas reales, es decir, en el entorno en el que aprendemos a «leer» los mensajes no
verbales. La nueva camada de nativos de este mundo digital es tan diestra en el uso de teclados como
torpe en la interpretación, en tiempo real, de la conducta ajena, especialmente en lo que respecta a
advertir la consternación que provoca la prontitud con la que interrumpen una conversación para leer un
mensaje de texto que acaban de recibir .
Un estudiante universitario observa la soledad y el aislamiento que acompañan al hecho de vivir en
un mundo virtual de tuits, actualizaciones de perfil y «subir fotos de la cena». Luego advierte que sus
compañeros de clase están perdiendo la capacidad de conversar, y no digamos ya las charlas en torno a
la búsqueda de sentido que tanto pueden enriquecer los años de universidad. «No es posible disfrutar de
ningún cumpleaños, concierto, encuentro o fiesta sin tomarte un tiempo para distanciarte de lo que estás
haciendo» y asegurarte de que tu mundo digital sepa lo mucho que estás divirtiéndote.
Luego están los fundamentos básicos de la atención, el músculo cognitivo que nos permite seguir
una historia, aprender, crear o perseverar en una tarea hasta llegar a concluirla. No cabe la menor duda,
como veremos, de que el tiempo dedicado por los jóvenes a los dispositivos electrónicos contribuye a
desarrollar ciertas habilidades cognitivas… pero también hay que plantearse los déficits emocionales,
sociales y cognitivos que ello acarrea.
Una maestra de segundo de ESO me dijo que, durante muchos años, había estado leyendo el libro
Mithology, de Edith Hamilton, a sucesivas generaciones de alumnos. Se trataba de un libro que les
gustaba mucho, hasta hace cinco años, en que, según me dijo: «Empecé a ver que no les gustaba tanto,
ni siquiera a quienes mejores notas sacaban. Dicen que la lectura es demasiado difícil, que las frases son
muy complicadas y que, para leer una página, necesitan mucho tiempo».
Ella se pregunta si la capacidad lectora de los niños no se habrá visto mermada por los mensajes
cortos que reciben en su teléfono móvil. Y luego concluyó diciendo: «Es difícil enseñar las reglas
gramaticales compitiendo con el juego World of WarCraft».
En el caso más extremo, Taiwán, Corea y otros países asiáticos consideran la adicción de los niños y
los jóvenes a internet (los juegos, las redes sociales y la realidad virtual) como una crisis sanitaria
nacional que los aísla. En torno al 8% de los jugadores estadounidenses de entre 8 y 18 años parece
satisfacer los criterios diagnósticos establecidos por la psiquiatría para diagnosticar la adicción. Y la
investigación cerebral realizada mientras juegan ha puesto de relieve la existencia de cambios en su
sistema neuronal de recompensa semejantes a los que presentan los alcohólicos y los drogadictos[7].
Existen, en este sentido, anécdotas que nos hablan de adictos a los videojuegos que se pasan el día
durmiendo y la noche jugando, sin comer ni lavarse siquiera, y se muestran agresivos cuando algún
familiar tiene la osadía de interrumpirlos.
Los ingredientes de una relación se ponen en marcha cuando dos personas comparten el mismo
foco, lo que provoca una sincronía física inconsciente generadora, a su vez, de buenos sentimientos. Ese
foco compartido con el maestro es el que coloca al cerebro del niño en la mejor disposición para
aprender. Cualquier profesor que se haya esforzado en lograr que la clase preste atención conoce las
dificultades que el alumno tiene, cuando no se tranquiliza ni se centra, para entender una lección de
historia o de matemáticas.
La relación exige dirigir la atención en la misma dirección y compartir, de ese modo, el mismo foco.
Y, dado el océano de distracciones en el que hoy en día nos vemos obligados a navegar, nunca ha sido
mayor que ahora la necesidad de esforzarnos en establecer ese tipo de conexión.
El empobrecimiento de la atención
También hay que tener en cuenta el coste que, para los adultos, ha supuesto esta reducción de la
atención. El representante de una gran cadena de radiodifusión mexicana se quejaba diciendo que:
«Hace unos años, podíamos hacer un vídeo de cinco minutos para presentarlo a una agencia de
publicidad. Hoy no podemos pasarnos del minuto y medio. Si, durante ese tiempo, no hemos logrado
captar su atención, todo el mundo echa mano a su teléfono para ver si ha recibido un nuevo mensaje».
Un profesor universitario, especializado en cinematografía, me contó recientemente que estaba
leyendo una biografía de uno de sus héroes, el conocido director francés François Truffaut. Pero luego
añadió: «No puedo leer más de dos páginas de un tirón, porque tengo la absoluta necesidad de
conectarme y ver si he recibido algún correo electrónico. Creo que estoy perdiendo la capacidad de
concentrarme en cosas serias».
La incapacidad de resistirnos a verificar una y otra vez la bandeja de entrada de nuestro correo o de
nuestra página de Facebook, en lugar de seguir atentos a nuestro interlocutor, desemboca en lo que el
sociólogo Erving Goffman, magistral observador de la interacción social, ha denominado como un
«fuera», es decir, un gesto que transmite a la otra persona el mensaje de que «no estoy interesado» en lo
que sucede aquí y ahora.
Los organizadores del tercer congreso All Things D(igital), celebrado en 2005, se vieron obligados a
desconectar la red wifi de la sala en que se celebraba el evento debido al resplandor de las pantallas de
los ordenadores portátiles, un indicio evidente del poco interés que despertaba, en la audiencia, la
acción que se desarrollaba en el escenario. Como dijo uno de los participantes, se hallaban en un estado
de «atención parcial continua», una especie de estupor inducido por el bombardeo de información
procedente de fuentes de información tan diversas como el orador, los miembros de la audiencia y la
actividad que estaban llevando a cabo en sus portátiles[8]. Son muchos los lugares de trabajo de Silicon
Valley que han tratado de enfrentarse a este problema prohibiendo el acceso a las reuniones con
ordenadores portátiles, teléfonos móviles y otros dispositivos digitales.
Una ejecutiva del mundo editorial me confesó sentirse desbordada, al cabo de un rato de no
comprobar el estado de su teléfono móvil, por «una sensación de discordancia. Echas de menos el
impacto que acompaña a la recepción de un mensaje. Y por más que sepas que no está bien comprobar
tu teléfono cuando estás con alguien, se trata de algo adictivo». Por eso, ha terminado firmando, con su
marido, un acuerdo según el cual: «Apenas llegamos a casa, procedentes del trabajo, guardamos
nuestros teléfonos en un cajón. Y solo los comprobamos cuando la ansiedad empieza a desbordarnos. Y
debo decir que, de este modo, estamos más presentes. Ahora, por lo menos, hablamos».
Nuestra atención se enfrenta de continuo a las distracciones, tanto internas como externas. ¿Pero
cuál es el coste de estas distracciones? Un ejecutivo de una empresa financiera me formuló, en este
sentido, la siguiente reflexión: «Cuando, en medio de una reunión, me doy cuenta de que mi mente se
ha desviado a otro lugar, me pregunto cuántas oportunidades se me habrán escapado».
Un médico amigo me cuenta que, para poder desempeñar adecuadamente su trabajo, sus pacientes
están empezando a automedicarse con fármacos para el trastorno de déficit de atención o la narcolepsia.
Y un abogado me dijo, en este mismo sentido: «Estoy seguro de que, si no los tomara, ni siquiera podría
leer los contratos». Hasta no hace mucho, los pacientes necesitaban una receta para poder conseguir
esos medicamentos que han acabado convirtiéndose en potenciadores rutinarios. Cada vez son más los
adolescentes que aparentan tener síntomas de déficit de atención para conseguir recetas de estimulantes,
una ruta química a la atención.
Y Tony Schwartz, un asesor que enseña a los líderes a gestionar más adecuadamente su energía, me
dijo: «Enseñamos a la gente a ser más consciente del modo en que emplea su atención… que ahora,
todo hay que decirlo, es siempre pobre. La atención ha acabado convirtiéndose en el principal problema
de nuestros clientes».
Ese bombardeo de datos desemboca en atajos negligentes, como el filtrado descuidado del correo
electrónico atendiendo exclusivamente a su encabezado, la pérdida de muchos mensajes de voz y la
lectura demasiado rápida de mensajes y recordatorios. Pero no es solo que el volumen de información
nos deje muy poco tiempo libre para reflexionar sobre su significado, sino que los hábitos atencionales
que desarrollamos nos hacen también menos eficaces.
Esta es una situación ya advertida, en 1977, por Herbert Simon, premio Nobel de Economía.
Mientras escribía acerca del advenimiento de un mundo rico en información, señaló que la información
consume «la atención de sus receptores. De ahí que el exceso de información vaya necesariamente
acompañado de una pobreza de atención»[9].
Parte I: La anatomía de la atención
2. Los fundamentos básicos
Cuando era joven tenía el hábito de hacer los deberes escuchando los cuartetos para cuerda de Béla
Bartók que, pese a resultarme levemente cacofónicos, me gustaban. Conectar con esas notas
discordantes me ayudaba, de algún modo, a concentrarme y aprender más rápidamente, pongamos por
caso, la fórmula del hidróxido de amonio.
Años más tarde recordé, mientras me dedicaba a escribir artículos para The New York Times, esa
temprana experiencia. En el Times, trabajaba en el departamento de Ciencias que, en esa época, ocupaba
un antro, del tamaño de un aula, abarrotado de escritorios en los que se apiñaban más de 10 periodistas
científicos y una media docena aproximada de redactores.
El entorno sonoro del lugar estaba impregnado de una cacofonía no muy distinta a la de Bartók. A
mi lado podía escuchar una charla entre tres o cuatro personas, un poco más allá se oían una o varias
conversaciones telefónicas, mientras los periodistas entrevistaban a sus fuentes y los redactores
preguntaban a voz en grito cuándo esperábamos entregar nuestro artículo. Rara vez, dicho en otras
palabras, se oía, en ese entorno, el sonido del silencio.
Pero ello nunca impidió que entregásemos a tiempo nuestro artículo. Nadie dijo nunca, para poder
concentrarse: «¡Silencio, por favor!». Lo que hacíamos, muy al contrario, era desconectar del ruido y
redoblar nuestra atención.
Esa concentración en medio del ruido es un claro ejemplo del poder de la atención selectiva, la
capacidad neuronal de dirigir la atención hacia un solo objetivo, ignorando simultáneamente un
inmenso aluvión de datos, cada uno de los cuales constituye, en sí mismo, un posible foco de atención.
Eso es lo que William James, uno de los fundadores de la psicología moderna, quería decir cuando
definió la «atención» como «la toma de posesión, por la mente, de un modo claro y vívido, de uno entre
varios objetos o cadenas de pensamientos simultáneamente posibles»[10].
Hay dos tipos de distracción, la sensorial y la emocional. Los distractores sensoriales son muy
sencillos y nos ayudan, por ejemplo, a dejar de prestar atención, mientras leemos, a los márgenes
blancos que enmarcan el texto. O si se da cuenta, por un momento, de la sensación del contacto de la
lengua con el paladar, reconocerá que ese es uno de los muchos datos que su cerebro expurga del
continuo bombardeo de sonidos, formas, colores, sabores, olores y sensaciones de todo tipo que nos
asaltan de continuo.
Más problemáticas resultan las distracciones asociadas a estímulos emocionalmente cargados.
Aunque pueda resultar sencillo concentrarse, en medio del bullicio de una cafetería, en responder un
correo electrónico, basta con oír que alguien pronuncia nuestro nombre, para que ese dato acabe
convirtiéndose en un señuelo emocionalmente tan poderoso que nos resulte casi imposible
desconectarnos de la voz que acaba de pronunciarlo. Nuestra atención se apresta entonces a escuchar
todo lo que, sobre nosotros, se diga, en cuyo caso podemos acabar olvidándonos de responder incluso a
ese correo electrónico.
Por eso, el principal reto al que, en este sentido, todos —aun las personas más concentradas— nos
enfrentamos procede de la dimensión emocional de nuestra vida, como el reciente choque que acabamos
de tener con un conocido y cuyo recuerdo no deja de interferir en nuestro pensamiento. Todos esos
pensamientos afloran por una buena razón, obligándonos a prestar atención a lo que tenemos que hacer
con lo que nos está molestando. La línea divisoria entre la especulación infructuosa y la reflexión
productiva reside en si nos acerca a alguna solución o comprensión provisional que nos permita dejar
atrás esos pensamientos o nos mantiene, por el contrario, obsesivamente atrapados en el mismo bucle de
preocupación.
Nuestra actuación será peor cuantas más interferencias obstaculicen nuestra atención. La
investigación realizada al respecto ha puesto de relieve la existencia de una elevada correlación entre la
frecuencia con que los atletas universitarios ven cómo la ansiedad interrumpe su concentración y su
respuesta en la próxima temporada[11].
El asiento neuronal de la capacidad de permanecer con la atención centrada en un objetivo,
ignorando simultáneamente todos los demás, reside en las regiones prefrontales del cerebro. Los
circuitos especializados de esta región alientan la fortaleza de los datos en los que queremos
concentrarnos (el correo electrónico al que, en el ejemplo anterior, queríamos responder), amortiguando,
al mismo tiempo, los que decidimos ignorar (como la charla de los vecinos de la mesa de al lado).
No es de extrañar que, como la atención nos obliga a desconectar de las distracciones emocionales,
los circuitos neuronales de la atención selectiva incluyan mecanismos de inhibición de la emoción. Esto
significa que las personas que mejor se concentran son relativamente inmunes a la turbulencia
emocional, más capaces de permanecer impasibles en medio de las crisis y de mantener el rumbo en
medio de una marejada emocional[12].
El fracaso, en los casos extremos, en un foco de atención y ocuparnos de otro puede dejar la mente
sumida en las cavilaciones, los bucles de pensamientos repetitivos o la ansiedad crónica. Y ello puede
acabar desembocando en la impotencia, la desesperación y la autocompasión (tan características de la
depresión) o la repetición incesante de rituales o pensamientos como, por ejemplo, tocar la puerta 50
veces antes de salir de casa (propios del trastorno obsesivo-compulsivo). La capacidad de desconectar la
atención sobre una cosa y dirigirla hacia otra resulta esencial para nuestro bienestar.
Cuanto más fuerte es nuestra atención selectiva, más profundamente podremos sumirnos en lo que
estemos haciendo (ya sea que nos veamos conmovidos por una escena muy emocionante de una película
o un pasaje de una poesía muy estimulante). La concentración sume a las personas en YouTube o en su
trabajo hasta el punto de hacerles olvidar la algarabía que les rodea… o las llamadas de sus padres
avisándoles de que la cena está servida.
Podemos, en medio de una fiesta, descubrir a las personas concentradas: son aquellas capaces de
zambullirse en una conversación, con los ojos fijos en su interlocutor, como si estuviesen absortos en
sus palabras, independientemente de que, a su lado, vociferen los Beastie Boys. La mirada de los no
concentrados, por el contrario, deambula a la deriva de un lado a otro, en busca siempre de algo a lo que
aferrarse.
Richard Davidson, neurocientífico de la Universidad de Wisconsin, considera que el hecho de
centrarnos en algo es una de nuestras muchas capacidades vitales esenciales, cada una de las cuales se
asienta en un distinto sistema neuronal, que nos ayuda a navegar a través de la turbulencia de nuestra
vida interna, del mundo interpersonal y de los retos que la vida nos depara[13].
Davidson descubrió que, en los momentos de mayor concentración, los circuitos cerebrales de la
corteza prefrontal se sincronizan con el objeto de esa emisión de conciencia, en un estado denominado
«cierre de fase»[14]. Si, cuando oye un determinado tono, la persona presiona un botón, las señales
electroquímicas procedentes de su región prefrontal se activan en sincronía muy precisa con el sonido
escuchado.
Y, cuanto mayor es la concentración, más fuerte es también la conexión neuronal. Pero si, en lugar
de concentración, lo que hay es una maraña de pensamientos, la sincronía acaba desvaneciéndose[15]. Y
esa pérdida de sincronía es propia también de quienes padecen un trastorno de déficit de la atención[16].
La atención concentrada mejora el aprendizaje. Cuando nos concentramos en lo que estamos
aprendiendo, el cerebro relaciona la nueva información con la que ya conocemos y establece nuevas
conexiones neuronales. Si, mientras usted y un niño pequeño prestan juntos atención a algo, usted lo
nombra, el niño aprenderá ese nombre, cosa que no sucederá en el caso de que la concentración del niño
sea, por el contrario, pobre.
Cuando nuestra mente divaga, nuestro cerebro activa una serie de circuitos relativos a cosas que
nada tienen que ver con lo que estamos tratando de aprender. Por ello es tan difuso el recuerdo de lo
aprendido mientras estamos distraídos.
Desatender
Hagamos ahora un rápido examen:
¿Cuál es el término técnico utilizado para referirnos a la sincronía entre las ondas cerebrales y el
sonido escuchado?
¿Cuáles son las dos grandes modalidades de distracción?
¿Cuál es el predictor del resultado de los atletas universitarios?
Si puede responder de memoria a estas preguntas, habrá estado manteniendo, mientras leía, una
atención concentrada. Las respuestas aparecen en las últimas páginas del libro[17].
Si no puede recordar las respuestas, será porque, de vez en cuando, mientras leía, estaba distraído.
Y también debe saber que, en este sentido, usted no es el único. La mente del lector suele divagar
entre el 20 y 40% del tiempo que dedica a la lectura. No es sorprendente que esto tenga, para los
estudiantes, un coste muy elevado, porque la comprensión es inversamente proporcional a la
distracción[18].
Y, en el caso de que el texto contenga algún error como, en el ejemplo, «debemos ahorrar algo de
circo para el dinero», en lugar de «debemos ahorrar algo de dinero para el circo», los lectores seguirán
leyendo, el 30% de las veces, aun cuando no estén distraídos, hasta caer en cuenta del error, un
promedio de 17 palabras más.
Cuando leemos un libro, un blog o cualquier narración, nuestra mente elabora un modelo o red
mental que nos conecta con el universo de modelos almacenados que giran en torno al mismo tema y
nos ayuda a dar sentido a lo que estamos leyendo. En esa amplia red de comprensión descansa el núcleo
del aprendizaje. Cuanto más distraídos estemos durante la elaboración de ese tejido y más largo sea el
lapso transcurrido hasta darnos cuenta de que nos hemos distraído, más grande será el agujero de dicha
red y más cosas, en consecuencia, se nos escaparán.
Cuando leemos un libro, nuestro cerebro establece una red de caminos que encarnan ese conjunto de
ideas y experiencias. Comparemos ahora esa comprensión profunda con las distracciones e
interrupciones características de internet. El bombardeo de textos, vídeos e imágenes y los variados
mensajes que recibimos en línea parecen ser la contrapartida exacta de lo que Nicholas Carr llamaba
«lectura profunda» y que no se caracteriza por la concentración e inmersión en un tema, sino por saltar
de un tema a otro atrapando «factoides» inconexos[19].
Existe el peligro, cuando la educación se adentra en el territorio de la Red, de que la masa de
distracciones multimedia a la que llamamos internet acabe obstaculizando el aprendizaje. Durante la
década de los años cincuenta, el filósofo Martin Heidegger nos advirtió en contra de la amenazadora
«marea de revolución tecnológica» que podría «cautivar, hechizar, deslumbrar y seducir al ser humano
hasta tal punto que el pensamiento calculador acabase convirtiéndose […] en el único tipo de
pensamiento»[20]. Y eso podría desembocar en la pérdida de la modalidad de reflexión llamada
«pensamiento meditativo» a la que Heidegger consideraba la esencia de nuestra humanidad.
Este comentario me parece una advertencia en contra de la mengua de la capacidad, básica para la
reflexión, de mantener ininterrumpidamente un hilo narrativo. El pensamiento profundo requiere de una
mente concentrada. Cuanto más distraídos estamos, más superficiales son nuestras reflexiones, y, cuanto
más breves estas, más triviales también nuestras conclusiones. Es, por tanto, muy probable que, de
seguir Heidegger vivo, se horrorizase ante la necesidad de limitar sus comentarios al estrecho margen
impuesto por 140 caracteres.
¿Ha encogido nuestra atención?
Una orquesta de swing de Shanghái tocaba música lounge en un salón de congresos atestado por cientos
de personas. Y, en medio de toda esa actividad, Clay Shirky, sentado ante una pequeña mesa de bar
circular, no dejaba de aporrear furiosamente el teclado de su laptop.
Hacía años que había entablado contacto con Clay, un estudioso de los medios sociales formado en
la Universidad de Nueva York, aunque todavía no había tenido la ocasión de encontrarme con él
personalmente. Permanecí varios minutos a su derecha, a menos de un metro de distancia, fuera de su
campo de atención, pero al alcance de su visión periférica, si es que prestaba atención a esa banda. El
hecho es que Clay no se percató de mi presencia hasta que pronuncié su nombre, momento en el cual,
sobresaltado, levantó la mirada y empezamos a hablar. La atención es una capacidad limitada y la
concentración de Clay parece coparla por completo hasta que la dirige hacia mí.
«Siete más o menos dos» chunks de información ha sido considerado, desde la década de los
cincuenta, el límite superior del foco de atención, cuando Neal Miller propuso, en uno de sus más
influyentes artículos de psicología, lo que denominó su «número mágico»[21].
Más recientemente, sin embargo, algunos científicos cognitivos han afirmado que el límite superior
es de 4 chunks[22]. Lo que más llamó entonces la limitada atención del público (durante un breve
periodo de tiempo, todo hay que decirlo), mientras el nuevo meme se difundía, fue que la capacidad
mental parecía haber experimentado una contracción de 7 a 4 bits de información. «Se ha descubierto
—proclamó entonces un sitio web dedicado a la ciencia— que el límite de la mente son 4 bits de
información»[23].
Hubo quienes interpretaron ese dato como el merecido castigo por la distracción característica del
siglo XXI, dando así abiertamente por sentada la contracción de esa capacidad mental fundamental.
Pero esa es una interpretación equivocada porque, según Justin Halberda, científico cognitivo de la
Universidad de Johns Hopkins: «La memoria operativa no se ha encogido. No se trata de que, fruto de
la televisión, nuestra memoria operativa se haya reducido», es decir, de que todo el mundo, en los años
cincuenta, tuviese un límite superior de 7 más o menos 2 bits de información y de que, en la actualidad,
ese límite sea de 4.
«La mente, muy al contrario, trata de aprovechar lo mejor que puede sus limitados recursos —
prosigue Halberda—. Por ello apelamos a estrategias que ayuden a la memoria», como agrupar
elementos diferentes (como 4, 6, 0, 0 y 3) en un solo chunk (que puede ser, pongamos por caso, el
distrito postal 46003). «Es muy probable que el límite de una tarea de memoria sea de 7 más o menos 2
bits y que, empleando diferentes estrategias de memoria, ese límite se descomponga en otro de 4 más
menos 3 o 4. Dependiendo, pues, del modo en que los midamos, 4 y 7 son dos límites adecuados».
Y el supuesto de que, durante la multitarea, nuestra atención se «divide», es también, desde la
perspectiva de la ciencia cognitiva, falso. La atención es un canal estrecho y fijo que no podemos
escindir. En lugar de dividir simultáneamente la atención, lo que realmente hacemos es llevarla de un
lado a otro. Es como si hubiese un interruptor que alternase rápidamente la atención entre la modalidad
abierta y la modalidad concentrada.
«El recurso más precioso de un ordenador no está en su procesador, en su memoria, en su disco duro
ni en la red, sino en la atención humana», concluye un grupo de investigación de la Universidad de
Carnegie Mellon[24]. Y la solución esbozada para resolver los problemas generados por este cuello de
botella gira en torno a la minimización de las distracciones. El proyecto Aura [un novedoso sistema de
iluminación destinado a maximizar las probabilidades de que una bicicleta, por ejemplo, sea vista desde
cualquier ángulo] se centra en la eliminación de los problemas técnicos molestos de los sistemas, que
tanta pérdida de tiempo acarrean.
Por más loable que sea, sin embargo, el objetivo de descubrir un sistema de computación sencillo no
nos lleva muy lejos. La solución que precisamos no es tecnológica, sino cognitiva. Y ello es así porque
la fuente de las distracciones no radica en la tecnología, sino en nuestra cabeza.
Y esto es algo que me llevó de nuevo a Clay Shirky y, muy especialmente, a su investigación sobre
los medios sociales[25]. Aunque nadie pueda concentrarse simultáneamente en todo, podemos crear
juntos una atención colectiva que posea un ancho de banda al que cualquiera, cuando lo necesite, pueda
conectarse. Y el ejemplo que, en este mismo sentido, nos proporciona Wikipedia resulta muy ilustrativo.
Como dice Shirky en su libro Here Comes Everybody, la atención (como la memoria o cualquier
experiencia cognitiva) puede ser considerada como una capacidad distribuida entre muchas personas.
«Lo que ahora es una tendencia al alza» indica el modo en que distribuimos nuestra atención colectiva.
Y aunque haya quienes afirmen que el aprendizaje memorísitico o tecnológicamente asistido nos
embota, no debemos olvidar que también puede contribuir a crear una prótesis mental que amplíe el
rango de nuestra atención individual.
Nuestro capital social —y la amplitud de nuestra atención— aumenta en la medida en que lo hace el
número de vínculos sociales que nos proporcionan información crucial, como el conocimiento tácito,
independientemente de que estemos refiriéndonos a un nuevo vecindario o a una nueva organización,
del «modo en que aquí funcionan las cosas». Las relaciones informales pueden convertirse así en ojos y
oídos extras abiertos al mundo o fuentes [en la acepción periodística del término] clave de la guía que
necesitamos para movernos en ecosistemas sociales y de información complejos. Las personas suelen
tener unos cuantos lazos muy fuertes (es decir, amigos en los que confían) y centenares de lazos débiles
(como, por ejemplo, los «amigos» de Facebook). Estos últimos poseen un alto valor como
potenciadores de nuestra capacidad de atención y fuente de comentarios sobre ofertas de trabajo,
ocasiones de compra y posible pareja[26].
La coordinación entre lo que vemos y lo que sabemos enriquece nuestro funcionamiento cognitivo.
Y es que aunque, en un determinado momento, la cuota disponible de memoria operativa sea pequeña,
el monto global de información que podemos recibir y emitir a través de esa estrecha rendija resulta
extraordinario. La inteligencia colectiva de un grupo (es decir, lo que ven muchos ojos) promete ser
mucho mayor que la suma de la inteligencia de los diferentes individuos que lo componen y amplia, por
ello mismo, nuestro foco.
Una investigación, llevada a cabo en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], sobre la
inteligencia colectiva considera que esta capacidad emergente se ve instigada por el modo en que
compartimos nuestra atención en internet. Esta es una afirmación que habitualmente se ilustra con el
siguiente ejemplo: mientras que millones de sitios web orientan nuestra atención hacia nichos muy
estrechos, la búsqueda en la Red favorece la selección y orientación de nuestro foco de atención de
modo que podamos servirnos eficazmente de todo ese esfuerzo cognitivo[27].
«¿Cómo podemos conectar a personas y ordenadores —se pregunta el grupo del MIT en cuestión—
de un modo que aumente nuestra inteligencia colectiva más allá de la de cualquier persona o grupo
aislado?».
O, como dicen los japoneses: «Todos somos más inteligentes que cualquiera de nosotros
aisladamente considerado».
¿Le gusta lo que hace?
La pregunta más importante es: ¿Es usted feliz cuando se levanta para ir a trabajar?
Una investigación realizada por Howard Gardner, de Stanford, William Damon, de Harvard, y
Csikszentmihalyi, de Claremont, se centró en lo que ellos llamaban un «buen trabajo», una combinación
entre la ética (es decir, lo que uno cree que le gusta) y aquello en lo que destaca (es decir, lo que
realmente le gusta)[28]. Las vocaciones de alta absorción son aquellas en las que las personas aman lo
que hacen. El placer y la absorción plena en lo que nos gusta son los indicadores emocionales del flujo.
No es habitual ver, en la vida cotidiana, a personas que se hallan en estado de flujo[29]. Un muestreo
al azar del estado de ánimo revela que, la mayor parte del tiempo, las personas están estresadas o
aburridas y que solo de manera ocasional experimentan lapsos de flujo. El 20%, según parece, de las
personas experimentan momentos de flujo al menos una vez al día y en torno al 15% jamás entran en
dicho estado.
Una de las claves para intensificar nuestra conexión con el estado de flujo consiste en sintonizar lo
que hacemos con lo que nos gusta, como sucede en el caso de quienes tienen la inmensa fortuna de
disfrutar de su trabajo. Las personas con éxito son, independientemente del entorno considerado, las que
han sabido dar con esa combinación.
Son varias, además del cambio de profesión, las puertas de acceso al flujo. Una de ellas consiste en
acometer tareas cuya exigencia se aproxime, sin superarlo, al límite superior de nuestras habilidades.
Otra vía consiste en hacer algo que nos apasione, porque el estado de flujo se ve impulsado por la
motivación. El objetivo último, en cualquiera de los casos, consiste en alcanzar la concentración plena,
porque la concentración, independientemente de la forma en que la movilicemos o del modo en que
lleguemos a ella, favorece el flujo.
El estado cerebral óptimo para llevar a cabo un buen trabajo se caracteriza por la armonía neuronal,
es decir, por la elevada interconexión entre diferentes regiones cerebrales[30]. Los circuitos necesarios
para la tarea en curso se hallan, en ese estado, muy activos, mientras que los irrelevantes, por el
contrario, permanecen en silencio, lo que favorece la conexión del cerebro con las exigencias del
momento. Cuando nuestro cerebro se adentra en esa dimensión óptima entramos en flujo, con lo que
nuestro trabajo, en consecuencia, hagamos lo que hagamos, es excelente.
Las investigaciones realizadas al respecto en el entorno laboral ponen, sin embargo, de relieve que
la gente se halla en estados cerebrales muy diferentes. Fantasean, pierden el tiempo navegando por la
web o YouTube y se limitan a hacer lo imprescindible. Su atención, dicho de otro modo, se halla muy
dispersa. Y esa indiferencia y falta de compromiso se hallan, especialmente en los trabajos poco
exigentes y repetitivos, muy extendidas. Para acercar al trabajador desmotivado al estado de flujo es
necesario intensificar la motivación y el entusiasmo, evocar una sensación de objetivo y agregar una
pizca de presión.
Otro grupo considerable, por el contrario, se halla atrapado en un estado que los neurobiólogos
denominan «agotamiento extremo», en el que el estrés continuo inunda su sistema nervioso con oleadas
de cortisol y adrenalina. De ese modo, su atención no se centra tanto en su trabajo, sino que se fija
obsesivamente en sus preocupaciones, un estado que suele desembocar en el llamado burnout
[quemado].
La atención plena nos abre una puerta de acceso al flujo. Pero, cuando decidimos concentrarnos en
una cosa, ignorando al mismo tiempo el resto, nos enfrentamos a una tensión constante, habitualmente
invisible, entre dos regiones cerebrales muy diferentes, la superior y la inferior.
3. La atención superior y la atención inferior
«Yo dirigí mi atención, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, hacia el estudio de algunas cuestiones
aritméticas —escribió el matemático francés del siglo XIX Henri Poincaré—. Disgustado con mi
fracaso, me fui a pasar unos días a orillas del mar»[31].
Una mañana, mientras caminaba por un acantilado sobre el océano, Poincaré se dio súbitamente
cuenta, de «que las transformaciones aritméticas de las fórmulas cuadrática ternarias indeterminadas
eran idénticas a las de la geometría no-euclidiana».
Los detalles concretos de esa demostración no importan aquí (afortunadamente, porque yo ni
siquiera entiendo los conceptos matemáticos señalados), lo que aquí nos interesa es el modo en que esta
revelación llegó a Poincaré ataviada con los rasgos de «lo breve, lo inesperado y una sensación de
certeza inmediata». O, dicho en otras palabras, se vio tomado por sorpresa.
La historia de la creatividad abunda en este tipo de relatos. Karl Gauss, el matemático del siglo
XVIII, se empeñó infructuosamente, durante cuatro largos años, en demostrar un teorema. Un buen día,
sin embargo, la solución se le apareció «en un súbito fogonazo», sin que pudiera describir el hilo de
pensamientos que conectaron esos arduos años de trabajo con ese destello de comprensión.
¿Pero por qué sorprendernos? Nuestro cerebro cuenta con dos sistemas mentales separados y
relativamente independientes. Uno tiene un gran poder de computación y ronronea de continuo con la
intención de resolver nuestros problemas, hasta que nos sorprende con la solución súbita a una compleja
deliberación. Pero, como opera más allá del horizonte de la consciencia despierta, permanecemos ciegos
a su funcionamiento. Este sistema nos brinda los frutos de su inmensa labor como si procedieran de
ningún lugar y en una multitud de formas, desde establecer la sintaxis de una frase hasta elaborar una
compleja demostración matemática.
Esta forma de atención, que discurre entre bambalinas, suele irrumpir, en ocasiones de un modo
completamente inesperado, en el centro del escenario. Hay veces en que, mientras hablamos por
teléfono estando detenidos ante un semáforo en rojo (el lector debe saber que la parte que se encarga de
conducir se halla, por así decirlo, detrás de la mente), el bocinazo del coche que nos sucede nos advierte
que el semáforo ha entrado en fase verde.
Aunque la mayor parte de este cableado neuronal se asiente en la parte inferior del cerebro (es decir,
en los circuitos subcorticales), los frutos de su esfuerzo afloran súbitamente en nuestra conciencia
avisando al neocórtex (es decir, a los estratos más elevados del cerebro). Fue esta vía procedente de los
estratos cerebrales inferiores la que permitió a Poincaré y Gauss cosechar sus recién mencionados
descubrimientos.
La expresión «ascendente» [o «de abajo arriba»] ha acabado convirtiéndose en la habitualmente
utilizada por la ciencia cognitiva para referirse a las operaciones llevadas a cabo por la maquinaria
neuronal propia del cerebro inferior[32]. Y, por la misma razón, la expresión «descendente» [o «de arriba
abajo»] se refiere a la actividad mental (de origen principalmente neocortical) que controla e impone sus
objetivos sobre el funcionamiento subcortical. Es como si, en este sentido, hubiese dos mentes
funcionando simultáneamente.
La mente de abajo arriba:
es más rápida en tiempo cerebral, ya que discurre en términos de milisegundos;
es involuntaria y automática, porque siempre está en funcionamiento;
es intuitiva y opera a través de redes de asociaciones;
está motivada por impulsos y emociones;
se ocupa de llevar a cabo nuestras rutinas habituales y guiar nuestras acciones, y
gestiona nuestros modelos mentales del mundo.
Y la mente de arriba abajo:
es más lenta;
es voluntaria;
es esforzada;
es asiento del autocontrol, capaz de movilizar rutinas automáticas y acallar impulsos emocionales,
y
es capaz de aprender nuevos modelos, esbozar nuevos planes y hacerse cargo, en cierta medida, de
nuestro repertorio automático.
La atención voluntaria, la voluntad y la decisión intencional emplean los circuitos de arriba abajo,
mientras que la atención reflexiva, el impulso y los hábitos rutinarios lo hacen, por su parte, de abajo
arriba (como sucede, por ejemplo, cuando un anuncio ingenioso o un traje elegante llaman nuestra
atención). Cuando decidimos conectar con la belleza de una puesta de sol, concentrarnos en lo que
estamos leyendo o hablar con alguien, entramos en una modalidad de funcionamiento descendente. El
ojo de nuestra mente ejecuta una danza continua entre la modalidad de atención ascendente (atrapada
por los estímulos) y la modalidad descendente (voluntariamente dirigida).
El sistema multitarea ascendente escanea en paralelo una gran cantidad de entradas, como rasgos de
nuestro entorno que todavía no han llegado a ocupar el centro de nuestra atención y, después de analizar
lo que se halla dentro del rango de nuestro campo perceptual, nos informa de aquello que ha
seleccionado como más relevante. Nuestra mente descendente procesa secuencialmente, en cambio, las
cosas, una tras otra, lleva a cabo un análisis más concienzudo y necesita más tiempo para decidir lo que
nos presentará.
Resulta muy curioso que, en una especie de ilusión óptica, nuestra mente acabe equiparando lo que
ocupa el centro de la conciencia con la totalidad de nuestras operaciones mentales. Pero lo cierto es que
la inmensa mayoría de estas no ocupan el centro del escenario, sino que lo hacen entre el ronroneo del
funcionamiento de los sistemas ascendentes, entre bambalinas, en el trasfondo de nuestra mente.
Gran parte de aquello en lo que la mente descendente cree decidir concentrarse, pensar y planear
voluntariamente —si no todo, en opinión de algunos— discurre, de hecho, por los circuitos ascendentes.
Si se tratara de una película, comenta irónicamente al respecto el psicólogo Daniel Kahneman, la mente
descendente sería «un personaje secundario que se toma por el protagonista»[33].
Con un origen que se remonta a millones de años atrás en la historia de la evolución, los veloces
circuitos ascendentes favorecen el pensamiento a corto plazo, los impulsos y la toma rápida de
decisiones. Las áreas superior y frontal del cerebro y los circuitos descendentes son, por el contrario,
unos recién llegados, porque su maduración plena solo se produjo hace unos centenares de miles de
años.
Los circuitos descendentes agregan al repertorio de nuestra mente talentos como la autoconciencia,
la reflexión, la deliberación y la planificación. Se trata de un foco intencional que proporciona a la
mente una palanca para equilibrar nuestro cerebro. A medida que cambiamos nuestra atención de una
tarea, plan, sensación o similar a otro, se activan los circuitos cerebrales correspondientes. Basta con
evocar un recuerdo feliz para que se estimulen las neuronas del placer y el movimiento; es suficiente
con el simple recuerdo del funeral de un ser querido para que se activen los circuitos de la tristeza, y el
mero ensayo mental de un golpe de golf fortalece, del mismo modo, la activación de los axones y
dendritas que se encargan de orquestar los correspondientes movimientos.
El cerebro humano forma parte de un diseño evolutivo que, pese a ser bastante bueno, no es
perfecto[34]. El sistema ascendente más antiguo funcionó bastante bien durante la mayor parte de la
prehistoria, pero son varios los problemas que actualmente nos provoca su diseño. Se trata de un
sistema que sigue siendo dominante y suele funcionar bien, pero hay casos, como indican, por ejemplo,
las adicciones, las compras compulsivas y los adelantamientos imprudentes, en los que las cosas
parecen salirse de madre.
La necesidad de supervivencia instaló en nuestro cerebro, durante su temprana evolución,
programas ascendentes destinados a la procreación y la crianza y a separar lo que nos resulta placentero
de lo que nos desagrada, para poder escapar así de las amenazas y aproximarnos a las fuentes de
alimento. En el mundo actual, sin embargo, a menudo necesitamos, para contrarrestar esta corriente de
caprichos e impulsos ascendentes, aprender a gestionar la dimensión descendente de nuestra vida.
La balanza de estos dos sistemas se inclina siempre, por una simple cuestión de economía
energética, del lado del platillo ascendente. Los esfuerzos cognitivos, como los impuestos, por ejemplo,
por el aprendizaje de las nuevas tecnologías, requieren atención y exigen un coste energético. Pero,
cuanto más ejercitamos una actividad anteriormente novedosa, más rutinaria se torna y más asumida, en
consecuencia, por los circuitos ascendentes, sobre todo por la red neuronal de los ganglios basales, una
masa del tamaño de una pelota de golf ubicada, como su nombre indica, en la base del cerebro, justo
encima de la médula espinal. Cuanto más ejercitamos una determinada rutina, mayor es la participación
en ella de los ganglios basales, en detrimento de otras regiones del cerebro.
La distribución de las tareas mentales entre los circuitos ascendente y descendente se atiene al
criterio de obtener, con el mínimo esfuerzo, el máximo resultado. Por eso, cuando la familiaridad acaba
simplificando una determinada rutina, su control cambia, en una transferencia neuronal que, cuanto más
se automatiza, menos atención requiere, de descendente a ascendente.
El pico de automaticidad puede advertirse durante el estado de flujo, cuando la experiencia nos
permite prestar una atención sin esfuerzo a una tarea exigente, independientemente de que se trate de
una partida entre maestros de ajedrez, de una carrera de Fórmula 1 o de pintar al óleo. Todas estas
actividades requieren, cuando no las hemos ejercitado suficientemente, una atención deliberada.
Dominadas, sin embargo, las habilidades necesarias para satisfacer la demanda, dejan de imponer un
esfuerzo cognitivo adicional y liberan nuestra atención, que podemos destinar entonces al logro de cotas
más elevadas de desempeño.
Según dicen los auténticos campeones, en los niveles más elevados, cualquier competición con
adversarios que hayan practicado tantas miles de horas como ellos se convierte en un juego mental. El
estado mental es el que determina entonces el grado de concentración y también, en consecuencia, el
grado de desempeño. Cuanto más pueda uno relajarse y confiar en el sistema ascendente, más libre y
ágil se tornará su mente.
Consideremos, por ejemplo, el caso de los quarterbacks, esas estrellas de fútbol americano que,
según afirman los analistas, tienen una «gran capacidad para ver el campo», es decir, para interpretar las
formaciones defensivas que emplean los jugadores del equipo contrario y detectar incluso sus
intenciones. De ese modo, pueden anticiparse a sus movimientos y ganar unos segundos preciosos en
los que elegir al jugador de su equipo que en mejores condiciones se halle para recoger su pase. El
desarrollo de ese tipo de «percepción» (la percepción, por ejemplo, de que hay que esquivar a tal o cual
jugador) requiere de una práctica extraordinaria que, si bien al comienzo exige mucha atención, luego
discurre de manera automática.
No es nada sencillo, desde la perspectiva del procesamiento mental, seleccionar al receptor más
adecuado al que lanzar la pelota cuando uno se halla bajo el peso de varios cuerpos de casi 100 kilos. El
quarterback debe procesar entonces simultáneamente los caminos de acceso a dos receptores distintos,
al tiempo que procesa y responde a los movimientos de los 11 jugadores del equipo contrario, un
desafío solo superable si los circuitos ascendentes están bien engrasados (y que resultaría abrumador si
tuviese que razonar conscientemente cada movimiento).
La mejor receta para el fracaso
Lolo Jones fue ganadora de la carrera femenina de los 100 metros vallas en su camino a la medalla de
oro de los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008. Durante los entrenamientos, saltó sin problemas todas
las vallas con un ritmo despojado de esfuerzo… hasta que algo salió mal.
La cosa fue, al comienzo, muy sutil y consistió en sentir que estaba aproximándose demasiado
deprisa a las vallas. Por ello pensó: «Presta atención a la técnica… Asegúrate de levantar bien las
piernas».
Pero ese pensamiento la llevó a esforzarse un poco más de la cuenta, golpeando la novena de las
diez vallas. Jones no acabó primera, sino séptima y sufrió un ataque de llanto en plena pista[35].
Durante los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 (donde finalmente acabó cuarta), Jones pudo
recordar con toda nitidez el origen de ese fracaso. Y estoy seguro de que, si le preguntásemos a un
neurocientífico cuál es su diagnóstico del error de Jones, respondería algo así: «Cuando, en lugar de
dejar el asunto en manos de los circuitos motores que habían ejercitado esos movimientos hasta el grado
del dominio, empezó a pensar en los detalles de la técnica, dejó de confiar en su sistema ascendente y
abrió así la puerta para que el sistema descendente empezase a interferir desde arriba».
Los estudios cerebrales han puesto de relieve que cuestionar los detalles de la técnica mientras uno
está practicando es, en el caso de un atleta de élite, la mejor receta para el fracaso. Cuando los
futbolistas tienen que pasar velozmente una pelota, zigzagueando a través de una fila de conos,
conscientes del lado del pie con el que controlan el balón, cometen más errores[36]. Y lo mismo sucede
cuando los jugadores de béisbol centran su atención, cuando están a punto de devolver una pelota, en si
mueven el bate de tal o cual modo.
La corteza motora que, en el caso de un atleta experimentado, ha integrado profundamente, después
de miles de horas de práctica, esos movimientos en sus circuitos neuronales, funciona mejor cuando lo
hace por su cuenta sin interferencias de ningún tipo. Cuando la corteza prefrontal se activa y
empezamos a pensar en lo que estamos haciendo —o, peor todavía, en el modo en que lo hacemos—, el
cerebro otorga cierto control a los circuitos que, si bien saben cómo pensar y preocuparse, ignoran el
modo de llevar a cabo el movimiento. Y esa es, independientemente de que se trate de una carrera de
100 metros vallas o de un partido de fútbol o de béisbol, la mejor receta para el fracaso.
Por eso, como me dijo Rick Aberman, director del centro de alto rendimiento del equipo de béisbol
Minnesota Twins: «Centrar exclusivamente la atención, durante la revisión de un encuentro, en lo que
no hay que hacer en la siguiente ocasión es el modo más seguro de obstaculizar el rendimiento de los
jugadores».
Y eso no solo afecta al ámbito de los deportes. Ponerse exquisitamente analítico es un obstáculo
también para otra actividad como hacer el amor. Y un artículo de una revista, titulado «Ironic effects of
trying to relax under stress», nos proporciona un ejemplo más, en este mismo sentido, de los problemas
que acompañan al empeño intencional de relajarse[37].
Relajarse y hacer el amor son actividades que funcionan mejor cuando permitimos que sucedan sin
forzarlas. El sistema nervioso parasimpático, que se activa durante este tipo de actividades, actúa
independientemente del cerebro ejecutivo, que piensa en ellas.
Edgar Allan Poe denominó «diablillo de lo perverso» a la desafortunada tendencia mental a traer a
colación algún tema sensible que uno había decidido no mencionar. Y, en un artículo titulado «How to
Think, Say, or Do Precisely the Worst Thing For Any Occasion», el psicólogo de Harvard Daniel
Wegner explica el mecanismo cognitivo que anima a ese diablillo[38].
Estos errores, afirma Wegner, aumentan cuando estamos distraídos, estresados o, en cualquier otro
sentido, mentalmente cargados. En esas circunstancias, un sistema de control cognitivo, por lo general
destinado a controlar los errores en que hemos incurrido (como «no mencionar tal o cual cosa»), puede
servir involuntariamente de cebo mental, aumentando la probabilidad de incurrir en el mismo error
(«mentando precisamente la bicha»).
Wegner lo llamó un «error irónico». Cuando invitó a unos voluntarios a someterse al experimento de
tratar de no pensar en una determinada palabra descubrió que, cuando se veían presionados a responder
con rapidez a una tarea asociativa, solían pronunciar precisamente la palabra tabú.
La sobrecarga de atención entorpece el control mental. Por eso, cuanto más estresados nos sentimos,
olvidamos los nombres de las personas que conocemos bien, por no mencionar el día de su cumpleaños,
nuestro aniversario y otros datos socialmente relevantes[39].
Otro ejemplo en este mismo sentido nos lo proporciona la obesidad. Los investigadores han
descubierto que la prevalencia de la obesidad en los Estados Unidos durante los últimos 30 años
mantiene una elevada correlación (nada accidental, por otra parte) con el efecto que ha tenido en la vida
de las personas la explosión de los ordenadores y de los dispositivos tecnológicos. La vida inmersa en
distracciones digitales genera una sobrecarga cognitiva casi constante, que desborda nuestra capacidad
de autocontrol… en cuyo caso olvidamos nuestra dieta y, sumidos en el mundo digital, echamos
inadvertidamente mano a la bolsa de patatas fritas.
El error descendente
En una encuesta realizada a psicólogos se les preguntaba si había «algo molesto» que no entendían de sí
mismos[40].
Uno de ellos dijo que, pese a haber dedicado dos décadas al estudio de los efectos negativos que el
clima nublado tiene en nuestra vida, todavía se sentía (a menos que cobrase consciencia de ello) presa,
en ocasiones, de ese estado.
Otro estaba sorprendido por su compulsión a escribir artículos destinados a demostrar lo
desencaminadas que se hallaban algunas investigaciones, pese a que nadie pareciese prestar atención a
sus conclusiones.
Y un tercero dijo que, pese a haberse dedicado al estudio del llamado «sesgo de sobrepercepción de
interés sexual masculino» (es decir, la atribución equivocada, como interés romántico, de lo que no es
más que una muestra de amistad), todavía sucumbe a ese sesgo.
Los circuitos ascendentes aprenden de continuo de un modo tan voraz como silencioso. Se trata de
un aprendizaje implícito que, pese a no entrar nunca en nuestro campo de conciencia, sirve, para mejor
o peor, como timón que dirige nuestra vida.
El sistema automático funciona, la mayor parte del tiempo, bastante bien: sabemos lo que ocurre, lo
que tenemos que hacer, y el modo en que podemos, mientras pensamos en otras cosas, movernos a
través de las exigencias de la vida. Pero también tiene sus debilidades, porque nuestras emociones y
motivaciones provocan sesgos y desajustes en nuestra atención de los que no solo no caemos en cuenta,
sino que ni siquiera advertimos.
Consideremos, por ejemplo, el caso de la ansiedad social. Las personas ansiosas se fijan más,
hablando en términos generales, en las cosas más levemente amenazantes y quienes padecen de
ansiedad social se centran de forma compulsiva, en un aparente intento de corroborar su creencia
habitual de que socialmente son unos fracasados, en los más leves indicios de rechazo (como una
expresión fugaz de disgusto en el rostro de alguien). Y la mayoría de estas transacciones emocionales
discurren por cauces ajenos a la conciencia, llevando a las personas a evitar aquellas situaciones en las
que puedan experimentar ansiedad.
Un método muy ingenioso para remediar este sesgo ascendente es tan sutil que las personas no se
dan cuenta del recableado al que se ven sometidas sus pautas atencionales (como tampoco advirtieron el
cableado original de su sistema nervioso). Esta terapia invisible, llamada «modificación del sesgo
cognitivo» o MSC [CBM, en inglés, de cognitive bias modification], muestra, a quienes padecen
ansiedad social grave, fotografías de una audiencia y les pide que observen la aparición de ciertas luces,
momento en el cual deben pulsar, lo más rápidamente posible, un botón[41].
Los destellos luminosos jamás aparecen en las zonas amenazadoras de la imagen, como los rostros
serios, por ejemplo. Aunque la intervención discurre por debajo del umbral de la conciencia, los
circuitos de abajo arriba aprenden, a lo largo de las sesiones, a dirigir la atención hacia los indicios no
amenazadores. Y aunque, quienes se ven sometidos a este proceso, no tienen el menor indicio de que se
está produciendo una reestructuración sutil de su atención, su ansiedad social disminuye[42].
Este es un uso benigno de esos circuitos. Luego también está la publicidad, porque hay una pequeña
industria de investigación cerebral al servicio del márketing que se dedica al descubrimiento de tácticas
destinadas a la manipulación de nuestra mente inconsciente. Uno de tales estudios ha puesto de relieve,
por ejemplo, que las decisiones de quienes acaban de ver o pensar en artículos de lujo son más
egocéntricas[43].
Uno de los campos de investigación más activos sobre las decisiones inconscientes se centra en lo
que nos lleva a comprar determinados productos. Los especialistas en márketing están muy interesados
en descubrir la forma de movilizar nuestro cerebro ascendente.
La investigación realizada en este sentido ha puesto, por ejemplo, de relieve que, cuando a la gente
se le muestran imágenes de rostros felices que destellan en una pantalla a una velocidad demasiado
rápida como para ser conscientemente registradas (aunque claramente advertidas, sin embargo, por los
sistemas ascendentes), beben más que cuando esas imágenes fugaces presentan rostros enojados.
Una revisión exhaustiva de este tipo de investigación ha concluido que, por más que determinen
nuestras elecciones, las personas somos «fundamentalmente inconscientes» de las fuerzas sutiles del
márketing[44]. Por eso el sistema de abajo arriba nos convierte en marionetas a merced, gracias a cebos
inconscientes, de las influencias externas.
La vida actual parece inquietantemente gobernada por los impulsos; un bombardeo de publicidad
nos induce, de abajo arriba, a desear y comprar hoy lo que no sabemos cómo pagaremos mañana. El
reino de los impulsos lleva a muchos a gastar más de la cuenta y solicitar préstamos que no saben cómo
devolver, y a otros hábitos adictivos, como pasar noche tras noche de fiesta o perder el tiempo ante un
tipo u otro de pantalla digital.
El secuestro neuronal
¿Qué es lo primero que ve usted cuando entra en el despacho de alguien? La respuesta a esa pregunta es
la clave de lo que, en ese momento, está movilizando su foco ascendente. Es muy probable que, si sus
intereses son de tipo financiero, lo primero que llame su atención sea el gráfico de beneficios de la
pantalla del ordenador mientras que, si padece de aracnofobia, se fije en esa polvorienta tela de araña
del rincón de la ventana.
Esos son ejemplos de decisiones subconscientes de la atención. En todas ellas, la atención se ve
capturada cuando los circuitos de la amígdala, centinela cerebral del significado emocional, advierten
algo que, por una razón u otra, les resulta significativo (como un insecto de gran tamaño, un rostro
enfadado o un bebé) y que evidencia la sintonía del cerebro con ese interés instintivo[45]. La reacción
del cerebro medio ascendente es, hablando en términos de tiempo neuronal, mucho más rápida que la
respuesta prefrontal descendente; envía señales hacia arriba para activar las vías corticales superiores
que, alertando a los centros ejecutivos más lentos, los movilizan para prestar atención.
Los mecanismos de atención de nuestro cerebro evolucionaron hace centenares de miles de años
para permitirnos sobrevivir en la jungla de garras y dientes en la que las amenazas que acechaban a
nuestros ancestros se hallaban dentro de una determinada franja visual, cuyo rango de velocidad iba
desde la arremetida de una serpiente al ataque de un tigre. Nosotros hemos heredado el diseño neuronal
de aquellos ancestros cuya amígdala fue lo suficientemente rápida como para ayudarlos a esquivar
reptiles y tigres.
Las serpientes y las arañas, dos especies a las que el cerebro humano está condicionado para
responder alarmado, capturan nuestra atención aun cuando sus imágenes no destellen con la suficiente
rapidez como para ser conscientes de haberlas visto. Su mera presencia activa los circuitos neuronales
ascendentes, enviando una señal de alarma más rápidamente que ante los objetos neutros. Pero, si esas
mismas imágenes se presentan a un experto en serpientes o arañas y capturan su atención, no activan
ninguna señal de alarma[46].
Al cerebro le resulta imposible ignorar los rostros emocionalmente cargados, en especial los
enfadados[47]. Estos tienen mayor relevancia, porque el cerebro ascendente escruta de continuo, en
busca de amenazas, lo que sucede más allá del campo de la atención consciente. Por ello se muestra tan
hábil en detectar, en medio de una multitud, un semblante enfadado. La velocidad del cerebro inferior
para identificar una caricatura con las cejas en forma de V (como los niños de South Park, por ejemplo)
es mucho mayor que la que emplea en descubrir un rostro feliz.
Estamos programados para prestar una atención refleja a «estímulos supranormales», ya sea para
nuestra seguridad, nutrición o sexo, como el gato que no puede sino perseguir un falso ratón atado a una
cuerda. Este es el tipo de tendencias preinstaladas con las que, en un intento de atrapar nuestra atención
refleja, juega actualmente la publicidad. Y es que basta con asociar el sexo o el prestigio a un producto
para activar los circuitos que, por caminos inadvertidos, nos predisponen a comprarlo.
Y nuestras tendencias concretas nos tornan, en este sentido, todavía más vulnerables. De ahí que las
imágenes de escapadas vacacionales que apelan a personas sexy resulten más movilizadoras a las
personas más interesadas por el sexo, y que los alcohólicos sean más susceptibles a los anuncios de
vodka.
Esta captura de la atención preseleccionada ascendente ocurre de un modo tan automático como
involuntario. Estamos más expuestos a que las emociones guíen de este modo nuestra mente cuando
estamos divagando, cuando estamos distraídos o cuando nos vemos desbordados por la información, o
en los tres casos a la vez.
También hay emociones que se disparan. Estaba escribiendo esta misma sección ayer, sentado en mi
despacho, cuando de la nada experimenté un dolor en la parte inferior de la espalda que me dejó
paralizado. Bueno… quizás no salió de la nada, porque había ido gestándose en silencio desde primera
hora de la mañana. Luego, de repente, mi cuerpo se vio súbitamente desgarrado por un dolor que,
originándose en la parte inferior de mi columna, partió mi cuerpo en dos.
Cuando traté de ponerme en pie, el dolor fue tan intenso que me vi nuevamente arrojado a la silla. Y
lo que es peor, mi mente se lanzó entonces a un galope desbocado imaginando lo peor («Me quedaré
lisiado. Tendrán que darme regularmente inyecciones de esteroides», etcétera). Y ese tren de
pensamientos se aceleró todavía más al recordar que, no hacía mucho, un problema en la fabricación de
un fármaco sintético había provocado la muerte por meningitis de 27 pacientes que acababan de recibir
esas mismas inyecciones.
Mientras tanto, acababa de cortar un bloque de texto de un punto relacionado que pretendía pegar en
otro lugar. Pero, cuando mi atención cayó presa del dolor y la preocupación, me olvidé por completo de
todo ello, y el texto acabó perdiéndose en algún agujero negro paralelo al portapapeles.
Los secuestros emocionales están desencadenados por la amígdala, una especie de radar cerebral
que escanea de continuo nuestro entorno en busca de posibles amenazas. Pero, cuando estos circuitos se
centran en algún peligro (o en lo que uno interpreta como peligro, porque a menudo se cometen
también, en este sentido, errores), envían una andanada de señales a las regiones prefrontales a través de
una superautopista de circuitos neuronales ascendentes que dejan al cerebro superior a merced del
inferior. Entonces nuestra atención se estrecha y se aferra a lo que nos preocupa, al tiempo que nuestra
memoria se reorganiza, favoreciendo la emergencia de cualquier recuerdo relevante para la amenaza a la
que nos enfrentamos, mientras nuestro cuerpo, impregnado de las hormonas disparadas por el estrés,
prepara a nuestras extremidades para las respuestas de lucha o huida.
Y, cuanto más intensa es la emoción, mayor es nuestra fijación. El secuestro emocional es, por así
decirlo, el pegamento de la atención. ¿Pero cuánto tiempo permanece atrapada nuestra atención? Eso
depende, al parecer, de la capacidad de la región prefrontal izquierda para calmar la excitación de la
amígdala (hay dos amígdalas, una en cada hemisferio cerebral).
La superautopista neuronal que va desde la amígdala hasta el área prefrontal tiene dos ramas que se
dirigen a las regiones prefrontal izquierda y prefrontal derecha. Cuando nos vemos secuestrados, los
circuitos de la amígdala capturan el lado derecho y pasan a primer plano. Pero la región prefrontal
izquierda también puede enviar señales descendentes destinadas a apaciguar ese secuestro.
La resiliencia emocional se refiere a la prontitud con que nos recuperamos de un contratiempo. Las
personas muy resilientes (es decir, las que más rápidamente se recuperan) pueden experimentar una
activación de la región prefrontal izquierda 30 veces superior a la de quienes son menos resilientes[48].
La buena noticia es que, como veremos en la Parte V, podemos fortalecer los circuitos prefrontales
izquierdos que cumplen con la función de sosegar la amígdala.
La vida en piloto automático
Un amigo y yo estábamos charlando en un restaurante muy ajetreado. Él estaba contándome algo sobre
una cuestión muy intensa que recientemente había experimentado.
Tan absorto se hallaba en su relato que, mientras yo llevaba un buen rato con el plato vacío, él
todavía no había probado bocado. En ese momento, el camarero se acercó a nuestra mesa y le preguntó:
«¿Está el señor disfrutando de su comida?».
Sin darse cuenta siquiera de lo que acababa de preguntarle, mi amigo masculló un despectivo: «¡No!
¡Todavía no!», y prosiguió, sin perder el ritmo, con su historia.
Esa respuesta no se refería tanto, obviamente, a lo que ese camarero le había preguntado, sino a lo
que los camareros suelen preguntar en circunstancias parecidas, es decir: «¿Ha terminado usted?».
Este pequeño error tipifica el aspecto negativo de una vida vivida de abajo arriba (o, como también
podríamos decir, en piloto automático), sin darnos cuenta del momento tal como se nos presenta y
reaccionando, en consecuencia, a lo que está ocurriendo según una pauta fija de creencias. Pero, de ese
modo, se nos escapa el chiste que entraña la situación:
Camarero: «¿Está el señor disfrutando de su comida?».
Cliente: «¡No! ¡Todavía no!».
Volviendo ahora a la época en que la gente hacía largas colas ante la fotocopiadora, la psicóloga de
Harvard Ellen Langer llevó a cabo un experimento en el que alguien se acercaba al comienzo de la fila y
simplemente decía: «Lo siento, pero tengo que hacer varias copias».
Obviamente, todos los que estaban haciendo cola tenían también que hacer varias copias. El
experimento demostró que, quienes se hallaban al comienzo de la cola, no mostraban problema alguno
en dejarlo pasar, lo que constituye, en opinión de Langer, un ejemplo de la falta de atención
característica de la modalidad de piloto automático. Una atención activa, por el contrario, podría llevar a
quienes se encontraban al comienzo de la cola a preguntar si, quien quería hacer esas copias urgentes,
contaba con algún permiso especial para colarse sin guardar el preceptivo turno.
El compromiso activo de la atención es una actividad de arriba a abajo, el mejor antídoto para no
condenarnos a una vida de autómata, como los zombis. En tal caso, podríamos dirigir nuestra atención a
los anuncios, cobrar consciencia de lo que está sucediendo en torno a nosotros y cuestionar o modificar
nuestras rutinas automáticas. Esta atención concentrada y dirigida hacia objetivos inhibe los hábitos
mentales de la distracción. Es, por así decirlo, una atención activa[49].
Así pues, aunque las emociones movilizan nuestra atención, el esfuerzo activo nos ayuda a gestionar
también, a través de los circuitos descendentes, nuestras emociones. Entonces las regiones prefrontales
pueden hacerse cargo de la amígdala y amortiguar su intensidad. Cuando el control descendente de
nuestra atención decide qué ignorar y a qué atender, un rostro enfadado o ese bebé tan encantador
pueden dejar de capturar nuestra atención.
4. El valor de una mente a la deriva
Demos ahora un paso atrás y revisemos lo que, hasta el momento, hemos dicho. Hay, en todo ello, un
sesgo implícito, según el cual la atención focalizada y dirigida hacia objetivos es más valiosa que la
atención abierta y espontánea. Pero la creencia de que la atención debe hallarse al servicio de la
solución de problemas o del logro de objetivos soslaya la fertilidad de una mente moviéndose a su
propio aire.
Lo cierto es que cada forma de atención tiene sus aplicaciones. El mismo hecho de que cerca de la
mitad de nuestros pensamientos sean ensoñaciones espontáneas sugiere la ventaja evolutiva que puede
haber supuesto una mente abandonada a sus propios impulsos[50]. No estaría mal revisar, pues, nuestras
creencias al respecto y admitir la posibilidad de que «una mente errante» no solo puede alejarnos de lo
que nos importa, sino acercarnos también a lo que nos interesa[51].
La investigación cerebral realizada sobre la mente errante nos enfrenta a la curiosa paradoja de que
resulta imposible instruir a alguien para que tenga un pensamiento espontáneo, es decir, para que haga
que su mente divague[52]. Si queremos cazar pensamientos errantes en su estado salvaje, deberemos
buscarlos en su hábitat natural. Una estrategia de investigación, habitualmente utilizada en este sentido,
consiste en preguntar, en algún momento elegido al azar, a una persona cuyo cerebro permanece
conectado a un escáner, lo que está pensando. Este proceso de rastreo nos proporciona una cata de los
contenidos de la mente, en cuyas redes quedan atrapadas gran cantidad de divagaciones.
El impulso interior que nos lleva a alejarnos del esfuerzo concentrado es tan intenso que los
científicos cognitivos han acabado considerando la mente errante como la modalidad «por defecto» del
cerebro, el sistema que opera siempre que no nos hallamos sumidos en ninguna tarea mental. Las
investigaciones de imagen cerebral realizadas han identificado, cuando nuestra mente se aleja de la tarea
que estamos realizando, una activación de los circuitos correspondientes, que se hallan en la región
medial de la corteza prefrontal.
El escáner cerebral nos revela una sorpresa. Dos grandes regiones cerebrales se hallan activas
mientras la mente divaga, una de ellas tiene que ver con la franja medial que, desde hace mucho tiempo,
se sabe que está asociada a la mente a la deriva[53], mientras que la otra (el sistema ejecutivo de la
corteza prefrontal) se había considerado crucial para mantenernos concentrados en una determinada
tarea. Ambas regiones, no obstante, se ven activadas cuando nuestra mente divaga.
Esta situación resulta un tanto confusa. Después de todo, la mente errante se apropia, por su misma
naturaleza, del foco de la tarea que estemos llevando a cabo restringiendo, especialmente en situaciones,
desde lo cognitivo, exigentes, nuestro rendimiento. Esta es una situación desconcertante que los
investigadores han resuelto provisionalmente sugiriendo que la razón por la cual la mente errante
obstaculiza el desempeño puede deberse al hecho de que dedica el sistema ejecutivo a menesteres
ajenos a lo que, en ese momento, importa.
Y esta situación nos lleva de nuevo a los lugares hacia los que la mente suele, en tales casos,
encaminarse, que son nuestras preocupaciones y asuntos personales sin resolver o las cuestiones que
estamos tratando de desentrañar (algo que veremos con más detenimiento en el próximo capítulo). Por
eso, por más que la mente errante influya en el foco de atención inmediato de la tarea que estemos
llevando a cabo, no deja de hallarse también al servicio de la solución de problemas que afectan a
nuestra vida.
Una mente a la deriva libera muchos jugos creativos. Cuando nuestra mente divaga mejora nuestra
capacidad en cuestiones que dependen del destello de la intuición, desde ingeniosos juegos de palabras
hasta invenciones y pensamientos originales. De hecho, las personas muy diestras en tareas mentales
que exigen control cognitivo y poseedoras de una boyante memoria operativa, que les permite resolver
complejos problemas matemáticos, pueden tener problemas, si no saben desconectar de su atención
concentrada, con las intuiciones creativas[54].
Entre las funciones positivas de la mente errante se hallan, además de proporcionar un refrescante
descanso a los circuitos destinados a una concentración más intensa, la generación de escenarios
futuros, la reflexión sobre uno mismo, la navegación a través de las complejidades del mundo social, la
incubación de ideas creativas, la flexibilidad de la concentración, la ponderación de lo que estamos
aprendiendo, la organización de nuestros recuerdos o la simple reflexión sobre nuestra vida[55].
Un breve momento de reflexión me ha permitido añadir un par de funciones más: recordar las cosas
que tenemos que hacer para no vernos arrastrados por la corriente de la mente, y entretenernos; y estoy
seguro de que, si el lector permite que su mente divague, no tardará en descubrir varias funciones más.
La arquitectura de Serendip
Hay un cuento persa que nos habla de tres príncipes de Serendip, «cuya inteligencia y sagacidad les
llevaba a descubrir siempre cosas que no estaban buscando»[56]. Pero así es como suele operar
naturalmente la creatividad.
«Las nuevas ideas no pueden aflorar si no cuentan, por así decirlo, con permiso para ello —me dijo
Marc Benioff, director general de SalesForce—. Cuando era vicepresidente de Oracle, fui a Hawai un
mes a relajarme, lo que me abrió a nuevas ideas, perspectivas y direcciones».
En ese espacio abierto, Benioff se dio cuenta de los posibles usos de la computación en la nube, una
experiencia que lo llevó a abandonar Oracle, alquilar un apartamento y poner en marcha SalesForce
para difundir lo que, en aquel tiempo, era un concepto radicalmente nuevo. Esos fueron los orígenes de
SalesForce, una empresa pionera que acabó convirtiéndose en la punta de lanza de una industria que
hoy en día mueve miles de millones de dólares.
La conciencia abierta constituye una especie de trampolín mental para el avance creativo y la
comprensión inesperada. En la conciencia abierta no hay abogado del diablo, crítico ni juicio alguno,
sino tan solo una receptividad permeable a todo lo que aflora en la mente.
Pero, una vez que hemos experimentado una gran intuición creativa, tenemos que contemplar la
presa concentrándonos en el modo de aplicarla. La serendipia nos abre a nuevas posibilidades que, para
llegar a utilizar adecuadamente, debemos luego perfeccionar.
Rara vez la vida nos presenta sus retos creativos en forma de rompecabezas bien formulados. A
menudo tenemos que empezar reconociendo la necesidad de encontrar una solución creativa. Y es que
la suerte, como dijo Louis Pasteur, favorece a la mente preparada. La ensoñación cotidiana incuba el
descubrimiento creativo.
Un modelo clásico de los estadios de la creatividad señala la existencia de tres modalidades de
atención diferentes: la orientación (en la que buscamos y nos sumergimos en todo tipo de datos), la
atención selectiva a los retos creativos concretos, y la conciencia abierta (en la que nos entregamos a la
asociación libre hasta dar con la solución).
La investigación realizada al respecto también ha puesto de relieve, justo antes de la emergencia de
una intuición creativa, una activación de los sistemas cerebrales implicados en la mente errante
(inusualmente activos, por cierto, en quienes padecen un trastorno de déficit de atención [TDA]).
Comparados con quienes no lo padecen, los adultos con TDA presentan una elevada tasa de
pensamiento original y mayores logros creativos[57]. El empresario Richard Branson, fundador, entre
otras empresas, del imperio construido en torno a Virgin Air, se ha presentado a sí mismo como modelo
de niño exitoso con TDA.
Los Centers for Disease Control and Prevention [Centros para el Control y Prevención de
Enfermedades] afirman que casi el 10% de los niños padecen TDAH [una modalidad de TDA
combinada con hiperactividad]. En el caso de los adultos, la hiperactividad acaba desvaneciéndose,
quedando solo el TDA, un problema que afecta a cerca del 4% de los adultos[58]. Enfrentados a una
tarea creativa (como encontrar nuevos usos para un ladrillo, por ejemplo), el trabajo de quienes padecen
TDA es mejor, pese a sus distracciones, o, mejor dicho, gracias a ellas.
Y quizás tengamos, de todo esto, algo que aprender. En un experimento en el que los voluntarios
debían enfrentarse a la tarea de encontrar nuevos usos, las respuestas de aquellos cuya mente había
estado divagando fueron un 40% más originales que las de quienes habían permanecido concentrados. Y
cuando se pidió a personas de reconocido talento creativo (como artistas o inventores, por ejemplo) que,
descartando la información irrelevante, se centrasen en una tarea concreta, se descubrió que sus mentes
pasaban más tiempo que las de los demás en la modalidad de funcionamiento abierto, un rasgo que
pudo haber influido muy poderosamente en su faceta creativa[59].
En nuestros momentos creativos menos frenéticos, poco antes de la emergencia de una intuición
creativa, el cerebro descansa sobre un foco abierto y relajado, que se caracteriza por la presencia de
ondas alfa. Esto señala un estado de ensoñación cotidiana. Dado que el cerebro almacena, en los
circuitos de amplio alcance, diferentes tipos de información, una modalidad de conciencia abierta y
errante aumenta la probabilidad de asociaciones y combinaciones nuevas que nos abran la puerta a una
serendipia.
Los raperos inmersos en su peculiar variedad asociativa de estilo libre, que les permite improvisar
letras en el momento, presentan una intensificación de la actividad, entre otros, de los circuitos
asociados a la mente errante, lo que posibilita el establecimiento de nuevas conexiones entre redes
neuronales muy alejadas[60]. En tan espacioso ámbito mental es más probable advertir la emergencia de
nuevas asociaciones, la sensación de ¡Ajá! que jalona una intuición creativa o una buena rima.
En un mundo complejo como el nuestro y en el que cada persona tiene acceso a la misma
información, la formulación de preguntas inteligentes y el establecimiento de relaciones nuevas
posibilitan la emergencia de potencialidades desaprovechadas y de nuevos valores. La intuición creativa
implica la articulación nueva y útil de elementos anteriormente desgajados.
Imagine ahora que ante sí tiene una manzana. Vea la pátina de colores que adorna su piel, escuche
su crujido al morderla y la posterior explosión de olores, sabores y texturas. Tómese el tiempo necesario
para experimentar esa manzana virtual.
Es muy probable que, cuando ese momento imaginario aflore en su mente, su cerebro genere un
pico gamma. Ese es un fenómeno bien conocido por los neurocientíficos cognitivos, que suele
presentarse durante las intuiciones creativas y durar milisegundos.
Quizás fuese exagerado ver las ondas gamma como el secreto de la creatividad. Pero el lugar en que
se produce el pico gamma durante una intuición creativa parece muy significativo, porque se trata de
una región asociada a los sueños, las metáforas, la lógica del arte, el mito y la poesía. Todas ellas operan
en el lenguaje del inconsciente, un dominio en el que todo es posible. El método freudiano de la
asociación libre, en el que uno muestra sin censura todo lo que discurre por su mente, abre la puerta a
esta modalidad de la conciencia abierta.
Son muchas las ideas, recuerdos y asociaciones que esperan ser realizadas. Pero la probabilidad de
que la idea correcta conecte con el recuerdo correcto en el contexto correcto —y que todo ello suceda
bajo el foco de la atención— se reduce drásticamente cuando estamos demasiado concentrados o
demasiado distraídos para advertir su emergencia.
Pero hay que tener en cuenta también lo que se almacena en el cerebro de los demás. Durante cerca
de un año, los astrónomos Arno Penzias y Robert Wilson escrutaron, con un equipo nuevo y más
poderoso, la inmensidad del universo. La masa de datos recopilados resultó tan desbordante que, en un
intento de simplificación, empezaron descartando lo que consideraron «ruido» provocado por
deficiencias en el instrumental empleado.
Pero, un buen día, tropezaron con un físico nuclear que les ayudó a entender que lo que, hasta
entonces, habían considerado «ruido» era, en realidad, un eco débil del Big Bang, un descubrimiento
por el que, finalmente, les fue concedido el premio Nobel.
El aislamiento creativo
«La mente creativa es un don sagrado y la mente racional un sirviente fiel —dijo, en cierta ocasión,
Albert Einstein—. Por ello resulta muy curioso que hayamos creado una sociedad que, olvidando el
don, haya acabado honrando al sirviente»[61].
Para muchos de nosotros es un lujo contar, durante el día, con un tiempo propio en el que podamos
tumbarnos y reflexionar. Esos son, por lo que respecta a la creatividad, algunos de los momentos más
valiosos de nuestra jornada.
Pero, si queremos que esas asociaciones rindan un fruto provechoso, necesitamos contar con algo
más, el clima apropiado. Necesitamos dedicar un tiempo también a la conciencia abierta.
El bombardeo continuo de correos electrónicos, escritos y facturas —la «catástrofe completa» de la
vida— nos arroja a un estado cerebral antitético al foco abierto en el que prosperan los hallazgos
fortuitos. El tumulto de nuestras distracciones cotidianas y la lista de cosas por hacer acaban sepultando
la innovación, mientras que la apertura de nuestro foco, por el contrario, la hace florecer. Esa es la razón
por la cual los anales de los descubrimientos están repletos de relatos de intuiciones brillantes en medio
de un paseo, un baño o un largo periodo de vacaciones. El tiempo libre posibilita el florecimiento del
espíritu creativo, mientras que las agendas demasiado estrictas, por el contrario, lo sofocan.
Consideremos el caso del difunto Peter Schweitzer, uno de los fundadores del moderno campo de la
evaluación criptográfica, la encriptación de códigos que, pese a parecer absurdos al ojo no entrenado,
protegen todo tipo de secretos, desde los registros del gobierno hasta el pin de nuestra tarjeta de
crédito[62]. La especialidad de Schweitzer consiste en romper los códigos con un test de encriptación
fácil de usar que nos informa de nuestra vulnerabilidad ante algún hacker malvado que se adentre en
nuestro sistema y nos despoje de nuestros secretos.
Este desafío supone generar un amplio conjunto de nuevas posibles soluciones a un problema
extraordinariamente complejo y probar luego cada una de esas soluciones ateniéndose a un número
metódico de pasos.
Pero el laboratorio en el que Schweitzer lleva a cabo esta intensa tarea no es una sala aislada sin
ventanas y acústicamente aislada. Lo más habitual es que Schweitzer reflexione sobre un código
encriptado mientras da un largo paseo o se tumba a tomar el sol con los ojos cerrados. «Aunque parezca
estar durmiendo una siesta, su cabeza no deja de hacer matemáticas avanzadas —dice un colega—. Se
acuesta a tomar el sol, pero su mente se desplaza a miles de kilómetros por hora».
La importancia de esos aislamientos espaciales y temporales fue el resultado de un estudio de la
Harvard Business School sobre el trabajo interno de 238 miembros de equipos de proyectos creativos
enfrentados a una amplia variedad de tareas innovadoras, que iban desde la solución de complejos
problemas de tecnología de la información hasta inventar utensilios de cocina[63]. El progreso de su
trabajo requiere de un flujo continuo de pequeñas intuiciones creativas.
Las intuiciones no suelen presentarse como descubrimientos sorprendentes ni como grandes
victorias. La clave suele girar en torno a pequeños avances (pequeñas innovaciones y soluciones a
problemas preocupantes), pasos concretos que nos acercan a un objetivo mayor. Las intuiciones
creativas florecen mejor cuando las personas tienen objetivos claros y libertad también en el modo de
alcanzarlos. Y, lo más importante todavía, tienen suficiente tiempo libre para pensar. Ese es el entorno
más favorable para incubar la creatividad.
5. La búsqueda del equilibrio
«La facultad de recuperar voluntariamente, una y otra vez, la atención errante, se halla en la raíz misma
del juicio, el carácter y la voluntad», observó William James, el fundador de la psicología americana.
Pero, como ya hemos visto, la probabilidad de que, cuando le preguntemos a alguien si está
pensando en algo distinto a lo que está haciendo, esté divagando, es del 50%[64].
Y esa probabilidad varía mucho en función de la actividad que estemos llevando a cabo. Una
encuesta realizada al azar en la que participaron miles de personas puso claramente de relieve que la
atención al aquí y ahora aumentaba al máximo cuando los interesados estaban haciendo el amor (al
parecer hubo quienes, en tan complicadas circunstancias, respondieron a esa encuesta a través de una
aplicación para el teléfono móvil). La segunda actividad que más activaba la atención era el ejercicio
físico, seguido de hablar con alguien y, luego, jugar. La modalidad más errante de la mente, por el
contrario, era más frecuente en el trabajo (una conclusión de la que los empresarios deberían tomar
buena nota), estar ante un ordenador o durante los desplazamientos de ida o vuelta al trabajo.
El estado de ánimo de las personas cuando su mente divaga tiende, hablando en términos generales,
hacia lo displacentero, hasta el punto de que pensamientos con un contenido aparentemente neutro se
ven ensombrecidos por una carga emocional negativa. Pareciera como si la mente errante fuese, en parte
o casi totalmente, una de las causas de la infelicidad.
¿Dónde van nuestros pensamientos cuando no estamos pensando en nada en concreto? Básicamente
se trata de pensamientos sobre nosotros. El «yo», según William James, gira en torno a nuestra
sensación de identidad enhebrando fragmentos tomados al azar en una narración coherente de nuestra
vida. Este relato centrado en el yo acaba creando, más allá de nuestra experiencia cambiante instante
tras instante, una sensación ilusoria de permanencia.
El «yo» refleja la actividad de la modalidad por defecto, ese generador de la mente inquieta y
perdida en una corriente serpenteante de pensamientos que poco o nada tienen que ver con la situación
presente y tienen mucho, en cambio, que ver con uno mismo. Esa es la modalidad que asume la mente
cuando descansa de cualquier actividad concentrada.
Dejando a un lado las asociaciones creativas, la mente errante tiende a centrarse en el yo y en sus
preocupaciones, es decir, en todas las cosas que hoy tengo que hacer, en las cosas equivocadas que le
he dicho a tal persona o en lo que, por el contrario, debería haberle dicho. Y es que, aunque haya
ocasiones en que la mente gravite alrededor de pensamientos o fantasías placenteras, lo más habitual es
que lo haga en torno a cavilaciones y preocupaciones.
La región medial de la corteza prefrontal se activa a medida que la cavilación y el diálogo interno
generan un trasfondo de ansiedad de bajo nivel. Durante la concentración plena, sin embargo, una
región cercana, la corteza prefrontal lateral, inhibe el área medial. Nuestra atención selectiva
deselecciona entonces los circuitos ligados a las preocupaciones emocionales, la modalidad más
poderosa de distracción. La respuesta activa lo que está sucediendo o cualquier modalidad de foco
activo desconecta el «yo», mientras que cualquier modalidad de foco pasivo, por el contrario, nos
devuelve al terreno tan cómodo como pantanoso de la especulación[65].
El distractor más poderoso no es la charla interpersonal, sino la incesante cháchara intrapersonal que
se da en el escenario de nuestra mente. La verdadera concentración exige acallar esa voz interior. Una
resta en la que, partiendo de 100, vamos sustrayendo sucesivamente 7 acabará aquietando, si nos
concentramos en esa tarea, ese diálogo interno.
El abogado y la pasa
Su carrera como abogado se había basado en el enfado que le generaban las injusticias sufridas por sus
clientes. Movilizado así por la indignación, se mostraba implacable en sus demandas, permanecía
despierto hasta muy tarde estudiando y preparando sus casos y elaborando alegatos muy convincentes.
Tampoco era extraño que pasase la noche revisando una y otra vez los problemas a los que sus clientes
se enfrentaban, esbozando la estrategia legal más adecuada.
Durante unas vacaciones, conoció a una mujer que enseñaba meditación y le pidió que le enseñara.
Ella tomó unas cuantas pasas y le invitó, para su sorpresa, a degustar lenta y atentamente una de las
pasas, saboreando la riqueza de todos y cada uno de los momentos de ese proceso: las sensaciones que
despertaba en su boca, el sonido mientras masticaba, y el estallido consecuente de sabores. Y todo ello
le permitió zambullirse en la plenitud de los sentidos.
A medida que seguía sus instrucciones, fue concentrándose en el curso natural de su respiración,
soltando todos los pensamientos que afloraban a su mente. Y, siguiendo sus indicaciones, continuó
meditando, durante 15 minutos, en su respiración.
Y, cuando lo hizo, sus voces mentales se aquietaron. «Fue —dijo— como si hubiese accionado un
interruptor que me colocara en un estado parecido al Zen». Y tanto le gustó que acabó convirtiéndolo en
un hábito cotidiano. «Se trata de una práctica que realmente me tranquiliza. Me gusta mucho».
Cuando prestamos una atención plena a nuestros sentidos, nuestro cerebro aquieta su charla por
defecto. Los escáneres cerebrales realizados durante la práctica de mindfulness (el tipo de meditación
que el abogado en cuestión estaba practicando [llamada también, en ocasiones, atención plena]) han
puesto de relieve su capacidad para atenuar la activación de los circuitos cerebrales en los que se asienta
la charla mental centrada en el yo[66].
Y eso, en sí mismo, puede ser muy liberador. Según el neurocientífico Richard Davidson: «Si la
absorción total y el flujo reflejan el abandono del estado errante de la mente y el centrarse por completo
en una actividad, es muy probable que desactiven los circuitos por defecto. No puedes, mientras estás
absorto en una tarea difícil, seguir dando vueltas en torno a tu persona.
»Esta es una de las razones por las cuales a las personas les gustan los deportes peligrosos como el
alpinismo, situaciones en las que uno tiene que estar completamente concentrado —añade Davidson—.
La concentración poderosa aporta una sensación de paz y alegría. Pero, cuando bajas de la montaña, la
red autorreferencial vuelve a hacer acto de presencia, con toda su cohorte de cuitas y preocupaciones».
En la novela utópica de Aldous Huxley La isla, loros entrenados vuelan sobre las personas gritando:
«¡Aquí y ahora, muchachos! ¡Aquí y ahora!», un recordatorio que pone fin a las ensoñaciones de los
moradores de esa idílica isla y vuelve a centrar su atención en lo que, en ese lugar y momento concreto,
está ocurriendo.
El loro parece ser, en este sentido, un mensajero muy apropiado, porque los animales solo viven en
el aquí y ahora[67]. El gato que brinca al regazo de su ama para ser acariciado, el perro que espera en la
puerta, moviendo ansiosamente el rabo, la llegada de su dueño, o el caballo que ladea la cabeza con la
plausible intención de captar las intenciones del jinete que se le acerca, comparten el mismo centro de
atención en el presente.
Esta capacidad de pensar de manera independiente de cualquier estímulo inmediato —de lo que está
sucediendo y de todas las posibilidades que podrían presentarse— diferencia a la mente humana de la
de los demás animales. Aunque muchas tradiciones espirituales, como el caso de los loros de Huxley,
contemplan la mente errante como una fuente de aflicción, los psicólogos evolutivos creen que se trata
de la expresión de un gran avance cognitivo. Ambas visiones encierran algo de verdad.
Según Huxley, el eterno ahora alberga todo lo que necesitamos para vivir una vida plena. Pero la
capacidad humana de pensar en cosas que no están presentes en el ahora eterno es un requisito para
todos los logros de nuestra especie que requieren planificación, imaginación o habilidades logísticas. Y
todos esos son logros específicamente humanos.
Reflexionar, a fin de cuentas, sobre cosas que no están sucediendo aquí y ahora —o, como dicen los
científicos cognitivos, sobre «un pensamiento independiente de la situación»— requiere desacoplar los
contenidos de nuestra mente de lo que nuestros sentidos están, en ese mismo instante, percibiendo.
Ninguna otra especie tiene, por lo que sabemos, capacidad equiparable a la humana para pasar de un
foco externo a un foco interno, ni de hacerlo tan a menudo.
Cuanto más divagamos, menos capaces somos de registrar lo que ocurre aquí y ahora.
Consideremos, por ejemplo, la comprensión de lo que estamos leyendo. Cuando se monitoriza la mirada
de voluntarios que están leyendo Sentido y sensibilidad, de Jane Austen, los movimientos erráticos de
sus ojos muestran muchos indicios evidentes de distracción[68].
Esos movimientos erráticos indican una ruptura en la conexión entre la comprensión y el contacto
visual con el texto, que ocurre cuando la mente se desvía hacia otras cosas (que quizás hubiera sido
menor en el caso de que los voluntarios hubiesen tenido la oportunidad de elegir, en su lugar, Juego de
tronos o Cincuenta sombras de Grey, pongamos por caso).
El uso de indicadores tales como las fluctuaciones de la mirada o el «muestreo aleatorio de la
experiencia» (que consiste en preguntar a la gente, dicho en otras palabras, lo que sucede cuando su
mirada se desvía) de sujetos cuyo cerebro estaba siendo escaneado han permitido a los neurocientíficos
poner de relieve la dinámica neuronal subyacente. Y es que, cuando nuestra mente divaga, nuestro
sistema sensorial se desconecta y cuando, por el contrario, nos concentramos en el aquí y ahora, se
atenúa la activación de los circuitos neuronales responsables de la modalidad errante de la mente.
La mente errante y la conciencia perceptual tienden, desde un punto de vista neuronal, a inhibirse.
Atender, pues, al tren de nuestros pensamientos desconecta los sentidos, mientras que permanecer
atentos a la belleza de una puesta de sol sosiega nuestra mente[69]. Y esta desconexión puede llegar a ser
total como sucede, por ejemplo, cuando estamos completamente absortos en lo que estamos haciendo.
La configuración neuronal habitual posibilita cierta distracción en nuestro compromiso con el
mundo —o el compromiso justo cuando vamos a la deriva—, como sucede, por ejemplo, cuando
conducimos pensando en otra cosa. Obviamente, esa falta parcial de sintonía no deja de tener sus
riesgos. Un estudio sobre 1000 conductores implicados en accidentes puso de relieve que cerca del 50%
afirmaba haber tenido el accidente mientras estaban distraídos y que la probabilidad de sufrir un
accidente aumenta en función de la intensidad de los pensamientos interferentes[70].
Las situaciones que no requieren de una atención constante sobre la tarea —especialmente cuando
se trata de tareas rutinarias o aburridas— proporcionan a la mente la libertad de errar. Y, a medida que la
mente divaga y se activa la red por defecto, nuestros circuitos neuronales para atender a la tarea se
aquietan, ilustrando otra forma de desacoplamiento neuronal semejante a la que existe entre sentidos y
ensoñación cotidiana. Y, como la ensoñación cotidiana compite, por la energía neuronal, con la atención
a la tarea y la percepción sensorial, no debe sorprendernos que, cuando divaguemos, cometamos más
errores en todo aquello que requiera de una atención concentrada.
La mente errante
«Cuando adviertas que tu mente se ha distraído —aconseja una instrucción fundamental de la
meditación—, llévala de nuevo a su objeto de concentración». Y la expresión clave aquí es «cuando
adviertas». Porque casi nunca nos damos cuenta, cuando nuestra mente divaga, del momento en que se
aleja y empieza a gravitar en torno a otra órbita. Y ese desvío del foco de la meditación puede, antes de
que lo advirtamos, durar segundos, minutos o incluso toda la sesión… en el supuesto de que nos demos
cuenta de ello.
Este sencillo reto es tan difícil porque los mismos circuitos cerebrales que necesitamos para atrapar
a nuestra mente distraída se ven reclutados por la red neuronal impuesta por la deriva de la mente[71].
¿Qué están haciendo? Aparentemente se ocupan de gestionar los mindfulness aleatorios que vinculan
una mente errante a un tren detallado de pensamientos del tipo «¿Cómo pagaré mis facturas?». Esa es
una actividad que requiere de la adecuada cooperación de los circuitos ligados a la deriva de la mente y
los talentos organizativos propios de los circuitos ejecutivos[72].
Detectar el momento preciso en que nuestra mente empieza a errar resulta bastante difícil. Digamos,
para empezar, que no solemos darnos cuenta de que nos hemos perdido en los pensamientos. Advertir
que nuestra mente divaga marca un cambio en la actividad cerebral ya que, cuanto mayor es nuestra
metaconciencia, más se debilita la mente errante[73]. Los estudios de imagen cerebral revelan que, si
bien el mismo acto de metaconciencia que nos permite descubrir que nuestra mente se mueve a la deriva
atenúa la actividad de estos circuitos ejecutivos y mediales, no por ello la erradica[74].
Aunque la vida moderna valore permanecer sentado en la escuela o la oficina, concentrado en una
cosa a la vez, esa modalidad de atención quizás no haya dado, en los albores de la historia humana, los
mismos frutos. Hay neurocientíficos que subrayan la posibilidad de que la supervivencia en los bosques
quizás haya dependido, en momentos cruciales, de un rápido cambio de atención y de acción, sin perder
tiempo pensando en lo que nos convenía hacer. Quizás lo que hoy en día se diagnostica como déficit de
atención refleje una variante natural en los estilos de concentración que posea ventajas evolutivas y siga
presente en nuestro patrimonio genético.
Pero, como ya hemos visto, cuando nos enfrentamos a una tarea que exige concentración, como
resolver un problema matemático, quienes sufren de TDA presentan una mente más distraída y una
mayor actividad en los circuitos mediales[75]. Cuando las condiciones son adecuadas, sin embargo, los
afectados de TDA pueden concentrarse y ensimismarse en la actividad en curso. Pero esas condiciones
suelen presentarse con más frecuencia en los estudios de arte, las canchas de baloncesto o el parqué de
la bolsa que en el aula.
Mantener el rumbo
El 12/12/12, el mismo día que, según el calendario maya, acababa el mundo (un rumor claramente
infundado), mi esposa y yo fuimos con una de nuestras nietas, una artista en ciernes que estaba
interesada en ver las exposiciones, al Museo de Arte de Nueva York.
Una de las obras que nos dio la bienvenida al entrar en la primera galería del MoMA fueron dos
aspiradoras de tamaño industrial, cilindros de un blanco impoluto pintados con tres franjas de color.
Estaban apiladas, dentro de cubos de plexiglás e iluminadas desde abajo con luces fluorescentes de
neón. Pero nuestra nieta, ansiosa por ver Noche estrellada sobre el Ródano, de Van Gogh, que se
hallaba varios pisos por encima, no se dejó impresionar.
La noche anterior, el conservador del MoMA había convocado un encuentro vespertino bajo el lema
«Atención y distracción». El foco de la atención encierra la clave de las exposiciones del museo, ya que
el entorno de la obra señala el lugar hacia el que dirigir nuestra mirada. En ese sentido, los cubos de
plástico y las luces de neón dirigían nuestra atención hacia aquí (esas dos sorprendentes aspiradoras),
alejándola de ahí (es decir, de cualquier otro objeto de la galería).
Las cosas me quedaron claras cuando nos fuimos. Cerca de una pared apartada del camino del
cavernoso vestíbulo del museo descubrí unas sillas apiladas al azar esperando ser ubicadas para algún
acontecimiento especial. A su lado, y medio oculta en la sombra, pude discernir lo que parecía ser una
aspiradora a la que nadie prestaba la menor atención.
Pero nuestra atención no tiene que estar a merced del modo en que el mundo que nos rodea enmarca
los objetos. De nosotros depende dirigir nuestra atención hacia la aspiradora oculta entre las sombras o
hacia la que se encuentra iluminada. Mantener el rumbo de nuestra atención refleja una modalidad
mental en la que simplemente advertimos lo que aflora en nuestra conciencia sin necesidad de
aferrarnos ni rechazar nada en particular. Todo fluye, en tal caso, a través de nosotros.
Esta apertura puede verse en aquellos momentos de la vida cotidiana en los que nos descubrimos,
por ejemplo, esperando nuestro turno detrás de un comprador que está tardando mucho y, en lugar de
lamentarnos por perder el tiempo, dejamos sencillamente a un lado la reactividad emocional y nos
centramos en disfrutar, pongamos por caso, de la música ambiental.
La reactividad emocional se centra en una modalidad diferente de atención en la que nuestro mundo
se contrae y fija en lo que nos molesta. Quienes tienen dificultades en mantener una conciencia abierta
suelen quedar atrapados por detalles irritantes, como esa persona de la cola de la línea de seguridad del
aeropuerto que se toma todo el tiempo del mundo en colocar sus pertenencias metálicas en la bandeja
del escáner y todavía sigue pensando en ello mientras esperan la llegada de su avión. Pero la conciencia
abierta, por su parte, no se deja secuestrar por la emoción, sino que disfruta, por el contrario, de la
riqueza del momento.
Una forma de valorar la capacidad de mantener una atención abierta consiste en seguir una
secuencia de letras en las que ocasionalmente se intercala un número como, por ejemplo, S, K, O, E, 4,
R, T, 2, H, P…
Muchas personas parecen fijar su atención en el primer número (4), olvidándose del segundo (2), lo
que evidencia una fluctuación en su atención. Quienes poseen un foco de atención más amplio, por su
parte, no tienen problemas en registrar también el segundo número.
Las personas capaces de descansar su atención en esta modalidad abierta registran más cosas de su
entorno. Aun en medio del bullicio de un aeropuerto, no se pierden en tal o cual detalle, sino que
pueden prestar una atención estable y continua a lo que ocurre. Las investigaciones cerebrales realizadas
al respecto muestran que las personas que obtienen una puntuación más elevada en conciencia abierta
son también las que, en un determinado momento, más detalles registran o, dicho en otras palabras, las
personas cuya atención, literalmente, no fluctúa[76].
Este enriquecimiento de nuestra atención también se aplica a nuestra vida interior. En la modalidad
abierta recibimos mucho más que nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos y recuerdos que
cuando, por ejemplo, estamos concentrados en cumplir una lista de cosas que hacer o en ir de una
reunión a otra.
«La capacidad de mantener la atención abierta en una conciencia panorámica —dice Davidson—
nos permite atender de un modo ecuánime, sin quedarnos atrapados en una red ascendente que sume
nuestra mente en la reactividad y el juicio, independientemente de que sea negativo o positivo».
Y también atenúa, según dice, la mente errante. El objetivo, concluye, consiste en ser más capaz de
comprometerse en la mente errante cuando uno quiera, y no de otro modo.
El restablecimiento de la atención
Cuando estaba de vacaciones en un complejo tropical con su familia, el editor de revistas William Falk
se quejaba de tener que trabajar mientras su hija le esperaba para ir a la playa.
«No hace mucho —reflexionaba Falk— me hubiese parecido inconcebible trabajar estando de
vacaciones. Recuerdo, en este sentido, dos gloriosas vacaciones de 15 días en los que no tuve el menor
contacto con jefes, empleados y amigos. Pero eso era antes de que el teléfono inteligente, el iPad y el
ordenador portátil entrasen a formar parte de mi equipaje y tuviese que acostumbrarme a vivir sumido
en una corriente continua de información de la que resulta muy difícil sustraerse»[77].
Consideremos el esfuerzo cognitivo exigido por la nueva sobrecarga de información normal, la
exposición a una continua corriente de noticias, correos electrónicos, llamadas telefónicas, tuits, blogs,
chats y comentarios sobre comentarios sobre comentarios a los que nuestros procesadores cognitivos se
ven, en la actualidad, cotidianamente expuestos.
Ese zumbido natural añade tensión a las exigencias que acompañan a cualquier posible logro.
Seleccionar un determinado foco de atención implica descartar muchos otros. La mente se ve obligada a
resistirse a muchos impulsos y a discriminar lo relevante de lo accesorio, lo que requiere un gran
esfuerzo cognitivo.
Como el músculo sometido a un sobreesfuerzo, la atención intensamente focalizada también se
fatiga, llegando incluso al punto del agotamiento cognitivo. Los signos de fatiga mental afectan a la
eficacia y aumentan la distracción y la irritabilidad, lo que significa que el esfuerzo mental necesario
para mantener el foco ha agotado la glucosa que precisa la energía neuronal.
El antídoto para la fatiga de la atención es el mismo que se utiliza para combatir la fatiga física, el
descanso. ¿Pero cómo descansa un músculo mental?
Trate de pasar de la actividad esforzada propia del sistema descendente a la actividad más pasiva
característica del sistema ascendente, descansando en un entorno tranquilo. Los entornos más relajados
se hallan, en opinión de Stephen Kaplan, de la Universidad de Michigan, en la naturaleza, debido a lo
que él denomina «teoría de recuperación de la atención»[78].
Tal recuperación ocurre cuando pasamos de la atención esforzada, en la que la mente necesita
eliminar las distracciones, a soltarnos y dejar que nuestra atención se vea capturada por cualquier cosa
que se presente. Pero solo ciertas modalidades ascendentes de atención favorecen la recuperación de la
energía consumida por la atención concentrada; surfear por la web o, jugar a videojuegos o responder al
correo electrónico no es, precisamente, una de ellas.
Hacemos bien en desconectar regularmente, porque el silencio restablece nuestra atención y nuestra
serenidad. Pero ese desapego no es más que el primer paso. Lo que hacemos a continuación también
importa. Son muchas las exigencias que impone a nuestra atención pasear por la calle de una ciudad,
dice Kaplan, porque nos obliga a movernos en medio de la muchedumbre, esquivar coches e ignorar los
bocinazos y el sonido del ruido de fondo.
Un paseo por un parque o por un bosque resulta, por el contrario, mucho menos exigente. Podemos
recuperarnos pasando un tiempo en la naturaleza, para lo cual basta con un paseo de pocos minutos por
un parque o un lugar rico en maravillas, como el revoloteo de una mariposa o el silencioso resplandor
carmesí de las nubes durante una puesta de sol. Esto provoca una activación «modesta», en palabras de
Kaplan, de la atención ascendente, permitiendo que los circuitos dedicados a los esfuerzos descendentes
se recarguen de energía, recuperando así la atención y la memoria y mejorando la cognición[79].
Un paseo por un bosquecillo favorece más la recuperación necesaria para enfrentarnos a las tareas
concentradas que un paseo por el centro de la ciudad[80]. Aun el simple hecho de sentarse frente a un
mural con una escena de la naturaleza (especialmente una con agua) es mejor que una cafetería[81].
Pero yo me pregunto si esos momentos, que tan adecuados parecen para desconectar de la
concentración intensa, permiten modificar la actitud mental, todavía ocupada, de los circuitos por
defecto. Aún falta, para desactivar la ocupación de nuestra mente, cambiar la atención a algo relajante.
La clave para ello consiste en una experiencia de inmersión, donde nuestra atención pueda ser total,
sin dejar de ser pasiva. Y esto es algo que empieza cuando activamos lentamente los sistemas
sensoriales, lo que correlativamente atenúa los circuitos propios de la concentración esforzada.
Cualquier cosa que nos resulte grata y en la que podamos sumergirnos puede lograr el mismo objetivo.
Recordemos los resultados de la encuesta anteriormente mencionada, según la cual la actividad más
concentrada y placentera, del día, es hacer el amor.
La absorción total y positiva acalla nuestra voz interior, ese continuo diálogo con uno mismo que no
cesa ni en los momentos más tranquilos. Este es uno de los principales efectos de casi cualquier práctica
contemplativa que mantiene nuestra mente concentrada en un objetivo neutro, como la respiración o un
mantra, por ejemplo.
Las recomendaciones habitualmente aducidas a la hora de establecer el entorno ideal de un «retiro»
parecen incluir todos los ingredientes necesarios para la recuperación cognitiva. Los monasterios
dedicados a la práctica de la meditación se hallan siempre en lugares silenciosos y tranquilos ubicados
en medio de la naturaleza.
Pero no es necesario llegar a tales extremos. El remedio, para William Falk, era muy sencillo y
consistía en dejar de trabajar e ir, con su hija, a jugar con las olas. «Saltar y dar volteretas con mi hija a
la orilla del mar. Basta con eso para estar completamente presente, completamente vivo».
Parte II: La conciencia de uno mismo
6. El timón interior
Ya fuese en el campo de fútbol, en la cancha de baloncesto, en los debates o en cualquier otra forma de
competición, el principal rival de mi instituto de Central Valley (California) era un instituto del
siguiente pueblo, por la carretera 99 abajo.
Con el paso del tiempo, acabé haciéndome amigo de uno de sus alumnos. Durante la enseñanza
secundaria, no había mostrado un gran interés en los estudios… de hecho, casi siempre suspendía.
Criado en un rancho de las afueras, había pasado mucho tiempo a solas, leyendo ciencia ficción y
dedicándose a arreglar coches viejos, su gran pasión. Una semana antes de graduarse tuvo un accidente
con un coche que quiso adelantarlo mientras doblaba a la izquierda para entrar en su casa, lo que casi le
cuesta la vida.
Cuando, después de recuperarse, mi amigo fue a la universidad local, descubrió una vocación que
movilizó su talento creativo, la dirección cinematográfica. Siguiendo esa llamada, se matriculó en una
escuela de cine y filmó, a modo de proyecto de fin de carrera, una película que llamó la atención de un
director de Hollywood, que le contrató como ayudante y le propuso que trabajase con él en un proyecto
de una película de bajo presupuesto.
Ese trabajo, a su vez, le granjeó un contrato como director y productor de otra pequeña película
basada, esta vez, en un guión suyo, una película que el estudio casi destruye antes de su estreno, pero
que sorprendentemente resultó mucho mejor de lo que nadie esperaba.
Pero los cortes, supresiones y otros cambios arbitrarios realizados durante el montaje por la
dirección del estudio fueron, para mi amigo —que valoraba mucho el control creativo de su obra—, una
amarga lección. Por eso, cuando se dispuso a filmar otra película basada en un guión suyo y recibió la
propuesta de un gran estudio de Hollywood (que, por aquel entonces, dictaba la pauta) de financiar el
proyecto con la condición de poder cambiarlo antes del estreno, mi amigo acabó rechazando la oferta.
En lugar de «vender» su control creativo, mi amigo invirtió las ganancias de su primer proyecto en
el segundo. Y, cuando estaba casi terminado, se le acabó el dinero. Banco tras banco, le negaron un
préstamo hasta que, al llamar a la puerta del décimo, obtuvo el crédito que acabó salvando el proyecto.
La película en cuestión se titulaba La guerra de las galaxias.
La insistencia de George Lucas en no renunciar, pese a las dificultades financieras, al control
creativo de su proyecto refleja una integridad extraordinaria que, como todo el mundo sabe, acabó
demostrando ser una empresa sumamente lucrativa. Pero la suya no fue una decisión motivada por la
búsqueda de dinero porque, por aquel entonces, los derechos adicionales implicaban la venta de
camisetas y pósteres de las películas, una fuente de ingresos relativamente menor.
Tal decisión de George, pese a las recomendaciones en sentido contrario de todos los conocedores
de la industria cinematográfica, de seguir adelante con su proyecto requería una extraordinaria
confianza en sus propios valores. ¿Qué es lo que permite a alguien tener una brújula interna tan
poderosa, una estrella polar que lo guíe a lo largo de la vida para moverse por la vida ateniéndose a los
dictados de sus propósitos y valores más profundos?
La clave reside en la conciencia de uno mismo, especialmente en la capacidad para interpretar los
mensajes internos que nuestro cuerpo nos susurra. Ese tipo de reacciones psicológicas sutiles reflejan la
suma total de experiencias relevantes para la decisión que estamos considerando.
Las reglas de decisión derivadas de nuestra experiencia vital se basan en las redes neuronales
subcorticales que recopilan, almacenan y aplican algoritmos a cada uno de los acontecimientos vitales y
establecen el rumbo de nuestro timón interior[82]. En esas regiones subcorticales, escasamente
conectadas con las áreas verbales del neocórtex, aunque mucho más con las vísceras, guarda el cerebro
nuestras sensaciones más profundas de propósito y significado. Conocemos nuestros valores partiendo
de la sensación visceral de lo que nos parece adecuado e inadecuado y articulando luego ese
sentimiento.
La conciencia de uno mismo representa un foco esencial que nos conecta con los sutiles murmullos
internos que nos ayudan a navegar por la vida. Y en este timón interior reside también, como veremos,
la clave para gestionar lo que hacemos y, lo que no es menos importante, lo que no hacemos. En ese
mecanismo interno de control se asienta la diferencia que existe entre una vida bien orientada y otra que
se mueve a la deriva.
Ella es Happy y lo sabe
La prueba científica que se utiliza para determinar la conciencia de sí que tiene un animal es, en teoría,
muy sencilla. Consiste en hacerle una marca en el rostro, colocarlo ante un espejo y observar luego
algún signo de que reconoce como suyo el rostro marcado.
Pero esta prueba, por más sencilla que sea, no es tan fácil de llevar a cabo con un elefante. Para ello
necesitamos un espejo a prueba de paquidermos compuesto por una superficie acrílica reflectante, de
unos 3 metros de alto por 3 de ancho, atornillada a una madera contrachapada sobre un armazón de
acero y colgada en la pared de cemento de una jaula de elefante.
Eso fue lo que los investigadores hicieron en el zoológico del Bronx, donde vive Happy, una
elefante asiática de 34 años, con sus dos gigantescas congéneres Maxine y Patty. Los investigadores
dejaban que los elefantes se acostumbraran unos días a los espejos. Luego pintaban una gran X blanca
en la cabeza de uno u otro elefante, para ver si mostraba algún signo de darse cuenta de la marca que
portaba en su rostro, un indicio claro de autorreconocimiento.
Pero esta prueba tuvo que superar la complicación adicional del «acicalado» ya que, después de
tomar un baño de barro, los elefantes suelen espolvorear, con su trompa, tierra sobre su piel, lo que
aumenta la probabilidad, al menos desde una perspectiva humana, de que la marca pase desapercibida.
Y eso parece ser, dada la poca atención que prestaron a su X, lo que ocurrió en los casos de Maxine y
Patty.
Cuando llegó el día en que Happy se vio marcada con la gran X blanca, sin embargo, pasó unos 10
segundos contemplándose ante el espejo y luego se alejó dándose la vuelta varias veces para verse en el
espejo, como hacen los seres humanos antes de comenzar el día, tocándose repetidas veces la X con la
punta sensible de su trompa, un signo evidente de autoconciencia.
Esta es una prueba que solo han superado unos pocos elegidos del reino animal, como algunas
especies de monos, chimpancés y delfines (en una adaptación acuática del experimento). Estas especies,
como los elefantes, forman parte del puñado de animales cuyos cerebros cuentan con un tipo de
neuronas que, según algunos neurocientíficos, son esenciales para la autoconciencia. Bautizadas con el
nombre de su descubridor, Constantin von Economo (y familiarmente conocidas como neuronas VEN),
el tamaño de esas neuronas fusiformes duplica al de la mayoría de las células del cerebro, y tienen pocas
ramificaciones —aunque muy largas— que las conectan con las demás[83].
El tamaño y la forma ahusada de las células VEN les proporcionan la ventaja única de poder
transmitir sus mensajes más rápido y lejos que las demás. Y su especial ubicación en las regiones que
conectan el cerebro ejecutivo con los centros emocionales las coloca en una situación especial para
servir como una especie de radar personal. Los neurocientíficos consideran que estas áreas, que se
activan cuando vemos nuestro reflejo en un espejo, forman parte de los circuitos cerebrales en los que
se basa, en cualquier nivel que lo consideremos, nuestra sensación de identidad personal, desde «este
soy yo» hasta «cómo me siento ahora».
El mapa cerebral del cuerpo
Después de haber sido diagnosticado del cáncer de hígado que, años después, acabaría con su vida,
Steve Jobs pronunció una charla muy inspiradora a una clase de graduados de Stanford. Su consejo fue
el siguiente: «No permitas que el ruido de las opiniones ajenas silencie tu voz interior. Y, lo que es más
importante, ten el coraje de hacer lo que te dicten tu corazón y tu intuición. De algún modo, ya sabes
aquello en lo que realmente quieres convertirte»[84].
Pero… ¿cómo escuchar nuestra «voz interior» y conocer lo que, de algún modo, nuestro corazón e
intuición ya saben? Para ello contamos con las señales procedentes de nuestro cuerpo.
Quizás el lector haya visto esa imagen de un homúnculo que representa la superficie de la corteza
somatosensorial asociada a diferentes zonas de nuestra piel, un cuerpo deforme de cabeza y brazos
pequeños, pero con unos labios, lengua y dedos enormes, que refleja la sensibilidad relativa y el grado
de inervación, por tanto, de las zonas consideradas.
La ínsula, ubicada detrás de los lóbulos frontales del cerebro, desempeña, por lo que respecta a la
monitorización de nuestros órganos internos, un papel similar. Gracias a los circuitos neuronales que la
conectan con los intestinos, el corazón, el hígado, los pulmones y los genitales, la ínsula cartografía
nuestro cuerpo interior. Teniendo, de este modo, cada órgano una ubicación concreta, la ínsula actúa
como centro de control de las funciones viscerales, enviando señales, por ejemplo, al corazón, para que
enlentezca su latido, o a los pulmones, para que respiren más profundamente.
Prestar atención a una determinada parte del cuerpo amplifica la sensibilidad de la ínsula hacia esa
región concreta. Basta con conectar con el latido cardíaco para que la ínsula active más neuronas de ese
circuito. Por eso la conciencia que la persona tiene de los latidos de su corazón ha acabado
convirtiéndose, de hecho, en un criterio para determinar la conciencia de uno mismo. Y es que, cuanto
más grande es la ínsula de la persona, mejor es, en ese sentido, su labor[85].
Pero la ínsula no solo se conecta con nuestros órganos, sino que de ella depende también la
percepción del modo en que nos sentimos[86]. La activación de la ínsula de las personas que no son
conscientes de sus emociones (y tampoco, como veremos, del modo en que los demás se sienten) es
muy inferior a la de quienes se hallan muy conectados con su vida emocional interna. En el extremo
más alejado se hallan quienes padecen de alexitimia, es decir, quienes ignoran sus propios sentimientos
y tampoco pueden imaginar, en consecuencia, lo que otros puedan estar sintiendo[87].
Las «sensaciones viscerales» son mensajes procedentes de la ínsula y otros circuitos ascendentes
que simplifican nuestras decisiones vitales y orientan nuestra atención hacia opciones más inteligentes.
Por eso, cuanto más adecuadamente interpretemos esos mensajes, mejor será nuestra intuición.
Consideremos, por ejemplo, ese impulso que, en ocasiones, nos lleva a sentir, mientras estamos a
punto de salir para un largo viaje, que nos olvidamos de algo importante. Una corredora de maratón me
contó que, en cierta ocasión, cuando estaba a punto de salir para competir en una carrera, que se
disputaba a más de 600 kilómetros de distancia, había experimentado esa sensación, pero la había
ignorado. Y cuando, ya en la autopista, volvió a experimentarla… cayó en la cuenta de que ¡había
olvidado coger las zapatillas que utilizaba para correr!
Bastó entonces con detenerse en un centro comercial para resolver el problema. Pero, como las
zapatillas nuevas eran de una marca diferente a la que habitualmente utilizaba, acabó la carrera, según
me dijo: «¡Con los pies llagados!».
El neurocientífico Antonio Damasio utiliza la expresión marcadores somáticos para referirse a las
sensaciones corporales que nos indican la adecuación o no de una determinada decisión[88]. Los
circuitos ascendentes transmiten sus conclusiones a través de las sensaciones viscerales, a menudo
mucho más deprisa que las conclusiones racionales a las que llegan los circuitos de arriba abajo.
La región ventromedial del área prefrontal es una zona clave de estos circuitos que guía nuestro
proceso de toma de decisiones cuando nos enfrentamos a decisiones vitales muy complejas, como
casarnos o comprar una casa, que no podemos dejar al exclusivo arbitrio del frío análisis racional. En
lugar de ello, ponderamos el modo en que nos sentimos al elegir, por ejemplo, A en lugar de B. Bien
podríamos considerar, pues, a esta región como una especie de timón interior.
Hay dos grandes corrientes de autoconciencia, el «yo» (que nos remite al presente) y el «mí» (que
elabora relatos sobre nuestro pasado y nuestro futuro). Este nos vincula a lo que hemos experimentado a
lo largo del tiempo, mientras que aquel, por el contrario, solo existe en la experiencia directa del
presente inmediato.
El «yo», la sensación más íntima de nuestra identidad, refleja la suma de nuestras impresiones
sensoriales, especialmente de nuestros estados corporales. El «yo» es creado a partir de nuestros
sistemas cerebrales para cartografiar el cuerpo a través de la ínsula[89].
Esas señales viscerales son nuestro timón interior y nos ayudan en situaciones muy distintas, desde
recordar las zapatillas con las que debemos correr hasta vivir una vida en armonía con nuestros ideales.
Como me dijo un veterano actor del Circo del Sol, para llegar a dominar sus difíciles rutinas, los
artistas de circo se esfuerzan en lograr lo que ellos llaman una «práctica perfecta», en la que las leyes
del movimiento físico y las leyes de la biomecánica ejecutan una coreografía extraordinaria que conjuga
ángulo, tiempo y velocidad, de modo que, «por más perfecto que seas la mayor parte de las veces, no
puedes serlo todas ellas».
¿Y cómo sabe el artista cuándo está cerca de la perfección? «Se trata de una sensación —me dijo—.
Es algo que tus articulaciones saben antes de que lo sepa tu cabeza».
7. Vernos como los demás nos ven
«Aunque tenemos una regla explícita que dice “No se admiten gilipollas”, el jefe de nuestro
departamento tecnológico es un auténtico gilipollas —me dijo un ejecutivo de una empresa californiana
dedicada al fomento tecnológico—. Aunque su profesionalidad, sea irreprochable, a nivel personal es
un matón que se rodea de un séquito de favoritos y trata pésimamente a quienes no le caen bien.
»Es un cero en autoconciencia —añade—. No se da cuenta de ello y, apenas se lo señalas, se
defiende, culpa a otro, se enfada o dice que el problema es tuyo».
Poco después, el director general de la misma empresa me dijo: «Hemos tenido que despedirlo al
cabo de tres meses. No podía cambiar, era un acosador y lo peor es que no se daba cuenta de ello».
Demasiado a menudo «perdemos el control» e incurrimos inconscientemente en conductas menos
que deseables. Y, si nadie nos advierte de ello, seguimos actuando del mismo modo.
Una prueba de fuego de la autoconciencia es la llamada «evaluación de 360°», que consiste en pedir
a alguien que se valore a sí mismo en un rango de conductas o rasgos concretos y comparar luego su
autoevaluación con las proporcionadas por una docena aproximada de personas a las que se ha
encomendado la misma tarea. Son personas que el implicado ha elegido porque lo conocen bien y
respeta su buen juicio y que, dado el anonimato, pueden manifestar sinceramente sus opiniones.
La diferencia que existe entre el modo en que nos vemos y el modo en que los demás nos ven pone
claramente de relieve nuestro nivel de autoconciencia. Existe una curiosa e interesante relación entre el
poder y la conciencia de uno mismo y es que, si bien es poca la distancia que hay, al respecto, entre los
trabajadores pertenecientes a un nivel inferior, esa separación aumenta cuanto mayor es el rango que, en
el seno de la organización, ocupa la persona evaluada[90]. Y de ello cabe inferir también que la
autoconciencia disminuye cuanto más elevado es el rango que uno ocupa en la jerarquía de la
organización.
Una teoría explica esa distancia aduciendo que, a medida que aumenta el poder que la persona tiene
en una organización, se estrecha el círculo de quienes están dispuestos o son los suficientemente
honestos como para admitir sus rarezas. Y también los hay que tan solo niegan esos problemas o ni
siquiera pueden verlos.
Sea cual fuere la razón, los líderes desconectados se consideran más eficaces que sus subordinados.
Su falta de autoconciencia les despoja de indicios, como bien ilustra, en este sentido, la serie de
televisión titulada La oficina.
La evaluación de 360° nos proporciona una forma distinta de autoconciencia que nos ayuda a vernos
a través de los ojos de los demás. Esto es algo que el poeta escocés Robert Burns expresó perfectamente
en el siguiente poema:
¡Ah, si nos fuera dado el poder
de vernos como los demás nos ven!
De cuántos disparates y necedades nos libraríamos.
Una visión más irónica es la ofrecida por W.H. Auden al observar que, para poder amarnos a nosotros
mismos, creamos una imagen mental positiva descartando selectivamente lo que menos halagador
resulta y acentuando, por el contrario, lo más admirable. Y, luego, añade que también «tratamos de
crear, en la mente de los demás, una imagen parecida para que puedan querernos».
Por su parte, el filósofo George Santayana cerró el círculo diciendo que, poco importaría lo que los
demás pensaran de nosotros… de no ser porque, una vez lo sabemos, ese conocimiento «tiñe
profundamente la visión que tenemos de nosotros». Los filósofos sociales han denominado «yo que se
mira en el espejo» a este efecto que refleja cómo imaginamos que los demás nos ven.
Nuestra sensación de identidad aflora, desde esta perspectiva, en nuestras interacciones sociales,
porque los demás actúan como espejos que nos reflejan. Esta idea se ha visto resumida en la frase: «Soy
lo que creo que tú crees que soy».
A través de los ojos y los oídos de los demás
La vida nos depara pocas oportunidades para ver el modo en que los demás nos ven. Esta puede ser la
razón por la cual el curso impartido por Bill George, en la Harvard Business School [Escuela de
Negocios de Harvard], titulado «El desarrollo del auténtico liderazgo», se halla entre los más populares
y las plazas libres se ocupan al poco de abrirse el plazo de matrícula (y lo mismo ocurre con un curso
similar que se imparte en la Facultad de Empresariales de Stanford).
«Ignoramos quiénes somos —me dijo George— hasta que nos escuchamos contar la historia de
nuestra vida a alguien en quien confiamos». Para acelerar esa intensificación de la conciencia de uno
mismo, George ha creado lo que llama «grupos del norte verdadero», donde el «norte verdadero» se
refiere al descubrimiento de nuestra propia brújula y de nuestros valores internos fundamentales. Su
curso brinda a los alumnos la oportunidad de participar en ese tipo de grupo.
Uno de los principios fundamentales de tales grupos es que el autoconocimiento empieza con la
autorrevelación.
Estos grupos (de los que cualquiera pueda formar parte) son tanto o más abiertos que los grupos de
12 pasos o los grupos de terapia y proporcionan, según George, «un entorno seguro en el que los
miembros abordan cuestiones personales que no pueden mencionar en ningún otro lugar, ni siquiera
entre sus familiares más cercanos»[91].
No se trata tan solo de que nos veamos como los demás nos ven, sino que también nos escuchamos
como los demás nos escuchan. Esto es algo que nos parece increíble.
La revista Surgery presentó un estudio en el que se valoró el tono de voz de los cirujanos basándose
en grabaciones de 10 segundos registradas durante las entrevistas con sus pacientes[92]. Las voces de los
cirujanos que se habían visto demandados por mala práctica (la mitad de los participantes en el
experimento) fueron evaluadas como dominantes y descuidadas, cosa que no sucedió con la otra mitad.
Los cirujanos pasan mucho más tiempo que otros especialistas explicando a sus pacientes los
detalles técnicos y los riesgos de una determinada intervención. Se trata de una conversación difícil que
puede situar al paciente en un estado de alta ansiedad y exponerlo de un modo más intenso a los indicios
emocionales.
Cuando escuchamos la explicación que da el cirujano sobre los detalles técnicos y posibles riesgos
de la intervención, se activa el radar empleado por el cerebro para detectar los peligros, en busca de
indicios que pongan en peligro la seguridad. Esa intensificación de la sensibilidad puede ser una de las
causas por las cuales el grado de empatía y preocupación transmitido por la voz del cirujano —o su
ausencia, mejor dicho— constituye un excelente predictor de si, en el caso de que las cosas vayan mal,
acabará siendo denunciado.
La acústica de nuestro cráneo nos transmite una voz que suena muy distinta a la que oyen los demás.
Pero el tono de nuestra voz tiene gran importancia en el impacto que provocamos. La investigación
realizada al respecto ha puesto de relieve que, cuando las personas reciben, en un tono de voz amable y
cordial, un mindfulness negativo sobre su trabajo, se quedan, a pesar de ello, con un sentimiento
positivo. Y, de manera parecida, las buenas noticias transmitidas con un tono distante y frío dejan en el
paciente un mal sabor de boca[93].
Un remedio propuesto por el mencionado artículo de Surgery consiste en proporcionar a los
cirujanos una grabación de audio de su voz durante la entrevista con un paciente para que teniendo, de
ese modo, la posibilidad de escucharse como los demás los escuchan, aprendan a expresar empatía y
cuidado.
El pensamiento grupal:
Puntos ciegos compartidos
En los inicios de la crisis económica de los productos de inversión basados en las llamadas hipotecas
basura, se entrevistó a un financiero cuyo trabajo había consistido, precisamente, en la creación de esos
mismos productos. En esa entrevista, explicó que su trabajo rutinario había sido tomar grandes
cantidades de tales hipotecas y dividirlas en tres grandes grupos: las menos malas, las no tan buenas y
las francamente pésimas. Luego debía repetir la misma operación y acabar creando, con cada uno de los
grupos así organizados, productos de inversión derivados de ellos.
Y su respuesta a la pregunta de quién querría comprar ese tipo de productos fue: «¡Idiotas, claro
está!».
Pero lo cierto es que hubo gente aparentemente muy inteligente que, ignorando las señales de que
esos productos derivados no merecían la pena y subrayando lo que pudiera apoyar tal decisión,
invirtieron dinero en ellos. Cuando, quien ignora las evidencias que apuntan en sentido contrario no es
un individuo, sino un grupo, se habla de «pensamiento grupal». La necesidad implícita de sustentar una
determinada opinión (descuidando aspectos esenciales que apuntan en sentido contrario) genera puntos
ciegos que desembocan en decisiones equivocadas.
El círculo interno del presidente George W. Bush, y su decisión de invadir Iraq basándose en su
supuesta posesión de «armas de destrucción masiva», nos proporcionan un ejemplo clásico en este
sentido, y lo mismo sucede también con los círculos de jugadores en Bolsa que alentaron el colapso de
los productos de inversión derivados de las hipotecas. Ambos ejemplos de catástrofes provocadas por el
pensamiento grupal se refieren a grupos aislados de personas responsables de decisiones que no se
formularon las preguntas adecuadas o que, entrando en una espiral de autoafirmación, ignoraron los
datos que apuntaban en otra dirección.
La cognición se halla distribuida, entre los miembros de un grupo o de una red, de modo tal que,
mientras algunas personas se especializan en una determinada tarea, otras desarrollan fortalezas
complementarias. Cuanto más libremente fluya la información al grupo y entre sus distintos integrantes,
más adecuadas serán sus decisiones. Pero el pensamiento grupal nace del engaño compartido implícito
de creer que «ya sabemos todo lo que debemos saber».
Una empresa dedicada a la gestión de inversiones de personas muy ricas proporcionó a Daniel
Kahneman un auténtico tesoro, que consistió en los resultados de las inversiones realizadas, durante 8
años, por 25 de sus asesores financieros. Esa investigación llevó a Kahneman a advertir que no existía
relación alguna entre el éxito obtenido año tras año por un determinado asesor o, dicho en otras
palabras, que ningún asesor gestionaba mejor que los demás el dinero de sus clientes. Su conclusión fue
que sus resultados no demostraban ser mejores que los debidos al azar.
Lo curioso era que todo el mundo, a pesar de ello, se comportaba como si tuviese una habilidad
especial y los que mejor desempeñaban ese papel eran los que obtenían, cada año, dividendos más
sustanciosos. Finalizada la investigación, Kahneman acudió a una cena con los miembros de la junta
directiva de la empresa en la que les informó de su conclusión, que estaban «recompensando la suerte
como si de una habilidad se tratara».
Cuando los altos mandos oyeron esa noticia, que debería haber provocado un auténtico revuelo,
siguieron cenando tranquilamente como si tal cosa. Y Kahneman concluye: «No tengo la menor duda de
que, después de ocultar bajo la alfombra las implicaciones de mi investigación, siguieron con los
mismos hábitos de siempre»[94].
Cuando la ilusión de habilidad, profundamente inserta en la cultura del mundo financiero, se pone
en cuestión, «datos que desafían creencias arraigadas y amenazan, por tanto, el sustento y la autoestima
de la gente, se ven sencillamente soslayados».
Remontándonos ahora a los años sesenta y al movimiento de los derechos civiles que bullía en el
sur, participé activamente, en mi ciudad natal de California, en el boicot a una tienda de comestibles
que, por aquel entonces, no contrataba a trabajadores afroamericanos. Pero no fue hasta años más tarde
cuando oí hablar del trabajo de John Ogbu, un antropólogo nigeriano afincado en Berkeley, que había
venido a estudiar lo que él llamaba «sistema de castas» y que yo entendí como una especie de
segregación de facto[95]. Y pese a que, en mi ciudad, había tres institutos, uno al que asistían
fundamentalmente blancos y unos pocos orientales e hispanos, otro de alumnos básicamente negros y
algún que otro hispano y el tercero, que combinaba todos los grupos, ese era un tema al que jamás se me
había ocurrido prestar atención.
Aunque no tenía ningún problema en advertir la discriminación en que esa tienda incurría, estaba
ciego a la pauta mayor en la que me hallaba inmerso, la jerarquía social que impregnaba nuestro mundo
y también obviamente, en esa época, nuestro instituto. Tan familiarizados estábamos con la desigualdad
social que el tema acabó desvaneciéndose en el trasfondo colectivo y requirió un considerable esfuerzo
darse cuenta de él.
El autoengaño parece un rasgo fundamental de la atención. Las tres cuartas partes de los
conductores, por ejemplo, piensan que sus habilidades al volante son «mejores que las del promedio».
Pero lo curioso es que existen más probabilidades de que, quienes han estado implicados en un
accidente de automóvil, se consideren mejores conductores que aquellos otros cuyo expediente de
accidentes se halle, en ese mismo sentido, limpio.
Lo curioso, sin embargo, es que, hablando en términos generales, la mayoría de las personas no cree
sobrevalorar sus habilidades. Esta inflación de la autoevaluación refleja un efecto (llamado «mejor que
el promedio») que se ha descubierto en casi todos los rasgos positivos, desde la competencia hasta la
creatividad, la cordialidad y la honradez.
Leí el fascinante relato de Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio, mientras estaba en
un vuelo de Boston a Londres, durante el cual estuve conversando con el vecino de pasillo que, al ver la
cubierta, me dijo que tenía la intención de leer el libro, mencionando de pasada que era asesor de
inversiones de gente muy adinerada.
Mientras nuestro avión recorría la larga pista de aterrizaje en Heathrow y nos dirigíamos hacia la
puerta de salida le resumí los puntos centrales, incluido el caso recién mencionado, subrayando que la
conclusión parecía implicar que esa industria estaba recompensando la suerte como una habilidad.
«Supongo —replicó entonces mi interlocutor encogiéndose de hombros— que ahora ya no tendré
que leer el libro», poniendo así de relieve la misma indiferencia con la que la empresa financiera había
recibido los resultados de la investigación de Kahneman. Como él mismo concluyó: «la mente parece
tener dificultades en digerir» datos tan desconcertantes.
Requiere metacognición, es decir, conciencia de la conciencia, arrojar luz sobre lo que un grupo ha
sepultado bajo la alfombra de la indiferencia o de la represión. La claridad empieza dándonos cuenta de
aquello que no advertimos… y dándonos también cuenta de que no nos estábamos dando cuenta.
Los riesgos inteligentes se basan en amplias e interminables recopilaciones de datos que se
contrastan con una sensación visceral, mientras que las decisiones estúpidas se toman partiendo de una
base de datos muy limitada. El comentario sincero de las personas en las que confiamos y a las que
respetamos crea una suerte de autoconciencia que nos protege de datos sesgados y creencias
cuestionables. Otro antídoto del pensamiento grupal consiste en ampliar nuestro círculo de contactos
más allá de nuestra zona de confort y contar con información fiel que, vacunándonos contra el
aislamiento en el interior del grupo, nos proteja del autoengaño.
La diversificación inteligente va más allá de equilibrar el género y el grupo étnico hasta llegar a
incluir un amplio elenco de edades, clientes o consumidores… y a todos aquellos que puedan ofrecernos
una nueva perspectiva.
«En los orígenes de nuestra empresa, nuestro servidor cayó —me contó un ejecutivo de cierta
empresa de computación en la nube—. Y, cuando nuestros competidores se enteraron, no tardamos en
recibir un montón de llamadas preguntándonos lo que estaba ocurriendo… a las que, como no sabíamos
qué decir, no respondíamos.
»Entonces un empleado, un periodista, propuso la solución creativa de crear una website llamada
“Trust Cloud”, en la que comentamos con total transparencia lo que estaba ocurriendo, cuál era el
problema y los pasos que estábamos dando para resolverlo lo antes posible».
Se trataba de una idea extraña para los ejecutivos de nuestra empresa, procedentes, en su mayoría,
de empresas del sector tecnológico, donde el secreto era una rutina básica. Pero la creencia implícita de
que debían mantener el problema en secreto era una semilla de pensamiento grupal que podía acabar
germinando.
«Apenas nos tornamos transparentes —añadió el ejecutivo—, el problema se desvaneció. Y, cuando
nuestros clientes se dieron cuenta de que podían saber lo que estaba ocurriendo, dejaron de llamar».
Y es que como, en cierta ocasión, dijo Felix Frankfurter, presidente del tribunal supremo de los
Estados Unidos: «La luz del sol es el mejor de los desinfectantes».
8. Receta para el autocontrol
Cuando mis hijos tenían aproximadamente un par de años, les molestaba que yo recurriese, en
ocasiones, para apaciguar su enfado, a la distracción diciendo: «¡Mira ese pajarito!», o con un
entusiasta: «¿Qué es eso?», tratando de dirigir, con la mirada o el dedo, su atención hacia esto o aquello.
La atención regula la emoción. Esta pequeña táctica utiliza la atención selectiva para sosegar la
agitación de la amígdala. Cuando el niño pequeño establece contacto con algún objeto que le interesa,
su ansiedad se relaja y, en el momento en que ese objeto deja de ser fascinante, la ansiedad, si todavía se
ve activada por las redes de la amígdala, vuelve a hacer acto de presencia[96]. La cuestión, por supuesto,
consiste en mantener al niño lo suficientemente intrigado hasta que la amígdala se tranquiliza.
Cuando el niño aprende a utilizar, por sí mismo, esta maniobra atencional, adquiere la capacidad de
manejar la ingobernable amígdala, una de las capacidades principales de autorregulación emocional que
tiene mucha importancia en su destino en la vida. Esa estrategia requiere la puesta en marcha de la
atención ejecutiva, una capacidad que empieza a florecer durante el tercer año de vida, cuando el niño
puede mostrar un «control sin esfuerzo», focalizando su atención a voluntad, ignorando las
distracciones e inhibiendo los impulsos.
Los padres pueden advertir este importante hito cuando el niño pequeño toma deliberadamente la
decisión de decir «no» a una tentación, como no comer el postre hasta después de haber acabado el
segundo plato. Y eso es algo que también depende de la atención ejecutiva, que no solo se pone de
manifiesto en la voluntad y la autodisciplina, sino también en la capacidad de gestionar los sentimientos
perturbadores e ignorar los caprichos para poder centrar así nuestra atención en un objetivo.
A la edad de ocho años, la mayoría de los niños dominan algún grado de atención ejecutiva. Esta
herramienta mental gestiona el funcionamiento de otras redes neurales cerebrales relacionadas (como
veremos en la Parte V) con el aprendizaje de la lectura y las matemáticas y las habilidades académicas
en general.
Nuestra mente despliega la autoconciencia para mantenernos al tanto de todo lo que hacemos: la
metacognición (es decir, pensar sobre el pensamiento) nos permite advertir cómo funcionan nuestras
operaciones mentales y el modo de adaptarlas a nuestras necesidades, y la metaemoción hace lo propio
por lo que respecta a la regulación del flujo de los sentimientos y de los impulsos. La autoconciencia
cumple con la doble función, en el diseño de la mente, de regular nuestras emociones y permitirnos
sentir lo que otros puedan estar sintiendo. Los neurocientíficos contemplan el autocontrol a través de las
lentes de las zonas cerebrales en que se asientan las funciones ejecutivas, que controlan habilidades
mentales como la autoconciencia y la autorregulación, esenciales para desenvolvernos adecuadamente
en la vida[97].
La atención ejecutiva encierra la clave de la autogestión. Esta capacidad para dirigir nuestra
atención hacia una cosa ignorando el resto es la que nos permite recordar, cuando abrimos el congelador
y asoma el tarro de helado de Cheesecake Brownie, la necesidad de mantener la línea. En esa pequeña
decisión descansa la voluntad, esencia de la autorregulación.
El cerebro es el órgano que más tarda en madurar anatómicamente y sigue creciendo y
desarrollándose hasta pasados los veinte años; y las redes ligadas a la atención se asemejan a órganos
que se desarrollan paralelamente al cerebro.
Como sabe cualquier padre que tenga más de un hijo, los niños son, desde el primer día, distintos y
unos son más atentos, tranquilos o activos que otros, diferencias temperamentales que reflejan la
maduración y la genética de las diferentes redes cerebrales[98].
¿Qué parte de nuestra capacidad de la atención es genética? Depende. Los distintos sistemas
atencionales parecen tener grados diferentes de heredabilidad, siendo el más fuerte de todos ellos el que
afecta al control ejecutivo[99].
Pero la construcción de estas habilidades vitales depende, en gran medida, de lo que aprendemos en
la vida. Según la epigenética, es decir, la ciencia que explica el modo en que el entorno impacta en
nuestra herencia genética, no basta con heredar una determinada secuencia genética para que esos
genes, en sí mismos, resulten determinantes. Los genes parecen tener lo que podríamos considerar una
especie de interruptor bioquímico. Por eso, si nunca se activan, es como si careciésemos de ellos. Y son
muchas las cosas que propician la activación de ese interruptor, como el tipo de alimentación, la danza
de reacciones químicas que se desencadena dentro de nuestro cuerpo y el aprendizaje.
La voluntad es el destino
Los resultados acumulados después de décadas de investigación han acabado subrayando la importancia
que tiene la voluntad en el curso de la vida. La primera de todas esas investigaciones se remonta a un
pequeño proyecto que se llevó a cabo durante la década de los sesenta, en el que niños procedentes de
hogares económicamente deprimidos recibieron una atención especial en un programa preescolar que,
entre otras habilidades, les enseñaba el cultivo del autocontrol[100]. Los resultados de esa investigación
refutaron la hipótesis esperada de que el proyecto alentase el desarrollo del CI [Coeficiente intelectual].
Pero cuando, años más tarde, se les comparó con otros que no habían pasado por el mismo programa, se
descubrió que aquellos presentaban índices inferiores de embarazo adolescente y una tasa también
inferior de abandono escolar, delincuencia y absentismo laboral[101]. Esos descubrimientos
proporcionaron un poderoso acicate para lo que ha acabado convirtiéndose en los programas
preescolares Head Start, que hoy en día se imparten por todos los Estados Unidos.
También hay que señalar el llamado «test de las golosinas», un estudio ya clásico llevado a cabo,
durante la década de los setenta, por el psicólogo Walter Mischel de la Universidad de Stanford.
Durante esa prueba, Mischel invitaba a pasar, uno tras otro, a niños de cuatro años a la «sala de juegos»
de la Bing Nursery School [Guardería Bing] del campus de Stanford donde, después de mostrarles una
bandeja con golosinas y dulces, les pedía que eligiesen el que más les gustara.
Lo más interesante fue que, a cada niño, también se le dijo: «Si quieres puedes tener tu golosina
ahora mismo, pero, si no te la comes hasta que vuelva de dar un paseo, te daré dos».
Ese grado de autocontrol era, en las terribles condiciones, para un niño de cuatro años, en que el
experimento se llevó a cabo (una habitación vacía de juguetes, libros y pinturas, es decir, sin posible
distracción), una auténtica proeza. El experimento demostró que un tercio de los niños tomó la golosina
de inmediato, mientras que otro tercio esperó el interminable cuarto de hora hasta recibir la doble
recompensa (y el último tercio se situó en algún punto entre ambas alternativas). Lo más significativo
fue que los niños que resistieron la tentación de comerse la golosina de inmediato mostraron una
puntuación más elevada en medidas de control ejecutivo, concretamente de reasignación de la atención.
El modo en que dirigimos la atención encierra, según Mischel, la llave de la voluntad. Los cientos
de horas que pasó observando la lucha de los pequeños con la tentación pusieron de relieve la
importancia crucial de una variable a la que llamó «estrategia de reasignación de la atención». Los niños
que esperaron los 15 minutos lo hicieron apelando a estrategias de distracción, como los juegos
ficticios, cantar o taparse los ojos. El que miraba la golosina acababa perdiendo (o, dicho con más
precisión, era la golosina la que acababa ganando).
La comparación entre el autocontrol y la gratificación instantánea puso de relieve tres
subvariedades, al menos, de la atención, facetas distintas, todas ellas, del control ejecutivo. La primera
consiste en la capacidad de alejar deliberadamente nuestra atención del objeto deseado por el que nos
sentimos poderosamente atraídos. La segunda, la resistencia a la distracción, nos permite dejar de
gravitar en torno a eso que tan atractivo nos parece y depositar la atención en cualquier otra parte. Y la
tercera, por último, nos ayuda a mantener la atención en un objetivo futuro, como las dos golosinas
posteriores. Y todo ello fortalece, en suma, el poder de la voluntad.
Quizás eso esté bien para poner de relieve, en una situación artificial como el test de las golosinas,
el grado de autocontrol de los niños. ¿Pero qué podríamos decir con respecto a resistir las tentaciones de
la vida real? Esta es una pregunta cuya respuesta nos obliga a echar un vistazo a una investigación
llevada a cabo con los niños de Dunedin (Nueva Zelanda).
Dunedin posee una de las principales universidades del país y alberga una población de cerca de 100
000 almas, una combinación que la convierte en el entorno idóneo para el estudio más importante sobre
los ingredientes del éxito en la vida realizado desde los anales de la ciencia.
El ambicioso proyecto estudió intensivamente, durante su infancia, a 1037 niños (todos los bebés
nacidos durante un lapso de 12 meses), cuyo desarrollo se vio rastreado décadas después por un equipo
distribuido por varios países. Del equipo en cuestión formaban parte especialistas de disciplinas muy
diferentes, cada uno con su propia visión del autocontrol, el marcador clave de la autoconciencia[102].
Esos niños realizaron, a lo largo de su vida escolar, una impresionante batería de pruebas centradas,
entre otras muchas, en la determinación de su grado de tolerancia a la frustración[103].
Un par de décadas más tarde, todos, menos el 4% de los niños, fueron estudiados de nuevo (una
tarea mucho más sencilla en un país estable como Nueva Zelanda que en los Estados Unidos, pongamos
por caso, donde la movilidad es mucho mayor). La valoración llevada a cabo entonces a esos jóvenes
giró en torno a las siguientes variables:
Salud. Pruebas físicas y de laboratorio que determinaron su estado cardiovascular, metabólico,
psiquiátrico, respiratorio, dental e inflamatorio.
Riqueza. Si tenían ahorros, seguían solteros, habían educado a un hijo, eran propietarios de la casa
en que vivían, tenían problemas de crédito, inversiones o planes de jubilación.
Delincuencia. Lo que incluía el rastreo de todos los registros judiciales de Australia y Nueva
Zelanda para ver si habían sido declarados culpables de algún delito.
Los resultados de este estudio pusieron claramente de relieve que los niños de Dunedin que más
autocontrol habían mostrado durante su infancia, eran también los que, al entrar en la treintena, mejor se
desenvolvían. Ellos eran, precisamente, los que mejor salud, más éxito económico y menos problemas
con la ley habían tenido. Cuanto peor, por el contrario, se habían mostrado durante su infancia en la
gestión de sus impulsos, peor era también su salud y mayor la probabilidad de haber sido declarados
culpables de algún delito.
Lo más sorprendente es que el análisis estadístico demostró que el nivel de autocontrol de un niño
demuestra ser un predictor tan poderoso de su éxito financiero adulto, de su salud y de su historial
delictivo como la clase social, la riqueza de la familia de origen o el CI. De este modo, la voluntad
emergió como una fuerza vital independiente determinante del éxito en la vida. De hecho, el autocontrol
infantil demostró ser, por lo que respecta al éxito financiero, un predictor más fuerte que el CI o la clase
social de la familia de origen.
Y lo mismo podríamos decir con respecto al éxito escolar. En un experimento realizado con niños
estadounidenses de segundo de ESO, un indicador de autocontrol tan simple como elegir entre recibir
un dólar hoy o dos dentro de una semana mostró una relación más positiva con sus resultados
académicos que el CI. Pero el autocontrol no solo constituye un predictor del resultado académico, sino
también del ajuste emocional, las habilidades interpersonales, la sensación de seguridad y la
adaptabilidad[104].
La conclusión es que, por más económicamente privilegiada que sea su infancia, si el niño no llega a
dominar, en la búsqueda de sus objetivos, la demora de la gratificación, esa ventaja de partida acaba, en
el curso de la vida, desvaneciéndose. Solo 2 de cada 5 hijos de padres ubicados en el 20% superior de la
riqueza acaban, en los Estados Unidos, en ese mismo estatus privilegiado, y cerca del 6% descienden al
nivel de ingresos propio del 20% inferior[105]. La facilidad para seguir los dictados de la propia
conciencia parece ser, considerada a largo plazo, un acicate tan importante como las escuelas elegantes,
los profesores particulares y los costosos campamentos educativos de verano. No deberíamos
subestimar, pues, la importancia de la práctica de la guitarra o cumplir con la promesa de alimentar al
hámster o limpiar su jaula.
Otra conclusión es que todo lo que podamos hacer para consolidar el control cognitivo del niño le
ayudará a lo largo de toda su vida. Hasta el Monstruo de las Galletas puede aprender a hacer mejor las
cosas.
El Monstruo de las Galletas aprende a mordisquear
El día en que visité Sesame Workshop, el cuartel general del programa de televisión de Epi, Blas, Coco,
Triky (el Monstruo de las Galletas) y el resto de la pandilla más querida en los más de 120 países en los
que se emite el programa Barrio Sésamo, los miembros del equipo estaban celebrando un encuentro con
científicos cognitivos y cerebrales.
El ADN de Barrio Sésamo gira en torno a la ciencia del aprendizaje. «En el núcleo de cada uno de
sus episodios hay un objetivo curricular —me contó, en el taller del programa, Michael Levine, director
ejecutivo de Joan Ganz Cooney Center—. El valor educativo de todo lo que presentamos se ha visto
previamente corroborado».
Una red de expertos académicos revisa el contenido del programa, mientras que los auténticos
expertos (los preescolares) se encargan de garantizar que la audiencia entenderá el mensaje. Y cada
programa tiene un enfoque específico, como si de un concepto matemático se tratara, cuyo impacto
educativo se verá corroborado posteriormente por lo que los preescolares acaben realmente
aprendiendo.
El tema del encuentro de ese día con los científicos giraba en torno a los fundamentos cognitivos.
«Necesitamos, para desarrollar adecuadamente el programa, que los guionistas se sienten con
investigadores de alto nivel —dijo Levine—. Pero debemos hacerlo bien. Tenemos que escuchar a los
científicos, pero luego ponernos a jugar con ello, es decir, divertirnos».
El ingrediente secreto de uno de los episodios de Barrio Sésamo, por ejemplo, giraba en torno a un
llamado Club de Conocedores de las Galletas. Alan, propietario del Hooper’s Store de Barrio Sésamo,
había preparado galletas, pero nadie había previsto la asistencia del Monstruo de las Galletas que,
apenas llega, se apresta a devorarlas todas.
Alan explica entonces a Triky que, si quiere formar parte del club, debe controlar el impulso de
engullirlas y aprender a saborear la experiencia. «Primero —le dice— debes seleccionar la galleta,
buscar las imperfecciones; luego tienes que olerla y, finalmente, debes mordisquearla un poco». Pero el
Monstruo de las Galletas, encarnación misma de los impulsos, no sabe mordisquear, solo engullir.
Según me contó Rosemarie Truglio, vicepresidenta de las ramas de Educación e Investigación de la
empresa, para establecer las estrategias de autorregulación de este episodio consultó nada menos que a
Walter Mischel, el mismísimo investigador del test de las golosinas.
Mischel propuso enseñar a Triky estrategias de control cognitivo como: «Piensa en la galleta como
si fuera otra cosa», y a no olvidarlo. De este modo, el Monstruo, al ver que las galletas son redondas,
piensa en un yoyó y pasa a repetirse una y otra vez que la galleta es un yoyó. Pero, a pesar de ello,
acaba tragándosela.
Para enseñar a Triky a dar un solo bocadito —un gran triunfo de la voluntad, todo hay que decirlo
—, Mischel sugirió una estrategia diferente de demora del impulso. Así fue como Alan le dijo al
Monstruo: «Ya sé que esto te resulta difícil, pero dime “¿Prefieres comerte esta galleta ahora o entrar a
formar parte del club y poder disfrutar luego de todo tipo de galletas?”», un truco que, en esta ocasión,
sí funcionó.
Una mente demasiado distraída por el menor indicio de galleta carecería de la fortaleza suficiente
para entender las fracciones, no digamos ya el cálculo. Parte del currículum de Barrio Sésamo apunta al
desarrollo de los elementos de control ejecutivo imprescindibles para asentar una plataforma que
permita enfrentarse a los problemas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.
«Los maestros de los primeros cursos nos dicen que necesitan que los niños puedan permanecer
sentados, concentrarse, gestionar sus emociones, escuchar sus indicaciones, colaborar y hacer amigos
—explicó Rosemarie Truglio—. Solo entonces pueden enseñarles las letras y los números».
«El cultivo del gusto por las matemáticas y el aprendizaje de la lectura y la escritura», me dijo
Levine, requiere autocontrol, algo que se basa en los cambios que, durante los años preescolares, se
producen en las funciones ejecutivas. Los controles inhibitorios relacionados con el funcionamiento
ejecutivo muestran una elevada correlación con las habilidades de matemáticas y de lectura. «Enseñar
estas habilidades de autorregulación —concluyó— puede requerir, en el caso de los niños, en este
sentido, infradesarrollados, un recableado de diferentes partes del cerebro».
El poder de la decisión
¿Le gusta esta pintura? Este tipo de imágenes suele agradar a todo el mundo. Una visión idílica, desde
una perspectiva elevada, sobre una corriente de agua, un prado y algún que otro animal. Quizás esta
predilección universal hunda sus raíces en ese largo periodo de la prehistoria humana en el que nuestra
especie vagaba por las sabanas y se refugiaba, en busca de calor y protección, en el fondo de las
cavernas.
Si, en este momento, decide quedarse con lo que acabo de decir y no volver a mirar —pese al
impuso a hacerlo— esa bucólica escena, se establecerá, en su cerebro, una alternancia entre
concentración y distracción. Ese tipo de oscilación se presenta cada vez que tratamos de permanecer
concentrados en una cosa, ignorando el atractivo de otra, a la vez que pone de relieve la existencia de un
conflicto neuronal, es decir, de un tira y afloja entre los circuitos ascendentes y los descendentes.
Y conviene insistir, dicho sea de paso, en no mirar de nuevo la imagen, sino en seguir atentos a lo
que ahora estamos diciendo que ocurre en el cerebro. Este conflicto interno reproduce la batalla a la que
se enfrenta el niño cuando su mente quiere alejarse de los deberes de matemáticas para comprobar si ha
recibido, en su teléfono, algún mensaje de texto[106].
Basta con estudiar el talento natural para las matemáticas de los alumnos de instituto para poner de
relieve un amplio abanico: el resultado de algunos es espantoso, otros sencillamente no son buenos y
solo aproximadamente el 10% de ellos muestra una gran capacidad. Si seguimos, durante un año, a ese
10% superior y rastreamos su evolución en matemáticas, descubriremos que la mayoría alcanza los
niveles superiores. En contra de las predicciones, sin embargo, una parte de esos alumnos de elevado
potencial acaba desenvolviéndose pobremente.
Ahora proporcionaremos a cada uno de esos alumnos de matemáticas un dispositivo que zumbe al
azar varias veces al día pidiéndoles que tomen nota, en ese momento, de su estado de ánimo. Si están
trabajando en matemáticas, los que lo hacen bien dicen hallarse en un estado de ánimo más positivo que
los que están ansiosos. Pero los que más pobremente se desenvuelven, informan de lo contrario y
presentan una tasa de episodios de ansiedad cinco veces superior a la de quienes afirman sentirse a
gusto[107].
Esta ratio explica por qué, quienes muestran una gran capacidad de aprendizaje, acaban mostrándose
más torpemente. Como vimos en el Capítulo 1, la atención tiene, según la ciencia cognitiva, una
capacidad limitada, razón por la cual la memoria operativa obra como una especie de cuello de botella.
Y, si nuestras preocupaciones interfieren con esa capacidad, los pensamientos irrelevantes acaban
reduciendo el ancho de banda de atención que queda libre, pongamos por caso, para las matemáticas.
La capacidad de advertir que estamos ansiosos y de dar los pasos necesarios para renovar nuestra
atención reside en la autoconciencia. Es la metacognición la que mantiene nuestra mente en el estado
más adecuado para la tarea en curso, desde las ecuaciones algebraicas hasta la preparación de una receta
o la alta costura. Sean cuales fueren nuestros mejores talentos, la autoconciencia nos ayuda a
desplegarlos del mejor modo posible.
Dos son los matices y variedades de la atención que más importancia tienen para la conciencia de
uno mismo. Por una parte, está la atención selectiva (que nos permite concentrarnos en un objetivo
ignorando todos los demás) y, por la otra, la atención abierta (que nos permite registrar información
procedente del mundo que nos rodea y de nuestro mundo interno y atender a pistas sutiles que, de otro
modo, soslayaríamos).
Los casos extremos de estas dos modalidades atencionales (estar demasiado concentrados en el
exterior o demasiado abiertos a lo que ocurre a nuestro alrededor) «pueden llegar a imposibilitar —en
opinión de Richard Davidson— la conciencia de uno mismo»[108]. La función ejecutiva incluye la
atención a la atención o, hablando en términos más generales, la conciencia de nuestros estados
mentales, lo que nos permite controlar y mantener activo nuestro foco de atención.
Como acabamos de apuntar y veremos con más detenimiento en la Parte V, es posible enseñar la
función ejecutiva (como a veces se denomina al control cognitivo). El aprendizaje de las habilidades
ejecutivas predispone más a los preescolares al rendimiento académico, en su etapa escolar, que un
elevado CI o el hecho de haber aprendido ya a leer[109]. Como bien sabe el equipo de Barrio Sésamo, los
maestros quieren alumnos con una buena función ejecutiva, lo que significa autodisciplina, control de la
atención y capacidad de resistirse a las tentaciones. Esas funciones ejecutivas predicen, además del CI,
los buenos resultados obtenidos por el niño en los campos de las matemáticas y la lectura[110].
Y es evidente que esta ventaja no queda limitada a los niños. La capacidad de dirigir nuestra
atención a una cosa ignorando el resto yace en el núcleo mismo de la voluntad.
Un saco de huesos
En la India del siglo V, se alentaba a los monjes a contemplar «las 32 partes del cuerpo», una lista de
aspectos poco atractivos de la biología humana, como las heces, la bilis, la flema, el pus, la sangre, la
grasa, las mucosidades, etcétera. Esa atención a los aspectos desagradables estaba destinada a promover
la desidentificación del cuerpo y a ayudar a los monjes a rechazar los deseos o, dicho en otras palabras,
a fortalecer la voluntad.
Demos ahora un salto de 2000 años y contrastemos ese esfuerzo ascético con su opuesto. Como
cuenta un trabajador social que se ocupa de rescatar, de las calles de Los Ángeles, a adolescentes que se
prostituyen: «Resulta increíble lo impulsivos que pueden llegar a ser los adolescentes. Viven en las
calles, pero si ahorran 1000 dólares, no los invierten en buscar un techo en el que refugiarse, sino en
comprarse el iPhone más caro».
Su programa ayuda a jóvenes infectados por el VIH a encontrar una subvención gubernamental que
les saque de las calles y les proporcione el cuidado médico que necesitan, dinero para un apartamento,
comida y hasta la matrícula en un gimnasio. «Hoy veo a muchachos —me cuenta— que buscan
infectarse deliberadamente para poder disfrutar, de ese modo, de más ayudas sociales».
El mismo contraste entre un elevado control cognitivo y su completa ausencia fue descubierto, hace
ya años y en una dimensión más inocente, en las pruebas de demora de la gratificación realizadas en
Stanford con niños de 4 años tentados por una golosina. Cuando, 40 años después, se estudió a 57 de los
preescolares de Stanford, los de «alta demora» (es decir, los que, a la edad de 4 años, habían resistido la
tentación de las golosinas) seguían siendo todavía capaces de demorar la gratificación, mientras que los
de «baja demora» mostraban la misma incapacidad de sofocar sus impulsos que cuando eran niños.
El escáner de su cerebro, mientras se resistían a la sensación, puso de relieve, en los de alta demora,
una activación de los circuitos de la corteza prefrontal claves para controlar el pensamiento y las
acciones, incluido el girus frontal inferior, que se ocupa de decir «no» a los impulsos. Pero los de baja
demora activaron su área estriada ventral, un circuito del sistema de recompensa del cerebro que se
moviliza cuando nos rendimos a las tentaciones de la vida y a los placeres culpables como, por ejemplo,
un postre delicioso[111].
El estudio de Dunedin mostró la gran importancia que, para el control cognitivo, tiene la década que
va de los 10 a los 20. Los adolescentes que menos autocontrol habían demostrado de pequeños eran
también los más proclives a caer en la adicción al tabaco, los que se convertían en padres sin desearlo y
los que presentaban una tasa más elevada de abandono escolar; trampas, todas ellas, que les cerraban el
acceso a oportunidades posteriores y los dejaban atrapados en estilos de vida que aceleraban su camino
a trabajos con peores salarios, una salud más pobre y, en algunos casos, un largo historial delictivo.
¿Pero hay que extraer, acaso, de esto la conclusión de que todos los niños con hiperactividad o
trastorno de déficit de la atención están condenados a tener problemas? No, de ninguna manera, porque
existe, entre los diagnosticados con TDA, un amplio abanico de opciones entre los extremos que van de
malo a bueno. Y, aun en el caso de este grupo relativamente grande, el autocontrol predecía, pese a sus
problemas atencionales mientras estaban en la escuela, un mejor resultado vital.
Pero esto no es algo que se limite a los niños de 4 años y a los adolescentes. La sobrecarga cognitiva
crónica característica de tantas vidas parece reducir nuestro umbral de autocontrol. Y es que parece que,
cuanto mayores son las exigencias a las que nuestra atención debe enfrentarse, peor resistimos las
tentaciones. La investigación realizada en este sentido sugiere que la epidemia de obesidad que aqueja a
los países desarrollados puede deberse parcialmente a nuestra mayor susceptibilidad, mientras estamos
distraídos, a caer en un funcionamiento automático y tomar alimentos azucarados y ricos en grasas. Los
estudios de imagen cerebral realizados sobre las personas que más éxito han tenido en perder peso y
mantenerlo demuestran ser los que poseen, cuando se ven enfrentados a alimentos ricos en calorías, un
mayor control cognitivo[112].
La famosa frase de Freud, según la cual «donde estaba el ello, estará el ego», expresa claramente esa
tensión interior. El ello, es decir, el puñado de impulsos que nos dirige hasta la heladería, nos impulsa a
comprar ese artículo de lujo demasiado caro o a entrar en ese sitio web en el que tanto tiempo
perdemos, está siempre en lucha con el ego, la mente ejecutiva. Es el ego el que nos permite perder
peso, ahorrar dinero y distribuir eficazmente nuestro tiempo.
En el ámbito de la mente, la voluntad (una faceta del «ego») refleja la lucha entre los sistemas
ascendente y descendente. Es precisamente la voluntad la que, pese al tirón de nuestros impulsos,
pasiones, hábitos y deseos, nos mantiene centrados en nuestros objetivos. Este control cognitivo refleja
un sistema mental «frío» que se esfuerza en conseguir nuestros objetivos frente a nuestras reacciones
emocionales «calientes», es decir, rápidas, impulsivas y automáticas.
Entre ambos sistemas existe una diferencia esencial de foco. Los circuitos de recompensa se fijan en
la cognición caliente, es decir, en los pensamientos que poseen una gran carga emocional, como las
facetas que nos resultan tentadoras de una golosina («es suave, dulce y deliciosa»). Cuanto más intensa
es la carga, más fuerte es el impulso y más probable que nuestros sobrios lóbulos prefrontales se vean
secuestrados por nuestros deseos.
El sistema ejecutivo prefrontal, por el contrario, «enfría lo caliente» reprimiendo el impulso de
conseguirlo y posibilitando la reevaluación de la tentación («pero también engorda»). Nosotros (y
nuestro hijo de 4 años) podemos movilizar este sistema a través del pensamiento centrándonos, por
ejemplo, en la forma, el color o el modo en que la golosina está hecha. Este cambio de foco alivia la
energía de la carga que nos impulsa a aferrarnos a ella.
Del mismo modo que aconsejó al Monstruo de las Galletas en sus experimentos en Stanford,
Mischel ayudó a algunos de los niños con el sencillo truco mental de imaginar la golosina como una
imagen enmarcada. Esa sencilla técnica permitía transformar súbitamente la irresistible golosina, que
tan grande les parecía, en algo en lo que podían concentrarse o no. Cambiar, de este modo, su relación
con la golosina era una especie de judo mental que permitía que, niños incapaces antes de demorar la
gratificación más de un minuto, la demorasen 15 minutos.
Tal control cognitivo de los impulsos es un buen augurio del éxito en la vida. Como dice Mischel:
«Si puedes enfrentarte a emociones calientes, puedes estudiar para superar el examen en lugar de ver la
televisión… y también puedes ahorrar dinero para la jubilación, porque este no es un tema que se limite
exclusivamente a las golosinas»[113].
Las distracciones emocionales, la revaloración cognitiva y otras estrategias metacognitivas entraron
a formar parte de los procedimientos empleados por la psicología durante los años setenta. Pero, de
algún modo, se trata de estrategias mentales cuyo origen se remonta a esos monjes de los que
hablábamos al comienzo de este capítulo que, en el siglo V, se dedicaban a contemplar las partes
«repugnantes» del cuerpo.
Un cuento de esa época tiene que ver con uno de esos monjes que, cuando estaba paseando, se cruzó
con una hermosa mujer, que esa mañana se había enfadado con su marido y estaba huyendo a casa de
sus padres[114].
Pocos minutos después, su marido, que la seguía, se cruzó con el monje y le preguntó:
—¿Has visto, Venerable señor, pasar a una mujer?
—No puedo decir —respondió— si fue hombre o mujer, pero sé que un saco de huesos ha pasado
por este camino.
Parte III: Leyendo a los demás
9. La mujer que sabía demasiado
Su padre tenía un temperamento tan explosivo que, cuando era pequeña e ignoraba lo que podía hacerlo
explotar, siempre estaba muy asustada. De este modo, Katrina, como la llamaremos, aprendió a ser
hipervigilante, esforzándose en detectar los más pequeños indicios —como un ligero aumento del tono
de voz o un leve descenso de las cejas que expresaba hostilidad— que indicaran que estaba a punto de
sufrir otro ataque.
El radar emocional de Katrina fue perfeccionándose más todavía a medida que creció. Mientras se
hallaba en la universidad, por ejemplo, su especial sensibilidad hacia el lenguaje corporal la llevó a
darse cuenta de que una compañera de estudios estaba manteniendo una relación secreta con un
profesor.
Sus cuerpos, según dijo, ejecutaban una danza sutil. «Se movían al unísono. Cuando ella se
desplazaba hacia un lado, él también lo hacía. Y, apenas advertí la extraordinaria sincronía corporal que
los unía, tuve el extraño presentimiento de que eran amantes».
Meses después, esa misma compañera le confirmó la veracidad de su sospecha y, «cuando el affaire
concluyó —agregó—, sus cuerpos seguían todavía muy unidos».
«Cuando estoy con alguien —dice Katrina— soy muy consciente de una gran cantidad de
información personal (cosas tales como el arqueo de una ceja o el movimiento de una mano) que
habitualmente pasa desapercibida. La verdad es que resulta muy angustioso. Sé demasiadas cosas. Soy
demasiado consciente».
Los sentidos de Katrina ponen de relieve cuestiones que los demás prefieren mantener ocultas y
cuya revelación también puede volverse en su contra. «En cierta ocasión, llegué tarde a una reunión e
hice esperar a todo el mundo. Y, aunque todos se mostraron verbalmente muy comprensivos y
amistosos, el lenguaje de sus cuerpos decía algo completamente diferente. Su postura cerrada y su
esquiva mirada ponían claramente de manifiesto lo enfadados que estaban. Me sentía muy triste y con
un nudo en la garganta. No es de extrañar que ese encuentro no llegase muy lejos.
»Veo más cosas de las que debería, lo que acaba generándome muchos problemas —añadió—. Veo
demasiadas cosas secretas y me ha costado mucho reconocer que no debo mencionarlo todo».
Después de encontrarse varias veces con el comentario de personas que le decían que estaba
adentrándose en territorios demasiado personales, Katrina empezó a trabajar con un asesor ejecutivo.
«El asesor insiste en la necesidad de que no preste atención a algunos datos emocionales. Y es que,
cuando no dejo a un lado esa información que debería pasarme desapercibida, reacciono de un modo
que lleva a la gente a creer que estoy continuamente enfadada. Tengo que ser, en este sentido, muy
cuidadosa».
Personas como Katrina son socialmente muy sensibles, agudamente conectadas con señales
emocionales mínimas y con un misterioso talento natural que les permite tener en cuenta indicios que,
para la mayoría, pasan desapercibidos. Una leve dilatación pupilar, una elevación de las cejas o un
cambio en la postura corporal es todo lo que necesitan para saber cómo se siente una persona.
Y si, como sucede en el caso de Katrina, la persona no sabe gestionar adecuadamente esa
información, eso puede suponer un gran problema.
Adecuadamente utilizado, sin embargo, ese talento puede aumentar nuestra inteligencia social y
hacernos saber cuándo un tema es delicado, el momento en que una persona prefiere estar sola o cuándo
necesita una palabra de aliento.
Un ojo que sepa reconocer las pautas sutiles es muy beneficioso en muchos aspectos de la vida. En
el caso de deportes como el squash y el tenis, por ejemplo, leves indicios posturales pueden permitirnos
saber dónde lanzará la pelota nuestro adversario. Muchos grandes encestadores de baloncesto, como
Hank Aaron, por ejemplo, visionan una y otra vez vídeos de los pívots del equipo al que están a punto
de enfrentarse para descubrir, en el juego de sus adversarios, indicios que pueden resultarle de alguna
utilidad.
Justine Cassell, directora del Institute of the Human-Computer Interaction de la Universidad
Carnegie-Mellon, pone al servicio de la ciencia un tipo similar de adiestramiento en la empatía. «En
nuestra familia —me dijo Cassell— jugábamos a observar a la gente». Esa tendencia infantil se vio
perfeccionada cuando, ya en la universidad, pasó centenares de horas visionando vídeos y estudiando el
movimiento de las manos de personas que trataban de describir una película de dibujos animados que
acababan de ver.
Trabajaba con fragmentos de vídeo de 30 imágenes por segundo y anotaba los cambios en la forma
y orientación de la mano, desplazamiento en el espacio y trayectoria del movimiento. Y, a fin de
verificar su exactitud, revisaba sus notas para ver si podía reproducir exactamente el movimiento de la
mano.
Cassell ha llevado recientemente a cabo un trabajo parecido con pequeños movimientos de los
músculos faciales, como la mirada, el arqueo de las cejas, la inclinación de la cabeza, etcétera,
puntuándolos y verificándolos segundo a segundo. A eso ha dedicado —y sigue dedicando— centenares
de horas, en su laboratorio de Carnegie Mellon, con estudiantes universitarios.
«Los gestos siempre ocurren poco antes de la parte más enfatizada de lo que uno está diciendo —me
confesó Cassell—. Una de las razones por las que algunos políticos parecen poco sinceros es que, pese a
que han aprendido a realizar determinados gestos, no saben muy bien el momento en que deben
realizarlos. De ahí se deriva, precisamente, la sensación de falsedad que transmiten cuando, en lugar de
preceder a la palabra, esos gestos la suceden».
Es la temporización del gesto la que determina su significado. Fuera de tempo, una afirmación
puede tener un impacto negativo, algo que Cassell ilustra del siguiente modo: «Si decimos, por ejemplo,
“ella es una excelente candidata para ese trabajo”, arqueando las cejas mientras pronunciamos la palabra
“excelente”, transmitimos un mensaje emocionalmente muy positivo. Pero si, después de pronunciar la
palabra “excelente” hacemos un silencio y, mientras nuestra cabeza asiente, arqueamos una ceja, el
mensaje debe ser interpretado en clave sarcástica y el significado emocional que transmitimos es el de
que cuestionamos la idoneidad de esa persona».
La lectura de metamensajes transmitidos por canales no verbales se produce de manera instantánea,
inconsciente y automática. «Es imposible no atribuir un significado a lo que alguien nos dice», afirma
Cassell, a través de canales verbales, no verbales o ambos simultáneamente. Toda la información que
nos llega de otra persona transmite de continuo mensajes inconscientes que nuestro sistema ascendente
se ve obligado a interpretar.
Los participantes en cierto estudio recordaban haber «escuchado» algo que, en realidad, solo habían
visto en gestos. Alguien que escuchó, por ejemplo, «Eran dos», afirmó haber oído, al ver la mano con
los dedos índice y corazón levantados, «Fue toda una victoria»[115].
El trabajo de Cassell pone de relieve cuestiones que solo nos impactan durante unos microsegundos.
Y, aunque nuestros circuitos automáticos ascendentes reciban el mensaje, a nuestros circuitos
descendentes suele escapárseles.
El impacto de estos mensajes ocultos es muy poderoso. Hace mucho que la investigación descubrió
que la probabilidad de que una pareja siga junta es menor si, durante un conflicto marital, uno de sus
integrantes repite expresiones faciales fugaces de disgusto o desprecio[116]. Y si, dentro del campo de la
psicoterapia, terapeuta y cliente se mueven en sincronía aumenta, por el contrario, la probabilidad de
que la terapia resulte exitosa[117].
Mientras Cassell era profesora en el Media Lab del MIT, desarrolló una modalidad
extraordinariamente detallada de análisis del modo en que nos expresamos elaborando un sistema que
orienta a los profesionales de la animación en el arte de la conducta no verbal. El sistema —llamado
BEAT— permite a los animadores mecanografiar un fragmento de diálogo y obtener automáticamente
una secuencia animada con los movimientos de cabeza, ojos y postura adecuados, cuya calidad artística
pueden acabar perfilando[118].
Para transmitir el «significado» exacto a través de la conducta, tono de voz y gestos de un actor
virtual, es necesaria una comprensión descendente de los procesos ascendentes. Actualmente, Cassell
está preparando animaciones que pueden servir, según dice, «de compañeros virtuales para que alumnos
de una escuela elemental ejerciten habilidades sociales a fin de establecer un buen entendimiento al que
luego apelar para facilitar el aprendizaje».
Mientras tomábamos un café en una de las pausas de un congreso, Cassell me explicó que, después
de varios centenares de horas de análisis de los mensajes no verbales, su sensibilidad había mejorado
mucho. «Cuando ahora estoy con alguien —me dijo— no puedo sino rastrear automáticamente este tipo
de indicios», unas palabras que, debo confesar, me hicieron sentir un tanto avergonzado (más si cabe
cuando me di cuenta de que, probablemente, ella también estaba percibiéndolo).
10. La tríada de la empatía
La lectura de las señales emocionales constituye una de las cumbres de la empatía cognitiva, una de las
tres variedades principales de la capacidad de concentrarse en lo que los demás experimentan[119]. Esta
variedad de empatía nos permite asumir la perspectiva de otras personas, entender su estado mental y
gestionar, al mismo tiempo, nuestras emociones, mientras valoramos las suyas; operaciones mentales
propias, todas ellas, de los circuitos descendentes de nuestro cerebro[120].
La empatía emocional, por su parte, nos permite conectar con otras personas hasta el punto de sentir
lo mismo que están sintiendo y experimentar, en nuestro cuerpo, un eco de cualquier alegría o tristeza
que estén experimentando. Esa es una forma de sintonía que solo puede discurrir a través de los
circuitos cerebrales automáticos y espontáneos propios del sistema neuronal ascendente.
Pero, aunque la empatía cognitiva o emocional nos permita reconocer lo que otra persona piensa y
vibrar incluso con lo que siente, no necesariamente desemboca en la simpatía, es decir, en la
preocupación por su bienestar. La tercera modalidad de empatía, es decir, la llamada preocupación
empática, va todavía más allá y nos lleva a ocuparnos de los demás y ayudarlos, en el caso de que sea
necesario. Esta actitud compasiva se asienta en una combinación entre los sistemas primordiales
ascendentes del afecto y el apego (que se hallan profundamente integrados en el cerebro) y los circuitos
descendentes, más reflexivos, que evalúan el modo en que valoramos su bienestar.
No es de extrañar que, como nuestros circuitos de la empatía fueron diseñados para las relaciones
interpersonales cara a cara, el trabajo en línea de hoy en día nos enfrente a retos especiales.
Consideremos, por ejemplo, ese momento tan especial de una reunión en el que parece haberse
alcanzado ya un consenso tácito y alguien comenta entonces en voz alta lo que todo el mundo sabe, pero
nadie ha dicho todavía («Muy bien, entonces estamos de acuerdo en este punto»), momento en el cual
todos asienten en señal de aprobación.
Pero, al no contar con el continuo bombardeo de mensajes no verbales que, en el caso de un
encuentro real, llevarían a alguien a explicitar su conformidad, hasta entonces tácita, alcanzar tal
consenso en medio de un encuentro en línea es como andar a tientas. Nuestra lectura de los demás solo
puede, en tal caso, basarse en lo que han dicho. Y, más allá de eso, también contamos, en el encuentro
en línea, con la posibilidad, confiando en la empatía cognitiva, de apelar a la lectura entre líneas, una
variedad de lectura mental que nos permite inferir lo que está ocurriendo en la mente de otra persona.
La empatía cognitiva nos permite, teniendo en cuenta la forma de ver y de pensar de otra persona,
entender su perspectiva. Ver a través de los ojos de alguien nos ayuda a entender las cosas que se
pregunta y a elegir el lenguaje que más se adapte a su tipo de comprensión.
La empatía cognitiva emplea fundamentalmente los circuitos descendentes. Esta capacidad requiere,
como afirman los científicos cognitivos, «mecanismos computacionales adicionales». Para ello es
necesario pensar en los sentimientos, el tipo de empatía habitualmente utilizado en su trabajo por el
equipo de Justine Cassell.
La empatía cognitiva, que nos lleva a aprender de todo el mundo, se ve alentada por una naturaleza
inquisitiva que amplía nuestra comprensión del mundo de los demás. Esta es una actitud a la que un
ejecutivo exitoso se refiere con las siguientes palabras: «Siempre he querido saberlo todo, entender todo
lo que me rodea, por qué los demás piensan de tal modo, por qué hacen lo que hacen y qué es lo que les
sirve y lo que no»[121].
Las raíces más tempranas de este tipo de asunción de perspectiva se remontan al modo en que el
niño adquiere los rudimentos básicos de la vida emocional, el modo en que su estado difiere del estado
de los demás y la forma en que los otros reaccionan ante la expresión de sus sentimientos. La
comprensión emocional más básica marca el primer momento en que el niño puede asumir el punto de
vista ajeno, adoptar diferentes perspectivas sobre una determinada experiencia y compartir su
significado con otras personas.
A los dos o tres años, el niño es capaz de nombrar sentimientos y decidir si un rostro está «feliz» o
«triste». Uno o dos años más tarde entiende que el modo en que otro niño percibe los hechos
determinará su forma de reaccionar. Durante la adolescencia se fortalece otro aspecto, la lectura exacta
de los sentimientos ajenos, preparando así el terreno para relaciones interpersonales más amables.
«Si queremos entender los sentimientos de los demás, debemos antes entender los nuestros», dice
Tania Singer, directora del departamento de neurociencia social del Instituto Max Planck de Leipzig,
que se ha especializado en el estudio de la empatía y la autoconciencia de los alexitímicos, es decir, de
las personas que tienen grandes dificultades para entender y verbalizar sus propios sentimientos.
Los circuitos ejecutivos que nos permiten pensar en nuestros propios pensamientos y sentimientos
aplican el mismo tipo de proceso a la mente de los demás. «La teoría de la mente», es decir, la
comprensión de que los demás tienen sus propios sentimientos, deseos y motivos, nos lleva a entender
lo que otra persona puede estar pensando y queriendo. Tal empatía cognitiva comparte circuitos con la
atención ejecutiva que empieza a florecer entre los 2 y 5 años y sigue desarrollándose durante toda la
adolescencia.
La empatía enloquece
Un musculoso prisionero de una cárcel de Nuevo México estaba siendo entrevistado por una estudiante
de psicología. Se trataba de alguien tan peligroso que la sala estaba equipada con un botón que, si las
cosas se descontrolaban, la entrevistadora debía presionar. El prisionero le contó, con todo lujo de
detalles, la forma tan espantosa en que había matado a su novia, pero lo hizo con tal encanto que la
estudiante no tuvo dificultades en reír sus gracias.
Cerca de la tercera parte de los profesionales cuyo trabajo requiere entrevistar a este tipo de
sociópatas afirman haber experimentado, en ocasiones, la sensación de que la piel se les erizaba, una
sensación escalofriante que hay quienes interpretan como la activación de alguna modalidad primordial
de empatía defensiva[122].
El lado oscuro de la empatía cognitiva aflora cuando alguien la utiliza para descubrir la debilidad de
otra persona y aprovecharse de ella. Esta es una estrategia característica de los sociópatas, que no
muestran empacho alguno en servirse de su empatía cognitiva para manipular a los demás. Son
individuos que no sienten ansiedad, lo cual explica el escaso efecto disuasorio que, en ellos, tienen las
amenazas de castigo[123].
El libro clásico sobre los sociópatas (anteriormente conocidos como «psicópatas»), publicado en
1941 con el título de The Mask of Sanity, los describe como «personalidades irresponsables» que se
ocultan detrás de «una máscara perfecta de emociones normales, inteligencia despierta y
responsabilidad social»[124]. La parte irresponsable se pone de relieve en su historial de patología
subyacente, en el hecho de vivir de los demás como un parásito, etcétera. Otros indicadores nos hablan
también de deficiencias atencionales, facilidad para distraerse debido al aburrimiento, pobre control de
los impulsos y falta de empatía emocional y de simpatía por quienes están atravesando situaciones
problemáticas.
La sociopatía, según se dice, afecta a cerca del 1% de la población, en cuyo caso el mundo del
trabajo alberga a millones de personas, lo que los clínicos denominan «sociópatas exitosos» (uno de
ellos es Bernie Madoff, hoy en día en prisión). Los sociópatas son, como sus primos hermanos, las
«personalidades maquiavélicas», capaces de leer las emociones de los demás, aunque registran las
expresiones faciales en una parte del cerebro distinta a la del resto.
En lugar de registrar las emociones en los centros límbicos de su cerebro, los sociópatas muestran
una activación de las regiones frontales, especialmente de los centros ligados al lenguaje. Ellos hablan
de emociones, pero, a diferencia de lo que sucede con los demás, no las sienten directamente o, dicho de
otro modo, en lugar de experimentar las reacciones emocionales normales de abajo arriba, los
sociópatas las «sienten» de arriba abajo[125].
Esto resulta sorprendentemente cierto en el caso del miedo, porque los sociópatas no parecen
experimentar miedo alguno al castigo a causa de los delitos que han cometido. Quizás adolezcan, como
afirma cierta teoría, de una carencia concreta en el control cognitivo de sus impulsos, lo que conduce a
un déficit de atención que les lleva a centrarse en las emociones que experimentan y les ciega a las
consecuencias de sus acciones[126].
Empatía emocional: Yo siento tu dolor
«Esta máquina puede salvar vidas», afirma cierto anuncio que muestra un entorno hospitalario en el que
una plataforma con ruedas sostiene un monitor de vídeo y un teclado, así como una superficie con un
esfigmomanómetro y otros aparatos similares.
Hace poco tuve la ocasión de conocer personalmente, en una visita al médico, ese mismo
«salvavidas». Después de invitarme a tomar asiento, de tomarme la presión sanguínea y de colocar el
aparato a la derecha y detrás de mí, la enfermera se situó frente al monitor y también a mis espaldas. Y,
después de anotar los resultados de sus mediciones, me formuló mecánicamente una serie de preguntas
que iban apareciendo en su pantalla mientras tomaba nota de mis respuestas.
Nuestras miradas jamás se cruzaron, salvo en el momento en que, al abandonar la habitación, se
despidió diciendo: «Encantada de haberlo conocido», un comentario que, dada la situación, no dudaría
en calificar, dicho sea de paso, como una broma de mal gusto.
Yo también hubiera estado encantado —de haber tenido la oportunidad— de haberla conocido. Esa
falta de contacto ocular refleja una modalidad de encuentro anónimo y despojado de toda conexión
emocional. Y esa falta de calor significa también que yo (o ella) perfectamente podría haber sido un
robot.
Pero no soy el único. Los estudios realizados al respecto en las facultades de medicina han puesto de
relieve que los médicos que miran a los ojos de sus pacientes, asienten mientras escuchan, nos tocan
amablemente cuando algo nos duele y nos preguntan, por ejemplo, si nos encontramos cómodos sobre
la camilla, obtienen una valoración más elevada de estos. Cuando, por el contrario, no dejan de mirar el
portapapeles o la pantalla de ordenador, las puntuaciones obtenidas son más bajas[127].
Pocas oportunidades hubo, por más empatía cognitiva que la enfermera tuviese por mí, para que
sintonizara con mis sentimientos. Las raíces evolutivas de la empatía emocional (que nos permite sentir
lo que otra persona está sintiendo) son muy antiguas. Este es un circuito que compartimos con el resto
de los mamíferos que, al igual que nosotros, necesitan prestar mucha atención a las señales de ansiedad
de sus retoños. La empatía emocional opera en un sentido ascendente y la mayor parte de la red
neuronal destinada a registrar directamente los sentimientos de los demás radica en regiones
evolutivamente remotas ubicadas por debajo de la corteza, que «piensan rápida» pero no
profundamente[128]. Estos circuitos nos conectan con los demás reproduciendo, en nuestro cuerpo, el
estado emocional que están registrando.
Supongamos, por ejemplo, el caso de estar escuchando una historia apasionante. Las investigaciones
cerebrales realizadas en este sentido muestran que, cuando las personas atienden a alguien que cuenta
ese tipo de historia, el cerebro de quienes la escuchan se acopla íntimamente con el de quien la cuenta.
De este modo, las pautas cerebrales del escuchante reproducen con precisión, uno o dos segundos
después, las del narrador. Y, cuanto mayor es el acoplamiento neuronal, mejor entiende el escuchante la
historia[129]. Y lo curioso es que las pautas cerebrales de quienes más comprensión demuestran (es decir,
de quienes más concentrados están y entienden también mejor) llegan a anticipar, en un segundo o dos,
a las de quien está narrando la historia.
Los circuitos de la empatía emocional empiezan a funcionar durante la temprana infancia,
imprimiendo un sabor primordial a nuestra resonancia con los demás. Antes de estar lo suficientemente
maduros para reparar de manera consciente en ello, nuestro sistema nervioso está diseñado para
experimentar la alegría o la tristeza de otras personas. El sistema de neuronas espejo responsable, en
parte, de la red en la que se asienta esta resonancia, emerge a eso de los seis meses[130].
La empatía depende del músculo de la atención ya que, para sintonizar con los sentimientos ajenos,
es preciso conectar con los signos faciales y vocales y otros indicios de sus emociones. La región
cingulada anterior, una parte de la red de la atención, nos permite conocer la ansiedad de los demás
movilizando nuestra amígdala, que resuena con esa ansiedad. En este sentido, la empatía emocional se
«encarna», porque nos permite sentir, en nuestro cuerpo, lo que está ocurriendo en el cuerpo de otra
persona.
Los estudios de imagen cerebral realizados con voluntarios que veían a otras personas experimentar
un shock doloroso han puesto de relieve una activación, en una especie de remedo del sufrimiento
ajeno, de sus propios circuitos ligados al dolor[131].
Tania Singer ha descubierto que empatizamos con el dolor de los demás a través de la región
anterior de la ínsula, la misma que utilizamos para experimentar nuestros propios sentimientos
dolorosos. Así pues, sentimos en nuestro interior las emociones de los demás cuando nuestro cerebro
utiliza, para leer los sentimientos ajenos, las mismas redes neuronales que emplea para leer los
propios[132]. La empatía, en suma, se construye sobre la capacidad de experimentar las sensaciones
viscerales de nuestro propio cuerpo.
Así funciona también la sincronía, enlazando de forma no verbal lo que hacemos con el modo en
que nos movemos y expresando así una interacción en mutua relación. Esto es algo que podemos ver
también en los músicos de jazz que, pese a no ensayar nunca exactamente lo que van a hacer, parecen
saber cuándo deben salir a escena y cuándo tienen que volver a ocupar, en el fondo, el lugar que les
corresponde. Comparando el funcionamiento cerebral de los artistas de jazz con el de los intérpretes de
música clásica, aquellos muestran más indicadores neuronales de autoconciencia[133]. «Para saber —
como dijo cierto artista de jazz— cuándo acometer un riff [una especie de estribillo musical], tienes que
estar muy conectado con tus sensaciones viscerales».
El mismo diseño cerebral —que emplea los mismos caminos neuronales para procesar información
procedente tanto de nosotros como de los demás— parece mostrar la profunda relación que existe entre
la empatía y la conciencia de uno mismo. Un aspecto muy interesante es que, mientras que las neuronas
espejo y otros circuitos sociales recrean, en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo, lo que sucede en otra
persona, nuestra ínsula resume todo eso. Por eso sentimos lo que está ocurriendo dentro de otra persona
conectando con nuestra propia ínsula o, dicho en otras palabras, entendemos lo que sucede en otra
persona conectando con nosotros mismos. La empatía siempre entraña un acto de autoconciencia.
Consideremos, por ejemplo, el caso de las neuronas Von Economo, las llamadas neuronas VEN, que
tan esenciales resultan para la autoconciencia. Sin embargo, están ubicadas en regiones que se activan
en momentos de ira, tristeza, amor y lujuria… y también en momentos tiernos, como cuando una madre
oye el llanto de su bebé o alguien escucha la voz de un ser querido. Por eso, cuando estos circuitos
identifican un evento relevante dirigen hacia él nuestra atención.
Esas células fusiformes aceleran la conexión entre la corteza prefrontal y la ínsula, regiones que
permanecen activas durante la introspección y la empatía. Y estos circuitos monitorizan nuestro mundo
interpersonal para identificar las cosas que nos interesan, ayudándonos a responder muy velozmente.
Los circuitos cerebrales de la atención están muy ligados a los dedicados a la sensibilidad social, a la
comprensión de la experiencia ajena y del modo en que ven las cosas, en suma, de la empatía[134]. Esta
superautopista social del cerebro nos permite conocer —y reflexionar y gestionar también— nuestras
emociones y las emociones de los demás.
La preocupación empática: Cuenta conmigo
En la sala de espera del médico entra tambaleándose una mujer que sangra por todos los orificios
visibles. Inmediatamente, el médico y el resto del personal se ponen en marcha para enfrentarse a la
emergencia, haciéndola pasar a una sala para tratar de contener la hemorragia, llamando a una
ambulancia y cancelando todas las citas de esa mañana.
Asumiendo la gravedad de la situación, los presentes solicitan sin problemas una nueva cita. Todos
menos una mujer que, indignada por la cancelación de su cita, no deja de gritar a la recepcionista:
«¿Cómo puede cancelar la visita? ¡Pero si me he tomado el día libre!».
Esta indiferencia al sufrimiento ajeno es, según el médico que me contó esta historia, cada vez más
prevalente, hasta el punto de haberse convertido, en su estado, en el tema fundamental de un congreso
médico.
La parábola bíblica del buen samaritano nos habla de un hombre que se detuvo para ayudar a un
extraño, tendido al borde del camino, al que habían golpeado y robado. Otras dos personas habían
pasado por allí, pero asustados ante el posible peligro, habían acelerado simplemente el paso sin
brindarle ayuda.
Martin Luther King Jr. dijo, a propósito de esta parábola que, mientras que estos se preguntaron
«¿Qué me pasará si me detengo y ayudo a este hombre?», la pregunta que el buen samaritano se hizo
fue, por el contrario, «¿Qué le sucederá a él, si no le ayudó?».
La compasión se erige sobre la empatía que, a su vez, requiere prestar atención a los demás. Si
estamos absortos en nosotros, no nos daremos cuenta de los demás y seguiremos nuestro camino,
indiferentes a su sufrimiento. Cuando, sin embargo, nos damos cuenta de su presencia, podemos
conectar con ellos, sentir sus sentimientos y necesidades y mostrar nuestra preocupación empática.
El origen de la preocupación empática, que es lo que queremos de nuestro médico, de nuestro jefe o
de nuestra esposa (por no decir de nosotros mismos), se asienta en la arquitectura neuronal del
parentaje. Este sistema de circuitos, en el caso de los mamíferos, moviliza la preocupación y la acción
hacia los bebés y los niños que, en ausencia de sus padres, no podrían sobrevivir[135]. Basta con
observar hacia dónde se dirige la mirada de la gente cuando, en una habitación, entra un bebé, para
advertir la activación de los centros cerebrales de los mamíferos.
La preocupación empática emerge muy temprano en la infancia. Cuando un bebé llora, otro empieza
también a llorar. Esta respuesta se ve desatada por la amígdala, el radar cerebral que utilizamos para
detectar peligros (y que está ligada también a emociones primarias, tanto negativas como positivas).
Cierta teoría neuronal sostiene que la amígdala moviliza los circuitos ascendentes del cerebro del bebé
que oye el llanto induciendo en él la misma tristeza y malestar. Al mismo tiempo, los circuitos
descendentes liberan oxitocina, una hormona ligada al cuidado, que desencadena una rudimentaria
sensación de preocupación y bondad hacia el otro bebé[136].
La preocupación empática es, pues, un sentimiento de doble filo. Por una parte, está el malestar
implícito en la experiencia directa que una persona tiene del sufrimiento de otra, una empatía emocional
primaria semejante a la preocupación que una madre experimenta por su hijo. Pero, a este instinto
natural de cuidado, sin embargo, nosotros le añadimos una ecuación social que tiene en cuenta la
importancia que atribuimos al bienestar de otra persona.
Son muchas y muy importantes las implicaciones que tiene la combinación adecuada de los
circuitos ascendente y descendente. La excesiva activación de los sentimientos de simpatía puede llegar
a provocar, en los profesionales de la asistencia, una fatiga de la compasión. Y quienes, por su parte, se
protegen demasiado de la ansiedad generada por la simpatía, amortiguando sus sentimientos, pueden
acabar perdiendo el contacto con la empatía. El camino neuronal que conduce a la preocupación
empática pasa por la gestión descendente del estrés personal, sin adormecernos ante el dolor ajeno.
Mientras los voluntarios escuchaban relatos de personas sometidas a dolor físico, el escáner cerebral
revelaba la activación instantánea de los centros cerebrales destinados a experimentar dolor. Cuando se
trataba, por el contrario, de sufrimiento psicológico, era necesario un tiempo relativamente superior para
activar los centros cerebrales superiores implicados en la preocupación empática y la compasión. En
palabras del equipo de investigación que llevó a cabo este trabajo, se requiere tiempo para describir «las
dimensiones psicológicas y morales de la situación».
Los sentimientos morales se derivan de la empatía y las reflexiones morales requieren tiempo y
concentración. Hay quienes afirman que uno de los costes de la frenética búsqueda de distracciones a la
que hoy en día nos enfrentamos consiste en la erosión de la empatía y la compasión[137]. Cuanto más
distraídos estamos, menor es nuestra capacidad para cultivar formas sutiles de empatía y compasión.
La contemplación del dolor ajeno moviliza de manera refleja nuestra atención, porque la expresión
del dolor es una señal biológica que cumple con la función esencial de pedir ayuda. Hasta los monos
rhesus son incapaces de tirar de una cadena para obtener una banana si ello va acompañado de una
descarga eléctrica sobre otro mono, lo que quizás indique un rudimento de compasión.
Pero siempre hay excepciones. Por una parte, la empatía al dolor concluye cuando no nos gusta la
persona que está experimentando dolor, como cuando forma parte, por ejemplo, de un grupo que nos
desagrada[138], en cuyo caso puede convertirse fácilmente en su opuesto, la llamada Schadenfreude [que
literalmente significa «regodearse con el sufrimiento ajeno».][139].
Otra excepción es también la escasez de recursos. Y es que la necesidad de competir por los
recursos, cuando estos son insuficientes, puede llegar, en ocasiones, a sofocar la preocupación empática,
pues la competición (ya sea por alimento, pareja, poder… o por una cita con el médico) forma parte, en
casi todos los grupos sociales, de la vida.
Y otra excepción —muy comprensible, por otra parte— es que, cuando existe una buena razón
médica, como que la persona en cuestión está recibiendo un tratamiento médico, nuestro cerebro vibra
menos con el dolor ajeno. También hay que decir, por último, que nos ocupamos de aquello que nos
interesa, o, dicho en otras palabras, que nuestra empatía emocional se fortalece si atendemos a la
intensidad del dolor y se atenúa, por el contrario, cuando dirigimos nuestra mirada hacia otra parte.
Dejando a un lado otras consideraciones, una de las formas más sutiles de cuidado se da cuando
apelamos a nuestra presencia consoladora y amorosa para tratar de calmar a alguien. La mera presencia
de un ser querido tiene, según las investigaciones realizadas al respecto, un efecto analgésico,
aquietando los centros que se ocupan del registro del dolor. Cuanto más empática se muestre la persona
que acompaña a alguien que experimenta dolor, más poderoso será su efecto calmante[140].
El equilibrio de la empatía
—Ya sabe, cuando descubres un bulto en el pecho, el tipo de sentimiento… bien… el tipo de… —
empezó a decir la paciente con voz cada vez más débil. Parecía deprimida, bajó la mirada y sus ojos
empezaron a humedecerse.
—¿Cuánto hace que detectó la presencia del bulto? —preguntó amablemente el médico.
—No lo sé. Hace tiempo —respondió la paciente.
—Suena aterrador —insinuó el médico.
—Bueno… esto… —respondió la paciente.
—¿Está asustada? —preguntó el médico.
—Francamente sí —dijo la paciente—. Como si mi vida estuviese a punto de acabar.
—Entiendo. Está preocupada y también triste.
—Eso es, doctor.
Comparemos este diálogo con otro en el que, inmediatamente después de que la paciente empezase
a hablar del bulto en el pecho, el médico le formulase una batería de preguntas impersonales sobre
cuestiones clínicas que eludiesen el nudo en la garganta que estaba atenazando sus ganas de llorar.
Es muy probable que, pese a que la paciente experimentase, en ambas ocasiones, el mismo tipo de
ansiedad, en el segundo caso no prestase la debida atención a sus sentimientos, mientras que, en la
primera interacción, más empática, se sintiera mejor, más atendida y más cuidada.
En la diferencia crucial que existe entre ambos escenarios se basó un artículo dirigido a médicos que
versaba sobre el modo de establecer la empatía con sus pacientes[141]. El artículo en cuestión, cuyo
título «Let me see if I have this right…» [«Permítame ver si he entendido bien…»], una frase
constructora de empatía que es toda una declaración de principios, esboza la hipótesis de que el
establecimiento de la conexión emocional requiere tomarse el tiempo necesario para prestar atención al
modo en que el paciente se siente con su enfermedad.
La falta de atención a lo que les dicen encabeza la lista de quejas que los pacientes tienen de sus
médicos. Pero muchos médicos se quejan también de que la falta de tiempo les impide prestar a sus
pacientes la debida atención. Y esta dificultad se debe, entre otras muchas cosas, a la obligación de
mantener un registro digital que, en algunos casos, les lleva a prestar más atención al ordenador que al
paciente.
Pero lo cierto es que el contacto personal es, en opinión de muchos médicos, la parte más
gratificante de su trabajo. El buen entendimiento entre médico y paciente influye en la precisión del
diagnóstico y en la obediencia de las prescripciones, al tiempo que aumenta la satisfacción y lealtad de
los pacientes; amén de reducir considerablemente, en caso de error médico, la probabilidad de demanda
judicial.
«La empatía, es decir, la capacidad de conectar con el paciente —de escucharlo y prestarle una
atención profunda— yace en el corazón de la práctica médica», señala el mencionado artículo a su
audiencia médica. Para establecer una relación de buen entendimiento es necesario conectar con las
emociones de nuestros pacientes mientras que si, por el contrario, solo nos conectamos con nuestros
sentimientos y los detalles clínicos, acabamos erigiendo un muro entre ellos y nosotros.
Los médicos más demandados por mala praxis en los Estados Unidos no son, curiosamente, los que
más errores cometen. La investigación realizada ha puesto de relieve que la motivación principal gira,
por el contrario, en torno a una serie de variables ligadas al tipo de relación que el médico establece con
su paciente. Los más demandados muestran menos indicios de compenetración emocional, llevan a cabo
visitas más cortas, no se interesan por las preocupaciones de sus pacientes, ni se aseguran de que sus
preguntas se vean respondidas, y mantienen una mayor distancia emocional, con pocas o ninguna
sonrisa, por ejemplo[142].
Pero la atención a la ansiedad de los pacientes puede resultar difícil para médicos que proporcionan
un excelente cuidado técnico en aquellas tareas que requieren, por ejemplo, una aguda concentración, o
en aquellos casos en los que, pese a la ansiedad del paciente, deben atenerse a un protocolo impecable.
La misma red neuronal que se activa cuando vemos a alguien sufriendo se pone también en marcha
cuando vemos algo que nos provoca aversión. «Esto es terrible. Tengo que alejarme de aquí», es una
reacción primordial. Cuando la gente ve que pinchan a alguien con un alfiler, su cerebro emite una señal
que indica que sus propios centros de dolor están reproduciendo esa misma molestia.
Los médicos, sin embargo, no hacen eso. Su cerebro es único, según los descubrimientos realizados
por una investigación dirigida por Jean Decety, profesor de Psicología y Psiquiatría de la Universidad de
Chicago, a la hora de bloquear su respuesta automática al dolor y el malestar ajeno[143]. Esta anestesia
de la atención parece movilizar la llamada unión temporoparietal [TPJ en inglés, de temporal-parietal
junction] y algunas regiones de la corteza prefrontal, un circuito que favorece la concentración
desconectando de las emociones. Es así como la TPJ protege nuestra atención desconectándonos de las
emociones y otras distracciones y ayudándonos a mantener una cierta distancia entre nosotros y los
demás.
Esta misma red neuronal es la que se activa cuando la persona percibe un problema y busca una
solución. Este sistema nos ayuda, por ejemplo, cuando hablamos con alguien preocupado, a entender
intelectualmente la perspectiva de esa persona, cambiando del entendimiento emocional corazóncorazón a la conexión cabeza-corazón, característica de la modalidad cognitiva de la empatía.
La maniobra TPJ impide que el cerebro experimente el lavado emocional y constituye el
fundamento cerebral del estereotipo de alguien que mantiene la cabeza fría mientras se halla en pleno
torbellino emocional. El cambio de modalidad TPJ establece una frontera que nos inmuniza del
contagio emocional, liberando nuestro cerebro para que no se vea afectado, mientras está concentrado
en la búsqueda de una solución, por las emociones de otra persona.
A veces esto supone la ventaja crucial de permanecer tranquilos y concentrados, mientras todos los
demás se alejan espantados. En otras ocasiones, sin embargo, las cosas no son así y la situación puede
llevarnos a desconectar de los indicios emocionales y hacernos perder el hilo de la empatía.
Los profesionales sanitarios que, por el contrario, no pueden bloquear la resonancia de su cuerpo
con cada muestra de dolor y angustia del paciente son menos capaces de soportar, en tales momentos y a
lo largo del tiempo, el agotamiento y el desgaste emocional.
Son muchas las ventajas que esta atenuación de la implicación emocional tiene para quienes deben
mantener la concentración en medio de procedimientos dolorosos, como administrar, inyecciones
intraoculares, suturar heridas sangrantes y sajar la piel con un bisturí.
«Yo formé parte del primer contingente médico en aterrizar en Haití pocos días después del
terremoto —me cuenta el doctor Mark Hyman—. Cuando llegamos al único hospital de Puerto Príncipe
que todavía seguía milagrosamente en pie, no había comida, agua ni corriente eléctrica, casi no había
suministros y solo contábamos con una o dos personas que se encargaban de las cuestiones
administrativas. Centenares de cadáveres se pudrían al sol, se apilaban en la morgue del hospital y eran
cargados en camiones para sepultarlos en una fosa común. En el patio del hospital, había piernas
colgadas de un hilo y cuerpos cortados por la mitad. Pero, por más espantoso que fuese, todos nos
pusimos manos a la obra y nos concentramos en lo que teníamos que hacer.»
Cuando me entrevisté con el doctor Hyman, acababa de volver de pasar varias semanas en la India y
Bután, donde había ido de nuevo como voluntario para ofrecer su ayuda médica a los pacientes que la
requiriesen. «Este tipo de servicio te proporciona la oportunidad de trascender el dolor que te rodea —
me dijo el doctor Hyman—. Todo, en Haití, era hiperreal y sucedía en el momento. Y todo se hallaba
impregnado también, por más extraño que ahora pueda parecer, de una tranquilidad y ecuanimidad, y
me atrevería a decir que también de paz, muy elevadas. Todo, a nuestro alrededor, era caótico… menos
lo que estábamos haciendo.»
La respuesta TPJ no parece tan innata como adquirida. Se trata de una reacción que los estudiantes
de medicina aprenden a largo de su proceso de socialización profesional para poder ayudar a los
pacientes que se hallan sumidos en el dolor. El coste del exceso de empatía son las molestias y
pensamientos molestos que consumen una energía necesaria para enfrentarse a los imperativos médicos.
«Si en esa situación no haces nada —me dijo el doctor Hyman, hablando de Haití—, acabas
paralizado. Y no es de extrañar entonces que, en momentos de fatiga, agotamiento y hambre, irrumpan
el dolor y el sufrimiento. Pero, la mayor parte del tiempo, mi mente suele colocarme en un estado en el
que, a pesar del horror, puedo seguir funcionando.»
Como escribió, en 1904, William Osler, el padre de la formación médica residencial, el médico debe
mantenerse a la distancia suficiente para que «en medio de situaciones espantosas, sus vasos sanguíneos
no se cierren y su corazón permanezca estable»[144]. Osler recomendaba a los médicos asumir una
actitud de «preocupación desapegada».
Pero esta reacción de atenuación de la empatía emocional puede llegar, en los casos más extremos, a
bloquear completamente la empatía. El reto al que, durante su práctica cotidiana, se enfrenta el médico
consiste en mantener la atención fría sin dejar, por ello, de permanecer abierto a los sentimientos y
experiencias del paciente y hacerle saber que lo entiende y lo cuida.
La atención médica fracasa cuando el paciente no sigue las indicaciones de su médico y no toma los
medicamentos prescritos, cosa que sucede cerca del 50% de las veces. Y el predictor más claro en este
sentido es la preocupación sincera mostrada por el médico[145].Dos decanos de grandes facultades de
medicina me dijeron recientemente, de forma independiente, que, a la hora seleccionar a qué alumnos
debían admitir, se enfrentaban a la necesidad de identificar a los que mostraban una preocupación
empática por sus pacientes.
Como me dijo Jean Decety, el neurobiólogo de la Universidad de Chicago que dirigió la mencionada
investigación sobre la TPJ y el dolor de los pacientes: «Yo quiero que, si me duele algo, mi médico me
mire, quiero que esté ahí y esté presente para mí, su paciente. O, dicho en otras palabras, quiero que sea
empático, pero no tanto que ello le impida tratar mi dolencia».
La construcción de la empatía
Una encuesta puso de relieve que cerca de la mitad de los jóvenes médicos reconocía una atenuación de
su empatía a lo largo de su formación (y solo un tercio afirmaba, por el contrario, que su empatía había
aumentado)[146].Y esa pérdida de la capacidad de conectar con los demás perdura, en muchos casos,
durante toda la carrera. Esa es una situación que nos remonta al TPJ, es decir, a los circuitos que
amortiguan la reacción fisiológica del médico al ver alguien que sufre y lo ayuda a permanecer
tranquilo y calmado mientras trata de solucionar la causa del problema.
Estos amortiguadores de la ansiedad probablemente faciliten el aprendizaje de determinados
procedimientos dolorosos. Pero parece que esa atenuación de la empatía acaba automatizándose, en aras
quizás de una empatía más general.
Pero el cuidado atento y compasivo encarna un valor prioritario de la medicina, ya que uno de los
objetivos fundamentales de las facultades de medicina consiste en alentar la empatía. Poca importancia
conceden, por el momento, las facultades de medicina a la enseñanza de la empatía, pero los
descubrimientos realizados por la neurociencia sobre sus circuitos subyacentes pueden ayudarnos a
elaborar programas destinados al desarrollo de esa capacidad tan singularmente humana.
O eso es, al menos, lo que espera la doctora Helen Riess, del Hospital General de Massachusetts,
buque insignia de la facultad de Medicina de Harvard. La doctora Riess, especializada en el estudio
científico de la empatía y las relaciones interpersonales, ha puesto a punto un programa educativo
destinado a aumentar la empatía de los médicos residentes e internos que, según la investigación
realizada al respecto, ha demostrado mejorar significativamente la percepción que los pacientes tienen
de la «empatía» de sus médicos[147].
En el marco convencional de las facultades de medicina, parte de este programa de formación es
estrictamente académico y reformula la neurociencia de la empatía en un lenguaje conocido y respetado
por los médicos[148]. Una serie de vídeos muestran los cambios fisiológicos (demostrados por la
respuesta de sudoración) que se producen en situaciones especialmente difíciles entre médicos y
pacientes (como cuando aquellos se muestran arrogantes o desdeñosos), poniendo así de relieve lo
desagradables que llegan a ser. Y los vídeos también ilustran que, cuando el médico conecta
empáticamente con su paciente, ambos se relajan y aumenta su sincronía biológica.
Para ayudar a los médicos a autocontrolarse, la doctora Riess apela a la enseñanza de un par de
técnicas: la respiración profunda y diafragmática, y la «observación, desde una perspectiva más elevada,
de las interacciones», que nos ayudan a no perdernos en nuestros propios pensamientos y sentimientos.
«Suspender la implicación para pasar a observar lo que sucede nos proporciona una conciencia atenta de
la interacción sin dejarnos a merced de una respuesta estrictamente reactiva —dice la doctora Riess—.
En tal caso, podemos ver si nuestra propia fisiología está cargada o equilibrada y darnos cuenta de lo
que ocurre.»
Si el médico advierte que está empezando a irritarse, por ejemplo, ese puede ser un indicio de que el
paciente también está preocupándose. «La autoconciencia —señala Riess— le ayuda a darse cuenta de
lo que el paciente proyecta en él y de lo que él proyecta en el paciente.»
El adiestramiento en la identificación de las pistas no verbales incluye la lectura de las emociones de
los pacientes, de su tono de voz, su postura y, en gran medida, de su expresión facial. Apelando al
trabajo realizado por Paul Ekman sobre las emociones, que ha identificado con detalle los músculos del
rostro que participan en cada emoción, el programa enseña a los médicos a reconocer, en el rostro del
paciente, la manifestación fugaz de un sentimiento.
«Por más difícil que, al principio, resulte, podemos advertir, si miramos atenta y compasivamente al
paciente, sus expresiones emocionales y empezar a sentirnos, de ese modo, más comprometidos con él»,
me comentó la doctora Riess. Esta modalidad de empatía conductual puede comenzar atendiendo
exclusivamente a los movimientos, pero facilita la conexión. Y esto, añade Riess, puede contrarrestar la
fatiga emocional del residente que, a eso de las dos de la tarde, viendo que, en la sala de espera, todavía
le aguarda otro paciente, piensa: «¿Pero no habrá podido venir antes?».
El ejercicio directo de las habilidades concretas de la empatía (como leer, por ejemplo, las
emociones expresadas en el rostro de los demás) demostró ser una de las facetas más poderosas de la
formación. Cuanto más aprenden los médicos, durante su proceso de formación, a leer las expresiones
emocionales sutiles, mayor es el cuidado empático que afirman sentir sus pacientes.
Y ese era, precisamente, el descubrimiento que esperaba la doctora Riess: «Cuanto más podamos
detectar los indicios sutiles de la emoción —me dijo—, mayor será nuestra comprensión empática».
Tampoco hay la menor duda, por otra parte, de que los médicos empáticos pueden seguir tecleando
en su ordenador, siempre y cuando puedan seguir manteniendo el contacto ocular significativo con su
paciente o revisar y compartir con él la información que aparece en su pantalla. («Como verá, estoy
consultando los resultados de su análisis de laboratorio. Permítame que se los muestre».)
Sin embargo, el establecimiento de contacto requiere tiempo y son muchos los médicos que temen
salirse del programa establecido. Pero la investigación llevada a cabo por la doctora Riess y otros indica
que, «como la empatía, considerada a largo plazo, ahorra tiempo, estamos tratando de acabar con ese
mito».
11. La sensibilidad social
Hace años utilicé ocasionalmente los servicios de un editor independiente. No había modo, cada vez que
emprendíamos una conversación casual, de ponerle fin. Yo le enviaba, a través de mi tono y ritmo de
voz, señales de que habíamos terminado, pero él las ignoraba todas y seguía y seguía y seguía. Si yo
decía: «Tengo que marcharme», él no dejaba de hablar; si cogía las llaves de mi coche y me encaminaba
hacia la puerta, él me seguía hasta el coche sin dejar de hablar y tampoco lograba que callase si le decía:
«¡Hasta luego!».
He conocido a varias personas como ese editor, aquejadas de la misma ceguera a los signos más o
menos tácitos de que una conversación ha concluido. Esa ceguera es, dicho sea de paso, uno de los
indicadores diagnósticos de la dislexia social. Su opuesto, la intuición social, refleja nuestra exactitud en
la decodificación de la corriente de mensajes no verbales que las personas nos envían de continuo y
modulan silenciosamente lo que están diciendo.
Independientemente de que se trate de un intercambio rutinario de saludos o de una tensa
negociación, todas nuestras interacciones van acompañadas de una continua corriente de información no
verbal que discurre en ambas direcciones. Y los mensajes transmitidos por esa información son tanto o
más importantes incluso que lo que podamos estar diciendo.
Es más probable que el aspirante a un puesto de trabajo se vea contratado si, durante la entrevista de
selección, se mueve en sincronía con el entrevistador (pero no como simple ejercicio de mímesis, sino
como subproducto natural de la sincronización intercerebral). Este es el tipo de problema que afecta a
las personas «gestualmente disfuncionales», un término acuñado por los científicos para referirse a
quienes tienen problemas a la hora de identificar adecuadamente los movimientos que subrayan lo que
se está diciendo.
El príncipe Felipe, marido de la reina Isabel II, conocido por sus meteduras de pata sociales, se
describe a sí mismo como un experto en «dontopedalogía», es decir, la ciencia que consiste en «meter el
pie en la boca de los demás».
Consideremos, por ejemplo, la primera y transcendental visita que, después de 47 años, realizó a
Nigeria, en calidad de consorte real, con su esposa, para inaugurar un congreso de las naciones de la
Commonwealth. Cuando el presidente del país, orgullosamente vestido con ropajes nigerianos
tradicionales, fue a darles la bienvenida al aeropuerto, el príncipe Felipe le espetó con desdeño: «No
hace mucho que se ha levantado de la cama, ¿verdad?».
En cierta ocasión, el príncipe escribió a un amigo de la familia: «Sé que no tienes muy buena
opinión de mí. Soy brusco y descortés y digo muchas cosas fuera de lugar. Pero, cuando descubro que
he molestado a alguien, me siento muy mal y trato de enmendar las cosas»[149].
Esta descortesía constituye una evidente falta de autoconciencia. Las personas así desconectadas no
solo meten la pata con frecuencia, sino que se sorprenden cuando alguien les llama la atención por
haberse comportado de forma inadecuada. Ya sea que hablen en voz demasiado alta en un restaurante o
que se muestren duros sin ser conscientes de ello, son personas que hacen sentirse incómodos a los
demás.
Richard Davidson utiliza, para determinar la sensibilidad social, una prueba, centrada en la zona
neuronal que se ocupa del reconocimiento y la lectura de las caras («el área fusiforme facial»), en la que
la gente contempla fotografías de diferentes rostros. Si se nos pide que identifiquemos la emoción que
experimenta una determinada persona, el escáner cerebral muestra una activación del área fusiforme.
Como cabría esperar, las personas socialmente más intuitivas muestran, en tal caso, un elevado nivel de
activación. Quienes, por el contrario, tienen dificultades en conectar con la longitud de onda emocional,
muestran niveles mucho más bajos.
Los autistas presentan una escasa activación de la región fusiforme y una activación muy elevada de
la amígdala, que se ocupa del registro de la ansiedad[150]. Tienden a ponerse muy ansiosos viendo
rostros, especialmente los ojos de otras personas, una fuente muy rica en datos emocionales. Las patas
de gallo en torno a los ojos, por ejemplo, son claros indicadores de que la persona en cuestión se siente
sinceramente feliz, mientras que su ausencia, por el contrario, es indicio de que la sonrisa es fingida.
Son muchas las cosas que los niños aprenden sobre las emociones mirando a los ojos de las personas, un
aprendizaje inaccesible a los autistas, que evitan mirar a los ojos.
Pero todo el mundo fracasa en algún punto de esta dimensión. Cierto gestor de una asesoría
financiera había sido acusado de acoso sexual tres veces en otros tantos años, y cada vez, según me
contaron, se había quedado muy sorprendido, porque no tenía la menor idea de estar comportándose
inapropiadamente. Las personas propensas a dar pasos en falso tienen dificultades para detectar las
grandes reglas implícitas de una situación y conectar con los signos sociales que están haciendo sentirse
incómodos a los demás. Su ínsula esta, por así decirlo, fuera de onda. Son personas que no tienen
problemas, por ejemplo, en escribir un mensaje de texto en medio del funeral de un colega.
La conciencia de uno mismo y el control cognitivo también pueden ayudar. ¿Recuerdan el caso de la
mujer que sabía tanto que podía leer mensajes no verbales sutilísimos y verse obligada a decir algo
embarazoso? Para aumentar su conciencia interna y que el control cognitivo correspondiente la
convirtiera en una persona más discreta, intentó la práctica de la meditación mindfulness.
Al cabo de unos cuantos meses de práctica dijo: «Hay veces en las que, en lugar de responder
automáticamente a lo que me dice el cuerpo de la gente, ahora puedo elegir, si lo deseo, no comentar
nada. ¡Menos mal!».
La comprensión del contexto
También hay situaciones en las que todo el mundo, al menos al principio, está desconectado. Es
inevitable que, cuando nos adentramos en una nueva cultura cuyas reglas ignoramos, incurramos
inadvertidamente en todo tipo de errores de protocolo. Recuerdo que, en un monasterio de las montañas
de Nepal, una excursionista europea transgredió, sin darse cuenta, con sus pantalones muy cortos, las
normas de etiqueta nepalíes.
Quienes, en una economía global, se dedican a hacer negocios con diferentes tipos de personas,
deben tener una especial sensibilidad hacia las normas implícitas. En Japón me enteré, a través de la
experiencia, del ritual que acompaña al momento de intercambio de tarjetas. Los estadounidenses
tenemos la costumbre de guardar la tarjeta sin mirarla siquiera, algo que, para un japonés, supone una
falta elemental de cortesía. En tal caso, según me contaron, uno debe sujetar la tarjeta con cuidado con
ambas manos y contemplarla un rato con esmero antes de colocarla en un tarjetero especial (un consejo
que llegó un poco tarde porque, sin echarle siquiera un vistazo, acababa de guardarla en el bolsillo).
La habilidad intercultural para la sensibilidad social parece ligada a la empatía cognitiva. Debido a
su mayor velocidad para descubrir las normas implícitas y aprender los modelos mentales exclusivos de
una determinada cultura, los ejecutivos que destacan en esta asunción de perspectiva, por ejemplo, son
los que mejor se desenvuelven en destinos de ultramar.
Las reglas básicas que determinan lo que es apropiado pueden establecer barreras infranqueables
entre compañeros de trabajo de diferentes culturas. Un ingeniero austriaco que trabaja para una empresa
holandesa se lamentaba, en este sentido, diciendo: «La cultura holandesa valora muy positivamente el
debate. Crecen con él desde la escuela primaria. Lo consideran necesario. Pero a mí ese tipo de debate
no me gusta. Me parece molesto, demasiado frontal. Supuso un auténtico reto no tomarme de manera
personal esas confrontaciones y seguir conectado».
Las reglas fundamentales también dependen, dejando a un lado la cultura, de la persona con la que
estamos en ese momento. Hay bromas que podemos hacer a nuestros compañeros, pero que jamás
deberíamos hacer a nuestro jefe.
La atención al contexto nos permite reconocer pistas sociales sutiles que pueden determinar nuestra
conducta. Quienes permanecen así conectados actúan con habilidad independientemente de la situación
en que se encuentren. No solo saben lo que deben decir y hacer, sino también, de un modo igualmente
vital, lo que no deben decir ni hacer. Se atienen instintivamente a ese algoritmo universal de la etiqueta
que consiste en comportarnos del modo en que vemos que se comportan los demás. La sensibilidad
hacia el modo en que la gente se siente con respecto a lo que hacemos o decimos nos permite atravesar
con éxito cualquier campo de minas sociales.
Aunque podamos tener algunas ideas conscientes sobre tales normas (como las que determinan el
modo de vestirse durante el llamado «viernes informal» [que consiste en dejar, ese día, aparcados el
traje y la corbata] en el trabajo o comer solo con la mano derecha en la India, por ejemplo), la
comprensión de las normas implícitas es habitualmente intuitiva, es decir, una capacidad propia de las
vías neuronales ascendentes. La sensación sentida de lo que resulta socialmente apropiado es de orden
corporal, y, cuando estamos «desconectados», es la manifestación física de que «esto no está bien»,
quizás porque estemos recibiendo señales sutiles de malestar o embarazo procedentes de las personas
que nos rodean.
Si desatendemos (o nunca hemos atendido) a las sensaciones de estar socialmente desconectados,
seguiremos sin darnos cuenta de lo perdidos que nos hallamos. Una prueba cerebral para determinar la
atención al contexto se centra en el funcionamiento del hipocampo, que es un nexo para los circuitos
que se ocupan de calibrar las situaciones sociales. La zona anterior del hipocampo se apoya en la
amígdala y desempeña un papel fundamental en el ajuste de nuestra conducta al contexto. La región
anterior del hipocampo, en conexión con el área prefrontal, se encarga de silenciar el impulso que nos
lleva a hacer algo inapropiado.
Quienes más atentos están a las situaciones sociales —sugiere Richard Davidson— presentan una
mayor actividad y conectividad en estos circuitos cerebrales que quienes no se desenvuelven tan bien.
Es el hipocampo, en su opinión, el que nos lleva a no comportarnos igual cuando estamos en casa o
cuando estamos en el trabajo y a comportarnos de modo distinto con el mismo compañero de trabajo
cuando estamos en la oficina o cuando estamos en el bar.
La conciencia del contexto también contribuye, en otro nivel, a cartografiar las redes neuronales de
un grupo, de una nueva escuela o de un trabajo, ayudándonos a movernos adecuadamente en el mundo
de las relaciones. Quienes más influencia tienen en una organización no solo experimentan el flujo de
las relaciones interpersonales, sino que también saben identificar a los individuos de más peso, de modo
que, cuando la necesitan, centran toda su atención en convencer a estos, que serán, a su vez, quienes se
encarguen de convencer al resto.
Luego están las personas que solo están desconectadas de un determinado contexto social, como
aquel campeón de videojuegos pegado tanto tiempo al monitor de su ordenador que, cuando accedió a
entrevistarse en un restaurante con un periodista, se quedó desconcertado de que, el día de San Valentín,
estuviese tan lleno.
El polo extremo de la «desconexión» en la lectura del contexto social nos lo proporciona la persona
aquejada de trastorno de estrés postraumático (TEPT), que reacciona a un dato inocente, como la señal
de alarma de un automóvil, escondiéndose debajo de la mesa, como si de un cataclismo se tratara.
Curiosamente, el hipocampo se encoge en las personas que padecen de TEPT y crece de nuevo cuando
menguan sus síntomas[151].
La división invisible de poder
Miguel es un jornalero, uno de esos incontables inmigrantes ilegales mexicanos que subsisten con
salarios de miseria realizando trabajos de un día de jardinería, pintura, limpieza o de cualquier otra cosa.
En Los Ángeles, los jornaleros se concentran, de madrugada, cerca de las paradas del metro, donde
acuden en coche los residentes para ofrecerles trabajo. Un buen día, Miguel aceptó un trabajo de
jardinería para una mujer que, después de una larga jornada laboral, se negó a pagarle un solo centavo.
Esa decepción fue el argumento que Miguel representó en un taller del llamado «teatro de los
oprimidos», destinado a movilizar la empatía de una audiencia relativamente privilegiada hacia la
realidad emocional de las víctimas de la opresión.
Después de que Miguel describiese la escena, un voluntario, en este caso una mujer, debía
representarla y ofrecer una posible solución.
«Entonces se dirigió a la persona que lo había contratado —me contó Brent Blair, el productor de la
obra— y, tratando de razonar con ella, le explicó lo injusta que había sido».
Para Miguel, sin embargo, esa alternativa no era posible. Tal vez lo fuese para una estadounidense
de clase media, pero resultaba completamente fuera del alcance de un inmigrante ilegal que se veía
obligado a trabajar de jornalero.
«Miguel contempló la historia en silencio desde una esquina del escenario —añadió Blair— pero, al
finalizar, no pudo girarse para mirarnos… porque estaba llorando. Según nos dijo, hasta que no vio su
historia contada por otra persona no se dio cuenta de lo oprimido que estaba».
El contraste entre el modo en que la mujer imaginaba la situación de Miguel y su realidad ilustra
dolorosamente las implicaciones de no ser visto, de no ser escuchado y de no ser sentido, es decir, de ser
alguien al que cualquiera puede explotar.
Cuando el método funciona y personas como Miguel tienen la posibilidad de contemplar su historia
desde una perspectiva ajena, alcanzan una nueva visión de sí mismos. Cuando los miembros de la
audiencia se levantan y se convierten en actores, comparten en teoría la realidad de la persona oprimida
y «simpatizan» (en el significado etimológico del término, es decir, sintiendo el mismo pathos o dolor)
con ella.
«El hecho de representar una experiencia emocional te permite entender el problema a través del
corazón y de la mente y encontrar nuevas soluciones», afirma Blair, que dirige el máster de artes
teatrales aplicadas en la Universidad del Sur de California y emplea estas técnicas para ayudar a los
miembros de comunidades marginadas. Él ha escenificado este tipo de representaciones con miembros
de las bandas de Los Ángeles y víctimas de violación en Ruanda.
Esto le ha permitido identificar un rasgo sutil que, además de otros signos invisibles de estatus
social y desamparo, posibilita el poderoso desconectar del impotente, lo que atenúa la empatía.
Blair relata, en este sentido, un momento de un congreso mundial en el que acabó cobrando clara y
dolorosa conciencia del modo en que lo veía alguien más poderoso. Estaba escuchando al director
general de una empresa de refrescos de ámbito mundial —conocida por haber reducido los sueldos de
sus trabajadores— alabar el modo en que su compañía contribuía a la salud de los niños.
Durante el tiempo dedicado a las preguntas que siguió a la charla, Blair formuló una pregunta
deliberadamente provocadora: «¿Cómo puede hablar de niños sanos sin pagar salarios sanos a sus
padres?».
Cuando el director general, ignorando la pregunta, pasó a la siguiente, Blair experimentó
súbitamente en sus propias carnes lo que era ser un paria.
La capacidad de los poderosos de ningunear a las personas (y las verdades) incómodas y de no
prestarles atención ha acabado convirtiéndose en un tema de interés de los psicólogos sociales, que
están estudiando las relaciones entre el poder y la gente a la que prestamos más y menos atención[152].
Es comprensible que prestemos más atención a las personas que más valoramos. Si somos pobres,
dependemos de nuestras buenas relaciones con amigos y familiares cuya ayuda podemos necesitar,
como alguien, por ejemplo, que acuda a recoger a nuestro hijo de 4 años a la guardería y cuide de él
hasta que volvamos del trabajo. Quienes carecen de recursos y tienen una frágil estabilidad «deben
apoyarse en los demás», afirma Dacher Keltner, psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley.
Por eso, según Keltner, los pobres están especialmente atentos a los demás y a sus necesidades. Los
ricos, por su parte, pueden comprar ayuda, pagar las atenciones de un centro de cuidado de día o
contratar a una canguro. Eso significa que los ricos suelen ser también menos conscientes y prestar
menos atención, en consecuencia, a las necesidades ajenas.
Su investigación ha puesto de relieve esta falta de aprecio en sesiones de solo cinco minutos[153].
Los más ricos (al menos entre los universitarios estadounidenses) muestran menos signos de
compromiso (contacto ocular, asentimiento de cabeza y risas) y más muestras de desinterés (mirar el
reloj, hacer garabatos o moverse nerviosamente). Los estudiantes de familias ricas se muestran, en
suma, más fríos, mientras que los de origen más humilde, por el contrario, parecen más comprometidos,
cordiales y expresivos.
En cierta investigación llevada a cabo en Holanda, personas desconocidas contaban episodios vitales
dolorosos, que iban desde el fallecimiento de un ser querido hasta el divorcio, la separación, la traición
o el hecho de haber sido víctimas, cuando eran pequeños, de acoso infantil[154]. De nuevo, en este caso,
las personas pertenecientes a estratos económicamente más poderosos tendían a ser las más indiferentes,
es decir, las que menos parecían sentir el dolor ajeno y las que menos empáticas y menos compasivas,
en consecuencia, se mostraban.
El grupo de Keltner ha descubierto lagunas atencionales similares comparando la diferente habilidad
para leer las emociones en las expresiones faciales de quienes ocupan los niveles más elevados de una
organización y de quienes pertenecen a los estratos inferiores[155]. Los individuos con un estatus más
elevado tienden a centrar menos la mirada en la persona con la que se relacionan, con el consiguiente
aumento de la probabilidad de que interrumpan y monopolicen la conversación, signos evidentes de
desatención.
Las personas pertenecientes a un estatus social inferior, por su parte, se desenvuelven mejor en
pruebas de exactitud empática, como leer, por ejemplo, las emociones de otra persona en su rostro o
hasta en los músculos que rodean sus ojos. Sea cual fuere el aspecto que consideremos, prestan una
mayor atención a los demás que quienes ocupan un estatus más elevado.
Existe una variable muy sencilla que nos ayuda a identificar el lugar que ocupa cada persona en la
escala de poder. ¿Cuánto tiempo tarda la persona A en responder a un mensaje enviado por la persona
B? Y es que, cuanto más tiempo ignora alguien un mensaje antes de responder, más elevado es su
estatus social relativo. Basta con tomar buena nota de ese dato dentro de una organización para hacernos
una idea muy precisa de la distribución de poder. Es evidente, en este sentido, que el jefe es quien deja
sin responder el mensaje horas enteras mientras que, quienes ocupan un estatus inferior, responden a los
pocos minutos.
Existe un algoritmo para esto, una técnica de recopilación de datos llamada «detección de la
jerarquía social automatizada», desarrollada en la Universidad de Columbia[156]. Aplicado al tráfico de
correo electrónico de Enron Corporation, ese método identificó correctamente, teniendo solo en cuenta
el tiempo transcurrido en responder a los mensajes de una determinada persona, quiénes eran los jefes y
quiénes los subordinados. Y las agencias de inteligencia han apelado, del mismo modo, a este tipo de
técnicas para esbozar la cadena de mando de sospechosos de terrorismo e identificar a las figuras clave.
El poder y el estatus son muy relativos y cambian de un encuentro a otro. Cuando los alumnos de
familias ricas imaginaban estar hablando con alguien de un estatus superior al suyo, mejoraba su
capacidad de leer las emociones expresadas en los rostros.
De este modo, la atención que prestamos a los demás parece depender del lugar que creemos ocupar
en la escala social, siendo mayor la vigilancia cuanto más subordinados nos creemos y menor, por el
contrario, cuando nos sentimos superiores. El corolario de todo ello es que, cuanto más nos importa
algo, más atención le prestamos y más, en consecuencia, lo cuidamos. Y esta conclusión muestra la
profunda relación que existe entre la atención y el amor.
Parte IV: El contexto mayor
12. Pautas, sistemas y confusiones
Mientras visitaba una aldea en las colinas del Himalaya indio, una caída de una escalera confinó a Larry
Brilliant a permanecer en cama varias semanas para curarse una lesión de espalda. Con el fin de pasar el
tiempo en esa lejana aldea, Brilliant, que de niño había coleccionado monedas, pidió a su esposa Girija
que fuese a la biblioteca local para ver si encontraba algunos libros sobre monedas indias.
Fue entonces cuando conocí al doctor Larry, como le llaman sus amigos, un médico que se había
unido a la iniciativa de la FAO para erradicar la viruela. Recuerdo que entonces me contó que,
sumergiéndose en la lectura de las antiguas monedas indias, había empezado a entender la historia de
las rutas comerciales de esa región del mundo.
Con su renovado interés por la numismática, el doctor Larry empezó, apenas pudo ponerse en pie, a
visitar, durante sus viajes a lo largo de la India, a los joyeros locales, que a menudo vendían a peso
monedas de oro y plata, algunas de ellas muy antiguas.
Las había que se remontaban a la época de los kushanos, una nación que, en el siglo II d.C. dirigía,
desde su cuartel general en Kabul, un imperio que se extendía desde el mar de Arabia hasta Benarés.
Las monedas kushanas adoptaron un formato basado en un pueblo conquistado, los bactrianos,
descendientes de los soldados griegos que, en sus incursiones por Asia, habían dejados atrás las tropas
de Alejandro. La historia que narran esas monedas es muy interesante.
La cara de las monedas kushanas mostraba la imagen del rey de un determinado periodo mientras
que, en el reverso, había la imagen de un dios. Los kushanos eran zoroastrianos, una religión persa que,
en esa época, se contaba entre las más extendidas del mundo. Otras monedas kushanas, sin embargo, no
se centraban en una divinidad persa, sino en una amplia diversidad de deidades (como Shiva o el Buda,
por ejemplo) prestadas de los panteones persa, egipcio, griego, hindú y otras naciones muy distantes.
¿Cómo pudo, en pleno siglo II, un imperio asentado en Afganistán, conocer tantas religiones y
prestar tributo a divinidades tan alejadas de sus fronteras? La respuesta se halla en los sistemas
económicos propios de la época. El imperio kushano estableció, por vez primera en la historia, una
conexión segura entre las rutas comerciales y plenamente activas del océano Índico y la Ruta de la
Seda. Los kushanos mantenían un contacto regular con mercaderes y hombres santos originarios de
lugares que se extendían desde el Mediterráneo hasta el Ganges y desde la península arábiga hasta los
desiertos del noroeste de China.
Larry tuvo también otras revelaciones: «En el sur de la India, encontré gran abundancia de monedas
romanas y me pregunté cómo habían podido llegar hasta allí —me dijo el doctor Larry—. Resulta que
los romanos, cuyo imperio lindaba, en Egipto, con el mar Rojo, llegaron, a través de Arabia, por vía
marítima hasta Goa, con la intención de comerciar. Es posible, pues, partiendo del lugar en que uno
encuentra esas antiguas monedas, deducir las rutas comerciales de la época».
Cuando el doctor Larry terminó su trabajo, en el sudeste asiático, en el programa de erradicación de
la viruela de la FAO, se dirigió a la Universidad de Michigan para estudiar un máster en salud pública.
Y ahí fue cuando descubrió la existencia de un extraordinario paralelismo entre la propagación de una
enfermedad y su exploración previa de las rutas comerciales.
«Había decidido estudiar análisis de sistemas y epidemiología, dos cosas que me interesaban mucho.
Me di cuenta de que rastrear una epidemia se asemeja mucho a rastrear la difusión de una antigua
civilización como la kushana a través de todos los indicios arqueológicos, lingüísticos y culturales que
ha ido dejando a lo largo del camino».
La epidemia de gripe de 1918, por ejemplo, acabó, en todo el mundo, con cerca de 50 millones de
personas. «Probablemente empezó en Kansas y se propagó primero entre las tropas estadounidenses
que, durante la I Guerra Mundial, la difundieron —dice el doctor Larry—. Esa gripe se extendió por
todo el mundo a la velocidad de los barcos de vapor y el Orient Express, los medios de comunicación de
la época. Las pandemias actuales pueden difundirse a la velocidad de un Boeing 747.»
Consideremos, por ejemplo, el caso de la polio, una enfermedad conocida, aunque solo de forma
esporádica, desde la antigüedad. «Lo que convirtió la polio en una epidemia fue la urbanización que
posibilitó que, en lugar de obtener agua de su propio pozo individual, la gente compartiese un mismo
sistema contaminado de suministro de agua.
»Una epidemia ejemplifica la dinámica de los sistemas. Cuanto más sistémicamente pensemos,
mejor podremos rastrear las huellas dejadas por las monedas, el arte, la religión o la enfermedad. La
comprensión del recorrido seguido por las monedas a través de las rutas comerciales sigue los mismos
caminos que la difusión de un virus».
Ese tipo de detección de pautas ilustra el funcionamiento de la mente sistémica. Esta capacidad, a
veces misteriosa, nos permite identificar con relativa facilidad detalles sorprendentes en un amplio
despliegue visual (la modalidad «¿Dónde está Wally?»). Cuando mostramos a diferentes personas una
fotografía con muchos puntos y les preguntamos cuántos creen que hay, las mejores estimaciones nos
ayudan a identificar a los mejores pensadores sistémicos. Esta es una habilidad en la que destacan, por
ejemplo, los mejores diseñadores de software o quienes descubren intervenciones que contribuyen a
salvar ecosistemas.
Un «sistema» se reduce a un conjunto coherente de pautas regulares y legítimas. Aunque el
reconocimiento de pautas requiere la activación de circuitos que se hallan en la corteza parietal, el
emplazamiento concreto del «cerebro sistémico» más amplio (si es que tal cosa existe) todavía no se ha
identificado. No hay, por el momento, redes ni circuitos neuronales concretos que favorezcan
naturalmente una comprensión sistémica.
Aprendemos a leer y navegar por sistemas a través de los notables talentos de aprendizaje generales
del neocórtex. Esos talentos corticales (como las matemáticas o la ingeniería) pueden ser replicados por
los ordenadores. Lo que diferencia a la mente sistémica de la autoconciencia y la empatía es que opera a
través de circuitos fundamentalmente ascendentes. Requiere un gran esfuerzo aprender de los sistemas,
pero para movernos exitosamente por la vida, necesitamos fortalezas tanto en esta variedad de atención
como en las otras dos que aparecen de un modo más natural.
Confusiones y problemas «retorcidos».
Su visión sistémica había sido la responsable de que el doctor Larry fuese nombrado jefe del Skoll
Global Threats Fund, una organización que ha asumido la misión de proteger a la humanidad de
peligros como los conflictos de Oriente Medio, la proliferación de las armas nucleares, las pandemias,
el cambio climático y los conflictos que pueda provocar la escasez de agua.
«Nosotros buscamos los puntos candentes, es decir, aquellos lugares donde puedan presentarse
problemas. Tengamos en cuenta la escasez de agua y la lucha entre tres naciones, Pakistán, la India y
China, poseedoras de armas nucleares. Cerca del 95% del agua de Pakistán es utilizada para fines
agrícolas, y, como la India está corriente arriba de sus ríos principales, los pakistanís temen que la India
manipule las compuertas y controlen cuándo y cómo llega el agua a Pakistán. Y los indios, a su vez,
creen que es China la que está controlando, río arriba, el agua que fluye del llamado tercer polo, es
decir, el hielo y la nieve de la meseta del Himalaya».
Pero nadie sabe, a ciencia cierta, el caudal que fluye a través de esos sistemas fluviales, ni en qué
estación del año, ni cuántas compuertas controlan ese flujo, ni dónde, ni para qué. «Ese es un dato que
los tres gobiernos utilizan como arma política —afirma el doctor Larry—. Nosotros sostenemos la
necesidad de una entidad independiente que, poniendo todos esos datos sobre el tapete, nos permita dar
el siguiente paso, descubrir los nodos clave y los puntos prioritarios».
La rapidez de respuesta será esencial para combatir adecuadamente cualquier pandemia global
futura de la gripe provocada por cepas mutantes a las que nadie es inmune. Pero, como no será posible
determinar previamente esa respuesta, se tratará de una situación única en la historia (porque, durante la
última pandemia de 1918, no había Boeings 747) y, como la apuesta es tan elevada, no hay lugar aquí
para el error. Uno de los calificativos utilizados para adjetivar este tipo de pandemias es el de problema
«retorcido», aunque no tanto en su acepción de «maligno», como en su sentido de problema muy difícil
de resolver.
Combatir el calentamiento global, por su parte, constituye un problema «retorcido», porque no
existe ninguna autoridad individual a cuyo cargo esté su solución, el tiempo pasa, quienes tratan de
resolver el problema se hallan también entre quienes lo causan (todos nosotros) y la política oficial
desdeña su importancia para nuestro futuro[157].
Y lo que es todavía más importante, las pandemias y el calentamiento global se hallan entre lo que
técnicamente se denominan «confusiones», donde un problema acuciante interactúa sistémicamente con
otros problemas asociados[158]. Como afirma el doctor Larry, estos no solo son problemas muy
complejos, sino que carecemos de la mayor parte de los datos que nos permitirían resolverlos.
Aunque los sistemas resulten, a simple vista, casi invisibles, su funcionamiento puede comprobarse
acopiando los datos suficientes para poner de manifiesto su dinámica. Cuantos más datos tengamos,
más claro resultará el mapa. Estamos adentrándonos en la época de los grandes archivos de datos.
Años después de sus días de coleccionista de monedas en la India, el doctor Larry se convirtió en el
fundador y director ejecutivo de Google.org, la rama sin ánimo de lucro de la empresa. Desde ahí
elaboró una de las aplicaciones de grandes bases de datos más aclamadas, la detección de la gripe. Un
equipo de ingenieros voluntarios de Google, en colaboración con epidemiólogos del Centers for Disease
Control [(CDC). Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades], analizó un extraordinario
número de búsquedas de términos como «fiebre» o «dolencia» ligados a los síntomas de la gripe[159].
«Utilizamos simultáneamente decenas de miles de ordenadores para determinar las búsquedas que,
durante cinco años, se llevaron a cabo en Google y elaborar con ello un algoritmo que sirviese para
predecir los brotes de gripe», recuerda el doctor Larry. El algoritmo resultante identificaba un brote de
gripe en un solo día, un gran avance, si lo comparamos con las dos semanas habitualmente necesarias
para que el CDC, basándose en informes médicos, identificase los puntos candentes de la enfermedad.
El software de grandes bases de datos nos permite analizar una extraordinaria cantidad de
información. El uso de los datos de Google para identificar los brotes de la gripe fue una de las primeras
aplicaciones de los grandes archivos de datos a una «confusión». Y, como los grandes archivos de datos
nos permiten saber dónde se focaliza la atención colectiva, esto ha acabado conociéndose como
«inteligencia colectiva».
Sus aplicaciones no tienen fin. Analizar, por ejemplo, quién se conecta con quién a través de
llamadas, tuits, textos y similares, pone de relieve el sistema nervioso humano de las organizaciones y
muestra la conectividad. Las personas hiperconectadas, los conectores sociales de una organización, los
poseedores del conocimiento o los gestores del poder suelen ser los más influyentes.
Una empresa de teléfonos móviles utilizaba una de las múltiples aplicaciones comerciales de
metodologías de grandes bases de datos para analizar las llamadas hechas por sus clientes. Esa
aplicación identificaba a los «líderes tribales», es decir, los individuos que establecen el mayor número
de conexiones con un pequeño grupo de afines. La compañía descubrió que es muy probable que, si el
líder adopta un nuevo servicio telefónico, también lo hagan los miembros de su tribu. Y, si el líder
cambia de servidor, el resto de la tribu también suele seguirle[160].
«El foco de la atención de una organización se ha centrado, hasta el momento, en la información
interna —me dijo Thomas Davenport, que estudia el uso de los grandes archivos de datos—. Pero,
después de haber exprimido todo el jugo posible, debemos dirigir ahora nuestra atención a la
información externa, es decir, a internet, los sentimientos de los clientes, los problemas de la cadena de
suministros y cosas por el estilo».
Davenport, antiguo director del Accenture Institute for Strategic Change, estaba en la facultad de
Empresariales de Harvard cuando hablamos. «Lo que necesitamos —añadió— es un modelo ecológico
que nos permita investigar la información procedente del entorno externo, es decir, todo lo que sucede
en el entorno de una empresa y pueda incidir en ella».
La información que, de su sistema informático, posee una organización —esgrime Davenport—
puede ser mucho menos útil que la procedente, en la ecología global de la información, de fuentes
externas, tal y como es procesada por las personas. Y un motor de búsqueda puede proporcionarte una
cantidad inmensa de datos, pero no contexto para comprenderlos y menos todavía sabiduría sobre el
modo de interpretarlos. Lo que hace que los datos sean útiles es la persona que custodia la
información[161]. En teoría, la persona que cuida la información se centra en lo que importa y se olvida
del resto estableciendo, de ese modo, el contexto para entender el significado del dato y hacerlo de un
modo que muestre por qué es vital para captar la atención de la gente.
Los mejores líderes no se limitan a poner los datos en un contexto significativo, sino que también
formulan las preguntas adecuadas.
Cuando me entrevisté con él, Davenport estaba escribiendo un libro que alienta a quienes gestionan
proyectos de grandes bases de datos a formular este tipo de preguntas: «¿Estamos definiendo bien el
problema? ¿Contamos con los datos adecuados? ¿Cuáles son las creencias que hay detrás del algoritmo
que nos proporciona los datos? ¿Establece ese modelo algún mapa de creencias sobre la realidad?»[162].
En un congreso de grandes bases de datos celebrado en el MIT, un ponente señaló que la crisis
financiera de 2008 fue un fracaso del método que provocó el colapso de los fondos de inversión en todo
el mundo. El problema es que los modelos matemáticos encarnados por los grandes datos son
simplificaciones. A pesar de que nos proporcionan archivos de datos flamantes, las matemáticas que hay
detrás de dichos datos giran en torno a modelos y creencias que pueden llevar a sus usuarios a confiar
demasiado en sus resultados.
En ese mismo congreso, Rachel Schutt, estadística de Google Research, observó que la ciencia de
los datos exige algo más que habilidades matemáticas, también necesita a personas muy curiosas, cuya
innovación se vea guiada por su experiencia y no solo por los datos. La mejor intuición requiere,
después de todo, una extraordinaria cantidad de datos y la experiencia de toda nuestra vida filtrada a
través del cerebro humano[163].
13. La ceguera sistémica
Mau Piailug sabía leer, como si de un GPS se tratara, las estrellas, las nubes, las olas del océano y el
vuelo de las aves. Y podía hacerlo, en medio del Pacífico Sur teniendo, durante semanas enteras, el cielo
como único horizonte, gracias al conocimiento de los océanos que le habían transmitido sus ancestros
de Satawal, su isla natal de las Carolinas.
Nacido en 1932, Mau era el último superviviente conocedor del sistema de navegación tradicional
que había permitido a los polinesios surcar, con un sencillo catamarán, los centenares y hasta miles de
kilómetros que separan las diferentes islas. Este arte de navegación tiene en cuenta datos sistémicos tan
sutiles como la temperatura y salinidad del agua del mar, los restos de vegetales y objetos flotantes, las
pautas de vuelo de las aves marinas, el calor, la dirección y la velocidad del viento, el oleaje y el
movimiento nocturno de las estrellas. Todos esos detalles acababan cuajando en un mapa mental que se
transmitía, a través de cantos, danzas e historias nativas, de generación en generación, informándoles de
la posición relativa ocupada por cada isla.
Eso fue lo que permitió a Mau atravesar, en 1976, con una canoa polinesia de doble casco, los 3800
kilómetros que separan Hawai de Tahití, un viaje que convenció a los antropólogos de la posibilidad de
que los antiguos isleños surcasen rutinariamente, de un archipiélago a otro, el Pacífico Sur.
Medio siglo después de que Mau demostrase poseer un conocimiento tan sofisticado de los sistemas
naturales, los polinesios apelan ahora a los sistemas de navegación asistida que nos proporciona la
moderna tecnología. La suya era, pues, una tradición agonizante.
Ese épico viaje reavivó, entre los nativos del Pacífico Sur, un interés, que prosigue hasta hoy en día,
por el arte, casi agonizante, de la navegación tradicional. Así fue como, medio siglo después de su
iniciación en el arte de la navegación, Mau volvió a celebrar, por vez primera, ante un puñado de
alumnos, la misma ceremonia que jalonó su iniciación en esa tradición.
Esta tradición, transmitida de generación en generación de ancianos a jóvenes, ilustra el tipo de
conocimiento local que ha ayudado a los pueblos nativos a resolver problemas fundamentales de
supervivencia ligados al alimento, la seguridad, la ropa y el cobijo en muy diversos nichos ecológicos
desperdigados por todo el mundo.
El conocimiento de los sistemas —que nos permite identificar y cartografiar pautas y descubrir, tras
el aparente caos del mundo natural, un orden oculto— se ha visto alentado, a lo largo de la historia
humana, por la necesidad perentoria de supervivencia que ha obligado a los pueblos nativos a entender
sus ecosistemas locales. Era imperativo, para ellos, saber qué plantas eran tóxicas, cuáles servían de
alimento o de medicina, dónde conseguir agua potable, en qué lugares recolectar hierbas y encontrar
comida o cómo leer los signos de los cambios estacionales.
Y ese es un auténtico problema porque, si bien es cierto que la biología nos ha dotado de un
repertorio integrado de conductas ligadas a satisfacer funciones tales como comer, dormir, aparearnos,
criar, luchar, huir, etcétera, no lo es menos que también nos ha dejado huérfanos de herramientas
neuronales que nos permitan entender los sistemas mayores dentro de los cuales todo eso ocurre.
Los sistemas son, a primera vista, inaccesibles a nuestro cerebro, lo que significa que no podemos
registrar directamente los muchos sistemas de los que depende nuestra realidad vital. Solo podemos
entenderlos indirectamente a través de modelos mentales (ligados, por ejemplo, al oleaje, las
constelaciones y el vuelo de las aves marinas) a partir de los cuales tomamos nuestras decisiones.
Nuestra intervención será más adecuada cuanto más se atengan esos modelos a los datos (como ilustra
el caso de un cohete dirigido a la Luna) y menos en el caso contrario (como la mayor parte de la política
educativa).
El conocimiento tradicional está compuesto de lecciones difícilmente aprendidas que, con el paso
del tiempo, se han acumulado y distribuido por un determinado grupo (como sucede, por ejemplo, con
las propiedades curativas de determinadas plantas) y que las generaciones mayores se encargan de
transmitir a las más jóvenes.
Elizabeth Kapu’uwailani Lindsey era una discípula de Mau y antropóloga hawaiana especializada
en etnonavegación, exploradora y miembro de la National Geographic Society, que ha asumido la
misión etnográfica de rescatar y conservar aquellos conocimientos y tradiciones de su etnia que se
hallen en peligro de extinción.
«El olvido de los conocimientos tradicionales nativos se debe, en gran medida —según me dijo— a
los procesos de aculturación, colonización y marginación a que la sabiduría nativa se ha visto sometida
por parte de los diferentes gobiernos. Esta tradición se transmite de formas muy diversas. El baile
hawaiano, por ejemplo, encierra un código de movimientos y cánticos que cuentan nuestra genealogía,
los acontecimientos más importantes de nuestra historia cultural y nuestro conocimiento también de la
astronomía y las leyes de la naturaleza. Todo en él, desde los movimientos de los danzantes hasta los
cánticos y el sonido de los tambores pahu, tiene un significado.
»Estas danzas —añadió— eran tradicionalmente sagradas, pero cuando llegaron los misioneros, las
consideraron inmorales. No fue hasta nuestro renacimiento cultural, que se produjo durante la década de
los setenta, cuando el antiguo hula, el llamado hula kahiko, volvió a oírse. El hula moderno se había
visto reducido, hasta entonces, a un mero divertimento para turistas».
Mau estudió, durante varios años, con muchos maestros. Su abuelo lo eligió, cuando apenas tenía 5
años, para convertirse en un futuro navegante. A partir de ese momento, se unió a los hombres,
preparando las canoas para ir de pesca, navegando por el mar y escuchando, al llegar la noche, sus
relatos de navegación mientras bebían en el cobertizo de la canoa, y aprendiendo las enseñanzas en ellos
integradas. Fueron seis los expertos navegantes que, a lo largo de todo ese proceso, tutelaron su
aprendizaje.
La tradición nativa constituye la ciencia fundamental, el conocimiento acumulado que, con el paso
de los siglos, ha ido creciendo hasta convertirse en una floreciente diversidad de especialidades
científicas, un desarrollo que muy probablemente se haya estructurado obedeciendo a un impulso innato
de supervivencia que nos obliga a tratar de entender el mundo que nos rodea.
La invención de la cultura fue, para el Homo sapiens, una gran innovación que supuso la creación
del lenguaje y el establecimiento de una red cognitiva de comprensión compartida que va más allá del
conocimiento y la vida del individuo aislado y a la que, en función de las necesidades, podemos apelar y
transmitir a las nuevas generaciones. La cultura porta también consigo la diversificación de habilidades
y la especialización y se ve jalonada, en consecuencia, por la aparición de comadronas, sanadores,
guerreros, constructores, agricultores y tejedores. Cada uno de esos diferentes dominios de la
experiencia puede ser compartido y quienes poseen el acervo más profundo de conocimientos de cada
uno de esos campos se convierten en guías y maestros de los demás.
El conocimiento tradicional ha desempeñado un papel fundamental en nuestra evolución social
como correa utilizada por las culturas para transmitir su sabiduría a lo largo del tiempo. La
supervivencia de las hordas primitivas dependía, en los albores de nuestra evolución, de su inteligencia
colectiva para entender su ecosistema local (anticipando los cambios estacionales, los momentos clave
para sembrar, cosechar y demás que acabaron codificándose en los primeros calendarios).
A medida, sin embargo, que la modernidad nos ha proporcionado aparatos capaces de reemplazar el
conocimiento tradicional (como brújulas, cartas de navegación y, finalmente, los mapas de Google), los
pueblos nativos, olvidando sus tradiciones locales (como el arte de la navegación), han ido
incorporándose a la corriente general.
Así es como hemos ido perdiendo la experiencia tradicional de conectar con los sistemas de la
naturaleza. El momento en que se da el contacto de los pueblos indígenas con el mundo exterior marca
también el comienzo del proceso gradual de olvido de su tradición.
Cuando hablé con Lindsey, estaba preparando un viaje al Sudeste Asiático para visitar a los moken,
los llamados «nómadas del mar». Poco antes de que el tsunami del año 2004 asolara las islas del océano
Indico donde habitaban, los moken «se dieron cuenta —según me dijo— de que los delfines se alejaban
de la costa y las aves dejaban de cantar. Fue entonces cuando, orientando la proa de sus embarcaciones
mar adentro, se dirigieron hacia un lugar en que, cuando pasó, la cresta del tsunami apenas si se notó, de
modo que ningún moken resultó herido».
Los pueblos que, por el contrario, habían olvidado las artes antiguas de escuchar a las aves, observar
a los delfines y saber qué hacer con todo eso, sufrieron las consecuencias. A Lindsey le preocupa que
los moken estén viéndose ahora obligados, tanto en Tailandia como en Birmania, a renunciar a su vida
de nómadas marinos y asentarse en tierra firme. Basta con que el eslabón de una generación deje de
transmitir esta modalidad de conocimiento para que la cadena se rompa y esa forma de inteligencia
ecológica acabe desvaneciéndose de la memoria colectiva.
Como me dijo Lindsey, antropóloga educada por sanadores nativos en Hawai: «Cuando íbamos al
bosque a buscar plantas medicinales o flores para hacer guirnaldas, mis mayores me enseñaron a
recoger solo unas pocas flores u hojas de cada rama de modo que no quedase, en el bosque, huella
alguna de nuestro paso. Pero los muchachos de hoy en día no tienen empacho alguno en romper ramas y
dejarlo todo lleno de bolsas de basura».
Esta actitud negligente me ha dejado perplejo muchas veces, en especial cuando he investigado
nuestra ignorancia colectiva a la hora de enfrentarnos a la amenaza que la actividad humana cotidiana
supone para la supervivencia de nuestra especie. Es como si, incapaces de anticipar los efectos adversos
provocados por los sistemas humanos que se ocupan de la energía, el transporte, la industria o el
comercio, fuésemos también, en consecuencia, incapaces de remediarlos.
La ilusión de la comprensión
Un importante mayorista de revistas de ámbito nacional se enfrentaba al problema de que, según la
información que llegaba desde los puntos de venta, más o menos un 65% de las publicaciones que
comercializaba jamás llegaban a venderse. Por esta razón, la cadena comercial, una de las mayores de
todo el país, se reunió con un grupo de editores y distribuidores para ver lo que, al respecto, podían
hacer.
Para la industria de las revistas, asfixiada por la caída de las ventas y los medios digitales, se trataba
de un problema apremiante que nadie, hasta entonces, había podido resolver. Pero habían llegado a un
punto en el que ya no podían seguir encogiéndose de hombros y se vieron obligados a abordarlo en
serio.
«El despilfarro era, tanto desde el punto de vista del coste como desde la perspectiva del carbono
emitido, extraordinario», me dijo Jib Ellison, director general de la consultoría Blu Skye.
«Descubrimos —añadió Ellison— que, como la mayor parte de la cadena de producción y
distribución había sido creada en el siglo XIX, su visión se centraba en consecuencia, de manera casi
exclusiva, en las ventas, sin considerar siquiera la sostenibilidad ni la gestión de los residuos».
Uno de los mayores problemas era que los anunciantes no pagaban su publicidad en función de las
ventas, sino del número total de revistas publicadas. Pero una revista podía permanecer semanas o hasta
meses «en circulación» olvidada en un estante, hasta verse finalmente reducida a pulpa de papel. Por
ello, los editores tomaron la decisión de reunirse con los anunciantes y presentarles una nueva
modalidad de facturación.
Cuando la cadena comercial analizó cuáles eran las revistas que más se vendían y en qué tiendas, se
dieron cuenta también, por ejemplo, de que Roadster se vendía muy bien en cinco tiendas, pero
pésimamente en otras cinco. Y ese descubrimiento les permitió adaptar el destino de las revistas a la
demanda concreta de cada punto de venta, un ajuste muy sencillo que redujo las pérdidas en un 50%.
Esto no solo supuso un gran avance medioambiental, sino que también dejó espacio libre en los estantes
y ahorró dinero a los editores.
La solución a estos problemas requiere de una visión que tenga en cuenta todos los sistemas que se
hallan en juego. «Buscamos problemas sistémicos —me dijo Ellison— que ninguna persona, gobierno
ni empresa aislada es capaz de resolver». El primer gran paso adelante en la resolución del problema de
las revistas fue simplemente el de reunir a todos los participantes y empezar, de ese modo, a tener en
cuenta los sistemas mayores[164].
«La ceguera sistémica es el mayor de los problemas al que, en nuestro trabajo, nos enfrentamos»,
dice John Sterman, que ocupa la cátedra Jay Forrester en la Sloan School of Management del MIT.
Forrester, el mentor de Sterman, fue uno de los fundadores de la teoría sistémica, y Sterman es, desde
hace años, el experto en sistemas del MIT y quien dirige, en dicha institución, el departamento de
Dinámica de Sistemas.
Su manual, ya clásico, sobre aplicación del pensamiento sistémico a organizaciones y otras
entidades complejas, subraya la inadecuación del concepto al que hoy denominamos «efectos
colaterales». En un sistema no hay, en su opinión, efectos colaterales, sino tan solo efectos, a veces
anticipados y otras no. Lo que llamamos efectos colaterales no es más que un reflejo de nuestra
comprensión inadecuada del sistema. En un sistema complejo, causa y efecto pueden hallarse —según
Sterman— mucho más alejados en el espacio y el tiempo de lo que solemos creer.
Sterman aporta, en este sentido, el ejemplo de los debates en torno a la supuesta «emisión cero» de
los coches eléctricos[165]. Porque hay que decir que, al extraer su electricidad de una red energética en la
que intervienen fábricas que emplean combustibles fósiles (y, en consecuencia, contaminantes), esos
vehículos distan mucho de ser, desde una perspectiva sistémica, de «emisión cero». Y aunque la energía
se generase, pongamos por caso, en granjas solares, también deberíamos tener en cuenta el coste que,
para el planeta, presentan las emisiones de gases de efecto invernadero generados durante el proceso de
la fabricación de los paneles solares y la cadena de suministro de energía[166].
Una de las peores consecuencias de esta ceguera sistémica se produce cuando, con la intención de
resolver un problema, los líderes implantan estrategias que ignoran la dinámica sistémica subyacente.
«Ese tipo de abordajes es engañoso —afirma Sterman—. Es cierto que, considerado a corto plazo,
se obtiene una solución… pero, a medio plazo, el problema reaparece, a menudo multiplicado».
Construir, para tratar de resolver los problemas de tráfico, carreteras cada vez más anchas
constituye, en este sentido, una solución miope. Nadie niega que el aumento del caudal de tráfico alivie,
a corto plazo, el problema, pero la misma facilidad de desplazamiento así generada acaba provocando,
por toda la zona, un efecto de dispersión de viviendas, comercios y centros de trabajo. Y ese aumento
del tráfico acaba desembocando en embotellamientos y atrasos iguales, cuando no peores, que antes, y
el tráfico sigue creciendo hasta que el volumen de desplazamientos vuelve a estancar el tráfico.
«La congestión se ve regulada por un bucle de retroalimentación —sostiene Sterman—. Cuanto
mayor es la capacidad de tráfico, más automóviles se venden, más se desplaza la gente en coche y más
lejos viaja. Pero, cuando la población aumenta, la fluidez del tráfico se reduce y los atascos aumentan.
»La gente suele atribuir lo que le sucede —prosigue Sterman— a acontecimientos cercanos en el
espacio y el tiempo, cuando, en realidad, se trata del simple fruto de la dinámica del sistema mayor en
que se hallan inmersos».
Creemos que estamos parados porque se ha producido un atasco, sin darnos cuenta de que ese atasco
es una consecuencia de la dinámica sistémica de las redes viarias. La desconexión entre tales sistemas y
el modo en que nos relacionamos con ellos se deriva de una distorsión de nuestros modelos mentales.
Culpamos a los demás conductores de entorpecer el tráfico sin darnos cuenta de la dinámica sistémica
que nos ha llevado hasta allí.
Y el problema se agrava por lo que se ha venido en llamar «ilusión de la profundidad explicativa»,
que nos lleva a creer que entendemos un sistema complejo cuando, en realidad, no tenemos, de él, más
que una comprensión superficial. Basta con tratar de explicar en serio cómo funciona una red eléctrica o
por qué el aumento de las emisiones de dióxido de carbono intensifica la energía de las tormentas para
poner de relieve la naturaleza ilusoria de nuestra comprensión del funcionamiento de los sistemas[167].
Pero, además de la incongruencia entre nuestros modelos mentales y los sistemas que pretenden
cartografiar, existe un problema todavía más profundo, y es que nuestros aparatos perceptuales y
emocionales son totalmente ciegos a los sistemas. El cerebro humano se vio modelado por las
herramientas que nos ayudaron a sobrevivir en una época en la que los primeros humanos empezaron a
vagar por la naturaleza, en particular durante la era geológica del pleistoceno (desde hace,
aproximadamente, 2 millones de años hasta hace unos 12 000 años, momento en el cual entró en escena
la agricultura).
Estamos muy conectados con el crujido de una rama, que puede advertirnos de la proximidad de un
tigre, pero carecemos de aparato perceptual que nos permita detectar el adelgazamiento de la capa de
ozono atmosférica o los agentes cancerígenos contenidos en las partículas que respiramos en un entorno
urbano contaminado. Y, aunque estas amenazas pueden acabar siendo tan letales como aquella, nuestro
cerebro carece de radar que nos permita identificarlas directamente.
Visibilizar lo intangible
Pero el nuestro no es solo un desajuste perceptual. Cuando los circuitos emocionales (especialmente la
amígdala, gatillo de la respuesta de lucha o huida) detectan una amenaza inmediata, nos inundan de
hormonas (como el cortisol o la adrenalina), que nos predisponen en uno u otro sentido. Pero, por más
que oiga hablar de los posibles peligros que nos acechan en los años o siglos venideros, nuestra
amígdala ni siquiera parpadea.
Los circuitos de la amígdala, ubicados en medio del cerebro, se activan automáticamente siguiendo
un camino ascendente. Confiamos en ellos para que nos alerten de los peligros y nos digan a qué
debemos prestar más atención. Pero esos sistemas automáticos, habitualmente tan útiles para dirigir
nuestra atención, carecen de aparato de registro sensorial o de carga emocional que nos permita detectar
los sistemas y sus peligros, dejándonos, en este sentido, inermes.
«Es más fácil neutralizar una respuesta automática ascendente con una respuesta que apele al
razonamiento descendente que movernos en ausencia completa de señales —observa Elke Weber,
psicóloga de la Universidad de Columbia—. Pero esta es, precisamente, la situación en la que, con
respecto al medio ambiente, nos hallamos. No hay nada, en este hermoso día de verano en el valle del
Hudson, que nos alerte del calentamiento de la atmósfera de nuestro planeta.
»En condiciones ideales, parte de mi atención debería fijarse en eso porque, considerado a largo
plazo, constituye un auténtico peligro —señala la profesora Weber, cuyo trabajo incluye informar a la
National Academy of Sciences [Academia Nacional de las Ciencias] sobre la toma de decisiones que
afectan al medio ambiente[168]—. Pero no existe mensaje ascendente alguno que nos advierta de la
necesidad de prestar atención, nada que nos diga: “¡Peligro! ¡Haz algo!”. Por ello resulta tan difícil de
abordar. No advertimos lo que no está aquí y no existe ningún sistema mental que nos avise de ello. Y lo
mismo podríamos decir con respecto a nuestra salud o los ahorros para nuestra jubilación. No
recibimos, cuando estamos comiéndonos un postre muy apetitoso, señal alguna que nos diga: “Si sigues
así, morirás dentro de tres años”. Y tampoco hay nada que nos indique, cuando nos decidimos a
comprar un segundo coche: “Esta es una decisión de la que te arrepentirás cuando seas un anciano
desvalido”».
El doctor Larry, cuyo misión consiste en combatir el calentamiento global, lo dice del siguiente
modo: «Persuadir a la gente de que hay un gas incoloro, inodoro e insípido que, debido al uso que los
seres humanos hacemos de los combustibles fósiles, se acumula en la atmósfera y retiene el calor del
Sol es una empresa muy difícil.
»Esto es lo que, en realidad, nos dice la ciencia más compleja y global —añade—. Más de 2000
científicos del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático han reunido probablemente la más
interesante recopilación de descubrimientos científicos de toda la historia. Y lo han hecho con la
intención de convencer a la gente de que no están teniendo adecuadamente en cuenta los peligros que
esta situación entraña.
»Porque, a menos que usted viva en las Maldivas o Bangladés, todo esto le parecerá muy lejano —
señala el doctor Larry—. La dimensión temporal constituye un gran problema ya que, si el ritmo del
calentamiento global se acelerase, nos veríamos obligados a prestarle la debida atención; no dentro de
siglos, sino de años. Pero ante esto, como ante la deuda nacional, nos decimos: “Dejaré que lo resuelvan
mis nietos. Estoy seguro de que ellos encontrarán alguna solución”.
»Es difícil —afirma el profesor Sterman— convencer a la gente del cambio climático, porque se
produce en un horizonte temporal tan distante que nos resulta indiscernible. Nuestra atención solo se ve
atraída por problemas como el chasquido de la hojarasca al ser pisada, pero no por los grandes
problemas como los que ahora estamos considerando».
Hubo un tiempo en que la supervivencia de los grupos humanos dependió de su sintonización
ecológica. Hoy en día disfrutamos del lujo de poder vivir empleando ayudas artificiales, o eso es, al
menos, lo que parece, porque las mismas actitudes que nos llevan a confiar en la tecnología nos abocan
a una peligrosa indiferencia hacia el estado de nuestro mundo natural.
Necesitamos, pues, para enfrentarnos adecuadamente al reto de un inminente colapso sistémico, una
especie de prótesis mental.
14. Las amenazas distantes
En cierta ocasión, el yogui indio Neemkaroli Baba me dijo: «Podemos planificar lo que sucederá dentro
de un siglo, pero ignoramos lo que ocurrirá a continuación».
Por otra parte, como señala el escritor ciberpunk William Gibson: «El futuro ya está aquí, solo que
no se halla uniformemente distribuido».
En algún punto intermedio entre ambas visiones reside lo que podemos saber sobre el futuro.
Podemos tener, por una parte, ciertas vislumbres, pero siempre es posible, por la otra, la aparición de un
«cisne negro» [metáfora sistémica que se refiere a un evento altamente improbable] que acabe con
todo[169].
En su profético libro titulado In the Age of the Smart Machine, publicado en la década de los
ochenta, Shoshona Zuboff advirtió que el advenimiento de los ordenadores estaba achatando las
jerarquías de las organizaciones. Donde antes el conocimiento significaba poder y el más poderoso era
quien más información atesoraba, los nuevos sistemas tecnológicos estaban abriendo a todo el mundo la
puerta de acceso a la información.
El futuro no se hallaba, en la época en que Zuboff escribió su libro, uniformemente distribuido.
Internet todavía no existía y nadie sabía entonces nada de la Nube, YouTube o Anonymous. Pero hoy en
día (como también mañana), el flujo de información se difunde con mayor libertad y no se halla
circunscrito al seno de una organización, sino que tiene un alcance global. Eso fue lo que permitió que
un vendedor de fruta que se prendió fuego en un mercado de Túnez inaugurase la llamada primavera
árabe.
Existen dos ejemplos clásicos de las implicaciones que conlleva no saber lo que ocurrirá en el
momento siguiente. Por una parte, se halla la predicción en 1798 de Robert Malthus, según la cual el
crecimiento demográfico condenaría a la existencia humana, atrapada en una espiral descendente de
miseria y hambre, a una «lucha perpetua por el alimento y el cobijo», y, por la otra, la advertencia
realizada, en 1968, por Paul Erlich, de que la «bomba demográfica» desencadenaría, en torno a 1985,
grandes hambrunas.
Malthus fracasó porque no tuvo en cuenta la Revolución Industrial y los medios de producción en
masa, que permitieron a más personas vivir más tiempo. Los cálculos de Erlich, por su parte, tampoco
tuvieron en cuenta la irrupción de la llamada «revolución verde», que aceleró la producción de
alimentos por encima de la curva demográfica.
La era antropocénica, iniciada con la Revolución Industrial, marca la primera era geológica en la
que la actividad de una especie (la humana) degradó inexorablemente los sistemas globales que
sustentan la vida en este planeta.
La era antropocénica constituye un claro ejemplo de colisión de sistemas. Los sistemas humanos de
construcción, energía, transporte, industria y comercio erosionan a diario sistemas naturales como los
ciclos del nitrógeno y del carbono, la rica dinámica de los ecosistemas, la disponibilidad de agua
potable, etcétera[170]. Y lo más importante es que esta agresión ha experimentado, en el último medio
siglo, lo que los científicos denominan una «gran aceleración» que ha intensificado el ritmo al que
aumenta la tasa atmosférica de dióxido de carbono[171].
Tres son las fuerzas, según Erlich, de la huella planetaria humana: lo que cada uno consume, el
número de habitantes, y los métodos utilizados para obtener las cosas que consumimos. Partiendo de
esas tres medidas, la Royal Society del Reino Unido trató de estimar la capacidad de la Tierra para
sustentar a la humanidad, es decir, el número máximo de personas que nuestro planeta puede alimentar
sin que se produzca un colapso en los sistemas que soportan la vida. Su conclusión es que… depende.
La mayor de las incógnitas fue el progreso de la tecnología. China, por ejemplo, expandió
inquietantemente su capacidad para generar electricidad a partir del carbón y, más recientemente, ha
aumentado su empleo de la energía solar y eólica hasta convertirse en la mayor potencia mundial. El
resultado neto ha sido que la ratio de CO2 emitido en función del producto económico ha descendido
bruscamente en China, durante los últimos 30 años, aproximadamente un 70% (aunque estas cifras
oculten el constante aumento del número de plantas eléctricas de la llamada «fábrica del mundo» que se
alimentan de carbón)[172]. La revolución tecnológica podría, en el caso de que descubramos métodos
que no creen nuevos problemas ni se limiten a ocultar los viejos, protegernos de nosotros mismos,
permitiéndonos emplear los recursos de un modo que tengan en cuenta los sistemas en los que se
sustenta la vida de este planeta.
Eso es, al menos, lo que cabría esperar. Pero las fuerzas económicas imperantes, más preocupadas
por ganar dinero que por la virtud planetaria de la sostenibilidad, prestan muy poca atención a este tipo
de revoluciones tecnológicas.
Durante la crisis económica que comenzó en 2008, por ejemplo, la tasa de CO2 no empezó a
reducirse, en los Estados Unidos, por mandato del Gobierno, sino por imperativos del mercado. La
caída de la demanda y el abaratamiento del precio del gas natural para alimentar a las centrales
eléctricas reemplazaron al carbón (aunque la contaminación local y los problemas de salud generados
por el fracking [método de fractura hidráulica] para extraer el gas hayan creado otros quebraderos de
cabeza).
Estos problemas podrían deberse a la existencia, en el cerebro humano, de un punto ciego. El
aparato perceptual que alimenta a nuestro cerebro está sintonizado con un rango de datos
imprescindibles, en su momento, para garantizar nuestra supervivencia. Por ello contamos con un foco
de atención que nos permite discriminar entre sonrisas y ceños fruncidos y discernir un gruñido del
llanto de un bebé, pero carecemos de radar neuronal que nos ayude a detectar las amenazas que se
ciernen sobre los sistemas globales de los que depende la vida humana. Hay amenazas que son
demasiado grandes o demasiado pequeñas para poder ser directamente percibidas. Por eso, ante la
noticia de estas amenazas globales, nuestros circuitos atencionales tienden a encogerse de hombros.
Pero lo peor es que nuestras principales tecnologías fueron inventadas mucho antes de que
tuviéramos el menor indicio de la amenaza que entrañan para nuestro planeta. La mitad de las emisiones
industriales de CO2 se origina en los procesos de fabricación de acero, cemento, plástico, papel y
energía. Y aunque, mejorando esos métodos, podríamos reducir sustancialmente tales emisiones, sería
mucho mejor reinventarlos para minimizar su impacto negativo o reabastecer incluso al planeta.
¿Qué podría convertir a esta reinvención en algo rentable? La respuesta reside en un cuarto factor,
soslayado por Erlich y otros que también han intentado diagnosticar este dilema, a saber: la
transparencia ecológica.
Saber en qué aspecto de un sistema debemos centrarnos supone una gran ventaja. Consideremos,
por ejemplo, uno de los problemas que amenazan a nuestra especie, nuestro suicidio lento y masivo, a
medida que los sistemas humanos van degradando los sistemas globales en los que se sustenta la vida de
este planeta. Este es un problema que quizás podamos empezar a entender con el análisis del ciclo vital
[acrónimo de ACV o, en inglés, LCA, de life cycle analysis] de los productos y procesos que lo causan.
El análisis del ciclo vital de cada uno de los cerca de 2000 eslabones que componen la cadena de
suministro de un simple recipiente de cristal pone de manifiesto, por ejemplo, la existencia de
numerosos impactos, que van desde las emisiones al aire, el agua y el suelo hasta el impacto sobre la
salud o la degradación de un determinado ecosistema. La adición de soda cáustica a la mezcla del cristal
(uno de esos vínculos) da cuenta del 6% del impacto ecológico provocado por la fabricación de ese
recipiente y del 3% de sus daños para la salud, mientras que el 20% del efecto sobre el calentamiento
climático provocado se debe a las plantas eléctricas que generan la energía eléctrica necesaria para su
creación. Y cada uno de los 659 ingredientes utilizados en su fabricación posee su propio perfil en el
análisis del ciclo vital… y así hasta el infinito.
Pero el tsunami de información proporcionado por el análisis del ciclo vital puede resultar
desmesurado hasta para los ecologistas más recalcitrantes. Un sistema de información diseñado para
almacenar toda la información referente al ciclo vital arrojaría un desbordante aluvión de millones o
hasta miles de millones de datos puntuales. El conocimiento de tales datos, sin embargo, puede
ayudarnos a identificar el momento más adecuado de la historia de ese producto en que nuestra
incidencia contribuiría más positivamente a reducir su impacto ecológico[173].
La necesidad de centrarnos en un orden menos complejo (ya sea para ordenar nuestro armario,
implantar una determinada estrategia comercial, o analizar los datos que nos proporciona el análisis del
ciclo vital) refleja una verdad fundamental. Y es que, por más que vivamos dentro de sistemas
sumamente complejos, carecemos de la capacidad cognitiva necesaria para entenderlos o gestionarlos
adecuadamente. Y nuestro cerebro ha resuelto el problema que supone sortear la complejidad
recurriendo a reglas de decisión muy sencillas. Navegar, por ejemplo, por el intrincado mundo social
compuesto por todas las personas que conocemos resulta más fácil si apelamos, como regla general de
organización, a la confianza[174].
Existe, para simplificar el aluvión de información proporcionada por el análisis del ciclo vital, un
software prometedor que se centra en los cuatro principales impactos que se producen en los cuatro
niveles de la cadena de distribución de un producto[175]. Esto abarca cerca del 20% de las causas que
explican en torno al 80% de los efectos, una ratio (conocida como principio de Pareto), según la cual
basta, para explicar la mayoría de los efectos, con un pequeño número de variables.
Este procedimiento heurístico es el que explica que un determinado flujo de datos desemboque en
un «¡Eureka!» o que la información acabe desbordándonos. Esa alternativa («¡Ya lo entiendo!» versus
«¡Demasiada información!») está ligada a los circuitos dorsolaterales, una delgada franja ubicada en el
área prefrontal del cerebro. El árbitro, pues, de ese punto de inflexión cognitivo reside en las mismas
neuronas que mantienen a raya los impulsos turbulentos de la amígdala. Cuando nos vemos
cognitivamente desbordados, el sistema dorsolateral se rinde, nuestras decisiones empeoran y aumenta
también nuestra ansiedad[176]. porque es muy probable que, en tal caso, rebasemos el punto de inflexión
a partir del cual el aumento de datos no haga sino empeorar las cosas.
Resulta mucho mejor centrarse, en medio de un aluvión de datos, en un pequeño número de pautas
significativas, ignorando simultáneamente el resto. Nuestro neocórtex incluye un detector de pautas
destinado a simplificar la complejidad ateniéndonos a reglas de decisión manejables. Una capacidad
cognitiva que sigue aumentando a medida que pasan los años es la denominada «inteligencia
cristalizada», es decir, la capacidad de diferenciar lo relevante de lo anodino o, dicho en otras palabras,
la señal del ruido. Esto es lo que algunos llaman también sabiduría.
¿Cuál es nuestra huella positiva?
Yo estoy tan atrapado en esta situación como todo el mundo. Y debo decir que el hecho de centrar
nuestra atención en el impacto que provocamos en nuestro entorno no hace sino estimular los circuitos
asociados a las emociones estresantes y generar culpa y depresión. No olvidemos que las emociones
dirigen nuestra atención y que solemos apartar la atención de aquello que nos resulta desagradable.
Yo creía que el conocimiento del impacto negativo de las cosas que compramos y fabricamos (es
decir, el conocimiento de nuestra huella ecológica negativa) pondría en marcha, a través del voto que
suponen nuestras compras, un movimiento que inclinaría el mercado hacia alternativas más
adecuadas[177]. Pero, aunque siga pensando que esa es una buena idea, he acabado dándome cuenta de
que soslayé la importante verdad psicológica de que centrarnos en lo negativo desemboca en el
desaliento y la falta de compromiso. Y es que, en el momento en que se ponen en marcha los centros
neuronales que se ocupan del estrés, nuestro centro de interés pasa a ser el estrés mismo y el modo de
aliviarlo.
Pero, por más que entonces anhelemos desconectar, lo que realmente necesitamos es una visión más
positiva. Recomiendo al lector que visite Handprinter.org, una web que nos invita a tomar la iniciativa
en el ámbito de las mejoras medioambientales. Handprinter nos proporciona una imagen gráfica de los
resultados del análisis del ciclo vital que nos ayuda a evaluar el impacto de nuestros hábitos (como
cocinar, viajar, calentarnos y refrescarnos) y determinar la línea de partida de nuestra huella de carbono.
Pero ese no es más que el comienzo porque, agrupando todas las cosas positivas que, en este
sentido, llevamos a cabo (como utilizar energías renovables, ir al trabajo en bicicleta o bajar algún grado
el termostato, por ejemplo), Handprinter nos proporciona una estimación bastante objetiva del impacto
positivo provocado por nuestra huella ecológica. La idea consiste en seguir introduciendo mejoras hasta
que nuestra huella positiva sea mayor que nuestra huella negativa, momento en el cual nuestro impacto
sobre el planeta empieza a ser beneficioso.
Y, si puede hacer que otras personas sigan su ejemplo y adopten cambios parecidos, la huella
positiva aumentará considerablemente. Handprinter está presente en las redes sociales y cuenta con una
aplicación para Facebook. De este modo, familias, tiendas, equipos, clubes y hasta empresas y pueblos
pueden contribuir juntos a aumentar su huella positiva.
Y lo mismo podríamos decir también con respecto al ámbito escolar, un escenario que Gregory
Norris, que puso en marcha Handprinter, considera especialmente prometedor. Norris es un ecologista
industrial que estudió con John Sterman en el MIT, donde aprendió el análisis del ciclo vital. En la
actualidad, Norris trabaja en una escuela primaria en York (Maine), para ayudarles a aumentar el
impacto de su huella ecológica positiva.
Norris consiguió que el responsable de sostenibilidad de Owens-Corning, el gran fabricante de
productos de vidrio, le donase 300 fundas de fibra de vidrio para cubrir los calentadores de agua de la
escuela. Esas fundas pueden reducir significativamente, en el Estado de Maine, las emisiones de
carbono y ahorrar a cada hogar unos 70 dólares al año en la factura de la luz[178]. Los hogares que
utilizaron esas fundas compartieron parte de su ahorro energético con la escuela, que, de ese modo,
pudo llevar a cabo algunas mejoras y aprovechar el superávit para comprar más fundas y donarlas a
otras dos escuelas[179].
Y esas dos escuelas repetirán, a su vez, el proceso, proporcionando fundas para calentadores de agua
a otras dos escuelas en una progresión continua que puede desencadenar un efecto dominó que,
empezando en una determinada región, acabe yendo más allá de las fronteras del Estado.
Los créditos así obtenidos por cada escuela participante en la reducción de la huella ecológica
durante la primera ronda fueron, para una vida esperada de la funda de unos 10 años, de cerca de 130
toneladas de CO2. Pero Handprinter ha seguido concediendo créditos a todas las escuelas que han
entrado a formar parte de la cadena (que, al cabo de solo seis rondas, son 128), con una reducción
equivalente de emisiones de CO2 de unas 16 000 toneladas. Esto supondría, dada una duración
aproximada de cada «ronda» de unos tres meses, una reducción de 60 000 toneladas de emisiones al
comienzo del tercer año y de un millón durante el cuarto.
«El valor inicial del análisis del ciclo vital de la funda empieza, teniendo en cuenta la cadena de
suministros y su vida útil, siendo negativo —afirma Norris—. Al considerar, sin embargo, el impacto
que, a la larga, tiene su uso en la emisión de gases de efecto invernadero, ese efecto resulta cada vez
más positivo, porque los hogares consumen menos energía procedente de plantas eléctricas que queman
carbón y más de las que no utilizan tanto combustible fósil[180]».
Handprinter nos ayuda a dejar en segundo plano la huella negativa y colocar, al mismo tiempo, en
primer plano, la huella positiva. Cuando lo que nos motiva son las emociones positivas, lo que hacemos
nos parece más importante y el impulso a actuar más duradero. Todo permanece, entonces, más tiempo
en nuestra atención. Es cierto que el miedo puede llamar fácilmente nuestra atención, pero cuando
hacemos algo y nos sentimos un poco mejor, creemos que ya está todo hecho.
«Poca gente prestaba atención, hace 20 años, al efecto de su actividad en las emisiones de carbono
—observa Elke Weber, de Columbia—, pero tampoco había, por aquel entonces, modo alguno de
medirlo. Hoy en día, la huella negativa nos proporciona un indicio de lo que hacemos y facilita, al
establecer el lugar en el que, en ese sentido, nos hallamos, nuestro proceso de toma de decisiones. Y
esto nos ayuda a prestar más atención a lo que medimos y a asumir objetivos que se encuentren a
nuestro alcance.
»La huella negativa es, como su nombre indica, un valor negativo y las emociones negativas son
poco motivadoras. Podemos llamar la atención de las mujeres para que se sometan periódicamente a un
examen de mama asustándolas con lo que, en caso de que no lo hicieran, podría ocurrirles. Es cierto que
esa táctica permite captar la atención, pero como el miedo es una emoción negativa, tiene un valor
motivador limitado, ya que las personas solo llevan a cabo las acciones mínimas necesarias para
cambiar ese estado de ánimo por otro más positivo y acaban ignorándolo.
»Para que se produzca un cambio a largo plazo —precisa Weber—, necesitamos una acción
sostenida, un mensaje positivo que nos diga cuáles son las mejores acciones que hay que emprender. Y
con este tipo de medición podemos ver el bien que estamos haciendo y sentirnos, en la medida en que
perseveramos en ello, cada vez mejor. Por ello la huella positiva resulta tan interesante».
La alfabetización sistémica
Raid on Bungeling Bay era un antiguo videojuego en el que el jugador, situado en un helicóptero, debía
atacar las instalaciones militares de su enemigo y bombardear sus fábricas, carreteras, muelles, tanques,
aviones y barcos.
Pero si, en algún momento, el jugador se daba cuenta de la posibilidad de atacar la cadena de
abastecimiento del enemigo, podía asumir una estrategia más incisiva bombardeando sus barcos de
suministro.
«La mayoría, sin embargo, se limitaban a bombardear todo lo que podían», afirma Will Wright, el
diseñador del juego, más conocido como el cerebro que hay detrás de SimCity y de sus universos
sucesivos de simulaciones para múltiples jugadores[181]. Una de las primeras inspiraciones que llevaron
a Wright a diseñar esos mundos virtuales fue el trabajo, en el MIT, de Jay Forrester (mentor de John
Sterman y fundador de la moderna teoría sistémica) que, durante la década de los cincuenta, fue uno de
los pioneros en el intento de simular con un ordenador un sistema vivo.
Y, si bien existen dudas razonables sobre el impacto social que estos juegos tienen en los niños, uno
de sus beneficios menos reconocidos consiste en desarrollar la capacidad de descubrir las reglas básicas
de una realidad desconocida. Son juegos que enseñan a los niños a experimentar con sistemas
complejos. Ganar exige, en opinión de Wright, un conocimiento intuitivo de los algoritmos integrados
en el juego y aprender a navegar a través de ellos[182].
«En las escuelas se debería enseñar a pensar en términos de ensayo y error, fundamento mental de la
llamada ingeniería inversa, el tipo de pensamiento que utiliza, precisamente, el niño en los videojuegos.
Así es como los juegos nos enseñan —concluye Wright— a enfrentarnos a un mundo cada vez más
complejo».
«Los niños son, por naturaleza, pensadores sistémicos —afirma Peter Senge, que se dedica a
enseñar esta disciplina en el entorno escolar—. Si le pides a 3 niños de 6 años que traten de explicar por
qué hay tantas peleas en el patio de recreo, no tardarán en decirte, a su modo, que están atrapados en un
bucle en el que se sienten heridos por los insultos, lo que provoca, a su vez, una escalada de insultos y
sentimientos heridos, hasta que todo desemboca en una pelea».
¿Por qué no incluir, como la formación en navegación celeste que recibió Mau, la dimensión
sistémica en la educación general que nuestra cultura transmite a nuestros hijos? Este sería un objetivo
al que bien podríamos calificar como alfabetización sistémica.
Gregory Norris forma parte del Center for Health and the Global Environment de la Harvard School
of Public Health [Centro de Salud y Medio Ambiente Global de la Escuela de Salud Pública de
Harvard], donde imparte, desde hace tiempo, un curso sobre el análisis de ciclo vital. Norris y yo
llevamos a cabo un brainstorming sobre el modo de incluir, en los planes de estudio, el conocimiento
sistémico y el análisis del ciclo vital.
Consideremos, por ejemplo, la reducción de la tasa de partículas emitidas a la atmósfera por las
centrales eléctricas que implicaría el uso doméstico de fundas para los calentadores del agua. Existen
dos tipos fundamentales de estas partículas, ambas nocivas para el sistema respiratorio, las diminutas
partículas que se alojan en los recovecos más profundos de los pulmones y otras que, partiendo del
óxido nitroso y el dióxido de azufre, acaban transformándose en partículas que tienen el mismo efecto
perjudicial que aquellas.
Estas partículas constituyen un problema extraordinario de salud pública, especialmente en
aglomeraciones urbanas como Los Ángeles, Beijing, Ciudad de México y Nueva Delhi, donde la
polución suele ser muy elevada. La Organización Mundial de la Salud estima que la contaminación
atmosférica causa 3,2 millones de muertes al año en todo el mundo[183].
A la vista de estos datos, una clase de salud o matemáticas podría dedicarse a calcular, en un día
muy contaminado, los «años de vida potencialmente perdidos» (avpp, un indicador de los años de vida
productiva perdidos por muerte prematura [DALY en inglés]) por el ciudadano, teniendo en cuenta los
días de vida sana perdidos debidos al impacto de las emisiones a la atmósfera. Este valor podría
calcularse incluso en cantidades diminutas de exposición y traducirse luego en términos de la incidencia
de determinadas enfermedades.
Estos sistemas podrían analizarse desde perspectivas muy diferentes. Una clase de biología, por
ejemplo, podría dedicarse al estudio de los mecanismos implicados en la creación del asma, el enfisema
o las enfermedades cardiovasculares debido a las partículas alojadas en los pulmones. La clase de
química, por su parte, podría ocuparse del estudio del proceso de transformación del óxido nitroso y el
dióxido de azufre en esas partículas. Los estudios medioambientales, la educación para la ciudadanía y
la política social podrían centrarse, por último, en las cuestiones relativas al modo en que los sistemas
actuales de energía, transporte y construcción ponen continuamente en peligro la salud pública y lo que
podríamos hacer para reducir esas amenazas.
La inclusión de este tipo de aprendizaje en los planes de estudio establecería un andamiaje
conceptual más explícito del pensamiento sistémico que los alumnos de grados superiores podrían
posteriormente perfeccionar[184].
«Se requiere, para detectar las interacciones sistémicas, una visión panorámica —afirma Richard
Davidson— y, para ello, es necesaria una flexibilidad de la atención que, como el objetivo de una
cámara fotográfica, nos permita abrir y cerrar nuestro foco de atención para poder ver, de ese modo,
tanto los árboles como el bosque».
No estaría de más, a medida que la educación va actualizando sus modelos mentales, incluir, en los
programas escolares, la interpretación de los mapas cognitivos relacionados, por ejemplo, con la
industria ecológica. Ello ampliará el acervo de reglas a las que apelar cuando, siendo adultos, se vean
obligados a tomar decisiones.
Pero también influiría en nuestras decisiones sobre las marcas que, como consumidores, debemos
elegir o descartar. Y ese aprendizaje afectaría también a muchas de las decisiones que debemos tomar en
el entorno laboral, desde dónde conviene invertir hasta los procesos de fabricación, el suministro de
materias primas y las posibles estrategias comerciales. Y esta forma de pensar llevaría a que nuestras
generaciones más jóvenes se interesaran más por la investigación y el desarrollo, en especial por algo
semejante a la biomimética (es decir, la ciencia que busca inspiración en el funcionamiento de la
naturaleza).
La práctica totalidad de las plataformas industriales, de los productos químicos y de los procesos de
fabricación actuales se desarrollaron en un tiempo en el que nadie conocía —ni, en consecuencia, se
preocupaba— el impacto ecológico. Pero, ahora que contamos con el pensamiento sistémico y la lente
que nos proporciona el análisis del ciclo vital, necesitamos reinventarlo todo, lo que también implica
una extraordinaria oportunidad empresarial para el futuro.
En una reunión celebrada a puerta cerrada con una docena de directores de sostenibilidad, me sentí
muy alentado al escucharles enumerar todas las mejoras realizadas por sus empresas, que iban desde
alimentar fábricas con energía solar para ahorrar energía, hasta la compra de materias primas
sostenibles. Pero me sentí igualmente deprimido al escuchar la lamentable conclusión general de que
«eso parece importar muy poco a nuestros clientes».
La iniciativa educativa que acabamos de esbozar contribuiría a resolver, a largo plazo, este
problema. Los jóvenes viven en un mundo de medios de comunicación social, en el que las fuerzas
emergentes de la hiperconexión digital pueden hacer tambalear mentes y mercados. Si un enfoque como
el de Handprinter se tornase viral, podría desencadenar una fuerza económica, hoy ausente, que obligase
a las empresas a cambiar el modo en que abordan su negocio.
Para enfrentarse a un sistema inmenso, la atención necesita expandirse mucho. El horizonte de un
ojo es muy limitado, pero esa limitación se expande cuando son muchos los ojos que miran. Cuanto más
fuerte es una entidad, más información relevante capta, mejor la entiende y más adecuadamente
responde.
Añadamos, pues, la educación sistémica a la larga y creciente lista de lo que, para evitar el colapso
planetario, está haciendo ya gente en todo el mundo. Y, cuantos más seamos, mejor, porque el cambio se
acelerará cuanto más dispersos se hallen los fulcros en los que apliquemos nuestro esfuerzo. Ese es,
precisamente, el argumento esgrimido por Paul Hawken en su libro Blessed Unrest. Después de la falta
de acuerdo (lamentablemente tan habitual en ese tipo de encuentros) de la cumbre sobre el cambio
climático celebrada, en el año 2009, en Copenhague, Hawken dijo: «Es irrelevante, porque no creo que
el cambio pueda venir de ahí».
Según Hawken: «Imaginemos a 50 000 personas en Copenhague intercambiando información,
notas, cartas, contactos e ideas, etcétera, y difundiéndolas luego al volver a sus 192 países de origen,
distribuidos por todo lo largo y ancho del mundo. La energía y el clima son sistemas y sus problemas,
en consecuencia, son sistémicos. Esto significa que todo lo que hacemos puede formar parte de la
curación del sistema y que no existe punto de apoyo arquimediano en el que fracasemos… o, si nos
esforzamos, no podamos tener éxito»[185].
Parte V: La práctica inteligente
15. El mito de las 10 000 horas
La Iditarod es una carrera, tal vez la más dura del mundo, en la que, durante más de una semana,
equipos de perros de trineo compiten para ver quien atraviesa antes unos 1800 kilómetros de hielo
ártico. Por lo general, los perros que tiran del trineo y el musher [el conductor del trineo] corren de día y
descansan de noche, o viceversa.
Pero, en lugar de atenerse a los periodos de 12 horas de carrera y 12 de descanso habituales, Susan
Butcher reinventó la Iditarod corriendo y descansando en tramos de 4 a 6 horas durante todo el día y
toda la noche. La suya fue una innovación no exenta de riesgos, porque contaba con menos tiempo para
dormir, pero Butcher y sus perros habían practicado de ese modo y, desde el primer intento, estaba
convencida de que ese empeño endiablado podía funcionar.
Butcher, que ganó cuatro veces la Iditarod, falleció de leucemia (que también se había cobrado,
durante su infancia, la vida de su hermano) una década después de sus días de competición. En su
honor, el Estado de Alaska declaró el primer día de Iditarod como Día de Susan Butcher.
Butcher, que era veterinaria, también fue una innovadora en el tratamiento amable y cuidadoso de
sus perros haciendo, de su entrenamiento y atención durante todo el año, la norma en lugar de la
excepción. Y también era agudamente consciente de los límites biológicos de sus perros y de su propio
cuerpo. De hecho, una de las principales críticas vertidas sobre la carrera era el tratamiento que, en ella,
se daba a los perros.
Butcher adiestraba a sus perros como el corredor de maratón se entrena para una carrera,
concediendo al descanso la misma importancia que al ejercicio.
«El cuidado de los perros era, para Susan, la prioridad fundamental —me dijo su marido, David
Monson—. Consideraba a sus perros como atletas profesionales y les proporcionaba, en consecuencia,
durante todo el año, el mejor entrenamiento, la comida más selecta y la más esmerada atención
veterinaria».
Y no debemos olvidar su propio entrenamiento. «La gente no puede imaginarse las complejidades
que implica preparar una expedición, que puede durar hasta dos semanas, a través de 1600 kilómetros
por el hielo y la nieve —me dijo Monson—. Uno está a merced de ventiscas y de temperaturas de entre
40 y 60 grados bajo cero. Hay que llevar cajas con herramientas, comida y medicinas para uno y sus
perros y tomar las decisiones estratégicas adecuadas. No es muy distinto a preparar una expedición para
escalar el Everest.
»Entre los diferentes puntos de control, separados entre 140 y 160 kilómetros, por ejemplo, uno
debe dejar reservas de comida y suministros para el siguiente tramo y medio kilo de comida para cada
perro todos los días. Pero si, en el siguiente tramo, se desata una ventisca, debe llevar también refugio y
comida adicional para los perros… lo que añade un peso extra».
Butcher tenía que adoptar ese tipo de decisiones estratégicas —además de permanecer vigilante y
atenta— durmiendo una o dos horas al día. Mientras sus perros disponían del mismo tiempo para
descansar que para correr, ella debía ocuparse, durante los descansos, de atender y alimentar a los perros
y a sí misma y llevar también a cabo las reparaciones necesarias. «Tomar, en situaciones tan agotadoras
y estresantes, la decisión correcta —afirma Monson—, requiere mucho tiempo de cuidadoso
entrenamiento».
Fueron muchas las horas que Butcher dedicó a perfeccionar sus habilidades como musher,
estudiando las características de la nieve y el hielo y relacionándose con sus perros, aunque la parte más
importante de su régimen de entrenamiento fue la autodisciplina.
«Lo que explica su éxito —me dijo Joe Runyan, otro ganador de la Iditarod— era su extraordinaria
concentración».
La «regla de las 10 000 horas» [equivalente a 3 horas de entrenamiento diario durante 10 años] es
un nivel de práctica que se ha llegado a considerar la clave del éxito en cualquier dominio y ha acabado
convirtiéndose en una especie de letanía sagrada que se recita en todos los talleres sobre mejora del
rendimiento y de la que se hacen eco muchas páginas web[186]. El problema es que se trata de una media
verdad.
Si somos, pongamos por caso, malos jugando al golf e incurrimos una y otra vez en los mismos
errores, nuestro juego no mejorará, independientemente de que hayamos superado el listón de las 10
000 horas. Seguiremos, en tal caso, siendo igual de patosos… aunque, eso sí, un poco más viejos.
Anders Ericsson, psicólogo de la Universidad del Estado de Florida que se ha dedicado a investigar
el grado de pericia adquirida tras la aplicación de la regla de las 10 000 horas, me dijo: «De poco sirve
la mera repetición mecánica. Es necesario, para aproximarnos a nuestro objetivo, ajustar una y otra vez
nuestra meta[187].
»Hay que ir adaptándose poco a poco —añade— permitiendo, al comienzo, más errores que, a
medida que nuestros límites se expanden, debemos ir ajustando».
Exceptuando deportes como el baloncesto o el rugby, en los que intervienen rasgos físicos como la
estatura y la corpulencia, sostiene Ericsson, casi cualquiera puede alcanzar las cotas más elevadas del
desempeño.
Los mushers de la Iditarod descartaron, al comienzo, toda posibilidad de que Susan Butcher ganase
la carrera.
«En aquella época —recuerda David Monson—, la Iditarod era considerada una carrera para
hombres tipo cowboy. Solo competían en ella tipos rudos que insistían en que, mimando a sus perros
como lo hacía Susan, jamás podría ganar. Pero, después de ganar varios años consecutivos, la gente se
dio cuenta de que sus perros eran los mejor preparados para enfrentarse a los rigores de la carrera, lo
que ha acabado transformando por completo el modo en que hoy se preparan los participantes».
Ericsson afirma que el secreto de la victoria radica en la «práctica deliberada», en la que un
entrenador experimentado (precisamente lo que Susan Butcher, una veterinaria experta, era para sus
perros) nos dirige, durante meses o años, a través de un entrenamiento bien diseñado al que nos
entregamos plenamente.
Pero no basta, para alcanzar un gran nivel de desempeño, con muchas horas de práctica. Lo que
importa, en cualquier dominio que consideremos, es el modo en que los expertos prestan atención
mientras practican. En su estudio sobre violinistas (que sirvió para establecer, por cierto, el límite de las
10 000 horas), por ejemplo, Ericsson descubrióque los expertos se entrenaban, guiados por un maestro,
conplena concentración, en mejorar un aspecto concreto de su ejecución[188].La cosa no se limita, pues,
a las horas de ejercicio, sino que también son importantes el feedback y la concentración.
Mejorar una habilidad requiere de la participación de un foco descendente. La neuroplasticidad, el
fortalecimiento de los circuitos cerebrales más antiguos y el establecimiento de nuevas conexiones para
ejercitar la habilidad que estemos practicando, requiere atención. Cuando, por el contrario, la práctica
discurre mientras nos ocupamos de otra cosa, nuestro cerebro no reconstruye los circuitos relevantes
para esa rutina concreta.
La ensoñación cotidiana arruina la práctica. Poco mejora el desempeño de quienes pasan, mientras
se ejercitan, de una cosa a otra. La atención plena parece alentar la velocidad de procesamiento mental,
fortalecer las conexiones sinápticas y establecer o expandir redes neuronales ligadas a lo que estamos
ejercitando.
Al menos al comienzo porque, cuando dominamos una nueva rutina, la práctica repetida transfiere
el control de dicha habilidad desde el circuito descendente (característico del foco de atención
deliberado) al ascendente (que lleva a cabo la tarea sin realizar esfuerzo alguno). A partir de ese
momento, ya no necesitamos pensar y podemos responder bastante bien con el piloto automático[189].
En este punto radica, precisamente, la diferencia que existe entre expertos y aficionados. Estos
últimos se sienten satisfechos con permitir que, a partir de un determinado momento, sus esfuerzos se
conviertan en operaciones ascendentes. Al cabo de unas 50 horas aproximadas de entrenamiento (ya sea
esquiando o conduciendo, por ejemplo), las personas logran un nivel de rendimiento «relativamente
aceptable», que les permite realizar los movimientos casi sin esfuerzo. Ya no tienen necesidad entonces
de concentrarse en el ejercicio, sino que se limitan a dejarse llevar. Independientemente, sin embargo,
del tiempo que dediquen a la práctica de esta modalidad ascendente, su mejora será imperceptible.
Los expertos, por su parte, nunca dejan de prestar una atención descendente, contrarrestando
deliberadamente, de ese modo, la tendencia del cerebro a automatizar rutinas. Se concentran
activamente en los movimientos que todavía deben perfeccionar, corrigiendo lo que no funciona y
ajustando, en consecuencia, sus modelos mentales. El secreto de la práctica inteligente se resume en
concentrarse en los detalles de los comentarios que proporciona un entrenador experimentado. Quienes
se hallan en la cúspide jamás dejan de aprender. Y si, en algún momento, tiran la toalla y abandonan la
modalidad de entrenamiento inteligente, su rendimiento empieza a moverse por vías ascendentes y sus
habilidades se estancan.
«El experto —afirma Ericsson— contrarresta activamente la tendencia a la automaticidad
elaborando y seleccionando de forma deliberada un entrenamiento cuyo objetivo exceda su nivel actual
de desempeño. Cuanto más tiempo dediquen los expertos —añade— a la práctica deliberada con plena
concentración, más desarrollada y perfecta será su ejecución[190]».
Susan Butcher se entrenaba a sí misma y a sus perros para funcionar como una unidad de elevado
rendimiento. En lugar de arriesgarse a que, después de haber competido al máximo, sus perros bajasen
el ritmo, se sometía a sí misma y a sus perros, durante todo el año, a ciclos que alternaban 24 horas de
carrera con periodos de descanso y luego paraban un par de días. No es de extrañar que, cuando llegaba
el día de la Iditarod, se hallara en tan buenas condiciones.
Pero la atención concentrada, como los músculos en tensión, acaba fatigándose. Quizás por eso
Ericsson constató que los competidores de talla mundial —independientemente de que se trate de
levantadores de pesas, pianistas o perros de un equipo de trineo— suelen limitar la práctica más
exigente a unas 4 horas diarias. Y es que, para ellos, el descanso y la recuperación física y mental
forman parte integral de su régimen de entrenamiento. Aunque traten de llevarse a sí mismos y a sus
cuerpos hasta el límite, no los fuerzan tanto como para que, durante la sesión, su foco de atención se
disperse. La práctica óptima requiere de una concentración óptima.
Los chunks de la atención
Cuando, en sus giras mundiales, el Dalái Lama se dirige a grandes audiencias, lo hace a menudo
acompañado de Thupten Jinpa, su principal traductor al inglés. Jinpa escucha con atención absorta el
parlamento en tibetano de Su Santidad, tomando ocasionalmente alguna nota. Luego, cuando se produce
una pausa, Jinpa repite en inglés, con su elegante acento de Oxbridge, lo que Su Santidad acaba de
decir[191].
En las ocasiones en que, con la ayuda de un traductor como Jinpa, he impartido alguna conferencia
en el extranjero, siempre me han pedido que, para que el traductor pudiese repetir mis palabras en el
idioma local, hiciese una pausa cada pocas frases porque, de otro modo, tendría demasiado que recordar.
Pero las veces en que he visto actuar, ante una audiencia de miles de personas, a este curioso dúo, el
Dalái Lama parecía pronunciar fragmentos cada vez más largos, antes de efectuar una pausa para que
Jinpa los tradujese al inglés. Recuerdo una ocasión en la que estuvo hablando, antes de detenerse, un
cuarto de hora al menos, un periodo demasiado largo hasta para el más avezado de los traductores.
Cuando el Dalái Lama concluyó, Jinpa guardó silencio unos instantes, mientras la audiencia se veía
palpablemente consternada ante el reto memorístico que estaba a punto de presenciar.
Entonces Jinpa empezó su traducción y siguió hablando ininterrumpidamente, sin titubear, durante
15 largos minutos. Todo el mundo, después de tal hazaña, se quedó tan boquiabierto que rompió a
aplaudir espontáneamente.
¿Cuál es el secreto de esa habilidad? Cuando se lo pregunté, Jinpa atribuyó su prodigiosa memoria
al entrenamiento al que, siendo un joven monje, se había visto sometido en un monasterio tibetano del
sur de la India, cuyo programa incluía aprender de memoria largos textos. «Empezamos cuando apenas
tenemos 8 o 9 años —me dijo—. Estudiamos textos en tibetano clásico, que todavía no entendemos, y
memorizamos los sonidos, algo que supongo que debe asemejarse, en el caso de un monje católico, a
aprender de memoria un texto en latín. Parte de los textos son cánticos litúrgicos que los monjes recitan
completamente de memoria».
Algunos de los textos que los jóvenes monjes memorizan tienen hasta 30 páginas, así como
centenares de páginas de comentarios. «Comenzábamos con 20 líneas que aprendíamos de memoria por
la mañana y luego las repetíamos varias veces a lo largo del día con el respaldo del texto y, llegada la
noche, las repetíamos de nuevo, esta vez sin apoyo alguno, en medio de la oscuridad. Al día siguiente,
agregábamos otras 20 líneas, que recitábamos, junto a las 20 anteriores, y así hasta que conseguíamos
memorizar el texto entero».
El especialista en entrenamiento inteligente Anders Ericsson enseñó una habilidad parecida a
estudiantes universitarios norteamericanos que, a base de perseverancia, aprendieron a memorizar
correctamente hasta 102 dígitos aleatorios (un nivel que les requirió 400 horas de práctica concentrada).
En opinión de Ericsson, una atención afinada permite a los estudiantes encontrar caminos más elegantes
hacia el rendimiento, ya sea ante el teclado o en el laberinto de la mente.
«Esta aplicación de la atención —me confesó Jinpa— requiere, por más aburrida que resulte,
paciencia y tenacidad».
La memorización inteligente parece expandir la capacidad de la memoria operativa a corto plazo,
que nos permite almacenar, durante breves instantes, aquello a lo que estamos prestando atención, hasta
que acabamos transfiriéndolo a la memoria a largo plazo. Pero ese incremento tiene un carácter
funcional y no supone una expansión real, en cada momento, de los límites de nuestra atención. El
secreto consiste en fraccionar la información [es decir, dividirla en chunks], una forma de práctica
inteligente.
«Cuando Su Santidad habla —me dijo Jinpa— sé, en esencia, el meollo de lo que está diciendo y la
mayoría de las veces conozco también el texto concreto al que se refiere. Asimismo tomo breves notas
de los puntos clave, que luego rara vez consulto». Esas anotaciones constituyen una forma de
fragmentación.
Como Herbert Simon, el fallecido premio Nobel y profesor de Informática en la Universidad
Carnegie-Mellon me dijo, hace ya algunos años: «Cada experto ha adquirido, de algún modo, esta
capacidad de memoria» dentro de su especialidad. «La memoria es como un índice y los expertos son
aquellos capaces de gestionar unos 50 000 fragmentos de unidades de información que, en el caso de los
médicos, por ejemplo, suelen ser síntomas[192]».
En el gimnasio de la mente
Pensemos en la atención como un músculo mental que se fortalece a medida que se ejercita. Los
ejercicios de memorización desarrollan ese músculo y también lo hace la concentración. Advertir el
momento en que nuestra mente empieza a divagar y llevarla una y otra vez hacia nuestro objetivo
constituye el equivalente mental al levantamiento repetido de pesas.
Esa es la esencia de la concentración en un punto alentada por la meditación que, contemplada a
través de la lente de la neurociencia cognitiva, siempre implica un adiestramiento de la atención. De ese
modo, recibimos la instrucción de centrar nuestra mente en un objeto, como un mantra o la respiración.
Pero, si lo intentamos un rato, es inevitable que nuestra mente se distraiga.
La enseñanza universal de la meditación insiste en que, cuando nuestra mente divague —y nos
demos cuenta de ello—, la llevemos de vuelta a su punto focal y la mantengamos ahí. Y, cuando vuelva
a distraerse, volvamos a hacer lo mismo. Y así una y otra vez.
Los neurocientíficos de la Universidad Emory utilizaron un fMRI [imagen de resonancia magnética
funcional] para observar lo que sucede en el cerebro de los meditadores cuando llevan a cabo este
simple movimiento mental[193]. Cuatro son los pasos que implica este ciclo cognitivo: la mente se
distrae, nos damos cuenta de que se ha distraído, llevamos nuevamente la atención a la respiración, y la
mantenemos ahí.
Durante la fase de distracción, el cerebro activa los circuitos mediales habituales, pero en el
momento en que nos damos cuenta de que nuestra mente se ha distraído, es otra la red de atención que
se activa (destinada, en este caso, a captar los rasgos prominentes), y, cuando dirigimos nuestra atención
hacia la respiración y la mantenemos ahí, se activan los circuitos prefrontales que están a cargo del
control cognitivo.
Como sucede con cualquier otro entrenamiento, el fortalecimiento del músculo de la atención
depende de su ejercicio. Y, según constata en un estudio, la persona que ha dedicado muchas horas a la
meditación tarda menos, cuando reconoce la distracción mental, en desactivar la franja medial. Y el
ejercicio también, del mismo modo, torna menos «pegajosos» sus pensamientos, con lo cual le resulta
más sencillo dejarlos a un lado y volver a la respiración. En tal caso, existe una mayor conectividad
neuronal entre la región responsable de la divagación mental y la que se ocupa de desconectar la
atención[194]. Ese aumento de conectividad en los meditadores experimentados los convierte, en opinión
de ese estudio, en el equivalente mental de los levantadores de pesas de competición con pectorales
perfectamente esculpidos.
Pero los especialistas en musculación saben bien que no basta, para conseguir un vientre «tableta de
chocolate» con el levantamiento de pesas, sino que es necesario también llevar a cabo una serie concreta
de ejercicios que activen los músculos relevantes. Y, del mismo modo que el desarrollo de un
determinado grupo muscular requiere formas especiales de entrenamiento, lo mismo sucede con el
entrenamiento de la atención. Y aunque la concentración en un punto constituya el ingrediente básico de
toda forma de atención, se trata de una capacidad que puede ser aplicada de muchas formas.
Los detalles son, a fin de cuentas, los que marcan la diferencia, tanto en el gimnasio físico, en el que
ejercitamos nuestro cuerpo, como en el gimnasio mental, en el que ejercitamos nuestra mente.
Subrayar lo positivo
Larry David, creador de series televisivas de gran éxito como Seinfeld y Curb your Enthusiasm, es
originario de Brooklyn, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Los Ángeles. En una de sus escasas
estancias en Manhattan para rodar algunos episodios de Curb —en los que él mismo actúa—, David
acudió a ver un partido de béisbol en el Yanquee Stadium.
Cuando, durante una de las pausas del juego, las cámaras proyectaron su imagen en las gigantescas
pantallas Jumbotron, todos los fans del estadio se pusieron en pie para aplaudirle.
Pero cuando, esa misma noche, estaba en el aparcamiento dispuesto a irse, alguien, desde un coche
en marcha, le gritó: «¡Larry, eres un imbécil!».
Larry David no pudo dejar de pensar, durante todo el camino de vuelta a casa, en ese encuentro:
«¿Quién sería esa persona? ¿Qué era lo que había ocurrido? ¿Por qué alguien le decía algo así?».
Fue como si el recuerdo de los 50 000 enfervorecidos admiradores se hubiese esfumado y solo
quedase, en el escenario de su mente, ese recuerdo de ese incidente[195].
La negatividad circunscribe nuestra atención a un rango muy limitado, aquello que nos perturba[196].
Una regla general de la terapia cognitiva afirma que la mejor receta para la depresión consiste en centrar
la atención en los aspectos negativos de la experiencia. El abordaje cognitivo hubiera consistido en
alentarle a evocar mentalmente los sentimientos positivos que había experimentado al ver el
multitudinario reconocimiento de que había sido objeto y se mantuviese concentrado en ellos.
Las emociones positivas abren el foco de nuestra atención, permitiéndonos captarlo todo. Es cierto
que cuando contemplamos las cosas con una actitud positiva, nuestra percepción cambia. Como afirma
la psicóloga Barbara Frederickson, que se ha dedicado a estudiar los sentimientos positivos y sus
efectos, cuando nos sentimos bien nuestra conciencia se expande desde nuestro foco egocéntrico
habitual, centrado en el «mí», hasta un foco más inclusivo y cordial, centrado en el «nosotros»[197].
Un apoyo para determinar el funcionamiento de nuestro cerebro consiste en ver si centramos nuestra
atención en lo negativo o en lo positivo. Richard Davidson ha constatado que, cuando nos hallamos en
un estado de ánimo optimista y energético, se activa el área prefrontal izquierda del cerebro. Esta región
también alberga el sistema de circuitos que nos recuerda lo bien que nos sentiremos cuando por fin
alcancemos una meta largamente anhelada, lo que explica, por ejemplo, los denodados esfuerzos que
realiza un estudiante de postgrado para llevar a buen puerto una exposición que le intimida.
La visión positiva determina, a nivel neuronal, el tiempo que podremos seguir sosteniendo esta
perspectiva. Una forma práctica de medir esta variable consiste en valorar, por ejemplo, el tiempo que la
persona sigue sonriendo después de ver a alguien ayudando a una persona con problemas, o después de
ver la emoción de un bebé dando sus primeros pasos.
La visión optimista se pone de manifiesto cuando nuestra actitud de mudarse a una nueva ciudad o
conocer gente nueva muestra que no tiene por qué ser algo terrible, sino una aventura que nos abre
posibilidades muy interesantes, como conocer lugares exóticos y descubrir a nuevos amigos. Es mucho
el tiempo que dura el estado de ánimo positivo que acompaña a una situación positiva sorprendente
como, por ejemplo, una conversación amable.
Como cabría esperar, quienes contemplan la vida desde esta óptica no centran su atención en las
nubes, sino en el rayo de luz que se abre paso entre ellas. Lo contrario, es decir, el cinismo, no hace sino
alentar el pesimismo. Porque no se trata, en este caso, de que uno se fije en las nubes, sino en la
convicción de que, detrás de ellas, acecha un nubarrón todavía más oscuro. Todo depende, dicho en
otras palabras, de si centramos nuestra atención en el espectador maleducado o en los 50 000 que
aplaudieron entusiasmados.
La positividad refleja, en parte, la actividad de los circuitos cerebrales de recompensa. Cuando
somos felices, se activa el núcleo accumbens, una región del núcleo estriado ventral, ubicado en el
cerebro medio. Este sistema parece esencial para la motivación y para tener la sensación de que lo que
estamos haciendo es gratificante. Estos circuitos, ricos en dopamina, movilizan los sentimientos
positivos para esforzarnos en el logro de nuestros objetivos y nuestros deseos.
Esto se combina con los opiáceos endógenos cerebrales, entre los que destacan las endorfinas, (los
neurotransmisores responsables del llamado «subidón del corredor», que nos permite seguir corriendo
pese a estar exhaustos). Si la dopamina aumenta la motivación y alienta la perseverancia, los opiáceos le
agregan una sensación placentera.
Estos circuitos permanecen activos mientras nos hallamos en un estado de ánimo positivo. En un
revelador estudio que comparaba a personas deprimidas con voluntarios sanos, Davidson descubrió que,
después de presenciar una escena feliz, los individuos deprimidos eran incapaces de mantener mucho
tiempo los sentimientos positivos resultantes, porque sus circuitos de recompensa no tardaban en
desconectarse[198]. Nuestra área ejecutiva puede movilizar esos circuitos y facilitar, en consecuencia, el
mantenimiento de los sentimientos positivos pese a los contratiempos, y perseverar en el intento,
haciéndonos sonreír al imaginar lo que supondría el logro de esa meta. Y la positividad reporta, a su
vez, grandes beneficios desde el punto de vista del rendimiento, proporcionándonos la energía necesaria
para poder centrarnos, pensar con más flexibilidad, perseverar y conectar mejor con las personas que
nos rodean.
Formulémonos ahora la siguiente pregunta: «¿Qué estaremos haciendo, si todo va bien, dentro de 10
años?».
Esa pregunta nos invita a soñar un poco, a ver las cosas que realmente nos importan y cómo eso
podría dirigir nuestra vida.
«Hablar de sueños y metas positivas estimula centros cerebrales que nos abren a nuevas
posibilidades. Pero si la conversación cambia a lo que deberíamos corregir en nosotros, esos centros se
desactivan», sostiene Richard Boyatzis, psicólogo en la Facultad Weatherhead de Administración de la
Case Western Reserve (y compañero y amigo desde que nos conocimos en la universidad).
La investigación dirigida por Boyatzis se ha centrado en los efectos contrapuestos del coaching.
Para ello, él y sus colegas escanearon el cerebro de un grupo de estudiantes universitarios a los que
entrevistaron[199]. Esa entrevista se centraba, en algunos casos, en aspectos positivos, como la pregunta
sobre lo que les gustaría estar haciendo dentro de 10 años y lo que esperaban obtener de su paso por la
universidad. Los electroencefalogramas revelaron una activación, durante las entrevistas centradas en lo
positivo, de los circuitos que se ocupan de la recompensa y de las áreas cerebrales responsables de los
sentimientos positivos y los recuerdos felices. Esa es la impronta neuronal de la apertura que
experimentamos cuando nos sentimos inspirados por una visión.
El foco de atención de la entrevista, en otros casos, era más negativo y se centraba en los horarios,
las tareas, los problemas a la hora de hacer amigos y los temores relativos al rendimiento. Cuando los
alumnos tratan de responder a preguntas más negativas, las áreas cerebrales activadas generan ansiedad,
tristeza y conflicto mental.
Centrarnos en nuestras fortalezas —argumenta Boyatzis— nos alienta a avanzar en pos del futuro
anhelado, al tiempo que moviliza la apertura a nuevas ideas, personas y planes, mientras que hacerlo,
por el contrario, en nuestras debilidades, moviliza un sentimiento defensivo de obligación y culpa, que
acaba encerrándonos en nosotros mismos.
La visión positiva alienta el placer en la práctica y el aprendizaje, razón por la cual los atletas y
actores más sobresalientes siguen disfrutando del ejercicio de su disciplina. «Necesitamos, para
sobrevivir, del foco negativo, pero para esforzarnos, también necesitamos una visión positiva —
concluye Boyatzis—. Ambas perspectivas son necesarias, aunque en la proporción adecuada».
A la luz, sin embargo, de lo que sabemos sobre el «efecto Losada» —así llamado después de la
investigación que, respecto a las emociones de los equipos comerciales de alto rendimiento, realizó el
psicólogo organizacional Marcial Losada—, esta ratio debería potenciar más lo positivo que lo
negativo. Analizando centenares de esos equipos, Losada llegó a la conclusión de que los más eficaces
mostraban una ratio positiva/negativa de no menos de 2,9 sentimientos agradables por cada sentimiento
desagradable (y también existe, según parece, un límite superior a la positividad ya que, por encima de
una ratio de cerca de 11/1, los equipos parecen tornarse demasiado inestables para seguir siendo
eficaces)[200]. Y, según una investigación dirigida por Barbara Frederickson, psicóloga de la
Universidad de Carolina del Norte (y colaboradora en la investigación realizada por Losada), esas
mismas proporciones resultan también aplicables a las personas que logran el éxito en cualquier faceta
de la vida[201].
Boyatzis sostiene que, independientemente de que se trate de un maestro, un padre, un jefe o un
ejecutivo, este mismo sesgo hacia la positividad se aplica a cualquier tipo de coaching.
Una conversación que parta de los sueños y expectativas de la persona puede conducir a un
«camino» de aprendizaje que desemboque en esa visión. Esa conversación podría resumir algunos
objetivos concretos de la visión general y considerar luego las implicaciones del logro de dichas metas y
las capacidades que, para alcanzarlas, necesitamos desarrollar.
Esto contrasta con el enfoque más habitual centrado en las debilidades —ya sea en las malas notas o
en el fracaso en el logro de los objetivos trimestrales— y en lo que tenemos que hacer para fortalecerlas.
Esta conversación se centra en lo que funciona mal en nosotros, es decir, en nuestros errores y lo que
tenemos que hacer para «remediarlos», así como en los sentimientos de culpabilidad, miedo y similares
que suscitan. Una de las peores versiones de este abordaje son los padres que, con la intención de que
obtenga mejores calificaciones, castigan a su hijo, porque la ansiedad generada por el temor al castigo
bloquea la corteza prefrontal del niño, obstaculizando su concentración y dificultando, en consecuencia,
el aprendizaje.
En los cursos que imparte en la Universidad Case Western Reserve para estudiantes y directivos de
nivel intermedio, Boyatzis lleva mucho tiempo partiendo del coaching de los sueños iniciales. Pero no
basta, a decir verdad, con el trabajo con los sueños, sino que también se requiere, cada vez que se
presente una oportunidad, el ejercicio de la nueva conducta. Y ello podría implicar, en un día cualquiera,
una buena decena de ocasiones para ejercitar la rutina que, para el logro de nuestros sueños, tratamos de
dominar y cuya práctica va acumulándose.
Uno de sus alumnos, por ejemplo, estudiante de un máster ejecutivo, quería aprender a establecer
mejores relaciones. «Había estudiado ingeniería —me contó Boyatzis—. Bastaba con que le dieras una
tarea para que se sumergiera en ella, pero desentendiéndose de las personas que se esforzaban en
llevarla a cabo».
Su programa de aprendizaje consistió en «dedicar un tiempo a pensar cómo se sienten los demás».
Al fin de contar con ocasiones de bajo riesgo para practicar regularmente esa habilidad lejos de su
entorno laboral y de los hábitos que ahí desarrollaba, se ofreció como voluntario para entrenar al equipo
de fútbol de su hijo tratando de conectar, mientras lo hacía, con los sentimientos de los jugadores.
Otro ejecutivo recibió clases especiales destinadas al mismo proceso de aprendizaje, presentándose
como voluntario para trabajar como profesor en el instituto de un barrio deprimido. «Aprovechó esa
oportunidad —afirma Boyatzis— para aprender a conectar con los demás y ser más “amable”», un
hábito nuevo que luego transfirió a su puesto de trabajo. Tan gratificante le resultó ese ejercicio que
siguió con él varios cursos más.
Para obtener datos al respecto, Boyatzis lleva a cabo evaluaciones sistemáticas de quienes participan
en sus cursos pidiendo, a compañeros de trabajo y otras personas que los conocen bien, que valoren
anónimamente el nivel de productividad que, en su opinión, exhiben los participantes en una decena
aproximada de las competencias de inteligencia características de las personas de elevado rendimiento
(como, por ejemplo, «tratar de entender a los demás escuchándolos atentamente»). Años más tarde,
vuelve a someterlos a una evaluación por parte de quienes trabajan con ellos.
«Veintiséis estudios longitudinales que rastrean, ahí donde se encuentren, el rendimiento de los
participantes —concluyó, en este sentido, Boyatzis—, corroboran, hasta el momento, la estabilidad,
siete años después, de los progresos logrados».
Independientemente de que se trate de desarrollar una habilidad deportiva o musical, de fortalecer
nuestra memoria o de escuchar a los demás, las claves de la práctica inteligente son siempre las mismas,
una combinación agradable, en términos ideales, de alegría, estrategia inteligente y concentración.
Ya hemos explorado las tres variedades diferentes del foco de atención y el modo de alentarlas. La
práctica inteligente se dirige al más fundamental de los niveles, el cultivo de los componentes básicos
de la atención sobre los que se asienta este triple foco.
16. El cerebro de los videojuegos
El campeón mundial Daniel Cates inició su disciplinada rutina de entrenamiento a los 6 años. Fue
después de descubrir su afinidad natural con el videojuego Command & Conquer que, por aquel
entonces, iba incluido gratuitamente como regalo en el paquete de instalación del software de Microsoft
Windows. A partir de ese momento, Cates dejó de jugar con otros niños y empezó a pasar el tiempo ante
el ordenador del sótano de la casa en que vivía[202].
En el instituto en que estudiaba matemáticas y ciencias, Cates siempre se las ingeniaba para faltar a
clase y quedarse en la sala de ordenadores jugando al Buscaminas, un juego que consiste en localizar
minas ocultas bajo una cuadrícula opaca y señalarlas con una bandera, sin exponerse a ellas ni provocar
su explosión. Y si bien, al comienzo, su rendimiento era más bien pobre, interminables horas de práctica
le permitieron descubrir todas las minas en un minuto y medio, una hazaña que, cuando comenzó, le
parecía imposible (y totalmente inconcebible para mí… y muy probablemente también lejos del alcance
de cualquiera que lo intente).
A los 16 años, Cates descubrió su auténtica vocación, el póquer en línea. En solo 18 meses, pasó de
perder 5 dólares jugando al póquer en directo a ganar hasta 500 000 dólares (poco tiempo antes de que,
en los Estados Unidos al menos, apareciesen leyes prohibiéndolo). Y, cuando cumplió 20 años, Cates
había ganado, con el póquer, 5,5 millones de dólares, un millón más que los que ese mismo año obtuvo
el segundo mejor jugador[203].
Cates obtuvo esa considerable suma «machacando» a sus contrincantes, sin limitarse a jugar una
partida tras otra, sino jugando simultáneamente varias partidas con todo tipo de adversarios, desde los
novatos hasta los más expertos. Hay que decir que el póquer en línea te permite jugar contra todos los
adversarios que puedas manejar al mismo tiempo y recibir un informe instantáneo de tus ganancias y
pérdidas y determinar rápidamente tu curva de aprendizaje. De este modo, un adolescente capaz de
jugar al mismo tiempo una decena de partidas acumula, en pocos años, tanta práctica sobre las
características del juego como el jugador de 50 años que se haya pasado media vida jugando en las
mesas de Las Vegas.
Es muy probable que la destreza de Cates para el póquer se haya erigido en el andamiaje cognitivo
proporcionado por su paso por el juego Command & Control. Ese juego de guerra requiere de un rápido
procesamiento cognitivo de factores tales como el despliegue de las propias tropas sin que el adversario
lo advierta, detectar las señales que indican que el enemigo empieza a debilitarse y atacarlo entonces
despiadadamente. Poco antes de pasar al póquer, Cates fue campeón mundial de Command & Control y
las habilidades desarrolladas en este juego acabaron transfiriéndose al póquer.
Cuando, ya en su veintena, tomó consciencia de lo estéril de su vida social y de su inexistente vida
amorosa, Cates emprendió la búsqueda de un estilo de vida que le permitiese disfrutar de su dinero. ¿Y
qué era lo que eso implicaba?
Según sus propias palabras: «Chicas y ejercicio».
De poco sirve, sin embargo, a un soltero que busca pareja en un bar nocturno, ser una estrella
mundialmente conocida en línea. Las habilidades desarrolladas por los videojuegos, como la
agresividad despiadada al menor indicio de debilidad del adversario, se transfieren muy pobremente al
mundo de las citas.
Lo último que he oído de él es que Cates estaba leyendo mi libro Inteligencia social. Le deseo lo
mejor. Ese libro explica que el tipo de interacciones que se llevan a cabo durante el póquer en línea no
proporcionan el feedback de aprendizaje esencial necesario para los circuitos interpersonales del cerebro
que nos ayudan a conectar y causar, en un primer encuentro, una buena impresión.
Como bien dijo, durante la década de los cuarenta, el psicólogo Donald Hebb: «Las neuronas que se
activan juntas acaban conectándose». El cerebro es plástico y continuamente va remodelando, a lo largo
de nuestra vida, sus circuitos. Con independencia de lo que hagamos, nuestro cerebro siempre está
fortaleciendo, cuando hacemos algo, unos circuitos en detrimento de otros.
Son muchas las señales que, durante una relación interpersonal cara a cara, registran nuestros
circuitos sociales, ayudándonos a establecer una buena conexión y vinculando las neuronas implicadas.
Pero, por más horas que pasemos en línea, sin embargo, nuestro cerebro social apenas si recibe
información, con lo que los circuitos implicados acaban marchitándose.
¿Estímulos para aumentar el poder del cerebro o para dañar la mente?
«La mayor parte de nuestra socialización se produce a través de aparatos —afirma Marc Smith, uno de
los fundadores de la Social Media Research Foundation—, lo que no solo nos abre a muchas
posibilidades, sino que también nos genera grandes problemas[204]». Y, por más que la expresión «la
mayor parte» parezca exagerada, el debate de si se trata de una oportunidad o un riesgo sigue, no
obstante, abierto.
Mientras una corriente afirma que los videojuegos dañan la mente, otra sostiene, por el contrario,
que fortalecen nuestras capacidades mentales. ¿Tienen razón quienes creen que ese tipo de juegos
constituyen una forma siniestra de aprendizaje de la agresividad? ¿Acaso entrenan, como afirman unos,
habilidades atencionales vitales? ¿O quizás alientan, como creen otros, ambas posibilidades?
Para tratar de dilucidar este punto y aclarar sus ventajas e inconvenientes, la prestigiosa revista
Nature convocó a media docena de expertos[205]. La conclusión a la que arribaron fue que todo depende
de la dosis porque, como sucede con los alimentos, el abuso de un nutriente puede acabar tornándose
tóxico. La respuesta, en el caso de los videojuegos, gira en torno a los detalles concretos, es decir, los
circuitos cerebrales que se ven fortalecidos por tal o cual juego.
Las conclusiones de los estudios realizados sobre los videojuegos de carreras de coches o de guerra,
por ejemplo, han puesto de relieve mejoras en la atención visual, la velocidad de procesamiento de
información, el rastreo de objetos y el cambio de una tarea mental a otra. Muchos de esos juegos
parecen proporcionar también lecciones implícitas de inferencia estadística, es decir, el cálculo de las
probabilidades que tenemos, dados los recursos con que contamos y su número, de abatir al enemigo.
También se ha constatado, en un sentido más general, que algunos juegos mejoran la agudeza visual,
la percepción espacial, el cambio de atención, la toma de decisiones y la capacidad para rastrear objetos
(aunque muchos de esos estudios no diluciden claramente si las personas que se sienten atraídas por
esos juegos son ya, de partida, mejores en esas habilidades mentales o su rendimiento se debe
estrictamente al ejercicio del juego).
Los juegos que plantean desafíos cognitivos cada vez más complejos —es decir, juicios más exactos
y complejos, reacciones más rápidas, una atención concentrada y una ampliación creciente de la
memoria de trabajo— provocan cambios cerebrales positivos.
«Cuando tenemos que escudriñar constantemente una pantalla para detectar pequeñas variaciones
(que pueden indicar la presencia de un enemigo) —sostiene Douglas Gentile, científico cognitivo del
laboratorio de investigación de medios de la Universidad Estatal de Iowa— y dirigimos nuestra
atención hacia esa área, mejoran las habilidades atencionales relacionadas[206]».
Pero Gentile también señala que esas habilidades no necesariamente se transfieren, más allá de la
pantalla de los videojuegos, a la vida en general. Aunque puedan resultar muy útiles en determinadas
profesiones (como controlador de vuelo, por ejemplo), carecen de toda utilidad en el caso del niño
inquieto que, sentado a nuestro lado, tiene dificultades para concentrarse en el libro que está leyendo.
Los juegos de ritmo acelerado también pueden, según algunos expertos, familiarizar a algunos niños
con una tasa de estimulación muy distinta a la que reciben en el aula, la forma más segura, por cierto, de
garantizar el aburrimiento escolar.
Aunque los videojuegos puedan contribuir al desarrollo de habilidades atencionales como la
eliminación rápida de distracciones visuales, no sirven de gran cosa para ejercitar el mantenimiento de
la atención en un cuerpo de información que cambia de continuo, una habilidad esencial para el
aprendizaje que se pone en marcha cuando prestamos atención, por ejemplo, en clase y entendemos lo
que estamos estudiando y lo relacionamos con lo que aprendimos la semana pasada o el año pasado.
Existe una correlación inversa entre las horas que un niño dedica al juego y su rendimiento escolar,
que muy probablemente se deba al tiempo robado al estudio. Un seguimiento de dos años, efectuado
sobre 3034 niños y adolescentes de Singapur, puso de relieve que los que acabaron convirtiéndose en
grandes jugadores mostraron un aumento de la ansiedad, la depresión y la fobia social, así como un
descenso también de su rendimiento escolar. Pero todos esos problemas se desvanecieron apenas
detuvieron su hábito de juego[207].
Existe, pues, un lado negativo en el hecho de pasar muchas horas jugando a videojuegos que
habitúan al cerebro a respuestas rápidas y violentas[208]. Algunos de esos peligros, según el panel de
expertos anteriormente mencionado, se han visto exagerados por la prensa amarilla. Es cierto que los
juegos violentos pueden intensificar en los niños la agresividad de bajo nivel, pero no lo es menos que,
en sí mismos, no van a convertir a un niño educado en una persona violenta. Cuando hablamos, sin
embargo, de niños que han sido víctimas, en el entorno doméstico, de malos tratos físicos (y más
propensos, por ello mismo, a la violencia), puede generarse una sinergia peligrosa. Pero nadie puede,
por el momento, afirmar ni pronosticar con certeza qué niños se verán afectados por esa dinámica
tóxica.
Es comprensible, sin embargo, que las horas pasadas luchando contra bandas dispuestas a acabar
con nosotros fomenten cierto «sesgo de atribución hostil», es decir, la suposición automática de que el
niño con el que acabamos de tropezar accidentalmente en el pasillo alberga contra nosotros algún
resentimiento. De manera parecida, los jugadores violentos se muestran menos preocupados cuando son
testigos de la mala conducta de otros como sucede, por ejemplo, en los casos de acoso escolar.
¿Queremos alimentar a nuestros hijos con un menú mental que combine ocasionalmente la
vigilancia paranoide alentada por tales juegos con la agitación y confusión que presentan de las
personas mentalmente enfermas?
Las nuevas generaciones, educadas en los videojuegos y pegadas a las pantallas de vídeo,
constituyen —según me dijo un neurocientífico— un experimento sin precedentes porque muestran, con
respecto a las generaciones precedentes, «una extraordinaria diferencia en el modo en que sus cerebros
se comprometen plásticamente con la vida». Ignoramos, por el momento, cuál será el efecto de esos
juegos en su cableado neuronal y en el tejido social y el modo, por tanto, en que podrían alentar nuevas
fortalezas o distorsionar, por el contrario, el desarrollo sano.
La necesidad, en su faceta positiva, de que, pese a los señuelos que alientan la distracción, el
jugador se mantenga concentrado favorece la función ejecutiva, ya sea para concentrarse mejor ahora o
para resistirse a un impulso más adelante. Y si, a todo ello, añadimos la necesidad de cooperar y
coordinarse con otros jugadores, habremos establecido un escenario muy adecuado para ejercitar
algunas habilidades sociales muy valiosas.
Los niños que juegan a juegos que requieren cooperación se muestran más colaboradores en su vida
cotidiana. Quizás los juegos estrictamente violentos, es decir, los juegos del tipo «yo contra todos»,
podrían rediseñarse para que la estrategia ganadora no se basara tan solo en la alerta hostil, sino que
alentase asimismo la capacidad de ayudar a quienes tienen problemas, así como a encontrar también
apoyos y aliados.
Juegos inteligentes
La conocida aplicación Angry Birds ha llevado a millones de personas a pasar miles de horas
concentradas y dando golpecitos con el dedo en una pantalla. Si es cierto que las neuronas que se
activan juntas acaban conectándose, tenemos que preguntarnos simplemente cuáles son las habilidades
mentales, si es que existe alguna, que se activan cuando nuestros hijos (o nosotros) pasan tanto tiempo
jugando a Angry Birds.
El cerebro aprende y recuerda mejor cuanto más intensa es la concentración. Los videojuegos
enfocan nuestra atención y nos obligan a repetir una y otra vez los mismos movimientos y también son,
por ello mismo, poderosos tutoriales. ¿Pero qué es exactamente lo que, en tal caso, está aprendiendo el
cerebro?
El grupo de Michael Posner, de la Universidad de Oregon, proporcionó 5 días de entrenamiento de
la atención, en sesiones de hasta 40 minutos, a niños de entre 4 y 6 años. Parte de ese tiempo lo pasaban
jugando a un juego en el que debían controlar mediante un joystick el movimiento, en la pantalla, de un
gato que trataba de atrapar pequeños objetos en movimiento.
Aunque esas horas adicionales de práctica parezcan insuficientes para modificar las redes
neuronales responsables del control de la atención, las ondas cerebrales indicaron un claro cambio, en la
actividad de los circuitos dedicados a la función ejecutiva, muy próximo a los niveles mostrados por los
adultos[209].
La conclusión de ese estudio muestra que los niños que presentan una atención más pobre (es decir,
los que padecen autismo, déficit de atención u otros problemas de aprendizaje) son idóneos para este
entrenamiento, porque son los que más pueden beneficiarse de él. Al margen, sin embargo, de esas
lecciones paliativas, el grupo de Posner propone que el entrenamiento de la atención debería formar
parte de la educación de todos los niños, dado que alienta en todos ellos el aprendizaje.
Quienes, como Posner, advierten posibles beneficios cerebrales en este tipo de entrenamiento,
proponen juegos especialmente diseñados para perfeccionar habilidades como el rastreo visual en el
caso del «ojo vago» (técnicamente conocido como «ambliopía») o la coordinación visomanual de los
cirujanos. La investigación realizada al respecto sugiere la presencia, bajo el síndrome de déficit de la
atención, de una deficiencia en la red de alerta y de problemas de orientación detrás de las fijaciones
autistas[210].
En Holanda, los niños de 11 años aquejados de trastorno de déficit de atención e hiperactividad
[TDAH] jugaban a un videojuego que requería de una intensificación de la atención y en el que debían
advertir, por ejemplo, la aparición de robots enemigos, sin olvidar la necesidad de impedir que la
energía de su avatar bajase de cierto umbral[211]. Bastaron ocho sesiones de una hora para que los niños
fueran capaces de concentrarse independientemente de las distracciones (y no solo mientras jugaban).
En el mejor de los casos, los «videojuegos son regímenes de entrenamiento controlado,
administrados de forma muy motivadora, que acaban provocando un remodelado estructural y funcional
permanente del cerebro», afirma Michael Merzenich, neurocientífico de la Universidad de California,
en San Francisco, que ha dirigido el diseño de juegos concebidos para reeducar el cerebro de ancianos
con déficits neuronales ligados a la demencia y la pérdida de memoria[212].
Ben Shapiro, antiguo director del departamento de investigación farmacológica (incluido el campo
de la neurociencia) de Merck Research Laboratories, se ha unido al equipo directivo de una empresa
dedicada al diseño de juegos que aumentan la concentración y minimizan las distracciones. Shapiro ve
ventajas en el uso, para tales propósitos, de una práctica inteligente que reemplace a la medicación.
«Ese tipo de juegos —me dice— podrían desacelerar la pérdida de funciones cognitivas que acompañan
al envejecimiento».
Y luego añade: «No se centre, si quiere mejorar la vida mental de la gente, en el logro de objetivos
moleculares, sino de objetivos mentales. La medicación es un abordaje aleatorio, porque la naturaleza
emplea las mismas moléculas para objetivos muy diferentes».
El doctor Merzenich, por su parte, concede poca importancia a los beneficios aleatorios —y
decididamente heterogéneos— de los juegos que llenan los estantes de las tiendas y prefiere los juegos
confeccionados a medida para desarrollar un determinado conjunto de habilidades cognitivas. La nueva
generación de aplicaciones de entrenamiento cerebral —señala Douglas Gentile— debería aplicar las
técnicas de la práctica inteligente con las que los maestros excelentes se hallan más familiarizados:
identificar claramente los objetivos de niveles cada vez más difíciles;
adaptarse al ritmo concreto de cada alumno;
feedback inmediato y retos prácticos graduales que permitan el logro de la maestría, y
ejercitar la misma habilidad en contextos diferentes para favorecer, de ese modo, su transferencia.
Hay quienes afirman que, en el futuro, los juegos de entrenamiento cerebral formarán parte de los
recursos educativos habituales y que los mejores de ellos recopilarán, a modo de tutores cognitivos
empáticos, datos sobre todos los jugadores mientras estos tratan de satisfacer al mismo tiempo las
exigencias del juego. Entretanto, sin embargo, los expertos se ven obligados a admitir, aunque les pese,
que el dinero invertido en tales aplicaciones educativas resulta ridículo comparado con los presupuestos
que las empresas destinan a la creación de juegos. Quizás por eso las herramientas que se dedican a
adiestrar el cerebro no han alcanzado, por el momento, más que un triste eco del estruendo provocado
por juegos como Grand Theft Auto. Pero hay ciertos indicios de que eso está cambiando.
Acabo de ver a mis cuatro nietos jugando, uno tras otro, con la versión beta de un juego para iPad
llamado Tenacity. El juego en cuestión propone un viaje de ocio a elegir entre media docena de
escenarios, desde un árido desierto hasta una escalera de caracol que asciende hacia el cielo.
En el primer nivel, el reto consiste en tocar levemente, con un dedo, cada vez que espiramos, la
pantalla del iPad y hacer lo mismo, cada cinco espiraciones, con un par de dedos.
La edad de mis nietos es de 6 y 8 años, una niña que acaba de cumplir los 12 y otra que casi tiene
14, lo que constituye el equivalente a un experimento natural sobre la maduración del cerebro y la
atención.
El más pequeño, de 6 años, eligió el escenario del desierto, que consiste en una lenta caminata por
una ruta que atraviesa dunas, palmeras y chozas de adobe. En el primer intento tuve que recordarle lo
que debía hacer, pero, en el tercero, había mejorado mucho la coordinación entre los toques y la
respiración aunque, en ocasiones, todavía se le olvidara el toque con los dos dedos. Aún así, él estaba
encantado al ver un campo de rosas que emergía lentamente de la arena del desierto cada vez que lo
hacía bien.
Y debo decir que lo que le gustó a la pequeña de 8 años fue una escalera que asciende en espiral al
cielo. Mientras la escalera sube hacia lo alto, hay distracciones ocasionales, como la aparición de un
helicóptero que da una vuelta y acaba desapareciendo, luego un avión, después una bandada de pájaros
y finalmente, en la cúspide, varios satélites. Pero ella siguió atenta, durante 10 minutos, a sus toques, a
pesar de tener, ese día, un poco de fiebre.
Mi siguiente nieta, que acaba de cumplir los 12, eligió una escalera en el espacio, donde las
distracciones incluían planetas, lluvias de asteroides y meteoritos. Y ahí donde sus dos hermanos
menores habían contado sus respiraciones en voz alta para dar el toque cuando correspondía, Lila se
limitó a respirar de forma natural en silencio.
Y la última, a punto de cumplir los 14, eligió la escena del desierto y llevó a cabo el recorrido sin
esfuerzo alguno. Al finalizar me dijo: «Me siento muy tranquila y relajada. Me gusta este juego».
Todos quedaron encantados con el juego, acompasando la respiración con el toque de los dedos.
«Me he sentido muy concentrada —comentó mi nieta de 12 años—. Quiero intentarlo de nuevo».
Y eso es exactamente lo que esperaban los diseñadores del juego. Tenacity —me dice Richie
Davidson— fue desarrollado, siguiendo sus indicaciones, por un grupo de diseñadores premiado por la
Universidad de Wisconsin. «Hemos tenido en cuenta las conclusiones que, sobre la atención y la
tranquilización, nos ha proporcionado la investigación neurológica de la contemplación, que hemos
tratado de verter en un juego del que los niños puedan también beneficiarse».
Tenacity fortalece la atención selectiva, «ingrediente fundamental de cualquier modalidad de
aprendizaje —añadió—. La autorregulación de la atención nos ayuda a resistirnos a las distracciones y
centrar nuestra atención en metas explícitas», una clave para el éxito en cualquier dominio.
«Sería muy adecuado, dada la tendencia de los niños a jugar y el tiempo que dedican a esa actividad,
diseñar juegos destinados a entrenar su atención —afirma Davidson, que dirige, en la Universidad de
Wisconsin, el Center for Investigating Healthy Minds [Centro para la Investigación de las Mentes
Saludables]—. De este modo, estarían deseosos de hacer sus deberes».
La Universidad de Stanford cuenta con un Calming Technology Lab, destinado a la creación de
dispositivos que alienten la atención tranquila. Uno de esos dispositivos, llamado breathware, es un
cinturón que registra el ritmo de nuestra respiración. En el caso de que un desbordamiento de la bandeja
de entrada de nuestro correo electrónico nos provoque lo que el desarrollador denomina «apnea por
email», una aplicación del iPhone nos guiará a través de una serie de ejercicios atencionales destinados
a sosegar nuestra respiración y también, en consecuencia, nuestra mente.
El Instituto de Diseño de Stanford ofrece, por su parte, un curso para graduados denominado
«Diseñando la calma». Como dice Gus Tai, uno de sus profesores: «Buena parte de la tecnología de
Silicon Valley está orientada a la distracción, pero con la tecnología de tranquilización estamos
investigando el modo de aportar un mayor equilibrio al mundo»[213].
17. «Colegas que respiran»
Si tomamos una de las calles que salen de una arteria viaria de la zona este del Harlem hispano de
Nueva York, llegamos a un callejón sin salida donde nos aguarda una escuela primaria, la escuela
pública P.S. 112, situada entre la autopista Franklin Delano Roosevelt, una iglesia católica, el
aparcamiento de un centro comercial y el inmenso bloque de viviendas para familias de bajos ingresos
Robert F. Wagner.
Los alumnos, niños que van desde el jardín de infancia hasta segundo de primaria, proceden de
familias de escasos recursos económicos, muchas de las cuales viven en los mencionados bloques.
Cuando un niño de 7 años dijo en clase que conocía a alguien a quien le habían disparado y el maestro
preguntó cuántos conocían a la víctima de algún tiroteo, no hubo ninguno que no levantase la mano.
Al entrar en la P.S. 112, tenemos que firmar en una mesa en la que hay una policía, una mujer mayor
y muy agradable, por cierto. Pero, cuando uno se adentra en los pasillos, como hice yo esa mañana,
advierte algo muy especial en el entorno que lo rodea. Y es que, al observar las aulas, me di cuenta de
que los niños estaban sentados, absortos en su trabajo o escuchando, tranquilos y en silencio, a sus
profesores.
Cuando llegué al aula 302, la clase de segundo curso dirigida por Emily Hoaldridge y Nicolle
Rubin, fui testigo de uno de los ingredientes esenciales de la receta de esa atmósfera tan apacible a la
que se conoce como «Colegas que respiran».
Los 22 alumnos de segundo curso estaban sentados, tres o cuatro por mesa, haciendo sus deberes de
matemáticas, cuando la señorita Emily hizo sonar melodiosamente una campanilla. En ese mismo
instante, los niños se acercaron en silencio a una gran alfombra y se sentaron en fila, con las piernas
cruzadas, de cara a ambas maestras. Una niña se dirigió entonces hacia la puerta de entrada del aula y,
colgando del pomo exterior un cartel con la leyenda «No molesten», cerró la puerta.
En ese momento, y todavía en silencio, las maestras levantaron un palito de polo tras otro, cada uno
de los cuales llevaba escrito el nombre de un alumno. Esa era la señal para que la niña o el niño en
cuestión se dirigiese a su taquilla a coger su pequeña mascota de peluche: varios tigres rayados, un
cerdito rosa, un perrito amarillo, un burro de color púrpura, etcétera. Luego todos buscaron un lugar en
el suelo para acostarse y, después de colocar al animal de peluche sobre su vientre, esperaron con las
manos posadas a ambos lados.
Después siguieron las instrucciones de una voz amistosa y masculina que les invitaba a hacer varias
respiraciones profundas con el vientre, que ellos mismos contaban («uno, dos, tres»), mientras llevaban
a cabo una inspiración y una espiración prolongadas[214]. Luego tensaron y relajaron los ojos, abrieron
la boca todo lo que pudieron, sacaron la lengua, tensaron una mano formando un puño y la relajaron, y
después hicieron lo mismo con la otra… La voz concluyó diciendo: «Ahora siéntate y observa lo
relajado que estás», y, cuando lo hicieron, todos parecían estar sencillamente sintiendo eso.
Después de que sonara de nuevo la campanilla y todavía en silencio, los niños se sentaron en círculo
sobre la alfombra y comentaron lo que habían experimentado («Me he sentido bien por dentro», «He
sentido mi cuerpo muy tranquilo y relajado», «Me ha hecho tener pensamientos felices», etcétera).
El orden y la atención tranquila imperantes en el aula durante la ejecución del ejercicio hacían difícil
creer que 11 de los 22 alumnos presentes hubieran sido diagnosticados como niños con «necesidades
especiales» o aquejados de alteraciones cognitivas tales como dislexia, problemas de lenguaje, sordera
parcial o trastorno de déficit de atención e hiperactividad, que apuntan al espectro del autismo.
«Tenemos muchos niños con problemas, pero cuando practicamos de ese modo, no lo parecen»,
afirma la señorita Emily. La semana anterior, sin ir más lejos, un problema imprevisto con el horario
escolar hizo que el aula 302 se saltase este ritual. «Parecía una clase diferente —dijo la señorita Emily
—. Iban corriendo de un lado a otro y no podían quedarse quietos».
«Nuestra escuela tiene algunos niños que se distraen muy fácilmente —comentó, por su parte, la
directora de la escuela, Eileen Reiter—, lo que les ayuda a relajarse y concentrarse. También hacemos
pausas regulares para hacer sesiones de movimiento. Todas esas estrategias ayudan.
»En lugar de hablar de tiempos muertos —prosigue Reiter—, por ejemplo, nosotros hablamos de
“tiempos vivos”, que pueden aprovecharse para que los niños aprendan a gestionar sus sentimientos», lo
que pone de relieve el interés por la autorregulación, más allá del habitual sistema de recompensas y
castigos. Y añade que, cuando un niño tiene algún problema, «le preguntamos qué podría hacer de
manera diferente la próxima vez».
El ejercicio «Colegas que respiran» forma parte del Inner Resilience Program [Programa de
Resiliencia Interior], un legado de los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center. Cuando las
Torres Gemelas estallaron en llamas, miles de niños de las escuelas próximas fueron evacuados. Fueron
muchos los que caminaron varios kilómetros por una West Side Highway completamente vacía, con sus
profesores caminando de espaldas para asegurarse de que los niños no se girasen a contemplar el
espantoso espectáculo que dejaban tras de sí.
Durante los meses posteriores, la Cruz Roja pidió a Linda Lantieri —cuyo programa de solución de
conflictos ha acabado implantándose exitosamente en muchas escuelas— que diseñase uno que ayudase
a esos niños (y a sus profesores) a recuperar la serenidad después del 11 de septiembre. De ese modo, el
Inner Resilience Program, junto a una serie de métodos de aprendizaje social y emocional, «ha acabado
transformando la escuela —declara Reiter—. Ahora es un lugar mucho más tranquilo. Y, cuanto más
tranquilos están los niños, mejor aprenden».
«El aspecto más importante del programa es que los niños aprendan a autorregularse —añade la
directora Reiter—. Dado que somos una escuela dedicada a la infancia, ayudamos a los alumnos a
aprender a ver sus problemas de manera objetiva y a desarrollar estrategias para resolverlos. Aprenden,
por ejemplo, a valorar la magnitud de un determinado problema, como ser objeto de burlas o verse
intimidado, que puede ser grave, cuando daña nuestros sentimientos, o leve, como sentirse, por ejemplo,
frustrado con las tareas escolares. De ese modo, pueden vincular el problema a una estrategia».
Todas las aulas de la P.S. 112 disponen de un «rincón de paz», un lugar especial en el que el niño
que lo necesite pueda retirarse para estar un tiempo a solas y tranquilizarse. «A veces basta con un
pequeño descanso, unos momentos para estar a solas —añade Reiter—, pero usted verá cómo el niño
que se siente realmente frustrado o molesto se dirige al rincón de paz y recurre a algunas de las
estrategias que ha aprendido. La gran lección consiste en conectar con uno mismo y saber lo que puede
hacer para cuidar de sí».
Aunque las instrucciones que reciben los niños de entre 5 y 7 años giran en torno al ejercicio de los
«Colegas que respiran», a partir de los 8 practican la mindfulness a la respiración, una técnica que ha
demostrado ser beneficiosa para mantener la atención y tonificar el nervio vago, el circuito nervioso
responsable de la tranquilización. Esta combinación entre calma y concentración establece un clima
interno óptimo para la atención y el aprendizaje.
Distintas evaluaciones de una versión semestral de este programa han puesto de relieve que los
niños más necesitados —es decir, los que se hallan en «grave peligro» de descarrilar— son los que más
se benefician de él, ya que estimula significativamente la atención y la sensibilidad perceptual, al
tiempo que reduce la agresividad, los estados de ánimo depresivos y el fracaso escolar[215]. Y lo más
importante es que los profesores que utilizaron el programa aumentaron su sensación de bienestar, lo
que resulta muy prometedor para el clima de aprendizaje imperante en sus aulas.
El semáforo
En la guardería suena una canción mientras 8 niños de 3 años están sentados en torno a una pequeña
mesa, cada uno coloreando el dibujo de un payaso que hay en su cuaderno. De pronto, la música se
detiene y también lo hacen los pequeños.
Este momento constituye una oportunidad de aprendizaje para la corteza prefrontal (el área en la que
se asientan funciones ejecutivas como, por ejemplo, el control de un impulso ingobernable) de
cualquiera de esos niños de 3 años. Una de estas habilidades, el control cognitivo, encierra la clave de
una vida bien vivida.
El santo grial del control cognitivo consiste en saber detenerse en el momento adecuado. Cuanto
mejor sepa pararse un niño en el momento en que la música se detiene o hacer lo que diga Simón en el
juego «Simón dice…», más fuertes serán las conexiones prefrontales responsables del control cognitivo.
Veamos ahora un experimento de control cognitivo. ¿En qué dirección apunta la flecha ubicada en
medio de cada una de las siguientes filas?
Realizado en condiciones de laboratorio, este experimento pone de relieve la existencia de diferencias
(que, al medirse en el orden de milisegundos, no son detectables por usted ni por mí) en la rapidez con
la que mencionan la dirección de la flecha intermedia. Este experimento (denominado «Flanqueador»,
por las flechas que distraen y que flanquean el blanco) calibra la sensibilidad del niño a las distracciones
que obstaculizan la concentración. Centrarse en que la flecha del medio apunta hacia la izquierda y
pasar por alto que todas las demás apuntan hacia la derecha, por ejemplo, es una tarea muy compleja
que requiere, por parte del niño, un gran control cognitivo.
Los niños descontrolados, es decir, aquellos a los que sus frustrados profesores expulsan (o querrían
expulsar) de clase, padecen un déficit que afecta a estos circuitos, ya que son sus caprichos los que
determinan sus actos. ¿Por qué, en lugar de castigarles por ello, no les enseñamos lecciones que les
ayuden a comportarse mejor? El ejercicio de meditar centrándose en la respiración, acompañado de
lecciones de bondad, posibilitan una ejecución más rápida y exacta de la prueba del Flanqueador[216].
Como puso de relieve un estudio de Nueva Zelanda, quizás ninguna habilidad mental sea más
importante que el control ejecutivo. Los niños que mejor se desenvuelven en la vida son aquellos
capaces de ignorar sus impulsos, descartar lo irrelevante y permanecer centrados en su objetivo. Existe,
a este respecto, una aplicación educativa denominada «aprendizaje socioemocional». [ASE].
Cuando los alumnos de segundo y tercer curso de una escuela de Seattle empiezan a alborotarse, se
les pide que piensen en un semáforo. La luz roja significa parar y calmarse, hacer una respiración larga
y profunda y expresar, una vez que se han tranquilizado un poco, cuál es el problema y cómo se sienten.
La luz ámbar les recuerda la necesidad de calmarse y pensar en posibles alternativas que permitan
resolver el problema y elegir luego la mejor. Y la luz verde, por último, les anima a ensayar una
determinada estrategia y ver cómo funciona.
La primera vez que vi los pósteres del semáforo estaba visitando las escuelas públicas de New
Haven con la intención de escribir un artículo para el New York Times, mucho antes de que llegase a
valorar la importancia que, para los niños, tiene el adiestramiento de la atención. El semáforo permite
entrenar el cambio de una modalidad impulsiva y ascendente (controlada por la amígdala) a una
modalidad atenta y descendente (controlada por el sistema ejecutivo prefrontal).
El ejercicio del semáforo fue una idea original de Roger Weissberg, psicólogo, por aquel entonces,
de Yale, que elaboró, a finales de la década de los ochenta, un programa pionero, llamado «desarrollo
social», para las escuelas públicas de New Haven. Se trata de una imagen que, hoy en día, podemos
encontrar en las paredes de miles de aulas desperdigadas por todo el mundo.
Y todo ello por una buena razón. Aunque, en aquella época, solo disponíamos de unos pocos datos
que corroborasen el impacto positivo de que los niños respondiesen de ese modo al enojo y la ansiedad,
ha acabado consolidándose en el campo de la ciencia social.
Un metaanálisis efectuado en más de 200 escuelas con programas de aprendizaje socioemocional,
como el programa de desarrollo social de New Haven, estudió las diferencias con escuelas semejantes
que no aplicaban ese programa de inteligencia emocional[217]. La conclusión de ese estudio fue la
reducción, en un 10%, de las interrupciones y la mala conducta en clase, y la asistencia y otras
conductas positivas experimentaron un aumento del 10% y las calificaciones escolares experimentaron
una mejora del 11%.
El ejercicio del semáforo iba acompañado, en esa escuela de Seattle, de otro en el que se enseñaba a
los alumnos de segundo y tercer curso imágenes con rostros que mostraban diferentes expresiones, junto
al nombre de estas. Los niños hablaban de lo que significaba tener alguno de esos sentimientos, como
estar disgustados, asustados o contentos, por ejemplo.
Esas imágenes de «rostros con sentimientos» ejercitan la conciencia emocional que el niño de 7
años tiene de sí mismo, ayudándole a conectar la palabra a la que se refiere un sentimiento con su
imagen y con su propia experiencia. El impacto neuronal de este sencillo acto cognitivo es
extraordinario, porque permite al hemisferio derecho reconocer el sentimiento mostrado y al izquierdo
saber su nombre y su significado.
La autoconciencia emocional nos ayuda a integrar toda esa información mediante un intercambio
que se produce a través del cuerpo calloso, el tejido que conecta los hemisferios cerebrales izquierdo y
derecho. Cuanto más poderosa sea la conectividad de este puente neuronal, mejor entenderemos
nuestras emociones.
Ser capaces de nombrar nuestros sentimientos y relacionarlos con nuestros recuerdos y asociaciones
son habilidades esenciales para el autocontrol. El aprendizaje del habla permite, en opinión de los
psicólogos evolutivos, que los niños interioricen la voz de sus padres y reemplacen, en la gestión de sus
impulsos indisciplinados, la voz de aquellos con su propio «no» interior.
La práctica del semáforo y las imágenes de rostros que expresan sentimientos constituyen dos
herramientas neuronales sinérgicas fundamentales para el control de los impulsos. El ejercicio del
semáforo consolida los circuitos que conectan la corteza prefrontal (centro ejecutivo del cerebro situado
justo detrás de la frente) con ese caldero bullente de impulsos animados por el ello que son los centros
límbicos (ubicados en el cerebro medio). El ejercicio de los rostros que expresan sentimientos fortalece,
por su parte, las conexiones entre las dos mitades del cerebro, alentando la capacidad de pensar en los
sentimientos. Estas conexiones, de arriba abajo y de izquierda a derecha, tienen el efecto de unificar el
cerebro del niño, integrando perfectamente sistemas que, abandonados a sí mismos, dan lugar al
universo caótico propio de un niño de 3 años[218].
Estas conexiones neuronales son, en niños más pequeños, todavía incipientes (porque esos circuitos
cerebrales no acaban de madurar hasta mediada la veintena), lo que explica las travesuras y bufonadas,
a veces enloquecidas, de algunos niños cuya acción depende del mero capricho. Entre los 5 y los 8 años,
sin embargo, el desarrollo de los circuitos de control de los impulsos experimenta un gran paso hacia
delante. La capacidad de reflexionar sobre sus impulsos y decir simplemente «no» hace que los alumnos
de tercero de primaria sean menos bulliciosos que los de primero. Y el diseño del proyecto de Seattle ha
sabido servirse provechosamente de esta explosión del desarrollo neuronal.
¿Pero por qué esperar hasta la escuela primaria si esos circuitos inhibitorios empiezan a
desarrollarse desde el mismo momento del nacimiento? Walter Mischel enseñó a niños de 4 años a
resistirse a la tentación de unas deliciosas golosinas señalando la posibilidad de verlas de manera
diferente (centrando, por ejemplo, la atención en su color). Y él fue el primero en afirmar que, hasta un
niño de 4 años incapaz de esperar, que coge la golosina de inmediato, puede aprender a demorar la
gratificación. La impulsividad no es algo que uno deba arrastrar consigo toda su vida.
En una época en que los mensajes instantáneos y las compras en línea alientan la gratificación
inmediata, los niños necesitan más ayuda con ese hábito. Una de las conclusiones más clara a la que
arribaron los científicos que estudiaron a los niños de Dunedin, Nueva Zelanda, es la necesidad de
llevar a cabo intervenciones que alienten el autocontrol, sobre todo durante la temprana infancia y la
adolescencia. Esa es una exigencia que satisfacen perfectamente los programas ASE, que van desde la
escuela infantil hasta el final de la enseñanza secundaria[219].
No deja de ser curioso que Singapur se haya convertido en el primer país del mundo en implantar la
obligación de que todos sus estudiantes pasen por un programa ASE. Esa pequeña ciudad-estado
representa una de las grandes historias de éxito económico de la última mitad de siglo, donde un
Gobierno paternalista transformó una nación diminuta en una superpotencia económica.
Singapur carece de recursos naturales, no tiene un gran ejército ni tendencia política especial. Su
secreto reside en sus recursos humanos, en sus habitantes, un recurso que el Gobierno ha cultivado
deliberadamente como principal motor de su economía. Sus escuelas son la incubadora de su
sobresaliente pujanza laboral. Con un ojo puesto en el futuro, Singapur se ha asociado con Roger
Weissberg, director del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning [Colaboración para
el Aprendizaje Académico, Social y Emocional], con la intención de diseñar, para sus escuelas,
programas de estudio basados en la inteligencia emocional.
Y ello por una buena razón, porque otra de las conclusiones alcanzadas por los economistas
implicados en el estudio de Dunedin es la de que enseñar a todos los niños este tipo de habilidades
podría elevar unos cuantos puntos la renta per cápita del país, reducir la tasa de delincuencia y mejorar
la salud.
Una inteligencia emocional basada en el mindfulness
El entrenamiento de la atención que reciben los niños de la escuela P.S. 112 cuadra perfectamente con el
resto del Programa de Resiliencia Interior que, según el movimiento a favor del aprendizaje
socioemocional, es el mejor modelo práctico. Mientras escribía Inteligencia emocional, me convertí en
cofundador del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (el grupo que ha
conseguido introducir estos programas en miles de distritos escolares en todo el mundo).
Entonces me di cuenta de que los programas de inteligencia emocional (es decir, los programas que
alientan la autoconciencia, la autogestión, la empatía y el desarrollo de habilidades sociales) tienen
cierta sinergia con los programas académicos estándar. Ahora estoy empezando a ver que los elementos
básicos del entrenamiento de la atención constituyen el siguiente paso, una forma sencilla de activar los
circuitos neuronales en los que se asienta el núcleo de la inteligencia emocional.
«Llevo años poniendo en práctica el programa ASE —me dice Lantieri—. Y, cuando le añadí la
pieza del mindfulness, advertí un espectacular aumento en la predisposición a aprender y en la
capacidad de tranquilizarse. Sucede en las edades más tempranas y durante los primeros cursos
escolares».
Parece existir una sinergia natural entre el programa ASE y un adiestramiento atencional como la
práctica de mindfulness. Cuando hablé con Roger Weissberg, me dijo que la fundación acababa de
emprender una revisión sobre el impacto que el mindfulness tiene en el programa ASE.
Weissberg me dijo que «el control cognitivo y la función ejecutiva parecen esenciales para la
conciencia de uno mismo y la autogestión, así como también para el rendimiento académico».
La atención deliberada descendente encierra la clave de la autogestión. Las regiones cerebrales
responsables de dicha función ejecutiva maduran con rapidez desde la edad preescolar hasta segundo
curso de primaria aproximadamente (y su desarrollo prosigue hasta el comienzo de la edad adulta).
Estos circuitos se ocupan de la gestión tanto del procesamiento «caliente» de las situaciones
emocionalmente más cargadas como del procesamiento «frío» de información más neutra, como la
académica, por ejemplo[220]. La sorprendente plasticidad que muestran estos circuitos a lo largo de toda
la infancia sugiere que pueden verse fortalecidos por intervenciones como el ASE.
Un estudio enseñó habilidades de la atención a niños de entre 4 y 6 años en solo 5 sesiones de
juegos que ejercitaban el rastreo visual (como adivinar dónde saldrá a la superficie un pato que acaba de
sumergirse en el agua), identificar un determinado objetivo (un personaje de dibujos animados) dentro
de una secuencia e inhibir el impulso (pulsar una tecla cuando una oveja salía de un fardo de heno, pero
no cuando lo que aparecía era un lobo)[221].
El andamiaje neuronal que sustenta las habilidades emocionales y cognitivas se vio fortalecido. Y lo
que quedó claro fue que el cerebro de los niños de 4 años que recibieron este breve entrenamiento se
asemejaba al de los niños de 6 años, y que la función ejecutiva de los niños de 6 años que también
habían sido así adiestrados no se diferenciaba gran cosa de la de cualquier adulto.
Aunque la maduración de las regiones cerebrales que gestionan la atención ejecutiva esté controlada
por los genes, estos genes, a su vez, se hallan regulados por la experiencia, y el entrenamiento parece
acelerar su actividad. Los circuitos responsables de todo esto, que van desde el cingulado anterior hasta
la región prefrontal, permanecen activos en las variedades de regulación de la atención, tanto emocional
como cognitiva, que gestionan los impulsos emocionales y aspectos ligados al cociente intelectual,
como el razonamiento no verbal y el pensamiento fluido.
Una antigua dicotomía psicológica, que diferenciaba entre habilidades «cognitivas» y habilidades
«no cognitivas», situaba las capacidades académicas en una categoría distinta a las habilidades sociales
y emocionales. Pero, como el andamiaje neuronal del control ejecutivo subyace tanto a las habilidades
académicas como a las sociales y emocionales, esa distinción parece hoy tan obsoleta como la
diferenciación cartesiana entre mente y cuerpo. Ambos tipos de habilidades no son, en el diseño del
cerebro, estrictamente independientes, sino que existe, entre ellas, una elevada interacción. Los niños
incapaces de prestar atención tienen dificultades de aprendizaje y problemas también de autocontrol.
«Cuando contamos con elementos como el mindfulness, los tiempos regulares de silencio y un
“rincón de paz” al que los niños puedan dirigirse para tranquilizarse cuando así lo necesiten —afirma
Linda Lantieri—, conseguimos, por una parte, más tranquilidad y autogestión, y un foco de atención
mejorado y la capacidad de sostenerlo, por la otra. De ese modo, incidimos simultáneamente en la
fisiología y la autoconciencia».
Al enseñar a los niños las habilidades que les ayudarán a calmarse y concentrarse, «estamos
asentando los fundamentos de autoconciencia y autogestión imprescindibles para sustentar otras
habilidades ASE, como la escucha activa, la identificación de sentimientos, etcétera.
»Antes esperábamos que los niños recurriesen, cuando se veían emocionalmente secuestrados, a sus
habilidades ASE, pero no podían hacerlo —me explica Lantieri—. Ahora sabemos que, para ello,
necesitan una herramienta más básica: el control cognitivo. Eso es lo que consiguen con ejercicios tales
como mindfulness y “Colegas que respiran”. Una vez que saben cómo usar estas prácticas, logran la
confianza suficiente para saber que pueden hacerlo.
»Hay niños que apelan, durante los exámenes, a dichas habilidades a través de un sensor biodot
[dispositivo de neurofeedback] que les dice si están demasiado ansiosos para enfrentarse adecuadamente
al examen. Y, en caso afirmativo, recurren a la práctica de mindfulness para tranquilizarse y
concentrarse y continuar con el examen cuando se encuentran en mejores condiciones y pueden pensar
con más claridad.
»Los niños se dan cuenta de que hay veces en que, cuando no superan un examen, no es porque sean
estúpidos, sino porque su mismo nerviosismo les impide acceder a lo que saben. Por eso, si aprenden a
sosegarse y centrarse, pueden responder mejor. Tienen la actitud de que ahora son responsables de sí
mismos y saben qué hacer para remediar la situación».
El Programa de Resiliencia Interior se aplica en escuelas que van desde Youngstown (Ohio) hasta
Anchorage (Alaska). «Y funciona mejor —concluye Lantieri— cuando se combina con un programa
ASE. Así es como se aplica en todos esos lugares».
Desatando los nudos
La literatura científica sobre los efectos de la meditación es un batiburrillo de conclusiones pésimas,
aceptables e interesantes, procedentes de una combinación de metodologías cuestionables, diseños
mediocres e investigaciones extraordinarias. Pero, cuando le pedí a Richard Davidson, de Wisconsin,
decano de la neurociencia contemplativa, que resumiera y ordenase claramente las ventajas que, para la
atención, tiene la práctica de mindfulness, no tuvo el menor problema en subrayar de inmediato las dos
siguientes.
«Mindfulness —me dijo Davidson— estimula la red clásica de la atención, situada en la región
frontoparietal del cerebro, que cumple con la función de dirigir la atención. Estos circuitos resultan
esenciales para el movimiento básico de la atención, que consiste en desconectar nuestra atención de
una cosa, dirigirla hacia otra y mantenerla en ese nuevo objeto».
La otra clave tiene que ver con una mejora de la atención selectiva debida a la inhibición del poder
de las distracciones, que nos permite dejar a un lado las distracciones que se producen a nuestro
alrededor y centrarnos en lo que nos importa. Por eso el lector puede ahora mantener su foco de
atención centrado en el significado de lo que digo sin dejarse arrastrar, por ejemplo, por la lectura de
esta nota final[222]. Esa es la esencia, en suma, del control cognitivo.
Pero aunque, hasta la fecha, solo haya unos pocos estudios bien diseñados sobre los efectos que, en
los niños, tiene la práctica de mindfulness, «parecen existir, por lo que respecta a los adultos, datos
sólidos sobre la relación que existe entre el mindfulness y las redes de la atención», me explica Mark
Greenberg, profesor de desarrollo humano de la Universidad Estatal de Pensylvania[223]. Greenberg, que
está llevando cabo estudios sobre mindfulness en jóvenes, se muestra, en este sentido, tan cauto como
optimista[224].
Uno de los principales beneficios para los estudiantes radica en la comprensión. Las mentes errantes
dan palos al aire por lo que respecta a la comprensión. El antídoto para la divagación mental es la
metaconciencia, es decir, la atención a la atención misma, la capacidad de darnos cuenta de que no
estamos dándonos cuenta de lo que deberíamos y corregir, en consecuencia, nuestro foco. El
mindfulness fortalece este músculo esencial de la atención[225].
También hay que mencionar los conocidos efectos del mindfulness sobre la relajación, como la
calma que emana de la clase durante el ejercicio de los «Colegas que respiran». Ese efecto fisiológico
sugiere un descenso en el punto de activación de los circuitos asociados al nervio vago, clave para
mantener la calma en situaciones estresantes y superar los contratiempos. El nervio vago gestiona
múltiples habilidades, fundamentalmente el ritmo cardiaco y la recuperación rápida, en consecuencia,
del estrés[226].
El aumento del tono vagal, ligado tanto al mindfulness como a otras modalidades de meditación,
desemboca, por caminos muy diversos, en una mayor flexibilidad[227]. Las personas gestionan mejor
tanto su atención como sus emociones, al tiempo que tienen más facilidad para establecer, en el ámbito
social, relaciones positivas y mantener interacciones más eficaces.
Más allá, sin embargo, de todas estas ventajas, la práctica de mindfulness va acompañada de una
reducción de los síntomas ligados a un amplio rango de trastornos fisiológicos, desde los temblores
hasta la hipertensión y el dolor crónico. «Parte de los principales efectos del mindfulness son biológicos
—me explica Davidson— lo que, tratándose de un ejercicio de la atención, no deja de resultar
sorprendente».
Jon Kabat-Zinn, cuyo programa de reducción del estrés basado en la atención plena se aplica en
miles de clínicas y hospitales de todo el mundo, así como en otros ámbitos que van desde prisiones a
programas de desarrollo del liderazgo, me dijo en este sentido: «Nuestros pacientes suelen acudir
porque están desbordados por el estrés o el dolor. Pero el hecho de prestar atención a nuestro estado
interior nos permite ver también lo que necesitamos cambiar en nuestra vida. Las personas dejan de
fumar de forma espontánea, o cambian el modo en que se alimentan y empiezan a perder peso aunque,
hablando en términos generales, jamás les comentemos directamente nada».
Casi cualquier forma de meditación reeduca, en esencia, nuestros hábitos de la atención y, muy en
especial, la caída rutinaria en la distracción[228]. La investigación realizada con tres modalidades
diferentes de meditación (la concentración, la generación de amor-bondad y la conciencia abierta) ha
demostrado que todas ellas aquietan las regiones responsables de la distracción mental.
Si bien, pues, los juegos proporcionan un escenario prometedor para el desarrollo de las habilidades
cognitivas, el mindfulness y otros métodos similares de entrenamiento de la atención suponen una
alternativa o un complemento, porque es posible, como bien ilustra el mencionado juego de respiración
Tenacity, combinar ambos enfoques. Cuando se lo expuse a Davidson, me dijo: «Estamos adaptando a
los juegos todo lo que hemos aprendido de la investigación sobre meditación, para poder difundir más
ampliamente sus beneficios. De este modo, los resultados de nuestra investigación sobre la atención y la
tranquilización pueden aplicarse al diseño de los juegos».
No obstante, métodos como el mindfulness parecen proporcionarnos una forma «orgánica» de
enseñar habilidades de concentración sin necesidad de tener que pasar largas horas inmersos en juegos
socialmente incapacitantes[229]. De hecho, mindfulness no parece alentar los circuitos cerebrales que nos
alejan del mundo, sino movilizar, por el contrario, nuestra implicación en él[230]. Todavía está por ver si
los juegos bien diseñados pueden lograr el mismo efecto[231].
El psiquiatra de la Universidad de California (Los Ángeles). Daniel Siegel denomina «circuitos
resonantes» a los circuitos que nos conectan con nosotros mismos y con los demás que se ven
fortalecidos por la práctica de mindfulness[232]. Una vida bien conectada —afirma el doctor Siegel—
empieza en los circuitos ligados al mindfulness, ubicados en los centros ejecutivos de la región
prefrontal del cerebro, que también desempeñan un papel muy importante en el establecimiento de
relaciones.
El mindfulness fortalece la conexión que existe entre las regiones ejecutivas prefrontales y la
amígdala, especialmente los circuitos que pueden decir «no» a los impulsos, una habilidad fundamental,
como hemos visto en la Parte II, para navegar por la vida[233].
El fortalecimiento de la función ejecutiva va acompañado de un aumento del lapso entre el impulso
y la acción. La práctica de mindfulness asienta los cimientos de la metaconciencia, es decir, de la
capacidad de observar nuestros procesos mentales, en lugar de vernos arrastrados por ellos. Esto nos
proporciona puntos de decisión de los que carecíamos y nos permite gestionar impulsos problemáticos
que anteriormente nos arrastraban a la acción.
Mindfulness en el entorno laboral
Google es un bastión del CI superior. La leyenda dice que no conceden entrevistas a quien no acredite
poseer un CI muy elevado. Por eso cuando, hace ya bastantes años, me invitaron a dar una conferencia
sobre inteligencia emocional, me sorprendí al encontrarme con una multitud expectante en la sala de
conferencias más grande de la empresa, con monitores que transmitían mi disertación a una audiencia
que se apiñaba en otras salas. Ese entusiasmo acabó encauzándose en un curso, impartido por la
Universidad de Google y titulado «Busca en tu interior».
Para poner a punto dicho curso, el empleado n.º 107 de Google, Chade-Meng Tan, se reunió con mi
vieja amiga Mirabai Bush, fundadora del Center for Contemplative in Mind [Centro para la Mente
Contemplativa en la Sociedad], con la intención de diseñar una experiencia que fortaleciese la
autoconciencia. El curso de inteligencia emocional basado en el mindfulness de Google, llamado
«Busca en tu interior», alienta la conciencia de uno mismo mediante el uso de una meditación, llamada
«escáner corporal», destinada a conectar con las sensaciones. Este tipo de brújula interior es de gran
ayuda en Google, donde han sido muchas las innovaciones introducidas por la política de la empresa,
como conceder a sus empleados un día libre a la semana para ocuparse de sus proyectos favoritos. Pero
Meng, como es conocido allí, tiene una visión más amplia, que consiste en hacer que el curso resulte
accesible, más allá de Google, en especial a los líderes[234].
También hay que señalar al recién constituido Institute for Mindful Leadership de Minneapolis
[Instituto para el Liderazgo Consciente de Minneapolis], que se dedica a entrenar a líderes de Target,
Cargill, Honeywell Aerospace y muchas otras empresas repartidas por todo el mundo. Otro centro de
peregrinación en este sentido es el Center for Mindfulness-Based Stress Reduction [Centro para Reducir
el Estrés basado en la Conciencia plena], ubicado en el campus la facultad de Medicina de la
Universidad de Massachusetts, en Worcester, que cuenta con un centro de entrenamiento para
ejecutivos. Por su parte, Miraval es un lujoso centro vacacional de Arizona que, desde hace años, ofrece
a ejecutivos un retiro anual de atención plena dirigido por Jon Kabat-Zinn, cuyo trabajo en el centro
Worcester, por él fundado, puso en marcha el movimiento del mindfulness.
Los programas de mindfulness han sido utilizados por grupos tan diversos como la unidad de
capellanes del ejército estadounidense, la facultad de Derecho de Yale y General Mills, donde más de
300 ejecutivos están aplicando las técnicas del liderazgo atento.
¿Pero implica todo esto alguna diferencia? Los primeros resultados descubiertos por una firma de
biotecnología en la que se aplicó el programa de Google «Busca en tu interior» indicaban que el
mindfulness alienta la empatía y la conciencia de uno mismo. Según Philippe Goldin, psicólogo de
Stanford que valoró los efectos del programa, los resultados pusieron de relieve, en quienes participaron
en el entrenamiento, una intensificación de las habilidades concretas relacionadas con el mindfulness,
como una mayor capacidad para observar y describir su experiencia y actuar con una mayor conciencia.
«Los participantes afirmaron —añadió Goldin— ser más capaces de aplicar estrategias de
autorregulación, como la de reorientar su atención, en el fragor del momento y cuando su atención está
siendo desviada, hacia los aspectos menos problemáticos de la situación. De este modo ejercitan el
músculo que dirige la atención y pueden elegir el aspecto de la experiencia del que van a ocuparse. Se
trata de una reorientación voluntaria de la atención. Y también están más preparados para aplicar esas
habilidades de la atención cuando realmente las necesiten.
»También se ha constatado un aumento de la preocupación empática por los demás y una mayor
capacidad para escuchar —dijo Goldin—. Y, aunque aquella sea una actitud y esta, la habilidad real (el
músculo, por así decirlo), ambas resultan, en el entorno laboral, vitalmente importantes».
Una jefa de departamento de General Mills asistió al curso de mindfulness buscando un poco de
alivio, porque se sentía desbordada. Y, cuando volvió a su puesto de trabajo, solicitó de sus
subordinados directos que, antes de pedirle que asistiera a una reunión, hiciesen siempre una pausa de
reflexión y se cuestionaran la necesidad de su asistencia.
Como resultado de esa sencilla recomendación, pudo encontrar, en una agenda anteriormente
saturada desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, tres horas diarias para atender a sus
propias prioridades.
Veamos ahora algunas reflexiones que pueden ayudarle a establecer su nivel de atención[235]:
¿Recuerda lo que le ha dicho la persona con la que acaba de hablar?
¿Se acuerda del recorrido que ha seguido esta mañana para ir al trabajo?
¿Saborea su comida?
¿Presta más atención a la persona con la que está que a su iPod?
¿Está leyendo atentamente este libro?
Cuantos más «noes», más distraído estará. El mindfulness amplía nuestro abanico de posibilidades.
La divagación quizás sea, en el entorno laboral, la causa principal de falta de atención. Si queremos
centrar la atención en nuestra experiencia aquí y ahora (en la tarea que estamos llevando a cabo, la
conversación que estamos manteniendo o la búsqueda de consenso en una reunión), debemos atenuar el
ruido mental, ligado al yo y pensamientos asociados, que genera un mosaico mental de cuestiones
irrelevantes para la tarea que, en el presente, estemos llevando a cabo[236].
El adiestramiento mental en mindfulness desarrolla la capacidad de centrarnos, de forma ecuánime y
no reactiva, en el presente observando nuestra experiencia instante tras instante. La práctica consiste en
abandonar nuestros pensamientos sobre una cosa y, sin perdernos en ningún aspecto concreto de esa
corriente de pensamientos, abrir nuestra mente a todo lo que aparezca en el flujo de nuestra conciencia.
Este entrenamiento acaba generalizándose de modo que, en los momentos en que lo necesitemos,
podamos dejar a un lado esto y prestar atención a aquello.
El entrenamiento en mindfulness reduce la actividad de los llamados circuitos del yo, ubicados en la
corteza prefrontal medial, de modo que, cuanto menos diálogo interno, mejor podremos experimentar el
presente[237]. Cuanto más tiempo lleve una persona practicando mindfulness, más fácilmente podrá
desacoplar su cerebro de los dos tipos de autoconciencia y activar, libre de todo parloteo mental relativo
al «yo», los circuitos que alientan la presencia aquí y ahora[238].
El fortalecimiento del control ejecutivo resulta especialmente importante para las personas a las que
el menor contratiempo, daño o decepción las sumerge en una cavilación interminable. Al cambiar la
relación que mantenemos con el pensamiento, el mindfulness nos permite romper la cadena de
pensamientos que, de otro modo, acabaría revolcándonos en el sufrimiento. En lugar, pues, de vernos
arrastrados por su corriente, podemos entonces hacer una pausa y, dándonos cuenta de que son meros
pensamientos, decidir actuar o no a partir de ellos.
La práctica de mindfulness fortalece, en suma, la focalización, especialmente el control ejecutivo, el
tamaño de la memoria de trabajo y la capacidad de mantener la atención. Y hay que decir que basta con
20 minutos de práctica diaria durante 4 días para empezar a disfrutar de todos esos beneficios (aunque,
cuanto más entrenamiento, más duraderos serán, obviamente, sus efectos)[239].
También está la cuestión de la multitarea, considerada el azote de la eficacia. Y con ello nos
referimos a los cambios en el contenido de la memoria operativa y a las interrupciones rutinarias de un
determinado foco de atención, que pueden desviarnos varios minutos de la tarea original. Y hay que
decir también que recuperar la plena concentración requiere entre 10 y 15 minutos.
Cuando profesionales de los recursos humanos que habían recibido un entrenamiento en
mindfulness se vieron sometidos a un experimento que simulaba su frenética jornada habitual (que
consistía en organizar los encuentros de los asistentes a un congreso, localizar salas libres en las que
celebrar las reuniones, elaborar la agenda, etcétera, en medio de una vorágine de correos electrónicos y
llamadas telefónicas de ida y vuelta para ajustar horarios), la práctica de mindfulness no solo mejoró
considerablemente su concentración, sino que también les hizo más perseverantes y eficientes[240].
Me hallaba reunido en un despacho de More Than Sound Productions (una empresa dirigida por uno
de mis hijos) cuando nuestra atención empezó a fluctuar, algo que se puso de relieve con la aparición de
conversaciones paralelas y la frecuencia con que algunos asistentes empezaban a consultar
discretamente sus correos electrónicos. Esa disgregación del foco de atención compartido es una
experiencia muy habitual, un claro indicador de que la eficiencia del grupo está empezando a menguar.
De pronto, sin embargo, uno de los presentes se levantó y, golpeando un pequeño gong, dijo: «¡Tiempo
para mindfulness!».
Todos nos sentamos entonces en silencio unos pocos minutos y, cuando sonó de nuevo el gong,
retomamos, con renovado brío, nuestra reunión. Aunque se trató, para mí, de un momento muy especial,
no lo fue tanto para More Than Sound, cuyo equipo suele dedicar, según parece, a intervalos irregulares,
marcados por el sonido del gong, unos minutos al mindfulness. Se trata de una pausa que, según dicen,
no solo aclara su mente, sino que también renueva su concentración.
No es de extrañar que esa pequeña editorial reconozca la importancia del mindfulness porque,
cuando los visité, acababan de publicar Mindfulness at work, un audio dirigido por Mirabai Bush, la
mujer que introdujo esta práctica en Google.
Ver la imagen global
Los líderes se sienten cada vez más apremiados por el aumento de la complejidad de los sistemas en los
que deben moverse. Tengamos en cuenta, en este sentido, la globalización de mercados, proveedores y
organizaciones; la aceleración del cambio en el ámbito de la tecnología de la información; la inminencia
de los peligros ecológicos, o la rapidez con que pasan de moda los productos comercializados. Todo eso
puede acabar desbordándonos.
«La mayoría de líderes no llevan a cabo pausa alguna —me confesó un curtido coach del liderazgo
—, pero lo cierto es que uno necesita tiempo para reflexionar».
Su jefe, el presidente de una gran empresa dedicada a la gestión de inversiones, dijo lo mismo con
las siguientes palabras: «Si no me permitiera esos momentos, me vería obligado a renunciar».
Este es un comentario con el que coincide plenamente Bill George, antiguo director general de
Medtronic: «Los líderes actuales se sienten acosados. Tienen una cita cada cuarto de hora y, a lo largo
del día, se ven interrumpidos miles de veces. Deben encontrar momentos para poder reflexionar».
Estos momentos de reflexión regular en la agenda diaria o semanal pueden ser de gran ayuda para ir
más allá de la hiperactividad habitual, evaluar la situación y mirar hacia delante. Son muchos los
pensadores, desde el congresista Tom Ryan hasta el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey
D. Sachs, que consideran que el mindfulness es un método que ayudaría a los líderes a ver la imagen
global[241]. Ellos afirman que no solo necesitamos líderes atentos, sino también una sociedad atenta y
que, para ello, deben centrarse en tres aspectos diferentes: nuestro propio bienestar, el bienestar de los
demás, y el funcionamiento de los sistemas mayores que gobiernan nuestra vida.
Dirigido hacia uno mismo, el mindfulness —según explica Sachs— consiste en una lectura más
exacta de lo que realmente nos hace felices. Los datos económicos globales parecen demostrar que,
cuando un país alcanza un nivel moderado de ingresos —suficiente para satisfacer las necesidades
básicas—, desaparece la estrecha relación previa que existe entre riqueza y felicidad. Intangibles tales
como la relación con las personas a las que amamos y las actividades significativas pueden hacernos
entonces más felices que ir, por ejemplo, de compras o a trabajar.
Pero solemos ser jueces muy inadecuados de lo que nos hace sentir bien. Sachs afirma que, si
prestásemos más atención a cómo gastamos el dinero, sería menos probable que nos dejásemos atrapar
por la publicidad engañosa que anuncia productos que en modo alguno nos hacen más felices. El
mindfulness despierta deseos materiales más modestos y nos lleva a dedicar más tiempo y energía a
satisfacer necesidades más profundas de significado y conexión.
En el ámbito social, el mindfulness a los demás —prosigue Sachs— supondría prestar atención al
sufrimiento de los pobres y a la red de servicios sociales que, tanto en los Estados Unidos como en
muchas otras economías avanzadas, se halla en claro estado de descomposición. Limitarse, en su
opinión, a ayudar a los pobres a sobrevivir no hace sino acentuar la pobreza intergeneracional. Lo que
necesitamos es impulsar, durante una generación, en los ámbitos educativo y sanitario, a los niños más
pobres, para que puedan enfrentarse a la vida desde un nivel de capacidades más elevado y no se vean
así condenados, como sus familias, a sobrevivir a base de subsidios.
A ello deberíamos agregar programas, como el mindfulness, que alienten el control ejecutivo del
cerebro. Los niños de Dunedin que, durante su infancia, mejoraron su autocontrol, obtuvieron idénticos
beneficios en la salud y el éxito en la vida que quienes, desde siempre, podían demorar la gratificación.
¿No sería más interesante, dado que esa mejora en el control de los impulsos fue fortuita y no fruto de
un plan deliberado, enseñar ese tipo de habilidades a todos nuestros niños?
Y también hay que tener en cuenta la conciencia de los sistemas globales como, por ejemplo, el
impacto del ser humano sobre el planeta. La solución de los problemas propios de este nivel requiere de
una visión sistémica. Prestar atención al futuro significa tener en cuenta las consecuencias a largo plazo
de nuestras acciones, tanto para la generación de nuestros hijos como para la de los hijos de nuestros
hijos, etcétera.
Parte VI: El líder bien enfocado
18. Cómo dirigen su atención los líderes
La expresión «muerte por PowerPoint» se refiere a las sinuosas y aburridas presentaciones que esa
herramienta informática parece alentar. Ese tedio refleja la ausencia de un pensamiento focalizado de
sus autores y su incapacidad para subrayar los aspectos más sobresalientes de la cuestión que están
tratando de ilustrar. La respuesta que alguien da a la sencilla pregunta «¿Y cuál es la idea principal?»
nos proporciona un indicio de su capacidad para exponer con claridad las facetas más importantes de
algo.
Según tengo entendido, Steve Balmer, director general de Microsoft (lugar en que nació el temible
PowerPoint), ha prohibido, en sus reuniones, este tipo de presentaciones. En lugar de ello, Balmer
solicita ver previamente el material para no perderse, en el encuentro cara a cara, en un interminable
proceso y poder ir así directamente al grano. «Eso —según dice— favorece nuestra concentración[242]».
Dirigir la atención hacia donde se necesita es una de las tareas principales del liderazgo. Ese talento
depende de la capacidad de centrar la atención en el lugar y momento adecuados para detectar las
tendencias y realidades emergentes y aprovechar mejor así las oportunidades. Pero no es solo el foco de
atención de quien toma las decisiones estratégicas el que encumbra o arruina una empresa, sino el
amplio repertorio de la atención y pericia que muestran todos los implicados[243].
A diferencia de lo que sucede en el caso del individuo, el gran número de personas que componen
una organización favorece una distribución más adecuada de la atención y una división del trabajo que
tenga en cuenta las habilidades de los distintos empleados. Este foco múltiple permite que la capacidad
de atención de la organización para entender y responder a los sistemas complejos resulte mucho más
adecuada que la de los individuos aisladamente considerados.
Los diferentes departamentos de una organización (finanzas, márketing, recursos humanos, etcétera)
reflejan el modo en que esta se concentra. Como la atención tiene, tanto en el individuo como en las
organizaciones, una capacidad limitada, es necesario decidir dónde dirigir su atención, qué ignorar y en
qué concentrarse.
Entre los síntomas de lo que podríamos denominar el «síndrome de déficit de atención de una
organización» cabría citar, por ejemplo: la toma de decisiones erróneas por falta de datos o la falta de
tiempo para reflexionar; los problemas en llamar la atención del mercado, y la incapacidad para
concentrarse en el momento y lugar oportunos.
No es fácil llamar la atención del mercado y despertar el interés del público. Lo que el mes pasado
nos deslumbró hoy nos parece aburrido, y el listón para llamar la atención se eleva, en consecuencia, de
continuo. Y, si bien existen estrategias destinadas a atrapar nuestra mirada manipulando, con efectos
tecnológicos sorprendentes y especiales, el sistema ascendente, también estamos asistiendo al
renacimiento del viejo método de contar buenas historias[244]. Porque las historias no se limitan a captar
nuestra atención, sino que también la mantienen. Esta es una lección no del todo desperdiciada por las
«industrias de la atención», como los medios de comunicación, la televisión, el cine, la música y la
publicidad, que compiten por nuestra atención, en un juego de suma cero en el que unos ganan y otros
pierden.
La atención tiende a centrarse en lo que importa y tiene sentido. La historia que narra un líder puede
imbuir con tal resonancia un determinado aspecto, que implique la necesidad de decidir en qué
concentrarse y dónde poner la energía[245].
El liderazgo gira en torno a la necesidad de captar y dirigir eficazmente la atención colectiva. Y ello
implica cuestiones tan diversas como saber centrar, en primer lugar, nuestra propia atención y atraer y
dirigir luego la atención de los demás, así como captar y mantener la atención de clientes o
consumidores.
El líder bien enfocado debe ser capaz de equilibrar el foco interno (dirigido hacia el clima y la
cultura de la organización) con el foco en los demás (en el paisaje competitivo) y el foco exterior
(centrado en las realidades mayores que configuran el entorno en que opera el equipo).
El campo de atención de un líder, es decir, las metas y cuestiones concretas en las que se concentra,
dirige —con independencia de que la manifieste o no explícitamente— la atención de sus seguidores.
Las personas deciden dónde deben concentrarse basándose en su percepción de lo que, para el líder,
tiene importancia. Este efecto dominó deposita, sobre la espalda de los líderes, una carga extra de
responsabilidad, porque no solo están dirigiendo su propia atención sino la atención también, en gran
medida, de los demás[246].
Consideremos, a modo de ejemplo, el caso de la estrategia. La estrategia representa, en este sentido,
la pauta deseada de atención de la organización que todo el mundo, cada uno a su modo, debería
compartir[247]. Una estrategia concreta se basa en decisiones que contribuyen a discernir qué hay que
ignorar y a qué hay que prestar atención (¿la cuota de mercado o los beneficios?, ¿los competidores
actuales o los nuevos?, ¿qué nuevas tecnologías, en concreto?). Cuando los líderes establecen una
estrategia, están orientando hacia ella la atención de sus subordinados.
¿De dónde viene la estrategia?
Kobun Chino, maestro japonés de kyudo —el arte Zen del tiro con arco—, fue, en cierta ocasión,
invitado a demostrar sus habilidades en el Instituto Esalen, el célebre centro de estudios para adultos
ubicado en Big Sur (California), en la misma carretera que conduce al centro de retiros de Tassajara del
Centro Zen de San Francisco.
Llegado el día, alguien colocó una diana en la parte más alta de una loma cubierta de hierba, situada
en un alto acantilado junto al océano Pacífico. Chino se alejó a una distancia considerable del blanco,
colocó sus pies en la posición tradicional del arquero, enderezó la espalda, tensó muy lentamente su
arco, esperó un rato y, finalmente, disparó.
La flecha pasó silbando por encima del blanco y se dirigió hacia el cielo para acabar cayendo al
océano.
«¡Blanco!» —gritó entonces, alborozado, Kobun Chino, dejando atónito al público.
Y es que, como dijo, en cierta ocasión Arthur Schopenhauer, «el genio es el que acierta en una diana
invisible para otros».
Kobun Chino era el maestro Zen del difunto Steve Jobs, el conocido director general de Apple
Computer. Entre los blancos invisibles en que acertó Jobs, se halla el innovador concepto, por aquel
entonces, de un ordenador accesible a todo el mundo (y no solo a los entendidos), una idea ajena a todas
las empresas informáticas de la época. Después de crear el primer ordenador de sobremesa de Apple,
Jobs y su equipo llevaron esa visión amable con el usuario al iPod, el iPhone y el iPad productos que,
por aquel entonces, resultaban inconcebibles.
Cuando, después de haber sido despedido de Apple en 1984, Steve Jobs regresó, en 1997, se
encontró con una empresa que fabricaba muchos productos, que iban desde ordenadores y accesorios
periféricos hasta 12 tipos diferentes de Macintosh. La compañía estaba naufragando y su estrategia para
remediarlo fue muy sencilla: el enfoque.
En lugar de dedicarse a decenas de productos, solo se concentrarían en cuatro, un ordenador de
sobremesa y un portátil dirigidos a dos mercados diferentes, el consumidor y el profesional. Y es que, al
igual que ocurre en la práctica del Zen, donde el reconocimiento de que nos hemos distraído es el
primer paso para recuperar la concentración, Jobs se dio cuenta de que «tan importante es decidir qué
no hacer como decidir qué hacer»[248].
Jobs rechazaba de manera implacable, tanto en el ámbito personal como en el profesional, lo que
consideraba superfluo. Pero también sabía que, para que la simplificación resulte eficaz, debemos
entender perfectamente la complejidad que estamos tratando de reducir. La decisión más simple, en aras
de la simplificación, como el lema de Jobs de que los productos de Apple deben permitir que el usuario
haga cualquier cosa con no más de tres clics, requiere una comprensión profunda de la función de las
instrucciones y las teclas que permiten encontrar soluciones elegantes.
Más de un siglo antes de que Apple existiera, otra visión radical permitió que la máquina de coser
Singer alcanzase, a escala mundial, un extraordinario éxito comercial. La simple premisa de que las
amas de casa pudiesen manejar un artilugio mecánico era, en pleno siglo XIX (mucho antes de que las
mujeres en los Estados Unidos conquistasen el derecho al voto), una idea revolucionaria. Y Singer no se
limitó a ello, sino que también facilitó a las mujeres el acceso a máquinas de coser concediéndoles
créditos.
Solo en el año 1876, Singer vendió más de 262 316 máquinas de coser, una cifra extraordinaria para
la época. Uno de los fundadores de esa empresa fue el constructor también del Dakota, el emblemático
edificio de apartamentos de Manhattan en el que han vivido famosos como John Lennon. En 1908, su
recién erigido centro de operaciones, el Singer Building era, con sus 47 pisos de altura, el edificio más
alto del mundo.
Mi madre, nacida en 1910 (y fallecida dos meses antes de cumplir los cien), poseía, desde su
adolescencia, una Singer. Todavía recuerdo que, siendo niño, solía acompañarla a un almacén de telas
porque, en aquel tiempo, las mujeres solían confeccionar la ropa de su familia. En mi época, sin
embargo (yo fui el tercero de sus hijos), ella ya me compraba la ropa.
Cambios culturales como el que permitió a las amas de casa utilizar máquinas de coser y comprar,
un siglo más tarde, la ropa de su familia —manufacturada por mano de obra barata en otros países—,
abren nuevos horizontes de continuo. En la medida en que las sociedades, la tecnología, los canales de
distribución y los sistemas de información evolucionan, aparecen nuevos grupos de clientes, nuevas
modalidades de compra y nuevas necesidades. Cada avance trae consigo una serie de estrategias
ganadoras.
Apple y Singer dejaron huellas que, en un desesperado intento por atraparlas, han tratado de seguir
sus competidores. Hoy en día existe toda una pequeña industria de asesores dispuestos a guiar a las
empresas a través de un amplio abanico de decisiones estratégicas. Pero, si bien las estrategias
accesibles permiten determinar las tácticas de una organización, no modifican las reglas del juego.
El significado de la palabra «estrategia» procede del entorno militar y originalmente se refería al
«arte de liderar», es decir, al ámbito de acción de los generales. La estrategia se centra en el modo de
emplear los propios recursos, mientras que la táctica se ocupa del modo de luchar en la batalla. En la
actualidad, los líderes necesitan generar estrategias que tengan sentido en todos los sistemas en los que
operan, una tarea propia de lo que hemos denominado foco externo.
Una nueva estrategia significa reorientar, con un nuevo enfoque, lo que hasta entonces había sido
habitual. Pero, para dar con una estrategia radicalmente nueva, se necesita percibir una nueva posición
que nuestros competidores no hayan advertido. Y es que, aunque todo el mundo tenga acceso a las
tácticas ganadoras, solo unos pocos, no obstante, las tienen en cuenta.
Aunque ejércitos enteros de asesores nos ofrezcan sofisticadas herramientas analíticas para
perfeccionar las estrategias, todos ellos frenan en seco cuando se enfrentan a la gran pregunta «¿De
dónde proceden las estrategias ganadoras?». Un artículo ya clásico sobre estrategia hace el comentario
improvisado de que la estrategia ganadora «requiere creatividad e intuición»[249].
Estos ingredientes están relacionados, respectivamente, con los focos interno y externo. Cuando
Marc Benioff, fundador y primer director general de SalesForce advirtió, por vez primera, el potencial
del almacenamiento informático en la Nube, estaba contemplando la evolución posible de una
tecnología capaz de cambiar sistemas (un foco externo), junto a su propia sensación visceral de lo que,
para proporcionar este tipo de servicio, debe hacer una empresa. Su propia empresa, dedicada a la
gestión de las relaciones entre clientes, apostó por asumir, en este nuevo y competitivo entorno, una
posición de partida.
Los mejores líderes poseen una conciencia sistémica que les ayuda a responder a la continua
pregunta de hacia dónde y cómo debemos dirigir nuestros pasos. El autocontrol y las habilidades
sociales combinan el foco en uno mismo con el foco en los demás para construir una inteligencia
emocional que movilice el ingenio humano necesario para llegar hasta ahí. El líder necesita contrastar
una posible decisión estratégica con todo lo que sabe. Y, una vez tomada la decisión, debe ser capaz de
transmitirla con pasión y habilidad, apelando a la empatía cognitiva y a la empatía emocional. En
ausencia de sabiduría estratégica, sin embargo, estas habilidades personales también fracasan.
«Si piensas en forma sistémica —me dijo Larry Brilliant—, te ocuparás de los valores, la visión, la
misión, la estrategia, las metas, las tácticas, las entregas, la evaluación y el bucle de retroalimentación
que reactiva todo el proceso».
Un detalle revelador en el horizonte
A mediados de la primera década de este siglo, BlackBerry se había convertido en el ojito derecho de la
innovación tecnológica. A la empresa le gustaba que el sistema funcionase únicamente en su propia red
cerrada, fiable, rápida y segura. Repartieron miles de aparatos entre sus empleados y la palabra
«crackberry» pasó a formar parte de la jerga de la empresa para indicar la adicción de los usuarios a su
BlackBerry. Basándose en cuatro fortalezas clave (facilidad de escritura, una seguridad excelente, larga
vida de la batería y compresión de los datos), la empresa acabó haciéndose con el dominio del mercado.
Durante un tiempo, BlackBerry fue una tecnología innovadora que, desplazando a todos los
competidores, impuso, en algunos campos (ciertas funciones del PC, los ordenadores portátiles y todos
los teléfonos móviles) sus propias reglas de juego. Pero, mientras BlackBerry dominaba el mercado
empresarial y se convertía en el capricho de los consumidores, el mundo seguía su curso. El iPhone
apareció en un momento en el que cada vez más trabajadores de la empresa estaban comprando sus
propias marcas de teléfono inteligente (no necesariamente BlackBerry), de modo que no quedó más
remedio que adaptarse y permitir que sus empleados conectasen sus dispositivos a la red corporativa. Y,
en el mismo momento en que abrieron esa puerta y se vieron obligados a competir con los demás, el
control que ejercían sobre el mercado empresarial empezó a desvanecerse.
RIM (Research in Motion), el fabricante de BlackBerry, tardó un tiempo en darse cuenta de la
situación. Cuando introdujeron la pantalla táctil, por ejemplo, la suya ya no estaba a la altura de las que,
desde hacía tiempo, ofrecía el mercado. Y la red cerrada de BlackBerry, que antes suponía una ventaja,
acabó convirtiéndose en un inconveniente en un mundo en el que los móviles (iPhone y Android) se
habían convertido en plataformas con su propio universo de aplicaciones.
El éxito inicial de la marca se debió a su ingeniería superior, porque los directores generales de RIM
eran ingenieros. Después de verse obligados por su equipo directivo, sin embargo, a dimitir, la empresa
anunció que, aun cuando la mayor parte de su crecimiento se inclinase del lado de los consumidores, su
principalmercado volvería a girar en torno al mundo empresarial.
Como explica Thorsten Heins, nuevo director general de RIM, la empresa había soslayado los
grandes cambios de paradigma que se habían producido en su nicho ecológico. Había ignorado el
cambio acontecido en los Estados Unidos con las redes inalámbricas de la cuarta generación (4G) y
también había fracasado en construir dispositivos para ello, dejando así el mercado libre a sus
competidores. Y, aferrándose a su propio teclado, subestimó también la popularidad que acabaría
alcanzando la pantalla táctil del iPhone.
«El público estaba dispuesto a sacrificar la duración de la batería —afirma Heins— por una
excelente interfaz táctil. Pero nosotros no creímos que tal cosa pudiese ocurrir. Y lo mismo podríamos
decir con respecto a la seguridad», momento en el cual la empresa cambió sus reglas para permitir que
sus empleados conectasen sus propios teléfonos inteligentes a la red de la empresa[250].
Aunque, hasta cierto momento, BlackBerry había liderado una auténtica revolución ahora, como
decía cierto analista, «parecía bastante despistada y sin saber muy bien lo que querían los
consumidores»[251].
Aunque BlackBerry seguía liderando mercados como el indonesio, solo cinco años después de haber
dominado el mercado estadounidense, sus acciones habían perdido el 75% de su valor. Cuando escribo
esto, RIM ha anunciado un último y desesperado intento por recuperar, con un nuevo teléfono, su cuota
de mercado. Pero lo cierto es que RIM quizás haya entrado en un capítulo de la vida de toda empresa, al
que se conoce como «valle de la muerte», que puede resultar letal.
La expresión «valle de la muerte» procede de Andrew Grove, el legendario fundador y director de
Intel, que relata un momento cercano a la muerte de su empresa. En sus primeros años, Intel construyó
chips de silicio para la industria informática, un mercado incipiente en aquel tiempo. La dirección,
según explica Grove, se mostraba impermeable a los mensajes procedentes de sus propios equipos de
ventas, que les decían que los consumidores estaban cambiando masivamente a los chips más baratos,
fabricados en Japón.
Si Intel no hubiese tenido un negocio paralelo de microprocesadores informáticos (el ubicuo «Intel
Inside» que dominó el apogeo de los ordenadores portátiles), la empresa ya habría muerto. Pero, en esa
época —admite Grove—, Intel experimentó una «disonancia estratégica» al cambiar, en un momento en
el que los fabricantes japoneses empezaban a dominar el mercado del chip, de la explotación a la
exploración y pasar de fabricar chips de memoria (su primer éxito empresarial) a diseñar
microprocesadores.
El título del libro de Grove, Solo los paranoides sobreviven, admite tácitamente la necesidad de
otear de continuo el horizonte en busca de algún indicio revelador. Este es un consejo que resulta
especialmente aplicable al sector tecnológico (sobre todo si lo comparamos, por ejemplo, con el de los
frigoríficos), donde la brevedad del ciclo de los productos obliga a asumir un ritmo endiablado de
cambio.
La rapidez de los cambios a que se ven sometidos los productos tecnológicos (semejante al frenético
papel procreador que, en el campo de la genética, ha desempeñado la mosca del vinagre) convierte a ese
sector en una fuente interminable de casos de estudio. En el terreno de los juegos, el controlador remoto
Wii de Nintendo se hizo con el mercado de la PlayStation 2 de Sony, y Google puso fin a la supremacía
de Yahoo como principal motor de búsqueda de internet. Y Microsoft que, en un determinado momento,
tenía una cuota de mercado del sistema operativo de los teléfonos móviles del 42%, vio cómo las
ganancias del iPhone empequeñecían día tras día las suyas. Y es que las innovaciones van modificando
de continuo nuestra sensación de lo que es posible.
Después de que Apple lanzase al mercado el iPod, Microsoft tardó cuatro o cinco años para sacar
Zune, su propia versión… y otros seis para declarar fracasado su intento[252]. La fijación de Microsoft
en la familia de software Windows, su gallina de los huevos de oro, explica, en opinión de los analistas,
el fracaso de la empresa en desafiar la supremacía comercial de Apple y de sus productos, el iPod, el
iPhone y el iPad.
Nuestro fracaso para desconectar el foco de atención de las zonas de confort depende, en opinión de
Clay Shirky, de que «quienes dirigen el viejo sistema no se dan cuenta del cambio y, si lo hacen, asumen
que no es importante, que solo afecta a un área concreta o que se trata de una moda pasajera. Y cuando,
finalmente, no les queda más remedio que admitir que el mundo ha cambiado, han perdido un tiempo
precioso para adaptarse[253]».
Piensa diferente
El caso de RIM nos proporciona un ejemplo de manual de la rigidez organizativa que aqueja a una
empresa que, siendo la primera en comercializar un avance tecnológico, desperdicia las sucesivas
oleadas tecnológicas porque, desatendiendo a lo que luego ocurre, sigue aferrada a la primera de sus
novedades. Una organización centrada en su mundo interno puede funcionar muy bien, pero cuando no
se adapta al mundo mayor en el que opera, su rendimiento puede acabar sirviendo a una estrategia
fracasada.
Los cursos de estrategia impartidos en las escuelas de gestión empresarial diferencian la explotación
de la exploración. Algunas personas (y algunas empresas, como RIM) tienen éxito al aplicar una
estrategia de explotación, que consiste en perfeccionar y aprender a mejorar una determinada capacidad,
tecnología o modelo empresarial. Otras, sin embargo, encuentran su camino hacia el éxito a través de la
exploración, probando alternativas innovadoras a las que actualmente emplean.
Las empresas con una estrategia ganadora tratan de perfeccionar sus operaciones y ofertas actuales
sin introducir cambios radicales. El acto de equilibrio mental que consiste en combinar la exploración
de las novedades con la explotación de lo que ya funciona no ocurre por sí solo. Pero la investigación
realizada en este sentido ha puesto de relieve que las empresas capaces de explotar y explorar
simultáneamente son «ambidiestras», contemplando esas estrategias como unidades independientes, con
culturas y formas de operar muy diferentes. Al mismo tiempo, cuentan con un equipo muy compacto de
líderes experimentados que se ocupan de equilibrar el foco externo, el foco interno y el foco en los
demás[254].
Lo que funciona en el ámbito colectivo refleja lo que sirve en el caso de la mente individual. La
función ejecutiva de la mente, árbitro que determina dónde debemos centrar nuestra atención, gestiona
tanto la concentración que requiere la explotación como el foco abierto que exige la exploración.
La exploración nos aleja del foco actual para abrirnos a nuevos horizontes y posibilitar la
flexibilidad, el descubrimiento y la innovación. La explotación, por su parte, requiere la concentración
en lo que estamos haciendo para perfeccionar, de ese modo, su eficacia y mejorar el rendimiento.
Quienes se centran en la explotación pueden encontrar un camino más seguro y libre de riesgos
hacia el beneficio económico mientras que, quienes se consagran a la exploración, tal vez cosechen un
mayor éxito en la siguiente innovación, aunque el peligro de fracasar también es mayor y el horizonte
de beneficios más lejano. Bien podríamos calificar, en este sentido, a la explotación como el camino de
la tortuga, y a la exploración como el camino de la liebre.
La tensión que existe entre ambas funciones mentales está presente en la mente de cualquier persona
que deba tomar una decisión en este sentido. ¿Es mejor seguir con la tecnología de baterías, cuyos
beneficios económicos para la empresa no han hecho sino aumentar, o invertir, por el contrario, en I+D
para descubrir una nueva tecnología de almacenamiento energético que convierta en obsoletos los
productos de la competencia? Porque estas son —como lleva insistiendo, desde hace años, James
March, especialista en teoría de la estrategia de Stanford— el tipo de decisiones estratégicas prácticas
que consolidan o arruinan una empresa[255].
Quienes mejores decisiones toman son, en este sentido, ambidiestros y saben perfectamente cuándo
deben pasar de una modalidad a otra. Pueden dirigir organizaciones alternando ambas estrategias,
alentando el crecimiento mediante la innovación y la contención de costes, dos operaciones muy
distintas. Kodak, por ejemplo, era una empresa extraordinaria en el campo de la fotografía analógica,
hasta que tropezó con la nueva realidad competitiva impuesta por la aparición de las cámaras
fotográficas digitales.
Este riesgo se intensifica en épocas de recesión, momento en el cual las empresas centran,
comprensiblemente, todos sus esfuerzos en sobrevivir y alcanzar sus objetivos a expensas, muy a
menudo, de sus trabajadores o de mantenerse al día en medio de los cambios que ocurren en el mundo.
Pero lo cierto es que la modalidad de supervivencia estrecha nuestro foco.
Pero la prosperidad tampoco es garantía de ambidestreza. Y ese cambio puede ser más difícil para
quienes se hallan atrapados en lo que Grove, de Intel, denomina «la trampa del éxito». Toda empresa
atraviesa, según dice, más tarde o más temprano, un momento en el que, para sobrevivir o aumentar su
rendimiento, tiene que cambiar radicalmente. «Y, si no aprovecha esa oportunidad —advierte—,
empieza a declinar».
Intel mantuvo demasiado tiempo, según Grove, a sus mejores especialistas en desarrollo trabajando
en los chips de memoria… cuando la supervivencia de la empresa dependía ya de los
microprocesadores que, durante la siguiente década, acabarían convirtiéndose en un extraordinario
motor de crecimiento. En este sentido, Intel no supo separar adecuadamente la explotación de la
exploración.
El eslogan de Apple «Piensa diferente» pone de relieve un cambio en el sentido de la exploración.
Mudarse a un nuevo territorio o limitarse a aumentar la eficacia son posturas contrapuestas que, a nivel
cerebral, se asientan en funciones mentales y mecanismos neuronales completamente diferentes. El
control de la atención encierra la clave para que las personas responsables de tomar decisiones puedan
llevar a cabo dicho cambio.
Los escáneres cerebrales realizados a 63 profesionales experimentados que, mientras seguían, en un
juego de simulación, estrategias de explotación o estrategias de exploración (o alternaban entre ambas),
debían adoptar decisiones comerciales, pusieron de relieve los circuitos cerebrales concretos en los que
descansa cada una de estas modalidades[256]. En este sentido, la explotación va acompañada de una
activación de los circuitos cerebrales ligados a la anticipación y la recompensa y parece bastante buena
para dejarse llevar por una rutina cómoda y familiar. La exploración, por su parte, parece apoyarse en
una activación de los centros ejecutivos cerebrales que gestionan la atención. Parece, pues, que la
búsqueda de alternativas a la estrategia actual requiere de un enfoque más intencional.
El primer movimiento para adentrarnos en un nuevo territorio pasa por desconectarnos de la rutina
conocida y luchar contra la inercia de los hábitos, un pequeño acto de atención que exige lo que la
neurociencia denomina «un esfuerzo cognitivo». Ese toque decidido de control ejecutivo libera la
atención para que se mueva a sus anchas y se abra nuevos caminos.
¿Qué es lo que impide que las personas lleven a cabo este pequeño esfuerzo neuronal? Hay que
empezar diciendo, en primer lugar, que la sobrecarga mental, el estrés y la falta de sueño (por no
mencionar el alcohol) afectan a los circuitos ejecutivos necesarios para ejecutar ese cambio cognitivo,
circunscribiéndonos a los límites establecidos por nuestros hábitos mentales. Y a ello hay que agregar,
en segundo lugar, el estrés de la sobrecarga, la falta de sueño y la dependencia de tranquilizantes,
lamentablemente demasiado frecuente entre quienes desempeñan tareas muy exigentes.
19. El triple foco del líder
Cuando solo tenía 11 años, Steve Tuttleman empezó a leer con su abuelo el Wall Street Journal, un
hábito que, cuatro décadas después, ha crecido hasta llevarle a consultar diariamente, en su tablet, cerca
de 20 páginas web, así como multitud de datos y opiniones proporcionadas por un lector RSS. Y, desde
primera hora de la mañana, también consulta, una media de seis veces al día, las noticias de última hora
en los sitios web del New York Times, el Wall Street Journal y Google News. Una aplicación web le
organiza, para su posterior lectura más detenida, el contenido de las 26 revistas a las que está suscrito.
«Si el asunto me parece muy importante, requiere más estudio o debo conservarlo como referencia —
concluye Tuttleman—, regreso a él cuando puedo dedicarle más tiempo».
Tuttleman también lee publicaciones especializadas vinculadas, cada una de ellas, a un interés
comercial concreto. National Restaurant News, por ejemplo, tiene que ver con la cadena de franquicias
Dunkin Donuts, de la que es accionista; Bowler’s Journal le mantiene al día para dirigir Ebonite, una
empresa dedicada a vender bolos para boleras de la que es dueño. Por su parte, el Journal of Practical
Estate Planning y una media docena de publicaciones similares le ayudan a mantenerse al corriente de
lo que podría ser importante para su puesto como miembro del cuadro directivo de Hirtle Callaghan,
que gestiona los activos de obras filantrópicas, universidades y particulares con un elevado patrimonio.
Y Private Equity Investor le informa, por último, de las condiciones para el negocio que dirige como
presidente de Blue 9 Capital.
«Se trata, sin la menor duda, de un volumen de lectura impresionante —me dice Tuttleman—. A
veces creo que me consume demasiado tiempo, pero lo cierto es que siempre estoy estableciendo
conexiones y lo que leo me proporciona una base segura para las decisiones que tomo».
En el año 2004, la cadena comercial Five Below contactó con él para que invirtiese dinero con una
propuesta sobre la que Tuttleman dice: «Compartieron conmigo su proyecto de un nuevo modelo de
tienda y las cifras eran, en cuanto a costes y beneficios, muy exactas».
Pero Tuttleman fue más allá de las cifras y visitó una de sus seis tiendas, cotejando sus sensaciones
internas con las reacciones de los consumidores. «Ofertaban, con un enfoque muy especial, una
selección muy atractiva de productos. Sus clientes potenciales tenían entre 12 y 15 años, y, en las
tiendas, podía verse fundamentalmente a madres acompañadas de sus hijos. Pero lo que yo veía era a
gente a la que le gustaba la tienda, y a mí también me gustaba».
En los años siguientes, Tuttleman invirtió más dinero en Five Below, de modo que lo que, en 2004,
era una cadena de seis tiendas, creció hasta convertirse, a finales de 2012, en una empresa de 250
tiendas que empezó a cotizar con éxito en Bolsa. Y, aunque la empresa sacó las acciones al mercado en
el mismo momento en que se produjo la debacle en Bolsa de Facebook, su éxito, no obstante, no se vio
afectado.
«Me proponen de continuo nuevas oportunidades de inversión —me dijo Tuttleman—. Me traen el
libro de cuentas que detalla las cifras de alguna empresa que está en el mercado. Pero yo me fijo en el
peso que tiene en el contexto más amplio de lo que está ocurriendo en la sociedad, la cultura y la
economía. Siempre contemplo estas cosas en el contexto impuesto por el sistema mayor. Se necesita,
para estas cosas, una visión muy amplia».
En 1989, Tuttleman compró acciones de Starbucks, Microsoft, Home Depot y Wal-Mart que todavía
posee. ¿Por qué las compró? «Compré lo que me gustaba —explica—. Me guío por el instinto».
Cuando tomamos decisiones como las anteriores, los sistemas subcorticales operan al margen de la
atención consciente, recopilando las reglas de decisión que no solo nos guían y pasan a engrosar nuestra
sabiduría de la vida, sino que nos transmiten también su veredicto en forma de sensaciones sentidas. Ese
tipo de intuición sutil («esto parece bueno») determina la dirección que seguiremos mucho antes de
estar en condiciones de expresar verbalmente nuestra decisión.
Los emprendedores más exitosos recopilan, a la hora de adoptar una decisión clave, muchos más
datos, procedentes de una serie mucho más amplia de fuentes de lo que la mayoría de la gente juzgaría
pertinente. No pasan por alto, por ejemplo, a la hora de tomar una decisión importante, los datos
proporcionados por las sensaciones viscerales.
Entre los circuitos subcorticales, conocedores de las verdades viscerales antes de que tengamos
palabras para nombrarlas, se hallan la amígdala y la ínsula. Una revisión académica de las intuiciones
viscerales concluye que el uso de la información que nos brindan las sensaciones no es, como podrían
argumentar las personas hiperracionales, una fuente constante de errores, sino una «estrategia de
valoración habitualmente acertada»[257]. El hecho de tener en cuenta nuestras sensaciones como fuente
de información nos permite servirnos de una amplia red de reglas de decisión que la mente recopila de
manera inconsciente.
Es muy probable que el aprendizaje que permite a Tuttleman interpretar sus sensaciones viscerales
se remonte a sus primeros años hojeando el Wall Street Journal con su abuelo, un inmigrante ruso que
había conseguido trabajo en una tienda de comestibles, y no solo acabó comprando la tienda, sino
también la empresa distribuidora que le proporcionaba suministros. Cuando vendió esa empresa, se
dedicó a invertir en el mercado de valores.
Como su padre y su abuelo antes que él —prosigue Tuttleman—, «desde pequeño supe que sería
inversor. Las conversaciones de sobremesa siempre giraban en torno a los negocios. Llevo casi 30 años
en este mundo y siempre he tenido una cartera de acciones de diferentes empresas, cada una de las
cuales tiene sus propios problemas de los que debo ocuparme de continuo. Todavía estoy construyendo
mi base de datos interna».
El punto adecuado para tomar decisiones inteligentes no solo depende de la experiencia que uno
tenga del tema, sino también de su nivel de autoconciencia. Cuanto más se conoce uno a sí mismo y a
su negocio, mayor es su destreza a la hora de interpretar los hechos (sin caer en las distorsiones internas
que pueden empañar su visión)[258].
En caso contrario, nos quedamos con los modelos de racionalidad fría representados, por ejemplo,
por los árboles de toma de decisiones (una aplicación de lo que se conoce como «teoría de la utilidad
esperada»), que se limitan a sopesar los pros y los contras de todos los factores implicados. El problema
es que la vida rara vez se nos presenta de un modo tan perfilado. Otro problema consiste en que nuestra
mente ascendente encierra información crucial inaccesible a nuestro cerebro descendente e imposible de
introducir, por tanto, en el árbol de decisiones. Las decisiones que, sobre el papel, parecen perfectas,
pueden no serlo tanto en la realidad, como bien ilustran, por ejemplo, los casos de la invasión de Irak o
el efecto, en un mercado desregulado, de los productos financieros derivados de las hipotecas de alto
riesgo.
«Los líderes más exitosos están buscando de continuo nueva información —afirma Ruth Malloy,
directora global de práctica de liderazgo y talento en Hay Group—. Quieren entender el territorio en el
que se mueven. Necesitan estar atentos a las nuevas tendencias e identificar las pautas emergentes que
podrían ser interesantes para su trabajo».
Cuando decimos que un líder tiene «foco», nos referimos generalmente a su capacidad para
permanecer concentrado en los resultados comerciales o en una determinada estrategia. ¿Pero basta
acaso con la concentración? ¿Qué ocurre con el resto del repertorio de la atención?
Las decisiones comerciales de Tuttleman se basan en datos y cifras procedentes de una amplia
exploración exterior, que corrobora con sus sensaciones viscerales y la lectura de los sentimientos de los
demás. Es incuestionable que los líderes necesitan, para poder descollar, del amplio abanico compuesto
por su foco externo, su foco interno y su foco en los demás, y que una flaqueza en cualquiera de esas
dimensiones puede resultar desequilibrante.
Líderes inspiradores
Veamos ahora dos líderes diferentes. El líder número 1 trabaja como ejecutivo de alto nivel en una
empresa de ingeniería de la construcción. Durante el boom inmobiliario de Arizona, que se produjo a
comienzos de la década del 2000 (y mucho antes, por tanto, del estallido de la burbuja inmobiliaria), fue
cambiando repetidamente de trabajo hasta alcanzar una posición muy elevada. Esa agilidad para
ascender en la jerarquía organizativa, sin embargo, no se correspondía con sus habilidades como líder
inspirador porque, cuando se le pidió que esbozase una declaración de intenciones que sirviese de guía
futura para la empresa, fracasó estrepitosamente. Lo máximo que pudo decir fue: «ser mejores que
nuestros competidores».
El líder número 2, por su parte, dirigía una organización sin ánimo de lucro que ofrecía servicios
sanitarios y sociales a comunidades hispanas en el suroeste de los Estados Unidos. Su declaración de
intenciones, exclusivamente centrada en objetivos más importantes, fluyó sin dificultad: «… crear un
buen entorno para la comunidad que, durante todos estos años, ha estado alimentando a nuestra
empresa, hacer el esfuerzo de repartir los beneficios… y que se aprovechen de nuestros productos». Se
trataba de un planteamiento positivo y que incluía, al mismo tiempo, a todos los implicados.
Durante las siguientes semanas, se pidió a los empleados que trabajaban directamente con cada uno
de los líderes que llevasen a cabo una evaluación confidencial del grado de motivación que les
transmitían sus respectivos jefes. El líder número 1 obtuvo una de las valoraciones más bajas de los 50
participantes, mientras que el líder número 2 obtuvo una de las más elevadas.
Lo interesante es que cada uno de ellos se vio valorado con un indicador cerebral de «coherencia»,
referido al grado de interconexión y coordinación de la actividad de los circuitos de una determinada
región. La región en cuestión se hallaba en el lado derecho del área prefrontal del cerebro, una zona
activa en la integración entre pensamiento y emoción, así como también en la comprensión de los
pensamientos y emociones de los demás. Los resultados de esta investigación demostraron, en los
líderes más inspiradores, un elevado nivel de coherencia en esta región clave para la conciencia de uno
mismo y de los demás, cosa que no sucedía en el caso de los más torpes[259].
Los líderes más inspiradores son capaces de articular valores compartidos que despiertan la
vibración del grupo y lo motivan. Estos son los líderes con los que a la gente le gusta trabajar, líderes
que saben poner de manifiesto una visión que moviliza a todo el mundo. Pero, para poder hablar de
corazón a corazón, un líder debe antes conocer sus propios valores, lo que requiere conciencia de uno
mismo.
El liderazgo motivador nos obliga a sintonizar tanto con nuestra propia realidad emocional interna
como con la realidad interna de las personas a las que tratamos de inspirar. Estos son elementos
compositivos de la inteligencia emocional sobre los que, a la luz de esta nueva comprensión del foco de
atención, he tenido que reflexionar.
La atención solo aparece, en el ámbito de la inteligencia emocional, de manera indirecta como, por
ejemplo, en la «conciencia de uno mismo», (base de la autogestión) y la «empatía» (fundamento de la
eficacia relacional). Pero la esencia de la inteligencia emocional reside en la conciencia de uno mismo y
en la conciencia de los demás y en su aplicación a la gestión de nuestro mundo interno y del mundo de
nuestras relaciones interpersonales.
El acto de atención se halla profundamente entretejido en la urdimbre misma de la inteligencia
emocional porque, en el nivel de la arquitectura cerebral, la línea divisoria entre emoción y atención
resulta confusa. Los circuitos neuronales responsables de la atención y de los sentimientos se solapan,
compartiendo caminos neuronales o interactuando de formas muy diversas.
Los circuitos de la atención y de la inteligencia emocional se hallan, en nuestro cerebro, tan
entrelazados que muchas de las regiones cerebrales críticas para la atención son también las que
distinguen a la inteligencia emocional de su vertiente más académica, la medida por el cociente
intelectual[260]. Eso significa que un determinado líder puede ser muy inteligente, pero carecer, no
obstante, de las habilidades de enfoque que acompañan a la inteligencia emocional.
Consideremos, por ejemplo, el caso de la empatía. La enfermedad más común del liderazgo consiste
en no saber escuchar. Así es como un director general expresaba ingenuamente sus problemas con esta
modalidad de empatía: «Mi cerebro va demasiado deprisa. Por eso, aunque haya escuchado todo lo que
alguien me dice, a menos que demuestre que lo he entendido, esa persona no se siente escuchada. A
veces, de hecho, uno no escucha porque está acelerado. Si quieres, pues, sacar lo mejor de las personas,
tienes que escucharlas para que tengan la impresión de haber sido realmente escuchados. Por este
motivo, tanto para mejorar yo como para hacer sentir mejor a la gente que me rodea, he tenido que
aprender a ralentizar mi ritmo y potenciar ese aspecto»[261].
Un asesor de ejecutivos, afincado en Londres, me contaba: «Cuando les comunico el informe
procedente de otros, a menudo se defienden diciéndome que los ejecutivos no escuchan con atención.
No es infrecuente que, cuando les entreno para que mejoren su capacidad de atender a los demás, algún
ejecutivo me diga que sí que puede hacerlo. Entonces les respondo: “Por supuesto que sí. La cuestión es
con qué frecuencia”».
Prestamos una atención muy cuidadosa a las cosas que más nos importan, pero en medio del ruido y
distracciones de la vida laboral, la escucha pobre es una auténtica epidemia.
Las ventajas que aporta, no obstante, son considerables. Un directivo me habló de una época en la
que su empresa estaba enzarzada en una lucha, por la compra de una amplia extensión de suelo rústico,
con un organismo gubernamental. Pero, en lugar de dejar el asunto simplemente en manos de abogados,
el directivo en cuestión concertó una cita con el director de la agencia.
En esa reunión, el director de la agencia expresó una retahíla de quejas contra la empresa
compradora, insistiendo en la necesidad de proteger el sitio en lugar de urbanizarlo, mientras el director
general se limitó a escuchar atentamente en silencio sus comentarios. Cuando, al cabo de un cuarto de
hora, se dio cuenta de que los intereses de ambas partes no eran tan incompatibles, esbozó un acuerdo,
según el cual la empresa solo urbanizaría una pequeña parcela y dejaría el resto bajo la tutela de una
organización ecologista.
La reunión concluyó cerrando el trato con un caluroso apretón de manos.
Cegados por los logros
Como socia de una gran firma de abogados, desquiciaba a los miembros de su equipo, a los que
microdirigía y criticaba de continuo obligándoles a escribir y reescribir informes con los que, por más
detallados que fuesen, jamás estaba contenta. Siempre encontraba algún «pero» que criticar. Y esa
concentración exclusiva en lo negativo resultaba tan desalentadora para su equipo que uno de los
miembros estrella renunció y el resto solicitó el cambio a otros departamentos de la misma empresa.
Los líderes que, como esta abogada, exhiben este estilo de sobrelogro e hiperfocalizacion,
pertenecen a la modalidad «timonel», es decir, personas a las que les gusta llevar la iniciativa y dar
ejemplo, estableciendo un ritmo rápido que suponen que los demás seguirán. Son personas que tienden
a confiar en una estrategia de liderazgo basada en el «ordeno y mando» y que se limitan a dar órdenes y
esperar que los demás les obedezcan.
Los líderes que despliegan el estilo autoritario, el estilo timonel o ambos a la vez (pero ningún otro)
generan, entre sus subordinados, un clima tóxico y deprimente. Son líderes cuyas hazañas heroicas
(como salir a cerrar un trato ellos mismos) pueden proporcionarles, a corto plazo, resultados muy
importantes pero a expensas, no obstante, de la salud de sus organizaciones.
«Los líderes desbocados» fue el título de un artículo escrito por Scott Spreier y sus colegas de Hay
Group, que se publicó en la Harvard Business Review, que versaba sobre el lado oscuro de esta
modalidad de liderazgo. «Están tan centrados en la recompensa —me dijo Spreier— que ni siquiera se
dan cuenta del impacto que provocan en quienes los rodean».
La exigente socia del bufete de abogados mencionada al comienzo de esta sección constituye, según
el artículo de Spreier, un ejemplo perfecto del peor estilo del liderazgo timonel. Son líderes que no
escuchan ni toman decisiones por consenso. No se preocupan por conocer a las personas con las que
trabajan día tras día y se relacionan con ellos como si se tratara de criaturas unidimensionales. Tampoco
contribuyen a que las personas desarrollen nuevas fortalezas o perfeccionen sus habilidades, sino que se
muestran arrogantes e impacientes y se limitan a descartar toda posibilidad de aprender de sus fracasos.
Y están proliferando, porque un estudio de seguimiento ha puesto de relieve que, a partir la década
de los noventa, los líderes que tratan de rendir por encima de lo esperado han ido copando, de un modo
lento pero seguro, las posiciones de liderazgo de todo tipo de organizaciones[262]. Ese fue un periodo de
crecimiento económico que generó una atmósfera en que se ensalzaba la proeza que suponía subir el
listón costara lo que costase. Los inconvenientes que suelen acompañar a este estilo (como la falta de
ética, la toma de cualquier tipo de atajos y la tendencia a pasar por encima de quien haga falta) se han
visto soslayados en demasiadas ocasiones.
Pero después estallaron varias burbujas, desde el desastre de Enron hasta la debacle de las empresas
puntocom. Una realidad empresarial más sobria puso entonces de relieve el centrarse exclusivo de los
líderes timonel en los beneficios fiscales en detrimento de otros aspectos básicos del liderazgo.
«Muchas empresas empezaron a promocionar, durante la crisis financiera de 2008, a líderes fuertes y
jerárquicos, muy adecuados para gestionar las emergencias —me dijo Georg Vielmetter, asesor en
Berlín—. Pero eso cambia el corazón de la organización. Dos años más tarde, esos mismos líderes han
acabado creando un clima despojado de confianza y lealtad».
El fracaso, en este caso, no se deriva del hecho de no alcanzar los objetivos, sino de no saber
relacionarse. El estilo «¡Hazlo, sin importar cómo sea!» no tiene empacho alguno en pasar por encima
del cadáver de cualquiera que se interponga en el logro de sus objetivos.
Toda organización necesita a personas que no solo se concentren eficazmente en los objetivos
importantes, sino que posean el talento también de no dejar de aprender nunca a hacer mejor las cosas y
la capacidad de hacer caso omiso de las distracciones y permanecer centrados en su objetivo. De ellos
depende, a fin de cuentas, la innovación, la productividad y el crecimiento.
Pero solo hasta cierto punto. Los ambiciosos objetivos reflejados por los beneficios y los índices de
crecimiento no son el único indicador de la salud de una organización, y, cuando se logran a costa de
otros aspectos esenciales, los problemas generados a largo plazo, como perder a los trabajadores
estrella, pueden pesar más que el éxito a corto plazo y abocar, finalmente, al fracaso.
Cuando nos obsesionamos con un determinado objetivo, todo lo que es relevante para ese enfoque
pasa a ser prioritario. Concentrarse no solo significa saber seleccionar las metas adecuadas, sino decir
también «no» a las inadecuadas. La concentración va también, cuando se niega lo correcto, demasiado
lejos. La fijación unilateral en una sola meta se convierte en sobrelogro cuando la categoría de las
«distracciones» se expande hasta llegar a incluir las preocupaciones válidas de otras personas, sus ideas
inteligentes y su información crucial, por no mencionar su estado de ánimo, lealtad y motivación.
La investigación pionera llevada a cabo por David McClelland mostró que la motivación sana por el
éxito alienta el espíritu emprendedor. Desde el mismo comienzo, sin embargo, McClelland vio que
algunos líderes orientados hacia el logro «están tan obsesionados en encontrar atajos que les aproxime a
la meta que no tienen empacho en utilizar cualquier medio que les ayude a alcanzarla»[263].
«Hace un par de años recibí un informe muy aleccionador sobre mi rendimiento —me confesó el
director general de una empresa inmobiliaria de ámbito mundial— que subrayaba que, a pesar de mi
gran experiencia comercial, carecía de empatía y liderazgo motivador. Yo creía que todo estaba bien y,
al comienzo, lo negué. Pero luego reflexioné y me di cuenta de que aunque, muchas veces era empático,
me cerraba cuando alguien no hacía bien su trabajo, momento a partir del cual me convertía en una
persona muy fría y, a veces, hasta mezquina.
»Entonces tuve que admitir que mi mayor miedo era el fracaso. Esa era mi motivación primordial.
Y, cuando alguien de mi equipo me decepciona, ese miedo reaparece».
Cuando ese líder se ve secuestrado por el miedo, parece experimentar una recaída en la modalidad
timonel de liderazgo. «Si careces de autoconciencia, cuando te ves atrapado en el logro de un objetivo
—explica Scott Spreier, que se dedica a asesorar a líderes de los niveles más elevados—, pierdes la
empatía y empiezas a funcionar con el piloto automático».
El antídoto consiste en reconocer la necesidad de escuchar, motivar, influir y cooperar, un tipo de
habilidades interpersonales con las que los líderes timonel no suelen estar muy familiarizados. «En los
casos peores, los líderes timonel carecen de empatía», sostiene George Kohlreiser, especialista en
liderazgo de la escuela suiza de negocios IMD. Kohlreiser enseña a directivos procedentes de todas
partes del mundo a convertirse en líderes que posean una «base segura», es decir, líderes cuyo estilo
emocionalmente solidario y empático saque lo mejor de las personas con las que trabaja[264].
«Aquí todos somos líderes timonel», admite, no sin cierta tristeza, el director general de una de las
mayores empresas del mundo. Pero contar con un grupo de individuos con esas características no
siempre supone un menoscabo para la moral, porque esos líderes pueden ser también muy eficaces si se
han visto seleccionados debido a su sobresaliente talento e impulso hacia el éxito o, dicho de otro modo,
por su capacidad para establecer los pasos que hay que seguir.
Pero como me dijo cierto analista financiero a propósito de un banco en el que esa modalidad de
liderazgo acaba tratando desconsideradamente a sus clientes: «Aunque no metería mi dinero allí, sí que
recomendaría, en cambio, invertir en él».
La gestión de nuestro impacto
En las primeras semanas que sucedieron, durante la primavera de 2010, al desastroso vertido de petróleo
de BP en el Golfo de México, mientras morían innumerables animales y aves marinas y los residentes
del Golfo de México condenaban abiertamente la catástrofe, la actuación de los ejecutivos de BP ilustró
perfectamente el peor modo de gestionar una crisis.
El punto de inflexión llegó cuando Tony Hayward, director general de BP, incurrió en la torpeza de
declarar a la prensa: «Nadie desea más que yo que este asunto concluya. Estoy ansioso por recuperar mi
vida».
En lugar de mostrarse preocupado por las víctimas del vertido, Hayward parecía molesto por los
inconvenientes que ello le causaba. Luego afirmó que el desastre no se debía a un error de BP y, sin
asumir ninguna responsabilidad, culpó a las subcontratas[265]. Por doquier circularon fotos que le
mostraban, en los momentos clave de la crisis, navegando despreocupadamente en su yate durante unas
vacaciones.
Como dijo el jefe de relaciones con los medios de BP: «La única vez en que Tony Hayward abrió la
boca fue para cambiar de opinión. No entendía el funcionamiento de los medios de comunicación ni
tuvo tampoco en cuenta la percepción del público»[266].
Signe Spencer, coautora de uno de los primeros libros sobre modelado de la competencia, me ha
comentado la reciente identificación, en algunos líderes del más alto nivel, de una competencia (a la que
se ha bautizado como «gestión de nuestro impacto en los demás») que consiste en servirse hábilmente
de su posición y visibilidad para provocar un impacto positivo[267].
Tony Hayward, ciego a su impacto sobre los demás (y no digamos ya a la percepción pública de su
empresa), desató una cascada de críticas, con artículos de primera plana preguntándose por qué no había
sido despedido todavía, y hasta el presidente Obama llegó a afirmar que él ya lo habría despedido. Un
mes después, se anunció su salida de BP.
El desastre ha costado, desde entonces, cerca de 40 000 millones de dólares para hacer frente a la
responsabilidad civil de BP, cuatro de sus ejecutivos han sido acusados de negligencia criminal y ha
llevado al Gobierno de los Estados Unidos a vetar nuevos contratos con BP, incluyendo más
arrendamientos petrolíferos en el Golfo, debido a su «falta de integridad empresarial».
El caso de Tony Hayward nos proporciona un ejemplo de manual de los costes que acarrea la falta
de foco del líder. «Para anticipar el modo en que las personas reaccionarán, tenemos que entender antes
el modo en que reaccionan ante nosotros —dice Spencer—. Y eso exige conciencia de uno mismo y
empatía. Estas habilidades proporcionan un bucle autorreforzante que aumenta nuestra conciencia de la
impresión que provocamos en los demás. La conciencia de uno mismo nos ayuda a gestionarnos mejor.
Y, si nuestra autogestión mejora —concluye Spencer—, también lo hace nuestra influencia». Todos
estos son aspectos en los que, durante la crisis provocada por el vertido de crudo, Hayward fracasó,
poniendo así de relieve una pésima gestión de su impacto.
El fracaso del líder en lograr el adecuado equilibrio en ese triple foco no solo va en detrimento suyo,
sino también de las organizaciones que dirigen.
20. ¿De qué dependen los buenos líderes?
Cuando era estudiante suyo de licenciatura en Harvard, David McClelland desencadenó una pequeña
tormenta al publicar un controvertido artículo en American Psychologist, la principal revista de nuestra
profesión. La revisión de datos llevada a cabo por McClelland ponía en duda la creencia, hasta entonces
incuestionable, de que el éxito académico era un buen predictor del éxito profesional.
En ese artículo, McClelland admitía la poderosa evidencia de que el cociente intelectual es el mejor
predictor del tipo de profesión que cualquier alumno de secundaria acabará desempeñando, ya que la
puntuación obtenida permite distribuir bastante bien a las personas en funciones laborales. Las
habilidades académicas (y el CI que aproximadamente reflejan) nos hablan del nivel de complejidad
cognitiva que alguien es capaz de gestionar y del tipo de trabajo, en consecuencia, que puede
desempeñar. Para ser un profesional o un ejecutivo de alto nivel, por ejemplo, el CI debe hallarse una
desviación estándar por encima de la media (unos 115).
De lo que apenas se hablaba (al menos, en los círculos académicos, donde parece menos evidente)
era de que no basta, para sobrevivir, cuando trabajamos con un grupo de colegas tan inteligentes como
nosotros —sobre todo entre los líderes— con las habilidades cognitivas. Cuando todos los miembros de
un grupo comparten un elevado CI, se produce un «efecto suelo» [medida con poco rango de
variabilidad en la que todos los implicados obtienen puntuaciones muy bajas].
McClelland argumentaba que, cuando uno logra un determinado trabajo, competencias como la
empatía, la autodisciplina y la persuasión resultan, a la hora de alcanzar el éxito, más decisivas que el
historial académico. Y propuso, a ese respecto, una metodología, conocida como «modelo de
competencia», muy frecuente hoy en día en organizaciones mundialmente conocidas, para identificar las
habilidades clave que convierten a alguien en un trabajador estrella en una organización concreta.
El artículo, titulado «Testing for Competence Rather than Intelligence», fue muy bien recibido por
quienes se veían obligados a evaluar diariamente el rendimiento en el puesto de trabajo y determinar
quiénes eran los más eficaces, qué talentos presentaban y a quiénes había que ascender. Esas personas
contaban con indicadores muy rigurosos para determinar el éxito y el fracaso laboral y eran muy
conscientes también de la escasa relación que existe entre las calificaciones universitarias o el prestigio
académico y la eficacia en el mundo empresarial.
Como me confesó el antiguo director de un importante banco: «Estaba contratando a los mejores y
más brillantes, pero veía que el éxito seguía presentando la misma curva de la campana y me
preguntaba por qué razón», una pregunta cuya respuesta McClelland conocía.
En el mundo académico, sin embargo, el artículo resultó muy polémico, porque no podían entender
que las calificaciones tuviesen poco que ver con el éxito en el entorno laboral (a menos, claro está, que
el trabajo en cuestión fuese el de profesor universitario)[268].
Hoy en día, décadas después de la publicación de ese controvertido artículo, los modelos de
competencia ponen claramente de relieve el gran peso que desempeñan cuestiones no académicas como
la empatía, que suele ser mayor, en la forja de los líderes sobresalientes, que habilidades estrictamente
cognitivas[269]. En un estudio llevado a cabo en Hay Group (que ha absorbido a McBer, la empresa
fundada por el mismo McClelland, y ha acabado bautizando a su departamento de investigación con el
nombre de Instituto McClelland), los líderes que mostraron fortalezas en ocho o más de estas
competencias no cognitivas fueron capaces de establecer entornos sumamente movilizadores y de
elevado rendimiento[270].
Pero Yvonne Sell, directora de práctica del liderazgo y del talento en el Reino Unido, que fue quien
dirigió el mencionado estudio, se dio cuenta de la escasez de tales líderes, que solo alcanzaba el 18% de
los ejecutivos. Las tres cuartas partes de los líderes con tres fortalezas o menos en habilidades
personales generaron entornos negativos, en los que la gente se sentía indiferente o desmotivada. El
liderazgo torpe también parece hallarse muy extendido, porque más de la mitad de los líderes cae bajo
esta categoría de bajo impacto[271].
Otros estudios apuntan también a la misma conclusión sobre las habilidades blandas. Una entrevista
realizada por Accenture a 100 directores generales con la intención de determinar las habilidades que
consideraban imprescindibles para dirigir con éxito una empresa puso de relieve la importancia de 14
habilidades, que iban desde pensar globalmente y crear una visión inspiradora y compartida, hasta el
conocimiento tecnológico y la disposición a abrazar el cambio[272]. Y, aunque era evidente que ningún
individuo podía poseerlas todas, el estudio puso también de relieve la existencia de una metahabilidad,
la conciencia de uno mismo, que los directores generales necesitan para valorar sus fortalezas y
debilidades, así como para rodearse también de un equipo de gente que posea fortalezas
complementarias.
Pero la conciencia de uno mismo raras veces figura entre las listas de competencias que las
organizaciones tienen en cuenta para analizar las fortalezas de sus trabajadores estrella[273]. Aunque las
habilidades asentadas sobre la base de la autoconciencia, que reflejan un elevado control cognitivo
(como la perseverancia, la resiliencia y el impulso hacia el logro de objetivos), son muy frecuentes, este
sutil cambio de foco suele resultar muy escurridizo.
La empatía, en sus muchas variedades, desde la simple escucha hasta la lectura de las rutas de
influencia en el seno de una organización, aparece más a menudo en los estudios sobre competencia del
liderazgo. La mayoría de las aptitudes que presentan los líderes de rendimiento más elevado caen dentro
de la categoría más manifiesta, basada en la empatía (que incluyen habilidades como la influencia, la
persuasión, la cooperación, el trabajo en equipo, etcétera, ligadas al dominio de las relaciones). Pero las
habilidades más evidentes del liderazgo no se limitan a la empatía, sino que también tienen en cuenta la
gestión de uno mismo y sentir el modo en que nuestras decisiones afectan a los demás.
La capacidad concreta que nos permite entender los sistemas recibe, según las organizaciones y los
modelos de competencia utilizados, nombres muy diversos, como visión de la imagen global,
reconocimiento de pautas y pensamiento sistémico, por ejemplo. Se trata de una capacidad que nos
permite visualizar la dinámica de sistemas complejos y prever cuál podrá ser, dentro de un día, de una
semana, de un mes o de un año, el efecto de lo que ahora hagamos aquí.
El reto, para los líderes, no se limita a contar con fortalezas en los tres tipos de foco mencionados.
La clave consiste en encontrar el equilibrio justo y utilizar el más adecuado para el momento en que nos
hallamos. El líder bien concentrado equilibra los distintos flujos de datos y entreteje sus hebras en una
acción equilibrada. La integración de los datos de la atención con los de la inteligencia emocional y el
rendimiento constituyen el motor oculto de la excelencia.
Encontrar el equilibrio justo
Si nos acercamos a un grupo de trabajo y preguntamos a cada uno de sus miembros quién es el líder,
probablemente señalen a quien posea la categoría profesional apropiada.
Pero si les preguntamos por la persona más influyente del grupo, sus respuestas nos permitirán
identificar al líder informal y pondrán claramente de relieve cómo opera realmente el grupo.
La valoración que estos líderes informales hacen de sus propias habilidades no suele diferir mucho
de la evaluación que, de ellos, hacen los demás[274]. Y también son más autoconscientes que sus
compañeros. Vanessa Druskat, la autora de este estudio, señala que «los líderes informales solo destacan
de vez en cuando. Por ello, en nuestra investigación, preguntamos, “¿Quién diría que es, la mayor parte
del tiempo, el líder informal de este grupo?”».
La investigación realizada ha puesto de relieve que, si la fortaleza empática de ese líder se ve
equilibrada con otras habilidades, el rendimiento del equipo tiende a ser más elevado. «Si el líder tiene
una baja empatía —me dijo Druskat— y una alta motivación de logro, es muy probable que esta
habilidad acabe lastrando el funcionamiento del equipo. Y, si el líder presenta una elevada empatía y un
bajo autocontrol, el rendimiento también se verá mermado. Y es que, para decirle a alguien que ha
actuado mal, el exceso de empatía constituye un obstáculo».
Una directiva de banca me dijo: «Nunca, desde que trabajo en el departamento financiero, había
utilizado la palabra “empatía”. La clave consiste en vincularla a una estrategia basada en el compromiso
de los empleados y la experiencia de los buenos clientes. La empatía nos diferencia de nuestros
competidores. El secreto reside en la escucha».
Y ella no es la única, porque ese mismo mensaje me lo han transmitido los directivos de dos de los
hospitales más importantes del mundo, la Mayo Clinic y la Cleveland Clinic.
Por su parte, el director general de una de las principales empresas del mundo dedicadas a los
fondos de inversión comenta que, motivados por el elevado salario, los graduados más ambiciosos de
las escuelas de negocios solicitan trabajar en su empresa. Pero lo que él busca —se lamenta— son
personas «que se preocupen de las viudas y los bomberos jubilados, cuyos ahorros de toda una vida
gestionamos», o, dicho en otras palabras, un enfoque empático que tenga en cuenta la humanidad de las
personas que les han confiado su dinero.
Pero no basta, por otra parte, con centrarse exclusivamente en las personas. Consideremos, en este
sentido, el caso de un ejecutivo que empezó como operador de montacargas y fue ascendiendo hasta
llegar a dirigir, en una empresa de ámbito global, la producción de toda Asia. A pesar de su elevado
cargo, el lugar en el que más cómodo se encontraba era hablando con los operarios de la fábrica. Y es
que, por más que supiera que debía ocuparse del pensamiento estratégico, prefería ser una «persona
popular».
«Carecía del adecuado equilibrio entre el foco externo y el foco interno —me dice Spreier—. Estaba
des-enfocado y no aportaba ninguna estrategia adecuada. No disfrutaba y, aunque sabía intelectualmente
lo que tenía que hacer, no se hallaba, emocionalmente, a la altura requerida».
Supone todo un reto neuronal alcanzar el equilibrio adecuado entre centrar nuestra atención en dar
en el blanco y sentir cómo reaccionan los demás. Richard Boyatzis, profesor en la facultad de
Empresariales de la Universidad Case Western y colega mío desde hace mucho tiempo, me dice que su
investigación ha demostrado que los circuitos neuronales que intervienen cuando nos centramos en una
meta difieren de los utilizados para la exploración social. «Se trata de dos circuitos que se inhiben
mutuamente —afirma Boyatzis—, pero los líderes más exitosos pasan de uno a otro en cuestión de
segundos».
Obviamente, las empresas necesitan líderes que destaquen a la hora de cosechar los mejores
resultados. Pero esos resultados serán, a largo plazo, más poderosos si los líderes no se limitan a decir a
los otros lo que tienen que hacer o a hacerlo ellos mismos, sino que, centrándose en los demás, se
sienten motivados para ayudar a que los demás alcancen también el éxito.
Esos líderes se dan cuenta, por ejemplo, de que, si alguien carece de una determinada fortaleza,
puede esforzarse en desarrollarla. Son líderes que dedican tiempo a la orientación y el consejo, lo que,
en términos prácticos, supone:
Escucharse internamente, para articular una visión auténtica de dirección global que no solo
movilice a los demás, sino que también establezca expectativas claras.
Asesoramiento basado en escuchar lo que las personas quieren de su vida, su carrera y su trabajo
actual. Prestar atención a los sentimientos y necesidades de los otros e interesarse por ellos.
Hacer caso de los consejos y la experiencia; buscar la colaboración y adoptar, cuando sea
apropiado, decisiones consensuadas.
Celebrar los logros, reír y saber que pasarlo bien no es una pérdida de tiempo, sino una forma de
aumentar el capital emocional.
Esos estilos de liderazgo, empleados simultáneamente o dependiendo de las circunstancias, amplían el
foco de atención del líder, ayudándole a servirse de los datos externos, internos y procedentes de los
demás. Son muchas las ventajas que acompañan a este amplio ancho de banda y a la comprensión y
flexibilidad de respuesta que le caracterizan. La investigación realizada por el Instituto McClelland
sobre estos estilos de liderazgo muestran que los líderes experimentados recurren a ellos según el caso,
porque cada uno representa una aplicación y un enfoque singulares. Cuanto más amplio sea el repertorio
de estilos con que cuente un líder, más vital será el clima de la organización y mejores los resultados
obtenidos[275].
Apertura
El director de una empresa dedicada a la salud estaba evaluando a un grupo de directivos, de más de 40
años, a los que debía dirigir en un nuevo trabajo. En una reunión en la que cada uno expuso diferentes
cuestiones, se fijó atentamente en el modo en que escuchaban a quien estaba hablando. Todo el mundo,
según pudo comprobar, prestaba atención a ciertos líderes, dando muestras de escucharlos atentamente,
mientras que, cuando eran otros quienes tomaban la palabra, la mirada de los presentes se quedaba
clavada en la mesa, signo evidente de no estar prestándoles atención.
La apertura emocional, una capacidad que nos permite detectar pistas emocionales sutiles en un
grupo, funciona de manera parecida a como lo hace una cámara fotográfica. Podemos aumentar el zoom
para acercarnos y centrarnos en los sentimientos de una persona o alejarlo para captar, ya sea en el aula
o en un grupo de trabajo, los sentimientos colectivos.
La apertura garantiza a los líderes una lectura más precisa, por ejemplo, del apoyo o antagonismo
que suscitará una determinada propuesta. Una lectura correcta puede suponer, en tal caso, la diferencia
entre una iniciativa fallida o un adecuado cambio de rumbo[276].
Detectar, en el entorno grupal, indicios emocionalmente reveladores en el tono de voz, las
expresiones faciales, etcétera, puede decirnos, por ejemplo, cuántos miembros del grupo sienten miedo
o enfado, cuántos esperanza y optimismo o cuántos, por último, indiferencia o desprecio. Ese tipo de
indicios nos proporciona una estimación más rápida y fiable de los sentimientos grupales que preguntar
a cada uno lo que está sintiendo.
Las emociones colectivas que aparecen en el entorno laboral (a las que, en ocasiones, se conoce
como clima organizativo) pesan mucho en la atención al cliente, el absentismo y el rendimiento grupal
general.
Una sensación más matizada del rango de emociones presentes en el grupo, que nos muestre cuántos
de sus miembros sienten temor, esperanza o el resto del abanico emocional, puede ayudar al líder a
tomar decisiones que conviertan el miedo en esperanza o el rechazo en optimismo.
Uno de los obstáculos que nos impiden alcanzar esta visión general es la actitud, implícitamente
asumida en el entorno laboral, de que la profesionalidad obliga a ignorar las emociones. Hay quienes
atribuyen esta ceguera emocional a la ética de trabajo «protestante» característica de las normas que, en
muchos países occidentales, rigen el entorno laboral, que considera el trabajo como un imperativo moral
que insiste en la necesidad de no atender a las relaciones ni a los sentimientos. Prestar atención a las
dimensiones humanas socava, según esta visión (lamentablemente muy extendida, por otra parte), la
eficacia de los negocios.
Pero la investigación sobre el mundo organizativo llevada a cabo en las últimas décadas nos
proporciona abundantes ejemplos de que esa visión está equivocada y que los líderes y miembros más
experimentados del equipo utilizan una amplia apertura focal a fin de captar la información emocional
que requieren para relacionarse bien con las necesidades emocionales de sus colegas o subordinados.
El hecho de que captemos todo el bosque emocional, o de que nos centremos exclusivamente en un
solo árbol, depende de nuestra apertura focal. Un dispositivo de seguimiento de la mirada, por ejemplo,
puso de relieve que, cuando se mostraba a diferentes personas dibujos de individuos sonrientes rodeados
de gente con el ceño fruncido, la mayoría reducía su foco de atención al rostro sonriente, obviando el
resto[277].
Parece haber un sesgo (al menos entre los estudiantes universitarios occidentales, que representan el
grueso de sujetos de estudios como el mencionado) que nos lleva a ignorar el colectivo mayor. En las
sociedades orientales, por el contrario, las personas parecen detectar más naturalmente las pautas
generales presentes en el grupo, como si la amplitud de apertura focal resultase allí más sencilla.
El especialista en liderazgo Warren Bennis utiliza la expresión «observadores de primera clase» para
referirse a quienes prestan una atención esmerada a cada situación y experimentan una fascinación
continua y, en ocasiones, contagiosa por lo que ocurre a cada instante. Las personas que saben escuchar
constituyen una variedad de estos observadores de primera.
Dos de las principales rutas mentales que amenazan la capacidad de observación son las creencias
incuestionables y las reglas en las que depositamos una confianza ciega. Ambas deben verse
contrastadas y perfeccionadas una y otra vez con la realidad cambiante. Y un modo de hacerlo es a
través de lo que la psicóloga de Harvard Ellen Langer ha denominado mindfulness al entorno, es decir,
la escucha y el cuestionamiento continuos y la indagación, la prueba y la reflexión (es decir, la
recopilación de las comprensiones y visiones de los demás). Este tipo de compromiso activo conduce a
preguntas más inteligentes, un mejor aprendizaje y un radar más sensible y rápido para detectar los
cambios venideros.
Los sistemas cerebrales
Consideremos ahora el caso de cierto ejecutivo en un estudio sobre personas que ocupan puestos en el
gobierno y cuyo historial identifica como un líder innovador y exitoso[278].
Su primer trabajo fue, en la Marina, como operador de radio de un barco. No tardó en dominar los
sistemas de radiotelegrafía hasta que, en sus propias palabras, «los conocía mejor que nadie en toda la
nave. Yo era la persona a la que todo el mundo acudía para resolver los problemas. Pero me di cuenta de
que, si realmente quería tener éxito, tenía que aprender cómo funcionaba el barco».
Fue así como se dedicó a estudiar el funcionamiento conjunto de las diferentes partes del barco y su
relación con la sala de comunicaciones. Cuando posteriormente se vio ascendido a un puesto de mayor
responsabilidad en calidad de civil que trabajaba para la Marina, dijo: «Del mismo modo que llegué a
dominar la sala de radio y posteriormente el barco, me di entonces cuenta de que también tenía que
aprender el funcionamiento de la Marina».
Aunque haya personas que poseen un talento natural para los sistemas, este suele ser, en la mayoría
de los casos —como en el del recién mencionado ejecutivo, por ejemplo—, un talento adquirido. Pero,
en ausencia de conciencia de uno mismo y de empatía, no basta, para el liderazgo sobresaliente, con el
conocimiento sistémico. Necesitamos equilibrar el triple foco, sin centrarnos exclusivamente en una
sola fortaleza.
Veamos ahora la paradoja de Larry Summers, un brillante pensador sistémico con un CI superior.
Pese a ser, después de todo, uno de los profesores más jóvenes contratados en toda la historia de
Harvard, se vio despedido, al cabo de unos cuantos años, de su cargo como presidente, por los
miembros de su facultad, hartos de sus ostensibles muestras de insensibilidad.
Esta pauta parece corresponderse con lo que Simon Baron-Cohen, de la Universidad de Oxford,
identifica como un estilo cerebral extremo, un estilo que, sin bien descuella en el análisis de sistemas,
fracasa a la hora de mostrar empatía y sensibilidad hacia el entorno social[279].
La investigación realizada por Baron-Cohen ha puesto de relieve la existencia de un número
pequeño —aunque no, por ello, menos significativo— de personas dotadas de esta fortaleza, pero
aquejadas de un punto ciego que no les permite leer las situaciones sociales y lo que otras personas está
pensando o sintiendo. Por ello, si bien los individuos dotados de una comprensión sistémica privilegiada
constituyen un activo importante en toda organización, su eficacia se ve, a falta de inteligencia
emocional, notablemente mermada.
Un ejecutivo de un banco me explicó que habían creado un escalafón laboral paralelo para que, en
lugar de ascender en la escala del liderazgo, las personas dotadas de este repertorio de talentos pudieran
progresar en su estatus y salario basándose exclusivamente en su calidad de excelentes analistas de
sistemas. De ese modo, el banco puede mantener a estos trabajadores y permitirles desarrollar una
carrera profesional, reclutando a líderes con otras características y consultar, cuando lo necesiten, a los
expertos en sistemas.
El equipo bien enfocado
Cierta organización internacional contrataba a sus empleados centrándose exclusivamente en su pericia
técnica, sin tener en cuenta sus habilidades personales e interpersonales, ni la capacidad de trabajar en
equipo. Después de muchas fricciones y el constante incumplimiento de los plazos, un buen centenar de
sus empleados acabaron experimentando alguna que otra crisis.
«El director del equipo nunca tuvo la posibilidad de detenerse a reflexionar con nadie —me dijo el
coach de liderazgo al que habían solicitado ayuda—. No tenía un solo amigo con el que explayarse. Y,
apenas le di la oportunidad de hablar, empezamos con sus sueños y luego seguimos con sus problemas.
»Cuando nos detuvimos a estudiar su equipo, se dio cuenta de que había estado contemplándolo
todo a través de su lente limitada —el modo en que le decepcionaban continuamente—, sin preguntarse
jamás por qué actuaban así. Carecía, en suma, de la perspectiva necesaria para percibir las cosas desde
el punto de vista de los miembros de su equipo».
Ese líder se centraba en los aspectos equivocados de cada miembro del equipo, en sus deficiencias
concretas y en la indignación que le provocaba sentir que estaban torpedeando su rendimiento. Por ello
le resultaba tan fácil culparlos de sus fracasos.
Pero, cuando cambió su foco de atención y pudo ponerse en el lugar de su equipo para ver lo que no
funcionaba, su visión del problema cambió radicalmente. Entonces se dio cuenta de lo extendido que se
hallaba el resentimiento entre los miembros de su equipo. Los científicos de orientación teórica
criticaban a los ingenieros, más pragmáticos y resueltos, quienes desdeñaban, a su vez, a aquellos por
tener, en su opinión, la cabeza en las nubes.
Otro aspecto de las disputas tenía que ver con la nacionalidad. En el enorme equipo, que era como
una pequeña ONU, había miembros procedentes de países muy diversos, algunos de los cuales estaban
en guerra, conflictos que también se reflejaban en las tensiones interpersonales.
Aunque la retórica grupal insistiese en la inexistencia de esos problemas (y, en consecuencia, no se
hablara de ellos), era imprescindible, según comprendió el líder del equipo, sacar a relucir los
problemas. «Y fue precisamente entonces —concluyó el coach— cuando las cosas empezaron a
arreglarse».
Vanessa Druskat, psicóloga de la Universidad de New Hampshire, constata que los equipos de
elevado rendimiento se atienen a normas que alientan la autoconciencia colectiva, como poner de
relieve las diferencias que están generándose y corregirlas antes de que acaben desbordándose.
Crear tiempo y espacio para hablar sobre lo que cada uno piensa es otro recurso destinado a conectar
con las emociones del equipo. La investigación dirigida por Druskat en colaboración con Steven Wolff
ha puesto de relieve que son muchos los equipos que no hacen esto, o esa es, al menos, la pauta más
frecuentemente advertida en los estudios.
«Pero cuando un equipo lo hace —afirma—, el beneficio es grande e inmediato. Me hallaba en
Carolina del Norte trabajando con un equipo y el recurso que utilizamos entonces para ayudarles a
plantear cuestiones emocionalmente muy cargadas fue un gran elefante de cerámica —me dijo Druskat
—. Todos accedieron a cumplir una norma que decía que cualquiera, en cualquier momento, podía
coger el elefante y decir “quiero levantar el elefante”, para sacar a relucir algo que le molestaba.
»Súbitamente uno de los presentes —y hay que decir que todos ellos eran altos ejecutivos— levantó
el elefante. Empezó entonces a hablar sobre lo ocupado que estaba y de cómo nadie parecía darse
cuenta de su situación y de que sus demandas le robaban demasiado tiempo. Cuando les dijo: “Debéis
entender que estoy saturado de trabajo”, sus colegas le respondieron que no tenían la menor idea y que
habían estado preguntándose por qué se mostraba tan insensible. Algunos habían interpretado su actitud
reticente como algo personal y otros abrieron su corazón tratando de aclarar las cosas. Al cabo de una
hora, parecía tratarse de un equipo completamente diferente».
«Se requieren dos cosas para aprovechar la sabiduría colectiva del grupo: presencia atenta y
sensación de seguridad —me dijo Steven Wolff, uno de los directores de GEI Partners[280]—. Uno
necesita un modelo mental compartido de que este es un lugar seguro y no el típico “si digo algo
inapropiado, se reflejará en mi expediente”. Para poder expresarse públicamente, las personas tienen
que sentirse libres.
»Estar presente —dice Wolff— significar ser consciente de lo que está ocurriendo e indagar al
respecto. He aprendido a valorar la importancia de las emociones negativas. No es que disfrute con
ellas, si podemos permanecer presentes, nos indican el tesoro que hay al final del arcoíris. Cada vez,
pues, que experimente una emoción negativa, deténgase y pregúntese qué es lo que está ocurriendo, de
modo que pueda empezar a entender la cuestión que subyace a ese sentimiento y expresar luego al
equipo lo que está sucediendo en su interior. Pero, para que las personas puedan expresar lo que
realmente les está ocurriendo, es necesario que el grupo actúe como un contenedor seguro».
Este acto de autoconciencia colectiva elimina el ruido emocional. «Nuestra investigación —
concluye Wolff— ha puesto de relieve que este es el rasgo distintivo de los equipos con un rendimiento
más elevado, equipos que facilitan la búsqueda de tiempo para exponer y explorar los sentimientos
negativos de sus miembros».
Como sucede a nivel individual, los mejores equipos destacan en la aplicación del triple foco. La
autoconciencia, desde el punto de vista de un equipo, significa sintonizar con las necesidades de sus
integrantes, sacando a relucir las cuestiones pendientes y estableciendo normas que contribuyan en ese
sentido como, por ejemplo, «levantar el elefante». Hay equipos que establecen normas, como la de un
«chequeo» previo a cada reunión, que les haga saber cómo se encuentra cada participante. De ese modo,
el equipo puede interpretar más fácilmente la dinámica de la organización.
Y la empatía, en el ámbito del equipo, no se limita a la sensibilidad entre sus integrantes, sino que
trata de comprender también el punto de vista y los sentimientos de las personas y grupos con los que el
equipo se relaciona.
Los mejores equipos también saben leer de modo eficaz la dinámica de una organización. Druskat y
Wolff descubrieron que ese tipo de conciencia sistémica se halla muy ligado al rendimiento positivo del
equipo.
La conciencia sistémica de un equipo se manifiesta tanto en buscar a alguien que necesite ayuda
dentro de la organización más amplia, como en conseguir los recursos y recabar la atención que
necesitan para alcanzar sus objetivos. También puede significar aprender qué preocupaciones de los
demás pueden influir en la capacidad del equipo, o preguntarse si lo que el equipo tiene en mente se
adapta a la estrategia y a los grandes objetivos de la empresa.
Los equipos sobresalientes suelen asimismo participar en el entrenamiento grupal, donde el equipo,
en un ejercicio de autoconciencia grupal, reflexiona periódicamente sobre su funcionamiento como
grupo para llevar a cabo cambios basados en dicha reflexión. Esa retroalimentación abierta desde el
interior —comenta Druskat— «alienta, sobre todo al comienzo, la eficacia del grupo».
Y también contribuye a crear un clima positivo, ya que divertirse es un signo de flujo compartido.
Tim Brown, director general de IDEO, una consultoría dedicada a la innovación, lo denomina «un juego
serio» y dice: «El juego se asemeja a la confianza, un espacio en el que las personas pueden asumir
riesgos. Solo asumiendo riesgos conseguiremos abrirnos a ideas nuevas y más valiosas».
Parte VII: La gran imagen
21. Liderando el futuro
Mi difunto tío, Alvin Weinberg, era físico nuclear y, a menudo, se comportaba como la conciencia de su
profesión. Fue despedido de su puesto de director del Oak Ridge National Laboratory [Laboratorio
Nacional Oak Ridge], después de un cuarto de siglo en el cargo, porque no podía dejar de hablar de los
problemas de seguridad asociados a los reactores y a los vertidos nucleares. También se opuso al uso de
combustible para reactores que pudiese ser luego empleado como armamento nuclear[281].
Posteriormente, como fundador del Institute for Energy Analysis [Instituto para el Análisis de la
Energía], puso en marcha una de las unidades pioneras en I+D de nuestra nación en el campo de la
energía alternativa. Asimismo, fue uno de los primeros científicos en alertar sobre los peligros derivados
del CO2 y del calentamiento global.
Alvin me confió, en cierta ocasión, su ambivalencia sobre las empresas que dirigían centrales
nucleares solo por el beneficio económico, temiendo que el afán de lucro pusiera en peligro las medidas
de seguridad, una premonición de una de las causas que acabaron provocando el desastre de
Fukushima[282].
Alvin estaba especialmente preocupado por el hecho de que la industria de la energía nuclear no se
hubiese interesado todavía por resolver el problema de lo que había que hacer con los residuos
radioactivos. Él les instó a encontrar una solución, como una institución dedicada a conservar los
almacenes radiactivos y mantener a la gente apartada de estos durante los siglos o milenios que esos
residuos siguiesen siendo radiactivos[283].
Las decisiones que tienen en cuenta un horizonte a largo plazo deben formularse preguntas como las
siguientes: ¿De qué forma, lo que hoy hacemos, influirá, dentro de 100 o 500 años, en los nietos de los
nietos de nuestros nietos?
Es cierto que los detalles concretos de nuestras acciones presentes pueden desvanecerse, en ese
lejano futuro, como sombras de ancestros olvidados. Pero las normas que ahora establezcamos y los
principios directrices de nuestras acciones pueden tener consecuencias más duraderas y sobrevivir
mucho tiempo después de la desaparición de sus creadores.
Hay grupos de reflexión independientes, así como grupos empresariales o gubernamentales, que
reflexionan profundamente sobre posibles escenarios futuros. Consideremos, en este sentido, las
siguientes proyecciones, realizadas por el U.S. National Intelligence Council [Consejo de Inteligencia
Nacional de los Estados Unidos], de cómo será el mundo en el año 2025[284]:
El impacto ecológico de la actividad humana provocará escasez de recursos como, por ejemplo,
suelo cultivable.
La demanda económica de energía, agua y alimento desbordará fácilmente las fuentes disponibles.
La escasez de agua se cierne, en este sentido, como una peligrosa amenaza.
Estas tendencias provocarán convulsiones y alteraciones en nuestras vidas, economías y sistemas
políticos.
Cuando ese informe fue remitido al Gobierno federal, este ignoró sus conclusiones. Ninguna agencia,
oficina o representante gubernamental concreto asumió entonces la responsabilidad de una acción a
largo plazo. En lugar de eso, los políticos solo se preocupan del corto plazo —y, más en particular, por
lo que deben hacer para ser reelegidos— sin prestar atención a lo que hoy podemos hacer para proteger
a las generaciones futuras. Los políticos, como los líderes del mundo empresarial, no suelen tomar sus
decisiones pensando en la realidad a largo plazo, sino en el beneficio inmediato. Dedican más atención a
conservar su poltrona que a salvar el planeta o proteger a los desfavorecidos.
Y la mayoría de nosotros, como los políticos y las personas que se dedican a los negocios, también
nos inclinamos por el éxito a corto plazo. Los psicólogos cognitivos han constatado que las personas
tendemos a favorecer el momento presente en las decisiones de todo tipo, como: «Me comeré el pastel
de crema ahora y luego ya me pondré a dieta».
Y lo mismo resulta también aplicable a nuestros objetivos. «Nos ocupamos del presente, de lo que
necesitamos para lograr el éxito ahora —afirma Elke Weber, científica cognitiva de la Universidad de
Columbia—. Pero esto es malo para las metas lejanas, a las que nuestra mente no atiende del mismo
modo. Cuando centramos toda nuestra atención en las necesidades presentes, pensar en el futuro se
convierte en un lujo».
Cuando el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, decretó, en el año 2003, la prohibición de
fumar en los bares, despertó una gran oposición. Los dueños de los bares pusieron entonces el grito en
el cielo diciendo que arruinaría su negocio y los fumadores llegaron a odiarlo. La respuesta de
Bloomberg fue que, aunque ahora no les gustase, 20 años más tarde le darían las gracias.
¿Cuánto tiempo pasa antes de que una reacción pública se torne positiva? Para despejar esa
interrogante, Elke Weber examinó la prohibición de fumar de Bloomberg y otras decisiones similares.
«Llevamos a cabo un estudio de casos del tiempo que tardaba un cambio inicialmente impopular en
convertirse en el nuevo status quo aceptado, y nuestros resultados hablan de un promedio de entre seis y
nueve meses.
»Esa fue una decisión que acabó gustando incluso a los fumadores —añade Weber—. Disfrutaban
del hecho de salir a fumar con otros fumadores, y a todo el mundo le agradaba que los bares no
apestasen a humo».
Otro estudio de un caso similar es el impuesto sobre las emisiones de carbono decretado por el
Gobierno local de la Columbia Británica. Se trataba de una tasa neutra cuyas retribuciones revertirían
finalmente entre los ciudadanos de la provincia. Ese nuevo impuesto comenzó despertando también una
gran oposición, pero pasado un tiempo, todo el mundo estaba agradecido de cobrar su dinero. Quince
meses después, la medida en cuestión se había convertido en algo popular[285].
«Los políticos están a cargo de nuestro bienestar —dice Weber—. Necesitan saber que las personas
acabarán agradeciendo, en el futuro, las decisiones duras del presente. Es como educar a un adolescente,
algo que, a veces, resulta molesto a corto plazo pero gratificante a largo plazo».
Remodelar los sistemas
Poco después de que el huracán Sandy asolase grandes zonas del área urbana de Nueva York, hablé con
Jonathan F.P. Rose, uno de los fundadores del movimiento planificador de una comunidad más verde,
que estaba escribiendo un libro en el que considera las ciudades como si fuesen sistemas[286]. «Nos
hallamos en un punto de inflexión en lo que respecta a la creencia de que el cambio climático es un
problema serio a largo plazo del que debemos ocuparnos —me dijo Rose—. El peor golpe del Sandy se
produjo en el área de Wall Street. Nadie de esa zona se atreve a negar ahora la realidad del cambio
climático. Si bien un trimestre es, para la cultura de Wall Street, demasiado tiempo, Sandy les obligó a
reflexionar en un horizonte temporal mucho mayor.
»Si reducimos hoy la emisión de gases de efecto invernadero, el clima todavía tardaría, por lo
menos, 300 años, o quizá mucho más, en empezar a enfriarse —añadió Rose—. Tenemos sesgos
cognitivos muy poderosos en relación a nuestras necesidades presentes y no sabemos pensar en
términos de un futuro lejano. Pero, por lo menos, estamos empezando a admitir que nuestra actividad
pone en peligro los sistemas humanos y naturales. Lo que más se requiere hoy en día es liderazgo. Los
grandes líderes deben poseer la visión a largo plazo que acompaña a la comprensión de los sistemas».
Consideremos el caso de los negocios. Reinventar los negocios teniendo en cuenta un futuro distante
supondría encontrar valores que compartan y sustenten todos los interesados, desde los accionistas,
empleados y consumidores, hasta las comunidades en que opera la empresa y las generaciones
venideras. Hay quienes denominan «capitalismo consciente» al hecho de no limitar el rendimiento de
una empresa a la búsqueda de dividendos trimestrales que complazcan a los accionistas, sino que
apunten al beneficio de todos los implicados (y los estudios realizados han puesto de manifiesto que, a
las empresas que comparten esta visión más amplia, como Zappos y Whole Foods, les va
económicamente mejor que a sus competidores, tan sólo orientados hacia el lucro)[287].
El líder que aspire a articular con eficacia esos valores compartidos debe empezar mirando en su
interior, para descubrir una visión inspiradora con la que pueda comprometerse sinceramente. No es
difícil ver que la alternativa a esto consiste en esas afirmaciones hueras sustentadas por muchos
ejecutivos, pero desmentidas por las acciones de su empresa (cuando no por las suyas propias).
Cuando los márgenes temporales son demasiado estrechos, hasta los líderes de grandes empresas
pueden compartir determinados puntos ciegos. Para ser realmente grandes, los líderes deben expandir su
limitado foco de atención hasta abarcar un horizonte mucho mayor, que vaya más allá de las décadas, al
tiempo que se ocupan de entender mejor los sistemas.
Eso me recuerda a Paul Polman, director general de Unilever, que me sorprendió cuando ambos
formábamos parte de un panel de expertos en el Foro Mundial Económico, celebrado en Davos (Suiza),
en el año 2010. Paul aprovechó esa oportunidad para anunciar que Unilever se había marcado, en 2020,
el objetivo de reducir a la mitad la huella medioambiental de la empresa. Pero fue poco el interés que
despertó ese encomiable propósito, que comparten, por cierto, muchas empresas socialmente
responsables que anuncian objetivos similares ligados al calentamiento global[288].
Lo que realmente me sorprendió de su presentación fue su siguiente comentario, porque Unilever
también se comprometió a adquirir sus productos agrícolas primarios de pequeñas granjas, tratando de
beneficiar así a medio millón de pequeños propietarios del mundo entero[289]. Los agricultores afectados
se dedican fundamentalmente a la producción de té, pero la iniciativa también afecta a las cosechas de
cacao, aceite de palma, vainilla, coco y una amplia variedad de frutas y verduras. Y las granjas
implicadas se hallan en lugares tan alejados entre sí como África, Asia Sudoriental y Latinoamérica y
otras dispersas por Indonesia, China y la India.
De ese modo, Unilever no solo espera vincular a estos pequeños agricultores a su cadena de
suministro, sino colaborar también con grupos como Rainforest Alliance para que les ayuden a
perfeccionar sus prácticas agrícolas y convertirse en fuentes fiables para el mercado internacional[290].
En un mundo turbulento como el nuestro, en el que la seguridad alimentaria aparece, en nuestro
horizonte futuro, como un posible problema, la diversificación de fuentes de aprovisionamiento supone,
para Unilever, una reducción de riesgos.
Los beneficios de esta remodelación de la cadena de suministros —señaló Polman— son muy
diversos, desde consolidar la economía de las comunidades agrícolas locales hasta mejorar la calidad de
la salud y la educación. Y el Banco Mundial, por su parte, señala que la forma más eficaz de alentar el
desarrollo económico y reducir la pobreza de las comunidades rurales consiste, precisamente, en apoyar
a los pequeños agricultores[291].
«Tres de cada cuatro personas con bajos ingresos dependen directa o indirectamente, para su
sustento, en los mercados emergentes, de la agricultura», dice Cherie Tan, que dirige esta iniciativa que
consiste en aprovisionarse de pequeños agricultores. El 85% de esas granjas pertenecen a la categoría de
pequeños agricultores, «de modo que, en este sentido —concluye—, se presentan grandes
oportunidades».
Si consideramos la empresa como poco más que una máquina de hacer dinero, estaremos ignorando
la red de conexiones establecida por los trabajadores y comunidades en las que opera, a sus clientes y
consumidores y a la sociedad en general. Por eso, los líderes con una visión más amplia también tienen
en cuenta este tipo de relaciones.
Aunque nadie niega la importancia de ganar dinero, los líderes que poseen esta amplitud de miras
prestan también atención al modo en que obtienen sus beneficios y toman, en consecuencia, decisiones
de manera diferente. Sus decisiones se atienen a una lógica que va más allá del estricto marco de la
economía y no se limita al simple cálculo de pérdidas y ganancias. Esos líderes saben equilibrar los
beneficios económicos con el interés general[292].
Una buena decisión, desde esta perspectiva, no debe limitarse a tener en cuenta las necesidades
actuales, sino que también debería considerar las necesidades de una amplia diversidad de personas,
incluidas las generaciones venideras. Esos líderes son inspiradores y articulan, en consecuencia, un gran
propósito compartido que infunde sentido y coherencia al trabajo de todo el mundo y hace que las
personas se impliquen emocionalmente compartiendo valores, lo que les lleva a sentirse a gusto con lo
que hacen, estar motivadas y seguir en la brecha a pesar de los obstáculos.
La combinación entre la atención a las necesidades individuales y las necesidades sociales puede,
por sí sola, alentar la innovación. Cuando los directivos de la sección india de una empresa global de
bienes de consumo se dieron cuenta de que todos los hombres de cierta aldea estaban siendo desollados
por los barberos, que utilizaban cuchillas de afeitar oxidadas, tomaron la decisión de fabricar cuchillas
de afeitar lo suficientemente baratas para que los aldeanos pudiesen permitírselas[293].
Estos proyectos crean climas organizativos en los que el trabajo asume un significado nuevo y más
apasionante. El trabajo de los equipos que desarrollaron esas cuchillas y jabón de afeitar más baratos se
convirtió en una «buena obra», que hace que la gente se sienta comprometida, busque la excelencia en
su trabajo y encuentre sentido en lo que hace.
Los líderes dotados de una visión global
Veamos ahora un ejemplo de lo que, en este sentido, ha estado ocurriendo desde hace años en Ben &
Jerry Ice Cream. El proceso de fabricación de uno de sus sabores más populares, el brownie con
chocolate y caramelo, pasa por trocear brownies en el helado de chocolate. Para ello, Ben & Jerry se
aprovisionan de camiones llenos de Greyston Bakery, un horno situado en un barrio muy deprimido del
Bronx. El horno enseña a mucha gente y contrata a quienes desean encontrar trabajo, como algunos
padres con escasos recursos que viven, con sus familias, en un cercano edificio de viviendas protegidas.
El lema de Greyston Bakery es: «Nosotros no contratamos gente para hacer brownies, sino que hacemos
brownies para contratar a gente».
Esa actitud refleja perfectamente un nuevo tipo de pensamiento para abordar los problemas más
acuciantes. Pero, en cualquier solución real, hay un ingrediente oculto, que pasa por intensificar nuestra
atención para llegarnos a entender a nosotros mismos, a los demás, a nuestra comunidad y a nuestra
sociedad.
Si tenemos en cuenta que líder es toda persona que influye o guía a los demás hacia un objetivo
común, el liderazgo se halla, en este sentido, regularmente distribuido. Todos, de un modo u otro, somos
líderes, ya sea en nuestra familia, en los medios de comunicación, en una organización o en la sociedad
en su conjunto.
Los buenos líderes se mueven dentro del marco de referencia de un sistema que solo beneficia a un
grupo, ejecutando una misión controlada y operando dentro de un solo nivel de complejidad. Los
grandes líderes, por su parte, son los que definen una misión, actúan a múltiples niveles y abordan los
problemas más acuciantes. Los grandes líderes no se conforman con los sistemas tal como son, sino que
ven también aquello en lo que podrían convertirse y se esfuerzan, en consecuencia, en transformarlos en
algo mejor que beneficie a un círculo más amplio de personas. Se enfrentan a los retos más importantes
y abordan los problemas más graves, algo que exige un gran salto hacia delante desde la mera
competencia hasta la sabiduría.
También hay individuos excepcionales que, en lugar de centrar exclusivamente sus esfuerzos en
beneficio de una organización o de un grupo político, lo hacen en aras de la sociedad y tienen libertad
para pensar un futuro muy lejano. Su pensamiento no se limita a ningún grupo determinado, sino que se
centra en el bienestar de la humanidad en general. No ven a los demás como un «ellos» enfrentados a un
«nosotros», sino como parte de un «nosotros», y dejan su legado a las generaciones futuras. Son líderes,
como Jefferson, Lincoln, Gandhi, Mandela, el Buda o Jesús a los que, pasado un siglo o incluso más,
seguiremos recordando.
Uno de los peores retos a los que actualmente nos enfrentamos es la llamada «paradoja del
antropoceno», es decir, el modo en que los sistemas humanos impactan en los sistemas globales que
sustentan la vida y parecen dirigirnos lentamente hacia el colapso. Para encontrar soluciones a este
problema, se requiere la puesta en marcha de un pensamiento antropocénico que nos permita identificar,
dentro de la dinámica sistémica, los puntos de inflexión y dar un golpe de timón que nos encamine hacia
un futuro mejor. Este es un grado de complejidad que añade un nuevo estrato a los retos que deben
afrontar los líderes actuales y que, cada día, se tornan más complejos.
Existen, obviamente, muchos otros dilemas sistémicos fundamentales. El impacto ecológico y sobre
la salud provocado por el estilo de vida de las personas más ricas del mundo está generando sufrimiento
en los más pobres. Debemos reinventar nuestros sistemas económicos e introducir, en el inventario
general, junto al desarrollo económico, las necesidades humanas.
También está el abismo, cada vez mayor, que separa, en todo el mundo, a los más ricos y poderosos
de los más pobres. Y mientras los ricos, como ya hemos visto, detentan el poder, su mismo estatus
puede cegarles a la situación real en que se encuentran los pobres e insensibilizarles a su sufrimiento.
¿Quién será, pues, en estas condiciones, capaz de decirle la verdad al poder?
Si bien las ventajas y placeres de la civilización son muy seductores, no podemos obviar la
existencia de las llamadas «enfermedades de la civilización» (como la diabetes y las dolencias
cardiovasculares), que se ven intensificadas por las exigencias y el estrés rutinarios que conforman
nuestro estilo de vida. Esta situación es peor si cabe todavía si tenemos en cuenta el fracaso, en la
práctica totalidad del planeta, a la hora de garantizar a todo el mundo el acceso a un adecuado sistema
sanitario.
También debemos afrontar el problema perenne de la desigualdad educativa y del acceso a las
oportunidades; los países y las culturas que, privilegiando a un determinado grupo, reprimen a otros; los
estados que se desintegran en feudos cada vez más enfrentados, etcétera.
La solución de problemas de tal complejidad y urgencia requiere un abordaje que integre la
conciencia que tenemos de nosotros y del modo en que actuamos y nuestra empatía y compasión, con
una comprensión matizada de los sistemas que se hallan en juego.
Para empezar a abordar estas cuestiones necesitamos líderes que tengan en cuenta sistemas
diferentes, como el geopolítico, el económico y el medioambiental, por nombrar solo unos pocos. Por
desgracia, sin embargo, el fracaso de muchos líderes radica en la estrechez de su foco de atención. Están
tan preocupados con los problemas inmediatos que carecen, en consecuencia, del ancho de banda capaz
de identificar los retos a los que, a largo plazo, deberá enfrentarse nuestra especie[294].
En un intento de llevar la visión sistémica al mundo empresarial, Peter Senge, docente en la Sloan
School de Management del MIT [Facultad Sloan de Administración del MIT], ha desarrollado la
llamada «organización de aprendizaje»[295]. «El requisito esencial para entender los sistemas es nuestro
horizonte temporal —me dijo Senge—. Si es demasiado corto, soslayaremos los bucles de feedback y
nos contentaremos con apaños que si bien, a corto plazo, parecen funcionar, resultan, a largo plazo,
inadecuados. Pero, si ese horizonte es lo suficientemente amplio, tendremos la oportunidad de entender
mejor los sistemas clave intervinientes.
»Cuanto mayor sea nuestro horizonte —agrega Senge—, mayor será también nuestra comprensión
del sistema».
Pero «la transformación a gran escala de los sistemas es una tarea ingente», afirmó Rebecca
Henderson en un encuentro sobre sistemas globales celebrado en el MIT de Massachusetts. Henderson
enseña Ética y Medio Ambiente en la Harvard Business School [la Escuela de Negocios de Harvard] y
emplea, para buscar soluciones, un marco de referencia sistémico. Reciclar, por ejemplo, según dice, es
un «cambio marginal», mientras que el abandono de los combustibles fósiles supondría un cambio
sistémico.
Henderson, que imparte un curso muy popular en la facultad de Ciencias Empresariales sobre
«reinventar el capitalismo», subraya la importancia de una transparencia que, evaluando con detalle las
emisiones de CO2, obligase a los mercados a favorecer cualquier recurso que las redujese.
En el mismo encuentro sobre sistemas globales, celebrado en el MIT, en el que habló Henderson, el
Dalái Lama dijo: «Necesitamos influir en las personas que toman decisiones para que no limiten su
atención a sus intereses nacionales, sino que tengan también en cuenta las cuestiones más acuciantes, a
largo plazo, para la humanidad, como la crisis medioambiental y el desigual reparto de la riqueza.
»Tenemos la capacidad de imaginar cómo será nuestro futuro dentro de varios siglos —añadió el
Dalái Lama—. Y, aunque sepamos que nuestra tarea no concluirá en esta vida, debemos ponernos ya
manos a la obra. Esta generación tiene la responsabilidad de remodelar el mundo. Si nos aprestamos a
ello, es posible y, por más difícil que parezca, nunca debemos desfallecer. Asumamos una visión
positiva, llena de entusiasmo y alegría y una perspectiva optimista».
El triple foco de atención del que hemos hablado en este libro podría ayudarnos a alcanzar, en este
sentido, el éxito, pero con qué fin y al servicio de qué, debemos preguntarnos, estamos poniendo
nuestros mejores talentos. Si nuestro foco de atención solo sirve a nuestras metas personales (es decir, a
nuestro interés personal o a la recompensa inmediata de nuestro pequeño grupo), estaremos
condenando, a largo plazo, a toda nuestra especie.
En el extremo mayor de su apertura, nuestro foco de atención abarca también los sistemas globales,
tiene en cuenta las necesidades de los más pobres y desfavorecidos y atisba un futuro muy lejano.
Independientemente de lo que hagamos y de la decisión que adoptemos, el Dalái Lama nos invita, para
comprobar nuestra motivación, a formularnos las siguientes preguntas:
¿Es solo para mí o también para los demás?
¿En beneficio de unos pocos o de la mayoría?
¿Para ahora o para el futuro?
Agradecimientos
El presente libro está entretejido con hebras procedentes de multitud de fuentes, muchas de ellas
conversaciones con personas, cuya comprensión no ha hecho sino enriquecer mi propio pensamiento y a
las que cito por su nombre en las páginas del libro.
Además de los ya mencionados a lo largo del texto, estoy muy agradecido, por sus indicaciones,
informaciones, historias, correos electrónicos, observaciones, conversaciones casuales, etcétera, a las
siguientes personas:
Steve Arnold, de Polaris Venture Partners; Rob Barracano, del Champlain College; el doctor
Bradley Connor, del Weill Cornell Medical Center; Toby Cosgrove, de la Cleveland Clinic; Howard
Exton-Smith, de Oxford Change Management; Larry Fink, de BlackRock; Alan Gerson, de AG
International Law; el roshi Bernie Glassman, de Zen Peacemakers; Bill Gross, de Idealab; Nancy
Henderson, de The Academy at Charlemont; Mark Kriger, de BI Norwegian Business School; Janice
Maturano, del Institute for Mindful Leadership; David Mayberg, de la Universidad de Boston; Charles
Melcher, de The Future of Storytelling; Walter Robb, de Whole Foods Market; Peter Miscovich, de
Jones Lang La-Salle; John Noseworthy, de la Clínica Mayo; Miguel Pestana, de Unilever; Daniel
Siegel, de UCLA; Josh Spear, de Undercurrent; Jeffrey Walker, de MDG Health Alliance; Lauris
Woolford, de Fifth Third Bank, y Jeffrey Young, del Cognitive Therapy Center de la ciudad de Nueva
York. Mi agradecimiento especial también a Tom Roepke, mi amable anfitrión en la escuela pública
112, y Wendy Hasenkamp del Mind and Life Institute, por su inteligente feedback. Y mi más sincero
agradecimiento también para todos aquellos que haya omitido involuntariamente de esta lista.
Estoy sumamente agradecido a los miembros del Leadership Council del Foro Económico Mundial
y al grupo Mindful Leadership, de Cambridge, por sus interesantes comentarios. Otra fuente de puntos
clave han sido los entusiastas debates que he mantenido con los miembros del Consortium for Research
on Emotional Intelligence in Organizations (que codirijo), una red global de investigadores académicos
y profesionales ligados al mundo de las organizaciones.
Además, he recogido diferentes datos, todavía sin publicar, procedentes de estudios llevados a cabo
por mis colegas en Hay Group, la consultora global que se asoció conmigo en el desarrollo del
Emotional and Social Competence Inventory (ESCI), una herramienta para la estimación del liderazgo.
Mi agradecimiento especial a Yvonne Sell de Hay Group de Londres, por su investigación con este
instrumento y a Ruth Malloy, de Hay Group de Boston. También doy las gracias a Garth Havers de
Sudáfrica; Scott Speier de Boston y Georg Veilmetter de Berlín.
Como siempre, me hallo en especial deuda con mi viejo amigo Richard Davidson, fuente de los más
novedosos datos relativos al campo de la neurociencia y poseedor de una paciencia inagotable para
explicarme las cosas y responder a mis interminables preguntas. Asimismo, mi asistente Rowan Foster
ha sido un apoyo incondicional en la localización, a veces muy complicada, de diferentes artículos de
investigación y en que este tren llegase, en fin, a su destino.
Y finalmente mi esposa, Tara Bennett-Goleman, inagotable fuente de visión, comprensión,
inspiración y amor.
Recursos
Daniel Goleman
Los lectores interesados pueden encontrar más información en: www.DanielGoleman.info
Para contactar con Daniel Goleman: Contact@danielgoleman.info
Si desea adquirir la versión original en audio de este libro y la instrucción de audio que la
acompaña, «Cultivating Focus», así como también otros audios, DVD y libros de Daniel Goleman,
diríjase a: www.MoreThanSound.net
Organizaciones
Daniel Goleman codirige el Rutgers University-Based Collaborative for Research on Emotional
Intelligence in Organizations y alienta la investigación en este sentido, tanto en el entorno académico
como entre profesionales de las organizaciones: www.creio.org.
También es fundador del directorio de miembros del Mind and Life Institute, que comenzó a
celebrar encuentros entre el Dalái Lama y diferentes científicos y que alienta hoy en día un elenco de
iniciativas, entre las que se incluye fomentar la investigación de los métodos contemplativos:
www.mindandlife.org.
Es, asimismo, cofundador del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning, sito
ahora en la Universidad de Illinois, en Chicago, encargado de establecer las mejores directrices de
aprendizaje socioemocional en las escuelas y de fomentar la investigación para evaluar el efecto de
estos programas: www.casel.org.
Información sobre mindfulness
El Center for Mindfulness in Medicine, Health Care, and Society, fundado por Jon Kabat-Zinn en el
Centro Médico de la Universidad de Massachusetts, ha sido la fuerza impulsora del uso, actualmente
bastante generalizado, de los programas de reducción del estrés basados en mindfulness en el ámbito de
la medicina y de la atención sanitaria, así como en áreas tan diversas como las prisiones y la terapia:
www.umassmed.edu/cfm.
Por su parte, «Mindfulness in Education» y «Systems and Environment» son dos de los programas
desarrollados en el Instituto Garrison: www.garrisoninstitute.org.
Los sistemas y la sostenibilidad son el contenido del programa desarrollado en la Peter Senge’s
Society for Organizational Learning: www.solonline.org.
La transparencia ecológica, considerada dentro del marco de la perspectiva sistémica y contemplada
a través de la delicada lente del análisis del ciclo de vida, ha asumido diferentes direcciones en la New
Earth Foundation, en particular en Earthster, una plataforma que aboga por la transparencia ecológica en
las cadenas de suministros entre diferentes empresas. Handprinter es un modo positivo de monitorizar
nuestro impacto ambiental, mientras que Social Hotspots se dedica a identificar problemas como las
injusticias sociales o el trato inadecuado hacia los trabajadores en las cadenas de suministros:
www.newearth.info.
El liderazgo atento es el foco de la secuela del trabajo realizado en Google por Chad-Meng Tan:
«Busca en tu interior». Leadership Institute, www.siyli.org.
Libros y audios recomendados
Amabile, Teresa y Kramer, Steven. The Progress Principle, Boston: Harvard Business Review
Press, 2011.
Bennet-Goleman, Tara. Emotional Alchemy, Nueva York: Three Rivers Press, 2002. [Versión en
castellano: Alquimia emocional. Madrid: Punto de Lectura, 2002.]
Bennet-Goleman, Tara. Mind Whispering: A New Map to Freedom From Self-Defeating Emotional
Habits, San Francisco: HarperOne, 2013.
Bush, Mirabai, Mindfulness at Work I (audio), Northampton, Massachusetts: MoreThanSound
Productions, 2013.
Davenport, Thomas H. y Beck, John C. The Attention Economy: Understanding the New Currency
of Business, Boston: Harvard Business Review Press, 2002. [Versión en castellano: La economía de la
atención: el nuevo valor de los negocios. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2002.]
Davidson, Richard J. y Begley, Sharon. The Emotional Life of Your Brain. Nueva York: Plume,
2012. [Versión en castellano: El perfil emocional de tu cerebro. Barcelona: Ediciones Destino, 2012.]
Decety, Jean y Ickes, William (eds.). The Social Neuroscience of Empathy, Cambridge,
Massachusetts: The MIT Press, 2011.
Ericsson, K. Anders (ed.). The Road to Excellence: The Acquisition of Expert Performance in the
Arts and Sciences, Sports and Games, Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum Associates, 1996.
Gendlin, Eugene T. Focusing, Nueva York: Bantam Books, 1982. [Versión en castellano: Focusing:
proceso y técnica del enfoque corporal. Bilbao: Ediciones Mensajero, 1983.]
George, Bill, Authentic Leadership: Rediscovering the Secrets to Creating Lasting Value, Nueva
Jersey: Jossey-Bass, 2004.
Goleman, Daniel. Ecological Intelligence, Nueva York: Random House, 2009. [Versión en
castellano: Inteligencia ecológica. Barcelona: Editorial Kairós, 2009.]
—. Leadership: The Power of Emotional Intelligence, Northampton, Massachusetts:
MoreThanSound Productions, 2012.
—. Relax (audio), Northampton, Massachusetts: MoreThan Sound Productions, 2012.
—. Social Intelligence, Nueva York: Bantam Books, 2006. [Versión en castellano: Inteligencia
social: la nueva ciencia de las relaciones humanas. Barcelona: Editorial Kairós, 2006.]
Kabat-Zinn, Jon. Wherever You Go, There You Are, Nueva York: Hyperion, 2005. [Versión en
castellano: Mindfulness en la vida cotidiana: dónde quieras que vayas, ahí estás. Barcelona: Ediciones
Paidós Ibérica, 2009.]
Kahneman, Daniel. Thinking, Fast and Slow, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2011. [Versión
en castellano: Pensar rápido, pensar despacio. Barcelona: Editorial Debate, 2012.]
Lantieri, Linda. Building Emotional Intelligence: Techniques to Cultivate Inner Strength in
Children, Boulder, Colorado: SoundsTrue, 2008. [Versión en castellano: Inteligencia emocional infantil
y juvenil. Madrid: Editorial Aguilar, 2009.]Posner, Michael y Rothbart, Mary. Educating the Human
Brain, Washington: American Psychological Association, 2006.
Siegel, Daniel J. The Mindful Brain: Reflection and Attunement in the Cultivation of Well-Being,
Nueva York: W.W. Norton & Company, 2007. [Versión en castellano: Cerebro y mindfulness.
Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2010.]
Sterman, John D. Business Dynamics: Systems Thinking and Modeling for a Complex World, Nueva
York: McGraw-Hill, 2000.
Tan, Chade-Meng. Search Inside Yourself: The Unexpected Path to Achieving Success, Happiness
(and World Peace), San Francisco: HarperOne, 2012.
DANIEL GOLEMAN es profesor de psicología en Harvard, presidente del Consorcio para la
Investigación de la Inteligencia Emocional en la Universidad de Rutgers y miembro de la American
Association for the Advancement of Science. Ha escrito durante doce años sobre ciencias conductuales
y cerebrales para el New York Times.