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Focus Daniel Goleman

Para el bienestar de las generaciones venideras que sucede aquí y ahora. Los organizadores del tercer congreso All Things D(igital), celebrado en 2005, se vieron obligados a desconectar la red wifi de la sala en que se celebraba el evento debido al resplandor de las pantallas de los ordenadores portátiles, un indicio evidente del poco interés que despertaba, en la audiencia, la acción que se desarrollaba en el escenario. Como dijo uno de los participantes, se hallaban en un estado de «atención parcial continua», una especie de estupor inducido por el bombardeo de información procedente de fuentes de información tan diversas como el orador, los miembros de la audiencia y la actividad que estaban llevando a cabo en sus portátiles [8]. Son muchos los lugares de trabajo de Silicon Valley que han tratado de enfrentarse a este problema prohibiendo el acceso a las reuniones con ordenadores portátiles, teléfonos móviles y otros dispositivos digitales. Una ejecutiva del mundo editorial me confesó sentirse desbordada, al cabo de un rato de no comprobar el estado de su teléfono móvil, por «una sensación de discordancia. Echas de menos el impacto que acompaña a la recepción de un mensaje. Y por más que sepas que no está bien comprobar tu teléfono cuando estás con alguien, se trata de algo adictivo». Por eso, ha terminado firmando, con su marido, un acuerdo según el cual: «Apenas llegamos a casa, procedentes del trabajo, guardamos nuestros teléfonos en un cajón. Y solo los comprobamos cuando la ansiedad empieza a desbordarnos. Y debo decir que, de este modo, estamos más presentes. Ahora, por lo menos, hablamos». Nuestra atención se enfrenta de continuo a las distracciones, tanto internas como externas. ¿Pero cuál es el coste de estas distracciones? Un ejecutivo de una empresa financiera me formuló, en este sentido, la siguiente reflexión: «Cuando, en medio de una reunión, me doy cuenta de que mi mente se ha desviado a otro lugar, me pregunto cuántas oportunidades se me habrán escapado». Un médico amigo me cuenta que, para poder desempeñar adecuadamente su trabajo, sus pacientes están empezando a automedicarse con fármacos para el trastorno de déficit de atención o la narcolepsia. Y un abogado me dijo, en este mismo sentido: «Estoy seguro de que, si no los tomara, ni siquiera podría leer los contratos». Hasta no hace mucho, los pacientes necesitaban una receta para poder conseguir esos medicamentos que han acabado convirtiéndose en potenciadores rutinarios. Cada vez son más los adolescentes que aparentan tener síntomas de déficit de atención para conseguir recetas de estimulantes, una ruta química a la atención. Y Tony Schwartz, un asesor que enseña a los líderes a gestionar más adecuadamente su energía, me dijo: «Enseñamos a la gente a ser más consciente del modo en que emplea su atención… que ahora, todo hay que decirlo, es siempre pobre. La atención ha acabado convirtiéndose en el principal problema de nuestros clientes». Ese bombardeo de datos desemboca en atajos negligentes, como el filtrado descuidado del correo electrónico atendiendo exclusivamente a su encabezado, la pérdida de muchos mensajes de voz y la lectura demasiado rápida de mensajes y recordatorios. Pero no es solo que el volumen de información nos deje muy poco tiempo libre para reflexionar sobre su significado, sino que los hábitos atencionales que desarrollamos nos hacen también menos eficaces. Esta es una situación ya advertida, en 1977, por Herbert Simon, premio Nobel de Economía. Mientras escribía acerca del advenimiento de un mundo rico en información, señaló que la información consume «la atención de sus receptores. De ahí que el exceso de información vaya necesariamente acompañado de una pobreza de atención» [9]. Parte I: La anatomía de la atención 2. Los fundamentos básicos Cuando era joven tenía el hábito de hacer los deberes escuchando los cuartetos para cuerda de Béla Bartók que, pese a resultarme levemente cacofónicos, me gustaban. Conectar con esas notas discordantes me ayudaba, de algún modo, a concentrarme y aprender más rápidamente, pongamos por caso, la fórmula del hidróxido de amonio. Años más tarde recordé, mientras me dedicaba a escribir artículos para The New York Times, esa temprana experiencia. En el Times, trabajaba en el departamento de Ciencias que, en esa época, ocupaba un antro, del tamaño de un aula, abarrotado de escritorios en los que se apiñaban más de 10 periodistas científicos y una media docena aproximada de redactores. El entorno sonoro del lugar estaba impregnado de una cacofonía no muy distinta a la de Bartók. A mi lado podía escuchar una charla entre tres o cuatro personas, un poco más allá se oían una o varias conversaciones telefónicas, mientras los periodistas entrevistaban a sus fuentes y los redactores preguntaban a voz en grito cuándo esperábamos entregar nuestro artículo. Rara vez, dicho en otras palabras, se oía, en ese entorno, el sonido del silencio. Pero ello nunca impidió que entregásemos a tiempo nuestro artículo. Nadie dijo nunca, para poder concentrarse: «¡Silencio, por favor!». Lo que hacíamos, muy al contrario, era desconectar del ruido y redoblar nuestra atención. Esa concentración en medio del ruido es un claro ejemplo del poder de la atención selectiva, la capacidad neuronal de dirigir la atención hacia un solo objetivo, ignorando simultáneamente un inmenso aluvión de datos, cada uno de los cuales constituye, en sí mismo, un posible foco de atención. Eso es lo que William James, uno de los fundadores de la psicología moderna, quería decir cuando definió la «atención» como «la toma de posesión, por la mente, de un modo claro y vívido, de uno entre varios objetos o cadenas de pensamientos simultáneamente posibles» [10]. Hay dos tipos de distracción, la sensorial y la emocional. Los distractores sensoriales son muy sencillos y nos ayudan, por ejemplo, a dejar de prestar atención, mientras leemos, a los márgenes blancos que enmarcan el texto. O si se da cuenta, por un momento, de la sensación del contacto de la lengua con el paladar, reconocerá que ese es uno de los muchos datos que su cerebro expurga del continuo bombardeo de sonidos, formas, colores, sabores, olores y sensaciones de todo tipo que nos asaltan de continuo. Más problemáticas resultan las distracciones asociadas a estímulos emocionalmente cargados. Aunque pueda resultar sencillo concentrarse, en medio del bullicio de una cafetería, en responder un correo electrónico, basta con oír que alguien pronuncia nuestro nombre, para que ese dato acabe convirtiéndose en un señuelo emocionalmente tan poderoso que nos resulte casi imposible desconectarnos de la voz que acaba de pronunciarlo. Nuestra atención se apresta entonces a escuchar todo lo que, sobre nosotros, se diga, en cuyo caso podemos acabar olvidándonos de responder incluso a ese correo electrónico. Por eso, el principal reto al que, en este sentido, todos-aun las personas más concentradas-nos enfrentamos procede de la dimensión emocional de nuestra vida, como el reciente choque que acabamos de tener con un conocido y cuyo recuerdo no deja de interferir en nuestro pensamiento. Todos esos pensamientos afloran por una buena razón, obligándonos a prestar atención a lo que tenemos que hacer La vida en piloto automático Un amigo y yo estábamos charlando en un restaurante muy ajetreado. Él estaba contándome algo sobre una cuestión muy intensa que recientemente había experimentado. Tan absorto se hallaba en su relato que, mientras yo llevaba un buen rato con el plato vacío, él todavía no había probado bocado. En ese momento, el camarero se acercó a nuestra mesa y le preguntó: «¿Está el señor disfrutando de su comida?». Sin darse cuenta siquiera de lo que acababa de preguntarle, mi amigo masculló un despectivo: «¡No! ¡Todavía no!», y prosiguió, sin perder el ritmo, con su historia. Esa respuesta no se refería tanto, obviamente, a lo que ese camarero le había preguntado, sino a lo que los camareros suelen preguntar en circunstancias parecidas, es decir: «¿Ha terminado usted?». Este pequeño error tipifica el aspecto negativo de una vida vivida de abajo arriba (o, como también podríamos decir, en piloto automático), sin darnos cuenta del momento tal como se nos presenta y reaccionando, en consecuencia, a lo que está ocurriendo según una pauta fija de creencias. Pero, de ese modo, se nos escapa el chiste que entraña la situación: Camarero: «¿Está el señor disfrutando de su comida?». Cliente: «¡No! ¡Todavía no!». Volviendo ahora a la época en que la gente hacía largas colas ante la fotocopiadora, la psicóloga de Harvard Ellen Langer llevó a cabo un experimento en el que alguien se acercaba al comienzo de la fila y simplemente decía: «Lo siento, pero tengo que hacer varias copias». Obviamente, todos los que estaban haciendo cola tenían también que hacer varias copias. El experimento demostró que, quienes se hallaban al comienzo de la cola, no mostraban problema alguno

Daniel Goleman Focus Desarrollar la atención para alcanzar la excelencia En este esperado libro, el psicólogo y periodista Daniel Goleman, autor del best-seller mundial Inteligencia emocional, nos ofrece una visión radicalmente nueva del recurso más escaso y subestimado de nuestra sociedad, una capacidad que resulta ser el secreto para la excelencia: la atención. Las personas que logran un máximo rendimiento (ya sea en los estudios, los negocios, el deporte de competición o las artes) son precisamente aquellas que cultivan formas de focalización o de meditación inteligente. Combinando la investigación de vanguardia con conocimientos prácticos, Focus profundiza en la ciencia de la atención en todas sus variedades (el foco interno, el foco en los demás y el foco exterior). En la era de la distracción permanente, Goleman sostiene convincentemente que ahora más que nunca tenemos que aprender a cultivar la atención, tanto como forma de autocontrol, de mejorar la empatía o para comprender la complejidad que nos rodea. Título original: Focus Daniel Goleman, 2013 Traducción: David González Raga y Fernando Mora Diseño de portada: Romi Sanmartí Para el bienestar de las generaciones venideras 1. La facultad sutil Ver a John Berger deambulando por el primer piso de un centro comercial del Upper East Side de Manhattan mientras observa a los clientes es un ejemplo palmario de atención en acción. Vestido con una anodina chaqueta negra, camisa blanca, corbata roja y el walkie-talkie siempre en la mano, ese vigilante de seguridad va de un lado a otro sin dejar de observar a los posibles compradores. No en vano se le conoce como «los ojos del centro comercial». El suyo no es un trabajo sencillo en la planta de un centro comercial en la que acostumbra a haber al menos 50 personas. Y, mientras van de joyería en joyería, rebuscan entre los bolsos de Prada o se detienen a examinar las bufandas de Valentino, John no les quita ojo de encima. La danza que John ejecuta en esa pista es todo un ejemplo de movimiento browniano. Su mirada se posa unos segundos en el mostrador de los bolsos; luego se desplaza a un lugar, situado cerca de la puerta, que le proporciona una amplia perspectiva y, finalmente, se acerca a un rincón, desde el que puede echar un discreto vistazo a un trío que se le antoja sospechoso. Así es como los clientes, interesados por las mercancías, permanecen ajenos al escrutinio continuo al que John los somete. Como dice un proverbio indio: «cuando un carterista se encuentra con un santo, solo ve bolsillos», y John, del mismo modo, entre una muchedumbre, solo ve carteristas. Su mirada es una especie de foco luminoso, de modo que no resulta nada difícil imaginar su rostro transformado en un gran globo ocular que recuerda a un cíclope. John parece, en este sentido, la encarnación misma de un faro. Pero… ¿qué es lo que John busca? Los indicios que le advierten que está a punto de cometerse un robo son, según me dice, «una forma especial de mover los ojos, un cierto movimiento corporal, esos clientes que se desplazan como si de una piña se tratara, o aquel otro que no deja de echar miradas furtivas a su alrededor. Llevo tanto tiempo haciendo esto que detecto los signos de inmediato». Cuando John dirige su atención hacia uno de los 50 clientes, ignora a los otros 49 —y todas las otras cosas—, lo que, en medio de tal océano de distracciones, constituye una auténtica proeza de concentración. Esa conciencia panorámica, que alterna con la búsqueda continua de indicios reveladores, requiere del concurso de formas de atención muy diferentes (desde la atención selectiva hasta la alerta, la orientación y el modo adecuado de gestionarlo todo), cada una de las cuales constituye una herramienta mental fundamental que se asienta en una red concreta de circuitos cerebrales . La búsqueda continua de eventos que nos ayudan a permanecer atentos fue una de las primeras facetas de la atención en recabar el interés de la ciencia. Y esa investigación se agudizó, durante la II Guerra Mundial, acicateada por la necesidad militar de contar con operadores de radar que pudiesen permanecer atentos muchas horas y por el descubrimiento de que hacia el final de su vigilancia, la atención se rezagaba y se les escapaban más señales. Recuerdo haber visitado, en plena Guerra Fría, a un investigador financiado por el Pentágono para estudiar los niveles de vigilancia en periodos de entre tres y cinco días de privación de sueño, es decir, el tiempo estimado que, durante una supuesta III Guerra Mundial, deberían permanecer despiertos los militares en algún búnker oculto. Y aunque, afortunadamente, su experimento jamás tuvo que superar la prueba de la cruda realidad, sus alentadores resultados indicaban que, al cabo de tres o más noches sin dormir, el ser humano sigue prestando, con la adecuada motivación, una aguda atención (aunque, si la motivación mengua, no tardará en dormirse). La ciencia de la atención se ha expandido, en los últimos años, mucho más allá de la vigilancia. Son las habilidades atencionales, según esta ciencia, las que determinan nuestro nivel de desempeño de una determinada tarea. Si nuestra destreza en la atención es pobre, también lo será nuestro desempeño, pero si, por el contrario, está bien desarrollada, nuestro desempeño puede llegar a ser excelente. De esta facultad sutil depende, pues, nuestra agilidad vital. Y, por más oculto que en ocasiones esté, el vínculo entre atención y excelencia se halla detrás de casi todos nuestros logros. Son muchas las operaciones mentales que requieren de esta facultad. Cabe destacar, entre ellas, la comprensión, la memoria y el aprendizaje, la sensación de cómo y por qué nos sentimos de un modo determinado, la «lectura» de las emociones ajenas y el establecimiento de buenas relaciones interpersonales. Nos centraremos ahora, dejando provisionalmente de lado este determinante invisible de la eficacia, en los beneficios que conlleva el perfeccionamiento de esta facultad mental y en la comprensión del mejor modo de conseguirlo. La atención, en todas sus variedades, constituye un valor mental que, pese a ser poco reconocido (y hasta subestimado, en ocasiones), influye muy poderosamente en nuestro modo de movernos por la vida. Y es que, en una curiosa especie de ilusión óptica de nuestra mente, el haz de nuestra conciencia suele pasarnos desapercibido y solo advertimos el producto final de nuestra atención (es decir, el aroma del café matutino, esa sonrisa cómplice, aquel guiño o nuestras ideas, buenas o malas). Aunque su importancia es enorme para navegar por la vida, la atención en todas sus variedades representa un activo mental menospreciado y poco conocido. Mi objetivo aquí es el de subrayar una capacidad mental subestimada y escurridiza, indispensable para determinar el escenario de nuestras operaciones mentales y vivir una vida plena. Empezaremos nuestro viaje explorando algunos de los ingredientes fundamentales de la atención. Uno de ellos es la alerta vigilante, tan bien ilustrada por el caso de John con el que iniciábamos este capítulo. La ciencia cognitiva se ha dedicado a estudiar un amplio abanico de variables ligadas a la atención, como la concentración, la atención selectiva, la conciencia abierta y el modo en que, para supervisar y gestionar nuestras operaciones mentales, el control ejecutivo dirige la atención hacia nuestro interior. Nuestras capacidades mentales se erigen sobre la mecánica básica de nuestra vida mental. Por una parte, tenemos la conciencia de uno mismo (fundamento de la autogestión) y, por la otra, la empatía (fundamento de las relaciones interpersonales), aspectos fundamentales ambos de la inteligencia emocional. Y la debilidad o fortaleza en estos dominios puede, como veremos, boicotear una vida o una carrera o allanar el camino, por el contrario, hacia la plenitud y el éxito. Más allá de estos dominios, la ciencia sistémica nos abre a dimensiones atencionales más amplias que nos conectan con los complejos sistemas que definen, al tiempo que constriñen, nuestro mundo[2]. Tal foco externo nos enfrenta a la necesidad de conectar con esos sistemas vitales. Pero, como nuestro cerebro no está diseñado para esa tarea, permanecemos ciegos a los sistemas, lo que explica nuestra torpeza a la hora de movernos en esa dimensión. Sin embargo, ese conocimiento nos ayuda a entender el funcionamiento de las organizaciones, de la economía, o de los procesos globales que gobiernan la vida en este planeta. Resumamos lo dicho hasta ahora señalando que, si queremos vivir adecuadamente, es necesaria cierta destreza para movernos en tres ámbitos distintos: el mundo externo, el mundo interno, y el mundo de los demás. Los descubrimientos realizados, tanto en los laboratorios de neurociencia como en las aulas, sobre el modo de fortalecer este músculo tan esencial de nuestra mente, nos traen, en este sentido, buenas noticias. Y es que bien podríamos considerar la atención como un músculo, que se desarrolla en la medida en que se ejercita y que, en caso contrario, acaba marchitándose. Veremos el modo en que la práctica inteligente puede contribuir a desarrollar y perfeccionar el músculo de nuestra atención, o rehabilitarlo en aquellos casos en que se encuentre infradesarrollado. Para que los líderes obtengan buenos resultados deben desarrollar estos tres tipos de foco. El foco interno nos ayuda a conectar con nuestras intuiciones y los valores que nos guían, favoreciendo el proceso de toma de decisiones; el foco externo nos ayuda a navegar por el mundo que nos rodea, y el foco en los demás mejora, por último, nuestra vida de relación. Por ello decimos que el líder desconectado de su mundo interno carece de timón, el indiferente a los sistemas mayores en los que se mueve está perdido, y el inconsciente ante el mundo interpersonal está ciego. Y no son solo los líderes quienes se benefician del equilibrio entre estos tres factores. Todos vivimos en entornos amenazadores en los que abundan las tensiones y objetivos enfrentados tan propios de la vida moderna. Cada una de estas tres modalidades de la atención puede ayudarnos a encontrar un equilibrio que nos ayude a ser más felices y productivos. La «atención», un término derivado de la expresión latina attendere (que significa «tender hacia»), nos conecta con el mundo modelando y definiendo nuestra experiencia. Según los neurocientíficos cognitivos Michael Posner y Mary Rothbart, la atención proporciona el mecanismo «que subyace a nuestra conciencia del mundo y a la regulación voluntaria de nuestros pensamientos y sentimientos»[3]. Anne Treisman, especialista en esta área de investigación, afirma que el modo en que desplegamos nuestra atención determina lo que vemos . O, como dijo Yoda: «Ten muy presente que tu enfoque determina tu realidad». Una encrucijada peligrosa para la humanidad Aferrada a las piernas de su madre, la cabeza de la niñita apenas si alcanzaba la cintura de aquella, mientras viajaban en el transbordador que las llevaba de vacaciones a una isla. La madre, sin embargo, absorta en la pantalla de su iPad, no solo no la hacía caso, sino que ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia. Una escena parecida se repitió poco después en el microbús que compartí con un grupo de nueve amigas que iban de escapada de fin de semana. Al minuto de haber tomado asiento en el oscuro monovolumen, los rostros de todas ellas se iluminaron con el mortecino resplandor de las pantallas de su correspondiente iPhone o tableta, en un silencio únicamente interrumpido por el ruido sordo de los teclados, la llegada de un nuevo mensaje de texto o algún que otro comentario esporádico. La indiferencia de esa madre y el silencio de esas amigas ilustran el modo en que, adueñándose de nuestra atención, la tecnología entorpece nuestras relaciones. En el año 2006 se introdujo en el léxico inglés la palabra pizzled (que podríamos traducir como «perplado»), un término que captura la combinación de los sentimientos de «perplejidad» y «enfado» de quienes ven cómo la persona con la que están hablando no tiene empacho alguno en sacar su BlackBerry y responder al mensaje que acaba de recibir. Esta situación, tan molesta como irritante, ha acabado convirtiéndose en la norma. Y la adolescencia, vanguardia de nuestro futuro, es el epicentro de este movimiento. Durante los primeros años de esta década, el número de mensajes de texto mensuales por adolescente era, por término medio, de 3417, el doble exacto que unos pocos años antes, al tiempo que caía en picado el tiempo que pasaban al teléfono . Los adolescentes estadounidenses envían y reciben hoy un promedio de más de 100 mensajes de texto al día, unos 10 por cada hora que pasan despiertos. He llegado a ver a un niño enviando un mensaje mientras montaba en bicicleta. «Acabo de visitar a unos primos de New Jersey —me contó un amigo—, cuyos hijos poseían todos los dispositivos electrónicos conocidos. Y, como apenas podía ver sus rostros, tuve que aprender a distinguirlos por sus coronillas, porque se pasaban el tiempo mirando su iPhone para ver si alguien les había enviado un mensaje, actualizando su página de Facebook o sumidos en algún que otro videojuego. Eran completamente inconscientes de lo que sucedía a su alrededor y no parecían poseer grandes habilidades interpersonales». Los niños de hoy en día crecen en una nueva realidad, una realidad en la que están muy desconectados de sus semejantes y mucho más conectados que nunca, por el contrario, con las máquinas, una situación que, por razones muy diversas, resulta inquietante. Por una parte, los circuitos sociales y emocionales del cerebro infantil aprenden a través del contacto y la interacción con las personas con las que se relacionan. Y, como esas interacciones moldean los circuitos cerebrales, el aumento del tiempo que pasan con los ojos clavados en una pantalla digital, con el consiguiente detrimento del que dedican a relacionarse con otros seres humanos, no augura nada bueno. Este compromiso con el mundo digital tiene un coste por lo que se refiere al tiempo pasado en compañía de personas reales, es decir, en el entorno en el que aprendemos a «leer» los mensajes no verbales. La nueva camada de nativos de este mundo digital es tan diestra en el uso de teclados como torpe en la interpretación, en tiempo real, de la conducta ajena, especialmente en lo que respecta a advertir la consternación que provoca la prontitud con la que interrumpen una conversación para leer un mensaje de texto que acaban de recibir . Un estudiante universitario observa la soledad y el aislamiento que acompañan al hecho de vivir en un mundo virtual de tuits, actualizaciones de perfil y «subir fotos de la cena». Luego advierte que sus compañeros de clase están perdiendo la capacidad de conversar, y no digamos ya las charlas en torno a la búsqueda de sentido que tanto pueden enriquecer los años de universidad. «No es posible disfrutar de ningún cumpleaños, concierto, encuentro o fiesta sin tomarte un tiempo para distanciarte de lo que estás haciendo» y asegurarte de que tu mundo digital sepa lo mucho que estás divirtiéndote. Luego están los fundamentos básicos de la atención, el músculo cognitivo que nos permite seguir una historia, aprender, crear o perseverar en una tarea hasta llegar a concluirla. No cabe la menor duda, como veremos, de que el tiempo dedicado por los jóvenes a los dispositivos electrónicos contribuye a desarrollar ciertas habilidades cognitivas… pero también hay que plantearse los déficits emocionales, sociales y cognitivos que ello acarrea. Una maestra de segundo de ESO me dijo que, durante muchos años, había estado leyendo el libro Mithology, de Edith Hamilton, a sucesivas generaciones de alumnos. Se trataba de un libro que les gustaba mucho, hasta hace cinco años, en que, según me dijo: «Empecé a ver que no les gustaba tanto, ni siquiera a quienes mejores notas sacaban. Dicen que la lectura es demasiado difícil, que las frases son muy complicadas y que, para leer una página, necesitan mucho tiempo». Ella se pregunta si la capacidad lectora de los niños no se habrá visto mermada por los mensajes cortos que reciben en su teléfono móvil. Y luego concluyó diciendo: «Es difícil enseñar las reglas gramaticales compitiendo con el juego World of WarCraft». En el caso más extremo, Taiwán, Corea y otros países asiáticos consideran la adicción de los niños y los jóvenes a internet (los juegos, las redes sociales y la realidad virtual) como una crisis sanitaria nacional que los aísla. En torno al 8% de los jugadores estadounidenses de entre 8 y 18 años parece satisfacer los criterios diagnósticos establecidos por la psiquiatría para diagnosticar la adicción. Y la investigación cerebral realizada mientras juegan ha puesto de relieve la existencia de cambios en su sistema neuronal de recompensa semejantes a los que presentan los alcohólicos y los drogadictos[7]. Existen, en este sentido, anécdotas que nos hablan de adictos a los videojuegos que se pasan el día durmiendo y la noche jugando, sin comer ni lavarse siquiera, y se muestran agresivos cuando algún familiar tiene la osadía de interrumpirlos. Los ingredientes de una relación se ponen en marcha cuando dos personas comparten el mismo foco, lo que provoca una sincronía física inconsciente generadora, a su vez, de buenos sentimientos. Ese foco compartido con el maestro es el que coloca al cerebro del niño en la mejor disposición para aprender. Cualquier profesor que se haya esforzado en lograr que la clase preste atención conoce las dificultades que el alumno tiene, cuando no se tranquiliza ni se centra, para entender una lección de historia o de matemáticas. La relación exige dirigir la atención en la misma dirección y compartir, de ese modo, el mismo foco. Y, dado el océano de distracciones en el que hoy en día nos vemos obligados a navegar, nunca ha sido mayor que ahora la necesidad de esforzarnos en establecer ese tipo de conexión. El empobrecimiento de la atención También hay que tener en cuenta el coste que, para los adultos, ha supuesto esta reducción de la atención. El representante de una gran cadena de radiodifusión mexicana se quejaba diciendo que: «Hace unos años, podíamos hacer un vídeo de cinco minutos para presentarlo a una agencia de publicidad. Hoy no podemos pasarnos del minuto y medio. Si, durante ese tiempo, no hemos logrado captar su atención, todo el mundo echa mano a su teléfono para ver si ha recibido un nuevo mensaje». Un profesor universitario, especializado en cinematografía, me contó recientemente que estaba leyendo una biografía de uno de sus héroes, el conocido director francés François Truffaut. Pero luego añadió: «No puedo leer más de dos páginas de un tirón, porque tengo la absoluta necesidad de conectarme y ver si he recibido algún correo electrónico. Creo que estoy perdiendo la capacidad de concentrarme en cosas serias». La incapacidad de resistirnos a verificar una y otra vez la bandeja de entrada de nuestro correo o de nuestra página de Facebook, en lugar de seguir atentos a nuestro interlocutor, desemboca en lo que el sociólogo Erving Goffman, magistral observador de la interacción social, ha denominado como un «fuera», es decir, un gesto que transmite a la otra persona el mensaje de que «no estoy interesado» en lo que sucede aquí y ahora. Los organizadores del tercer congreso All Things D(igital), celebrado en 2005, se vieron obligados a desconectar la red wifi de la sala en que se celebraba el evento debido al resplandor de las pantallas de los ordenadores portátiles, un indicio evidente del poco interés que despertaba, en la audiencia, la acción que se desarrollaba en el escenario. Como dijo uno de los participantes, se hallaban en un estado de «atención parcial continua», una especie de estupor inducido por el bombardeo de información procedente de fuentes de información tan diversas como el orador, los miembros de la audiencia y la actividad que estaban llevando a cabo en sus portátiles[8]. Son muchos los lugares de trabajo de Silicon Valley que han tratado de enfrentarse a este problema prohibiendo el acceso a las reuniones con ordenadores portátiles, teléfonos móviles y otros dispositivos digitales. Una ejecutiva del mundo editorial me confesó sentirse desbordada, al cabo de un rato de no comprobar el estado de su teléfono móvil, por «una sensación de discordancia. Echas de menos el impacto que acompaña a la recepción de un mensaje. Y por más que sepas que no está bien comprobar tu teléfono cuando estás con alguien, se trata de algo adictivo». Por eso, ha terminado firmando, con su marido, un acuerdo según el cual: «Apenas llegamos a casa, procedentes del trabajo, guardamos nuestros teléfonos en un cajón. Y solo los comprobamos cuando la ansiedad empieza a desbordarnos. Y debo decir que, de este modo, estamos más presentes. Ahora, por lo menos, hablamos». Nuestra atención se enfrenta de continuo a las distracciones, tanto internas como externas. ¿Pero cuál es el coste de estas distracciones? Un ejecutivo de una empresa financiera me formuló, en este sentido, la siguiente reflexión: «Cuando, en medio de una reunión, me doy cuenta de que mi mente se ha desviado a otro lugar, me pregunto cuántas oportunidades se me habrán escapado». Un médico amigo me cuenta que, para poder desempeñar adecuadamente su trabajo, sus pacientes están empezando a automedicarse con fármacos para el trastorno de déficit de atención o la narcolepsia. Y un abogado me dijo, en este mismo sentido: «Estoy seguro de que, si no los tomara, ni siquiera podría leer los contratos». Hasta no hace mucho, los pacientes necesitaban una receta para poder conseguir esos medicamentos que han acabado convirtiéndose en potenciadores rutinarios. Cada vez son más los adolescentes que aparentan tener síntomas de déficit de atención para conseguir recetas de estimulantes, una ruta química a la atención. Y Tony Schwartz, un asesor que enseña a los líderes a gestionar más adecuadamente su energía, me dijo: «Enseñamos a la gente a ser más consciente del modo en que emplea su atención… que ahora, todo hay que decirlo, es siempre pobre. La atención ha acabado convirtiéndose en el principal problema de nuestros clientes». Ese bombardeo de datos desemboca en atajos negligentes, como el filtrado descuidado del correo electrónico atendiendo exclusivamente a su encabezado, la pérdida de muchos mensajes de voz y la lectura demasiado rápida de mensajes y recordatorios. Pero no es solo que el volumen de información nos deje muy poco tiempo libre para reflexionar sobre su significado, sino que los hábitos atencionales que desarrollamos nos hacen también menos eficaces. Esta es una situación ya advertida, en 1977, por Herbert Simon, premio Nobel de Economía. Mientras escribía acerca del advenimiento de un mundo rico en información, señaló que la información consume «la atención de sus receptores. De ahí que el exceso de información vaya necesariamente acompañado de una pobreza de atención»[9]. Parte I: La anatomía de la atención 2. Los fundamentos básicos Cuando era joven tenía el hábito de hacer los deberes escuchando los cuartetos para cuerda de Béla Bartók que, pese a resultarme levemente cacofónicos, me gustaban. Conectar con esas notas discordantes me ayudaba, de algún modo, a concentrarme y aprender más rápidamente, pongamos por caso, la fórmula del hidróxido de amonio. Años más tarde recordé, mientras me dedicaba a escribir artículos para The New York Times, esa temprana experiencia. En el Times, trabajaba en el departamento de Ciencias que, en esa época, ocupaba un antro, del tamaño de un aula, abarrotado de escritorios en los que se apiñaban más de 10 periodistas científicos y una media docena aproximada de redactores. El entorno sonoro del lugar estaba impregnado de una cacofonía no muy distinta a la de Bartók. A mi lado podía escuchar una charla entre tres o cuatro personas, un poco más allá se oían una o varias conversaciones telefónicas, mientras los periodistas entrevistaban a sus fuentes y los redactores preguntaban a voz en grito cuándo esperábamos entregar nuestro artículo. Rara vez, dicho en otras palabras, se oía, en ese entorno, el sonido del silencio. Pero ello nunca impidió que entregásemos a tiempo nuestro artículo. Nadie dijo nunca, para poder concentrarse: «¡Silencio, por favor!». Lo que hacíamos, muy al contrario, era desconectar del ruido y redoblar nuestra atención. Esa concentración en medio del ruido es un claro ejemplo del poder de la atención selectiva, la capacidad neuronal de dirigir la atención hacia un solo objetivo, ignorando simultáneamente un inmenso aluvión de datos, cada uno de los cuales constituye, en sí mismo, un posible foco de atención. Eso es lo que William James, uno de los fundadores de la psicología moderna, quería decir cuando definió la «atención» como «la toma de posesión, por la mente, de un modo claro y vívido, de uno entre varios objetos o cadenas de pensamientos simultáneamente posibles»[10]. Hay dos tipos de distracción, la sensorial y la emocional. Los distractores sensoriales son muy sencillos y nos ayudan, por ejemplo, a dejar de prestar atención, mientras leemos, a los márgenes blancos que enmarcan el texto. O si se da cuenta, por un momento, de la sensación del contacto de la lengua con el paladar, reconocerá que ese es uno de los muchos datos que su cerebro expurga del continuo bombardeo de sonidos, formas, colores, sabores, olores y sensaciones de todo tipo que nos asaltan de continuo. Más problemáticas resultan las distracciones asociadas a estímulos emocionalmente cargados. Aunque pueda resultar sencillo concentrarse, en medio del bullicio de una cafetería, en responder un correo electrónico, basta con oír que alguien pronuncia nuestro nombre, para que ese dato acabe convirtiéndose en un señuelo emocionalmente tan poderoso que nos resulte casi imposible desconectarnos de la voz que acaba de pronunciarlo. Nuestra atención se apresta entonces a escuchar todo lo que, sobre nosotros, se diga, en cuyo caso podemos acabar olvidándonos de responder incluso a ese correo electrónico. Por eso, el principal reto al que, en este sentido, todos —aun las personas más concentradas— nos enfrentamos procede de la dimensión emocional de nuestra vida, como el reciente choque que acabamos de tener con un conocido y cuyo recuerdo no deja de interferir en nuestro pensamiento. Todos esos pensamientos afloran por una buena razón, obligándonos a prestar atención a lo que tenemos que hacer con lo que nos está molestando. La línea divisoria entre la especulación infructuosa y la reflexión productiva reside en si nos acerca a alguna solución o comprensión provisional que nos permita dejar atrás esos pensamientos o nos mantiene, por el contrario, obsesivamente atrapados en el mismo bucle de preocupación. Nuestra actuación será peor cuantas más interferencias obstaculicen nuestra atención. La investigación realizada al respecto ha puesto de relieve la existencia de una elevada correlación entre la frecuencia con que los atletas universitarios ven cómo la ansiedad interrumpe su concentración y su respuesta en la próxima temporada[11]. El asiento neuronal de la capacidad de permanecer con la atención centrada en un objetivo, ignorando simultáneamente todos los demás, reside en las regiones prefrontales del cerebro. Los circuitos especializados de esta región alientan la fortaleza de los datos en los que queremos concentrarnos (el correo electrónico al que, en el ejemplo anterior, queríamos responder), amortiguando, al mismo tiempo, los que decidimos ignorar (como la charla de los vecinos de la mesa de al lado). No es de extrañar que, como la atención nos obliga a desconectar de las distracciones emocionales, los circuitos neuronales de la atención selectiva incluyan mecanismos de inhibición de la emoción. Esto significa que las personas que mejor se concentran son relativamente inmunes a la turbulencia emocional, más capaces de permanecer impasibles en medio de las crisis y de mantener el rumbo en medio de una marejada emocional[12]. El fracaso, en los casos extremos, en un foco de atención y ocuparnos de otro puede dejar la mente sumida en las cavilaciones, los bucles de pensamientos repetitivos o la ansiedad crónica. Y ello puede acabar desembocando en la impotencia, la desesperación y la autocompasión (tan características de la depresión) o la repetición incesante de rituales o pensamientos como, por ejemplo, tocar la puerta 50 veces antes de salir de casa (propios del trastorno obsesivo-compulsivo). La capacidad de desconectar la atención sobre una cosa y dirigirla hacia otra resulta esencial para nuestro bienestar. Cuanto más fuerte es nuestra atención selectiva, más profundamente podremos sumirnos en lo que estemos haciendo (ya sea que nos veamos conmovidos por una escena muy emocionante de una película o un pasaje de una poesía muy estimulante). La concentración sume a las personas en YouTube o en su trabajo hasta el punto de hacerles olvidar la algarabía que les rodea… o las llamadas de sus padres avisándoles de que la cena está servida. Podemos, en medio de una fiesta, descubrir a las personas concentradas: son aquellas capaces de zambullirse en una conversación, con los ojos fijos en su interlocutor, como si estuviesen absortos en sus palabras, independientemente de que, a su lado, vociferen los Beastie Boys. La mirada de los no concentrados, por el contrario, deambula a la deriva de un lado a otro, en busca siempre de algo a lo que aferrarse. Richard Davidson, neurocientífico de la Universidad de Wisconsin, considera que el hecho de centrarnos en algo es una de nuestras muchas capacidades vitales esenciales, cada una de las cuales se asienta en un distinto sistema neuronal, que nos ayuda a navegar a través de la turbulencia de nuestra vida interna, del mundo interpersonal y de los retos que la vida nos depara[13]. Davidson descubrió que, en los momentos de mayor concentración, los circuitos cerebrales de la corteza prefrontal se sincronizan con el objeto de esa emisión de conciencia, en un estado denominado «cierre de fase»[14]. Si, cuando oye un determinado tono, la persona presiona un botón, las señales electroquímicas procedentes de su región prefrontal se activan en sincronía muy precisa con el sonido escuchado. Y, cuanto mayor es la concentración, más fuerte es también la conexión neuronal. Pero si, en lugar de concentración, lo que hay es una maraña de pensamientos, la sincronía acaba desvaneciéndose[15]. Y esa pérdida de sincronía es propia también de quienes padecen un trastorno de déficit de la atención[16]. La atención concentrada mejora el aprendizaje. Cuando nos concentramos en lo que estamos aprendiendo, el cerebro relaciona la nueva información con la que ya conocemos y establece nuevas conexiones neuronales. Si, mientras usted y un niño pequeño prestan juntos atención a algo, usted lo nombra, el niño aprenderá ese nombre, cosa que no sucederá en el caso de que la concentración del niño sea, por el contrario, pobre. Cuando nuestra mente divaga, nuestro cerebro activa una serie de circuitos relativos a cosas que nada tienen que ver con lo que estamos tratando de aprender. Por ello es tan difuso el recuerdo de lo aprendido mientras estamos distraídos. Desatender Hagamos ahora un rápido examen: ¿Cuál es el término técnico utilizado para referirnos a la sincronía entre las ondas cerebrales y el sonido escuchado? ¿Cuáles son las dos grandes modalidades de distracción? ¿Cuál es el predictor del resultado de los atletas universitarios? Si puede responder de memoria a estas preguntas, habrá estado manteniendo, mientras leía, una atención concentrada. Las respuestas aparecen en las últimas páginas del libro[17]. Si no puede recordar las respuestas, será porque, de vez en cuando, mientras leía, estaba distraído. Y también debe saber que, en este sentido, usted no es el único. La mente del lector suele divagar entre el 20 y 40% del tiempo que dedica a la lectura. No es sorprendente que esto tenga, para los estudiantes, un coste muy elevado, porque la comprensión es inversamente proporcional a la distracción[18]. Y, en el caso de que el texto contenga algún error como, en el ejemplo, «debemos ahorrar algo de circo para el dinero», en lugar de «debemos ahorrar algo de dinero para el circo», los lectores seguirán leyendo, el 30% de las veces, aun cuando no estén distraídos, hasta caer en cuenta del error, un promedio de 17 palabras más. Cuando leemos un libro, un blog o cualquier narración, nuestra mente elabora un modelo o red mental que nos conecta con el universo de modelos almacenados que giran en torno al mismo tema y nos ayuda a dar sentido a lo que estamos leyendo. En esa amplia red de comprensión descansa el núcleo del aprendizaje. Cuanto más distraídos estemos durante la elaboración de ese tejido y más largo sea el lapso transcurrido hasta darnos cuenta de que nos hemos distraído, más grande será el agujero de dicha red y más cosas, en consecuencia, se nos escaparán. Cuando leemos un libro, nuestro cerebro establece una red de caminos que encarnan ese conjunto de ideas y experiencias. Comparemos ahora esa comprensión profunda con las distracciones e interrupciones características de internet. El bombardeo de textos, vídeos e imágenes y los variados mensajes que recibimos en línea parecen ser la contrapartida exacta de lo que Nicholas Carr llamaba «lectura profunda» y que no se caracteriza por la concentración e inmersión en un tema, sino por saltar de un tema a otro atrapando «factoides» inconexos[19]. Existe el peligro, cuando la educación se adentra en el territorio de la Red, de que la masa de distracciones multimedia a la que llamamos internet acabe obstaculizando el aprendizaje. Durante la década de los años cincuenta, el filósofo Martin Heidegger nos advirtió en contra de la amenazadora «marea de revolución tecnológica» que podría «cautivar, hechizar, deslumbrar y seducir al ser humano hasta tal punto que el pensamiento calculador acabase convirtiéndose […] en el único tipo de pensamiento»[20]. Y eso podría desembocar en la pérdida de la modalidad de reflexión llamada «pensamiento meditativo» a la que Heidegger consideraba la esencia de nuestra humanidad. Este comentario me parece una advertencia en contra de la mengua de la capacidad, básica para la reflexión, de mantener ininterrumpidamente un hilo narrativo. El pensamiento profundo requiere de una mente concentrada. Cuanto más distraídos estamos, más superficiales son nuestras reflexiones, y, cuanto más breves estas, más triviales también nuestras conclusiones. Es, por tanto, muy probable que, de seguir Heidegger vivo, se horrorizase ante la necesidad de limitar sus comentarios al estrecho margen impuesto por 140 caracteres. ¿Ha encogido nuestra atención? Una orquesta de swing de Shanghái tocaba música lounge en un salón de congresos atestado por cientos de personas. Y, en medio de toda esa actividad, Clay Shirky, sentado ante una pequeña mesa de bar circular, no dejaba de aporrear furiosamente el teclado de su laptop. Hacía años que había entablado contacto con Clay, un estudioso de los medios sociales formado en la Universidad de Nueva York, aunque todavía no había tenido la ocasión de encontrarme con él personalmente. Permanecí varios minutos a su derecha, a menos de un metro de distancia, fuera de su campo de atención, pero al alcance de su visión periférica, si es que prestaba atención a esa banda. El hecho es que Clay no se percató de mi presencia hasta que pronuncié su nombre, momento en el cual, sobresaltado, levantó la mirada y empezamos a hablar. La atención es una capacidad limitada y la concentración de Clay parece coparla por completo hasta que la dirige hacia mí. «Siete más o menos dos» chunks de información ha sido considerado, desde la década de los cincuenta, el límite superior del foco de atención, cuando Neal Miller propuso, en uno de sus más influyentes artículos de psicología, lo que denominó su «número mágico»[21]. Más recientemente, sin embargo, algunos científicos cognitivos han afirmado que el límite superior es de 4 chunks[22]. Lo que más llamó entonces la limitada atención del público (durante un breve periodo de tiempo, todo hay que decirlo), mientras el nuevo meme se difundía, fue que la capacidad mental parecía haber experimentado una contracción de 7 a 4 bits de información. «Se ha descubierto —proclamó entonces un sitio web dedicado a la ciencia— que el límite de la mente son 4 bits de información»[23]. Hubo quienes interpretaron ese dato como el merecido castigo por la distracción característica del siglo XXI, dando así abiertamente por sentada la contracción de esa capacidad mental fundamental. Pero esa es una interpretación equivocada porque, según Justin Halberda, científico cognitivo de la Universidad de Johns Hopkins: «La memoria operativa no se ha encogido. No se trata de que, fruto de la televisión, nuestra memoria operativa se haya reducido», es decir, de que todo el mundo, en los años cincuenta, tuviese un límite superior de 7 más o menos 2 bits de información y de que, en la actualidad, ese límite sea de 4. «La mente, muy al contrario, trata de aprovechar lo mejor que puede sus limitados recursos — prosigue Halberda—. Por ello apelamos a estrategias que ayuden a la memoria», como agrupar elementos diferentes (como 4, 6, 0, 0 y 3) en un solo chunk (que puede ser, pongamos por caso, el distrito postal 46003). «Es muy probable que el límite de una tarea de memoria sea de 7 más o menos 2 bits y que, empleando diferentes estrategias de memoria, ese límite se descomponga en otro de 4 más menos 3 o 4. Dependiendo, pues, del modo en que los midamos, 4 y 7 son dos límites adecuados». Y el supuesto de que, durante la multitarea, nuestra atención se «divide», es también, desde la perspectiva de la ciencia cognitiva, falso. La atención es un canal estrecho y fijo que no podemos escindir. En lugar de dividir simultáneamente la atención, lo que realmente hacemos es llevarla de un lado a otro. Es como si hubiese un interruptor que alternase rápidamente la atención entre la modalidad abierta y la modalidad concentrada. «El recurso más precioso de un ordenador no está en su procesador, en su memoria, en su disco duro ni en la red, sino en la atención humana», concluye un grupo de investigación de la Universidad de Carnegie Mellon[24]. Y la solución esbozada para resolver los problemas generados por este cuello de botella gira en torno a la minimización de las distracciones. El proyecto Aura [un novedoso sistema de iluminación destinado a maximizar las probabilidades de que una bicicleta, por ejemplo, sea vista desde cualquier ángulo] se centra en la eliminación de los problemas técnicos molestos de los sistemas, que tanta pérdida de tiempo acarrean. Por más loable que sea, sin embargo, el objetivo de descubrir un sistema de computación sencillo no nos lleva muy lejos. La solución que precisamos no es tecnológica, sino cognitiva. Y ello es así porque la fuente de las distracciones no radica en la tecnología, sino en nuestra cabeza. Y esto es algo que me llevó de nuevo a Clay Shirky y, muy especialmente, a su investigación sobre los medios sociales[25]. Aunque nadie pueda concentrarse simultáneamente en todo, podemos crear juntos una atención colectiva que posea un ancho de banda al que cualquiera, cuando lo necesite, pueda conectarse. Y el ejemplo que, en este mismo sentido, nos proporciona Wikipedia resulta muy ilustrativo. Como dice Shirky en su libro Here Comes Everybody, la atención (como la memoria o cualquier experiencia cognitiva) puede ser considerada como una capacidad distribuida entre muchas personas. «Lo que ahora es una tendencia al alza» indica el modo en que distribuimos nuestra atención colectiva. Y aunque haya quienes afirmen que el aprendizaje memorísitico o tecnológicamente asistido nos embota, no debemos olvidar que también puede contribuir a crear una prótesis mental que amplíe el rango de nuestra atención individual. Nuestro capital social —y la amplitud de nuestra atención— aumenta en la medida en que lo hace el número de vínculos sociales que nos proporcionan información crucial, como el conocimiento tácito, independientemente de que estemos refiriéndonos a un nuevo vecindario o a una nueva organización, del «modo en que aquí funcionan las cosas». Las relaciones informales pueden convertirse así en ojos y oídos extras abiertos al mundo o fuentes [en la acepción periodística del término] clave de la guía que necesitamos para movernos en ecosistemas sociales y de información complejos. Las personas suelen tener unos cuantos lazos muy fuertes (es decir, amigos en los que confían) y centenares de lazos débiles (como, por ejemplo, los «amigos» de Facebook). Estos últimos poseen un alto valor como potenciadores de nuestra capacidad de atención y fuente de comentarios sobre ofertas de trabajo, ocasiones de compra y posible pareja[26]. La coordinación entre lo que vemos y lo que sabemos enriquece nuestro funcionamiento cognitivo. Y es que aunque, en un determinado momento, la cuota disponible de memoria operativa sea pequeña, el monto global de información que podemos recibir y emitir a través de esa estrecha rendija resulta extraordinario. La inteligencia colectiva de un grupo (es decir, lo que ven muchos ojos) promete ser mucho mayor que la suma de la inteligencia de los diferentes individuos que lo componen y amplia, por ello mismo, nuestro foco. Una investigación, llevada a cabo en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], sobre la inteligencia colectiva considera que esta capacidad emergente se ve instigada por el modo en que compartimos nuestra atención en internet. Esta es una afirmación que habitualmente se ilustra con el siguiente ejemplo: mientras que millones de sitios web orientan nuestra atención hacia nichos muy estrechos, la búsqueda en la Red favorece la selección y orientación de nuestro foco de atención de modo que podamos servirnos eficazmente de todo ese esfuerzo cognitivo[27]. «¿Cómo podemos conectar a personas y ordenadores —se pregunta el grupo del MIT en cuestión— de un modo que aumente nuestra inteligencia colectiva más allá de la de cualquier persona o grupo aislado?». O, como dicen los japoneses: «Todos somos más inteligentes que cualquiera de nosotros aisladamente considerado». ¿Le gusta lo que hace? La pregunta más importante es: ¿Es usted feliz cuando se levanta para ir a trabajar? Una investigación realizada por Howard Gardner, de Stanford, William Damon, de Harvard, y Csikszentmihalyi, de Claremont, se centró en lo que ellos llamaban un «buen trabajo», una combinación entre la ética (es decir, lo que uno cree que le gusta) y aquello en lo que destaca (es decir, lo que realmente le gusta)[28]. Las vocaciones de alta absorción son aquellas en las que las personas aman lo que hacen. El placer y la absorción plena en lo que nos gusta son los indicadores emocionales del flujo. No es habitual ver, en la vida cotidiana, a personas que se hallan en estado de flujo[29]. Un muestreo al azar del estado de ánimo revela que, la mayor parte del tiempo, las personas están estresadas o aburridas y que solo de manera ocasional experimentan lapsos de flujo. El 20%, según parece, de las personas experimentan momentos de flujo al menos una vez al día y en torno al 15% jamás entran en dicho estado. Una de las claves para intensificar nuestra conexión con el estado de flujo consiste en sintonizar lo que hacemos con lo que nos gusta, como sucede en el caso de quienes tienen la inmensa fortuna de disfrutar de su trabajo. Las personas con éxito son, independientemente del entorno considerado, las que han sabido dar con esa combinación. Son varias, además del cambio de profesión, las puertas de acceso al flujo. Una de ellas consiste en acometer tareas cuya exigencia se aproxime, sin superarlo, al límite superior de nuestras habilidades. Otra vía consiste en hacer algo que nos apasione, porque el estado de flujo se ve impulsado por la motivación. El objetivo último, en cualquiera de los casos, consiste en alcanzar la concentración plena, porque la concentración, independientemente de la forma en que la movilicemos o del modo en que lleguemos a ella, favorece el flujo. El estado cerebral óptimo para llevar a cabo un buen trabajo se caracteriza por la armonía neuronal, es decir, por la elevada interconexión entre diferentes regiones cerebrales[30]. Los circuitos necesarios para la tarea en curso se hallan, en ese estado, muy activos, mientras que los irrelevantes, por el contrario, permanecen en silencio, lo que favorece la conexión del cerebro con las exigencias del momento. Cuando nuestro cerebro se adentra en esa dimensión óptima entramos en flujo, con lo que nuestro trabajo, en consecuencia, hagamos lo que hagamos, es excelente. Las investigaciones realizadas al respecto en el entorno laboral ponen, sin embargo, de relieve que la gente se halla en estados cerebrales muy diferentes. Fantasean, pierden el tiempo navegando por la web o YouTube y se limitan a hacer lo imprescindible. Su atención, dicho de otro modo, se halla muy dispersa. Y esa indiferencia y falta de compromiso se hallan, especialmente en los trabajos poco exigentes y repetitivos, muy extendidas. Para acercar al trabajador desmotivado al estado de flujo es necesario intensificar la motivación y el entusiasmo, evocar una sensación de objetivo y agregar una pizca de presión. Otro grupo considerable, por el contrario, se halla atrapado en un estado que los neurobiólogos denominan «agotamiento extremo», en el que el estrés continuo inunda su sistema nervioso con oleadas de cortisol y adrenalina. De ese modo, su atención no se centra tanto en su trabajo, sino que se fija obsesivamente en sus preocupaciones, un estado que suele desembocar en el llamado burnout [quemado]. La atención plena nos abre una puerta de acceso al flujo. Pero, cuando decidimos concentrarnos en una cosa, ignorando al mismo tiempo el resto, nos enfrentamos a una tensión constante, habitualmente invisible, entre dos regiones cerebrales muy diferentes, la superior y la inferior. 3. La atención superior y la atención inferior «Yo dirigí mi atención, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, hacia el estudio de algunas cuestiones aritméticas —escribió el matemático francés del siglo XIX Henri Poincaré—. Disgustado con mi fracaso, me fui a pasar unos días a orillas del mar»[31]. Una mañana, mientras caminaba por un acantilado sobre el océano, Poincaré se dio súbitamente cuenta, de «que las transformaciones aritméticas de las fórmulas cuadrática ternarias indeterminadas eran idénticas a las de la geometría no-euclidiana». Los detalles concretos de esa demostración no importan aquí (afortunadamente, porque yo ni siquiera entiendo los conceptos matemáticos señalados), lo que aquí nos interesa es el modo en que esta revelación llegó a Poincaré ataviada con los rasgos de «lo breve, lo inesperado y una sensación de certeza inmediata». O, dicho en otras palabras, se vio tomado por sorpresa. La historia de la creatividad abunda en este tipo de relatos. Karl Gauss, el matemático del siglo XVIII, se empeñó infructuosamente, durante cuatro largos años, en demostrar un teorema. Un buen día, sin embargo, la solución se le apareció «en un súbito fogonazo», sin que pudiera describir el hilo de pensamientos que conectaron esos arduos años de trabajo con ese destello de comprensión. ¿Pero por qué sorprendernos? Nuestro cerebro cuenta con dos sistemas mentales separados y relativamente independientes. Uno tiene un gran poder de computación y ronronea de continuo con la intención de resolver nuestros problemas, hasta que nos sorprende con la solución súbita a una compleja deliberación. Pero, como opera más allá del horizonte de la consciencia despierta, permanecemos ciegos a su funcionamiento. Este sistema nos brinda los frutos de su inmensa labor como si procedieran de ningún lugar y en una multitud de formas, desde establecer la sintaxis de una frase hasta elaborar una compleja demostración matemática. Esta forma de atención, que discurre entre bambalinas, suele irrumpir, en ocasiones de un modo completamente inesperado, en el centro del escenario. Hay veces en que, mientras hablamos por teléfono estando detenidos ante un semáforo en rojo (el lector debe saber que la parte que se encarga de conducir se halla, por así decirlo, detrás de la mente), el bocinazo del coche que nos sucede nos advierte que el semáforo ha entrado en fase verde. Aunque la mayor parte de este cableado neuronal se asiente en la parte inferior del cerebro (es decir, en los circuitos subcorticales), los frutos de su esfuerzo afloran súbitamente en nuestra conciencia avisando al neocórtex (es decir, a los estratos más elevados del cerebro). Fue esta vía procedente de los estratos cerebrales inferiores la que permitió a Poincaré y Gauss cosechar sus recién mencionados descubrimientos. La expresión «ascendente» [o «de abajo arriba»] ha acabado convirtiéndose en la habitualmente utilizada por la ciencia cognitiva para referirse a las operaciones llevadas a cabo por la maquinaria neuronal propia del cerebro inferior[32]. Y, por la misma razón, la expresión «descendente» [o «de arriba abajo»] se refiere a la actividad mental (de origen principalmente neocortical) que controla e impone sus objetivos sobre el funcionamiento subcortical. Es como si, en este sentido, hubiese dos mentes funcionando simultáneamente. La mente de abajo arriba: es más rápida en tiempo cerebral, ya que discurre en términos de milisegundos; es involuntaria y automática, porque siempre está en funcionamiento; es intuitiva y opera a través de redes de asociaciones; está motivada por impulsos y emociones; se ocupa de llevar a cabo nuestras rutinas habituales y guiar nuestras acciones, y gestiona nuestros modelos mentales del mundo. Y la mente de arriba abajo: es más lenta; es voluntaria; es esforzada; es asiento del autocontrol, capaz de movilizar rutinas automáticas y acallar impulsos emocionales, y es capaz de aprender nuevos modelos, esbozar nuevos planes y hacerse cargo, en cierta medida, de nuestro repertorio automático. La atención voluntaria, la voluntad y la decisión intencional emplean los circuitos de arriba abajo, mientras que la atención reflexiva, el impulso y los hábitos rutinarios lo hacen, por su parte, de abajo arriba (como sucede, por ejemplo, cuando un anuncio ingenioso o un traje elegante llaman nuestra atención). Cuando decidimos conectar con la belleza de una puesta de sol, concentrarnos en lo que estamos leyendo o hablar con alguien, entramos en una modalidad de funcionamiento descendente. El ojo de nuestra mente ejecuta una danza continua entre la modalidad de atención ascendente (atrapada por los estímulos) y la modalidad descendente (voluntariamente dirigida). El sistema multitarea ascendente escanea en paralelo una gran cantidad de entradas, como rasgos de nuestro entorno que todavía no han llegado a ocupar el centro de nuestra atención y, después de analizar lo que se halla dentro del rango de nuestro campo perceptual, nos informa de aquello que ha seleccionado como más relevante. Nuestra mente descendente procesa secuencialmente, en cambio, las cosas, una tras otra, lleva a cabo un análisis más concienzudo y necesita más tiempo para decidir lo que nos presentará. Resulta muy curioso que, en una especie de ilusión óptica, nuestra mente acabe equiparando lo que ocupa el centro de la conciencia con la totalidad de nuestras operaciones mentales. Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de estas no ocupan el centro del escenario, sino que lo hacen entre el ronroneo del funcionamiento de los sistemas ascendentes, entre bambalinas, en el trasfondo de nuestra mente. Gran parte de aquello en lo que la mente descendente cree decidir concentrarse, pensar y planear voluntariamente —si no todo, en opinión de algunos— discurre, de hecho, por los circuitos ascendentes. Si se tratara de una película, comenta irónicamente al respecto el psicólogo Daniel Kahneman, la mente descendente sería «un personaje secundario que se toma por el protagonista»[33]. Con un origen que se remonta a millones de años atrás en la historia de la evolución, los veloces circuitos ascendentes favorecen el pensamiento a corto plazo, los impulsos y la toma rápida de decisiones. Las áreas superior y frontal del cerebro y los circuitos descendentes son, por el contrario, unos recién llegados, porque su maduración plena solo se produjo hace unos centenares de miles de años. Los circuitos descendentes agregan al repertorio de nuestra mente talentos como la autoconciencia, la reflexión, la deliberación y la planificación. Se trata de un foco intencional que proporciona a la mente una palanca para equilibrar nuestro cerebro. A medida que cambiamos nuestra atención de una tarea, plan, sensación o similar a otro, se activan los circuitos cerebrales correspondientes. Basta con evocar un recuerdo feliz para que se estimulen las neuronas del placer y el movimiento; es suficiente con el simple recuerdo del funeral de un ser querido para que se activen los circuitos de la tristeza, y el mero ensayo mental de un golpe de golf fortalece, del mismo modo, la activación de los axones y dendritas que se encargan de orquestar los correspondientes movimientos. El cerebro humano forma parte de un diseño evolutivo que, pese a ser bastante bueno, no es perfecto[34]. El sistema ascendente más antiguo funcionó bastante bien durante la mayor parte de la prehistoria, pero son varios los problemas que actualmente nos provoca su diseño. Se trata de un sistema que sigue siendo dominante y suele funcionar bien, pero hay casos, como indican, por ejemplo, las adicciones, las compras compulsivas y los adelantamientos imprudentes, en los que las cosas parecen salirse de madre. La necesidad de supervivencia instaló en nuestro cerebro, durante su temprana evolución, programas ascendentes destinados a la procreación y la crianza y a separar lo que nos resulta placentero de lo que nos desagrada, para poder escapar así de las amenazas y aproximarnos a las fuentes de alimento. En el mundo actual, sin embargo, a menudo necesitamos, para contrarrestar esta corriente de caprichos e impulsos ascendentes, aprender a gestionar la dimensión descendente de nuestra vida. La balanza de estos dos sistemas se inclina siempre, por una simple cuestión de economía energética, del lado del platillo ascendente. Los esfuerzos cognitivos, como los impuestos, por ejemplo, por el aprendizaje de las nuevas tecnologías, requieren atención y exigen un coste energético. Pero, cuanto más ejercitamos una actividad anteriormente novedosa, más rutinaria se torna y más asumida, en consecuencia, por los circuitos ascendentes, sobre todo por la red neuronal de los ganglios basales, una masa del tamaño de una pelota de golf ubicada, como su nombre indica, en la base del cerebro, justo encima de la médula espinal. Cuanto más ejercitamos una determinada rutina, mayor es la participación en ella de los ganglios basales, en detrimento de otras regiones del cerebro. La distribución de las tareas mentales entre los circuitos ascendente y descendente se atiene al criterio de obtener, con el mínimo esfuerzo, el máximo resultado. Por eso, cuando la familiaridad acaba simplificando una determinada rutina, su control cambia, en una transferencia neuronal que, cuanto más se automatiza, menos atención requiere, de descendente a ascendente. El pico de automaticidad puede advertirse durante el estado de flujo, cuando la experiencia nos permite prestar una atención sin esfuerzo a una tarea exigente, independientemente de que se trate de una partida entre maestros de ajedrez, de una carrera de Fórmula 1 o de pintar al óleo. Todas estas actividades requieren, cuando no las hemos ejercitado suficientemente, una atención deliberada. Dominadas, sin embargo, las habilidades necesarias para satisfacer la demanda, dejan de imponer un esfuerzo cognitivo adicional y liberan nuestra atención, que podemos destinar entonces al logro de cotas más elevadas de desempeño. Según dicen los auténticos campeones, en los niveles más elevados, cualquier competición con adversarios que hayan practicado tantas miles de horas como ellos se convierte en un juego mental. El estado mental es el que determina entonces el grado de concentración y también, en consecuencia, el grado de desempeño. Cuanto más pueda uno relajarse y confiar en el sistema ascendente, más libre y ágil se tornará su mente. Consideremos, por ejemplo, el caso de los quarterbacks, esas estrellas de fútbol americano que, según afirman los analistas, tienen una «gran capacidad para ver el campo», es decir, para interpretar las formaciones defensivas que emplean los jugadores del equipo contrario y detectar incluso sus intenciones. De ese modo, pueden anticiparse a sus movimientos y ganar unos segundos preciosos en los que elegir al jugador de su equipo que en mejores condiciones se halle para recoger su pase. El desarrollo de ese tipo de «percepción» (la percepción, por ejemplo, de que hay que esquivar a tal o cual jugador) requiere de una práctica extraordinaria que, si bien al comienzo exige mucha atención, luego discurre de manera automática. No es nada sencillo, desde la perspectiva del procesamiento mental, seleccionar al receptor más adecuado al que lanzar la pelota cuando uno se halla bajo el peso de varios cuerpos de casi 100 kilos. El quarterback debe procesar entonces simultáneamente los caminos de acceso a dos receptores distintos, al tiempo que procesa y responde a los movimientos de los 11 jugadores del equipo contrario, un desafío solo superable si los circuitos ascendentes están bien engrasados (y que resultaría abrumador si tuviese que razonar conscientemente cada movimiento). La mejor receta para el fracaso Lolo Jones fue ganadora de la carrera femenina de los 100 metros vallas en su camino a la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008. Durante los entrenamientos, saltó sin problemas todas las vallas con un ritmo despojado de esfuerzo… hasta que algo salió mal. La cosa fue, al comienzo, muy sutil y consistió en sentir que estaba aproximándose demasiado deprisa a las vallas. Por ello pensó: «Presta atención a la técnica… Asegúrate de levantar bien las piernas». Pero ese pensamiento la llevó a esforzarse un poco más de la cuenta, golpeando la novena de las diez vallas. Jones no acabó primera, sino séptima y sufrió un ataque de llanto en plena pista[35]. Durante los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 (donde finalmente acabó cuarta), Jones pudo recordar con toda nitidez el origen de ese fracaso. Y estoy seguro de que, si le preguntásemos a un neurocientífico cuál es su diagnóstico del error de Jones, respondería algo así: «Cuando, en lugar de dejar el asunto en manos de los circuitos motores que habían ejercitado esos movimientos hasta el grado del dominio, empezó a pensar en los detalles de la técnica, dejó de confiar en su sistema ascendente y abrió así la puerta para que el sistema descendente empezase a interferir desde arriba». Los estudios cerebrales han puesto de relieve que cuestionar los detalles de la técnica mientras uno está practicando es, en el caso de un atleta de élite, la mejor receta para el fracaso. Cuando los futbolistas tienen que pasar velozmente una pelota, zigzagueando a través de una fila de conos, conscientes del lado del pie con el que controlan el balón, cometen más errores[36]. Y lo mismo sucede cuando los jugadores de béisbol centran su atención, cuando están a punto de devolver una pelota, en si mueven el bate de tal o cual modo. La corteza motora que, en el caso de un atleta experimentado, ha integrado profundamente, después de miles de horas de práctica, esos movimientos en sus circuitos neuronales, funciona mejor cuando lo hace por su cuenta sin interferencias de ningún tipo. Cuando la corteza prefrontal se activa y empezamos a pensar en lo que estamos haciendo —o, peor todavía, en el modo en que lo hacemos—, el cerebro otorga cierto control a los circuitos que, si bien saben cómo pensar y preocuparse, ignoran el modo de llevar a cabo el movimiento. Y esa es, independientemente de que se trate de una carrera de 100 metros vallas o de un partido de fútbol o de béisbol, la mejor receta para el fracaso. Por eso, como me dijo Rick Aberman, director del centro de alto rendimiento del equipo de béisbol Minnesota Twins: «Centrar exclusivamente la atención, durante la revisión de un encuentro, en lo que no hay que hacer en la siguiente ocasión es el modo más seguro de obstaculizar el rendimiento de los jugadores». Y eso no solo afecta al ámbito de los deportes. Ponerse exquisitamente analítico es un obstáculo también para otra actividad como hacer el amor. Y un artículo de una revista, titulado «Ironic effects of trying to relax under stress», nos proporciona un ejemplo más, en este mismo sentido, de los problemas que acompañan al empeño intencional de relajarse[37]. Relajarse y hacer el amor son actividades que funcionan mejor cuando permitimos que sucedan sin forzarlas. El sistema nervioso parasimpático, que se activa durante este tipo de actividades, actúa independientemente del cerebro ejecutivo, que piensa en ellas. Edgar Allan Poe denominó «diablillo de lo perverso» a la desafortunada tendencia mental a traer a colación algún tema sensible que uno había decidido no mencionar. Y, en un artículo titulado «How to Think, Say, or Do Precisely the Worst Thing For Any Occasion», el psicólogo de Harvard Daniel Wegner explica el mecanismo cognitivo que anima a ese diablillo[38]. Estos errores, afirma Wegner, aumentan cuando estamos distraídos, estresados o, en cualquier otro sentido, mentalmente cargados. En esas circunstancias, un sistema de control cognitivo, por lo general destinado a controlar los errores en que hemos incurrido (como «no mencionar tal o cual cosa»), puede servir involuntariamente de cebo mental, aumentando la probabilidad de incurrir en el mismo error («mentando precisamente la bicha»). Wegner lo llamó un «error irónico». Cuando invitó a unos voluntarios a someterse al experimento de tratar de no pensar en una determinada palabra descubrió que, cuando se veían presionados a responder con rapidez a una tarea asociativa, solían pronunciar precisamente la palabra tabú. La sobrecarga de atención entorpece el control mental. Por eso, cuanto más estresados nos sentimos, olvidamos los nombres de las personas que conocemos bien, por no mencionar el día de su cumpleaños, nuestro aniversario y otros datos socialmente relevantes[39]. Otro ejemplo en este mismo sentido nos lo proporciona la obesidad. Los investigadores han descubierto que la prevalencia de la obesidad en los Estados Unidos durante los últimos 30 años mantiene una elevada correlación (nada accidental, por otra parte) con el efecto que ha tenido en la vida de las personas la explosión de los ordenadores y de los dispositivos tecnológicos. La vida inmersa en distracciones digitales genera una sobrecarga cognitiva casi constante, que desborda nuestra capacidad de autocontrol… en cuyo caso olvidamos nuestra dieta y, sumidos en el mundo digital, echamos inadvertidamente mano a la bolsa de patatas fritas. El error descendente En una encuesta realizada a psicólogos se les preguntaba si había «algo molesto» que no entendían de sí mismos[40]. Uno de ellos dijo que, pese a haber dedicado dos décadas al estudio de los efectos negativos que el clima nublado tiene en nuestra vida, todavía se sentía (a menos que cobrase consciencia de ello) presa, en ocasiones, de ese estado. Otro estaba sorprendido por su compulsión a escribir artículos destinados a demostrar lo desencaminadas que se hallaban algunas investigaciones, pese a que nadie pareciese prestar atención a sus conclusiones. Y un tercero dijo que, pese a haberse dedicado al estudio del llamado «sesgo de sobrepercepción de interés sexual masculino» (es decir, la atribución equivocada, como interés romántico, de lo que no es más que una muestra de amistad), todavía sucumbe a ese sesgo. Los circuitos ascendentes aprenden de continuo de un modo tan voraz como silencioso. Se trata de un aprendizaje implícito que, pese a no entrar nunca en nuestro campo de conciencia, sirve, para mejor o peor, como timón que dirige nuestra vida. El sistema automático funciona, la mayor parte del tiempo, bastante bien: sabemos lo que ocurre, lo que tenemos que hacer, y el modo en que podemos, mientras pensamos en otras cosas, movernos a través de las exigencias de la vida. Pero también tiene sus debilidades, porque nuestras emociones y motivaciones provocan sesgos y desajustes en nuestra atención de los que no solo no caemos en cuenta, sino que ni siquiera advertimos. Consideremos, por ejemplo, el caso de la ansiedad social. Las personas ansiosas se fijan más, hablando en términos generales, en las cosas más levemente amenazantes y quienes padecen de ansiedad social se centran de forma compulsiva, en un aparente intento de corroborar su creencia habitual de que socialmente son unos fracasados, en los más leves indicios de rechazo (como una expresión fugaz de disgusto en el rostro de alguien). Y la mayoría de estas transacciones emocionales discurren por cauces ajenos a la conciencia, llevando a las personas a evitar aquellas situaciones en las que puedan experimentar ansiedad. Un método muy ingenioso para remediar este sesgo ascendente es tan sutil que las personas no se dan cuenta del recableado al que se ven sometidas sus pautas atencionales (como tampoco advirtieron el cableado original de su sistema nervioso). Esta terapia invisible, llamada «modificación del sesgo cognitivo» o MSC [CBM, en inglés, de cognitive bias modification], muestra, a quienes padecen ansiedad social grave, fotografías de una audiencia y les pide que observen la aparición de ciertas luces, momento en el cual deben pulsar, lo más rápidamente posible, un botón[41]. Los destellos luminosos jamás aparecen en las zonas amenazadoras de la imagen, como los rostros serios, por ejemplo. Aunque la intervención discurre por debajo del umbral de la conciencia, los circuitos de abajo arriba aprenden, a lo largo de las sesiones, a dirigir la atención hacia los indicios no amenazadores. Y aunque, quienes se ven sometidos a este proceso, no tienen el menor indicio de que se está produciendo una reestructuración sutil de su atención, su ansiedad social disminuye[42]. Este es un uso benigno de esos circuitos. Luego también está la publicidad, porque hay una pequeña industria de investigación cerebral al servicio del márketing que se dedica al descubrimiento de tácticas destinadas a la manipulación de nuestra mente inconsciente. Uno de tales estudios ha puesto de relieve, por ejemplo, que las decisiones de quienes acaban de ver o pensar en artículos de lujo son más egocéntricas[43]. Uno de los campos de investigación más activos sobre las decisiones inconscientes se centra en lo que nos lleva a comprar determinados productos. Los especialistas en márketing están muy interesados en descubrir la forma de movilizar nuestro cerebro ascendente. La investigación realizada en este sentido ha puesto, por ejemplo, de relieve que, cuando a la gente se le muestran imágenes de rostros felices que destellan en una pantalla a una velocidad demasiado rápida como para ser conscientemente registradas (aunque claramente advertidas, sin embargo, por los sistemas ascendentes), beben más que cuando esas imágenes fugaces presentan rostros enojados. Una revisión exhaustiva de este tipo de investigación ha concluido que, por más que determinen nuestras elecciones, las personas somos «fundamentalmente inconscientes» de las fuerzas sutiles del márketing[44]. Por eso el sistema de abajo arriba nos convierte en marionetas a merced, gracias a cebos inconscientes, de las influencias externas. La vida actual parece inquietantemente gobernada por los impulsos; un bombardeo de publicidad nos induce, de abajo arriba, a desear y comprar hoy lo que no sabemos cómo pagaremos mañana. El reino de los impulsos lleva a muchos a gastar más de la cuenta y solicitar préstamos que no saben cómo devolver, y a otros hábitos adictivos, como pasar noche tras noche de fiesta o perder el tiempo ante un tipo u otro de pantalla digital. El secuestro neuronal ¿Qué es lo primero que ve usted cuando entra en el despacho de alguien? La respuesta a esa pregunta es la clave de lo que, en ese momento, está movilizando su foco ascendente. Es muy probable que, si sus intereses son de tipo financiero, lo primero que llame su atención sea el gráfico de beneficios de la pantalla del ordenador mientras que, si padece de aracnofobia, se fije en esa polvorienta tela de araña del rincón de la ventana. Esos son ejemplos de decisiones subconscientes de la atención. En todas ellas, la atención se ve capturada cuando los circuitos de la amígdala, centinela cerebral del significado emocional, advierten algo que, por una razón u otra, les resulta significativo (como un insecto de gran tamaño, un rostro enfadado o un bebé) y que evidencia la sintonía del cerebro con ese interés instintivo[45]. La reacción del cerebro medio ascendente es, hablando en términos de tiempo neuronal, mucho más rápida que la respuesta prefrontal descendente; envía señales hacia arriba para activar las vías corticales superiores que, alertando a los centros ejecutivos más lentos, los movilizan para prestar atención. Los mecanismos de atención de nuestro cerebro evolucionaron hace centenares de miles de años para permitirnos sobrevivir en la jungla de garras y dientes en la que las amenazas que acechaban a nuestros ancestros se hallaban dentro de una determinada franja visual, cuyo rango de velocidad iba desde la arremetida de una serpiente al ataque de un tigre. Nosotros hemos heredado el diseño neuronal de aquellos ancestros cuya amígdala fue lo suficientemente rápida como para ayudarlos a esquivar reptiles y tigres. Las serpientes y las arañas, dos especies a las que el cerebro humano está condicionado para responder alarmado, capturan nuestra atención aun cuando sus imágenes no destellen con la suficiente rapidez como para ser conscientes de haberlas visto. Su mera presencia activa los circuitos neuronales ascendentes, enviando una señal de alarma más rápidamente que ante los objetos neutros. Pero, si esas mismas imágenes se presentan a un experto en serpientes o arañas y capturan su atención, no activan ninguna señal de alarma[46]. Al cerebro le resulta imposible ignorar los rostros emocionalmente cargados, en especial los enfadados[47]. Estos tienen mayor relevancia, porque el cerebro ascendente escruta de continuo, en busca de amenazas, lo que sucede más allá del campo de la atención consciente. Por ello se muestra tan hábil en detectar, en medio de una multitud, un semblante enfadado. La velocidad del cerebro inferior para identificar una caricatura con las cejas en forma de V (como los niños de South Park, por ejemplo) es mucho mayor que la que emplea en descubrir un rostro feliz. Estamos programados para prestar una atención refleja a «estímulos supranormales», ya sea para nuestra seguridad, nutrición o sexo, como el gato que no puede sino perseguir un falso ratón atado a una cuerda. Este es el tipo de tendencias preinstaladas con las que, en un intento de atrapar nuestra atención refleja, juega actualmente la publicidad. Y es que basta con asociar el sexo o el prestigio a un producto para activar los circuitos que, por caminos inadvertidos, nos predisponen a comprarlo. Y nuestras tendencias concretas nos tornan, en este sentido, todavía más vulnerables. De ahí que las imágenes de escapadas vacacionales que apelan a personas sexy resulten más movilizadoras a las personas más interesadas por el sexo, y que los alcohólicos sean más susceptibles a los anuncios de vodka. Esta captura de la atención preseleccionada ascendente ocurre de un modo tan automático como involuntario. Estamos más expuestos a que las emociones guíen de este modo nuestra mente cuando estamos divagando, cuando estamos distraídos o cuando nos vemos desbordados por la información, o en los tres casos a la vez. También hay emociones que se disparan. Estaba escribiendo esta misma sección ayer, sentado en mi despacho, cuando de la nada experimenté un dolor en la parte inferior de la espalda que me dejó paralizado. Bueno… quizás no salió de la nada, porque había ido gestándose en silencio desde primera hora de la mañana. Luego, de repente, mi cuerpo se vio súbitamente desgarrado por un dolor que, originándose en la parte inferior de mi columna, partió mi cuerpo en dos. Cuando traté de ponerme en pie, el dolor fue tan intenso que me vi nuevamente arrojado a la silla. Y lo que es peor, mi mente se lanzó entonces a un galope desbocado imaginando lo peor («Me quedaré lisiado. Tendrán que darme regularmente inyecciones de esteroides», etcétera). Y ese tren de pensamientos se aceleró todavía más al recordar que, no hacía mucho, un problema en la fabricación de un fármaco sintético había provocado la muerte por meningitis de 27 pacientes que acababan de recibir esas mismas inyecciones. Mientras tanto, acababa de cortar un bloque de texto de un punto relacionado que pretendía pegar en otro lugar. Pero, cuando mi atención cayó presa del dolor y la preocupación, me olvidé por completo de todo ello, y el texto acabó perdiéndose en algún agujero negro paralelo al portapapeles. Los secuestros emocionales están desencadenados por la amígdala, una especie de radar cerebral que escanea de continuo nuestro entorno en busca de posibles amenazas. Pero, cuando estos circuitos se centran en algún peligro (o en lo que uno interpreta como peligro, porque a menudo se cometen también, en este sentido, errores), envían una andanada de señales a las regiones prefrontales a través de una superautopista de circuitos neuronales ascendentes que dejan al cerebro superior a merced del inferior. Entonces nuestra atención se estrecha y se aferra a lo que nos preocupa, al tiempo que nuestra memoria se reorganiza, favoreciendo la emergencia de cualquier recuerdo relevante para la amenaza a la que nos enfrentamos, mientras nuestro cuerpo, impregnado de las hormonas disparadas por el estrés, prepara a nuestras extremidades para las respuestas de lucha o huida. Y, cuanto más intensa es la emoción, mayor es nuestra fijación. El secuestro emocional es, por así decirlo, el pegamento de la atención. ¿Pero cuánto tiempo permanece atrapada nuestra atención? Eso depende, al parecer, de la capacidad de la región prefrontal izquierda para calmar la excitación de la amígdala (hay dos amígdalas, una en cada hemisferio cerebral). La superautopista neuronal que va desde la amígdala hasta el área prefrontal tiene dos ramas que se dirigen a las regiones prefrontal izquierda y prefrontal derecha. Cuando nos vemos secuestrados, los circuitos de la amígdala capturan el lado derecho y pasan a primer plano. Pero la región prefrontal izquierda también puede enviar señales descendentes destinadas a apaciguar ese secuestro. La resiliencia emocional se refiere a la prontitud con que nos recuperamos de un contratiempo. Las personas muy resilientes (es decir, las que más rápidamente se recuperan) pueden experimentar una activación de la región prefrontal izquierda 30 veces superior a la de quienes son menos resilientes[48]. La buena noticia es que, como veremos en la Parte V, podemos fortalecer los circuitos prefrontales izquierdos que cumplen con la función de sosegar la amígdala. La vida en piloto automático Un amigo y yo estábamos charlando en un restaurante muy ajetreado. Él estaba contándome algo sobre una cuestión muy intensa que recientemente había experimentado. Tan absorto se hallaba en su relato que, mientras yo llevaba un buen rato con el plato vacío, él todavía no había probado bocado. En ese momento, el camarero se acercó a nuestra mesa y le preguntó: «¿Está el señor disfrutando de su comida?». Sin darse cuenta siquiera de lo que acababa de preguntarle, mi amigo masculló un despectivo: «¡No! ¡Todavía no!», y prosiguió, sin perder el ritmo, con su historia. Esa respuesta no se refería tanto, obviamente, a lo que ese camarero le había preguntado, sino a lo que los camareros suelen preguntar en circunstancias parecidas, es decir: «¿Ha terminado usted?». Este pequeño error tipifica el aspecto negativo de una vida vivida de abajo arriba (o, como también podríamos decir, en piloto automático), sin darnos cuenta del momento tal como se nos presenta y reaccionando, en consecuencia, a lo que está ocurriendo según una pauta fija de creencias. Pero, de ese modo, se nos escapa el chiste que entraña la situación: Camarero: «¿Está el señor disfrutando de su comida?». Cliente: «¡No! ¡Todavía no!». Volviendo ahora a la época en que la gente hacía largas colas ante la fotocopiadora, la psicóloga de Harvard Ellen Langer llevó a cabo un experimento en el que alguien se acercaba al comienzo de la fila y simplemente decía: «Lo siento, pero tengo que hacer varias copias». Obviamente, todos los que estaban haciendo cola tenían también que hacer varias copias. El experimento demostró que, quienes se hallaban al comienzo de la cola, no mostraban problema alguno en dejarlo pasar, lo que constituye, en opinión de Langer, un ejemplo de la falta de atención característica de la modalidad de piloto automático. Una atención activa, por el contrario, podría llevar a quienes se encontraban al comienzo de la cola a preguntar si, quien quería hacer esas copias urgentes, contaba con algún permiso especial para colarse sin guardar el preceptivo turno. El compromiso activo de la atención es una actividad de arriba a abajo, el mejor antídoto para no condenarnos a una vida de autómata, como los zombis. En tal caso, podríamos dirigir nuestra atención a los anuncios, cobrar consciencia de lo que está sucediendo en torno a nosotros y cuestionar o modificar nuestras rutinas automáticas. Esta atención concentrada y dirigida hacia objetivos inhibe los hábitos mentales de la distracción. Es, por así decirlo, una atención activa[49]. Así pues, aunque las emociones movilizan nuestra atención, el esfuerzo activo nos ayuda a gestionar también, a través de los circuitos descendentes, nuestras emociones. Entonces las regiones prefrontales pueden hacerse cargo de la amígdala y amortiguar su intensidad. Cuando el control descendente de nuestra atención decide qué ignorar y a qué atender, un rostro enfadado o ese bebé tan encantador pueden dejar de capturar nuestra atención. 4. El valor de una mente a la deriva Demos ahora un paso atrás y revisemos lo que, hasta el momento, hemos dicho. Hay, en todo ello, un sesgo implícito, según el cual la atención focalizada y dirigida hacia objetivos es más valiosa que la atención abierta y espontánea. Pero la creencia de que la atención debe hallarse al servicio de la solución de problemas o del logro de objetivos soslaya la fertilidad de una mente moviéndose a su propio aire. Lo cierto es que cada forma de atención tiene sus aplicaciones. El mismo hecho de que cerca de la mitad de nuestros pensamientos sean ensoñaciones espontáneas sugiere la ventaja evolutiva que puede haber supuesto una mente abandonada a sus propios impulsos[50]. No estaría mal revisar, pues, nuestras creencias al respecto y admitir la posibilidad de que «una mente errante» no solo puede alejarnos de lo que nos importa, sino acercarnos también a lo que nos interesa[51]. La investigación cerebral realizada sobre la mente errante nos enfrenta a la curiosa paradoja de que resulta imposible instruir a alguien para que tenga un pensamiento espontáneo, es decir, para que haga que su mente divague[52]. Si queremos cazar pensamientos errantes en su estado salvaje, deberemos buscarlos en su hábitat natural. Una estrategia de investigación, habitualmente utilizada en este sentido, consiste en preguntar, en algún momento elegido al azar, a una persona cuyo cerebro permanece conectado a un escáner, lo que está pensando. Este proceso de rastreo nos proporciona una cata de los contenidos de la mente, en cuyas redes quedan atrapadas gran cantidad de divagaciones. El impulso interior que nos lleva a alejarnos del esfuerzo concentrado es tan intenso que los científicos cognitivos han acabado considerando la mente errante como la modalidad «por defecto» del cerebro, el sistema que opera siempre que no nos hallamos sumidos en ninguna tarea mental. Las investigaciones de imagen cerebral realizadas han identificado, cuando nuestra mente se aleja de la tarea que estamos realizando, una activación de los circuitos correspondientes, que se hallan en la región medial de la corteza prefrontal. El escáner cerebral nos revela una sorpresa. Dos grandes regiones cerebrales se hallan activas mientras la mente divaga, una de ellas tiene que ver con la franja medial que, desde hace mucho tiempo, se sabe que está asociada a la mente a la deriva[53], mientras que la otra (el sistema ejecutivo de la corteza prefrontal) se había considerado crucial para mantenernos concentrados en una determinada tarea. Ambas regiones, no obstante, se ven activadas cuando nuestra mente divaga. Esta situación resulta un tanto confusa. Después de todo, la mente errante se apropia, por su misma naturaleza, del foco de la tarea que estemos llevando a cabo restringiendo, especialmente en situaciones, desde lo cognitivo, exigentes, nuestro rendimiento. Esta es una situación desconcertante que los investigadores han resuelto provisionalmente sugiriendo que la razón por la cual la mente errante obstaculiza el desempeño puede deberse al hecho de que dedica el sistema ejecutivo a menesteres ajenos a lo que, en ese momento, importa. Y esta situación nos lleva de nuevo a los lugares hacia los que la mente suele, en tales casos, encaminarse, que son nuestras preocupaciones y asuntos personales sin resolver o las cuestiones que estamos tratando de desentrañar (algo que veremos con más detenimiento en el próximo capítulo). Por eso, por más que la mente errante influya en el foco de atención inmediato de la tarea que estemos llevando a cabo, no deja de hallarse también al servicio de la solución de problemas que afectan a nuestra vida. Una mente a la deriva libera muchos jugos creativos. Cuando nuestra mente divaga mejora nuestra capacidad en cuestiones que dependen del destello de la intuición, desde ingeniosos juegos de palabras hasta invenciones y pensamientos originales. De hecho, las personas muy diestras en tareas mentales que exigen control cognitivo y poseedoras de una boyante memoria operativa, que les permite resolver complejos problemas matemáticos, pueden tener problemas, si no saben desconectar de su atención concentrada, con las intuiciones creativas[54]. Entre las funciones positivas de la mente errante se hallan, además de proporcionar un refrescante descanso a los circuitos destinados a una concentración más intensa, la generación de escenarios futuros, la reflexión sobre uno mismo, la navegación a través de las complejidades del mundo social, la incubación de ideas creativas, la flexibilidad de la concentración, la ponderación de lo que estamos aprendiendo, la organización de nuestros recuerdos o la simple reflexión sobre nuestra vida[55]. Un breve momento de reflexión me ha permitido añadir un par de funciones más: recordar las cosas que tenemos que hacer para no vernos arrastrados por la corriente de la mente, y entretenernos; y estoy seguro de que, si el lector permite que su mente divague, no tardará en descubrir varias funciones más. La arquitectura de Serendip Hay un cuento persa que nos habla de tres príncipes de Serendip, «cuya inteligencia y sagacidad les llevaba a descubrir siempre cosas que no estaban buscando»[56]. Pero así es como suele operar naturalmente la creatividad. «Las nuevas ideas no pueden aflorar si no cuentan, por así decirlo, con permiso para ello —me dijo Marc Benioff, director general de SalesForce—. Cuando era vicepresidente de Oracle, fui a Hawai un mes a relajarme, lo que me abrió a nuevas ideas, perspectivas y direcciones». En ese espacio abierto, Benioff se dio cuenta de los posibles usos de la computación en la nube, una experiencia que lo llevó a abandonar Oracle, alquilar un apartamento y poner en marcha SalesForce para difundir lo que, en aquel tiempo, era un concepto radicalmente nuevo. Esos fueron los orígenes de SalesForce, una empresa pionera que acabó convirtiéndose en la punta de lanza de una industria que hoy en día mueve miles de millones de dólares. La conciencia abierta constituye una especie de trampolín mental para el avance creativo y la comprensión inesperada. En la conciencia abierta no hay abogado del diablo, crítico ni juicio alguno, sino tan solo una receptividad permeable a todo lo que aflora en la mente. Pero, una vez que hemos experimentado una gran intuición creativa, tenemos que contemplar la presa concentrándonos en el modo de aplicarla. La serendipia nos abre a nuevas posibilidades que, para llegar a utilizar adecuadamente, debemos luego perfeccionar. Rara vez la vida nos presenta sus retos creativos en forma de rompecabezas bien formulados. A menudo tenemos que empezar reconociendo la necesidad de encontrar una solución creativa. Y es que la suerte, como dijo Louis Pasteur, favorece a la mente preparada. La ensoñación cotidiana incuba el descubrimiento creativo. Un modelo clásico de los estadios de la creatividad señala la existencia de tres modalidades de atención diferentes: la orientación (en la que buscamos y nos sumergimos en todo tipo de datos), la atención selectiva a los retos creativos concretos, y la conciencia abierta (en la que nos entregamos a la asociación libre hasta dar con la solución). La investigación realizada al respecto también ha puesto de relieve, justo antes de la emergencia de una intuición creativa, una activación de los sistemas cerebrales implicados en la mente errante (inusualmente activos, por cierto, en quienes padecen un trastorno de déficit de atención [TDA]). Comparados con quienes no lo padecen, los adultos con TDA presentan una elevada tasa de pensamiento original y mayores logros creativos[57]. El empresario Richard Branson, fundador, entre otras empresas, del imperio construido en torno a Virgin Air, se ha presentado a sí mismo como modelo de niño exitoso con TDA. Los Centers for Disease Control and Prevention [Centros para el Control y Prevención de Enfermedades] afirman que casi el 10% de los niños padecen TDAH [una modalidad de TDA combinada con hiperactividad]. En el caso de los adultos, la hiperactividad acaba desvaneciéndose, quedando solo el TDA, un problema que afecta a cerca del 4% de los adultos[58]. Enfrentados a una tarea creativa (como encontrar nuevos usos para un ladrillo, por ejemplo), el trabajo de quienes padecen TDA es mejor, pese a sus distracciones, o, mejor dicho, gracias a ellas. Y quizás tengamos, de todo esto, algo que aprender. En un experimento en el que los voluntarios debían enfrentarse a la tarea de encontrar nuevos usos, las respuestas de aquellos cuya mente había estado divagando fueron un 40% más originales que las de quienes habían permanecido concentrados. Y cuando se pidió a personas de reconocido talento creativo (como artistas o inventores, por ejemplo) que, descartando la información irrelevante, se centrasen en una tarea concreta, se descubrió que sus mentes pasaban más tiempo que las de los demás en la modalidad de funcionamiento abierto, un rasgo que pudo haber influido muy poderosamente en su faceta creativa[59]. En nuestros momentos creativos menos frenéticos, poco antes de la emergencia de una intuición creativa, el cerebro descansa sobre un foco abierto y relajado, que se caracteriza por la presencia de ondas alfa. Esto señala un estado de ensoñación cotidiana. Dado que el cerebro almacena, en los circuitos de amplio alcance, diferentes tipos de información, una modalidad de conciencia abierta y errante aumenta la probabilidad de asociaciones y combinaciones nuevas que nos abran la puerta a una serendipia. Los raperos inmersos en su peculiar variedad asociativa de estilo libre, que les permite improvisar letras en el momento, presentan una intensificación de la actividad, entre otros, de los circuitos asociados a la mente errante, lo que posibilita el establecimiento de nuevas conexiones entre redes neuronales muy alejadas[60]. En tan espacioso ámbito mental es más probable advertir la emergencia de nuevas asociaciones, la sensación de ¡Ajá! que jalona una intuición creativa o una buena rima. En un mundo complejo como el nuestro y en el que cada persona tiene acceso a la misma información, la formulación de preguntas inteligentes y el establecimiento de relaciones nuevas posibilitan la emergencia de potencialidades desaprovechadas y de nuevos valores. La intuición creativa implica la articulación nueva y útil de elementos anteriormente desgajados. Imagine ahora que ante sí tiene una manzana. Vea la pátina de colores que adorna su piel, escuche su crujido al morderla y la posterior explosión de olores, sabores y texturas. Tómese el tiempo necesario para experimentar esa manzana virtual. Es muy probable que, cuando ese momento imaginario aflore en su mente, su cerebro genere un pico gamma. Ese es un fenómeno bien conocido por los neurocientíficos cognitivos, que suele presentarse durante las intuiciones creativas y durar milisegundos. Quizás fuese exagerado ver las ondas gamma como el secreto de la creatividad. Pero el lugar en que se produce el pico gamma durante una intuición creativa parece muy significativo, porque se trata de una región asociada a los sueños, las metáforas, la lógica del arte, el mito y la poesía. Todas ellas operan en el lenguaje del inconsciente, un dominio en el que todo es posible. El método freudiano de la asociación libre, en el que uno muestra sin censura todo lo que discurre por su mente, abre la puerta a esta modalidad de la conciencia abierta. Son muchas las ideas, recuerdos y asociaciones que esperan ser realizadas. Pero la probabilidad de que la idea correcta conecte con el recuerdo correcto en el contexto correcto —y que todo ello suceda bajo el foco de la atención— se reduce drásticamente cuando estamos demasiado concentrados o demasiado distraídos para advertir su emergencia. Pero hay que tener en cuenta también lo que se almacena en el cerebro de los demás. Durante cerca de un año, los astrónomos Arno Penzias y Robert Wilson escrutaron, con un equipo nuevo y más poderoso, la inmensidad del universo. La masa de datos recopilados resultó tan desbordante que, en un intento de simplificación, empezaron descartando lo que consideraron «ruido» provocado por deficiencias en el instrumental empleado. Pero, un buen día, tropezaron con un físico nuclear que les ayudó a entender que lo que, hasta entonces, habían considerado «ruido» era, en realidad, un eco débil del Big Bang, un descubrimiento por el que, finalmente, les fue concedido el premio Nobel. El aislamiento creativo «La mente creativa es un don sagrado y la mente racional un sirviente fiel —dijo, en cierta ocasión, Albert Einstein—. Por ello resulta muy curioso que hayamos creado una sociedad que, olvidando el don, haya acabado honrando al sirviente»[61]. Para muchos de nosotros es un lujo contar, durante el día, con un tiempo propio en el que podamos tumbarnos y reflexionar. Esos son, por lo que respecta a la creatividad, algunos de los momentos más valiosos de nuestra jornada. Pero, si queremos que esas asociaciones rindan un fruto provechoso, necesitamos contar con algo más, el clima apropiado. Necesitamos dedicar un tiempo también a la conciencia abierta. El bombardeo continuo de correos electrónicos, escritos y facturas —la «catástrofe completa» de la vida— nos arroja a un estado cerebral antitético al foco abierto en el que prosperan los hallazgos fortuitos. El tumulto de nuestras distracciones cotidianas y la lista de cosas por hacer acaban sepultando la innovación, mientras que la apertura de nuestro foco, por el contrario, la hace florecer. Esa es la razón por la cual los anales de los descubrimientos están repletos de relatos de intuiciones brillantes en medio de un paseo, un baño o un largo periodo de vacaciones. El tiempo libre posibilita el florecimiento del espíritu creativo, mientras que las agendas demasiado estrictas, por el contrario, lo sofocan. Consideremos el caso del difunto Peter Schweitzer, uno de los fundadores del moderno campo de la evaluación criptográfica, la encriptación de códigos que, pese a parecer absurdos al ojo no entrenado, protegen todo tipo de secretos, desde los registros del gobierno hasta el pin de nuestra tarjeta de crédito[62]. La especialidad de Schweitzer consiste en romper los códigos con un test de encriptación fácil de usar que nos informa de nuestra vulnerabilidad ante algún hacker malvado que se adentre en nuestro sistema y nos despoje de nuestros secretos. Este desafío supone generar un amplio conjunto de nuevas posibles soluciones a un problema extraordinariamente complejo y probar luego cada una de esas soluciones ateniéndose a un número metódico de pasos. Pero el laboratorio en el que Schweitzer lleva a cabo esta intensa tarea no es una sala aislada sin ventanas y acústicamente aislada. Lo más habitual es que Schweitzer reflexione sobre un código encriptado mientras da un largo paseo o se tumba a tomar el sol con los ojos cerrados. «Aunque parezca estar durmiendo una siesta, su cabeza no deja de hacer matemáticas avanzadas —dice un colega—. Se acuesta a tomar el sol, pero su mente se desplaza a miles de kilómetros por hora». La importancia de esos aislamientos espaciales y temporales fue el resultado de un estudio de la Harvard Business School sobre el trabajo interno de 238 miembros de equipos de proyectos creativos enfrentados a una amplia variedad de tareas innovadoras, que iban desde la solución de complejos problemas de tecnología de la información hasta inventar utensilios de cocina[63]. El progreso de su trabajo requiere de un flujo continuo de pequeñas intuiciones creativas. Las intuiciones no suelen presentarse como descubrimientos sorprendentes ni como grandes victorias. La clave suele girar en torno a pequeños avances (pequeñas innovaciones y soluciones a problemas preocupantes), pasos concretos que nos acercan a un objetivo mayor. Las intuiciones creativas florecen mejor cuando las personas tienen objetivos claros y libertad también en el modo de alcanzarlos. Y, lo más importante todavía, tienen suficiente tiempo libre para pensar. Ese es el entorno más favorable para incubar la creatividad. 5. La búsqueda del equilibrio «La facultad de recuperar voluntariamente, una y otra vez, la atención errante, se halla en la raíz misma del juicio, el carácter y la voluntad», observó William James, el fundador de la psicología americana. Pero, como ya hemos visto, la probabilidad de que, cuando le preguntemos a alguien si está pensando en algo distinto a lo que está haciendo, esté divagando, es del 50%[64]. Y esa probabilidad varía mucho en función de la actividad que estemos llevando a cabo. Una encuesta realizada al azar en la que participaron miles de personas puso claramente de relieve que la atención al aquí y ahora aumentaba al máximo cuando los interesados estaban haciendo el amor (al parecer hubo quienes, en tan complicadas circunstancias, respondieron a esa encuesta a través de una aplicación para el teléfono móvil). La segunda actividad que más activaba la atención era el ejercicio físico, seguido de hablar con alguien y, luego, jugar. La modalidad más errante de la mente, por el contrario, era más frecuente en el trabajo (una conclusión de la que los empresarios deberían tomar buena nota), estar ante un ordenador o durante los desplazamientos de ida o vuelta al trabajo. El estado de ánimo de las personas cuando su mente divaga tiende, hablando en términos generales, hacia lo displacentero, hasta el punto de que pensamientos con un contenido aparentemente neutro se ven ensombrecidos por una carga emocional negativa. Pareciera como si la mente errante fuese, en parte o casi totalmente, una de las causas de la infelicidad. ¿Dónde van nuestros pensamientos cuando no estamos pensando en nada en concreto? Básicamente se trata de pensamientos sobre nosotros. El «yo», según William James, gira en torno a nuestra sensación de identidad enhebrando fragmentos tomados al azar en una narración coherente de nuestra vida. Este relato centrado en el yo acaba creando, más allá de nuestra experiencia cambiante instante tras instante, una sensación ilusoria de permanencia. El «yo» refleja la actividad de la modalidad por defecto, ese generador de la mente inquieta y perdida en una corriente serpenteante de pensamientos que poco o nada tienen que ver con la situación presente y tienen mucho, en cambio, que ver con uno mismo. Esa es la modalidad que asume la mente cuando descansa de cualquier actividad concentrada. Dejando a un lado las asociaciones creativas, la mente errante tiende a centrarse en el yo y en sus preocupaciones, es decir, en todas las cosas que hoy tengo que hacer, en las cosas equivocadas que le he dicho a tal persona o en lo que, por el contrario, debería haberle dicho. Y es que, aunque haya ocasiones en que la mente gravite alrededor de pensamientos o fantasías placenteras, lo más habitual es que lo haga en torno a cavilaciones y preocupaciones. La región medial de la corteza prefrontal se activa a medida que la cavilación y el diálogo interno generan un trasfondo de ansiedad de bajo nivel. Durante la concentración plena, sin embargo, una región cercana, la corteza prefrontal lateral, inhibe el área medial. Nuestra atención selectiva deselecciona entonces los circuitos ligados a las preocupaciones emocionales, la modalidad más poderosa de distracción. La respuesta activa lo que está sucediendo o cualquier modalidad de foco activo desconecta el «yo», mientras que cualquier modalidad de foco pasivo, por el contrario, nos devuelve al terreno tan cómodo como pantanoso de la especulación[65]. El distractor más poderoso no es la charla interpersonal, sino la incesante cháchara intrapersonal que se da en el escenario de nuestra mente. La verdadera concentración exige acallar esa voz interior. Una resta en la que, partiendo de 100, vamos sustrayendo sucesivamente 7 acabará aquietando, si nos concentramos en esa tarea, ese diálogo interno. El abogado y la pasa Su carrera como abogado se había basado en el enfado que le generaban las injusticias sufridas por sus clientes. Movilizado así por la indignación, se mostraba implacable en sus demandas, permanecía despierto hasta muy tarde estudiando y preparando sus casos y elaborando alegatos muy convincentes. Tampoco era extraño que pasase la noche revisando una y otra vez los problemas a los que sus clientes se enfrentaban, esbozando la estrategia legal más adecuada. Durante unas vacaciones, conoció a una mujer que enseñaba meditación y le pidió que le enseñara. Ella tomó unas cuantas pasas y le invitó, para su sorpresa, a degustar lenta y atentamente una de las pasas, saboreando la riqueza de todos y cada uno de los momentos de ese proceso: las sensaciones que despertaba en su boca, el sonido mientras masticaba, y el estallido consecuente de sabores. Y todo ello le permitió zambullirse en la plenitud de los sentidos. A medida que seguía sus instrucciones, fue concentrándose en el curso natural de su respiración, soltando todos los pensamientos que afloraban a su mente. Y, siguiendo sus indicaciones, continuó meditando, durante 15 minutos, en su respiración. Y, cuando lo hizo, sus voces mentales se aquietaron. «Fue —dijo— como si hubiese accionado un interruptor que me colocara en un estado parecido al Zen». Y tanto le gustó que acabó convirtiéndolo en un hábito cotidiano. «Se trata de una práctica que realmente me tranquiliza. Me gusta mucho». Cuando prestamos una atención plena a nuestros sentidos, nuestro cerebro aquieta su charla por defecto. Los escáneres cerebrales realizados durante la práctica de mindfulness (el tipo de meditación que el abogado en cuestión estaba practicando [llamada también, en ocasiones, atención plena]) han puesto de relieve su capacidad para atenuar la activación de los circuitos cerebrales en los que se asienta la charla mental centrada en el yo[66]. Y eso, en sí mismo, puede ser muy liberador. Según el neurocientífico Richard Davidson: «Si la absorción total y el flujo reflejan el abandono del estado errante de la mente y el centrarse por completo en una actividad, es muy probable que desactiven los circuitos por defecto. No puedes, mientras estás absorto en una tarea difícil, seguir dando vueltas en torno a tu persona. »Esta es una de las razones por las cuales a las personas les gustan los deportes peligrosos como el alpinismo, situaciones en las que uno tiene que estar completamente concentrado —añade Davidson—. La concentración poderosa aporta una sensación de paz y alegría. Pero, cuando bajas de la montaña, la red autorreferencial vuelve a hacer acto de presencia, con toda su cohorte de cuitas y preocupaciones». En la novela utópica de Aldous Huxley La isla, loros entrenados vuelan sobre las personas gritando: «¡Aquí y ahora, muchachos! ¡Aquí y ahora!», un recordatorio que pone fin a las ensoñaciones de los moradores de esa idílica isla y vuelve a centrar su atención en lo que, en ese lugar y momento concreto, está ocurriendo. El loro parece ser, en este sentido, un mensajero muy apropiado, porque los animales solo viven en el aquí y ahora[67]. El gato que brinca al regazo de su ama para ser acariciado, el perro que espera en la puerta, moviendo ansiosamente el rabo, la llegada de su dueño, o el caballo que ladea la cabeza con la plausible intención de captar las intenciones del jinete que se le acerca, comparten el mismo centro de atención en el presente. Esta capacidad de pensar de manera independiente de cualquier estímulo inmediato —de lo que está sucediendo y de todas las posibilidades que podrían presentarse— diferencia a la mente humana de la de los demás animales. Aunque muchas tradiciones espirituales, como el caso de los loros de Huxley, contemplan la mente errante como una fuente de aflicción, los psicólogos evolutivos creen que se trata de la expresión de un gran avance cognitivo. Ambas visiones encierran algo de verdad. Según Huxley, el eterno ahora alberga todo lo que necesitamos para vivir una vida plena. Pero la capacidad humana de pensar en cosas que no están presentes en el ahora eterno es un requisito para todos los logros de nuestra especie que requieren planificación, imaginación o habilidades logísticas. Y todos esos son logros específicamente humanos. Reflexionar, a fin de cuentas, sobre cosas que no están sucediendo aquí y ahora —o, como dicen los científicos cognitivos, sobre «un pensamiento independiente de la situación»— requiere desacoplar los contenidos de nuestra mente de lo que nuestros sentidos están, en ese mismo instante, percibiendo. Ninguna otra especie tiene, por lo que sabemos, capacidad equiparable a la humana para pasar de un foco externo a un foco interno, ni de hacerlo tan a menudo. Cuanto más divagamos, menos capaces somos de registrar lo que ocurre aquí y ahora. Consideremos, por ejemplo, la comprensión de lo que estamos leyendo. Cuando se monitoriza la mirada de voluntarios que están leyendo Sentido y sensibilidad, de Jane Austen, los movimientos erráticos de sus ojos muestran muchos indicios evidentes de distracción[68]. Esos movimientos erráticos indican una ruptura en la conexión entre la comprensión y el contacto visual con el texto, que ocurre cuando la mente se desvía hacia otras cosas (que quizás hubiera sido menor en el caso de que los voluntarios hubiesen tenido la oportunidad de elegir, en su lugar, Juego de tronos o Cincuenta sombras de Grey, pongamos por caso). El uso de indicadores tales como las fluctuaciones de la mirada o el «muestreo aleatorio de la experiencia» (que consiste en preguntar a la gente, dicho en otras palabras, lo que sucede cuando su mirada se desvía) de sujetos cuyo cerebro estaba siendo escaneado han permitido a los neurocientíficos poner de relieve la dinámica neuronal subyacente. Y es que, cuando nuestra mente divaga, nuestro sistema sensorial se desconecta y cuando, por el contrario, nos concentramos en el aquí y ahora, se atenúa la activación de los circuitos neuronales responsables de la modalidad errante de la mente. La mente errante y la conciencia perceptual tienden, desde un punto de vista neuronal, a inhibirse. Atender, pues, al tren de nuestros pensamientos desconecta los sentidos, mientras que permanecer atentos a la belleza de una puesta de sol sosiega nuestra mente[69]. Y esta desconexión puede llegar a ser total como sucede, por ejemplo, cuando estamos completamente absortos en lo que estamos haciendo. La configuración neuronal habitual posibilita cierta distracción en nuestro compromiso con el mundo —o el compromiso justo cuando vamos a la deriva—, como sucede, por ejemplo, cuando conducimos pensando en otra cosa. Obviamente, esa falta parcial de sintonía no deja de tener sus riesgos. Un estudio sobre 1000 conductores implicados en accidentes puso de relieve que cerca del 50% afirmaba haber tenido el accidente mientras estaban distraídos y que la probabilidad de sufrir un accidente aumenta en función de la intensidad de los pensamientos interferentes[70]. Las situaciones que no requieren de una atención constante sobre la tarea —especialmente cuando se trata de tareas rutinarias o aburridas— proporcionan a la mente la libertad de errar. Y, a medida que la mente divaga y se activa la red por defecto, nuestros circuitos neuronales para atender a la tarea se aquietan, ilustrando otra forma de desacoplamiento neuronal semejante a la que existe entre sentidos y ensoñación cotidiana. Y, como la ensoñación cotidiana compite, por la energía neuronal, con la atención a la tarea y la percepción sensorial, no debe sorprendernos que, cuando divaguemos, cometamos más errores en todo aquello que requiera de una atención concentrada. La mente errante «Cuando adviertas que tu mente se ha distraído —aconseja una instrucción fundamental de la meditación—, llévala de nuevo a su objeto de concentración». Y la expresión clave aquí es «cuando adviertas». Porque casi nunca nos damos cuenta, cuando nuestra mente divaga, del momento en que se aleja y empieza a gravitar en torno a otra órbita. Y ese desvío del foco de la meditación puede, antes de que lo advirtamos, durar segundos, minutos o incluso toda la sesión… en el supuesto de que nos demos cuenta de ello. Este sencillo reto es tan difícil porque los mismos circuitos cerebrales que necesitamos para atrapar a nuestra mente distraída se ven reclutados por la red neuronal impuesta por la deriva de la mente[71]. ¿Qué están haciendo? Aparentemente se ocupan de gestionar los mindfulness aleatorios que vinculan una mente errante a un tren detallado de pensamientos del tipo «¿Cómo pagaré mis facturas?». Esa es una actividad que requiere de la adecuada cooperación de los circuitos ligados a la deriva de la mente y los talentos organizativos propios de los circuitos ejecutivos[72]. Detectar el momento preciso en que nuestra mente empieza a errar resulta bastante difícil. Digamos, para empezar, que no solemos darnos cuenta de que nos hemos perdido en los pensamientos. Advertir que nuestra mente divaga marca un cambio en la actividad cerebral ya que, cuanto mayor es nuestra metaconciencia, más se debilita la mente errante[73]. Los estudios de imagen cerebral revelan que, si bien el mismo acto de metaconciencia que nos permite descubrir que nuestra mente se mueve a la deriva atenúa la actividad de estos circuitos ejecutivos y mediales, no por ello la erradica[74]. Aunque la vida moderna valore permanecer sentado en la escuela o la oficina, concentrado en una cosa a la vez, esa modalidad de atención quizás no haya dado, en los albores de la historia humana, los mismos frutos. Hay neurocientíficos que subrayan la posibilidad de que la supervivencia en los bosques quizás haya dependido, en momentos cruciales, de un rápido cambio de atención y de acción, sin perder tiempo pensando en lo que nos convenía hacer. Quizás lo que hoy en día se diagnostica como déficit de atención refleje una variante natural en los estilos de concentración que posea ventajas evolutivas y siga presente en nuestro patrimonio genético. Pero, como ya hemos visto, cuando nos enfrentamos a una tarea que exige concentración, como resolver un problema matemático, quienes sufren de TDA presentan una mente más distraída y una mayor actividad en los circuitos mediales[75]. Cuando las condiciones son adecuadas, sin embargo, los afectados de TDA pueden concentrarse y ensimismarse en la actividad en curso. Pero esas condiciones suelen presentarse con más frecuencia en los estudios de arte, las canchas de baloncesto o el parqué de la bolsa que en el aula. Mantener el rumbo El 12/12/12, el mismo día que, según el calendario maya, acababa el mundo (un rumor claramente infundado), mi esposa y yo fuimos con una de nuestras nietas, una artista en ciernes que estaba interesada en ver las exposiciones, al Museo de Arte de Nueva York. Una de las obras que nos dio la bienvenida al entrar en la primera galería del MoMA fueron dos aspiradoras de tamaño industrial, cilindros de un blanco impoluto pintados con tres franjas de color. Estaban apiladas, dentro de cubos de plexiglás e iluminadas desde abajo con luces fluorescentes de neón. Pero nuestra nieta, ansiosa por ver Noche estrellada sobre el Ródano, de Van Gogh, que se hallaba varios pisos por encima, no se dejó impresionar. La noche anterior, el conservador del MoMA había convocado un encuentro vespertino bajo el lema «Atención y distracción». El foco de la atención encierra la clave de las exposiciones del museo, ya que el entorno de la obra señala el lugar hacia el que dirigir nuestra mirada. En ese sentido, los cubos de plástico y las luces de neón dirigían nuestra atención hacia aquí (esas dos sorprendentes aspiradoras), alejándola de ahí (es decir, de cualquier otro objeto de la galería). Las cosas me quedaron claras cuando nos fuimos. Cerca de una pared apartada del camino del cavernoso vestíbulo del museo descubrí unas sillas apiladas al azar esperando ser ubicadas para algún acontecimiento especial. A su lado, y medio oculta en la sombra, pude discernir lo que parecía ser una aspiradora a la que nadie prestaba la menor atención. Pero nuestra atención no tiene que estar a merced del modo en que el mundo que nos rodea enmarca los objetos. De nosotros depende dirigir nuestra atención hacia la aspiradora oculta entre las sombras o hacia la que se encuentra iluminada. Mantener el rumbo de nuestra atención refleja una modalidad mental en la que simplemente advertimos lo que aflora en nuestra conciencia sin necesidad de aferrarnos ni rechazar nada en particular. Todo fluye, en tal caso, a través de nosotros. Esta apertura puede verse en aquellos momentos de la vida cotidiana en los que nos descubrimos, por ejemplo, esperando nuestro turno detrás de un comprador que está tardando mucho y, en lugar de lamentarnos por perder el tiempo, dejamos sencillamente a un lado la reactividad emocional y nos centramos en disfrutar, pongamos por caso, de la música ambiental. La reactividad emocional se centra en una modalidad diferente de atención en la que nuestro mundo se contrae y fija en lo que nos molesta. Quienes tienen dificultades en mantener una conciencia abierta suelen quedar atrapados por detalles irritantes, como esa persona de la cola de la línea de seguridad del aeropuerto que se toma todo el tiempo del mundo en colocar sus pertenencias metálicas en la bandeja del escáner y todavía sigue pensando en ello mientras esperan la llegada de su avión. Pero la conciencia abierta, por su parte, no se deja secuestrar por la emoción, sino que disfruta, por el contrario, de la riqueza del momento. Una forma de valorar la capacidad de mantener una atención abierta consiste en seguir una secuencia de letras en las que ocasionalmente se intercala un número como, por ejemplo, S, K, O, E, 4, R, T, 2, H, P… Muchas personas parecen fijar su atención en el primer número (4), olvidándose del segundo (2), lo que evidencia una fluctuación en su atención. Quienes poseen un foco de atención más amplio, por su parte, no tienen problemas en registrar también el segundo número. Las personas capaces de descansar su atención en esta modalidad abierta registran más cosas de su entorno. Aun en medio del bullicio de un aeropuerto, no se pierden en tal o cual detalle, sino que pueden prestar una atención estable y continua a lo que ocurre. Las investigaciones cerebrales realizadas al respecto muestran que las personas que obtienen una puntuación más elevada en conciencia abierta son también las que, en un determinado momento, más detalles registran o, dicho en otras palabras, las personas cuya atención, literalmente, no fluctúa[76]. Este enriquecimiento de nuestra atención también se aplica a nuestra vida interior. En la modalidad abierta recibimos mucho más que nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos y recuerdos que cuando, por ejemplo, estamos concentrados en cumplir una lista de cosas que hacer o en ir de una reunión a otra. «La capacidad de mantener la atención abierta en una conciencia panorámica —dice Davidson— nos permite atender de un modo ecuánime, sin quedarnos atrapados en una red ascendente que sume nuestra mente en la reactividad y el juicio, independientemente de que sea negativo o positivo». Y también atenúa, según dice, la mente errante. El objetivo, concluye, consiste en ser más capaz de comprometerse en la mente errante cuando uno quiera, y no de otro modo. El restablecimiento de la atención Cuando estaba de vacaciones en un complejo tropical con su familia, el editor de revistas William Falk se quejaba de tener que trabajar mientras su hija le esperaba para ir a la playa. «No hace mucho —reflexionaba Falk— me hubiese parecido inconcebible trabajar estando de vacaciones. Recuerdo, en este sentido, dos gloriosas vacaciones de 15 días en los que no tuve el menor contacto con jefes, empleados y amigos. Pero eso era antes de que el teléfono inteligente, el iPad y el ordenador portátil entrasen a formar parte de mi equipaje y tuviese que acostumbrarme a vivir sumido en una corriente continua de información de la que resulta muy difícil sustraerse»[77]. Consideremos el esfuerzo cognitivo exigido por la nueva sobrecarga de información normal, la exposición a una continua corriente de noticias, correos electrónicos, llamadas telefónicas, tuits, blogs, chats y comentarios sobre comentarios sobre comentarios a los que nuestros procesadores cognitivos se ven, en la actualidad, cotidianamente expuestos. Ese zumbido natural añade tensión a las exigencias que acompañan a cualquier posible logro. Seleccionar un determinado foco de atención implica descartar muchos otros. La mente se ve obligada a resistirse a muchos impulsos y a discriminar lo relevante de lo accesorio, lo que requiere un gran esfuerzo cognitivo. Como el músculo sometido a un sobreesfuerzo, la atención intensamente focalizada también se fatiga, llegando incluso al punto del agotamiento cognitivo. Los signos de fatiga mental afectan a la eficacia y aumentan la distracción y la irritabilidad, lo que significa que el esfuerzo mental necesario para mantener el foco ha agotado la glucosa que precisa la energía neuronal. El antídoto para la fatiga de la atención es el mismo que se utiliza para combatir la fatiga física, el descanso. ¿Pero cómo descansa un músculo mental? Trate de pasar de la actividad esforzada propia del sistema descendente a la actividad más pasiva característica del sistema ascendente, descansando en un entorno tranquilo. Los entornos más relajados se hallan, en opinión de Stephen Kaplan, de la Universidad de Michigan, en la naturaleza, debido a lo que él denomina «teoría de recuperación de la atención»[78]. Tal recuperación ocurre cuando pasamos de la atención esforzada, en la que la mente necesita eliminar las distracciones, a soltarnos y dejar que nuestra atención se vea capturada por cualquier cosa que se presente. Pero solo ciertas modalidades ascendentes de atención favorecen la recuperación de la energía consumida por la atención concentrada; surfear por la web o, jugar a videojuegos o responder al correo electrónico no es, precisamente, una de ellas. Hacemos bien en desconectar regularmente, porque el silencio restablece nuestra atención y nuestra serenidad. Pero ese desapego no es más que el primer paso. Lo que hacemos a continuación también importa. Son muchas las exigencias que impone a nuestra atención pasear por la calle de una ciudad, dice Kaplan, porque nos obliga a movernos en medio de la muchedumbre, esquivar coches e ignorar los bocinazos y el sonido del ruido de fondo. Un paseo por un parque o por un bosque resulta, por el contrario, mucho menos exigente. Podemos recuperarnos pasando un tiempo en la naturaleza, para lo cual basta con un paseo de pocos minutos por un parque o un lugar rico en maravillas, como el revoloteo de una mariposa o el silencioso resplandor carmesí de las nubes durante una puesta de sol. Esto provoca una activación «modesta», en palabras de Kaplan, de la atención ascendente, permitiendo que los circuitos dedicados a los esfuerzos descendentes se recarguen de energía, recuperando así la atención y la memoria y mejorando la cognición[79]. Un paseo por un bosquecillo favorece más la recuperación necesaria para enfrentarnos a las tareas concentradas que un paseo por el centro de la ciudad[80]. Aun el simple hecho de sentarse frente a un mural con una escena de la naturaleza (especialmente una con agua) es mejor que una cafetería[81]. Pero yo me pregunto si esos momentos, que tan adecuados parecen para desconectar de la concentración intensa, permiten modificar la actitud mental, todavía ocupada, de los circuitos por defecto. Aún falta, para desactivar la ocupación de nuestra mente, cambiar la atención a algo relajante. La clave para ello consiste en una experiencia de inmersión, donde nuestra atención pueda ser total, sin dejar de ser pasiva. Y esto es algo que empieza cuando activamos lentamente los sistemas sensoriales, lo que correlativamente atenúa los circuitos propios de la concentración esforzada. Cualquier cosa que nos resulte grata y en la que podamos sumergirnos puede lograr el mismo objetivo. Recordemos los resultados de la encuesta anteriormente mencionada, según la cual la actividad más concentrada y placentera, del día, es hacer el amor. La absorción total y positiva acalla nuestra voz interior, ese continuo diálogo con uno mismo que no cesa ni en los momentos más tranquilos. Este es uno de los principales efectos de casi cualquier práctica contemplativa que mantiene nuestra mente concentrada en un objetivo neutro, como la respiración o un mantra, por ejemplo. Las recomendaciones habitualmente aducidas a la hora de establecer el entorno ideal de un «retiro» parecen incluir todos los ingredientes necesarios para la recuperación cognitiva. Los monasterios dedicados a la práctica de la meditación se hallan siempre en lugares silenciosos y tranquilos ubicados en medio de la naturaleza. Pero no es necesario llegar a tales extremos. El remedio, para William Falk, era muy sencillo y consistía en dejar de trabajar e ir, con su hija, a jugar con las olas. «Saltar y dar volteretas con mi hija a la orilla del mar. Basta con eso para estar completamente presente, completamente vivo». Parte II: La conciencia de uno mismo 6. El timón interior Ya fuese en el campo de fútbol, en la cancha de baloncesto, en los debates o en cualquier otra forma de competición, el principal rival de mi instituto de Central Valley (California) era un instituto del siguiente pueblo, por la carretera 99 abajo. Con el paso del tiempo, acabé haciéndome amigo de uno de sus alumnos. Durante la enseñanza secundaria, no había mostrado un gran interés en los estudios… de hecho, casi siempre suspendía. Criado en un rancho de las afueras, había pasado mucho tiempo a solas, leyendo ciencia ficción y dedicándose a arreglar coches viejos, su gran pasión. Una semana antes de graduarse tuvo un accidente con un coche que quiso adelantarlo mientras doblaba a la izquierda para entrar en su casa, lo que casi le cuesta la vida. Cuando, después de recuperarse, mi amigo fue a la universidad local, descubrió una vocación que movilizó su talento creativo, la dirección cinematográfica. Siguiendo esa llamada, se matriculó en una escuela de cine y filmó, a modo de proyecto de fin de carrera, una película que llamó la atención de un director de Hollywood, que le contrató como ayudante y le propuso que trabajase con él en un proyecto de una película de bajo presupuesto. Ese trabajo, a su vez, le granjeó un contrato como director y productor de otra pequeña película basada, esta vez, en un guión suyo, una película que el estudio casi destruye antes de su estreno, pero que sorprendentemente resultó mucho mejor de lo que nadie esperaba. Pero los cortes, supresiones y otros cambios arbitrarios realizados durante el montaje por la dirección del estudio fueron, para mi amigo —que valoraba mucho el control creativo de su obra—, una amarga lección. Por eso, cuando se dispuso a filmar otra película basada en un guión suyo y recibió la propuesta de un gran estudio de Hollywood (que, por aquel entonces, dictaba la pauta) de financiar el proyecto con la condición de poder cambiarlo antes del estreno, mi amigo acabó rechazando la oferta. En lugar de «vender» su control creativo, mi amigo invirtió las ganancias de su primer proyecto en el segundo. Y, cuando estaba casi terminado, se le acabó el dinero. Banco tras banco, le negaron un préstamo hasta que, al llamar a la puerta del décimo, obtuvo el crédito que acabó salvando el proyecto. La película en cuestión se titulaba La guerra de las galaxias. La insistencia de George Lucas en no renunciar, pese a las dificultades financieras, al control creativo de su proyecto refleja una integridad extraordinaria que, como todo el mundo sabe, acabó demostrando ser una empresa sumamente lucrativa. Pero la suya no fue una decisión motivada por la búsqueda de dinero porque, por aquel entonces, los derechos adicionales implicaban la venta de camisetas y pósteres de las películas, una fuente de ingresos relativamente menor. Tal decisión de George, pese a las recomendaciones en sentido contrario de todos los conocedores de la industria cinematográfica, de seguir adelante con su proyecto requería una extraordinaria confianza en sus propios valores. ¿Qué es lo que permite a alguien tener una brújula interna tan poderosa, una estrella polar que lo guíe a lo largo de la vida para moverse por la vida ateniéndose a los dictados de sus propósitos y valores más profundos? La clave reside en la conciencia de uno mismo, especialmente en la capacidad para interpretar los mensajes internos que nuestro cuerpo nos susurra. Ese tipo de reacciones psicológicas sutiles reflejan la suma total de experiencias relevantes para la decisión que estamos considerando. Las reglas de decisión derivadas de nuestra experiencia vital se basan en las redes neuronales subcorticales que recopilan, almacenan y aplican algoritmos a cada uno de los acontecimientos vitales y establecen el rumbo de nuestro timón interior[82]. En esas regiones subcorticales, escasamente conectadas con las áreas verbales del neocórtex, aunque mucho más con las vísceras, guarda el cerebro nuestras sensaciones más profundas de propósito y significado. Conocemos nuestros valores partiendo de la sensación visceral de lo que nos parece adecuado e inadecuado y articulando luego ese sentimiento. La conciencia de uno mismo representa un foco esencial que nos conecta con los sutiles murmullos internos que nos ayudan a navegar por la vida. Y en este timón interior reside también, como veremos, la clave para gestionar lo que hacemos y, lo que no es menos importante, lo que no hacemos. En ese mecanismo interno de control se asienta la diferencia que existe entre una vida bien orientada y otra que se mueve a la deriva. Ella es Happy y lo sabe La prueba científica que se utiliza para determinar la conciencia de sí que tiene un animal es, en teoría, muy sencilla. Consiste en hacerle una marca en el rostro, colocarlo ante un espejo y observar luego algún signo de que reconoce como suyo el rostro marcado. Pero esta prueba, por más sencilla que sea, no es tan fácil de llevar a cabo con un elefante. Para ello necesitamos un espejo a prueba de paquidermos compuesto por una superficie acrílica reflectante, de unos 3 metros de alto por 3 de ancho, atornillada a una madera contrachapada sobre un armazón de acero y colgada en la pared de cemento de una jaula de elefante. Eso fue lo que los investigadores hicieron en el zoológico del Bronx, donde vive Happy, una elefante asiática de 34 años, con sus dos gigantescas congéneres Maxine y Patty. Los investigadores dejaban que los elefantes se acostumbraran unos días a los espejos. Luego pintaban una gran X blanca en la cabeza de uno u otro elefante, para ver si mostraba algún signo de darse cuenta de la marca que portaba en su rostro, un indicio claro de autorreconocimiento. Pero esta prueba tuvo que superar la complicación adicional del «acicalado» ya que, después de tomar un baño de barro, los elefantes suelen espolvorear, con su trompa, tierra sobre su piel, lo que aumenta la probabilidad, al menos desde una perspectiva humana, de que la marca pase desapercibida. Y eso parece ser, dada la poca atención que prestaron a su X, lo que ocurrió en los casos de Maxine y Patty. Cuando llegó el día en que Happy se vio marcada con la gran X blanca, sin embargo, pasó unos 10 segundos contemplándose ante el espejo y luego se alejó dándose la vuelta varias veces para verse en el espejo, como hacen los seres humanos antes de comenzar el día, tocándose repetidas veces la X con la punta sensible de su trompa, un signo evidente de autoconciencia. Esta es una prueba que solo han superado unos pocos elegidos del reino animal, como algunas especies de monos, chimpancés y delfines (en una adaptación acuática del experimento). Estas especies, como los elefantes, forman parte del puñado de animales cuyos cerebros cuentan con un tipo de neuronas que, según algunos neurocientíficos, son esenciales para la autoconciencia. Bautizadas con el nombre de su descubridor, Constantin von Economo (y familiarmente conocidas como neuronas VEN), el tamaño de esas neuronas fusiformes duplica al de la mayoría de las células del cerebro, y tienen pocas ramificaciones —aunque muy largas— que las conectan con las demás[83]. El tamaño y la forma ahusada de las células VEN les proporcionan la ventaja única de poder transmitir sus mensajes más rápido y lejos que las demás. Y su especial ubicación en las regiones que conectan el cerebro ejecutivo con los centros emocionales las coloca en una situación especial para servir como una especie de radar personal. Los neurocientíficos consideran que estas áreas, que se activan cuando vemos nuestro reflejo en un espejo, forman parte de los circuitos cerebrales en los que se basa, en cualquier nivel que lo consideremos, nuestra sensación de identidad personal, desde «este soy yo» hasta «cómo me siento ahora». El mapa cerebral del cuerpo Después de haber sido diagnosticado del cáncer de hígado que, años después, acabaría con su vida, Steve Jobs pronunció una charla muy inspiradora a una clase de graduados de Stanford. Su consejo fue el siguiente: «No permitas que el ruido de las opiniones ajenas silencie tu voz interior. Y, lo que es más importante, ten el coraje de hacer lo que te dicten tu corazón y tu intuición. De algún modo, ya sabes aquello en lo que realmente quieres convertirte»[84]. Pero… ¿cómo escuchar nuestra «voz interior» y conocer lo que, de algún modo, nuestro corazón e intuición ya saben? Para ello contamos con las señales procedentes de nuestro cuerpo. Quizás el lector haya visto esa imagen de un homúnculo que representa la superficie de la corteza somatosensorial asociada a diferentes zonas de nuestra piel, un cuerpo deforme de cabeza y brazos pequeños, pero con unos labios, lengua y dedos enormes, que refleja la sensibilidad relativa y el grado de inervación, por tanto, de las zonas consideradas. La ínsula, ubicada detrás de los lóbulos frontales del cerebro, desempeña, por lo que respecta a la monitorización de nuestros órganos internos, un papel similar. Gracias a los circuitos neuronales que la conectan con los intestinos, el corazón, el hígado, los pulmones y los genitales, la ínsula cartografía nuestro cuerpo interior. Teniendo, de este modo, cada órgano una ubicación concreta, la ínsula actúa como centro de control de las funciones viscerales, enviando señales, por ejemplo, al corazón, para que enlentezca su latido, o a los pulmones, para que respiren más profundamente. Prestar atención a una determinada parte del cuerpo amplifica la sensibilidad de la ínsula hacia esa región concreta. Basta con conectar con el latido cardíaco para que la ínsula active más neuronas de ese circuito. Por eso la conciencia que la persona tiene de los latidos de su corazón ha acabado convirtiéndose, de hecho, en un criterio para determinar la conciencia de uno mismo. Y es que, cuanto más grande es la ínsula de la persona, mejor es, en ese sentido, su labor[85]. Pero la ínsula no solo se conecta con nuestros órganos, sino que de ella depende también la percepción del modo en que nos sentimos[86]. La activación de la ínsula de las personas que no son conscientes de sus emociones (y tampoco, como veremos, del modo en que los demás se sienten) es muy inferior a la de quienes se hallan muy conectados con su vida emocional interna. En el extremo más alejado se hallan quienes padecen de alexitimia, es decir, quienes ignoran sus propios sentimientos y tampoco pueden imaginar, en consecuencia, lo que otros puedan estar sintiendo[87]. Las «sensaciones viscerales» son mensajes procedentes de la ínsula y otros circuitos ascendentes que simplifican nuestras decisiones vitales y orientan nuestra atención hacia opciones más inteligentes. Por eso, cuanto más adecuadamente interpretemos esos mensajes, mejor será nuestra intuición. Consideremos, por ejemplo, ese impulso que, en ocasiones, nos lleva a sentir, mientras estamos a punto de salir para un largo viaje, que nos olvidamos de algo importante. Una corredora de maratón me contó que, en cierta ocasión, cuando estaba a punto de salir para competir en una carrera, que se disputaba a más de 600 kilómetros de distancia, había experimentado esa sensación, pero la había ignorado. Y cuando, ya en la autopista, volvió a experimentarla… cayó en la cuenta de que ¡había olvidado coger las zapatillas que utilizaba para correr! Bastó entonces con detenerse en un centro comercial para resolver el problema. Pero, como las zapatillas nuevas eran de una marca diferente a la que habitualmente utilizaba, acabó la carrera, según me dijo: «¡Con los pies llagados!». El neurocientífico Antonio Damasio utiliza la expresión marcadores somáticos para referirse a las sensaciones corporales que nos indican la adecuación o no de una determinada decisión[88]. Los circuitos ascendentes transmiten sus conclusiones a través de las sensaciones viscerales, a menudo mucho más deprisa que las conclusiones racionales a las que llegan los circuitos de arriba abajo. La región ventromedial del área prefrontal es una zona clave de estos circuitos que guía nuestro proceso de toma de decisiones cuando nos enfrentamos a decisiones vitales muy complejas, como casarnos o comprar una casa, que no podemos dejar al exclusivo arbitrio del frío análisis racional. En lugar de ello, ponderamos el modo en que nos sentimos al elegir, por ejemplo, A en lugar de B. Bien podríamos considerar, pues, a esta región como una especie de timón interior. Hay dos grandes corrientes de autoconciencia, el «yo» (que nos remite al presente) y el «mí» (que elabora relatos sobre nuestro pasado y nuestro futuro). Este nos vincula a lo que hemos experimentado a lo largo del tiempo, mientras que aquel, por el contrario, solo existe en la experiencia directa del presente inmediato. El «yo», la sensación más íntima de nuestra identidad, refleja la suma de nuestras impresiones sensoriales, especialmente de nuestros estados corporales. El «yo» es creado a partir de nuestros sistemas cerebrales para cartografiar el cuerpo a través de la ínsula[89]. Esas señales viscerales son nuestro timón interior y nos ayudan en situaciones muy distintas, desde recordar las zapatillas con las que debemos correr hasta vivir una vida en armonía con nuestros ideales. Como me dijo un veterano actor del Circo del Sol, para llegar a dominar sus difíciles rutinas, los artistas de circo se esfuerzan en lograr lo que ellos llaman una «práctica perfecta», en la que las leyes del movimiento físico y las leyes de la biomecánica ejecutan una coreografía extraordinaria que conjuga ángulo, tiempo y velocidad, de modo que, «por más perfecto que seas la mayor parte de las veces, no puedes serlo todas ellas». ¿Y cómo sabe el artista cuándo está cerca de la perfección? «Se trata de una sensación —me dijo—. Es algo que tus articulaciones saben antes de que lo sepa tu cabeza». 7. Vernos como los demás nos ven «Aunque tenemos una regla explícita que dice “No se admiten gilipollas”, el jefe de nuestro departamento tecnológico es un auténtico gilipollas —me dijo un ejecutivo de una empresa californiana dedicada al fomento tecnológico—. Aunque su profesionalidad, sea irreprochable, a nivel personal es un matón que se rodea de un séquito de favoritos y trata pésimamente a quienes no le caen bien. »Es un cero en autoconciencia —añade—. No se da cuenta de ello y, apenas se lo señalas, se defiende, culpa a otro, se enfada o dice que el problema es tuyo». Poco después, el director general de la misma empresa me dijo: «Hemos tenido que despedirlo al cabo de tres meses. No podía cambiar, era un acosador y lo peor es que no se daba cuenta de ello». Demasiado a menudo «perdemos el control» e incurrimos inconscientemente en conductas menos que deseables. Y, si nadie nos advierte de ello, seguimos actuando del mismo modo. Una prueba de fuego de la autoconciencia es la llamada «evaluación de 360°», que consiste en pedir a alguien que se valore a sí mismo en un rango de conductas o rasgos concretos y comparar luego su autoevaluación con las proporcionadas por una docena aproximada de personas a las que se ha encomendado la misma tarea. Son personas que el implicado ha elegido porque lo conocen bien y respeta su buen juicio y que, dado el anonimato, pueden manifestar sinceramente sus opiniones. La diferencia que existe entre el modo en que nos vemos y el modo en que los demás nos ven pone claramente de relieve nuestro nivel de autoconciencia. Existe una curiosa e interesante relación entre el poder y la conciencia de uno mismo y es que, si bien es poca la distancia que hay, al respecto, entre los trabajadores pertenecientes a un nivel inferior, esa separación aumenta cuanto mayor es el rango que, en el seno de la organización, ocupa la persona evaluada[90]. Y de ello cabe inferir también que la autoconciencia disminuye cuanto más elevado es el rango que uno ocupa en la jerarquía de la organización. Una teoría explica esa distancia aduciendo que, a medida que aumenta el poder que la persona tiene en una organización, se estrecha el círculo de quienes están dispuestos o son los suficientemente honestos como para admitir sus rarezas. Y también los hay que tan solo niegan esos problemas o ni siquiera pueden verlos. Sea cual fuere la razón, los líderes desconectados se consideran más eficaces que sus subordinados. Su falta de autoconciencia les despoja de indicios, como bien ilustra, en este sentido, la serie de televisión titulada La oficina. La evaluación de 360° nos proporciona una forma distinta de autoconciencia que nos ayuda a vernos a través de los ojos de los demás. Esto es algo que el poeta escocés Robert Burns expresó perfectamente en el siguiente poema: ¡Ah, si nos fuera dado el poder de vernos como los demás nos ven! De cuántos disparates y necedades nos libraríamos. Una visión más irónica es la ofrecida por W.H. Auden al observar que, para poder amarnos a nosotros mismos, creamos una imagen mental positiva descartando selectivamente lo que menos halagador resulta y acentuando, por el contrario, lo más admirable. Y, luego, añade que también «tratamos de crear, en la mente de los demás, una imagen parecida para que puedan querernos». Por su parte, el filósofo George Santayana cerró el círculo diciendo que, poco importaría lo que los demás pensaran de nosotros… de no ser porque, una vez lo sabemos, ese conocimiento «tiñe profundamente la visión que tenemos de nosotros». Los filósofos sociales han denominado «yo que se mira en el espejo» a este efecto que refleja cómo imaginamos que los demás nos ven. Nuestra sensación de identidad aflora, desde esta perspectiva, en nuestras interacciones sociales, porque los demás actúan como espejos que nos reflejan. Esta idea se ha visto resumida en la frase: «Soy lo que creo que tú crees que soy». A través de los ojos y los oídos de los demás La vida nos depara pocas oportunidades para ver el modo en que los demás nos ven. Esta puede ser la razón por la cual el curso impartido por Bill George, en la Harvard Business School [Escuela de Negocios de Harvard], titulado «El desarrollo del auténtico liderazgo», se halla entre los más populares y las plazas libres se ocupan al poco de abrirse el plazo de matrícula (y lo mismo ocurre con un curso similar que se imparte en la Facultad de Empresariales de Stanford). «Ignoramos quiénes somos —me dijo George— hasta que nos escuchamos contar la historia de nuestra vida a alguien en quien confiamos». Para acelerar esa intensificación de la conciencia de uno mismo, George ha creado lo que llama «grupos del norte verdadero», donde el «norte verdadero» se refiere al descubrimiento de nuestra propia brújula y de nuestros valores internos fundamentales. Su curso brinda a los alumnos la oportunidad de participar en ese tipo de grupo. Uno de los principios fundamentales de tales grupos es que el autoconocimiento empieza con la autorrevelación. Estos grupos (de los que cualquiera pueda formar parte) son tanto o más abiertos que los grupos de 12 pasos o los grupos de terapia y proporcionan, según George, «un entorno seguro en el que los miembros abordan cuestiones personales que no pueden mencionar en ningún otro lugar, ni siquiera entre sus familiares más cercanos»[91]. No se trata tan solo de que nos veamos como los demás nos ven, sino que también nos escuchamos como los demás nos escuchan. Esto es algo que nos parece increíble. La revista Surgery presentó un estudio en el que se valoró el tono de voz de los cirujanos basándose en grabaciones de 10 segundos registradas durante las entrevistas con sus pacientes[92]. Las voces de los cirujanos que se habían visto demandados por mala práctica (la mitad de los participantes en el experimento) fueron evaluadas como dominantes y descuidadas, cosa que no sucedió con la otra mitad. Los cirujanos pasan mucho más tiempo que otros especialistas explicando a sus pacientes los detalles técnicos y los riesgos de una determinada intervención. Se trata de una conversación difícil que puede situar al paciente en un estado de alta ansiedad y exponerlo de un modo más intenso a los indicios emocionales. Cuando escuchamos la explicación que da el cirujano sobre los detalles técnicos y posibles riesgos de la intervención, se activa el radar empleado por el cerebro para detectar los peligros, en busca de indicios que pongan en peligro la seguridad. Esa intensificación de la sensibilidad puede ser una de las causas por las cuales el grado de empatía y preocupación transmitido por la voz del cirujano —o su ausencia, mejor dicho— constituye un excelente predictor de si, en el caso de que las cosas vayan mal, acabará siendo denunciado. La acústica de nuestro cráneo nos transmite una voz que suena muy distinta a la que oyen los demás. Pero el tono de nuestra voz tiene gran importancia en el impacto que provocamos. La investigación realizada al respecto ha puesto de relieve que, cuando las personas reciben, en un tono de voz amable y cordial, un mindfulness negativo sobre su trabajo, se quedan, a pesar de ello, con un sentimiento positivo. Y, de manera parecida, las buenas noticias transmitidas con un tono distante y frío dejan en el paciente un mal sabor de boca[93]. Un remedio propuesto por el mencionado artículo de Surgery consiste en proporcionar a los cirujanos una grabación de audio de su voz durante la entrevista con un paciente para que teniendo, de ese modo, la posibilidad de escucharse como los demás los escuchan, aprendan a expresar empatía y cuidado. El pensamiento grupal: Puntos ciegos compartidos En los inicios de la crisis económica de los productos de inversión basados en las llamadas hipotecas basura, se entrevistó a un financiero cuyo trabajo había consistido, precisamente, en la creación de esos mismos productos. En esa entrevista, explicó que su trabajo rutinario había sido tomar grandes cantidades de tales hipotecas y dividirlas en tres grandes grupos: las menos malas, las no tan buenas y las francamente pésimas. Luego debía repetir la misma operación y acabar creando, con cada uno de los grupos así organizados, productos de inversión derivados de ellos. Y su respuesta a la pregunta de quién querría comprar ese tipo de productos fue: «¡Idiotas, claro está!». Pero lo cierto es que hubo gente aparentemente muy inteligente que, ignorando las señales de que esos productos derivados no merecían la pena y subrayando lo que pudiera apoyar tal decisión, invirtieron dinero en ellos. Cuando, quien ignora las evidencias que apuntan en sentido contrario no es un individuo, sino un grupo, se habla de «pensamiento grupal». La necesidad implícita de sustentar una determinada opinión (descuidando aspectos esenciales que apuntan en sentido contrario) genera puntos ciegos que desembocan en decisiones equivocadas. El círculo interno del presidente George W. Bush, y su decisión de invadir Iraq basándose en su supuesta posesión de «armas de destrucción masiva», nos proporcionan un ejemplo clásico en este sentido, y lo mismo sucede también con los círculos de jugadores en Bolsa que alentaron el colapso de los productos de inversión derivados de las hipotecas. Ambos ejemplos de catástrofes provocadas por el pensamiento grupal se refieren a grupos aislados de personas responsables de decisiones que no se formularon las preguntas adecuadas o que, entrando en una espiral de autoafirmación, ignoraron los datos que apuntaban en otra dirección. La cognición se halla distribuida, entre los miembros de un grupo o de una red, de modo tal que, mientras algunas personas se especializan en una determinada tarea, otras desarrollan fortalezas complementarias. Cuanto más libremente fluya la información al grupo y entre sus distintos integrantes, más adecuadas serán sus decisiones. Pero el pensamiento grupal nace del engaño compartido implícito de creer que «ya sabemos todo lo que debemos saber». Una empresa dedicada a la gestión de inversiones de personas muy ricas proporcionó a Daniel Kahneman un auténtico tesoro, que consistió en los resultados de las inversiones realizadas, durante 8 años, por 25 de sus asesores financieros. Esa investigación llevó a Kahneman a advertir que no existía relación alguna entre el éxito obtenido año tras año por un determinado asesor o, dicho en otras palabras, que ningún asesor gestionaba mejor que los demás el dinero de sus clientes. Su conclusión fue que sus resultados no demostraban ser mejores que los debidos al azar. Lo curioso era que todo el mundo, a pesar de ello, se comportaba como si tuviese una habilidad especial y los que mejor desempeñaban ese papel eran los que obtenían, cada año, dividendos más sustanciosos. Finalizada la investigación, Kahneman acudió a una cena con los miembros de la junta directiva de la empresa en la que les informó de su conclusión, que estaban «recompensando la suerte como si de una habilidad se tratara». Cuando los altos mandos oyeron esa noticia, que debería haber provocado un auténtico revuelo, siguieron cenando tranquilamente como si tal cosa. Y Kahneman concluye: «No tengo la menor duda de que, después de ocultar bajo la alfombra las implicaciones de mi investigación, siguieron con los mismos hábitos de siempre»[94]. Cuando la ilusión de habilidad, profundamente inserta en la cultura del mundo financiero, se pone en cuestión, «datos que desafían creencias arraigadas y amenazan, por tanto, el sustento y la autoestima de la gente, se ven sencillamente soslayados». Remontándonos ahora a los años sesenta y al movimiento de los derechos civiles que bullía en el sur, participé activamente, en mi ciudad natal de California, en el boicot a una tienda de comestibles que, por aquel entonces, no contrataba a trabajadores afroamericanos. Pero no fue hasta años más tarde cuando oí hablar del trabajo de John Ogbu, un antropólogo nigeriano afincado en Berkeley, que había venido a estudiar lo que él llamaba «sistema de castas» y que yo entendí como una especie de segregación de facto[95]. Y pese a que, en mi ciudad, había tres institutos, uno al que asistían fundamentalmente blancos y unos pocos orientales e hispanos, otro de alumnos básicamente negros y algún que otro hispano y el tercero, que combinaba todos los grupos, ese era un tema al que jamás se me había ocurrido prestar atención. Aunque no tenía ningún problema en advertir la discriminación en que esa tienda incurría, estaba ciego a la pauta mayor en la que me hallaba inmerso, la jerarquía social que impregnaba nuestro mundo y también obviamente, en esa época, nuestro instituto. Tan familiarizados estábamos con la desigualdad social que el tema acabó desvaneciéndose en el trasfondo colectivo y requirió un considerable esfuerzo darse cuenta de él. El autoengaño parece un rasgo fundamental de la atención. Las tres cuartas partes de los conductores, por ejemplo, piensan que sus habilidades al volante son «mejores que las del promedio». Pero lo curioso es que existen más probabilidades de que, quienes han estado implicados en un accidente de automóvil, se consideren mejores conductores que aquellos otros cuyo expediente de accidentes se halle, en ese mismo sentido, limpio. Lo curioso, sin embargo, es que, hablando en términos generales, la mayoría de las personas no cree sobrevalorar sus habilidades. Esta inflación de la autoevaluación refleja un efecto (llamado «mejor que el promedio») que se ha descubierto en casi todos los rasgos positivos, desde la competencia hasta la creatividad, la cordialidad y la honradez. Leí el fascinante relato de Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio, mientras estaba en un vuelo de Boston a Londres, durante el cual estuve conversando con el vecino de pasillo que, al ver la cubierta, me dijo que tenía la intención de leer el libro, mencionando de pasada que era asesor de inversiones de gente muy adinerada. Mientras nuestro avión recorría la larga pista de aterrizaje en Heathrow y nos dirigíamos hacia la puerta de salida le resumí los puntos centrales, incluido el caso recién mencionado, subrayando que la conclusión parecía implicar que esa industria estaba recompensando la suerte como una habilidad. «Supongo —replicó entonces mi interlocutor encogiéndose de hombros— que ahora ya no tendré que leer el libro», poniendo así de relieve la misma indiferencia con la que la empresa financiera había recibido los resultados de la investigación de Kahneman. Como él mismo concluyó: «la mente parece tener dificultades en digerir» datos tan desconcertantes. Requiere metacognición, es decir, conciencia de la conciencia, arrojar luz sobre lo que un grupo ha sepultado bajo la alfombra de la indiferencia o de la represión. La claridad empieza dándonos cuenta de aquello que no advertimos… y dándonos también cuenta de que no nos estábamos dando cuenta. Los riesgos inteligentes se basan en amplias e interminables recopilaciones de datos que se contrastan con una sensación visceral, mientras que las decisiones estúpidas se toman partiendo de una base de datos muy limitada. El comentario sincero de las personas en las que confiamos y a las que respetamos crea una suerte de autoconciencia que nos protege de datos sesgados y creencias cuestionables. Otro antídoto del pensamiento grupal consiste en ampliar nuestro círculo de contactos más allá de nuestra zona de confort y contar con información fiel que, vacunándonos contra el aislamiento en el interior del grupo, nos proteja del autoengaño. La diversificación inteligente va más allá de equilibrar el género y el grupo étnico hasta llegar a incluir un amplio elenco de edades, clientes o consumidores… y a todos aquellos que puedan ofrecernos una nueva perspectiva. «En los orígenes de nuestra empresa, nuestro servidor cayó —me contó un ejecutivo de cierta empresa de computación en la nube—. Y, cuando nuestros competidores se enteraron, no tardamos en recibir un montón de llamadas preguntándonos lo que estaba ocurriendo… a las que, como no sabíamos qué decir, no respondíamos. »Entonces un empleado, un periodista, propuso la solución creativa de crear una website llamada “Trust Cloud”, en la que comentamos con total transparencia lo que estaba ocurriendo, cuál era el problema y los pasos que estábamos dando para resolverlo lo antes posible». Se trataba de una idea extraña para los ejecutivos de nuestra empresa, procedentes, en su mayoría, de empresas del sector tecnológico, donde el secreto era una rutina básica. Pero la creencia implícita de que debían mantener el problema en secreto era una semilla de pensamiento grupal que podía acabar germinando. «Apenas nos tornamos transparentes —añadió el ejecutivo—, el problema se desvaneció. Y, cuando nuestros clientes se dieron cuenta de que podían saber lo que estaba ocurriendo, dejaron de llamar». Y es que como, en cierta ocasión, dijo Felix Frankfurter, presidente del tribunal supremo de los Estados Unidos: «La luz del sol es el mejor de los desinfectantes». 8. Receta para el autocontrol Cuando mis hijos tenían aproximadamente un par de años, les molestaba que yo recurriese, en ocasiones, para apaciguar su enfado, a la distracción diciendo: «¡Mira ese pajarito!», o con un entusiasta: «¿Qué es eso?», tratando de dirigir, con la mirada o el dedo, su atención hacia esto o aquello. La atención regula la emoción. Esta pequeña táctica utiliza la atención selectiva para sosegar la agitación de la amígdala. Cuando el niño pequeño establece contacto con algún objeto que le interesa, su ansiedad se relaja y, en el momento en que ese objeto deja de ser fascinante, la ansiedad, si todavía se ve activada por las redes de la amígdala, vuelve a hacer acto de presencia[96]. La cuestión, por supuesto, consiste en mantener al niño lo suficientemente intrigado hasta que la amígdala se tranquiliza. Cuando el niño aprende a utilizar, por sí mismo, esta maniobra atencional, adquiere la capacidad de manejar la ingobernable amígdala, una de las capacidades principales de autorregulación emocional que tiene mucha importancia en su destino en la vida. Esa estrategia requiere la puesta en marcha de la atención ejecutiva, una capacidad que empieza a florecer durante el tercer año de vida, cuando el niño puede mostrar un «control sin esfuerzo», focalizando su atención a voluntad, ignorando las distracciones e inhibiendo los impulsos. Los padres pueden advertir este importante hito cuando el niño pequeño toma deliberadamente la decisión de decir «no» a una tentación, como no comer el postre hasta después de haber acabado el segundo plato. Y eso es algo que también depende de la atención ejecutiva, que no solo se pone de manifiesto en la voluntad y la autodisciplina, sino también en la capacidad de gestionar los sentimientos perturbadores e ignorar los caprichos para poder centrar así nuestra atención en un objetivo. A la edad de ocho años, la mayoría de los niños dominan algún grado de atención ejecutiva. Esta herramienta mental gestiona el funcionamiento de otras redes neurales cerebrales relacionadas (como veremos en la Parte V) con el aprendizaje de la lectura y las matemáticas y las habilidades académicas en general. Nuestra mente despliega la autoconciencia para mantenernos al tanto de todo lo que hacemos: la metacognición (es decir, pensar sobre el pensamiento) nos permite advertir cómo funcionan nuestras operaciones mentales y el modo de adaptarlas a nuestras necesidades, y la metaemoción hace lo propio por lo que respecta a la regulación del flujo de los sentimientos y de los impulsos. La autoconciencia cumple con la doble función, en el diseño de la mente, de regular nuestras emociones y permitirnos sentir lo que otros puedan estar sintiendo. Los neurocientíficos contemplan el autocontrol a través de las lentes de las zonas cerebrales en que se asientan las funciones ejecutivas, que controlan habilidades mentales como la autoconciencia y la autorregulación, esenciales para desenvolvernos adecuadamente en la vida[97]. La atención ejecutiva encierra la clave de la autogestión. Esta capacidad para dirigir nuestra atención hacia una cosa ignorando el resto es la que nos permite recordar, cuando abrimos el congelador y asoma el tarro de helado de Cheesecake Brownie, la necesidad de mantener la línea. En esa pequeña decisión descansa la voluntad, esencia de la autorregulación. El cerebro es el órgano que más tarda en madurar anatómicamente y sigue creciendo y desarrollándose hasta pasados los veinte años; y las redes ligadas a la atención se asemejan a órganos que se desarrollan paralelamente al cerebro. Como sabe cualquier padre que tenga más de un hijo, los niños son, desde el primer día, distintos y unos son más atentos, tranquilos o activos que otros, diferencias temperamentales que reflejan la maduración y la genética de las diferentes redes cerebrales[98]. ¿Qué parte de nuestra capacidad de la atención es genética? Depende. Los distintos sistemas atencionales parecen tener grados diferentes de heredabilidad, siendo el más fuerte de todos ellos el que afecta al control ejecutivo[99]. Pero la construcción de estas habilidades vitales depende, en gran medida, de lo que aprendemos en la vida. Según la epigenética, es decir, la ciencia que explica el modo en que el entorno impacta en nuestra herencia genética, no basta con heredar una determinada secuencia genética para que esos genes, en sí mismos, resulten determinantes. Los genes parecen tener lo que podríamos considerar una especie de interruptor bioquímico. Por eso, si nunca se activan, es como si careciésemos de ellos. Y son muchas las cosas que propician la activación de ese interruptor, como el tipo de alimentación, la danza de reacciones químicas que se desencadena dentro de nuestro cuerpo y el aprendizaje. La voluntad es el destino Los resultados acumulados después de décadas de investigación han acabado subrayando la importancia que tiene la voluntad en el curso de la vida. La primera de todas esas investigaciones se remonta a un pequeño proyecto que se llevó a cabo durante la década de los sesenta, en el que niños procedentes de hogares económicamente deprimidos recibieron una atención especial en un programa preescolar que, entre otras habilidades, les enseñaba el cultivo del autocontrol[100]. Los resultados de esa investigación refutaron la hipótesis esperada de que el proyecto alentase el desarrollo del CI [Coeficiente intelectual]. Pero cuando, años más tarde, se les comparó con otros que no habían pasado por el mismo programa, se descubrió que aquellos presentaban índices inferiores de embarazo adolescente y una tasa también inferior de abandono escolar, delincuencia y absentismo laboral[101]. Esos descubrimientos proporcionaron un poderoso acicate para lo que ha acabado convirtiéndose en los programas preescolares Head Start, que hoy en día se imparten por todos los Estados Unidos. También hay que señalar el llamado «test de las golosinas», un estudio ya clásico llevado a cabo, durante la década de los setenta, por el psicólogo Walter Mischel de la Universidad de Stanford. Durante esa prueba, Mischel invitaba a pasar, uno tras otro, a niños de cuatro años a la «sala de juegos» de la Bing Nursery School [Guardería Bing] del campus de Stanford donde, después de mostrarles una bandeja con golosinas y dulces, les pedía que eligiesen el que más les gustara. Lo más interesante fue que, a cada niño, también se le dijo: «Si quieres puedes tener tu golosina ahora mismo, pero, si no te la comes hasta que vuelva de dar un paseo, te daré dos». Ese grado de autocontrol era, en las terribles condiciones, para un niño de cuatro años, en que el experimento se llevó a cabo (una habitación vacía de juguetes, libros y pinturas, es decir, sin posible distracción), una auténtica proeza. El experimento demostró que un tercio de los niños tomó la golosina de inmediato, mientras que otro tercio esperó el interminable cuarto de hora hasta recibir la doble recompensa (y el último tercio se situó en algún punto entre ambas alternativas). Lo más significativo fue que los niños que resistieron la tentación de comerse la golosina de inmediato mostraron una puntuación más elevada en medidas de control ejecutivo, concretamente de reasignación de la atención. El modo en que dirigimos la atención encierra, según Mischel, la llave de la voluntad. Los cientos de horas que pasó observando la lucha de los pequeños con la tentación pusieron de relieve la importancia crucial de una variable a la que llamó «estrategia de reasignación de la atención». Los niños que esperaron los 15 minutos lo hicieron apelando a estrategias de distracción, como los juegos ficticios, cantar o taparse los ojos. El que miraba la golosina acababa perdiendo (o, dicho con más precisión, era la golosina la que acababa ganando). La comparación entre el autocontrol y la gratificación instantánea puso de relieve tres subvariedades, al menos, de la atención, facetas distintas, todas ellas, del control ejecutivo. La primera consiste en la capacidad de alejar deliberadamente nuestra atención del objeto deseado por el que nos sentimos poderosamente atraídos. La segunda, la resistencia a la distracción, nos permite dejar de gravitar en torno a eso que tan atractivo nos parece y depositar la atención en cualquier otra parte. Y la tercera, por último, nos ayuda a mantener la atención en un objetivo futuro, como las dos golosinas posteriores. Y todo ello fortalece, en suma, el poder de la voluntad. Quizás eso esté bien para poner de relieve, en una situación artificial como el test de las golosinas, el grado de autocontrol de los niños. ¿Pero qué podríamos decir con respecto a resistir las tentaciones de la vida real? Esta es una pregunta cuya respuesta nos obliga a echar un vistazo a una investigación llevada a cabo con los niños de Dunedin (Nueva Zelanda). Dunedin posee una de las principales universidades del país y alberga una población de cerca de 100 000 almas, una combinación que la convierte en el entorno idóneo para el estudio más importante sobre los ingredientes del éxito en la vida realizado desde los anales de la ciencia. El ambicioso proyecto estudió intensivamente, durante su infancia, a 1037 niños (todos los bebés nacidos durante un lapso de 12 meses), cuyo desarrollo se vio rastreado décadas después por un equipo distribuido por varios países. Del equipo en cuestión formaban parte especialistas de disciplinas muy diferentes, cada uno con su propia visión del autocontrol, el marcador clave de la autoconciencia[102]. Esos niños realizaron, a lo largo de su vida escolar, una impresionante batería de pruebas centradas, entre otras muchas, en la determinación de su grado de tolerancia a la frustración[103]. Un par de décadas más tarde, todos, menos el 4% de los niños, fueron estudiados de nuevo (una tarea mucho más sencilla en un país estable como Nueva Zelanda que en los Estados Unidos, pongamos por caso, donde la movilidad es mucho mayor). La valoración llevada a cabo entonces a esos jóvenes giró en torno a las siguientes variables: Salud. Pruebas físicas y de laboratorio que determinaron su estado cardiovascular, metabólico, psiquiátrico, respiratorio, dental e inflamatorio. Riqueza. Si tenían ahorros, seguían solteros, habían educado a un hijo, eran propietarios de la casa en que vivían, tenían problemas de crédito, inversiones o planes de jubilación. Delincuencia. Lo que incluía el rastreo de todos los registros judiciales de Australia y Nueva Zelanda para ver si habían sido declarados culpables de algún delito. Los resultados de este estudio pusieron claramente de relieve que los niños de Dunedin que más autocontrol habían mostrado durante su infancia, eran también los que, al entrar en la treintena, mejor se desenvolvían. Ellos eran, precisamente, los que mejor salud, más éxito económico y menos problemas con la ley habían tenido. Cuanto peor, por el contrario, se habían mostrado durante su infancia en la gestión de sus impulsos, peor era también su salud y mayor la probabilidad de haber sido declarados culpables de algún delito. Lo más sorprendente es que el análisis estadístico demostró que el nivel de autocontrol de un niño demuestra ser un predictor tan poderoso de su éxito financiero adulto, de su salud y de su historial delictivo como la clase social, la riqueza de la familia de origen o el CI. De este modo, la voluntad emergió como una fuerza vital independiente determinante del éxito en la vida. De hecho, el autocontrol infantil demostró ser, por lo que respecta al éxito financiero, un predictor más fuerte que el CI o la clase social de la familia de origen. Y lo mismo podríamos decir con respecto al éxito escolar. En un experimento realizado con niños estadounidenses de segundo de ESO, un indicador de autocontrol tan simple como elegir entre recibir un dólar hoy o dos dentro de una semana mostró una relación más positiva con sus resultados académicos que el CI. Pero el autocontrol no solo constituye un predictor del resultado académico, sino también del ajuste emocional, las habilidades interpersonales, la sensación de seguridad y la adaptabilidad[104]. La conclusión es que, por más económicamente privilegiada que sea su infancia, si el niño no llega a dominar, en la búsqueda de sus objetivos, la demora de la gratificación, esa ventaja de partida acaba, en el curso de la vida, desvaneciéndose. Solo 2 de cada 5 hijos de padres ubicados en el 20% superior de la riqueza acaban, en los Estados Unidos, en ese mismo estatus privilegiado, y cerca del 6% descienden al nivel de ingresos propio del 20% inferior[105]. La facilidad para seguir los dictados de la propia conciencia parece ser, considerada a largo plazo, un acicate tan importante como las escuelas elegantes, los profesores particulares y los costosos campamentos educativos de verano. No deberíamos subestimar, pues, la importancia de la práctica de la guitarra o cumplir con la promesa de alimentar al hámster o limpiar su jaula. Otra conclusión es que todo lo que podamos hacer para consolidar el control cognitivo del niño le ayudará a lo largo de toda su vida. Hasta el Monstruo de las Galletas puede aprender a hacer mejor las cosas. El Monstruo de las Galletas aprende a mordisquear El día en que visité Sesame Workshop, el cuartel general del programa de televisión de Epi, Blas, Coco, Triky (el Monstruo de las Galletas) y el resto de la pandilla más querida en los más de 120 países en los que se emite el programa Barrio Sésamo, los miembros del equipo estaban celebrando un encuentro con científicos cognitivos y cerebrales. El ADN de Barrio Sésamo gira en torno a la ciencia del aprendizaje. «En el núcleo de cada uno de sus episodios hay un objetivo curricular —me contó, en el taller del programa, Michael Levine, director ejecutivo de Joan Ganz Cooney Center—. El valor educativo de todo lo que presentamos se ha visto previamente corroborado». Una red de expertos académicos revisa el contenido del programa, mientras que los auténticos expertos (los preescolares) se encargan de garantizar que la audiencia entenderá el mensaje. Y cada programa tiene un enfoque específico, como si de un concepto matemático se tratara, cuyo impacto educativo se verá corroborado posteriormente por lo que los preescolares acaben realmente aprendiendo. El tema del encuentro de ese día con los científicos giraba en torno a los fundamentos cognitivos. «Necesitamos, para desarrollar adecuadamente el programa, que los guionistas se sienten con investigadores de alto nivel —dijo Levine—. Pero debemos hacerlo bien. Tenemos que escuchar a los científicos, pero luego ponernos a jugar con ello, es decir, divertirnos». El ingrediente secreto de uno de los episodios de Barrio Sésamo, por ejemplo, giraba en torno a un llamado Club de Conocedores de las Galletas. Alan, propietario del Hooper’s Store de Barrio Sésamo, había preparado galletas, pero nadie había previsto la asistencia del Monstruo de las Galletas que, apenas llega, se apresta a devorarlas todas. Alan explica entonces a Triky que, si quiere formar parte del club, debe controlar el impulso de engullirlas y aprender a saborear la experiencia. «Primero —le dice— debes seleccionar la galleta, buscar las imperfecciones; luego tienes que olerla y, finalmente, debes mordisquearla un poco». Pero el Monstruo de las Galletas, encarnación misma de los impulsos, no sabe mordisquear, solo engullir. Según me contó Rosemarie Truglio, vicepresidenta de las ramas de Educación e Investigación de la empresa, para establecer las estrategias de autorregulación de este episodio consultó nada menos que a Walter Mischel, el mismísimo investigador del test de las golosinas. Mischel propuso enseñar a Triky estrategias de control cognitivo como: «Piensa en la galleta como si fuera otra cosa», y a no olvidarlo. De este modo, el Monstruo, al ver que las galletas son redondas, piensa en un yoyó y pasa a repetirse una y otra vez que la galleta es un yoyó. Pero, a pesar de ello, acaba tragándosela. Para enseñar a Triky a dar un solo bocadito —un gran triunfo de la voluntad, todo hay que decirlo —, Mischel sugirió una estrategia diferente de demora del impulso. Así fue como Alan le dijo al Monstruo: «Ya sé que esto te resulta difícil, pero dime “¿Prefieres comerte esta galleta ahora o entrar a formar parte del club y poder disfrutar luego de todo tipo de galletas?”», un truco que, en esta ocasión, sí funcionó. Una mente demasiado distraída por el menor indicio de galleta carecería de la fortaleza suficiente para entender las fracciones, no digamos ya el cálculo. Parte del currículum de Barrio Sésamo apunta al desarrollo de los elementos de control ejecutivo imprescindibles para asentar una plataforma que permita enfrentarse a los problemas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas. «Los maestros de los primeros cursos nos dicen que necesitan que los niños puedan permanecer sentados, concentrarse, gestionar sus emociones, escuchar sus indicaciones, colaborar y hacer amigos —explicó Rosemarie Truglio—. Solo entonces pueden enseñarles las letras y los números». «El cultivo del gusto por las matemáticas y el aprendizaje de la lectura y la escritura», me dijo Levine, requiere autocontrol, algo que se basa en los cambios que, durante los años preescolares, se producen en las funciones ejecutivas. Los controles inhibitorios relacionados con el funcionamiento ejecutivo muestran una elevada correlación con las habilidades de matemáticas y de lectura. «Enseñar estas habilidades de autorregulación —concluyó— puede requerir, en el caso de los niños, en este sentido, infradesarrollados, un recableado de diferentes partes del cerebro». El poder de la decisión ¿Le gusta esta pintura? Este tipo de imágenes suele agradar a todo el mundo. Una visión idílica, desde una perspectiva elevada, sobre una corriente de agua, un prado y algún que otro animal. Quizás esta predilección universal hunda sus raíces en ese largo periodo de la prehistoria humana en el que nuestra especie vagaba por las sabanas y se refugiaba, en busca de calor y protección, en el fondo de las cavernas. Si, en este momento, decide quedarse con lo que acabo de decir y no volver a mirar —pese al impuso a hacerlo— esa bucólica escena, se establecerá, en su cerebro, una alternancia entre concentración y distracción. Ese tipo de oscilación se presenta cada vez que tratamos de permanecer concentrados en una cosa, ignorando el atractivo de otra, a la vez que pone de relieve la existencia de un conflicto neuronal, es decir, de un tira y afloja entre los circuitos ascendentes y los descendentes. Y conviene insistir, dicho sea de paso, en no mirar de nuevo la imagen, sino en seguir atentos a lo que ahora estamos diciendo que ocurre en el cerebro. Este conflicto interno reproduce la batalla a la que se enfrenta el niño cuando su mente quiere alejarse de los deberes de matemáticas para comprobar si ha recibido, en su teléfono, algún mensaje de texto[106]. Basta con estudiar el talento natural para las matemáticas de los alumnos de instituto para poner de relieve un amplio abanico: el resultado de algunos es espantoso, otros sencillamente no son buenos y solo aproximadamente el 10% de ellos muestra una gran capacidad. Si seguimos, durante un año, a ese 10% superior y rastreamos su evolución en matemáticas, descubriremos que la mayoría alcanza los niveles superiores. En contra de las predicciones, sin embargo, una parte de esos alumnos de elevado potencial acaba desenvolviéndose pobremente. Ahora proporcionaremos a cada uno de esos alumnos de matemáticas un dispositivo que zumbe al azar varias veces al día pidiéndoles que tomen nota, en ese momento, de su estado de ánimo. Si están trabajando en matemáticas, los que lo hacen bien dicen hallarse en un estado de ánimo más positivo que los que están ansiosos. Pero los que más pobremente se desenvuelven, informan de lo contrario y presentan una tasa de episodios de ansiedad cinco veces superior a la de quienes afirman sentirse a gusto[107]. Esta ratio explica por qué, quienes muestran una gran capacidad de aprendizaje, acaban mostrándose más torpemente. Como vimos en el Capítulo 1, la atención tiene, según la ciencia cognitiva, una capacidad limitada, razón por la cual la memoria operativa obra como una especie de cuello de botella. Y, si nuestras preocupaciones interfieren con esa capacidad, los pensamientos irrelevantes acaban reduciendo el ancho de banda de atención que queda libre, pongamos por caso, para las matemáticas. La capacidad de advertir que estamos ansiosos y de dar los pasos necesarios para renovar nuestra atención reside en la autoconciencia. Es la metacognición la que mantiene nuestra mente en el estado más adecuado para la tarea en curso, desde las ecuaciones algebraicas hasta la preparación de una receta o la alta costura. Sean cuales fueren nuestros mejores talentos, la autoconciencia nos ayuda a desplegarlos del mejor modo posible. Dos son los matices y variedades de la atención que más importancia tienen para la conciencia de uno mismo. Por una parte, está la atención selectiva (que nos permite concentrarnos en un objetivo ignorando todos los demás) y, por la otra, la atención abierta (que nos permite registrar información procedente del mundo que nos rodea y de nuestro mundo interno y atender a pistas sutiles que, de otro modo, soslayaríamos). Los casos extremos de estas dos modalidades atencionales (estar demasiado concentrados en el exterior o demasiado abiertos a lo que ocurre a nuestro alrededor) «pueden llegar a imposibilitar —en opinión de Richard Davidson— la conciencia de uno mismo»[108]. La función ejecutiva incluye la atención a la atención o, hablando en términos más generales, la conciencia de nuestros estados mentales, lo que nos permite controlar y mantener activo nuestro foco de atención. Como acabamos de apuntar y veremos con más detenimiento en la Parte V, es posible enseñar la función ejecutiva (como a veces se denomina al control cognitivo). El aprendizaje de las habilidades ejecutivas predispone más a los preescolares al rendimiento académico, en su etapa escolar, que un elevado CI o el hecho de haber aprendido ya a leer[109]. Como bien sabe el equipo de Barrio Sésamo, los maestros quieren alumnos con una buena función ejecutiva, lo que significa autodisciplina, control de la atención y capacidad de resistirse a las tentaciones. Esas funciones ejecutivas predicen, además del CI, los buenos resultados obtenidos por el niño en los campos de las matemáticas y la lectura[110]. Y es evidente que esta ventaja no queda limitada a los niños. La capacidad de dirigir nuestra atención a una cosa ignorando el resto yace en el núcleo mismo de la voluntad. Un saco de huesos En la India del siglo V, se alentaba a los monjes a contemplar «las 32 partes del cuerpo», una lista de aspectos poco atractivos de la biología humana, como las heces, la bilis, la flema, el pus, la sangre, la grasa, las mucosidades, etcétera. Esa atención a los aspectos desagradables estaba destinada a promover la desidentificación del cuerpo y a ayudar a los monjes a rechazar los deseos o, dicho en otras palabras, a fortalecer la voluntad. Demos ahora un salto de 2000 años y contrastemos ese esfuerzo ascético con su opuesto. Como cuenta un trabajador social que se ocupa de rescatar, de las calles de Los Ángeles, a adolescentes que se prostituyen: «Resulta increíble lo impulsivos que pueden llegar a ser los adolescentes. Viven en las calles, pero si ahorran 1000 dólares, no los invierten en buscar un techo en el que refugiarse, sino en comprarse el iPhone más caro». Su programa ayuda a jóvenes infectados por el VIH a encontrar una subvención gubernamental que les saque de las calles y les proporcione el cuidado médico que necesitan, dinero para un apartamento, comida y hasta la matrícula en un gimnasio. «Hoy veo a muchachos —me cuenta— que buscan infectarse deliberadamente para poder disfrutar, de ese modo, de más ayudas sociales». El mismo contraste entre un elevado control cognitivo y su completa ausencia fue descubierto, hace ya años y en una dimensión más inocente, en las pruebas de demora de la gratificación realizadas en Stanford con niños de 4 años tentados por una golosina. Cuando, 40 años después, se estudió a 57 de los preescolares de Stanford, los de «alta demora» (es decir, los que, a la edad de 4 años, habían resistido la tentación de las golosinas) seguían siendo todavía capaces de demorar la gratificación, mientras que los de «baja demora» mostraban la misma incapacidad de sofocar sus impulsos que cuando eran niños. El escáner de su cerebro, mientras se resistían a la sensación, puso de relieve, en los de alta demora, una activación de los circuitos de la corteza prefrontal claves para controlar el pensamiento y las acciones, incluido el girus frontal inferior, que se ocupa de decir «no» a los impulsos. Pero los de baja demora activaron su área estriada ventral, un circuito del sistema de recompensa del cerebro que se moviliza cuando nos rendimos a las tentaciones de la vida y a los placeres culpables como, por ejemplo, un postre delicioso[111]. El estudio de Dunedin mostró la gran importancia que, para el control cognitivo, tiene la década que va de los 10 a los 20. Los adolescentes que menos autocontrol habían demostrado de pequeños eran también los más proclives a caer en la adicción al tabaco, los que se convertían en padres sin desearlo y los que presentaban una tasa más elevada de abandono escolar; trampas, todas ellas, que les cerraban el acceso a oportunidades posteriores y los dejaban atrapados en estilos de vida que aceleraban su camino a trabajos con peores salarios, una salud más pobre y, en algunos casos, un largo historial delictivo. ¿Pero hay que extraer, acaso, de esto la conclusión de que todos los niños con hiperactividad o trastorno de déficit de la atención están condenados a tener problemas? No, de ninguna manera, porque existe, entre los diagnosticados con TDA, un amplio abanico de opciones entre los extremos que van de malo a bueno. Y, aun en el caso de este grupo relativamente grande, el autocontrol predecía, pese a sus problemas atencionales mientras estaban en la escuela, un mejor resultado vital. Pero esto no es algo que se limite a los niños de 4 años y a los adolescentes. La sobrecarga cognitiva crónica característica de tantas vidas parece reducir nuestro umbral de autocontrol. Y es que parece que, cuanto mayores son las exigencias a las que nuestra atención debe enfrentarse, peor resistimos las tentaciones. La investigación realizada en este sentido sugiere que la epidemia de obesidad que aqueja a los países desarrollados puede deberse parcialmente a nuestra mayor susceptibilidad, mientras estamos distraídos, a caer en un funcionamiento automático y tomar alimentos azucarados y ricos en grasas. Los estudios de imagen cerebral realizados sobre las personas que más éxito han tenido en perder peso y mantenerlo demuestran ser los que poseen, cuando se ven enfrentados a alimentos ricos en calorías, un mayor control cognitivo[112]. La famosa frase de Freud, según la cual «donde estaba el ello, estará el ego», expresa claramente esa tensión interior. El ello, es decir, el puñado de impulsos que nos dirige hasta la heladería, nos impulsa a comprar ese artículo de lujo demasiado caro o a entrar en ese sitio web en el que tanto tiempo perdemos, está siempre en lucha con el ego, la mente ejecutiva. Es el ego el que nos permite perder peso, ahorrar dinero y distribuir eficazmente nuestro tiempo. En el ámbito de la mente, la voluntad (una faceta del «ego») refleja la lucha entre los sistemas ascendente y descendente. Es precisamente la voluntad la que, pese al tirón de nuestros impulsos, pasiones, hábitos y deseos, nos mantiene centrados en nuestros objetivos. Este control cognitivo refleja un sistema mental «frío» que se esfuerza en conseguir nuestros objetivos frente a nuestras reacciones emocionales «calientes», es decir, rápidas, impulsivas y automáticas. Entre ambos sistemas existe una diferencia esencial de foco. Los circuitos de recompensa se fijan en la cognición caliente, es decir, en los pensamientos que poseen una gran carga emocional, como las facetas que nos resultan tentadoras de una golosina («es suave, dulce y deliciosa»). Cuanto más intensa es la carga, más fuerte es el impulso y más probable que nuestros sobrios lóbulos prefrontales se vean secuestrados por nuestros deseos. El sistema ejecutivo prefrontal, por el contrario, «enfría lo caliente» reprimiendo el impulso de conseguirlo y posibilitando la reevaluación de la tentación («pero también engorda»). Nosotros (y nuestro hijo de 4 años) podemos movilizar este sistema a través del pensamiento centrándonos, por ejemplo, en la forma, el color o el modo en que la golosina está hecha. Este cambio de foco alivia la energía de la carga que nos impulsa a aferrarnos a ella. Del mismo modo que aconsejó al Monstruo de las Galletas en sus experimentos en Stanford, Mischel ayudó a algunos de los niños con el sencillo truco mental de imaginar la golosina como una imagen enmarcada. Esa sencilla técnica permitía transformar súbitamente la irresistible golosina, que tan grande les parecía, en algo en lo que podían concentrarse o no. Cambiar, de este modo, su relación con la golosina era una especie de judo mental que permitía que, niños incapaces antes de demorar la gratificación más de un minuto, la demorasen 15 minutos. Tal control cognitivo de los impulsos es un buen augurio del éxito en la vida. Como dice Mischel: «Si puedes enfrentarte a emociones calientes, puedes estudiar para superar el examen en lugar de ver la televisión… y también puedes ahorrar dinero para la jubilación, porque este no es un tema que se limite exclusivamente a las golosinas»[113]. Las distracciones emocionales, la revaloración cognitiva y otras estrategias metacognitivas entraron a formar parte de los procedimientos empleados por la psicología durante los años setenta. Pero, de algún modo, se trata de estrategias mentales cuyo origen se remonta a esos monjes de los que hablábamos al comienzo de este capítulo que, en el siglo V, se dedicaban a contemplar las partes «repugnantes» del cuerpo. Un cuento de esa época tiene que ver con uno de esos monjes que, cuando estaba paseando, se cruzó con una hermosa mujer, que esa mañana se había enfadado con su marido y estaba huyendo a casa de sus padres[114]. Pocos minutos después, su marido, que la seguía, se cruzó con el monje y le preguntó: —¿Has visto, Venerable señor, pasar a una mujer? —No puedo decir —respondió— si fue hombre o mujer, pero sé que un saco de huesos ha pasado por este camino. Parte III: Leyendo a los demás 9. La mujer que sabía demasiado Su padre tenía un temperamento tan explosivo que, cuando era pequeña e ignoraba lo que podía hacerlo explotar, siempre estaba muy asustada. De este modo, Katrina, como la llamaremos, aprendió a ser hipervigilante, esforzándose en detectar los más pequeños indicios —como un ligero aumento del tono de voz o un leve descenso de las cejas que expresaba hostilidad— que indicaran que estaba a punto de sufrir otro ataque. El radar emocional de Katrina fue perfeccionándose más todavía a medida que creció. Mientras se hallaba en la universidad, por ejemplo, su especial sensibilidad hacia el lenguaje corporal la llevó a darse cuenta de que una compañera de estudios estaba manteniendo una relación secreta con un profesor. Sus cuerpos, según dijo, ejecutaban una danza sutil. «Se movían al unísono. Cuando ella se desplazaba hacia un lado, él también lo hacía. Y, apenas advertí la extraordinaria sincronía corporal que los unía, tuve el extraño presentimiento de que eran amantes». Meses después, esa misma compañera le confirmó la veracidad de su sospecha y, «cuando el affaire concluyó —agregó—, sus cuerpos seguían todavía muy unidos». «Cuando estoy con alguien —dice Katrina— soy muy consciente de una gran cantidad de información personal (cosas tales como el arqueo de una ceja o el movimiento de una mano) que habitualmente pasa desapercibida. La verdad es que resulta muy angustioso. Sé demasiadas cosas. Soy demasiado consciente». Los sentidos de Katrina ponen de relieve cuestiones que los demás prefieren mantener ocultas y cuya revelación también puede volverse en su contra. «En cierta ocasión, llegué tarde a una reunión e hice esperar a todo el mundo. Y, aunque todos se mostraron verbalmente muy comprensivos y amistosos, el lenguaje de sus cuerpos decía algo completamente diferente. Su postura cerrada y su esquiva mirada ponían claramente de manifiesto lo enfadados que estaban. Me sentía muy triste y con un nudo en la garganta. No es de extrañar que ese encuentro no llegase muy lejos. »Veo más cosas de las que debería, lo que acaba generándome muchos problemas —añadió—. Veo demasiadas cosas secretas y me ha costado mucho reconocer que no debo mencionarlo todo». Después de encontrarse varias veces con el comentario de personas que le decían que estaba adentrándose en territorios demasiado personales, Katrina empezó a trabajar con un asesor ejecutivo. «El asesor insiste en la necesidad de que no preste atención a algunos datos emocionales. Y es que, cuando no dejo a un lado esa información que debería pasarme desapercibida, reacciono de un modo que lleva a la gente a creer que estoy continuamente enfadada. Tengo que ser, en este sentido, muy cuidadosa». Personas como Katrina son socialmente muy sensibles, agudamente conectadas con señales emocionales mínimas y con un misterioso talento natural que les permite tener en cuenta indicios que, para la mayoría, pasan desapercibidos. Una leve dilatación pupilar, una elevación de las cejas o un cambio en la postura corporal es todo lo que necesitan para saber cómo se siente una persona. Y si, como sucede en el caso de Katrina, la persona no sabe gestionar adecuadamente esa información, eso puede suponer un gran problema. Adecuadamente utilizado, sin embargo, ese talento puede aumentar nuestra inteligencia social y hacernos saber cuándo un tema es delicado, el momento en que una persona prefiere estar sola o cuándo necesita una palabra de aliento. Un ojo que sepa reconocer las pautas sutiles es muy beneficioso en muchos aspectos de la vida. En el caso de deportes como el squash y el tenis, por ejemplo, leves indicios posturales pueden permitirnos saber dónde lanzará la pelota nuestro adversario. Muchos grandes encestadores de baloncesto, como Hank Aaron, por ejemplo, visionan una y otra vez vídeos de los pívots del equipo al que están a punto de enfrentarse para descubrir, en el juego de sus adversarios, indicios que pueden resultarle de alguna utilidad. Justine Cassell, directora del Institute of the Human-Computer Interaction de la Universidad Carnegie-Mellon, pone al servicio de la ciencia un tipo similar de adiestramiento en la empatía. «En nuestra familia —me dijo Cassell— jugábamos a observar a la gente». Esa tendencia infantil se vio perfeccionada cuando, ya en la universidad, pasó centenares de horas visionando vídeos y estudiando el movimiento de las manos de personas que trataban de describir una película de dibujos animados que acababan de ver. Trabajaba con fragmentos de vídeo de 30 imágenes por segundo y anotaba los cambios en la forma y orientación de la mano, desplazamiento en el espacio y trayectoria del movimiento. Y, a fin de verificar su exactitud, revisaba sus notas para ver si podía reproducir exactamente el movimiento de la mano. Cassell ha llevado recientemente a cabo un trabajo parecido con pequeños movimientos de los músculos faciales, como la mirada, el arqueo de las cejas, la inclinación de la cabeza, etcétera, puntuándolos y verificándolos segundo a segundo. A eso ha dedicado —y sigue dedicando— centenares de horas, en su laboratorio de Carnegie Mellon, con estudiantes universitarios. «Los gestos siempre ocurren poco antes de la parte más enfatizada de lo que uno está diciendo —me confesó Cassell—. Una de las razones por las que algunos políticos parecen poco sinceros es que, pese a que han aprendido a realizar determinados gestos, no saben muy bien el momento en que deben realizarlos. De ahí se deriva, precisamente, la sensación de falsedad que transmiten cuando, en lugar de preceder a la palabra, esos gestos la suceden». Es la temporización del gesto la que determina su significado. Fuera de tempo, una afirmación puede tener un impacto negativo, algo que Cassell ilustra del siguiente modo: «Si decimos, por ejemplo, “ella es una excelente candidata para ese trabajo”, arqueando las cejas mientras pronunciamos la palabra “excelente”, transmitimos un mensaje emocionalmente muy positivo. Pero si, después de pronunciar la palabra “excelente” hacemos un silencio y, mientras nuestra cabeza asiente, arqueamos una ceja, el mensaje debe ser interpretado en clave sarcástica y el significado emocional que transmitimos es el de que cuestionamos la idoneidad de esa persona». La lectura de metamensajes transmitidos por canales no verbales se produce de manera instantánea, inconsciente y automática. «Es imposible no atribuir un significado a lo que alguien nos dice», afirma Cassell, a través de canales verbales, no verbales o ambos simultáneamente. Toda la información que nos llega de otra persona transmite de continuo mensajes inconscientes que nuestro sistema ascendente se ve obligado a interpretar. Los participantes en cierto estudio recordaban haber «escuchado» algo que, en realidad, solo habían visto en gestos. Alguien que escuchó, por ejemplo, «Eran dos», afirmó haber oído, al ver la mano con los dedos índice y corazón levantados, «Fue toda una victoria»[115]. El trabajo de Cassell pone de relieve cuestiones que solo nos impactan durante unos microsegundos. Y, aunque nuestros circuitos automáticos ascendentes reciban el mensaje, a nuestros circuitos descendentes suele escapárseles. El impacto de estos mensajes ocultos es muy poderoso. Hace mucho que la investigación descubrió que la probabilidad de que una pareja siga junta es menor si, durante un conflicto marital, uno de sus integrantes repite expresiones faciales fugaces de disgusto o desprecio[116]. Y si, dentro del campo de la psicoterapia, terapeuta y cliente se mueven en sincronía aumenta, por el contrario, la probabilidad de que la terapia resulte exitosa[117]. Mientras Cassell era profesora en el Media Lab del MIT, desarrolló una modalidad extraordinariamente detallada de análisis del modo en que nos expresamos elaborando un sistema que orienta a los profesionales de la animación en el arte de la conducta no verbal. El sistema —llamado BEAT— permite a los animadores mecanografiar un fragmento de diálogo y obtener automáticamente una secuencia animada con los movimientos de cabeza, ojos y postura adecuados, cuya calidad artística pueden acabar perfilando[118]. Para transmitir el «significado» exacto a través de la conducta, tono de voz y gestos de un actor virtual, es necesaria una comprensión descendente de los procesos ascendentes. Actualmente, Cassell está preparando animaciones que pueden servir, según dice, «de compañeros virtuales para que alumnos de una escuela elemental ejerciten habilidades sociales a fin de establecer un buen entendimiento al que luego apelar para facilitar el aprendizaje». Mientras tomábamos un café en una de las pausas de un congreso, Cassell me explicó que, después de varios centenares de horas de análisis de los mensajes no verbales, su sensibilidad había mejorado mucho. «Cuando ahora estoy con alguien —me dijo— no puedo sino rastrear automáticamente este tipo de indicios», unas palabras que, debo confesar, me hicieron sentir un tanto avergonzado (más si cabe cuando me di cuenta de que, probablemente, ella también estaba percibiéndolo). 10. La tríada de la empatía La lectura de las señales emocionales constituye una de las cumbres de la empatía cognitiva, una de las tres variedades principales de la capacidad de concentrarse en lo que los demás experimentan[119]. Esta variedad de empatía nos permite asumir la perspectiva de otras personas, entender su estado mental y gestionar, al mismo tiempo, nuestras emociones, mientras valoramos las suyas; operaciones mentales propias, todas ellas, de los circuitos descendentes de nuestro cerebro[120]. La empatía emocional, por su parte, nos permite conectar con otras personas hasta el punto de sentir lo mismo que están sintiendo y experimentar, en nuestro cuerpo, un eco de cualquier alegría o tristeza que estén experimentando. Esa es una forma de sintonía que solo puede discurrir a través de los circuitos cerebrales automáticos y espontáneos propios del sistema neuronal ascendente. Pero, aunque la empatía cognitiva o emocional nos permita reconocer lo que otra persona piensa y vibrar incluso con lo que siente, no necesariamente desemboca en la simpatía, es decir, en la preocupación por su bienestar. La tercera modalidad de empatía, es decir, la llamada preocupación empática, va todavía más allá y nos lleva a ocuparnos de los demás y ayudarlos, en el caso de que sea necesario. Esta actitud compasiva se asienta en una combinación entre los sistemas primordiales ascendentes del afecto y el apego (que se hallan profundamente integrados en el cerebro) y los circuitos descendentes, más reflexivos, que evalúan el modo en que valoramos su bienestar. No es de extrañar que, como nuestros circuitos de la empatía fueron diseñados para las relaciones interpersonales cara a cara, el trabajo en línea de hoy en día nos enfrente a retos especiales. Consideremos, por ejemplo, ese momento tan especial de una reunión en el que parece haberse alcanzado ya un consenso tácito y alguien comenta entonces en voz alta lo que todo el mundo sabe, pero nadie ha dicho todavía («Muy bien, entonces estamos de acuerdo en este punto»), momento en el cual todos asienten en señal de aprobación. Pero, al no contar con el continuo bombardeo de mensajes no verbales que, en el caso de un encuentro real, llevarían a alguien a explicitar su conformidad, hasta entonces tácita, alcanzar tal consenso en medio de un encuentro en línea es como andar a tientas. Nuestra lectura de los demás solo puede, en tal caso, basarse en lo que han dicho. Y, más allá de eso, también contamos, en el encuentro en línea, con la posibilidad, confiando en la empatía cognitiva, de apelar a la lectura entre líneas, una variedad de lectura mental que nos permite inferir lo que está ocurriendo en la mente de otra persona. La empatía cognitiva nos permite, teniendo en cuenta la forma de ver y de pensar de otra persona, entender su perspectiva. Ver a través de los ojos de alguien nos ayuda a entender las cosas que se pregunta y a elegir el lenguaje que más se adapte a su tipo de comprensión. La empatía cognitiva emplea fundamentalmente los circuitos descendentes. Esta capacidad requiere, como afirman los científicos cognitivos, «mecanismos computacionales adicionales». Para ello es necesario pensar en los sentimientos, el tipo de empatía habitualmente utilizado en su trabajo por el equipo de Justine Cassell. La empatía cognitiva, que nos lleva a aprender de todo el mundo, se ve alentada por una naturaleza inquisitiva que amplía nuestra comprensión del mundo de los demás. Esta es una actitud a la que un ejecutivo exitoso se refiere con las siguientes palabras: «Siempre he querido saberlo todo, entender todo lo que me rodea, por qué los demás piensan de tal modo, por qué hacen lo que hacen y qué es lo que les sirve y lo que no»[121]. Las raíces más tempranas de este tipo de asunción de perspectiva se remontan al modo en que el niño adquiere los rudimentos básicos de la vida emocional, el modo en que su estado difiere del estado de los demás y la forma en que los otros reaccionan ante la expresión de sus sentimientos. La comprensión emocional más básica marca el primer momento en que el niño puede asumir el punto de vista ajeno, adoptar diferentes perspectivas sobre una determinada experiencia y compartir su significado con otras personas. A los dos o tres años, el niño es capaz de nombrar sentimientos y decidir si un rostro está «feliz» o «triste». Uno o dos años más tarde entiende que el modo en que otro niño percibe los hechos determinará su forma de reaccionar. Durante la adolescencia se fortalece otro aspecto, la lectura exacta de los sentimientos ajenos, preparando así el terreno para relaciones interpersonales más amables. «Si queremos entender los sentimientos de los demás, debemos antes entender los nuestros», dice Tania Singer, directora del departamento de neurociencia social del Instituto Max Planck de Leipzig, que se ha especializado en el estudio de la empatía y la autoconciencia de los alexitímicos, es decir, de las personas que tienen grandes dificultades para entender y verbalizar sus propios sentimientos. Los circuitos ejecutivos que nos permiten pensar en nuestros propios pensamientos y sentimientos aplican el mismo tipo de proceso a la mente de los demás. «La teoría de la mente», es decir, la comprensión de que los demás tienen sus propios sentimientos, deseos y motivos, nos lleva a entender lo que otra persona puede estar pensando y queriendo. Tal empatía cognitiva comparte circuitos con la atención ejecutiva que empieza a florecer entre los 2 y 5 años y sigue desarrollándose durante toda la adolescencia. La empatía enloquece Un musculoso prisionero de una cárcel de Nuevo México estaba siendo entrevistado por una estudiante de psicología. Se trataba de alguien tan peligroso que la sala estaba equipada con un botón que, si las cosas se descontrolaban, la entrevistadora debía presionar. El prisionero le contó, con todo lujo de detalles, la forma tan espantosa en que había matado a su novia, pero lo hizo con tal encanto que la estudiante no tuvo dificultades en reír sus gracias. Cerca de la tercera parte de los profesionales cuyo trabajo requiere entrevistar a este tipo de sociópatas afirman haber experimentado, en ocasiones, la sensación de que la piel se les erizaba, una sensación escalofriante que hay quienes interpretan como la activación de alguna modalidad primordial de empatía defensiva[122]. El lado oscuro de la empatía cognitiva aflora cuando alguien la utiliza para descubrir la debilidad de otra persona y aprovecharse de ella. Esta es una estrategia característica de los sociópatas, que no muestran empacho alguno en servirse de su empatía cognitiva para manipular a los demás. Son individuos que no sienten ansiedad, lo cual explica el escaso efecto disuasorio que, en ellos, tienen las amenazas de castigo[123]. El libro clásico sobre los sociópatas (anteriormente conocidos como «psicópatas»), publicado en 1941 con el título de The Mask of Sanity, los describe como «personalidades irresponsables» que se ocultan detrás de «una máscara perfecta de emociones normales, inteligencia despierta y responsabilidad social»[124]. La parte irresponsable se pone de relieve en su historial de patología subyacente, en el hecho de vivir de los demás como un parásito, etcétera. Otros indicadores nos hablan también de deficiencias atencionales, facilidad para distraerse debido al aburrimiento, pobre control de los impulsos y falta de empatía emocional y de simpatía por quienes están atravesando situaciones problemáticas. La sociopatía, según se dice, afecta a cerca del 1% de la población, en cuyo caso el mundo del trabajo alberga a millones de personas, lo que los clínicos denominan «sociópatas exitosos» (uno de ellos es Bernie Madoff, hoy en día en prisión). Los sociópatas son, como sus primos hermanos, las «personalidades maquiavélicas», capaces de leer las emociones de los demás, aunque registran las expresiones faciales en una parte del cerebro distinta a la del resto. En lugar de registrar las emociones en los centros límbicos de su cerebro, los sociópatas muestran una activación de las regiones frontales, especialmente de los centros ligados al lenguaje. Ellos hablan de emociones, pero, a diferencia de lo que sucede con los demás, no las sienten directamente o, dicho de otro modo, en lugar de experimentar las reacciones emocionales normales de abajo arriba, los sociópatas las «sienten» de arriba abajo[125]. Esto resulta sorprendentemente cierto en el caso del miedo, porque los sociópatas no parecen experimentar miedo alguno al castigo a causa de los delitos que han cometido. Quizás adolezcan, como afirma cierta teoría, de una carencia concreta en el control cognitivo de sus impulsos, lo que conduce a un déficit de atención que les lleva a centrarse en las emociones que experimentan y les ciega a las consecuencias de sus acciones[126]. Empatía emocional: Yo siento tu dolor «Esta máquina puede salvar vidas», afirma cierto anuncio que muestra un entorno hospitalario en el que una plataforma con ruedas sostiene un monitor de vídeo y un teclado, así como una superficie con un esfigmomanómetro y otros aparatos similares. Hace poco tuve la ocasión de conocer personalmente, en una visita al médico, ese mismo «salvavidas». Después de invitarme a tomar asiento, de tomarme la presión sanguínea y de colocar el aparato a la derecha y detrás de mí, la enfermera se situó frente al monitor y también a mis espaldas. Y, después de anotar los resultados de sus mediciones, me formuló mecánicamente una serie de preguntas que iban apareciendo en su pantalla mientras tomaba nota de mis respuestas. Nuestras miradas jamás se cruzaron, salvo en el momento en que, al abandonar la habitación, se despidió diciendo: «Encantada de haberlo conocido», un comentario que, dada la situación, no dudaría en calificar, dicho sea de paso, como una broma de mal gusto. Yo también hubiera estado encantado —de haber tenido la oportunidad— de haberla conocido. Esa falta de contacto ocular refleja una modalidad de encuentro anónimo y despojado de toda conexión emocional. Y esa falta de calor significa también que yo (o ella) perfectamente podría haber sido un robot. Pero no soy el único. Los estudios realizados al respecto en las facultades de medicina han puesto de relieve que los médicos que miran a los ojos de sus pacientes, asienten mientras escuchan, nos tocan amablemente cuando algo nos duele y nos preguntan, por ejemplo, si nos encontramos cómodos sobre la camilla, obtienen una valoración más elevada de estos. Cuando, por el contrario, no dejan de mirar el portapapeles o la pantalla de ordenador, las puntuaciones obtenidas son más bajas[127]. Pocas oportunidades hubo, por más empatía cognitiva que la enfermera tuviese por mí, para que sintonizara con mis sentimientos. Las raíces evolutivas de la empatía emocional (que nos permite sentir lo que otra persona está sintiendo) son muy antiguas. Este es un circuito que compartimos con el resto de los mamíferos que, al igual que nosotros, necesitan prestar mucha atención a las señales de ansiedad de sus retoños. La empatía emocional opera en un sentido ascendente y la mayor parte de la red neuronal destinada a registrar directamente los sentimientos de los demás radica en regiones evolutivamente remotas ubicadas por debajo de la corteza, que «piensan rápida» pero no profundamente[128]. Estos circuitos nos conectan con los demás reproduciendo, en nuestro cuerpo, el estado emocional que están registrando. Supongamos, por ejemplo, el caso de estar escuchando una historia apasionante. Las investigaciones cerebrales realizadas en este sentido muestran que, cuando las personas atienden a alguien que cuenta ese tipo de historia, el cerebro de quienes la escuchan se acopla íntimamente con el de quien la cuenta. De este modo, las pautas cerebrales del escuchante reproducen con precisión, uno o dos segundos después, las del narrador. Y, cuanto mayor es el acoplamiento neuronal, mejor entiende el escuchante la historia[129]. Y lo curioso es que las pautas cerebrales de quienes más comprensión demuestran (es decir, de quienes más concentrados están y entienden también mejor) llegan a anticipar, en un segundo o dos, a las de quien está narrando la historia. Los circuitos de la empatía emocional empiezan a funcionar durante la temprana infancia, imprimiendo un sabor primordial a nuestra resonancia con los demás. Antes de estar lo suficientemente maduros para reparar de manera consciente en ello, nuestro sistema nervioso está diseñado para experimentar la alegría o la tristeza de otras personas. El sistema de neuronas espejo responsable, en parte, de la red en la que se asienta esta resonancia, emerge a eso de los seis meses[130]. La empatía depende del músculo de la atención ya que, para sintonizar con los sentimientos ajenos, es preciso conectar con los signos faciales y vocales y otros indicios de sus emociones. La región cingulada anterior, una parte de la red de la atención, nos permite conocer la ansiedad de los demás movilizando nuestra amígdala, que resuena con esa ansiedad. En este sentido, la empatía emocional se «encarna», porque nos permite sentir, en nuestro cuerpo, lo que está ocurriendo en el cuerpo de otra persona. Los estudios de imagen cerebral realizados con voluntarios que veían a otras personas experimentar un shock doloroso han puesto de relieve una activación, en una especie de remedo del sufrimiento ajeno, de sus propios circuitos ligados al dolor[131]. Tania Singer ha descubierto que empatizamos con el dolor de los demás a través de la región anterior de la ínsula, la misma que utilizamos para experimentar nuestros propios sentimientos dolorosos. Así pues, sentimos en nuestro interior las emociones de los demás cuando nuestro cerebro utiliza, para leer los sentimientos ajenos, las mismas redes neuronales que emplea para leer los propios[132]. La empatía, en suma, se construye sobre la capacidad de experimentar las sensaciones viscerales de nuestro propio cuerpo. Así funciona también la sincronía, enlazando de forma no verbal lo que hacemos con el modo en que nos movemos y expresando así una interacción en mutua relación. Esto es algo que podemos ver también en los músicos de jazz que, pese a no ensayar nunca exactamente lo que van a hacer, parecen saber cuándo deben salir a escena y cuándo tienen que volver a ocupar, en el fondo, el lugar que les corresponde. Comparando el funcionamiento cerebral de los artistas de jazz con el de los intérpretes de música clásica, aquellos muestran más indicadores neuronales de autoconciencia[133]. «Para saber — como dijo cierto artista de jazz— cuándo acometer un riff [una especie de estribillo musical], tienes que estar muy conectado con tus sensaciones viscerales». El mismo diseño cerebral —que emplea los mismos caminos neuronales para procesar información procedente tanto de nosotros como de los demás— parece mostrar la profunda relación que existe entre la empatía y la conciencia de uno mismo. Un aspecto muy interesante es que, mientras que las neuronas espejo y otros circuitos sociales recrean, en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo, lo que sucede en otra persona, nuestra ínsula resume todo eso. Por eso sentimos lo que está ocurriendo dentro de otra persona conectando con nuestra propia ínsula o, dicho en otras palabras, entendemos lo que sucede en otra persona conectando con nosotros mismos. La empatía siempre entraña un acto de autoconciencia. Consideremos, por ejemplo, el caso de las neuronas Von Economo, las llamadas neuronas VEN, que tan esenciales resultan para la autoconciencia. Sin embargo, están ubicadas en regiones que se activan en momentos de ira, tristeza, amor y lujuria… y también en momentos tiernos, como cuando una madre oye el llanto de su bebé o alguien escucha la voz de un ser querido. Por eso, cuando estos circuitos identifican un evento relevante dirigen hacia él nuestra atención. Esas células fusiformes aceleran la conexión entre la corteza prefrontal y la ínsula, regiones que permanecen activas durante la introspección y la empatía. Y estos circuitos monitorizan nuestro mundo interpersonal para identificar las cosas que nos interesan, ayudándonos a responder muy velozmente. Los circuitos cerebrales de la atención están muy ligados a los dedicados a la sensibilidad social, a la comprensión de la experiencia ajena y del modo en que ven las cosas, en suma, de la empatía[134]. Esta superautopista social del cerebro nos permite conocer —y reflexionar y gestionar también— nuestras emociones y las emociones de los demás. La preocupación empática: Cuenta conmigo En la sala de espera del médico entra tambaleándose una mujer que sangra por todos los orificios visibles. Inmediatamente, el médico y el resto del personal se ponen en marcha para enfrentarse a la emergencia, haciéndola pasar a una sala para tratar de contener la hemorragia, llamando a una ambulancia y cancelando todas las citas de esa mañana. Asumiendo la gravedad de la situación, los presentes solicitan sin problemas una nueva cita. Todos menos una mujer que, indignada por la cancelación de su cita, no deja de gritar a la recepcionista: «¿Cómo puede cancelar la visita? ¡Pero si me he tomado el día libre!». Esta indiferencia al sufrimiento ajeno es, según el médico que me contó esta historia, cada vez más prevalente, hasta el punto de haberse convertido, en su estado, en el tema fundamental de un congreso médico. La parábola bíblica del buen samaritano nos habla de un hombre que se detuvo para ayudar a un extraño, tendido al borde del camino, al que habían golpeado y robado. Otras dos personas habían pasado por allí, pero asustados ante el posible peligro, habían acelerado simplemente el paso sin brindarle ayuda. Martin Luther King Jr. dijo, a propósito de esta parábola que, mientras que estos se preguntaron «¿Qué me pasará si me detengo y ayudo a este hombre?», la pregunta que el buen samaritano se hizo fue, por el contrario, «¿Qué le sucederá a él, si no le ayudó?». La compasión se erige sobre la empatía que, a su vez, requiere prestar atención a los demás. Si estamos absortos en nosotros, no nos daremos cuenta de los demás y seguiremos nuestro camino, indiferentes a su sufrimiento. Cuando, sin embargo, nos damos cuenta de su presencia, podemos conectar con ellos, sentir sus sentimientos y necesidades y mostrar nuestra preocupación empática. El origen de la preocupación empática, que es lo que queremos de nuestro médico, de nuestro jefe o de nuestra esposa (por no decir de nosotros mismos), se asienta en la arquitectura neuronal del parentaje. Este sistema de circuitos, en el caso de los mamíferos, moviliza la preocupación y la acción hacia los bebés y los niños que, en ausencia de sus padres, no podrían sobrevivir[135]. Basta con observar hacia dónde se dirige la mirada de la gente cuando, en una habitación, entra un bebé, para advertir la activación de los centros cerebrales de los mamíferos. La preocupación empática emerge muy temprano en la infancia. Cuando un bebé llora, otro empieza también a llorar. Esta respuesta se ve desatada por la amígdala, el radar cerebral que utilizamos para detectar peligros (y que está ligada también a emociones primarias, tanto negativas como positivas). Cierta teoría neuronal sostiene que la amígdala moviliza los circuitos ascendentes del cerebro del bebé que oye el llanto induciendo en él la misma tristeza y malestar. Al mismo tiempo, los circuitos descendentes liberan oxitocina, una hormona ligada al cuidado, que desencadena una rudimentaria sensación de preocupación y bondad hacia el otro bebé[136]. La preocupación empática es, pues, un sentimiento de doble filo. Por una parte, está el malestar implícito en la experiencia directa que una persona tiene del sufrimiento de otra, una empatía emocional primaria semejante a la preocupación que una madre experimenta por su hijo. Pero, a este instinto natural de cuidado, sin embargo, nosotros le añadimos una ecuación social que tiene en cuenta la importancia que atribuimos al bienestar de otra persona. Son muchas y muy importantes las implicaciones que tiene la combinación adecuada de los circuitos ascendente y descendente. La excesiva activación de los sentimientos de simpatía puede llegar a provocar, en los profesionales de la asistencia, una fatiga de la compasión. Y quienes, por su parte, se protegen demasiado de la ansiedad generada por la simpatía, amortiguando sus sentimientos, pueden acabar perdiendo el contacto con la empatía. El camino neuronal que conduce a la preocupación empática pasa por la gestión descendente del estrés personal, sin adormecernos ante el dolor ajeno. Mientras los voluntarios escuchaban relatos de personas sometidas a dolor físico, el escáner cerebral revelaba la activación instantánea de los centros cerebrales destinados a experimentar dolor. Cuando se trataba, por el contrario, de sufrimiento psicológico, era necesario un tiempo relativamente superior para activar los centros cerebrales superiores implicados en la preocupación empática y la compasión. En palabras del equipo de investigación que llevó a cabo este trabajo, se requiere tiempo para describir «las dimensiones psicológicas y morales de la situación». Los sentimientos morales se derivan de la empatía y las reflexiones morales requieren tiempo y concentración. Hay quienes afirman que uno de los costes de la frenética búsqueda de distracciones a la que hoy en día nos enfrentamos consiste en la erosión de la empatía y la compasión[137]. Cuanto más distraídos estamos, menor es nuestra capacidad para cultivar formas sutiles de empatía y compasión. La contemplación del dolor ajeno moviliza de manera refleja nuestra atención, porque la expresión del dolor es una señal biológica que cumple con la función esencial de pedir ayuda. Hasta los monos rhesus son incapaces de tirar de una cadena para obtener una banana si ello va acompañado de una descarga eléctrica sobre otro mono, lo que quizás indique un rudimento de compasión. Pero siempre hay excepciones. Por una parte, la empatía al dolor concluye cuando no nos gusta la persona que está experimentando dolor, como cuando forma parte, por ejemplo, de un grupo que nos desagrada[138], en cuyo caso puede convertirse fácilmente en su opuesto, la llamada Schadenfreude [que literalmente significa «regodearse con el sufrimiento ajeno».][139]. Otra excepción es también la escasez de recursos. Y es que la necesidad de competir por los recursos, cuando estos son insuficientes, puede llegar, en ocasiones, a sofocar la preocupación empática, pues la competición (ya sea por alimento, pareja, poder… o por una cita con el médico) forma parte, en casi todos los grupos sociales, de la vida. Y otra excepción —muy comprensible, por otra parte— es que, cuando existe una buena razón médica, como que la persona en cuestión está recibiendo un tratamiento médico, nuestro cerebro vibra menos con el dolor ajeno. También hay que decir, por último, que nos ocupamos de aquello que nos interesa, o, dicho en otras palabras, que nuestra empatía emocional se fortalece si atendemos a la intensidad del dolor y se atenúa, por el contrario, cuando dirigimos nuestra mirada hacia otra parte. Dejando a un lado otras consideraciones, una de las formas más sutiles de cuidado se da cuando apelamos a nuestra presencia consoladora y amorosa para tratar de calmar a alguien. La mera presencia de un ser querido tiene, según las investigaciones realizadas al respecto, un efecto analgésico, aquietando los centros que se ocupan del registro del dolor. Cuanto más empática se muestre la persona que acompaña a alguien que experimenta dolor, más poderoso será su efecto calmante[140]. El equilibrio de la empatía —Ya sabe, cuando descubres un bulto en el pecho, el tipo de sentimiento… bien… el tipo de… — empezó a decir la paciente con voz cada vez más débil. Parecía deprimida, bajó la mirada y sus ojos empezaron a humedecerse. —¿Cuánto hace que detectó la presencia del bulto? —preguntó amablemente el médico. —No lo sé. Hace tiempo —respondió la paciente. —Suena aterrador —insinuó el médico. —Bueno… esto… —respondió la paciente. —¿Está asustada? —preguntó el médico. —Francamente sí —dijo la paciente—. Como si mi vida estuviese a punto de acabar. —Entiendo. Está preocupada y también triste. —Eso es, doctor. Comparemos este diálogo con otro en el que, inmediatamente después de que la paciente empezase a hablar del bulto en el pecho, el médico le formulase una batería de preguntas impersonales sobre cuestiones clínicas que eludiesen el nudo en la garganta que estaba atenazando sus ganas de llorar. Es muy probable que, pese a que la paciente experimentase, en ambas ocasiones, el mismo tipo de ansiedad, en el segundo caso no prestase la debida atención a sus sentimientos, mientras que, en la primera interacción, más empática, se sintiera mejor, más atendida y más cuidada. En la diferencia crucial que existe entre ambos escenarios se basó un artículo dirigido a médicos que versaba sobre el modo de establecer la empatía con sus pacientes[141]. El artículo en cuestión, cuyo título «Let me see if I have this right…» [«Permítame ver si he entendido bien…»], una frase constructora de empatía que es toda una declaración de principios, esboza la hipótesis de que el establecimiento de la conexión emocional requiere tomarse el tiempo necesario para prestar atención al modo en que el paciente se siente con su enfermedad. La falta de atención a lo que les dicen encabeza la lista de quejas que los pacientes tienen de sus médicos. Pero muchos médicos se quejan también de que la falta de tiempo les impide prestar a sus pacientes la debida atención. Y esta dificultad se debe, entre otras muchas cosas, a la obligación de mantener un registro digital que, en algunos casos, les lleva a prestar más atención al ordenador que al paciente. Pero lo cierto es que el contacto personal es, en opinión de muchos médicos, la parte más gratificante de su trabajo. El buen entendimiento entre médico y paciente influye en la precisión del diagnóstico y en la obediencia de las prescripciones, al tiempo que aumenta la satisfacción y lealtad de los pacientes; amén de reducir considerablemente, en caso de error médico, la probabilidad de demanda judicial. «La empatía, es decir, la capacidad de conectar con el paciente —de escucharlo y prestarle una atención profunda— yace en el corazón de la práctica médica», señala el mencionado artículo a su audiencia médica. Para establecer una relación de buen entendimiento es necesario conectar con las emociones de nuestros pacientes mientras que si, por el contrario, solo nos conectamos con nuestros sentimientos y los detalles clínicos, acabamos erigiendo un muro entre ellos y nosotros. Los médicos más demandados por mala praxis en los Estados Unidos no son, curiosamente, los que más errores cometen. La investigación realizada ha puesto de relieve que la motivación principal gira, por el contrario, en torno a una serie de variables ligadas al tipo de relación que el médico establece con su paciente. Los más demandados muestran menos indicios de compenetración emocional, llevan a cabo visitas más cortas, no se interesan por las preocupaciones de sus pacientes, ni se aseguran de que sus preguntas se vean respondidas, y mantienen una mayor distancia emocional, con pocas o ninguna sonrisa, por ejemplo[142]. Pero la atención a la ansiedad de los pacientes puede resultar difícil para médicos que proporcionan un excelente cuidado técnico en aquellas tareas que requieren, por ejemplo, una aguda concentración, o en aquellos casos en los que, pese a la ansiedad del paciente, deben atenerse a un protocolo impecable. La misma red neuronal que se activa cuando vemos a alguien sufriendo se pone también en marcha cuando vemos algo que nos provoca aversión. «Esto es terrible. Tengo que alejarme de aquí», es una reacción primordial. Cuando la gente ve que pinchan a alguien con un alfiler, su cerebro emite una señal que indica que sus propios centros de dolor están reproduciendo esa misma molestia. Los médicos, sin embargo, no hacen eso. Su cerebro es único, según los descubrimientos realizados por una investigación dirigida por Jean Decety, profesor de Psicología y Psiquiatría de la Universidad de Chicago, a la hora de bloquear su respuesta automática al dolor y el malestar ajeno[143]. Esta anestesia de la atención parece movilizar la llamada unión temporoparietal [TPJ en inglés, de temporal-parietal junction] y algunas regiones de la corteza prefrontal, un circuito que favorece la concentración desconectando de las emociones. Es así como la TPJ protege nuestra atención desconectándonos de las emociones y otras distracciones y ayudándonos a mantener una cierta distancia entre nosotros y los demás. Esta misma red neuronal es la que se activa cuando la persona percibe un problema y busca una solución. Este sistema nos ayuda, por ejemplo, cuando hablamos con alguien preocupado, a entender intelectualmente la perspectiva de esa persona, cambiando del entendimiento emocional corazóncorazón a la conexión cabeza-corazón, característica de la modalidad cognitiva de la empatía. La maniobra TPJ impide que el cerebro experimente el lavado emocional y constituye el fundamento cerebral del estereotipo de alguien que mantiene la cabeza fría mientras se halla en pleno torbellino emocional. El cambio de modalidad TPJ establece una frontera que nos inmuniza del contagio emocional, liberando nuestro cerebro para que no se vea afectado, mientras está concentrado en la búsqueda de una solución, por las emociones de otra persona. A veces esto supone la ventaja crucial de permanecer tranquilos y concentrados, mientras todos los demás se alejan espantados. En otras ocasiones, sin embargo, las cosas no son así y la situación puede llevarnos a desconectar de los indicios emocionales y hacernos perder el hilo de la empatía. Los profesionales sanitarios que, por el contrario, no pueden bloquear la resonancia de su cuerpo con cada muestra de dolor y angustia del paciente son menos capaces de soportar, en tales momentos y a lo largo del tiempo, el agotamiento y el desgaste emocional. Son muchas las ventajas que esta atenuación de la implicación emocional tiene para quienes deben mantener la concentración en medio de procedimientos dolorosos, como administrar, inyecciones intraoculares, suturar heridas sangrantes y sajar la piel con un bisturí. «Yo formé parte del primer contingente médico en aterrizar en Haití pocos días después del terremoto —me cuenta el doctor Mark Hyman—. Cuando llegamos al único hospital de Puerto Príncipe que todavía seguía milagrosamente en pie, no había comida, agua ni corriente eléctrica, casi no había suministros y solo contábamos con una o dos personas que se encargaban de las cuestiones administrativas. Centenares de cadáveres se pudrían al sol, se apilaban en la morgue del hospital y eran cargados en camiones para sepultarlos en una fosa común. En el patio del hospital, había piernas colgadas de un hilo y cuerpos cortados por la mitad. Pero, por más espantoso que fuese, todos nos pusimos manos a la obra y nos concentramos en lo que teníamos que hacer.» Cuando me entrevisté con el doctor Hyman, acababa de volver de pasar varias semanas en la India y Bután, donde había ido de nuevo como voluntario para ofrecer su ayuda médica a los pacientes que la requiriesen. «Este tipo de servicio te proporciona la oportunidad de trascender el dolor que te rodea — me dijo el doctor Hyman—. Todo, en Haití, era hiperreal y sucedía en el momento. Y todo se hallaba impregnado también, por más extraño que ahora pueda parecer, de una tranquilidad y ecuanimidad, y me atrevería a decir que también de paz, muy elevadas. Todo, a nuestro alrededor, era caótico… menos lo que estábamos haciendo.» La respuesta TPJ no parece tan innata como adquirida. Se trata de una reacción que los estudiantes de medicina aprenden a largo de su proceso de socialización profesional para poder ayudar a los pacientes que se hallan sumidos en el dolor. El coste del exceso de empatía son las molestias y pensamientos molestos que consumen una energía necesaria para enfrentarse a los imperativos médicos. «Si en esa situación no haces nada —me dijo el doctor Hyman, hablando de Haití—, acabas paralizado. Y no es de extrañar entonces que, en momentos de fatiga, agotamiento y hambre, irrumpan el dolor y el sufrimiento. Pero, la mayor parte del tiempo, mi mente suele colocarme en un estado en el que, a pesar del horror, puedo seguir funcionando.» Como escribió, en 1904, William Osler, el padre de la formación médica residencial, el médico debe mantenerse a la distancia suficiente para que «en medio de situaciones espantosas, sus vasos sanguíneos no se cierren y su corazón permanezca estable»[144]. Osler recomendaba a los médicos asumir una actitud de «preocupación desapegada». Pero esta reacción de atenuación de la empatía emocional puede llegar, en los casos más extremos, a bloquear completamente la empatía. El reto al que, durante su práctica cotidiana, se enfrenta el médico consiste en mantener la atención fría sin dejar, por ello, de permanecer abierto a los sentimientos y experiencias del paciente y hacerle saber que lo entiende y lo cuida. La atención médica fracasa cuando el paciente no sigue las indicaciones de su médico y no toma los medicamentos prescritos, cosa que sucede cerca del 50% de las veces. Y el predictor más claro en este sentido es la preocupación sincera mostrada por el médico[145].Dos decanos de grandes facultades de medicina me dijeron recientemente, de forma independiente, que, a la hora seleccionar a qué alumnos debían admitir, se enfrentaban a la necesidad de identificar a los que mostraban una preocupación empática por sus pacientes. Como me dijo Jean Decety, el neurobiólogo de la Universidad de Chicago que dirigió la mencionada investigación sobre la TPJ y el dolor de los pacientes: «Yo quiero que, si me duele algo, mi médico me mire, quiero que esté ahí y esté presente para mí, su paciente. O, dicho en otras palabras, quiero que sea empático, pero no tanto que ello le impida tratar mi dolencia». La construcción de la empatía Una encuesta puso de relieve que cerca de la mitad de los jóvenes médicos reconocía una atenuación de su empatía a lo largo de su formación (y solo un tercio afirmaba, por el contrario, que su empatía había aumentado)[146].Y esa pérdida de la capacidad de conectar con los demás perdura, en muchos casos, durante toda la carrera. Esa es una situación que nos remonta al TPJ, es decir, a los circuitos que amortiguan la reacción fisiológica del médico al ver alguien que sufre y lo ayuda a permanecer tranquilo y calmado mientras trata de solucionar la causa del problema. Estos amortiguadores de la ansiedad probablemente faciliten el aprendizaje de determinados procedimientos dolorosos. Pero parece que esa atenuación de la empatía acaba automatizándose, en aras quizás de una empatía más general. Pero el cuidado atento y compasivo encarna un valor prioritario de la medicina, ya que uno de los objetivos fundamentales de las facultades de medicina consiste en alentar la empatía. Poca importancia conceden, por el momento, las facultades de medicina a la enseñanza de la empatía, pero los descubrimientos realizados por la neurociencia sobre sus circuitos subyacentes pueden ayudarnos a elaborar programas destinados al desarrollo de esa capacidad tan singularmente humana. O eso es, al menos, lo que espera la doctora Helen Riess, del Hospital General de Massachusetts, buque insignia de la facultad de Medicina de Harvard. La doctora Riess, especializada en el estudio científico de la empatía y las relaciones interpersonales, ha puesto a punto un programa educativo destinado a aumentar la empatía de los médicos residentes e internos que, según la investigación realizada al respecto, ha demostrado mejorar significativamente la percepción que los pacientes tienen de la «empatía» de sus médicos[147]. En el marco convencional de las facultades de medicina, parte de este programa de formación es estrictamente académico y reformula la neurociencia de la empatía en un lenguaje conocido y respetado por los médicos[148]. Una serie de vídeos muestran los cambios fisiológicos (demostrados por la respuesta de sudoración) que se producen en situaciones especialmente difíciles entre médicos y pacientes (como cuando aquellos se muestran arrogantes o desdeñosos), poniendo así de relieve lo desagradables que llegan a ser. Y los vídeos también ilustran que, cuando el médico conecta empáticamente con su paciente, ambos se relajan y aumenta su sincronía biológica. Para ayudar a los médicos a autocontrolarse, la doctora Riess apela a la enseñanza de un par de técnicas: la respiración profunda y diafragmática, y la «observación, desde una perspectiva más elevada, de las interacciones», que nos ayudan a no perdernos en nuestros propios pensamientos y sentimientos. «Suspender la implicación para pasar a observar lo que sucede nos proporciona una conciencia atenta de la interacción sin dejarnos a merced de una respuesta estrictamente reactiva —dice la doctora Riess—. En tal caso, podemos ver si nuestra propia fisiología está cargada o equilibrada y darnos cuenta de lo que ocurre.» Si el médico advierte que está empezando a irritarse, por ejemplo, ese puede ser un indicio de que el paciente también está preocupándose. «La autoconciencia —señala Riess— le ayuda a darse cuenta de lo que el paciente proyecta en él y de lo que él proyecta en el paciente.» El adiestramiento en la identificación de las pistas no verbales incluye la lectura de las emociones de los pacientes, de su tono de voz, su postura y, en gran medida, de su expresión facial. Apelando al trabajo realizado por Paul Ekman sobre las emociones, que ha identificado con detalle los músculos del rostro que participan en cada emoción, el programa enseña a los médicos a reconocer, en el rostro del paciente, la manifestación fugaz de un sentimiento. «Por más difícil que, al principio, resulte, podemos advertir, si miramos atenta y compasivamente al paciente, sus expresiones emocionales y empezar a sentirnos, de ese modo, más comprometidos con él», me comentó la doctora Riess. Esta modalidad de empatía conductual puede comenzar atendiendo exclusivamente a los movimientos, pero facilita la conexión. Y esto, añade Riess, puede contrarrestar la fatiga emocional del residente que, a eso de las dos de la tarde, viendo que, en la sala de espera, todavía le aguarda otro paciente, piensa: «¿Pero no habrá podido venir antes?». El ejercicio directo de las habilidades concretas de la empatía (como leer, por ejemplo, las emociones expresadas en el rostro de los demás) demostró ser una de las facetas más poderosas de la formación. Cuanto más aprenden los médicos, durante su proceso de formación, a leer las expresiones emocionales sutiles, mayor es el cuidado empático que afirman sentir sus pacientes. Y ese era, precisamente, el descubrimiento que esperaba la doctora Riess: «Cuanto más podamos detectar los indicios sutiles de la emoción —me dijo—, mayor será nuestra comprensión empática». Tampoco hay la menor duda, por otra parte, de que los médicos empáticos pueden seguir tecleando en su ordenador, siempre y cuando puedan seguir manteniendo el contacto ocular significativo con su paciente o revisar y compartir con él la información que aparece en su pantalla. («Como verá, estoy consultando los resultados de su análisis de laboratorio. Permítame que se los muestre».) Sin embargo, el establecimiento de contacto requiere tiempo y son muchos los médicos que temen salirse del programa establecido. Pero la investigación llevada a cabo por la doctora Riess y otros indica que, «como la empatía, considerada a largo plazo, ahorra tiempo, estamos tratando de acabar con ese mito». 11. La sensibilidad social Hace años utilicé ocasionalmente los servicios de un editor independiente. No había modo, cada vez que emprendíamos una conversación casual, de ponerle fin. Yo le enviaba, a través de mi tono y ritmo de voz, señales de que habíamos terminado, pero él las ignoraba todas y seguía y seguía y seguía. Si yo decía: «Tengo que marcharme», él no dejaba de hablar; si cogía las llaves de mi coche y me encaminaba hacia la puerta, él me seguía hasta el coche sin dejar de hablar y tampoco lograba que callase si le decía: «¡Hasta luego!». He conocido a varias personas como ese editor, aquejadas de la misma ceguera a los signos más o menos tácitos de que una conversación ha concluido. Esa ceguera es, dicho sea de paso, uno de los indicadores diagnósticos de la dislexia social. Su opuesto, la intuición social, refleja nuestra exactitud en la decodificación de la corriente de mensajes no verbales que las personas nos envían de continuo y modulan silenciosamente lo que están diciendo. Independientemente de que se trate de un intercambio rutinario de saludos o de una tensa negociación, todas nuestras interacciones van acompañadas de una continua corriente de información no verbal que discurre en ambas direcciones. Y los mensajes transmitidos por esa información son tanto o más importantes incluso que lo que podamos estar diciendo. Es más probable que el aspirante a un puesto de trabajo se vea contratado si, durante la entrevista de selección, se mueve en sincronía con el entrevistador (pero no como simple ejercicio de mímesis, sino como subproducto natural de la sincronización intercerebral). Este es el tipo de problema que afecta a las personas «gestualmente disfuncionales», un término acuñado por los científicos para referirse a quienes tienen problemas a la hora de identificar adecuadamente los movimientos que subrayan lo que se está diciendo. El príncipe Felipe, marido de la reina Isabel II, conocido por sus meteduras de pata sociales, se describe a sí mismo como un experto en «dontopedalogía», es decir, la ciencia que consiste en «meter el pie en la boca de los demás». Consideremos, por ejemplo, la primera y transcendental visita que, después de 47 años, realizó a Nigeria, en calidad de consorte real, con su esposa, para inaugurar un congreso de las naciones de la Commonwealth. Cuando el presidente del país, orgullosamente vestido con ropajes nigerianos tradicionales, fue a darles la bienvenida al aeropuerto, el príncipe Felipe le espetó con desdeño: «No hace mucho que se ha levantado de la cama, ¿verdad?». En cierta ocasión, el príncipe escribió a un amigo de la familia: «Sé que no tienes muy buena opinión de mí. Soy brusco y descortés y digo muchas cosas fuera de lugar. Pero, cuando descubro que he molestado a alguien, me siento muy mal y trato de enmendar las cosas»[149]. Esta descortesía constituye una evidente falta de autoconciencia. Las personas así desconectadas no solo meten la pata con frecuencia, sino que se sorprenden cuando alguien les llama la atención por haberse comportado de forma inadecuada. Ya sea que hablen en voz demasiado alta en un restaurante o que se muestren duros sin ser conscientes de ello, son personas que hacen sentirse incómodos a los demás. Richard Davidson utiliza, para determinar la sensibilidad social, una prueba, centrada en la zona neuronal que se ocupa del reconocimiento y la lectura de las caras («el área fusiforme facial»), en la que la gente contempla fotografías de diferentes rostros. Si se nos pide que identifiquemos la emoción que experimenta una determinada persona, el escáner cerebral muestra una activación del área fusiforme. Como cabría esperar, las personas socialmente más intuitivas muestran, en tal caso, un elevado nivel de activación. Quienes, por el contrario, tienen dificultades en conectar con la longitud de onda emocional, muestran niveles mucho más bajos. Los autistas presentan una escasa activación de la región fusiforme y una activación muy elevada de la amígdala, que se ocupa del registro de la ansiedad[150]. Tienden a ponerse muy ansiosos viendo rostros, especialmente los ojos de otras personas, una fuente muy rica en datos emocionales. Las patas de gallo en torno a los ojos, por ejemplo, son claros indicadores de que la persona en cuestión se siente sinceramente feliz, mientras que su ausencia, por el contrario, es indicio de que la sonrisa es fingida. Son muchas las cosas que los niños aprenden sobre las emociones mirando a los ojos de las personas, un aprendizaje inaccesible a los autistas, que evitan mirar a los ojos. Pero todo el mundo fracasa en algún punto de esta dimensión. Cierto gestor de una asesoría financiera había sido acusado de acoso sexual tres veces en otros tantos años, y cada vez, según me contaron, se había quedado muy sorprendido, porque no tenía la menor idea de estar comportándose inapropiadamente. Las personas propensas a dar pasos en falso tienen dificultades para detectar las grandes reglas implícitas de una situación y conectar con los signos sociales que están haciendo sentirse incómodos a los demás. Su ínsula esta, por así decirlo, fuera de onda. Son personas que no tienen problemas, por ejemplo, en escribir un mensaje de texto en medio del funeral de un colega. La conciencia de uno mismo y el control cognitivo también pueden ayudar. ¿Recuerdan el caso de la mujer que sabía tanto que podía leer mensajes no verbales sutilísimos y verse obligada a decir algo embarazoso? Para aumentar su conciencia interna y que el control cognitivo correspondiente la convirtiera en una persona más discreta, intentó la práctica de la meditación mindfulness. Al cabo de unos cuantos meses de práctica dijo: «Hay veces en las que, en lugar de responder automáticamente a lo que me dice el cuerpo de la gente, ahora puedo elegir, si lo deseo, no comentar nada. ¡Menos mal!». La comprensión del contexto También hay situaciones en las que todo el mundo, al menos al principio, está desconectado. Es inevitable que, cuando nos adentramos en una nueva cultura cuyas reglas ignoramos, incurramos inadvertidamente en todo tipo de errores de protocolo. Recuerdo que, en un monasterio de las montañas de Nepal, una excursionista europea transgredió, sin darse cuenta, con sus pantalones muy cortos, las normas de etiqueta nepalíes. Quienes, en una economía global, se dedican a hacer negocios con diferentes tipos de personas, deben tener una especial sensibilidad hacia las normas implícitas. En Japón me enteré, a través de la experiencia, del ritual que acompaña al momento de intercambio de tarjetas. Los estadounidenses tenemos la costumbre de guardar la tarjeta sin mirarla siquiera, algo que, para un japonés, supone una falta elemental de cortesía. En tal caso, según me contaron, uno debe sujetar la tarjeta con cuidado con ambas manos y contemplarla un rato con esmero antes de colocarla en un tarjetero especial (un consejo que llegó un poco tarde porque, sin echarle siquiera un vistazo, acababa de guardarla en el bolsillo). La habilidad intercultural para la sensibilidad social parece ligada a la empatía cognitiva. Debido a su mayor velocidad para descubrir las normas implícitas y aprender los modelos mentales exclusivos de una determinada cultura, los ejecutivos que destacan en esta asunción de perspectiva, por ejemplo, son los que mejor se desenvuelven en destinos de ultramar. Las reglas básicas que determinan lo que es apropiado pueden establecer barreras infranqueables entre compañeros de trabajo de diferentes culturas. Un ingeniero austriaco que trabaja para una empresa holandesa se lamentaba, en este sentido, diciendo: «La cultura holandesa valora muy positivamente el debate. Crecen con él desde la escuela primaria. Lo consideran necesario. Pero a mí ese tipo de debate no me gusta. Me parece molesto, demasiado frontal. Supuso un auténtico reto no tomarme de manera personal esas confrontaciones y seguir conectado». Las reglas fundamentales también dependen, dejando a un lado la cultura, de la persona con la que estamos en ese momento. Hay bromas que podemos hacer a nuestros compañeros, pero que jamás deberíamos hacer a nuestro jefe. La atención al contexto nos permite reconocer pistas sociales sutiles que pueden determinar nuestra conducta. Quienes permanecen así conectados actúan con habilidad independientemente de la situación en que se encuentren. No solo saben lo que deben decir y hacer, sino también, de un modo igualmente vital, lo que no deben decir ni hacer. Se atienen instintivamente a ese algoritmo universal de la etiqueta que consiste en comportarnos del modo en que vemos que se comportan los demás. La sensibilidad hacia el modo en que la gente se siente con respecto a lo que hacemos o decimos nos permite atravesar con éxito cualquier campo de minas sociales. Aunque podamos tener algunas ideas conscientes sobre tales normas (como las que determinan el modo de vestirse durante el llamado «viernes informal» [que consiste en dejar, ese día, aparcados el traje y la corbata] en el trabajo o comer solo con la mano derecha en la India, por ejemplo), la comprensión de las normas implícitas es habitualmente intuitiva, es decir, una capacidad propia de las vías neuronales ascendentes. La sensación sentida de lo que resulta socialmente apropiado es de orden corporal, y, cuando estamos «desconectados», es la manifestación física de que «esto no está bien», quizás porque estemos recibiendo señales sutiles de malestar o embarazo procedentes de las personas que nos rodean. Si desatendemos (o nunca hemos atendido) a las sensaciones de estar socialmente desconectados, seguiremos sin darnos cuenta de lo perdidos que nos hallamos. Una prueba cerebral para determinar la atención al contexto se centra en el funcionamiento del hipocampo, que es un nexo para los circuitos que se ocupan de calibrar las situaciones sociales. La zona anterior del hipocampo se apoya en la amígdala y desempeña un papel fundamental en el ajuste de nuestra conducta al contexto. La región anterior del hipocampo, en conexión con el área prefrontal, se encarga de silenciar el impulso que nos lleva a hacer algo inapropiado. Quienes más atentos están a las situaciones sociales —sugiere Richard Davidson— presentan una mayor actividad y conectividad en estos circuitos cerebrales que quienes no se desenvuelven tan bien. Es el hipocampo, en su opinión, el que nos lleva a no comportarnos igual cuando estamos en casa o cuando estamos en el trabajo y a comportarnos de modo distinto con el mismo compañero de trabajo cuando estamos en la oficina o cuando estamos en el bar. La conciencia del contexto también contribuye, en otro nivel, a cartografiar las redes neuronales de un grupo, de una nueva escuela o de un trabajo, ayudándonos a movernos adecuadamente en el mundo de las relaciones. Quienes más influencia tienen en una organización no solo experimentan el flujo de las relaciones interpersonales, sino que también saben identificar a los individuos de más peso, de modo que, cuando la necesitan, centran toda su atención en convencer a estos, que serán, a su vez, quienes se encarguen de convencer al resto. Luego están las personas que solo están desconectadas de un determinado contexto social, como aquel campeón de videojuegos pegado tanto tiempo al monitor de su ordenador que, cuando accedió a entrevistarse en un restaurante con un periodista, se quedó desconcertado de que, el día de San Valentín, estuviese tan lleno. El polo extremo de la «desconexión» en la lectura del contexto social nos lo proporciona la persona aquejada de trastorno de estrés postraumático (TEPT), que reacciona a un dato inocente, como la señal de alarma de un automóvil, escondiéndose debajo de la mesa, como si de un cataclismo se tratara. Curiosamente, el hipocampo se encoge en las personas que padecen de TEPT y crece de nuevo cuando menguan sus síntomas[151]. La división invisible de poder Miguel es un jornalero, uno de esos incontables inmigrantes ilegales mexicanos que subsisten con salarios de miseria realizando trabajos de un día de jardinería, pintura, limpieza o de cualquier otra cosa. En Los Ángeles, los jornaleros se concentran, de madrugada, cerca de las paradas del metro, donde acuden en coche los residentes para ofrecerles trabajo. Un buen día, Miguel aceptó un trabajo de jardinería para una mujer que, después de una larga jornada laboral, se negó a pagarle un solo centavo. Esa decepción fue el argumento que Miguel representó en un taller del llamado «teatro de los oprimidos», destinado a movilizar la empatía de una audiencia relativamente privilegiada hacia la realidad emocional de las víctimas de la opresión. Después de que Miguel describiese la escena, un voluntario, en este caso una mujer, debía representarla y ofrecer una posible solución. «Entonces se dirigió a la persona que lo había contratado —me contó Brent Blair, el productor de la obra— y, tratando de razonar con ella, le explicó lo injusta que había sido». Para Miguel, sin embargo, esa alternativa no era posible. Tal vez lo fuese para una estadounidense de clase media, pero resultaba completamente fuera del alcance de un inmigrante ilegal que se veía obligado a trabajar de jornalero. «Miguel contempló la historia en silencio desde una esquina del escenario —añadió Blair— pero, al finalizar, no pudo girarse para mirarnos… porque estaba llorando. Según nos dijo, hasta que no vio su historia contada por otra persona no se dio cuenta de lo oprimido que estaba». El contraste entre el modo en que la mujer imaginaba la situación de Miguel y su realidad ilustra dolorosamente las implicaciones de no ser visto, de no ser escuchado y de no ser sentido, es decir, de ser alguien al que cualquiera puede explotar. Cuando el método funciona y personas como Miguel tienen la posibilidad de contemplar su historia desde una perspectiva ajena, alcanzan una nueva visión de sí mismos. Cuando los miembros de la audiencia se levantan y se convierten en actores, comparten en teoría la realidad de la persona oprimida y «simpatizan» (en el significado etimológico del término, es decir, sintiendo el mismo pathos o dolor) con ella. «El hecho de representar una experiencia emocional te permite entender el problema a través del corazón y de la mente y encontrar nuevas soluciones», afirma Blair, que dirige el máster de artes teatrales aplicadas en la Universidad del Sur de California y emplea estas técnicas para ayudar a los miembros de comunidades marginadas. Él ha escenificado este tipo de representaciones con miembros de las bandas de Los Ángeles y víctimas de violación en Ruanda. Esto le ha permitido identificar un rasgo sutil que, además de otros signos invisibles de estatus social y desamparo, posibilita el poderoso desconectar del impotente, lo que atenúa la empatía. Blair relata, en este sentido, un momento de un congreso mundial en el que acabó cobrando clara y dolorosa conciencia del modo en que lo veía alguien más poderoso. Estaba escuchando al director general de una empresa de refrescos de ámbito mundial —conocida por haber reducido los sueldos de sus trabajadores— alabar el modo en que su compañía contribuía a la salud de los niños. Durante el tiempo dedicado a las preguntas que siguió a la charla, Blair formuló una pregunta deliberadamente provocadora: «¿Cómo puede hablar de niños sanos sin pagar salarios sanos a sus padres?». Cuando el director general, ignorando la pregunta, pasó a la siguiente, Blair experimentó súbitamente en sus propias carnes lo que era ser un paria. La capacidad de los poderosos de ningunear a las personas (y las verdades) incómodas y de no prestarles atención ha acabado convirtiéndose en un tema de interés de los psicólogos sociales, que están estudiando las relaciones entre el poder y la gente a la que prestamos más y menos atención[152]. Es comprensible que prestemos más atención a las personas que más valoramos. Si somos pobres, dependemos de nuestras buenas relaciones con amigos y familiares cuya ayuda podemos necesitar, como alguien, por ejemplo, que acuda a recoger a nuestro hijo de 4 años a la guardería y cuide de él hasta que volvamos del trabajo. Quienes carecen de recursos y tienen una frágil estabilidad «deben apoyarse en los demás», afirma Dacher Keltner, psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley. Por eso, según Keltner, los pobres están especialmente atentos a los demás y a sus necesidades. Los ricos, por su parte, pueden comprar ayuda, pagar las atenciones de un centro de cuidado de día o contratar a una canguro. Eso significa que los ricos suelen ser también menos conscientes y prestar menos atención, en consecuencia, a las necesidades ajenas. Su investigación ha puesto de relieve esta falta de aprecio en sesiones de solo cinco minutos[153]. Los más ricos (al menos entre los universitarios estadounidenses) muestran menos signos de compromiso (contacto ocular, asentimiento de cabeza y risas) y más muestras de desinterés (mirar el reloj, hacer garabatos o moverse nerviosamente). Los estudiantes de familias ricas se muestran, en suma, más fríos, mientras que los de origen más humilde, por el contrario, parecen más comprometidos, cordiales y expresivos. En cierta investigación llevada a cabo en Holanda, personas desconocidas contaban episodios vitales dolorosos, que iban desde el fallecimiento de un ser querido hasta el divorcio, la separación, la traición o el hecho de haber sido víctimas, cuando eran pequeños, de acoso infantil[154]. De nuevo, en este caso, las personas pertenecientes a estratos económicamente más poderosos tendían a ser las más indiferentes, es decir, las que menos parecían sentir el dolor ajeno y las que menos empáticas y menos compasivas, en consecuencia, se mostraban. El grupo de Keltner ha descubierto lagunas atencionales similares comparando la diferente habilidad para leer las emociones en las expresiones faciales de quienes ocupan los niveles más elevados de una organización y de quienes pertenecen a los estratos inferiores[155]. Los individuos con un estatus más elevado tienden a centrar menos la mirada en la persona con la que se relacionan, con el consiguiente aumento de la probabilidad de que interrumpan y monopolicen la conversación, signos evidentes de desatención. Las personas pertenecientes a un estatus social inferior, por su parte, se desenvuelven mejor en pruebas de exactitud empática, como leer, por ejemplo, las emociones de otra persona en su rostro o hasta en los músculos que rodean sus ojos. Sea cual fuere el aspecto que consideremos, prestan una mayor atención a los demás que quienes ocupan un estatus más elevado. Existe una variable muy sencilla que nos ayuda a identificar el lugar que ocupa cada persona en la escala de poder. ¿Cuánto tiempo tarda la persona A en responder a un mensaje enviado por la persona B? Y es que, cuanto más tiempo ignora alguien un mensaje antes de responder, más elevado es su estatus social relativo. Basta con tomar buena nota de ese dato dentro de una organización para hacernos una idea muy precisa de la distribución de poder. Es evidente, en este sentido, que el jefe es quien deja sin responder el mensaje horas enteras mientras que, quienes ocupan un estatus inferior, responden a los pocos minutos. Existe un algoritmo para esto, una técnica de recopilación de datos llamada «detección de la jerarquía social automatizada», desarrollada en la Universidad de Columbia[156]. Aplicado al tráfico de correo electrónico de Enron Corporation, ese método identificó correctamente, teniendo solo en cuenta el tiempo transcurrido en responder a los mensajes de una determinada persona, quiénes eran los jefes y quiénes los subordinados. Y las agencias de inteligencia han apelado, del mismo modo, a este tipo de técnicas para esbozar la cadena de mando de sospechosos de terrorismo e identificar a las figuras clave. El poder y el estatus son muy relativos y cambian de un encuentro a otro. Cuando los alumnos de familias ricas imaginaban estar hablando con alguien de un estatus superior al suyo, mejoraba su capacidad de leer las emociones expresadas en los rostros. De este modo, la atención que prestamos a los demás parece depender del lugar que creemos ocupar en la escala social, siendo mayor la vigilancia cuanto más subordinados nos creemos y menor, por el contrario, cuando nos sentimos superiores. El corolario de todo ello es que, cuanto más nos importa algo, más atención le prestamos y más, en consecuencia, lo cuidamos. Y esta conclusión muestra la profunda relación que existe entre la atención y el amor. Parte IV: El contexto mayor 12. Pautas, sistemas y confusiones Mientras visitaba una aldea en las colinas del Himalaya indio, una caída de una escalera confinó a Larry Brilliant a permanecer en cama varias semanas para curarse una lesión de espalda. Con el fin de pasar el tiempo en esa lejana aldea, Brilliant, que de niño había coleccionado monedas, pidió a su esposa Girija que fuese a la biblioteca local para ver si encontraba algunos libros sobre monedas indias. Fue entonces cuando conocí al doctor Larry, como le llaman sus amigos, un médico que se había unido a la iniciativa de la FAO para erradicar la viruela. Recuerdo que entonces me contó que, sumergiéndose en la lectura de las antiguas monedas indias, había empezado a entender la historia de las rutas comerciales de esa región del mundo. Con su renovado interés por la numismática, el doctor Larry empezó, apenas pudo ponerse en pie, a visitar, durante sus viajes a lo largo de la India, a los joyeros locales, que a menudo vendían a peso monedas de oro y plata, algunas de ellas muy antiguas. Las había que se remontaban a la época de los kushanos, una nación que, en el siglo II d.C. dirigía, desde su cuartel general en Kabul, un imperio que se extendía desde el mar de Arabia hasta Benarés. Las monedas kushanas adoptaron un formato basado en un pueblo conquistado, los bactrianos, descendientes de los soldados griegos que, en sus incursiones por Asia, habían dejados atrás las tropas de Alejandro. La historia que narran esas monedas es muy interesante. La cara de las monedas kushanas mostraba la imagen del rey de un determinado periodo mientras que, en el reverso, había la imagen de un dios. Los kushanos eran zoroastrianos, una religión persa que, en esa época, se contaba entre las más extendidas del mundo. Otras monedas kushanas, sin embargo, no se centraban en una divinidad persa, sino en una amplia diversidad de deidades (como Shiva o el Buda, por ejemplo) prestadas de los panteones persa, egipcio, griego, hindú y otras naciones muy distantes. ¿Cómo pudo, en pleno siglo II, un imperio asentado en Afganistán, conocer tantas religiones y prestar tributo a divinidades tan alejadas de sus fronteras? La respuesta se halla en los sistemas económicos propios de la época. El imperio kushano estableció, por vez primera en la historia, una conexión segura entre las rutas comerciales y plenamente activas del océano Índico y la Ruta de la Seda. Los kushanos mantenían un contacto regular con mercaderes y hombres santos originarios de lugares que se extendían desde el Mediterráneo hasta el Ganges y desde la península arábiga hasta los desiertos del noroeste de China. Larry tuvo también otras revelaciones: «En el sur de la India, encontré gran abundancia de monedas romanas y me pregunté cómo habían podido llegar hasta allí —me dijo el doctor Larry—. Resulta que los romanos, cuyo imperio lindaba, en Egipto, con el mar Rojo, llegaron, a través de Arabia, por vía marítima hasta Goa, con la intención de comerciar. Es posible, pues, partiendo del lugar en que uno encuentra esas antiguas monedas, deducir las rutas comerciales de la época». Cuando el doctor Larry terminó su trabajo, en el sudeste asiático, en el programa de erradicación de la viruela de la FAO, se dirigió a la Universidad de Michigan para estudiar un máster en salud pública. Y ahí fue cuando descubrió la existencia de un extraordinario paralelismo entre la propagación de una enfermedad y su exploración previa de las rutas comerciales. «Había decidido estudiar análisis de sistemas y epidemiología, dos cosas que me interesaban mucho. Me di cuenta de que rastrear una epidemia se asemeja mucho a rastrear la difusión de una antigua civilización como la kushana a través de todos los indicios arqueológicos, lingüísticos y culturales que ha ido dejando a lo largo del camino». La epidemia de gripe de 1918, por ejemplo, acabó, en todo el mundo, con cerca de 50 millones de personas. «Probablemente empezó en Kansas y se propagó primero entre las tropas estadounidenses que, durante la I Guerra Mundial, la difundieron —dice el doctor Larry—. Esa gripe se extendió por todo el mundo a la velocidad de los barcos de vapor y el Orient Express, los medios de comunicación de la época. Las pandemias actuales pueden difundirse a la velocidad de un Boeing 747.» Consideremos, por ejemplo, el caso de la polio, una enfermedad conocida, aunque solo de forma esporádica, desde la antigüedad. «Lo que convirtió la polio en una epidemia fue la urbanización que posibilitó que, en lugar de obtener agua de su propio pozo individual, la gente compartiese un mismo sistema contaminado de suministro de agua. »Una epidemia ejemplifica la dinámica de los sistemas. Cuanto más sistémicamente pensemos, mejor podremos rastrear las huellas dejadas por las monedas, el arte, la religión o la enfermedad. La comprensión del recorrido seguido por las monedas a través de las rutas comerciales sigue los mismos caminos que la difusión de un virus». Ese tipo de detección de pautas ilustra el funcionamiento de la mente sistémica. Esta capacidad, a veces misteriosa, nos permite identificar con relativa facilidad detalles sorprendentes en un amplio despliegue visual (la modalidad «¿Dónde está Wally?»). Cuando mostramos a diferentes personas una fotografía con muchos puntos y les preguntamos cuántos creen que hay, las mejores estimaciones nos ayudan a identificar a los mejores pensadores sistémicos. Esta es una habilidad en la que destacan, por ejemplo, los mejores diseñadores de software o quienes descubren intervenciones que contribuyen a salvar ecosistemas. Un «sistema» se reduce a un conjunto coherente de pautas regulares y legítimas. Aunque el reconocimiento de pautas requiere la activación de circuitos que se hallan en la corteza parietal, el emplazamiento concreto del «cerebro sistémico» más amplio (si es que tal cosa existe) todavía no se ha identificado. No hay, por el momento, redes ni circuitos neuronales concretos que favorezcan naturalmente una comprensión sistémica. Aprendemos a leer y navegar por sistemas a través de los notables talentos de aprendizaje generales del neocórtex. Esos talentos corticales (como las matemáticas o la ingeniería) pueden ser replicados por los ordenadores. Lo que diferencia a la mente sistémica de la autoconciencia y la empatía es que opera a través de circuitos fundamentalmente ascendentes. Requiere un gran esfuerzo aprender de los sistemas, pero para movernos exitosamente por la vida, necesitamos fortalezas tanto en esta variedad de atención como en las otras dos que aparecen de un modo más natural. Confusiones y problemas «retorcidos». Su visión sistémica había sido la responsable de que el doctor Larry fuese nombrado jefe del Skoll Global Threats Fund, una organización que ha asumido la misión de proteger a la humanidad de peligros como los conflictos de Oriente Medio, la proliferación de las armas nucleares, las pandemias, el cambio climático y los conflictos que pueda provocar la escasez de agua. «Nosotros buscamos los puntos candentes, es decir, aquellos lugares donde puedan presentarse problemas. Tengamos en cuenta la escasez de agua y la lucha entre tres naciones, Pakistán, la India y China, poseedoras de armas nucleares. Cerca del 95% del agua de Pakistán es utilizada para fines agrícolas, y, como la India está corriente arriba de sus ríos principales, los pakistanís temen que la India manipule las compuertas y controlen cuándo y cómo llega el agua a Pakistán. Y los indios, a su vez, creen que es China la que está controlando, río arriba, el agua que fluye del llamado tercer polo, es decir, el hielo y la nieve de la meseta del Himalaya». Pero nadie sabe, a ciencia cierta, el caudal que fluye a través de esos sistemas fluviales, ni en qué estación del año, ni cuántas compuertas controlan ese flujo, ni dónde, ni para qué. «Ese es un dato que los tres gobiernos utilizan como arma política —afirma el doctor Larry—. Nosotros sostenemos la necesidad de una entidad independiente que, poniendo todos esos datos sobre el tapete, nos permita dar el siguiente paso, descubrir los nodos clave y los puntos prioritarios». La rapidez de respuesta será esencial para combatir adecuadamente cualquier pandemia global futura de la gripe provocada por cepas mutantes a las que nadie es inmune. Pero, como no será posible determinar previamente esa respuesta, se tratará de una situación única en la historia (porque, durante la última pandemia de 1918, no había Boeings 747) y, como la apuesta es tan elevada, no hay lugar aquí para el error. Uno de los calificativos utilizados para adjetivar este tipo de pandemias es el de problema «retorcido», aunque no tanto en su acepción de «maligno», como en su sentido de problema muy difícil de resolver. Combatir el calentamiento global, por su parte, constituye un problema «retorcido», porque no existe ninguna autoridad individual a cuyo cargo esté su solución, el tiempo pasa, quienes tratan de resolver el problema se hallan también entre quienes lo causan (todos nosotros) y la política oficial desdeña su importancia para nuestro futuro[157]. Y lo que es todavía más importante, las pandemias y el calentamiento global se hallan entre lo que técnicamente se denominan «confusiones», donde un problema acuciante interactúa sistémicamente con otros problemas asociados[158]. Como afirma el doctor Larry, estos no solo son problemas muy complejos, sino que carecemos de la mayor parte de los datos que nos permitirían resolverlos. Aunque los sistemas resulten, a simple vista, casi invisibles, su funcionamiento puede comprobarse acopiando los datos suficientes para poner de manifiesto su dinámica. Cuantos más datos tengamos, más claro resultará el mapa. Estamos adentrándonos en la época de los grandes archivos de datos. Años después de sus días de coleccionista de monedas en la India, el doctor Larry se convirtió en el fundador y director ejecutivo de Google.org, la rama sin ánimo de lucro de la empresa. Desde ahí elaboró una de las aplicaciones de grandes bases de datos más aclamadas, la detección de la gripe. Un equipo de ingenieros voluntarios de Google, en colaboración con epidemiólogos del Centers for Disease Control [(CDC). Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades], analizó un extraordinario número de búsquedas de términos como «fiebre» o «dolencia» ligados a los síntomas de la gripe[159]. «Utilizamos simultáneamente decenas de miles de ordenadores para determinar las búsquedas que, durante cinco años, se llevaron a cabo en Google y elaborar con ello un algoritmo que sirviese para predecir los brotes de gripe», recuerda el doctor Larry. El algoritmo resultante identificaba un brote de gripe en un solo día, un gran avance, si lo comparamos con las dos semanas habitualmente necesarias para que el CDC, basándose en informes médicos, identificase los puntos candentes de la enfermedad. El software de grandes bases de datos nos permite analizar una extraordinaria cantidad de información. El uso de los datos de Google para identificar los brotes de la gripe fue una de las primeras aplicaciones de los grandes archivos de datos a una «confusión». Y, como los grandes archivos de datos nos permiten saber dónde se focaliza la atención colectiva, esto ha acabado conociéndose como «inteligencia colectiva». Sus aplicaciones no tienen fin. Analizar, por ejemplo, quién se conecta con quién a través de llamadas, tuits, textos y similares, pone de relieve el sistema nervioso humano de las organizaciones y muestra la conectividad. Las personas hiperconectadas, los conectores sociales de una organización, los poseedores del conocimiento o los gestores del poder suelen ser los más influyentes. Una empresa de teléfonos móviles utilizaba una de las múltiples aplicaciones comerciales de metodologías de grandes bases de datos para analizar las llamadas hechas por sus clientes. Esa aplicación identificaba a los «líderes tribales», es decir, los individuos que establecen el mayor número de conexiones con un pequeño grupo de afines. La compañía descubrió que es muy probable que, si el líder adopta un nuevo servicio telefónico, también lo hagan los miembros de su tribu. Y, si el líder cambia de servidor, el resto de la tribu también suele seguirle[160]. «El foco de la atención de una organización se ha centrado, hasta el momento, en la información interna —me dijo Thomas Davenport, que estudia el uso de los grandes archivos de datos—. Pero, después de haber exprimido todo el jugo posible, debemos dirigir ahora nuestra atención a la información externa, es decir, a internet, los sentimientos de los clientes, los problemas de la cadena de suministros y cosas por el estilo». Davenport, antiguo director del Accenture Institute for Strategic Change, estaba en la facultad de Empresariales de Harvard cuando hablamos. «Lo que necesitamos —añadió— es un modelo ecológico que nos permita investigar la información procedente del entorno externo, es decir, todo lo que sucede en el entorno de una empresa y pueda incidir en ella». La información que, de su sistema informático, posee una organización —esgrime Davenport— puede ser mucho menos útil que la procedente, en la ecología global de la información, de fuentes externas, tal y como es procesada por las personas. Y un motor de búsqueda puede proporcionarte una cantidad inmensa de datos, pero no contexto para comprenderlos y menos todavía sabiduría sobre el modo de interpretarlos. Lo que hace que los datos sean útiles es la persona que custodia la información[161]. En teoría, la persona que cuida la información se centra en lo que importa y se olvida del resto estableciendo, de ese modo, el contexto para entender el significado del dato y hacerlo de un modo que muestre por qué es vital para captar la atención de la gente. Los mejores líderes no se limitan a poner los datos en un contexto significativo, sino que también formulan las preguntas adecuadas. Cuando me entrevisté con él, Davenport estaba escribiendo un libro que alienta a quienes gestionan proyectos de grandes bases de datos a formular este tipo de preguntas: «¿Estamos definiendo bien el problema? ¿Contamos con los datos adecuados? ¿Cuáles son las creencias que hay detrás del algoritmo que nos proporciona los datos? ¿Establece ese modelo algún mapa de creencias sobre la realidad?»[162]. En un congreso de grandes bases de datos celebrado en el MIT, un ponente señaló que la crisis financiera de 2008 fue un fracaso del método que provocó el colapso de los fondos de inversión en todo el mundo. El problema es que los modelos matemáticos encarnados por los grandes datos son simplificaciones. A pesar de que nos proporcionan archivos de datos flamantes, las matemáticas que hay detrás de dichos datos giran en torno a modelos y creencias que pueden llevar a sus usuarios a confiar demasiado en sus resultados. En ese mismo congreso, Rachel Schutt, estadística de Google Research, observó que la ciencia de los datos exige algo más que habilidades matemáticas, también necesita a personas muy curiosas, cuya innovación se vea guiada por su experiencia y no solo por los datos. La mejor intuición requiere, después de todo, una extraordinaria cantidad de datos y la experiencia de toda nuestra vida filtrada a través del cerebro humano[163]. 13. La ceguera sistémica Mau Piailug sabía leer, como si de un GPS se tratara, las estrellas, las nubes, las olas del océano y el vuelo de las aves. Y podía hacerlo, en medio del Pacífico Sur teniendo, durante semanas enteras, el cielo como único horizonte, gracias al conocimiento de los océanos que le habían transmitido sus ancestros de Satawal, su isla natal de las Carolinas. Nacido en 1932, Mau era el último superviviente conocedor del sistema de navegación tradicional que había permitido a los polinesios surcar, con un sencillo catamarán, los centenares y hasta miles de kilómetros que separan las diferentes islas. Este arte de navegación tiene en cuenta datos sistémicos tan sutiles como la temperatura y salinidad del agua del mar, los restos de vegetales y objetos flotantes, las pautas de vuelo de las aves marinas, el calor, la dirección y la velocidad del viento, el oleaje y el movimiento nocturno de las estrellas. Todos esos detalles acababan cuajando en un mapa mental que se transmitía, a través de cantos, danzas e historias nativas, de generación en generación, informándoles de la posición relativa ocupada por cada isla. Eso fue lo que permitió a Mau atravesar, en 1976, con una canoa polinesia de doble casco, los 3800 kilómetros que separan Hawai de Tahití, un viaje que convenció a los antropólogos de la posibilidad de que los antiguos isleños surcasen rutinariamente, de un archipiélago a otro, el Pacífico Sur. Medio siglo después de que Mau demostrase poseer un conocimiento tan sofisticado de los sistemas naturales, los polinesios apelan ahora a los sistemas de navegación asistida que nos proporciona la moderna tecnología. La suya era, pues, una tradición agonizante. Ese épico viaje reavivó, entre los nativos del Pacífico Sur, un interés, que prosigue hasta hoy en día, por el arte, casi agonizante, de la navegación tradicional. Así fue como, medio siglo después de su iniciación en el arte de la navegación, Mau volvió a celebrar, por vez primera, ante un puñado de alumnos, la misma ceremonia que jalonó su iniciación en esa tradición. Esta tradición, transmitida de generación en generación de ancianos a jóvenes, ilustra el tipo de conocimiento local que ha ayudado a los pueblos nativos a resolver problemas fundamentales de supervivencia ligados al alimento, la seguridad, la ropa y el cobijo en muy diversos nichos ecológicos desperdigados por todo el mundo. El conocimiento de los sistemas —que nos permite identificar y cartografiar pautas y descubrir, tras el aparente caos del mundo natural, un orden oculto— se ha visto alentado, a lo largo de la historia humana, por la necesidad perentoria de supervivencia que ha obligado a los pueblos nativos a entender sus ecosistemas locales. Era imperativo, para ellos, saber qué plantas eran tóxicas, cuáles servían de alimento o de medicina, dónde conseguir agua potable, en qué lugares recolectar hierbas y encontrar comida o cómo leer los signos de los cambios estacionales. Y ese es un auténtico problema porque, si bien es cierto que la biología nos ha dotado de un repertorio integrado de conductas ligadas a satisfacer funciones tales como comer, dormir, aparearnos, criar, luchar, huir, etcétera, no lo es menos que también nos ha dejado huérfanos de herramientas neuronales que nos permitan entender los sistemas mayores dentro de los cuales todo eso ocurre. Los sistemas son, a primera vista, inaccesibles a nuestro cerebro, lo que significa que no podemos registrar directamente los muchos sistemas de los que depende nuestra realidad vital. Solo podemos entenderlos indirectamente a través de modelos mentales (ligados, por ejemplo, al oleaje, las constelaciones y el vuelo de las aves marinas) a partir de los cuales tomamos nuestras decisiones. Nuestra intervención será más adecuada cuanto más se atengan esos modelos a los datos (como ilustra el caso de un cohete dirigido a la Luna) y menos en el caso contrario (como la mayor parte de la política educativa). El conocimiento tradicional está compuesto de lecciones difícilmente aprendidas que, con el paso del tiempo, se han acumulado y distribuido por un determinado grupo (como sucede, por ejemplo, con las propiedades curativas de determinadas plantas) y que las generaciones mayores se encargan de transmitir a las más jóvenes. Elizabeth Kapu’uwailani Lindsey era una discípula de Mau y antropóloga hawaiana especializada en etnonavegación, exploradora y miembro de la National Geographic Society, que ha asumido la misión etnográfica de rescatar y conservar aquellos conocimientos y tradiciones de su etnia que se hallen en peligro de extinción. «El olvido de los conocimientos tradicionales nativos se debe, en gran medida —según me dijo— a los procesos de aculturación, colonización y marginación a que la sabiduría nativa se ha visto sometida por parte de los diferentes gobiernos. Esta tradición se transmite de formas muy diversas. El baile hawaiano, por ejemplo, encierra un código de movimientos y cánticos que cuentan nuestra genealogía, los acontecimientos más importantes de nuestra historia cultural y nuestro conocimiento también de la astronomía y las leyes de la naturaleza. Todo en él, desde los movimientos de los danzantes hasta los cánticos y el sonido de los tambores pahu, tiene un significado. »Estas danzas —añadió— eran tradicionalmente sagradas, pero cuando llegaron los misioneros, las consideraron inmorales. No fue hasta nuestro renacimiento cultural, que se produjo durante la década de los setenta, cuando el antiguo hula, el llamado hula kahiko, volvió a oírse. El hula moderno se había visto reducido, hasta entonces, a un mero divertimento para turistas». Mau estudió, durante varios años, con muchos maestros. Su abuelo lo eligió, cuando apenas tenía 5 años, para convertirse en un futuro navegante. A partir de ese momento, se unió a los hombres, preparando las canoas para ir de pesca, navegando por el mar y escuchando, al llegar la noche, sus relatos de navegación mientras bebían en el cobertizo de la canoa, y aprendiendo las enseñanzas en ellos integradas. Fueron seis los expertos navegantes que, a lo largo de todo ese proceso, tutelaron su aprendizaje. La tradición nativa constituye la ciencia fundamental, el conocimiento acumulado que, con el paso de los siglos, ha ido creciendo hasta convertirse en una floreciente diversidad de especialidades científicas, un desarrollo que muy probablemente se haya estructurado obedeciendo a un impulso innato de supervivencia que nos obliga a tratar de entender el mundo que nos rodea. La invención de la cultura fue, para el Homo sapiens, una gran innovación que supuso la creación del lenguaje y el establecimiento de una red cognitiva de comprensión compartida que va más allá del conocimiento y la vida del individuo aislado y a la que, en función de las necesidades, podemos apelar y transmitir a las nuevas generaciones. La cultura porta también consigo la diversificación de habilidades y la especialización y se ve jalonada, en consecuencia, por la aparición de comadronas, sanadores, guerreros, constructores, agricultores y tejedores. Cada uno de esos diferentes dominios de la experiencia puede ser compartido y quienes poseen el acervo más profundo de conocimientos de cada uno de esos campos se convierten en guías y maestros de los demás. El conocimiento tradicional ha desempeñado un papel fundamental en nuestra evolución social como correa utilizada por las culturas para transmitir su sabiduría a lo largo del tiempo. La supervivencia de las hordas primitivas dependía, en los albores de nuestra evolución, de su inteligencia colectiva para entender su ecosistema local (anticipando los cambios estacionales, los momentos clave para sembrar, cosechar y demás que acabaron codificándose en los primeros calendarios). A medida, sin embargo, que la modernidad nos ha proporcionado aparatos capaces de reemplazar el conocimiento tradicional (como brújulas, cartas de navegación y, finalmente, los mapas de Google), los pueblos nativos, olvidando sus tradiciones locales (como el arte de la navegación), han ido incorporándose a la corriente general. Así es como hemos ido perdiendo la experiencia tradicional de conectar con los sistemas de la naturaleza. El momento en que se da el contacto de los pueblos indígenas con el mundo exterior marca también el comienzo del proceso gradual de olvido de su tradición. Cuando hablé con Lindsey, estaba preparando un viaje al Sudeste Asiático para visitar a los moken, los llamados «nómadas del mar». Poco antes de que el tsunami del año 2004 asolara las islas del océano Indico donde habitaban, los moken «se dieron cuenta —según me dijo— de que los delfines se alejaban de la costa y las aves dejaban de cantar. Fue entonces cuando, orientando la proa de sus embarcaciones mar adentro, se dirigieron hacia un lugar en que, cuando pasó, la cresta del tsunami apenas si se notó, de modo que ningún moken resultó herido». Los pueblos que, por el contrario, habían olvidado las artes antiguas de escuchar a las aves, observar a los delfines y saber qué hacer con todo eso, sufrieron las consecuencias. A Lindsey le preocupa que los moken estén viéndose ahora obligados, tanto en Tailandia como en Birmania, a renunciar a su vida de nómadas marinos y asentarse en tierra firme. Basta con que el eslabón de una generación deje de transmitir esta modalidad de conocimiento para que la cadena se rompa y esa forma de inteligencia ecológica acabe desvaneciéndose de la memoria colectiva. Como me dijo Lindsey, antropóloga educada por sanadores nativos en Hawai: «Cuando íbamos al bosque a buscar plantas medicinales o flores para hacer guirnaldas, mis mayores me enseñaron a recoger solo unas pocas flores u hojas de cada rama de modo que no quedase, en el bosque, huella alguna de nuestro paso. Pero los muchachos de hoy en día no tienen empacho alguno en romper ramas y dejarlo todo lleno de bolsas de basura». Esta actitud negligente me ha dejado perplejo muchas veces, en especial cuando he investigado nuestra ignorancia colectiva a la hora de enfrentarnos a la amenaza que la actividad humana cotidiana supone para la supervivencia de nuestra especie. Es como si, incapaces de anticipar los efectos adversos provocados por los sistemas humanos que se ocupan de la energía, el transporte, la industria o el comercio, fuésemos también, en consecuencia, incapaces de remediarlos. La ilusión de la comprensión Un importante mayorista de revistas de ámbito nacional se enfrentaba al problema de que, según la información que llegaba desde los puntos de venta, más o menos un 65% de las publicaciones que comercializaba jamás llegaban a venderse. Por esta razón, la cadena comercial, una de las mayores de todo el país, se reunió con un grupo de editores y distribuidores para ver lo que, al respecto, podían hacer. Para la industria de las revistas, asfixiada por la caída de las ventas y los medios digitales, se trataba de un problema apremiante que nadie, hasta entonces, había podido resolver. Pero habían llegado a un punto en el que ya no podían seguir encogiéndose de hombros y se vieron obligados a abordarlo en serio. «El despilfarro era, tanto desde el punto de vista del coste como desde la perspectiva del carbono emitido, extraordinario», me dijo Jib Ellison, director general de la consultoría Blu Skye. «Descubrimos —añadió Ellison— que, como la mayor parte de la cadena de producción y distribución había sido creada en el siglo XIX, su visión se centraba en consecuencia, de manera casi exclusiva, en las ventas, sin considerar siquiera la sostenibilidad ni la gestión de los residuos». Uno de los mayores problemas era que los anunciantes no pagaban su publicidad en función de las ventas, sino del número total de revistas publicadas. Pero una revista podía permanecer semanas o hasta meses «en circulación» olvidada en un estante, hasta verse finalmente reducida a pulpa de papel. Por ello, los editores tomaron la decisión de reunirse con los anunciantes y presentarles una nueva modalidad de facturación. Cuando la cadena comercial analizó cuáles eran las revistas que más se vendían y en qué tiendas, se dieron cuenta también, por ejemplo, de que Roadster se vendía muy bien en cinco tiendas, pero pésimamente en otras cinco. Y ese descubrimiento les permitió adaptar el destino de las revistas a la demanda concreta de cada punto de venta, un ajuste muy sencillo que redujo las pérdidas en un 50%. Esto no solo supuso un gran avance medioambiental, sino que también dejó espacio libre en los estantes y ahorró dinero a los editores. La solución a estos problemas requiere de una visión que tenga en cuenta todos los sistemas que se hallan en juego. «Buscamos problemas sistémicos —me dijo Ellison— que ninguna persona, gobierno ni empresa aislada es capaz de resolver». El primer gran paso adelante en la resolución del problema de las revistas fue simplemente el de reunir a todos los participantes y empezar, de ese modo, a tener en cuenta los sistemas mayores[164]. «La ceguera sistémica es el mayor de los problemas al que, en nuestro trabajo, nos enfrentamos», dice John Sterman, que ocupa la cátedra Jay Forrester en la Sloan School of Management del MIT. Forrester, el mentor de Sterman, fue uno de los fundadores de la teoría sistémica, y Sterman es, desde hace años, el experto en sistemas del MIT y quien dirige, en dicha institución, el departamento de Dinámica de Sistemas. Su manual, ya clásico, sobre aplicación del pensamiento sistémico a organizaciones y otras entidades complejas, subraya la inadecuación del concepto al que hoy denominamos «efectos colaterales». En un sistema no hay, en su opinión, efectos colaterales, sino tan solo efectos, a veces anticipados y otras no. Lo que llamamos efectos colaterales no es más que un reflejo de nuestra comprensión inadecuada del sistema. En un sistema complejo, causa y efecto pueden hallarse —según Sterman— mucho más alejados en el espacio y el tiempo de lo que solemos creer. Sterman aporta, en este sentido, el ejemplo de los debates en torno a la supuesta «emisión cero» de los coches eléctricos[165]. Porque hay que decir que, al extraer su electricidad de una red energética en la que intervienen fábricas que emplean combustibles fósiles (y, en consecuencia, contaminantes), esos vehículos distan mucho de ser, desde una perspectiva sistémica, de «emisión cero». Y aunque la energía se generase, pongamos por caso, en granjas solares, también deberíamos tener en cuenta el coste que, para el planeta, presentan las emisiones de gases de efecto invernadero generados durante el proceso de la fabricación de los paneles solares y la cadena de suministro de energía[166]. Una de las peores consecuencias de esta ceguera sistémica se produce cuando, con la intención de resolver un problema, los líderes implantan estrategias que ignoran la dinámica sistémica subyacente. «Ese tipo de abordajes es engañoso —afirma Sterman—. Es cierto que, considerado a corto plazo, se obtiene una solución… pero, a medio plazo, el problema reaparece, a menudo multiplicado». Construir, para tratar de resolver los problemas de tráfico, carreteras cada vez más anchas constituye, en este sentido, una solución miope. Nadie niega que el aumento del caudal de tráfico alivie, a corto plazo, el problema, pero la misma facilidad de desplazamiento así generada acaba provocando, por toda la zona, un efecto de dispersión de viviendas, comercios y centros de trabajo. Y ese aumento del tráfico acaba desembocando en embotellamientos y atrasos iguales, cuando no peores, que antes, y el tráfico sigue creciendo hasta que el volumen de desplazamientos vuelve a estancar el tráfico. «La congestión se ve regulada por un bucle de retroalimentación —sostiene Sterman—. Cuanto mayor es la capacidad de tráfico, más automóviles se venden, más se desplaza la gente en coche y más lejos viaja. Pero, cuando la población aumenta, la fluidez del tráfico se reduce y los atascos aumentan. »La gente suele atribuir lo que le sucede —prosigue Sterman— a acontecimientos cercanos en el espacio y el tiempo, cuando, en realidad, se trata del simple fruto de la dinámica del sistema mayor en que se hallan inmersos». Creemos que estamos parados porque se ha producido un atasco, sin darnos cuenta de que ese atasco es una consecuencia de la dinámica sistémica de las redes viarias. La desconexión entre tales sistemas y el modo en que nos relacionamos con ellos se deriva de una distorsión de nuestros modelos mentales. Culpamos a los demás conductores de entorpecer el tráfico sin darnos cuenta de la dinámica sistémica que nos ha llevado hasta allí. Y el problema se agrava por lo que se ha venido en llamar «ilusión de la profundidad explicativa», que nos lleva a creer que entendemos un sistema complejo cuando, en realidad, no tenemos, de él, más que una comprensión superficial. Basta con tratar de explicar en serio cómo funciona una red eléctrica o por qué el aumento de las emisiones de dióxido de carbono intensifica la energía de las tormentas para poner de relieve la naturaleza ilusoria de nuestra comprensión del funcionamiento de los sistemas[167]. Pero, además de la incongruencia entre nuestros modelos mentales y los sistemas que pretenden cartografiar, existe un problema todavía más profundo, y es que nuestros aparatos perceptuales y emocionales son totalmente ciegos a los sistemas. El cerebro humano se vio modelado por las herramientas que nos ayudaron a sobrevivir en una época en la que los primeros humanos empezaron a vagar por la naturaleza, en particular durante la era geológica del pleistoceno (desde hace, aproximadamente, 2 millones de años hasta hace unos 12 000 años, momento en el cual entró en escena la agricultura). Estamos muy conectados con el crujido de una rama, que puede advertirnos de la proximidad de un tigre, pero carecemos de aparato perceptual que nos permita detectar el adelgazamiento de la capa de ozono atmosférica o los agentes cancerígenos contenidos en las partículas que respiramos en un entorno urbano contaminado. Y, aunque estas amenazas pueden acabar siendo tan letales como aquella, nuestro cerebro carece de radar que nos permita identificarlas directamente. Visibilizar lo intangible Pero el nuestro no es solo un desajuste perceptual. Cuando los circuitos emocionales (especialmente la amígdala, gatillo de la respuesta de lucha o huida) detectan una amenaza inmediata, nos inundan de hormonas (como el cortisol o la adrenalina), que nos predisponen en uno u otro sentido. Pero, por más que oiga hablar de los posibles peligros que nos acechan en los años o siglos venideros, nuestra amígdala ni siquiera parpadea. Los circuitos de la amígdala, ubicados en medio del cerebro, se activan automáticamente siguiendo un camino ascendente. Confiamos en ellos para que nos alerten de los peligros y nos digan a qué debemos prestar más atención. Pero esos sistemas automáticos, habitualmente tan útiles para dirigir nuestra atención, carecen de aparato de registro sensorial o de carga emocional que nos permita detectar los sistemas y sus peligros, dejándonos, en este sentido, inermes. «Es más fácil neutralizar una respuesta automática ascendente con una respuesta que apele al razonamiento descendente que movernos en ausencia completa de señales —observa Elke Weber, psicóloga de la Universidad de Columbia—. Pero esta es, precisamente, la situación en la que, con respecto al medio ambiente, nos hallamos. No hay nada, en este hermoso día de verano en el valle del Hudson, que nos alerte del calentamiento de la atmósfera de nuestro planeta. »En condiciones ideales, parte de mi atención debería fijarse en eso porque, considerado a largo plazo, constituye un auténtico peligro —señala la profesora Weber, cuyo trabajo incluye informar a la National Academy of Sciences [Academia Nacional de las Ciencias] sobre la toma de decisiones que afectan al medio ambiente[168]—. Pero no existe mensaje ascendente alguno que nos advierta de la necesidad de prestar atención, nada que nos diga: “¡Peligro! ¡Haz algo!”. Por ello resulta tan difícil de abordar. No advertimos lo que no está aquí y no existe ningún sistema mental que nos avise de ello. Y lo mismo podríamos decir con respecto a nuestra salud o los ahorros para nuestra jubilación. No recibimos, cuando estamos comiéndonos un postre muy apetitoso, señal alguna que nos diga: “Si sigues así, morirás dentro de tres años”. Y tampoco hay nada que nos indique, cuando nos decidimos a comprar un segundo coche: “Esta es una decisión de la que te arrepentirás cuando seas un anciano desvalido”». El doctor Larry, cuyo misión consiste en combatir el calentamiento global, lo dice del siguiente modo: «Persuadir a la gente de que hay un gas incoloro, inodoro e insípido que, debido al uso que los seres humanos hacemos de los combustibles fósiles, se acumula en la atmósfera y retiene el calor del Sol es una empresa muy difícil. »Esto es lo que, en realidad, nos dice la ciencia más compleja y global —añade—. Más de 2000 científicos del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático han reunido probablemente la más interesante recopilación de descubrimientos científicos de toda la historia. Y lo han hecho con la intención de convencer a la gente de que no están teniendo adecuadamente en cuenta los peligros que esta situación entraña. »Porque, a menos que usted viva en las Maldivas o Bangladés, todo esto le parecerá muy lejano — señala el doctor Larry—. La dimensión temporal constituye un gran problema ya que, si el ritmo del calentamiento global se acelerase, nos veríamos obligados a prestarle la debida atención; no dentro de siglos, sino de años. Pero ante esto, como ante la deuda nacional, nos decimos: “Dejaré que lo resuelvan mis nietos. Estoy seguro de que ellos encontrarán alguna solución”. »Es difícil —afirma el profesor Sterman— convencer a la gente del cambio climático, porque se produce en un horizonte temporal tan distante que nos resulta indiscernible. Nuestra atención solo se ve atraída por problemas como el chasquido de la hojarasca al ser pisada, pero no por los grandes problemas como los que ahora estamos considerando». Hubo un tiempo en que la supervivencia de los grupos humanos dependió de su sintonización ecológica. Hoy en día disfrutamos del lujo de poder vivir empleando ayudas artificiales, o eso es, al menos, lo que parece, porque las mismas actitudes que nos llevan a confiar en la tecnología nos abocan a una peligrosa indiferencia hacia el estado de nuestro mundo natural. Necesitamos, pues, para enfrentarnos adecuadamente al reto de un inminente colapso sistémico, una especie de prótesis mental. 14. Las amenazas distantes En cierta ocasión, el yogui indio Neemkaroli Baba me dijo: «Podemos planificar lo que sucederá dentro de un siglo, pero ignoramos lo que ocurrirá a continuación». Por otra parte, como señala el escritor ciberpunk William Gibson: «El futuro ya está aquí, solo que no se halla uniformemente distribuido». En algún punto intermedio entre ambas visiones reside lo que podemos saber sobre el futuro. Podemos tener, por una parte, ciertas vislumbres, pero siempre es posible, por la otra, la aparición de un «cisne negro» [metáfora sistémica que se refiere a un evento altamente improbable] que acabe con todo[169]. En su profético libro titulado In the Age of the Smart Machine, publicado en la década de los ochenta, Shoshona Zuboff advirtió que el advenimiento de los ordenadores estaba achatando las jerarquías de las organizaciones. Donde antes el conocimiento significaba poder y el más poderoso era quien más información atesoraba, los nuevos sistemas tecnológicos estaban abriendo a todo el mundo la puerta de acceso a la información. El futuro no se hallaba, en la época en que Zuboff escribió su libro, uniformemente distribuido. Internet todavía no existía y nadie sabía entonces nada de la Nube, YouTube o Anonymous. Pero hoy en día (como también mañana), el flujo de información se difunde con mayor libertad y no se halla circunscrito al seno de una organización, sino que tiene un alcance global. Eso fue lo que permitió que un vendedor de fruta que se prendió fuego en un mercado de Túnez inaugurase la llamada primavera árabe. Existen dos ejemplos clásicos de las implicaciones que conlleva no saber lo que ocurrirá en el momento siguiente. Por una parte, se halla la predicción en 1798 de Robert Malthus, según la cual el crecimiento demográfico condenaría a la existencia humana, atrapada en una espiral descendente de miseria y hambre, a una «lucha perpetua por el alimento y el cobijo», y, por la otra, la advertencia realizada, en 1968, por Paul Erlich, de que la «bomba demográfica» desencadenaría, en torno a 1985, grandes hambrunas. Malthus fracasó porque no tuvo en cuenta la Revolución Industrial y los medios de producción en masa, que permitieron a más personas vivir más tiempo. Los cálculos de Erlich, por su parte, tampoco tuvieron en cuenta la irrupción de la llamada «revolución verde», que aceleró la producción de alimentos por encima de la curva demográfica. La era antropocénica, iniciada con la Revolución Industrial, marca la primera era geológica en la que la actividad de una especie (la humana) degradó inexorablemente los sistemas globales que sustentan la vida en este planeta. La era antropocénica constituye un claro ejemplo de colisión de sistemas. Los sistemas humanos de construcción, energía, transporte, industria y comercio erosionan a diario sistemas naturales como los ciclos del nitrógeno y del carbono, la rica dinámica de los ecosistemas, la disponibilidad de agua potable, etcétera[170]. Y lo más importante es que esta agresión ha experimentado, en el último medio siglo, lo que los científicos denominan una «gran aceleración» que ha intensificado el ritmo al que aumenta la tasa atmosférica de dióxido de carbono[171]. Tres son las fuerzas, según Erlich, de la huella planetaria humana: lo que cada uno consume, el número de habitantes, y los métodos utilizados para obtener las cosas que consumimos. Partiendo de esas tres medidas, la Royal Society del Reino Unido trató de estimar la capacidad de la Tierra para sustentar a la humanidad, es decir, el número máximo de personas que nuestro planeta puede alimentar sin que se produzca un colapso en los sistemas que soportan la vida. Su conclusión es que… depende. La mayor de las incógnitas fue el progreso de la tecnología. China, por ejemplo, expandió inquietantemente su capacidad para generar electricidad a partir del carbón y, más recientemente, ha aumentado su empleo de la energía solar y eólica hasta convertirse en la mayor potencia mundial. El resultado neto ha sido que la ratio de CO2 emitido en función del producto económico ha descendido bruscamente en China, durante los últimos 30 años, aproximadamente un 70% (aunque estas cifras oculten el constante aumento del número de plantas eléctricas de la llamada «fábrica del mundo» que se alimentan de carbón)[172]. La revolución tecnológica podría, en el caso de que descubramos métodos que no creen nuevos problemas ni se limiten a ocultar los viejos, protegernos de nosotros mismos, permitiéndonos emplear los recursos de un modo que tengan en cuenta los sistemas en los que se sustenta la vida de este planeta. Eso es, al menos, lo que cabría esperar. Pero las fuerzas económicas imperantes, más preocupadas por ganar dinero que por la virtud planetaria de la sostenibilidad, prestan muy poca atención a este tipo de revoluciones tecnológicas. Durante la crisis económica que comenzó en 2008, por ejemplo, la tasa de CO2 no empezó a reducirse, en los Estados Unidos, por mandato del Gobierno, sino por imperativos del mercado. La caída de la demanda y el abaratamiento del precio del gas natural para alimentar a las centrales eléctricas reemplazaron al carbón (aunque la contaminación local y los problemas de salud generados por el fracking [método de fractura hidráulica] para extraer el gas hayan creado otros quebraderos de cabeza). Estos problemas podrían deberse a la existencia, en el cerebro humano, de un punto ciego. El aparato perceptual que alimenta a nuestro cerebro está sintonizado con un rango de datos imprescindibles, en su momento, para garantizar nuestra supervivencia. Por ello contamos con un foco de atención que nos permite discriminar entre sonrisas y ceños fruncidos y discernir un gruñido del llanto de un bebé, pero carecemos de radar neuronal que nos ayude a detectar las amenazas que se ciernen sobre los sistemas globales de los que depende la vida humana. Hay amenazas que son demasiado grandes o demasiado pequeñas para poder ser directamente percibidas. Por eso, ante la noticia de estas amenazas globales, nuestros circuitos atencionales tienden a encogerse de hombros. Pero lo peor es que nuestras principales tecnologías fueron inventadas mucho antes de que tuviéramos el menor indicio de la amenaza que entrañan para nuestro planeta. La mitad de las emisiones industriales de CO2 se origina en los procesos de fabricación de acero, cemento, plástico, papel y energía. Y aunque, mejorando esos métodos, podríamos reducir sustancialmente tales emisiones, sería mucho mejor reinventarlos para minimizar su impacto negativo o reabastecer incluso al planeta. ¿Qué podría convertir a esta reinvención en algo rentable? La respuesta reside en un cuarto factor, soslayado por Erlich y otros que también han intentado diagnosticar este dilema, a saber: la transparencia ecológica. Saber en qué aspecto de un sistema debemos centrarnos supone una gran ventaja. Consideremos, por ejemplo, uno de los problemas que amenazan a nuestra especie, nuestro suicidio lento y masivo, a medida que los sistemas humanos van degradando los sistemas globales en los que se sustenta la vida de este planeta. Este es un problema que quizás podamos empezar a entender con el análisis del ciclo vital [acrónimo de ACV o, en inglés, LCA, de life cycle analysis] de los productos y procesos que lo causan. El análisis del ciclo vital de cada uno de los cerca de 2000 eslabones que componen la cadena de suministro de un simple recipiente de cristal pone de manifiesto, por ejemplo, la existencia de numerosos impactos, que van desde las emisiones al aire, el agua y el suelo hasta el impacto sobre la salud o la degradación de un determinado ecosistema. La adición de soda cáustica a la mezcla del cristal (uno de esos vínculos) da cuenta del 6% del impacto ecológico provocado por la fabricación de ese recipiente y del 3% de sus daños para la salud, mientras que el 20% del efecto sobre el calentamiento climático provocado se debe a las plantas eléctricas que generan la energía eléctrica necesaria para su creación. Y cada uno de los 659 ingredientes utilizados en su fabricación posee su propio perfil en el análisis del ciclo vital… y así hasta el infinito. Pero el tsunami de información proporcionado por el análisis del ciclo vital puede resultar desmesurado hasta para los ecologistas más recalcitrantes. Un sistema de información diseñado para almacenar toda la información referente al ciclo vital arrojaría un desbordante aluvión de millones o hasta miles de millones de datos puntuales. El conocimiento de tales datos, sin embargo, puede ayudarnos a identificar el momento más adecuado de la historia de ese producto en que nuestra incidencia contribuiría más positivamente a reducir su impacto ecológico[173]. La necesidad de centrarnos en un orden menos complejo (ya sea para ordenar nuestro armario, implantar una determinada estrategia comercial, o analizar los datos que nos proporciona el análisis del ciclo vital) refleja una verdad fundamental. Y es que, por más que vivamos dentro de sistemas sumamente complejos, carecemos de la capacidad cognitiva necesaria para entenderlos o gestionarlos adecuadamente. Y nuestro cerebro ha resuelto el problema que supone sortear la complejidad recurriendo a reglas de decisión muy sencillas. Navegar, por ejemplo, por el intrincado mundo social compuesto por todas las personas que conocemos resulta más fácil si apelamos, como regla general de organización, a la confianza[174]. Existe, para simplificar el aluvión de información proporcionada por el análisis del ciclo vital, un software prometedor que se centra en los cuatro principales impactos que se producen en los cuatro niveles de la cadena de distribución de un producto[175]. Esto abarca cerca del 20% de las causas que explican en torno al 80% de los efectos, una ratio (conocida como principio de Pareto), según la cual basta, para explicar la mayoría de los efectos, con un pequeño número de variables. Este procedimiento heurístico es el que explica que un determinado flujo de datos desemboque en un «¡Eureka!» o que la información acabe desbordándonos. Esa alternativa («¡Ya lo entiendo!» versus «¡Demasiada información!») está ligada a los circuitos dorsolaterales, una delgada franja ubicada en el área prefrontal del cerebro. El árbitro, pues, de ese punto de inflexión cognitivo reside en las mismas neuronas que mantienen a raya los impulsos turbulentos de la amígdala. Cuando nos vemos cognitivamente desbordados, el sistema dorsolateral se rinde, nuestras decisiones empeoran y aumenta también nuestra ansiedad[176]. porque es muy probable que, en tal caso, rebasemos el punto de inflexión a partir del cual el aumento de datos no haga sino empeorar las cosas. Resulta mucho mejor centrarse, en medio de un aluvión de datos, en un pequeño número de pautas significativas, ignorando simultáneamente el resto. Nuestro neocórtex incluye un detector de pautas destinado a simplificar la complejidad ateniéndonos a reglas de decisión manejables. Una capacidad cognitiva que sigue aumentando a medida que pasan los años es la denominada «inteligencia cristalizada», es decir, la capacidad de diferenciar lo relevante de lo anodino o, dicho en otras palabras, la señal del ruido. Esto es lo que algunos llaman también sabiduría. ¿Cuál es nuestra huella positiva? Yo estoy tan atrapado en esta situación como todo el mundo. Y debo decir que el hecho de centrar nuestra atención en el impacto que provocamos en nuestro entorno no hace sino estimular los circuitos asociados a las emociones estresantes y generar culpa y depresión. No olvidemos que las emociones dirigen nuestra atención y que solemos apartar la atención de aquello que nos resulta desagradable. Yo creía que el conocimiento del impacto negativo de las cosas que compramos y fabricamos (es decir, el conocimiento de nuestra huella ecológica negativa) pondría en marcha, a través del voto que suponen nuestras compras, un movimiento que inclinaría el mercado hacia alternativas más adecuadas[177]. Pero, aunque siga pensando que esa es una buena idea, he acabado dándome cuenta de que soslayé la importante verdad psicológica de que centrarnos en lo negativo desemboca en el desaliento y la falta de compromiso. Y es que, en el momento en que se ponen en marcha los centros neuronales que se ocupan del estrés, nuestro centro de interés pasa a ser el estrés mismo y el modo de aliviarlo. Pero, por más que entonces anhelemos desconectar, lo que realmente necesitamos es una visión más positiva. Recomiendo al lector que visite Handprinter.org, una web que nos invita a tomar la iniciativa en el ámbito de las mejoras medioambientales. Handprinter nos proporciona una imagen gráfica de los resultados del análisis del ciclo vital que nos ayuda a evaluar el impacto de nuestros hábitos (como cocinar, viajar, calentarnos y refrescarnos) y determinar la línea de partida de nuestra huella de carbono. Pero ese no es más que el comienzo porque, agrupando todas las cosas positivas que, en este sentido, llevamos a cabo (como utilizar energías renovables, ir al trabajo en bicicleta o bajar algún grado el termostato, por ejemplo), Handprinter nos proporciona una estimación bastante objetiva del impacto positivo provocado por nuestra huella ecológica. La idea consiste en seguir introduciendo mejoras hasta que nuestra huella positiva sea mayor que nuestra huella negativa, momento en el cual nuestro impacto sobre el planeta empieza a ser beneficioso. Y, si puede hacer que otras personas sigan su ejemplo y adopten cambios parecidos, la huella positiva aumentará considerablemente. Handprinter está presente en las redes sociales y cuenta con una aplicación para Facebook. De este modo, familias, tiendas, equipos, clubes y hasta empresas y pueblos pueden contribuir juntos a aumentar su huella positiva. Y lo mismo podríamos decir también con respecto al ámbito escolar, un escenario que Gregory Norris, que puso en marcha Handprinter, considera especialmente prometedor. Norris es un ecologista industrial que estudió con John Sterman en el MIT, donde aprendió el análisis del ciclo vital. En la actualidad, Norris trabaja en una escuela primaria en York (Maine), para ayudarles a aumentar el impacto de su huella ecológica positiva. Norris consiguió que el responsable de sostenibilidad de Owens-Corning, el gran fabricante de productos de vidrio, le donase 300 fundas de fibra de vidrio para cubrir los calentadores de agua de la escuela. Esas fundas pueden reducir significativamente, en el Estado de Maine, las emisiones de carbono y ahorrar a cada hogar unos 70 dólares al año en la factura de la luz[178]. Los hogares que utilizaron esas fundas compartieron parte de su ahorro energético con la escuela, que, de ese modo, pudo llevar a cabo algunas mejoras y aprovechar el superávit para comprar más fundas y donarlas a otras dos escuelas[179]. Y esas dos escuelas repetirán, a su vez, el proceso, proporcionando fundas para calentadores de agua a otras dos escuelas en una progresión continua que puede desencadenar un efecto dominó que, empezando en una determinada región, acabe yendo más allá de las fronteras del Estado. Los créditos así obtenidos por cada escuela participante en la reducción de la huella ecológica durante la primera ronda fueron, para una vida esperada de la funda de unos 10 años, de cerca de 130 toneladas de CO2. Pero Handprinter ha seguido concediendo créditos a todas las escuelas que han entrado a formar parte de la cadena (que, al cabo de solo seis rondas, son 128), con una reducción equivalente de emisiones de CO2 de unas 16 000 toneladas. Esto supondría, dada una duración aproximada de cada «ronda» de unos tres meses, una reducción de 60 000 toneladas de emisiones al comienzo del tercer año y de un millón durante el cuarto. «El valor inicial del análisis del ciclo vital de la funda empieza, teniendo en cuenta la cadena de suministros y su vida útil, siendo negativo —afirma Norris—. Al considerar, sin embargo, el impacto que, a la larga, tiene su uso en la emisión de gases de efecto invernadero, ese efecto resulta cada vez más positivo, porque los hogares consumen menos energía procedente de plantas eléctricas que queman carbón y más de las que no utilizan tanto combustible fósil[180]». Handprinter nos ayuda a dejar en segundo plano la huella negativa y colocar, al mismo tiempo, en primer plano, la huella positiva. Cuando lo que nos motiva son las emociones positivas, lo que hacemos nos parece más importante y el impulso a actuar más duradero. Todo permanece, entonces, más tiempo en nuestra atención. Es cierto que el miedo puede llamar fácilmente nuestra atención, pero cuando hacemos algo y nos sentimos un poco mejor, creemos que ya está todo hecho. «Poca gente prestaba atención, hace 20 años, al efecto de su actividad en las emisiones de carbono —observa Elke Weber, de Columbia—, pero tampoco había, por aquel entonces, modo alguno de medirlo. Hoy en día, la huella negativa nos proporciona un indicio de lo que hacemos y facilita, al establecer el lugar en el que, en ese sentido, nos hallamos, nuestro proceso de toma de decisiones. Y esto nos ayuda a prestar más atención a lo que medimos y a asumir objetivos que se encuentren a nuestro alcance. »La huella negativa es, como su nombre indica, un valor negativo y las emociones negativas son poco motivadoras. Podemos llamar la atención de las mujeres para que se sometan periódicamente a un examen de mama asustándolas con lo que, en caso de que no lo hicieran, podría ocurrirles. Es cierto que esa táctica permite captar la atención, pero como el miedo es una emoción negativa, tiene un valor motivador limitado, ya que las personas solo llevan a cabo las acciones mínimas necesarias para cambiar ese estado de ánimo por otro más positivo y acaban ignorándolo. »Para que se produzca un cambio a largo plazo —precisa Weber—, necesitamos una acción sostenida, un mensaje positivo que nos diga cuáles son las mejores acciones que hay que emprender. Y con este tipo de medición podemos ver el bien que estamos haciendo y sentirnos, en la medida en que perseveramos en ello, cada vez mejor. Por ello la huella positiva resulta tan interesante». La alfabetización sistémica Raid on Bungeling Bay era un antiguo videojuego en el que el jugador, situado en un helicóptero, debía atacar las instalaciones militares de su enemigo y bombardear sus fábricas, carreteras, muelles, tanques, aviones y barcos. Pero si, en algún momento, el jugador se daba cuenta de la posibilidad de atacar la cadena de abastecimiento del enemigo, podía asumir una estrategia más incisiva bombardeando sus barcos de suministro. «La mayoría, sin embargo, se limitaban a bombardear todo lo que podían», afirma Will Wright, el diseñador del juego, más conocido como el cerebro que hay detrás de SimCity y de sus universos sucesivos de simulaciones para múltiples jugadores[181]. Una de las primeras inspiraciones que llevaron a Wright a diseñar esos mundos virtuales fue el trabajo, en el MIT, de Jay Forrester (mentor de John Sterman y fundador de la moderna teoría sistémica) que, durante la década de los cincuenta, fue uno de los pioneros en el intento de simular con un ordenador un sistema vivo. Y, si bien existen dudas razonables sobre el impacto social que estos juegos tienen en los niños, uno de sus beneficios menos reconocidos consiste en desarrollar la capacidad de descubrir las reglas básicas de una realidad desconocida. Son juegos que enseñan a los niños a experimentar con sistemas complejos. Ganar exige, en opinión de Wright, un conocimiento intuitivo de los algoritmos integrados en el juego y aprender a navegar a través de ellos[182]. «En las escuelas se debería enseñar a pensar en términos de ensayo y error, fundamento mental de la llamada ingeniería inversa, el tipo de pensamiento que utiliza, precisamente, el niño en los videojuegos. Así es como los juegos nos enseñan —concluye Wright— a enfrentarnos a un mundo cada vez más complejo». «Los niños son, por naturaleza, pensadores sistémicos —afirma Peter Senge, que se dedica a enseñar esta disciplina en el entorno escolar—. Si le pides a 3 niños de 6 años que traten de explicar por qué hay tantas peleas en el patio de recreo, no tardarán en decirte, a su modo, que están atrapados en un bucle en el que se sienten heridos por los insultos, lo que provoca, a su vez, una escalada de insultos y sentimientos heridos, hasta que todo desemboca en una pelea». ¿Por qué no incluir, como la formación en navegación celeste que recibió Mau, la dimensión sistémica en la educación general que nuestra cultura transmite a nuestros hijos? Este sería un objetivo al que bien podríamos calificar como alfabetización sistémica. Gregory Norris forma parte del Center for Health and the Global Environment de la Harvard School of Public Health [Centro de Salud y Medio Ambiente Global de la Escuela de Salud Pública de Harvard], donde imparte, desde hace tiempo, un curso sobre el análisis de ciclo vital. Norris y yo llevamos a cabo un brainstorming sobre el modo de incluir, en los planes de estudio, el conocimiento sistémico y el análisis del ciclo vital. Consideremos, por ejemplo, la reducción de la tasa de partículas emitidas a la atmósfera por las centrales eléctricas que implicaría el uso doméstico de fundas para los calentadores del agua. Existen dos tipos fundamentales de estas partículas, ambas nocivas para el sistema respiratorio, las diminutas partículas que se alojan en los recovecos más profundos de los pulmones y otras que, partiendo del óxido nitroso y el dióxido de azufre, acaban transformándose en partículas que tienen el mismo efecto perjudicial que aquellas. Estas partículas constituyen un problema extraordinario de salud pública, especialmente en aglomeraciones urbanas como Los Ángeles, Beijing, Ciudad de México y Nueva Delhi, donde la polución suele ser muy elevada. La Organización Mundial de la Salud estima que la contaminación atmosférica causa 3,2 millones de muertes al año en todo el mundo[183]. A la vista de estos datos, una clase de salud o matemáticas podría dedicarse a calcular, en un día muy contaminado, los «años de vida potencialmente perdidos» (avpp, un indicador de los años de vida productiva perdidos por muerte prematura [DALY en inglés]) por el ciudadano, teniendo en cuenta los días de vida sana perdidos debidos al impacto de las emisiones a la atmósfera. Este valor podría calcularse incluso en cantidades diminutas de exposición y traducirse luego en términos de la incidencia de determinadas enfermedades. Estos sistemas podrían analizarse desde perspectivas muy diferentes. Una clase de biología, por ejemplo, podría dedicarse al estudio de los mecanismos implicados en la creación del asma, el enfisema o las enfermedades cardiovasculares debido a las partículas alojadas en los pulmones. La clase de química, por su parte, podría ocuparse del estudio del proceso de transformación del óxido nitroso y el dióxido de azufre en esas partículas. Los estudios medioambientales, la educación para la ciudadanía y la política social podrían centrarse, por último, en las cuestiones relativas al modo en que los sistemas actuales de energía, transporte y construcción ponen continuamente en peligro la salud pública y lo que podríamos hacer para reducir esas amenazas. La inclusión de este tipo de aprendizaje en los planes de estudio establecería un andamiaje conceptual más explícito del pensamiento sistémico que los alumnos de grados superiores podrían posteriormente perfeccionar[184]. «Se requiere, para detectar las interacciones sistémicas, una visión panorámica —afirma Richard Davidson— y, para ello, es necesaria una flexibilidad de la atención que, como el objetivo de una cámara fotográfica, nos permita abrir y cerrar nuestro foco de atención para poder ver, de ese modo, tanto los árboles como el bosque». No estaría de más, a medida que la educación va actualizando sus modelos mentales, incluir, en los programas escolares, la interpretación de los mapas cognitivos relacionados, por ejemplo, con la industria ecológica. Ello ampliará el acervo de reglas a las que apelar cuando, siendo adultos, se vean obligados a tomar decisiones. Pero también influiría en nuestras decisiones sobre las marcas que, como consumidores, debemos elegir o descartar. Y ese aprendizaje afectaría también a muchas de las decisiones que debemos tomar en el entorno laboral, desde dónde conviene invertir hasta los procesos de fabricación, el suministro de materias primas y las posibles estrategias comerciales. Y esta forma de pensar llevaría a que nuestras generaciones más jóvenes se interesaran más por la investigación y el desarrollo, en especial por algo semejante a la biomimética (es decir, la ciencia que busca inspiración en el funcionamiento de la naturaleza). La práctica totalidad de las plataformas industriales, de los productos químicos y de los procesos de fabricación actuales se desarrollaron en un tiempo en el que nadie conocía —ni, en consecuencia, se preocupaba— el impacto ecológico. Pero, ahora que contamos con el pensamiento sistémico y la lente que nos proporciona el análisis del ciclo vital, necesitamos reinventarlo todo, lo que también implica una extraordinaria oportunidad empresarial para el futuro. En una reunión celebrada a puerta cerrada con una docena de directores de sostenibilidad, me sentí muy alentado al escucharles enumerar todas las mejoras realizadas por sus empresas, que iban desde alimentar fábricas con energía solar para ahorrar energía, hasta la compra de materias primas sostenibles. Pero me sentí igualmente deprimido al escuchar la lamentable conclusión general de que «eso parece importar muy poco a nuestros clientes». La iniciativa educativa que acabamos de esbozar contribuiría a resolver, a largo plazo, este problema. Los jóvenes viven en un mundo de medios de comunicación social, en el que las fuerzas emergentes de la hiperconexión digital pueden hacer tambalear mentes y mercados. Si un enfoque como el de Handprinter se tornase viral, podría desencadenar una fuerza económica, hoy ausente, que obligase a las empresas a cambiar el modo en que abordan su negocio. Para enfrentarse a un sistema inmenso, la atención necesita expandirse mucho. El horizonte de un ojo es muy limitado, pero esa limitación se expande cuando son muchos los ojos que miran. Cuanto más fuerte es una entidad, más información relevante capta, mejor la entiende y más adecuadamente responde. Añadamos, pues, la educación sistémica a la larga y creciente lista de lo que, para evitar el colapso planetario, está haciendo ya gente en todo el mundo. Y, cuantos más seamos, mejor, porque el cambio se acelerará cuanto más dispersos se hallen los fulcros en los que apliquemos nuestro esfuerzo. Ese es, precisamente, el argumento esgrimido por Paul Hawken en su libro Blessed Unrest. Después de la falta de acuerdo (lamentablemente tan habitual en ese tipo de encuentros) de la cumbre sobre el cambio climático celebrada, en el año 2009, en Copenhague, Hawken dijo: «Es irrelevante, porque no creo que el cambio pueda venir de ahí». Según Hawken: «Imaginemos a 50 000 personas en Copenhague intercambiando información, notas, cartas, contactos e ideas, etcétera, y difundiéndolas luego al volver a sus 192 países de origen, distribuidos por todo lo largo y ancho del mundo. La energía y el clima son sistemas y sus problemas, en consecuencia, son sistémicos. Esto significa que todo lo que hacemos puede formar parte de la curación del sistema y que no existe punto de apoyo arquimediano en el que fracasemos… o, si nos esforzamos, no podamos tener éxito»[185]. Parte V: La práctica inteligente 15. El mito de las 10 000 horas La Iditarod es una carrera, tal vez la más dura del mundo, en la que, durante más de una semana, equipos de perros de trineo compiten para ver quien atraviesa antes unos 1800 kilómetros de hielo ártico. Por lo general, los perros que tiran del trineo y el musher [el conductor del trineo] corren de día y descansan de noche, o viceversa. Pero, en lugar de atenerse a los periodos de 12 horas de carrera y 12 de descanso habituales, Susan Butcher reinventó la Iditarod corriendo y descansando en tramos de 4 a 6 horas durante todo el día y toda la noche. La suya fue una innovación no exenta de riesgos, porque contaba con menos tiempo para dormir, pero Butcher y sus perros habían practicado de ese modo y, desde el primer intento, estaba convencida de que ese empeño endiablado podía funcionar. Butcher, que ganó cuatro veces la Iditarod, falleció de leucemia (que también se había cobrado, durante su infancia, la vida de su hermano) una década después de sus días de competición. En su honor, el Estado de Alaska declaró el primer día de Iditarod como Día de Susan Butcher. Butcher, que era veterinaria, también fue una innovadora en el tratamiento amable y cuidadoso de sus perros haciendo, de su entrenamiento y atención durante todo el año, la norma en lugar de la excepción. Y también era agudamente consciente de los límites biológicos de sus perros y de su propio cuerpo. De hecho, una de las principales críticas vertidas sobre la carrera era el tratamiento que, en ella, se daba a los perros. Butcher adiestraba a sus perros como el corredor de maratón se entrena para una carrera, concediendo al descanso la misma importancia que al ejercicio. «El cuidado de los perros era, para Susan, la prioridad fundamental —me dijo su marido, David Monson—. Consideraba a sus perros como atletas profesionales y les proporcionaba, en consecuencia, durante todo el año, el mejor entrenamiento, la comida más selecta y la más esmerada atención veterinaria». Y no debemos olvidar su propio entrenamiento. «La gente no puede imaginarse las complejidades que implica preparar una expedición, que puede durar hasta dos semanas, a través de 1600 kilómetros por el hielo y la nieve —me dijo Monson—. Uno está a merced de ventiscas y de temperaturas de entre 40 y 60 grados bajo cero. Hay que llevar cajas con herramientas, comida y medicinas para uno y sus perros y tomar las decisiones estratégicas adecuadas. No es muy distinto a preparar una expedición para escalar el Everest. »Entre los diferentes puntos de control, separados entre 140 y 160 kilómetros, por ejemplo, uno debe dejar reservas de comida y suministros para el siguiente tramo y medio kilo de comida para cada perro todos los días. Pero si, en el siguiente tramo, se desata una ventisca, debe llevar también refugio y comida adicional para los perros… lo que añade un peso extra». Butcher tenía que adoptar ese tipo de decisiones estratégicas —además de permanecer vigilante y atenta— durmiendo una o dos horas al día. Mientras sus perros disponían del mismo tiempo para descansar que para correr, ella debía ocuparse, durante los descansos, de atender y alimentar a los perros y a sí misma y llevar también a cabo las reparaciones necesarias. «Tomar, en situaciones tan agotadoras y estresantes, la decisión correcta —afirma Monson—, requiere mucho tiempo de cuidadoso entrenamiento». Fueron muchas las horas que Butcher dedicó a perfeccionar sus habilidades como musher, estudiando las características de la nieve y el hielo y relacionándose con sus perros, aunque la parte más importante de su régimen de entrenamiento fue la autodisciplina. «Lo que explica su éxito —me dijo Joe Runyan, otro ganador de la Iditarod— era su extraordinaria concentración». La «regla de las 10 000 horas» [equivalente a 3 horas de entrenamiento diario durante 10 años] es un nivel de práctica que se ha llegado a considerar la clave del éxito en cualquier dominio y ha acabado convirtiéndose en una especie de letanía sagrada que se recita en todos los talleres sobre mejora del rendimiento y de la que se hacen eco muchas páginas web[186]. El problema es que se trata de una media verdad. Si somos, pongamos por caso, malos jugando al golf e incurrimos una y otra vez en los mismos errores, nuestro juego no mejorará, independientemente de que hayamos superado el listón de las 10 000 horas. Seguiremos, en tal caso, siendo igual de patosos… aunque, eso sí, un poco más viejos. Anders Ericsson, psicólogo de la Universidad del Estado de Florida que se ha dedicado a investigar el grado de pericia adquirida tras la aplicación de la regla de las 10 000 horas, me dijo: «De poco sirve la mera repetición mecánica. Es necesario, para aproximarnos a nuestro objetivo, ajustar una y otra vez nuestra meta[187]. »Hay que ir adaptándose poco a poco —añade— permitiendo, al comienzo, más errores que, a medida que nuestros límites se expanden, debemos ir ajustando». Exceptuando deportes como el baloncesto o el rugby, en los que intervienen rasgos físicos como la estatura y la corpulencia, sostiene Ericsson, casi cualquiera puede alcanzar las cotas más elevadas del desempeño. Los mushers de la Iditarod descartaron, al comienzo, toda posibilidad de que Susan Butcher ganase la carrera. «En aquella época —recuerda David Monson—, la Iditarod era considerada una carrera para hombres tipo cowboy. Solo competían en ella tipos rudos que insistían en que, mimando a sus perros como lo hacía Susan, jamás podría ganar. Pero, después de ganar varios años consecutivos, la gente se dio cuenta de que sus perros eran los mejor preparados para enfrentarse a los rigores de la carrera, lo que ha acabado transformando por completo el modo en que hoy se preparan los participantes». Ericsson afirma que el secreto de la victoria radica en la «práctica deliberada», en la que un entrenador experimentado (precisamente lo que Susan Butcher, una veterinaria experta, era para sus perros) nos dirige, durante meses o años, a través de un entrenamiento bien diseñado al que nos entregamos plenamente. Pero no basta, para alcanzar un gran nivel de desempeño, con muchas horas de práctica. Lo que importa, en cualquier dominio que consideremos, es el modo en que los expertos prestan atención mientras practican. En su estudio sobre violinistas (que sirvió para establecer, por cierto, el límite de las 10 000 horas), por ejemplo, Ericsson descubrióque los expertos se entrenaban, guiados por un maestro, conplena concentración, en mejorar un aspecto concreto de su ejecución[188].La cosa no se limita, pues, a las horas de ejercicio, sino que también son importantes el feedback y la concentración. Mejorar una habilidad requiere de la participación de un foco descendente. La neuroplasticidad, el fortalecimiento de los circuitos cerebrales más antiguos y el establecimiento de nuevas conexiones para ejercitar la habilidad que estemos practicando, requiere atención. Cuando, por el contrario, la práctica discurre mientras nos ocupamos de otra cosa, nuestro cerebro no reconstruye los circuitos relevantes para esa rutina concreta. La ensoñación cotidiana arruina la práctica. Poco mejora el desempeño de quienes pasan, mientras se ejercitan, de una cosa a otra. La atención plena parece alentar la velocidad de procesamiento mental, fortalecer las conexiones sinápticas y establecer o expandir redes neuronales ligadas a lo que estamos ejercitando. Al menos al comienzo porque, cuando dominamos una nueva rutina, la práctica repetida transfiere el control de dicha habilidad desde el circuito descendente (característico del foco de atención deliberado) al ascendente (que lleva a cabo la tarea sin realizar esfuerzo alguno). A partir de ese momento, ya no necesitamos pensar y podemos responder bastante bien con el piloto automático[189]. En este punto radica, precisamente, la diferencia que existe entre expertos y aficionados. Estos últimos se sienten satisfechos con permitir que, a partir de un determinado momento, sus esfuerzos se conviertan en operaciones ascendentes. Al cabo de unas 50 horas aproximadas de entrenamiento (ya sea esquiando o conduciendo, por ejemplo), las personas logran un nivel de rendimiento «relativamente aceptable», que les permite realizar los movimientos casi sin esfuerzo. Ya no tienen necesidad entonces de concentrarse en el ejercicio, sino que se limitan a dejarse llevar. Independientemente, sin embargo, del tiempo que dediquen a la práctica de esta modalidad ascendente, su mejora será imperceptible. Los expertos, por su parte, nunca dejan de prestar una atención descendente, contrarrestando deliberadamente, de ese modo, la tendencia del cerebro a automatizar rutinas. Se concentran activamente en los movimientos que todavía deben perfeccionar, corrigiendo lo que no funciona y ajustando, en consecuencia, sus modelos mentales. El secreto de la práctica inteligente se resume en concentrarse en los detalles de los comentarios que proporciona un entrenador experimentado. Quienes se hallan en la cúspide jamás dejan de aprender. Y si, en algún momento, tiran la toalla y abandonan la modalidad de entrenamiento inteligente, su rendimiento empieza a moverse por vías ascendentes y sus habilidades se estancan. «El experto —afirma Ericsson— contrarresta activamente la tendencia a la automaticidad elaborando y seleccionando de forma deliberada un entrenamiento cuyo objetivo exceda su nivel actual de desempeño. Cuanto más tiempo dediquen los expertos —añade— a la práctica deliberada con plena concentración, más desarrollada y perfecta será su ejecución[190]». Susan Butcher se entrenaba a sí misma y a sus perros para funcionar como una unidad de elevado rendimiento. En lugar de arriesgarse a que, después de haber competido al máximo, sus perros bajasen el ritmo, se sometía a sí misma y a sus perros, durante todo el año, a ciclos que alternaban 24 horas de carrera con periodos de descanso y luego paraban un par de días. No es de extrañar que, cuando llegaba el día de la Iditarod, se hallara en tan buenas condiciones. Pero la atención concentrada, como los músculos en tensión, acaba fatigándose. Quizás por eso Ericsson constató que los competidores de talla mundial —independientemente de que se trate de levantadores de pesas, pianistas o perros de un equipo de trineo— suelen limitar la práctica más exigente a unas 4 horas diarias. Y es que, para ellos, el descanso y la recuperación física y mental forman parte integral de su régimen de entrenamiento. Aunque traten de llevarse a sí mismos y a sus cuerpos hasta el límite, no los fuerzan tanto como para que, durante la sesión, su foco de atención se disperse. La práctica óptima requiere de una concentración óptima. Los chunks de la atención Cuando, en sus giras mundiales, el Dalái Lama se dirige a grandes audiencias, lo hace a menudo acompañado de Thupten Jinpa, su principal traductor al inglés. Jinpa escucha con atención absorta el parlamento en tibetano de Su Santidad, tomando ocasionalmente alguna nota. Luego, cuando se produce una pausa, Jinpa repite en inglés, con su elegante acento de Oxbridge, lo que Su Santidad acaba de decir[191]. En las ocasiones en que, con la ayuda de un traductor como Jinpa, he impartido alguna conferencia en el extranjero, siempre me han pedido que, para que el traductor pudiese repetir mis palabras en el idioma local, hiciese una pausa cada pocas frases porque, de otro modo, tendría demasiado que recordar. Pero las veces en que he visto actuar, ante una audiencia de miles de personas, a este curioso dúo, el Dalái Lama parecía pronunciar fragmentos cada vez más largos, antes de efectuar una pausa para que Jinpa los tradujese al inglés. Recuerdo una ocasión en la que estuvo hablando, antes de detenerse, un cuarto de hora al menos, un periodo demasiado largo hasta para el más avezado de los traductores. Cuando el Dalái Lama concluyó, Jinpa guardó silencio unos instantes, mientras la audiencia se veía palpablemente consternada ante el reto memorístico que estaba a punto de presenciar. Entonces Jinpa empezó su traducción y siguió hablando ininterrumpidamente, sin titubear, durante 15 largos minutos. Todo el mundo, después de tal hazaña, se quedó tan boquiabierto que rompió a aplaudir espontáneamente. ¿Cuál es el secreto de esa habilidad? Cuando se lo pregunté, Jinpa atribuyó su prodigiosa memoria al entrenamiento al que, siendo un joven monje, se había visto sometido en un monasterio tibetano del sur de la India, cuyo programa incluía aprender de memoria largos textos. «Empezamos cuando apenas tenemos 8 o 9 años —me dijo—. Estudiamos textos en tibetano clásico, que todavía no entendemos, y memorizamos los sonidos, algo que supongo que debe asemejarse, en el caso de un monje católico, a aprender de memoria un texto en latín. Parte de los textos son cánticos litúrgicos que los monjes recitan completamente de memoria». Algunos de los textos que los jóvenes monjes memorizan tienen hasta 30 páginas, así como centenares de páginas de comentarios. «Comenzábamos con 20 líneas que aprendíamos de memoria por la mañana y luego las repetíamos varias veces a lo largo del día con el respaldo del texto y, llegada la noche, las repetíamos de nuevo, esta vez sin apoyo alguno, en medio de la oscuridad. Al día siguiente, agregábamos otras 20 líneas, que recitábamos, junto a las 20 anteriores, y así hasta que conseguíamos memorizar el texto entero». El especialista en entrenamiento inteligente Anders Ericsson enseñó una habilidad parecida a estudiantes universitarios norteamericanos que, a base de perseverancia, aprendieron a memorizar correctamente hasta 102 dígitos aleatorios (un nivel que les requirió 400 horas de práctica concentrada). En opinión de Ericsson, una atención afinada permite a los estudiantes encontrar caminos más elegantes hacia el rendimiento, ya sea ante el teclado o en el laberinto de la mente. «Esta aplicación de la atención —me confesó Jinpa— requiere, por más aburrida que resulte, paciencia y tenacidad». La memorización inteligente parece expandir la capacidad de la memoria operativa a corto plazo, que nos permite almacenar, durante breves instantes, aquello a lo que estamos prestando atención, hasta que acabamos transfiriéndolo a la memoria a largo plazo. Pero ese incremento tiene un carácter funcional y no supone una expansión real, en cada momento, de los límites de nuestra atención. El secreto consiste en fraccionar la información [es decir, dividirla en chunks], una forma de práctica inteligente. «Cuando Su Santidad habla —me dijo Jinpa— sé, en esencia, el meollo de lo que está diciendo y la mayoría de las veces conozco también el texto concreto al que se refiere. Asimismo tomo breves notas de los puntos clave, que luego rara vez consulto». Esas anotaciones constituyen una forma de fragmentación. Como Herbert Simon, el fallecido premio Nobel y profesor de Informática en la Universidad Carnegie-Mellon me dijo, hace ya algunos años: «Cada experto ha adquirido, de algún modo, esta capacidad de memoria» dentro de su especialidad. «La memoria es como un índice y los expertos son aquellos capaces de gestionar unos 50 000 fragmentos de unidades de información que, en el caso de los médicos, por ejemplo, suelen ser síntomas[192]». En el gimnasio de la mente Pensemos en la atención como un músculo mental que se fortalece a medida que se ejercita. Los ejercicios de memorización desarrollan ese músculo y también lo hace la concentración. Advertir el momento en que nuestra mente empieza a divagar y llevarla una y otra vez hacia nuestro objetivo constituye el equivalente mental al levantamiento repetido de pesas. Esa es la esencia de la concentración en un punto alentada por la meditación que, contemplada a través de la lente de la neurociencia cognitiva, siempre implica un adiestramiento de la atención. De ese modo, recibimos la instrucción de centrar nuestra mente en un objeto, como un mantra o la respiración. Pero, si lo intentamos un rato, es inevitable que nuestra mente se distraiga. La enseñanza universal de la meditación insiste en que, cuando nuestra mente divague —y nos demos cuenta de ello—, la llevemos de vuelta a su punto focal y la mantengamos ahí. Y, cuando vuelva a distraerse, volvamos a hacer lo mismo. Y así una y otra vez. Los neurocientíficos de la Universidad Emory utilizaron un fMRI [imagen de resonancia magnética funcional] para observar lo que sucede en el cerebro de los meditadores cuando llevan a cabo este simple movimiento mental[193]. Cuatro son los pasos que implica este ciclo cognitivo: la mente se distrae, nos damos cuenta de que se ha distraído, llevamos nuevamente la atención a la respiración, y la mantenemos ahí. Durante la fase de distracción, el cerebro activa los circuitos mediales habituales, pero en el momento en que nos damos cuenta de que nuestra mente se ha distraído, es otra la red de atención que se activa (destinada, en este caso, a captar los rasgos prominentes), y, cuando dirigimos nuestra atención hacia la respiración y la mantenemos ahí, se activan los circuitos prefrontales que están a cargo del control cognitivo. Como sucede con cualquier otro entrenamiento, el fortalecimiento del músculo de la atención depende de su ejercicio. Y, según constata en un estudio, la persona que ha dedicado muchas horas a la meditación tarda menos, cuando reconoce la distracción mental, en desactivar la franja medial. Y el ejercicio también, del mismo modo, torna menos «pegajosos» sus pensamientos, con lo cual le resulta más sencillo dejarlos a un lado y volver a la respiración. En tal caso, existe una mayor conectividad neuronal entre la región responsable de la divagación mental y la que se ocupa de desconectar la atención[194]. Ese aumento de conectividad en los meditadores experimentados los convierte, en opinión de ese estudio, en el equivalente mental de los levantadores de pesas de competición con pectorales perfectamente esculpidos. Pero los especialistas en musculación saben bien que no basta, para conseguir un vientre «tableta de chocolate» con el levantamiento de pesas, sino que es necesario también llevar a cabo una serie concreta de ejercicios que activen los músculos relevantes. Y, del mismo modo que el desarrollo de un determinado grupo muscular requiere formas especiales de entrenamiento, lo mismo sucede con el entrenamiento de la atención. Y aunque la concentración en un punto constituya el ingrediente básico de toda forma de atención, se trata de una capacidad que puede ser aplicada de muchas formas. Los detalles son, a fin de cuentas, los que marcan la diferencia, tanto en el gimnasio físico, en el que ejercitamos nuestro cuerpo, como en el gimnasio mental, en el que ejercitamos nuestra mente. Subrayar lo positivo Larry David, creador de series televisivas de gran éxito como Seinfeld y Curb your Enthusiasm, es originario de Brooklyn, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Los Ángeles. En una de sus escasas estancias en Manhattan para rodar algunos episodios de Curb —en los que él mismo actúa—, David acudió a ver un partido de béisbol en el Yanquee Stadium. Cuando, durante una de las pausas del juego, las cámaras proyectaron su imagen en las gigantescas pantallas Jumbotron, todos los fans del estadio se pusieron en pie para aplaudirle. Pero cuando, esa misma noche, estaba en el aparcamiento dispuesto a irse, alguien, desde un coche en marcha, le gritó: «¡Larry, eres un imbécil!». Larry David no pudo dejar de pensar, durante todo el camino de vuelta a casa, en ese encuentro: «¿Quién sería esa persona? ¿Qué era lo que había ocurrido? ¿Por qué alguien le decía algo así?». Fue como si el recuerdo de los 50 000 enfervorecidos admiradores se hubiese esfumado y solo quedase, en el escenario de su mente, ese recuerdo de ese incidente[195]. La negatividad circunscribe nuestra atención a un rango muy limitado, aquello que nos perturba[196]. Una regla general de la terapia cognitiva afirma que la mejor receta para la depresión consiste en centrar la atención en los aspectos negativos de la experiencia. El abordaje cognitivo hubiera consistido en alentarle a evocar mentalmente los sentimientos positivos que había experimentado al ver el multitudinario reconocimiento de que había sido objeto y se mantuviese concentrado en ellos. Las emociones positivas abren el foco de nuestra atención, permitiéndonos captarlo todo. Es cierto que cuando contemplamos las cosas con una actitud positiva, nuestra percepción cambia. Como afirma la psicóloga Barbara Frederickson, que se ha dedicado a estudiar los sentimientos positivos y sus efectos, cuando nos sentimos bien nuestra conciencia se expande desde nuestro foco egocéntrico habitual, centrado en el «mí», hasta un foco más inclusivo y cordial, centrado en el «nosotros»[197]. Un apoyo para determinar el funcionamiento de nuestro cerebro consiste en ver si centramos nuestra atención en lo negativo o en lo positivo. Richard Davidson ha constatado que, cuando nos hallamos en un estado de ánimo optimista y energético, se activa el área prefrontal izquierda del cerebro. Esta región también alberga el sistema de circuitos que nos recuerda lo bien que nos sentiremos cuando por fin alcancemos una meta largamente anhelada, lo que explica, por ejemplo, los denodados esfuerzos que realiza un estudiante de postgrado para llevar a buen puerto una exposición que le intimida. La visión positiva determina, a nivel neuronal, el tiempo que podremos seguir sosteniendo esta perspectiva. Una forma práctica de medir esta variable consiste en valorar, por ejemplo, el tiempo que la persona sigue sonriendo después de ver a alguien ayudando a una persona con problemas, o después de ver la emoción de un bebé dando sus primeros pasos. La visión optimista se pone de manifiesto cuando nuestra actitud de mudarse a una nueva ciudad o conocer gente nueva muestra que no tiene por qué ser algo terrible, sino una aventura que nos abre posibilidades muy interesantes, como conocer lugares exóticos y descubrir a nuevos amigos. Es mucho el tiempo que dura el estado de ánimo positivo que acompaña a una situación positiva sorprendente como, por ejemplo, una conversación amable. Como cabría esperar, quienes contemplan la vida desde esta óptica no centran su atención en las nubes, sino en el rayo de luz que se abre paso entre ellas. Lo contrario, es decir, el cinismo, no hace sino alentar el pesimismo. Porque no se trata, en este caso, de que uno se fije en las nubes, sino en la convicción de que, detrás de ellas, acecha un nubarrón todavía más oscuro. Todo depende, dicho en otras palabras, de si centramos nuestra atención en el espectador maleducado o en los 50 000 que aplaudieron entusiasmados. La positividad refleja, en parte, la actividad de los circuitos cerebrales de recompensa. Cuando somos felices, se activa el núcleo accumbens, una región del núcleo estriado ventral, ubicado en el cerebro medio. Este sistema parece esencial para la motivación y para tener la sensación de que lo que estamos haciendo es gratificante. Estos circuitos, ricos en dopamina, movilizan los sentimientos positivos para esforzarnos en el logro de nuestros objetivos y nuestros deseos. Esto se combina con los opiáceos endógenos cerebrales, entre los que destacan las endorfinas, (los neurotransmisores responsables del llamado «subidón del corredor», que nos permite seguir corriendo pese a estar exhaustos). Si la dopamina aumenta la motivación y alienta la perseverancia, los opiáceos le agregan una sensación placentera. Estos circuitos permanecen activos mientras nos hallamos en un estado de ánimo positivo. En un revelador estudio que comparaba a personas deprimidas con voluntarios sanos, Davidson descubrió que, después de presenciar una escena feliz, los individuos deprimidos eran incapaces de mantener mucho tiempo los sentimientos positivos resultantes, porque sus circuitos de recompensa no tardaban en desconectarse[198]. Nuestra área ejecutiva puede movilizar esos circuitos y facilitar, en consecuencia, el mantenimiento de los sentimientos positivos pese a los contratiempos, y perseverar en el intento, haciéndonos sonreír al imaginar lo que supondría el logro de esa meta. Y la positividad reporta, a su vez, grandes beneficios desde el punto de vista del rendimiento, proporcionándonos la energía necesaria para poder centrarnos, pensar con más flexibilidad, perseverar y conectar mejor con las personas que nos rodean. Formulémonos ahora la siguiente pregunta: «¿Qué estaremos haciendo, si todo va bien, dentro de 10 años?». Esa pregunta nos invita a soñar un poco, a ver las cosas que realmente nos importan y cómo eso podría dirigir nuestra vida. «Hablar de sueños y metas positivas estimula centros cerebrales que nos abren a nuevas posibilidades. Pero si la conversación cambia a lo que deberíamos corregir en nosotros, esos centros se desactivan», sostiene Richard Boyatzis, psicólogo en la Facultad Weatherhead de Administración de la Case Western Reserve (y compañero y amigo desde que nos conocimos en la universidad). La investigación dirigida por Boyatzis se ha centrado en los efectos contrapuestos del coaching. Para ello, él y sus colegas escanearon el cerebro de un grupo de estudiantes universitarios a los que entrevistaron[199]. Esa entrevista se centraba, en algunos casos, en aspectos positivos, como la pregunta sobre lo que les gustaría estar haciendo dentro de 10 años y lo que esperaban obtener de su paso por la universidad. Los electroencefalogramas revelaron una activación, durante las entrevistas centradas en lo positivo, de los circuitos que se ocupan de la recompensa y de las áreas cerebrales responsables de los sentimientos positivos y los recuerdos felices. Esa es la impronta neuronal de la apertura que experimentamos cuando nos sentimos inspirados por una visión. El foco de atención de la entrevista, en otros casos, era más negativo y se centraba en los horarios, las tareas, los problemas a la hora de hacer amigos y los temores relativos al rendimiento. Cuando los alumnos tratan de responder a preguntas más negativas, las áreas cerebrales activadas generan ansiedad, tristeza y conflicto mental. Centrarnos en nuestras fortalezas —argumenta Boyatzis— nos alienta a avanzar en pos del futuro anhelado, al tiempo que moviliza la apertura a nuevas ideas, personas y planes, mientras que hacerlo, por el contrario, en nuestras debilidades, moviliza un sentimiento defensivo de obligación y culpa, que acaba encerrándonos en nosotros mismos. La visión positiva alienta el placer en la práctica y el aprendizaje, razón por la cual los atletas y actores más sobresalientes siguen disfrutando del ejercicio de su disciplina. «Necesitamos, para sobrevivir, del foco negativo, pero para esforzarnos, también necesitamos una visión positiva — concluye Boyatzis—. Ambas perspectivas son necesarias, aunque en la proporción adecuada». A la luz, sin embargo, de lo que sabemos sobre el «efecto Losada» —así llamado después de la investigación que, respecto a las emociones de los equipos comerciales de alto rendimiento, realizó el psicólogo organizacional Marcial Losada—, esta ratio debería potenciar más lo positivo que lo negativo. Analizando centenares de esos equipos, Losada llegó a la conclusión de que los más eficaces mostraban una ratio positiva/negativa de no menos de 2,9 sentimientos agradables por cada sentimiento desagradable (y también existe, según parece, un límite superior a la positividad ya que, por encima de una ratio de cerca de 11/1, los equipos parecen tornarse demasiado inestables para seguir siendo eficaces)[200]. Y, según una investigación dirigida por Barbara Frederickson, psicóloga de la Universidad de Carolina del Norte (y colaboradora en la investigación realizada por Losada), esas mismas proporciones resultan también aplicables a las personas que logran el éxito en cualquier faceta de la vida[201]. Boyatzis sostiene que, independientemente de que se trate de un maestro, un padre, un jefe o un ejecutivo, este mismo sesgo hacia la positividad se aplica a cualquier tipo de coaching. Una conversación que parta de los sueños y expectativas de la persona puede conducir a un «camino» de aprendizaje que desemboque en esa visión. Esa conversación podría resumir algunos objetivos concretos de la visión general y considerar luego las implicaciones del logro de dichas metas y las capacidades que, para alcanzarlas, necesitamos desarrollar. Esto contrasta con el enfoque más habitual centrado en las debilidades —ya sea en las malas notas o en el fracaso en el logro de los objetivos trimestrales— y en lo que tenemos que hacer para fortalecerlas. Esta conversación se centra en lo que funciona mal en nosotros, es decir, en nuestros errores y lo que tenemos que hacer para «remediarlos», así como en los sentimientos de culpabilidad, miedo y similares que suscitan. Una de las peores versiones de este abordaje son los padres que, con la intención de que obtenga mejores calificaciones, castigan a su hijo, porque la ansiedad generada por el temor al castigo bloquea la corteza prefrontal del niño, obstaculizando su concentración y dificultando, en consecuencia, el aprendizaje. En los cursos que imparte en la Universidad Case Western Reserve para estudiantes y directivos de nivel intermedio, Boyatzis lleva mucho tiempo partiendo del coaching de los sueños iniciales. Pero no basta, a decir verdad, con el trabajo con los sueños, sino que también se requiere, cada vez que se presente una oportunidad, el ejercicio de la nueva conducta. Y ello podría implicar, en un día cualquiera, una buena decena de ocasiones para ejercitar la rutina que, para el logro de nuestros sueños, tratamos de dominar y cuya práctica va acumulándose. Uno de sus alumnos, por ejemplo, estudiante de un máster ejecutivo, quería aprender a establecer mejores relaciones. «Había estudiado ingeniería —me contó Boyatzis—. Bastaba con que le dieras una tarea para que se sumergiera en ella, pero desentendiéndose de las personas que se esforzaban en llevarla a cabo». Su programa de aprendizaje consistió en «dedicar un tiempo a pensar cómo se sienten los demás». Al fin de contar con ocasiones de bajo riesgo para practicar regularmente esa habilidad lejos de su entorno laboral y de los hábitos que ahí desarrollaba, se ofreció como voluntario para entrenar al equipo de fútbol de su hijo tratando de conectar, mientras lo hacía, con los sentimientos de los jugadores. Otro ejecutivo recibió clases especiales destinadas al mismo proceso de aprendizaje, presentándose como voluntario para trabajar como profesor en el instituto de un barrio deprimido. «Aprovechó esa oportunidad —afirma Boyatzis— para aprender a conectar con los demás y ser más “amable”», un hábito nuevo que luego transfirió a su puesto de trabajo. Tan gratificante le resultó ese ejercicio que siguió con él varios cursos más. Para obtener datos al respecto, Boyatzis lleva a cabo evaluaciones sistemáticas de quienes participan en sus cursos pidiendo, a compañeros de trabajo y otras personas que los conocen bien, que valoren anónimamente el nivel de productividad que, en su opinión, exhiben los participantes en una decena aproximada de las competencias de inteligencia características de las personas de elevado rendimiento (como, por ejemplo, «tratar de entender a los demás escuchándolos atentamente»). Años más tarde, vuelve a someterlos a una evaluación por parte de quienes trabajan con ellos. «Veintiséis estudios longitudinales que rastrean, ahí donde se encuentren, el rendimiento de los participantes —concluyó, en este sentido, Boyatzis—, corroboran, hasta el momento, la estabilidad, siete años después, de los progresos logrados». Independientemente de que se trate de desarrollar una habilidad deportiva o musical, de fortalecer nuestra memoria o de escuchar a los demás, las claves de la práctica inteligente son siempre las mismas, una combinación agradable, en términos ideales, de alegría, estrategia inteligente y concentración. Ya hemos explorado las tres variedades diferentes del foco de atención y el modo de alentarlas. La práctica inteligente se dirige al más fundamental de los niveles, el cultivo de los componentes básicos de la atención sobre los que se asienta este triple foco. 16. El cerebro de los videojuegos El campeón mundial Daniel Cates inició su disciplinada rutina de entrenamiento a los 6 años. Fue después de descubrir su afinidad natural con el videojuego Command & Conquer que, por aquel entonces, iba incluido gratuitamente como regalo en el paquete de instalación del software de Microsoft Windows. A partir de ese momento, Cates dejó de jugar con otros niños y empezó a pasar el tiempo ante el ordenador del sótano de la casa en que vivía[202]. En el instituto en que estudiaba matemáticas y ciencias, Cates siempre se las ingeniaba para faltar a clase y quedarse en la sala de ordenadores jugando al Buscaminas, un juego que consiste en localizar minas ocultas bajo una cuadrícula opaca y señalarlas con una bandera, sin exponerse a ellas ni provocar su explosión. Y si bien, al comienzo, su rendimiento era más bien pobre, interminables horas de práctica le permitieron descubrir todas las minas en un minuto y medio, una hazaña que, cuando comenzó, le parecía imposible (y totalmente inconcebible para mí… y muy probablemente también lejos del alcance de cualquiera que lo intente). A los 16 años, Cates descubrió su auténtica vocación, el póquer en línea. En solo 18 meses, pasó de perder 5 dólares jugando al póquer en directo a ganar hasta 500 000 dólares (poco tiempo antes de que, en los Estados Unidos al menos, apareciesen leyes prohibiéndolo). Y, cuando cumplió 20 años, Cates había ganado, con el póquer, 5,5 millones de dólares, un millón más que los que ese mismo año obtuvo el segundo mejor jugador[203]. Cates obtuvo esa considerable suma «machacando» a sus contrincantes, sin limitarse a jugar una partida tras otra, sino jugando simultáneamente varias partidas con todo tipo de adversarios, desde los novatos hasta los más expertos. Hay que decir que el póquer en línea te permite jugar contra todos los adversarios que puedas manejar al mismo tiempo y recibir un informe instantáneo de tus ganancias y pérdidas y determinar rápidamente tu curva de aprendizaje. De este modo, un adolescente capaz de jugar al mismo tiempo una decena de partidas acumula, en pocos años, tanta práctica sobre las características del juego como el jugador de 50 años que se haya pasado media vida jugando en las mesas de Las Vegas. Es muy probable que la destreza de Cates para el póquer se haya erigido en el andamiaje cognitivo proporcionado por su paso por el juego Command & Control. Ese juego de guerra requiere de un rápido procesamiento cognitivo de factores tales como el despliegue de las propias tropas sin que el adversario lo advierta, detectar las señales que indican que el enemigo empieza a debilitarse y atacarlo entonces despiadadamente. Poco antes de pasar al póquer, Cates fue campeón mundial de Command & Control y las habilidades desarrolladas en este juego acabaron transfiriéndose al póquer. Cuando, ya en su veintena, tomó consciencia de lo estéril de su vida social y de su inexistente vida amorosa, Cates emprendió la búsqueda de un estilo de vida que le permitiese disfrutar de su dinero. ¿Y qué era lo que eso implicaba? Según sus propias palabras: «Chicas y ejercicio». De poco sirve, sin embargo, a un soltero que busca pareja en un bar nocturno, ser una estrella mundialmente conocida en línea. Las habilidades desarrolladas por los videojuegos, como la agresividad despiadada al menor indicio de debilidad del adversario, se transfieren muy pobremente al mundo de las citas. Lo último que he oído de él es que Cates estaba leyendo mi libro Inteligencia social. Le deseo lo mejor. Ese libro explica que el tipo de interacciones que se llevan a cabo durante el póquer en línea no proporcionan el feedback de aprendizaje esencial necesario para los circuitos interpersonales del cerebro que nos ayudan a conectar y causar, en un primer encuentro, una buena impresión. Como bien dijo, durante la década de los cuarenta, el psicólogo Donald Hebb: «Las neuronas que se activan juntas acaban conectándose». El cerebro es plástico y continuamente va remodelando, a lo largo de nuestra vida, sus circuitos. Con independencia de lo que hagamos, nuestro cerebro siempre está fortaleciendo, cuando hacemos algo, unos circuitos en detrimento de otros. Son muchas las señales que, durante una relación interpersonal cara a cara, registran nuestros circuitos sociales, ayudándonos a establecer una buena conexión y vinculando las neuronas implicadas. Pero, por más horas que pasemos en línea, sin embargo, nuestro cerebro social apenas si recibe información, con lo que los circuitos implicados acaban marchitándose. ¿Estímulos para aumentar el poder del cerebro o para dañar la mente? «La mayor parte de nuestra socialización se produce a través de aparatos —afirma Marc Smith, uno de los fundadores de la Social Media Research Foundation—, lo que no solo nos abre a muchas posibilidades, sino que también nos genera grandes problemas[204]». Y, por más que la expresión «la mayor parte» parezca exagerada, el debate de si se trata de una oportunidad o un riesgo sigue, no obstante, abierto. Mientras una corriente afirma que los videojuegos dañan la mente, otra sostiene, por el contrario, que fortalecen nuestras capacidades mentales. ¿Tienen razón quienes creen que ese tipo de juegos constituyen una forma siniestra de aprendizaje de la agresividad? ¿Acaso entrenan, como afirman unos, habilidades atencionales vitales? ¿O quizás alientan, como creen otros, ambas posibilidades? Para tratar de dilucidar este punto y aclarar sus ventajas e inconvenientes, la prestigiosa revista Nature convocó a media docena de expertos[205]. La conclusión a la que arribaron fue que todo depende de la dosis porque, como sucede con los alimentos, el abuso de un nutriente puede acabar tornándose tóxico. La respuesta, en el caso de los videojuegos, gira en torno a los detalles concretos, es decir, los circuitos cerebrales que se ven fortalecidos por tal o cual juego. Las conclusiones de los estudios realizados sobre los videojuegos de carreras de coches o de guerra, por ejemplo, han puesto de relieve mejoras en la atención visual, la velocidad de procesamiento de información, el rastreo de objetos y el cambio de una tarea mental a otra. Muchos de esos juegos parecen proporcionar también lecciones implícitas de inferencia estadística, es decir, el cálculo de las probabilidades que tenemos, dados los recursos con que contamos y su número, de abatir al enemigo. También se ha constatado, en un sentido más general, que algunos juegos mejoran la agudeza visual, la percepción espacial, el cambio de atención, la toma de decisiones y la capacidad para rastrear objetos (aunque muchos de esos estudios no diluciden claramente si las personas que se sienten atraídas por esos juegos son ya, de partida, mejores en esas habilidades mentales o su rendimiento se debe estrictamente al ejercicio del juego). Los juegos que plantean desafíos cognitivos cada vez más complejos —es decir, juicios más exactos y complejos, reacciones más rápidas, una atención concentrada y una ampliación creciente de la memoria de trabajo— provocan cambios cerebrales positivos. «Cuando tenemos que escudriñar constantemente una pantalla para detectar pequeñas variaciones (que pueden indicar la presencia de un enemigo) —sostiene Douglas Gentile, científico cognitivo del laboratorio de investigación de medios de la Universidad Estatal de Iowa— y dirigimos nuestra atención hacia esa área, mejoran las habilidades atencionales relacionadas[206]». Pero Gentile también señala que esas habilidades no necesariamente se transfieren, más allá de la pantalla de los videojuegos, a la vida en general. Aunque puedan resultar muy útiles en determinadas profesiones (como controlador de vuelo, por ejemplo), carecen de toda utilidad en el caso del niño inquieto que, sentado a nuestro lado, tiene dificultades para concentrarse en el libro que está leyendo. Los juegos de ritmo acelerado también pueden, según algunos expertos, familiarizar a algunos niños con una tasa de estimulación muy distinta a la que reciben en el aula, la forma más segura, por cierto, de garantizar el aburrimiento escolar. Aunque los videojuegos puedan contribuir al desarrollo de habilidades atencionales como la eliminación rápida de distracciones visuales, no sirven de gran cosa para ejercitar el mantenimiento de la atención en un cuerpo de información que cambia de continuo, una habilidad esencial para el aprendizaje que se pone en marcha cuando prestamos atención, por ejemplo, en clase y entendemos lo que estamos estudiando y lo relacionamos con lo que aprendimos la semana pasada o el año pasado. Existe una correlación inversa entre las horas que un niño dedica al juego y su rendimiento escolar, que muy probablemente se deba al tiempo robado al estudio. Un seguimiento de dos años, efectuado sobre 3034 niños y adolescentes de Singapur, puso de relieve que los que acabaron convirtiéndose en grandes jugadores mostraron un aumento de la ansiedad, la depresión y la fobia social, así como un descenso también de su rendimiento escolar. Pero todos esos problemas se desvanecieron apenas detuvieron su hábito de juego[207]. Existe, pues, un lado negativo en el hecho de pasar muchas horas jugando a videojuegos que habitúan al cerebro a respuestas rápidas y violentas[208]. Algunos de esos peligros, según el panel de expertos anteriormente mencionado, se han visto exagerados por la prensa amarilla. Es cierto que los juegos violentos pueden intensificar en los niños la agresividad de bajo nivel, pero no lo es menos que, en sí mismos, no van a convertir a un niño educado en una persona violenta. Cuando hablamos, sin embargo, de niños que han sido víctimas, en el entorno doméstico, de malos tratos físicos (y más propensos, por ello mismo, a la violencia), puede generarse una sinergia peligrosa. Pero nadie puede, por el momento, afirmar ni pronosticar con certeza qué niños se verán afectados por esa dinámica tóxica. Es comprensible, sin embargo, que las horas pasadas luchando contra bandas dispuestas a acabar con nosotros fomenten cierto «sesgo de atribución hostil», es decir, la suposición automática de que el niño con el que acabamos de tropezar accidentalmente en el pasillo alberga contra nosotros algún resentimiento. De manera parecida, los jugadores violentos se muestran menos preocupados cuando son testigos de la mala conducta de otros como sucede, por ejemplo, en los casos de acoso escolar. ¿Queremos alimentar a nuestros hijos con un menú mental que combine ocasionalmente la vigilancia paranoide alentada por tales juegos con la agitación y confusión que presentan de las personas mentalmente enfermas? Las nuevas generaciones, educadas en los videojuegos y pegadas a las pantallas de vídeo, constituyen —según me dijo un neurocientífico— un experimento sin precedentes porque muestran, con respecto a las generaciones precedentes, «una extraordinaria diferencia en el modo en que sus cerebros se comprometen plásticamente con la vida». Ignoramos, por el momento, cuál será el efecto de esos juegos en su cableado neuronal y en el tejido social y el modo, por tanto, en que podrían alentar nuevas fortalezas o distorsionar, por el contrario, el desarrollo sano. La necesidad, en su faceta positiva, de que, pese a los señuelos que alientan la distracción, el jugador se mantenga concentrado favorece la función ejecutiva, ya sea para concentrarse mejor ahora o para resistirse a un impulso más adelante. Y si, a todo ello, añadimos la necesidad de cooperar y coordinarse con otros jugadores, habremos establecido un escenario muy adecuado para ejercitar algunas habilidades sociales muy valiosas. Los niños que juegan a juegos que requieren cooperación se muestran más colaboradores en su vida cotidiana. Quizás los juegos estrictamente violentos, es decir, los juegos del tipo «yo contra todos», podrían rediseñarse para que la estrategia ganadora no se basara tan solo en la alerta hostil, sino que alentase asimismo la capacidad de ayudar a quienes tienen problemas, así como a encontrar también apoyos y aliados. Juegos inteligentes La conocida aplicación Angry Birds ha llevado a millones de personas a pasar miles de horas concentradas y dando golpecitos con el dedo en una pantalla. Si es cierto que las neuronas que se activan juntas acaban conectándose, tenemos que preguntarnos simplemente cuáles son las habilidades mentales, si es que existe alguna, que se activan cuando nuestros hijos (o nosotros) pasan tanto tiempo jugando a Angry Birds. El cerebro aprende y recuerda mejor cuanto más intensa es la concentración. Los videojuegos enfocan nuestra atención y nos obligan a repetir una y otra vez los mismos movimientos y también son, por ello mismo, poderosos tutoriales. ¿Pero qué es exactamente lo que, en tal caso, está aprendiendo el cerebro? El grupo de Michael Posner, de la Universidad de Oregon, proporcionó 5 días de entrenamiento de la atención, en sesiones de hasta 40 minutos, a niños de entre 4 y 6 años. Parte de ese tiempo lo pasaban jugando a un juego en el que debían controlar mediante un joystick el movimiento, en la pantalla, de un gato que trataba de atrapar pequeños objetos en movimiento. Aunque esas horas adicionales de práctica parezcan insuficientes para modificar las redes neuronales responsables del control de la atención, las ondas cerebrales indicaron un claro cambio, en la actividad de los circuitos dedicados a la función ejecutiva, muy próximo a los niveles mostrados por los adultos[209]. La conclusión de ese estudio muestra que los niños que presentan una atención más pobre (es decir, los que padecen autismo, déficit de atención u otros problemas de aprendizaje) son idóneos para este entrenamiento, porque son los que más pueden beneficiarse de él. Al margen, sin embargo, de esas lecciones paliativas, el grupo de Posner propone que el entrenamiento de la atención debería formar parte de la educación de todos los niños, dado que alienta en todos ellos el aprendizaje. Quienes, como Posner, advierten posibles beneficios cerebrales en este tipo de entrenamiento, proponen juegos especialmente diseñados para perfeccionar habilidades como el rastreo visual en el caso del «ojo vago» (técnicamente conocido como «ambliopía») o la coordinación visomanual de los cirujanos. La investigación realizada al respecto sugiere la presencia, bajo el síndrome de déficit de la atención, de una deficiencia en la red de alerta y de problemas de orientación detrás de las fijaciones autistas[210]. En Holanda, los niños de 11 años aquejados de trastorno de déficit de atención e hiperactividad [TDAH] jugaban a un videojuego que requería de una intensificación de la atención y en el que debían advertir, por ejemplo, la aparición de robots enemigos, sin olvidar la necesidad de impedir que la energía de su avatar bajase de cierto umbral[211]. Bastaron ocho sesiones de una hora para que los niños fueran capaces de concentrarse independientemente de las distracciones (y no solo mientras jugaban). En el mejor de los casos, los «videojuegos son regímenes de entrenamiento controlado, administrados de forma muy motivadora, que acaban provocando un remodelado estructural y funcional permanente del cerebro», afirma Michael Merzenich, neurocientífico de la Universidad de California, en San Francisco, que ha dirigido el diseño de juegos concebidos para reeducar el cerebro de ancianos con déficits neuronales ligados a la demencia y la pérdida de memoria[212]. Ben Shapiro, antiguo director del departamento de investigación farmacológica (incluido el campo de la neurociencia) de Merck Research Laboratories, se ha unido al equipo directivo de una empresa dedicada al diseño de juegos que aumentan la concentración y minimizan las distracciones. Shapiro ve ventajas en el uso, para tales propósitos, de una práctica inteligente que reemplace a la medicación. «Ese tipo de juegos —me dice— podrían desacelerar la pérdida de funciones cognitivas que acompañan al envejecimiento». Y luego añade: «No se centre, si quiere mejorar la vida mental de la gente, en el logro de objetivos moleculares, sino de objetivos mentales. La medicación es un abordaje aleatorio, porque la naturaleza emplea las mismas moléculas para objetivos muy diferentes». El doctor Merzenich, por su parte, concede poca importancia a los beneficios aleatorios —y decididamente heterogéneos— de los juegos que llenan los estantes de las tiendas y prefiere los juegos confeccionados a medida para desarrollar un determinado conjunto de habilidades cognitivas. La nueva generación de aplicaciones de entrenamiento cerebral —señala Douglas Gentile— debería aplicar las técnicas de la práctica inteligente con las que los maestros excelentes se hallan más familiarizados: identificar claramente los objetivos de niveles cada vez más difíciles; adaptarse al ritmo concreto de cada alumno; feedback inmediato y retos prácticos graduales que permitan el logro de la maestría, y ejercitar la misma habilidad en contextos diferentes para favorecer, de ese modo, su transferencia. Hay quienes afirman que, en el futuro, los juegos de entrenamiento cerebral formarán parte de los recursos educativos habituales y que los mejores de ellos recopilarán, a modo de tutores cognitivos empáticos, datos sobre todos los jugadores mientras estos tratan de satisfacer al mismo tiempo las exigencias del juego. Entretanto, sin embargo, los expertos se ven obligados a admitir, aunque les pese, que el dinero invertido en tales aplicaciones educativas resulta ridículo comparado con los presupuestos que las empresas destinan a la creación de juegos. Quizás por eso las herramientas que se dedican a adiestrar el cerebro no han alcanzado, por el momento, más que un triste eco del estruendo provocado por juegos como Grand Theft Auto. Pero hay ciertos indicios de que eso está cambiando. Acabo de ver a mis cuatro nietos jugando, uno tras otro, con la versión beta de un juego para iPad llamado Tenacity. El juego en cuestión propone un viaje de ocio a elegir entre media docena de escenarios, desde un árido desierto hasta una escalera de caracol que asciende hacia el cielo. En el primer nivel, el reto consiste en tocar levemente, con un dedo, cada vez que espiramos, la pantalla del iPad y hacer lo mismo, cada cinco espiraciones, con un par de dedos. La edad de mis nietos es de 6 y 8 años, una niña que acaba de cumplir los 12 y otra que casi tiene 14, lo que constituye el equivalente a un experimento natural sobre la maduración del cerebro y la atención. El más pequeño, de 6 años, eligió el escenario del desierto, que consiste en una lenta caminata por una ruta que atraviesa dunas, palmeras y chozas de adobe. En el primer intento tuve que recordarle lo que debía hacer, pero, en el tercero, había mejorado mucho la coordinación entre los toques y la respiración aunque, en ocasiones, todavía se le olvidara el toque con los dos dedos. Aún así, él estaba encantado al ver un campo de rosas que emergía lentamente de la arena del desierto cada vez que lo hacía bien. Y debo decir que lo que le gustó a la pequeña de 8 años fue una escalera que asciende en espiral al cielo. Mientras la escalera sube hacia lo alto, hay distracciones ocasionales, como la aparición de un helicóptero que da una vuelta y acaba desapareciendo, luego un avión, después una bandada de pájaros y finalmente, en la cúspide, varios satélites. Pero ella siguió atenta, durante 10 minutos, a sus toques, a pesar de tener, ese día, un poco de fiebre. Mi siguiente nieta, que acaba de cumplir los 12, eligió una escalera en el espacio, donde las distracciones incluían planetas, lluvias de asteroides y meteoritos. Y ahí donde sus dos hermanos menores habían contado sus respiraciones en voz alta para dar el toque cuando correspondía, Lila se limitó a respirar de forma natural en silencio. Y la última, a punto de cumplir los 14, eligió la escena del desierto y llevó a cabo el recorrido sin esfuerzo alguno. Al finalizar me dijo: «Me siento muy tranquila y relajada. Me gusta este juego». Todos quedaron encantados con el juego, acompasando la respiración con el toque de los dedos. «Me he sentido muy concentrada —comentó mi nieta de 12 años—. Quiero intentarlo de nuevo». Y eso es exactamente lo que esperaban los diseñadores del juego. Tenacity —me dice Richie Davidson— fue desarrollado, siguiendo sus indicaciones, por un grupo de diseñadores premiado por la Universidad de Wisconsin. «Hemos tenido en cuenta las conclusiones que, sobre la atención y la tranquilización, nos ha proporcionado la investigación neurológica de la contemplación, que hemos tratado de verter en un juego del que los niños puedan también beneficiarse». Tenacity fortalece la atención selectiva, «ingrediente fundamental de cualquier modalidad de aprendizaje —añadió—. La autorregulación de la atención nos ayuda a resistirnos a las distracciones y centrar nuestra atención en metas explícitas», una clave para el éxito en cualquier dominio. «Sería muy adecuado, dada la tendencia de los niños a jugar y el tiempo que dedican a esa actividad, diseñar juegos destinados a entrenar su atención —afirma Davidson, que dirige, en la Universidad de Wisconsin, el Center for Investigating Healthy Minds [Centro para la Investigación de las Mentes Saludables]—. De este modo, estarían deseosos de hacer sus deberes». La Universidad de Stanford cuenta con un Calming Technology Lab, destinado a la creación de dispositivos que alienten la atención tranquila. Uno de esos dispositivos, llamado breathware, es un cinturón que registra el ritmo de nuestra respiración. En el caso de que un desbordamiento de la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico nos provoque lo que el desarrollador denomina «apnea por email», una aplicación del iPhone nos guiará a través de una serie de ejercicios atencionales destinados a sosegar nuestra respiración y también, en consecuencia, nuestra mente. El Instituto de Diseño de Stanford ofrece, por su parte, un curso para graduados denominado «Diseñando la calma». Como dice Gus Tai, uno de sus profesores: «Buena parte de la tecnología de Silicon Valley está orientada a la distracción, pero con la tecnología de tranquilización estamos investigando el modo de aportar un mayor equilibrio al mundo»[213]. 17. «Colegas que respiran» Si tomamos una de las calles que salen de una arteria viaria de la zona este del Harlem hispano de Nueva York, llegamos a un callejón sin salida donde nos aguarda una escuela primaria, la escuela pública P.S. 112, situada entre la autopista Franklin Delano Roosevelt, una iglesia católica, el aparcamiento de un centro comercial y el inmenso bloque de viviendas para familias de bajos ingresos Robert F. Wagner. Los alumnos, niños que van desde el jardín de infancia hasta segundo de primaria, proceden de familias de escasos recursos económicos, muchas de las cuales viven en los mencionados bloques. Cuando un niño de 7 años dijo en clase que conocía a alguien a quien le habían disparado y el maestro preguntó cuántos conocían a la víctima de algún tiroteo, no hubo ninguno que no levantase la mano. Al entrar en la P.S. 112, tenemos que firmar en una mesa en la que hay una policía, una mujer mayor y muy agradable, por cierto. Pero, cuando uno se adentra en los pasillos, como hice yo esa mañana, advierte algo muy especial en el entorno que lo rodea. Y es que, al observar las aulas, me di cuenta de que los niños estaban sentados, absortos en su trabajo o escuchando, tranquilos y en silencio, a sus profesores. Cuando llegué al aula 302, la clase de segundo curso dirigida por Emily Hoaldridge y Nicolle Rubin, fui testigo de uno de los ingredientes esenciales de la receta de esa atmósfera tan apacible a la que se conoce como «Colegas que respiran». Los 22 alumnos de segundo curso estaban sentados, tres o cuatro por mesa, haciendo sus deberes de matemáticas, cuando la señorita Emily hizo sonar melodiosamente una campanilla. En ese mismo instante, los niños se acercaron en silencio a una gran alfombra y se sentaron en fila, con las piernas cruzadas, de cara a ambas maestras. Una niña se dirigió entonces hacia la puerta de entrada del aula y, colgando del pomo exterior un cartel con la leyenda «No molesten», cerró la puerta. En ese momento, y todavía en silencio, las maestras levantaron un palito de polo tras otro, cada uno de los cuales llevaba escrito el nombre de un alumno. Esa era la señal para que la niña o el niño en cuestión se dirigiese a su taquilla a coger su pequeña mascota de peluche: varios tigres rayados, un cerdito rosa, un perrito amarillo, un burro de color púrpura, etcétera. Luego todos buscaron un lugar en el suelo para acostarse y, después de colocar al animal de peluche sobre su vientre, esperaron con las manos posadas a ambos lados. Después siguieron las instrucciones de una voz amistosa y masculina que les invitaba a hacer varias respiraciones profundas con el vientre, que ellos mismos contaban («uno, dos, tres»), mientras llevaban a cabo una inspiración y una espiración prolongadas[214]. Luego tensaron y relajaron los ojos, abrieron la boca todo lo que pudieron, sacaron la lengua, tensaron una mano formando un puño y la relajaron, y después hicieron lo mismo con la otra… La voz concluyó diciendo: «Ahora siéntate y observa lo relajado que estás», y, cuando lo hicieron, todos parecían estar sencillamente sintiendo eso. Después de que sonara de nuevo la campanilla y todavía en silencio, los niños se sentaron en círculo sobre la alfombra y comentaron lo que habían experimentado («Me he sentido bien por dentro», «He sentido mi cuerpo muy tranquilo y relajado», «Me ha hecho tener pensamientos felices», etcétera). El orden y la atención tranquila imperantes en el aula durante la ejecución del ejercicio hacían difícil creer que 11 de los 22 alumnos presentes hubieran sido diagnosticados como niños con «necesidades especiales» o aquejados de alteraciones cognitivas tales como dislexia, problemas de lenguaje, sordera parcial o trastorno de déficit de atención e hiperactividad, que apuntan al espectro del autismo. «Tenemos muchos niños con problemas, pero cuando practicamos de ese modo, no lo parecen», afirma la señorita Emily. La semana anterior, sin ir más lejos, un problema imprevisto con el horario escolar hizo que el aula 302 se saltase este ritual. «Parecía una clase diferente —dijo la señorita Emily —. Iban corriendo de un lado a otro y no podían quedarse quietos». «Nuestra escuela tiene algunos niños que se distraen muy fácilmente —comentó, por su parte, la directora de la escuela, Eileen Reiter—, lo que les ayuda a relajarse y concentrarse. También hacemos pausas regulares para hacer sesiones de movimiento. Todas esas estrategias ayudan. »En lugar de hablar de tiempos muertos —prosigue Reiter—, por ejemplo, nosotros hablamos de “tiempos vivos”, que pueden aprovecharse para que los niños aprendan a gestionar sus sentimientos», lo que pone de relieve el interés por la autorregulación, más allá del habitual sistema de recompensas y castigos. Y añade que, cuando un niño tiene algún problema, «le preguntamos qué podría hacer de manera diferente la próxima vez». El ejercicio «Colegas que respiran» forma parte del Inner Resilience Program [Programa de Resiliencia Interior], un legado de los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center. Cuando las Torres Gemelas estallaron en llamas, miles de niños de las escuelas próximas fueron evacuados. Fueron muchos los que caminaron varios kilómetros por una West Side Highway completamente vacía, con sus profesores caminando de espaldas para asegurarse de que los niños no se girasen a contemplar el espantoso espectáculo que dejaban tras de sí. Durante los meses posteriores, la Cruz Roja pidió a Linda Lantieri —cuyo programa de solución de conflictos ha acabado implantándose exitosamente en muchas escuelas— que diseñase uno que ayudase a esos niños (y a sus profesores) a recuperar la serenidad después del 11 de septiembre. De ese modo, el Inner Resilience Program, junto a una serie de métodos de aprendizaje social y emocional, «ha acabado transformando la escuela —declara Reiter—. Ahora es un lugar mucho más tranquilo. Y, cuanto más tranquilos están los niños, mejor aprenden». «El aspecto más importante del programa es que los niños aprendan a autorregularse —añade la directora Reiter—. Dado que somos una escuela dedicada a la infancia, ayudamos a los alumnos a aprender a ver sus problemas de manera objetiva y a desarrollar estrategias para resolverlos. Aprenden, por ejemplo, a valorar la magnitud de un determinado problema, como ser objeto de burlas o verse intimidado, que puede ser grave, cuando daña nuestros sentimientos, o leve, como sentirse, por ejemplo, frustrado con las tareas escolares. De ese modo, pueden vincular el problema a una estrategia». Todas las aulas de la P.S. 112 disponen de un «rincón de paz», un lugar especial en el que el niño que lo necesite pueda retirarse para estar un tiempo a solas y tranquilizarse. «A veces basta con un pequeño descanso, unos momentos para estar a solas —añade Reiter—, pero usted verá cómo el niño que se siente realmente frustrado o molesto se dirige al rincón de paz y recurre a algunas de las estrategias que ha aprendido. La gran lección consiste en conectar con uno mismo y saber lo que puede hacer para cuidar de sí». Aunque las instrucciones que reciben los niños de entre 5 y 7 años giran en torno al ejercicio de los «Colegas que respiran», a partir de los 8 practican la mindfulness a la respiración, una técnica que ha demostrado ser beneficiosa para mantener la atención y tonificar el nervio vago, el circuito nervioso responsable de la tranquilización. Esta combinación entre calma y concentración establece un clima interno óptimo para la atención y el aprendizaje. Distintas evaluaciones de una versión semestral de este programa han puesto de relieve que los niños más necesitados —es decir, los que se hallan en «grave peligro» de descarrilar— son los que más se benefician de él, ya que estimula significativamente la atención y la sensibilidad perceptual, al tiempo que reduce la agresividad, los estados de ánimo depresivos y el fracaso escolar[215]. Y lo más importante es que los profesores que utilizaron el programa aumentaron su sensación de bienestar, lo que resulta muy prometedor para el clima de aprendizaje imperante en sus aulas. El semáforo En la guardería suena una canción mientras 8 niños de 3 años están sentados en torno a una pequeña mesa, cada uno coloreando el dibujo de un payaso que hay en su cuaderno. De pronto, la música se detiene y también lo hacen los pequeños. Este momento constituye una oportunidad de aprendizaje para la corteza prefrontal (el área en la que se asientan funciones ejecutivas como, por ejemplo, el control de un impulso ingobernable) de cualquiera de esos niños de 3 años. Una de estas habilidades, el control cognitivo, encierra la clave de una vida bien vivida. El santo grial del control cognitivo consiste en saber detenerse en el momento adecuado. Cuanto mejor sepa pararse un niño en el momento en que la música se detiene o hacer lo que diga Simón en el juego «Simón dice…», más fuertes serán las conexiones prefrontales responsables del control cognitivo. Veamos ahora un experimento de control cognitivo. ¿En qué dirección apunta la flecha ubicada en medio de cada una de las siguientes filas? Realizado en condiciones de laboratorio, este experimento pone de relieve la existencia de diferencias (que, al medirse en el orden de milisegundos, no son detectables por usted ni por mí) en la rapidez con la que mencionan la dirección de la flecha intermedia. Este experimento (denominado «Flanqueador», por las flechas que distraen y que flanquean el blanco) calibra la sensibilidad del niño a las distracciones que obstaculizan la concentración. Centrarse en que la flecha del medio apunta hacia la izquierda y pasar por alto que todas las demás apuntan hacia la derecha, por ejemplo, es una tarea muy compleja que requiere, por parte del niño, un gran control cognitivo. Los niños descontrolados, es decir, aquellos a los que sus frustrados profesores expulsan (o querrían expulsar) de clase, padecen un déficit que afecta a estos circuitos, ya que son sus caprichos los que determinan sus actos. ¿Por qué, en lugar de castigarles por ello, no les enseñamos lecciones que les ayuden a comportarse mejor? El ejercicio de meditar centrándose en la respiración, acompañado de lecciones de bondad, posibilitan una ejecución más rápida y exacta de la prueba del Flanqueador[216]. Como puso de relieve un estudio de Nueva Zelanda, quizás ninguna habilidad mental sea más importante que el control ejecutivo. Los niños que mejor se desenvuelven en la vida son aquellos capaces de ignorar sus impulsos, descartar lo irrelevante y permanecer centrados en su objetivo. Existe, a este respecto, una aplicación educativa denominada «aprendizaje socioemocional». [ASE]. Cuando los alumnos de segundo y tercer curso de una escuela de Seattle empiezan a alborotarse, se les pide que piensen en un semáforo. La luz roja significa parar y calmarse, hacer una respiración larga y profunda y expresar, una vez que se han tranquilizado un poco, cuál es el problema y cómo se sienten. La luz ámbar les recuerda la necesidad de calmarse y pensar en posibles alternativas que permitan resolver el problema y elegir luego la mejor. Y la luz verde, por último, les anima a ensayar una determinada estrategia y ver cómo funciona. La primera vez que vi los pósteres del semáforo estaba visitando las escuelas públicas de New Haven con la intención de escribir un artículo para el New York Times, mucho antes de que llegase a valorar la importancia que, para los niños, tiene el adiestramiento de la atención. El semáforo permite entrenar el cambio de una modalidad impulsiva y ascendente (controlada por la amígdala) a una modalidad atenta y descendente (controlada por el sistema ejecutivo prefrontal). El ejercicio del semáforo fue una idea original de Roger Weissberg, psicólogo, por aquel entonces, de Yale, que elaboró, a finales de la década de los ochenta, un programa pionero, llamado «desarrollo social», para las escuelas públicas de New Haven. Se trata de una imagen que, hoy en día, podemos encontrar en las paredes de miles de aulas desperdigadas por todo el mundo. Y todo ello por una buena razón. Aunque, en aquella época, solo disponíamos de unos pocos datos que corroborasen el impacto positivo de que los niños respondiesen de ese modo al enojo y la ansiedad, ha acabado consolidándose en el campo de la ciencia social. Un metaanálisis efectuado en más de 200 escuelas con programas de aprendizaje socioemocional, como el programa de desarrollo social de New Haven, estudió las diferencias con escuelas semejantes que no aplicaban ese programa de inteligencia emocional[217]. La conclusión de ese estudio fue la reducción, en un 10%, de las interrupciones y la mala conducta en clase, y la asistencia y otras conductas positivas experimentaron un aumento del 10% y las calificaciones escolares experimentaron una mejora del 11%. El ejercicio del semáforo iba acompañado, en esa escuela de Seattle, de otro en el que se enseñaba a los alumnos de segundo y tercer curso imágenes con rostros que mostraban diferentes expresiones, junto al nombre de estas. Los niños hablaban de lo que significaba tener alguno de esos sentimientos, como estar disgustados, asustados o contentos, por ejemplo. Esas imágenes de «rostros con sentimientos» ejercitan la conciencia emocional que el niño de 7 años tiene de sí mismo, ayudándole a conectar la palabra a la que se refiere un sentimiento con su imagen y con su propia experiencia. El impacto neuronal de este sencillo acto cognitivo es extraordinario, porque permite al hemisferio derecho reconocer el sentimiento mostrado y al izquierdo saber su nombre y su significado. La autoconciencia emocional nos ayuda a integrar toda esa información mediante un intercambio que se produce a través del cuerpo calloso, el tejido que conecta los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho. Cuanto más poderosa sea la conectividad de este puente neuronal, mejor entenderemos nuestras emociones. Ser capaces de nombrar nuestros sentimientos y relacionarlos con nuestros recuerdos y asociaciones son habilidades esenciales para el autocontrol. El aprendizaje del habla permite, en opinión de los psicólogos evolutivos, que los niños interioricen la voz de sus padres y reemplacen, en la gestión de sus impulsos indisciplinados, la voz de aquellos con su propio «no» interior. La práctica del semáforo y las imágenes de rostros que expresan sentimientos constituyen dos herramientas neuronales sinérgicas fundamentales para el control de los impulsos. El ejercicio del semáforo consolida los circuitos que conectan la corteza prefrontal (centro ejecutivo del cerebro situado justo detrás de la frente) con ese caldero bullente de impulsos animados por el ello que son los centros límbicos (ubicados en el cerebro medio). El ejercicio de los rostros que expresan sentimientos fortalece, por su parte, las conexiones entre las dos mitades del cerebro, alentando la capacidad de pensar en los sentimientos. Estas conexiones, de arriba abajo y de izquierda a derecha, tienen el efecto de unificar el cerebro del niño, integrando perfectamente sistemas que, abandonados a sí mismos, dan lugar al universo caótico propio de un niño de 3 años[218]. Estas conexiones neuronales son, en niños más pequeños, todavía incipientes (porque esos circuitos cerebrales no acaban de madurar hasta mediada la veintena), lo que explica las travesuras y bufonadas, a veces enloquecidas, de algunos niños cuya acción depende del mero capricho. Entre los 5 y los 8 años, sin embargo, el desarrollo de los circuitos de control de los impulsos experimenta un gran paso hacia delante. La capacidad de reflexionar sobre sus impulsos y decir simplemente «no» hace que los alumnos de tercero de primaria sean menos bulliciosos que los de primero. Y el diseño del proyecto de Seattle ha sabido servirse provechosamente de esta explosión del desarrollo neuronal. ¿Pero por qué esperar hasta la escuela primaria si esos circuitos inhibitorios empiezan a desarrollarse desde el mismo momento del nacimiento? Walter Mischel enseñó a niños de 4 años a resistirse a la tentación de unas deliciosas golosinas señalando la posibilidad de verlas de manera diferente (centrando, por ejemplo, la atención en su color). Y él fue el primero en afirmar que, hasta un niño de 4 años incapaz de esperar, que coge la golosina de inmediato, puede aprender a demorar la gratificación. La impulsividad no es algo que uno deba arrastrar consigo toda su vida. En una época en que los mensajes instantáneos y las compras en línea alientan la gratificación inmediata, los niños necesitan más ayuda con ese hábito. Una de las conclusiones más clara a la que arribaron los científicos que estudiaron a los niños de Dunedin, Nueva Zelanda, es la necesidad de llevar a cabo intervenciones que alienten el autocontrol, sobre todo durante la temprana infancia y la adolescencia. Esa es una exigencia que satisfacen perfectamente los programas ASE, que van desde la escuela infantil hasta el final de la enseñanza secundaria[219]. No deja de ser curioso que Singapur se haya convertido en el primer país del mundo en implantar la obligación de que todos sus estudiantes pasen por un programa ASE. Esa pequeña ciudad-estado representa una de las grandes historias de éxito económico de la última mitad de siglo, donde un Gobierno paternalista transformó una nación diminuta en una superpotencia económica. Singapur carece de recursos naturales, no tiene un gran ejército ni tendencia política especial. Su secreto reside en sus recursos humanos, en sus habitantes, un recurso que el Gobierno ha cultivado deliberadamente como principal motor de su economía. Sus escuelas son la incubadora de su sobresaliente pujanza laboral. Con un ojo puesto en el futuro, Singapur se ha asociado con Roger Weissberg, director del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning [Colaboración para el Aprendizaje Académico, Social y Emocional], con la intención de diseñar, para sus escuelas, programas de estudio basados en la inteligencia emocional. Y ello por una buena razón, porque otra de las conclusiones alcanzadas por los economistas implicados en el estudio de Dunedin es la de que enseñar a todos los niños este tipo de habilidades podría elevar unos cuantos puntos la renta per cápita del país, reducir la tasa de delincuencia y mejorar la salud. Una inteligencia emocional basada en el mindfulness El entrenamiento de la atención que reciben los niños de la escuela P.S. 112 cuadra perfectamente con el resto del Programa de Resiliencia Interior que, según el movimiento a favor del aprendizaje socioemocional, es el mejor modelo práctico. Mientras escribía Inteligencia emocional, me convertí en cofundador del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (el grupo que ha conseguido introducir estos programas en miles de distritos escolares en todo el mundo). Entonces me di cuenta de que los programas de inteligencia emocional (es decir, los programas que alientan la autoconciencia, la autogestión, la empatía y el desarrollo de habilidades sociales) tienen cierta sinergia con los programas académicos estándar. Ahora estoy empezando a ver que los elementos básicos del entrenamiento de la atención constituyen el siguiente paso, una forma sencilla de activar los circuitos neuronales en los que se asienta el núcleo de la inteligencia emocional. «Llevo años poniendo en práctica el programa ASE —me dice Lantieri—. Y, cuando le añadí la pieza del mindfulness, advertí un espectacular aumento en la predisposición a aprender y en la capacidad de tranquilizarse. Sucede en las edades más tempranas y durante los primeros cursos escolares». Parece existir una sinergia natural entre el programa ASE y un adiestramiento atencional como la práctica de mindfulness. Cuando hablé con Roger Weissberg, me dijo que la fundación acababa de emprender una revisión sobre el impacto que el mindfulness tiene en el programa ASE. Weissberg me dijo que «el control cognitivo y la función ejecutiva parecen esenciales para la conciencia de uno mismo y la autogestión, así como también para el rendimiento académico». La atención deliberada descendente encierra la clave de la autogestión. Las regiones cerebrales responsables de dicha función ejecutiva maduran con rapidez desde la edad preescolar hasta segundo curso de primaria aproximadamente (y su desarrollo prosigue hasta el comienzo de la edad adulta). Estos circuitos se ocupan de la gestión tanto del procesamiento «caliente» de las situaciones emocionalmente más cargadas como del procesamiento «frío» de información más neutra, como la académica, por ejemplo[220]. La sorprendente plasticidad que muestran estos circuitos a lo largo de toda la infancia sugiere que pueden verse fortalecidos por intervenciones como el ASE. Un estudio enseñó habilidades de la atención a niños de entre 4 y 6 años en solo 5 sesiones de juegos que ejercitaban el rastreo visual (como adivinar dónde saldrá a la superficie un pato que acaba de sumergirse en el agua), identificar un determinado objetivo (un personaje de dibujos animados) dentro de una secuencia e inhibir el impulso (pulsar una tecla cuando una oveja salía de un fardo de heno, pero no cuando lo que aparecía era un lobo)[221]. El andamiaje neuronal que sustenta las habilidades emocionales y cognitivas se vio fortalecido. Y lo que quedó claro fue que el cerebro de los niños de 4 años que recibieron este breve entrenamiento se asemejaba al de los niños de 6 años, y que la función ejecutiva de los niños de 6 años que también habían sido así adiestrados no se diferenciaba gran cosa de la de cualquier adulto. Aunque la maduración de las regiones cerebrales que gestionan la atención ejecutiva esté controlada por los genes, estos genes, a su vez, se hallan regulados por la experiencia, y el entrenamiento parece acelerar su actividad. Los circuitos responsables de todo esto, que van desde el cingulado anterior hasta la región prefrontal, permanecen activos en las variedades de regulación de la atención, tanto emocional como cognitiva, que gestionan los impulsos emocionales y aspectos ligados al cociente intelectual, como el razonamiento no verbal y el pensamiento fluido. Una antigua dicotomía psicológica, que diferenciaba entre habilidades «cognitivas» y habilidades «no cognitivas», situaba las capacidades académicas en una categoría distinta a las habilidades sociales y emocionales. Pero, como el andamiaje neuronal del control ejecutivo subyace tanto a las habilidades académicas como a las sociales y emocionales, esa distinción parece hoy tan obsoleta como la diferenciación cartesiana entre mente y cuerpo. Ambos tipos de habilidades no son, en el diseño del cerebro, estrictamente independientes, sino que existe, entre ellas, una elevada interacción. Los niños incapaces de prestar atención tienen dificultades de aprendizaje y problemas también de autocontrol. «Cuando contamos con elementos como el mindfulness, los tiempos regulares de silencio y un “rincón de paz” al que los niños puedan dirigirse para tranquilizarse cuando así lo necesiten —afirma Linda Lantieri—, conseguimos, por una parte, más tranquilidad y autogestión, y un foco de atención mejorado y la capacidad de sostenerlo, por la otra. De ese modo, incidimos simultáneamente en la fisiología y la autoconciencia». Al enseñar a los niños las habilidades que les ayudarán a calmarse y concentrarse, «estamos asentando los fundamentos de autoconciencia y autogestión imprescindibles para sustentar otras habilidades ASE, como la escucha activa, la identificación de sentimientos, etcétera. »Antes esperábamos que los niños recurriesen, cuando se veían emocionalmente secuestrados, a sus habilidades ASE, pero no podían hacerlo —me explica Lantieri—. Ahora sabemos que, para ello, necesitan una herramienta más básica: el control cognitivo. Eso es lo que consiguen con ejercicios tales como mindfulness y “Colegas que respiran”. Una vez que saben cómo usar estas prácticas, logran la confianza suficiente para saber que pueden hacerlo. »Hay niños que apelan, durante los exámenes, a dichas habilidades a través de un sensor biodot [dispositivo de neurofeedback] que les dice si están demasiado ansiosos para enfrentarse adecuadamente al examen. Y, en caso afirmativo, recurren a la práctica de mindfulness para tranquilizarse y concentrarse y continuar con el examen cuando se encuentran en mejores condiciones y pueden pensar con más claridad. »Los niños se dan cuenta de que hay veces en que, cuando no superan un examen, no es porque sean estúpidos, sino porque su mismo nerviosismo les impide acceder a lo que saben. Por eso, si aprenden a sosegarse y centrarse, pueden responder mejor. Tienen la actitud de que ahora son responsables de sí mismos y saben qué hacer para remediar la situación». El Programa de Resiliencia Interior se aplica en escuelas que van desde Youngstown (Ohio) hasta Anchorage (Alaska). «Y funciona mejor —concluye Lantieri— cuando se combina con un programa ASE. Así es como se aplica en todos esos lugares». Desatando los nudos La literatura científica sobre los efectos de la meditación es un batiburrillo de conclusiones pésimas, aceptables e interesantes, procedentes de una combinación de metodologías cuestionables, diseños mediocres e investigaciones extraordinarias. Pero, cuando le pedí a Richard Davidson, de Wisconsin, decano de la neurociencia contemplativa, que resumiera y ordenase claramente las ventajas que, para la atención, tiene la práctica de mindfulness, no tuvo el menor problema en subrayar de inmediato las dos siguientes. «Mindfulness —me dijo Davidson— estimula la red clásica de la atención, situada en la región frontoparietal del cerebro, que cumple con la función de dirigir la atención. Estos circuitos resultan esenciales para el movimiento básico de la atención, que consiste en desconectar nuestra atención de una cosa, dirigirla hacia otra y mantenerla en ese nuevo objeto». La otra clave tiene que ver con una mejora de la atención selectiva debida a la inhibición del poder de las distracciones, que nos permite dejar a un lado las distracciones que se producen a nuestro alrededor y centrarnos en lo que nos importa. Por eso el lector puede ahora mantener su foco de atención centrado en el significado de lo que digo sin dejarse arrastrar, por ejemplo, por la lectura de esta nota final[222]. Esa es la esencia, en suma, del control cognitivo. Pero aunque, hasta la fecha, solo haya unos pocos estudios bien diseñados sobre los efectos que, en los niños, tiene la práctica de mindfulness, «parecen existir, por lo que respecta a los adultos, datos sólidos sobre la relación que existe entre el mindfulness y las redes de la atención», me explica Mark Greenberg, profesor de desarrollo humano de la Universidad Estatal de Pensylvania[223]. Greenberg, que está llevando cabo estudios sobre mindfulness en jóvenes, se muestra, en este sentido, tan cauto como optimista[224]. Uno de los principales beneficios para los estudiantes radica en la comprensión. Las mentes errantes dan palos al aire por lo que respecta a la comprensión. El antídoto para la divagación mental es la metaconciencia, es decir, la atención a la atención misma, la capacidad de darnos cuenta de que no estamos dándonos cuenta de lo que deberíamos y corregir, en consecuencia, nuestro foco. El mindfulness fortalece este músculo esencial de la atención[225]. También hay que mencionar los conocidos efectos del mindfulness sobre la relajación, como la calma que emana de la clase durante el ejercicio de los «Colegas que respiran». Ese efecto fisiológico sugiere un descenso en el punto de activación de los circuitos asociados al nervio vago, clave para mantener la calma en situaciones estresantes y superar los contratiempos. El nervio vago gestiona múltiples habilidades, fundamentalmente el ritmo cardiaco y la recuperación rápida, en consecuencia, del estrés[226]. El aumento del tono vagal, ligado tanto al mindfulness como a otras modalidades de meditación, desemboca, por caminos muy diversos, en una mayor flexibilidad[227]. Las personas gestionan mejor tanto su atención como sus emociones, al tiempo que tienen más facilidad para establecer, en el ámbito social, relaciones positivas y mantener interacciones más eficaces. Más allá, sin embargo, de todas estas ventajas, la práctica de mindfulness va acompañada de una reducción de los síntomas ligados a un amplio rango de trastornos fisiológicos, desde los temblores hasta la hipertensión y el dolor crónico. «Parte de los principales efectos del mindfulness son biológicos —me explica Davidson— lo que, tratándose de un ejercicio de la atención, no deja de resultar sorprendente». Jon Kabat-Zinn, cuyo programa de reducción del estrés basado en la atención plena se aplica en miles de clínicas y hospitales de todo el mundo, así como en otros ámbitos que van desde prisiones a programas de desarrollo del liderazgo, me dijo en este sentido: «Nuestros pacientes suelen acudir porque están desbordados por el estrés o el dolor. Pero el hecho de prestar atención a nuestro estado interior nos permite ver también lo que necesitamos cambiar en nuestra vida. Las personas dejan de fumar de forma espontánea, o cambian el modo en que se alimentan y empiezan a perder peso aunque, hablando en términos generales, jamás les comentemos directamente nada». Casi cualquier forma de meditación reeduca, en esencia, nuestros hábitos de la atención y, muy en especial, la caída rutinaria en la distracción[228]. La investigación realizada con tres modalidades diferentes de meditación (la concentración, la generación de amor-bondad y la conciencia abierta) ha demostrado que todas ellas aquietan las regiones responsables de la distracción mental. Si bien, pues, los juegos proporcionan un escenario prometedor para el desarrollo de las habilidades cognitivas, el mindfulness y otros métodos similares de entrenamiento de la atención suponen una alternativa o un complemento, porque es posible, como bien ilustra el mencionado juego de respiración Tenacity, combinar ambos enfoques. Cuando se lo expuse a Davidson, me dijo: «Estamos adaptando a los juegos todo lo que hemos aprendido de la investigación sobre meditación, para poder difundir más ampliamente sus beneficios. De este modo, los resultados de nuestra investigación sobre la atención y la tranquilización pueden aplicarse al diseño de los juegos». No obstante, métodos como el mindfulness parecen proporcionarnos una forma «orgánica» de enseñar habilidades de concentración sin necesidad de tener que pasar largas horas inmersos en juegos socialmente incapacitantes[229]. De hecho, mindfulness no parece alentar los circuitos cerebrales que nos alejan del mundo, sino movilizar, por el contrario, nuestra implicación en él[230]. Todavía está por ver si los juegos bien diseñados pueden lograr el mismo efecto[231]. El psiquiatra de la Universidad de California (Los Ángeles). Daniel Siegel denomina «circuitos resonantes» a los circuitos que nos conectan con nosotros mismos y con los demás que se ven fortalecidos por la práctica de mindfulness[232]. Una vida bien conectada —afirma el doctor Siegel— empieza en los circuitos ligados al mindfulness, ubicados en los centros ejecutivos de la región prefrontal del cerebro, que también desempeñan un papel muy importante en el establecimiento de relaciones. El mindfulness fortalece la conexión que existe entre las regiones ejecutivas prefrontales y la amígdala, especialmente los circuitos que pueden decir «no» a los impulsos, una habilidad fundamental, como hemos visto en la Parte II, para navegar por la vida[233]. El fortalecimiento de la función ejecutiva va acompañado de un aumento del lapso entre el impulso y la acción. La práctica de mindfulness asienta los cimientos de la metaconciencia, es decir, de la capacidad de observar nuestros procesos mentales, en lugar de vernos arrastrados por ellos. Esto nos proporciona puntos de decisión de los que carecíamos y nos permite gestionar impulsos problemáticos que anteriormente nos arrastraban a la acción. Mindfulness en el entorno laboral Google es un bastión del CI superior. La leyenda dice que no conceden entrevistas a quien no acredite poseer un CI muy elevado. Por eso cuando, hace ya bastantes años, me invitaron a dar una conferencia sobre inteligencia emocional, me sorprendí al encontrarme con una multitud expectante en la sala de conferencias más grande de la empresa, con monitores que transmitían mi disertación a una audiencia que se apiñaba en otras salas. Ese entusiasmo acabó encauzándose en un curso, impartido por la Universidad de Google y titulado «Busca en tu interior». Para poner a punto dicho curso, el empleado n.º 107 de Google, Chade-Meng Tan, se reunió con mi vieja amiga Mirabai Bush, fundadora del Center for Contemplative in Mind [Centro para la Mente Contemplativa en la Sociedad], con la intención de diseñar una experiencia que fortaleciese la autoconciencia. El curso de inteligencia emocional basado en el mindfulness de Google, llamado «Busca en tu interior», alienta la conciencia de uno mismo mediante el uso de una meditación, llamada «escáner corporal», destinada a conectar con las sensaciones. Este tipo de brújula interior es de gran ayuda en Google, donde han sido muchas las innovaciones introducidas por la política de la empresa, como conceder a sus empleados un día libre a la semana para ocuparse de sus proyectos favoritos. Pero Meng, como es conocido allí, tiene una visión más amplia, que consiste en hacer que el curso resulte accesible, más allá de Google, en especial a los líderes[234]. También hay que señalar al recién constituido Institute for Mindful Leadership de Minneapolis [Instituto para el Liderazgo Consciente de Minneapolis], que se dedica a entrenar a líderes de Target, Cargill, Honeywell Aerospace y muchas otras empresas repartidas por todo el mundo. Otro centro de peregrinación en este sentido es el Center for Mindfulness-Based Stress Reduction [Centro para Reducir el Estrés basado en la Conciencia plena], ubicado en el campus la facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts, en Worcester, que cuenta con un centro de entrenamiento para ejecutivos. Por su parte, Miraval es un lujoso centro vacacional de Arizona que, desde hace años, ofrece a ejecutivos un retiro anual de atención plena dirigido por Jon Kabat-Zinn, cuyo trabajo en el centro Worcester, por él fundado, puso en marcha el movimiento del mindfulness. Los programas de mindfulness han sido utilizados por grupos tan diversos como la unidad de capellanes del ejército estadounidense, la facultad de Derecho de Yale y General Mills, donde más de 300 ejecutivos están aplicando las técnicas del liderazgo atento. ¿Pero implica todo esto alguna diferencia? Los primeros resultados descubiertos por una firma de biotecnología en la que se aplicó el programa de Google «Busca en tu interior» indicaban que el mindfulness alienta la empatía y la conciencia de uno mismo. Según Philippe Goldin, psicólogo de Stanford que valoró los efectos del programa, los resultados pusieron de relieve, en quienes participaron en el entrenamiento, una intensificación de las habilidades concretas relacionadas con el mindfulness, como una mayor capacidad para observar y describir su experiencia y actuar con una mayor conciencia. «Los participantes afirmaron —añadió Goldin— ser más capaces de aplicar estrategias de autorregulación, como la de reorientar su atención, en el fragor del momento y cuando su atención está siendo desviada, hacia los aspectos menos problemáticos de la situación. De este modo ejercitan el músculo que dirige la atención y pueden elegir el aspecto de la experiencia del que van a ocuparse. Se trata de una reorientación voluntaria de la atención. Y también están más preparados para aplicar esas habilidades de la atención cuando realmente las necesiten. »También se ha constatado un aumento de la preocupación empática por los demás y una mayor capacidad para escuchar —dijo Goldin—. Y, aunque aquella sea una actitud y esta, la habilidad real (el músculo, por así decirlo), ambas resultan, en el entorno laboral, vitalmente importantes». Una jefa de departamento de General Mills asistió al curso de mindfulness buscando un poco de alivio, porque se sentía desbordada. Y, cuando volvió a su puesto de trabajo, solicitó de sus subordinados directos que, antes de pedirle que asistiera a una reunión, hiciesen siempre una pausa de reflexión y se cuestionaran la necesidad de su asistencia. Como resultado de esa sencilla recomendación, pudo encontrar, en una agenda anteriormente saturada desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, tres horas diarias para atender a sus propias prioridades. Veamos ahora algunas reflexiones que pueden ayudarle a establecer su nivel de atención[235]: ¿Recuerda lo que le ha dicho la persona con la que acaba de hablar? ¿Se acuerda del recorrido que ha seguido esta mañana para ir al trabajo? ¿Saborea su comida? ¿Presta más atención a la persona con la que está que a su iPod? ¿Está leyendo atentamente este libro? Cuantos más «noes», más distraído estará. El mindfulness amplía nuestro abanico de posibilidades. La divagación quizás sea, en el entorno laboral, la causa principal de falta de atención. Si queremos centrar la atención en nuestra experiencia aquí y ahora (en la tarea que estamos llevando a cabo, la conversación que estamos manteniendo o la búsqueda de consenso en una reunión), debemos atenuar el ruido mental, ligado al yo y pensamientos asociados, que genera un mosaico mental de cuestiones irrelevantes para la tarea que, en el presente, estemos llevando a cabo[236]. El adiestramiento mental en mindfulness desarrolla la capacidad de centrarnos, de forma ecuánime y no reactiva, en el presente observando nuestra experiencia instante tras instante. La práctica consiste en abandonar nuestros pensamientos sobre una cosa y, sin perdernos en ningún aspecto concreto de esa corriente de pensamientos, abrir nuestra mente a todo lo que aparezca en el flujo de nuestra conciencia. Este entrenamiento acaba generalizándose de modo que, en los momentos en que lo necesitemos, podamos dejar a un lado esto y prestar atención a aquello. El entrenamiento en mindfulness reduce la actividad de los llamados circuitos del yo, ubicados en la corteza prefrontal medial, de modo que, cuanto menos diálogo interno, mejor podremos experimentar el presente[237]. Cuanto más tiempo lleve una persona practicando mindfulness, más fácilmente podrá desacoplar su cerebro de los dos tipos de autoconciencia y activar, libre de todo parloteo mental relativo al «yo», los circuitos que alientan la presencia aquí y ahora[238]. El fortalecimiento del control ejecutivo resulta especialmente importante para las personas a las que el menor contratiempo, daño o decepción las sumerge en una cavilación interminable. Al cambiar la relación que mantenemos con el pensamiento, el mindfulness nos permite romper la cadena de pensamientos que, de otro modo, acabaría revolcándonos en el sufrimiento. En lugar, pues, de vernos arrastrados por su corriente, podemos entonces hacer una pausa y, dándonos cuenta de que son meros pensamientos, decidir actuar o no a partir de ellos. La práctica de mindfulness fortalece, en suma, la focalización, especialmente el control ejecutivo, el tamaño de la memoria de trabajo y la capacidad de mantener la atención. Y hay que decir que basta con 20 minutos de práctica diaria durante 4 días para empezar a disfrutar de todos esos beneficios (aunque, cuanto más entrenamiento, más duraderos serán, obviamente, sus efectos)[239]. También está la cuestión de la multitarea, considerada el azote de la eficacia. Y con ello nos referimos a los cambios en el contenido de la memoria operativa y a las interrupciones rutinarias de un determinado foco de atención, que pueden desviarnos varios minutos de la tarea original. Y hay que decir también que recuperar la plena concentración requiere entre 10 y 15 minutos. Cuando profesionales de los recursos humanos que habían recibido un entrenamiento en mindfulness se vieron sometidos a un experimento que simulaba su frenética jornada habitual (que consistía en organizar los encuentros de los asistentes a un congreso, localizar salas libres en las que celebrar las reuniones, elaborar la agenda, etcétera, en medio de una vorágine de correos electrónicos y llamadas telefónicas de ida y vuelta para ajustar horarios), la práctica de mindfulness no solo mejoró considerablemente su concentración, sino que también les hizo más perseverantes y eficientes[240]. Me hallaba reunido en un despacho de More Than Sound Productions (una empresa dirigida por uno de mis hijos) cuando nuestra atención empezó a fluctuar, algo que se puso de relieve con la aparición de conversaciones paralelas y la frecuencia con que algunos asistentes empezaban a consultar discretamente sus correos electrónicos. Esa disgregación del foco de atención compartido es una experiencia muy habitual, un claro indicador de que la eficiencia del grupo está empezando a menguar. De pronto, sin embargo, uno de los presentes se levantó y, golpeando un pequeño gong, dijo: «¡Tiempo para mindfulness!». Todos nos sentamos entonces en silencio unos pocos minutos y, cuando sonó de nuevo el gong, retomamos, con renovado brío, nuestra reunión. Aunque se trató, para mí, de un momento muy especial, no lo fue tanto para More Than Sound, cuyo equipo suele dedicar, según parece, a intervalos irregulares, marcados por el sonido del gong, unos minutos al mindfulness. Se trata de una pausa que, según dicen, no solo aclara su mente, sino que también renueva su concentración. No es de extrañar que esa pequeña editorial reconozca la importancia del mindfulness porque, cuando los visité, acababan de publicar Mindfulness at work, un audio dirigido por Mirabai Bush, la mujer que introdujo esta práctica en Google. Ver la imagen global Los líderes se sienten cada vez más apremiados por el aumento de la complejidad de los sistemas en los que deben moverse. Tengamos en cuenta, en este sentido, la globalización de mercados, proveedores y organizaciones; la aceleración del cambio en el ámbito de la tecnología de la información; la inminencia de los peligros ecológicos, o la rapidez con que pasan de moda los productos comercializados. Todo eso puede acabar desbordándonos. «La mayoría de líderes no llevan a cabo pausa alguna —me confesó un curtido coach del liderazgo —, pero lo cierto es que uno necesita tiempo para reflexionar». Su jefe, el presidente de una gran empresa dedicada a la gestión de inversiones, dijo lo mismo con las siguientes palabras: «Si no me permitiera esos momentos, me vería obligado a renunciar». Este es un comentario con el que coincide plenamente Bill George, antiguo director general de Medtronic: «Los líderes actuales se sienten acosados. Tienen una cita cada cuarto de hora y, a lo largo del día, se ven interrumpidos miles de veces. Deben encontrar momentos para poder reflexionar». Estos momentos de reflexión regular en la agenda diaria o semanal pueden ser de gran ayuda para ir más allá de la hiperactividad habitual, evaluar la situación y mirar hacia delante. Son muchos los pensadores, desde el congresista Tom Ryan hasta el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey D. Sachs, que consideran que el mindfulness es un método que ayudaría a los líderes a ver la imagen global[241]. Ellos afirman que no solo necesitamos líderes atentos, sino también una sociedad atenta y que, para ello, deben centrarse en tres aspectos diferentes: nuestro propio bienestar, el bienestar de los demás, y el funcionamiento de los sistemas mayores que gobiernan nuestra vida. Dirigido hacia uno mismo, el mindfulness —según explica Sachs— consiste en una lectura más exacta de lo que realmente nos hace felices. Los datos económicos globales parecen demostrar que, cuando un país alcanza un nivel moderado de ingresos —suficiente para satisfacer las necesidades básicas—, desaparece la estrecha relación previa que existe entre riqueza y felicidad. Intangibles tales como la relación con las personas a las que amamos y las actividades significativas pueden hacernos entonces más felices que ir, por ejemplo, de compras o a trabajar. Pero solemos ser jueces muy inadecuados de lo que nos hace sentir bien. Sachs afirma que, si prestásemos más atención a cómo gastamos el dinero, sería menos probable que nos dejásemos atrapar por la publicidad engañosa que anuncia productos que en modo alguno nos hacen más felices. El mindfulness despierta deseos materiales más modestos y nos lleva a dedicar más tiempo y energía a satisfacer necesidades más profundas de significado y conexión. En el ámbito social, el mindfulness a los demás —prosigue Sachs— supondría prestar atención al sufrimiento de los pobres y a la red de servicios sociales que, tanto en los Estados Unidos como en muchas otras economías avanzadas, se halla en claro estado de descomposición. Limitarse, en su opinión, a ayudar a los pobres a sobrevivir no hace sino acentuar la pobreza intergeneracional. Lo que necesitamos es impulsar, durante una generación, en los ámbitos educativo y sanitario, a los niños más pobres, para que puedan enfrentarse a la vida desde un nivel de capacidades más elevado y no se vean así condenados, como sus familias, a sobrevivir a base de subsidios. A ello deberíamos agregar programas, como el mindfulness, que alienten el control ejecutivo del cerebro. Los niños de Dunedin que, durante su infancia, mejoraron su autocontrol, obtuvieron idénticos beneficios en la salud y el éxito en la vida que quienes, desde siempre, podían demorar la gratificación. ¿No sería más interesante, dado que esa mejora en el control de los impulsos fue fortuita y no fruto de un plan deliberado, enseñar ese tipo de habilidades a todos nuestros niños? Y también hay que tener en cuenta la conciencia de los sistemas globales como, por ejemplo, el impacto del ser humano sobre el planeta. La solución de los problemas propios de este nivel requiere de una visión sistémica. Prestar atención al futuro significa tener en cuenta las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones, tanto para la generación de nuestros hijos como para la de los hijos de nuestros hijos, etcétera. Parte VI: El líder bien enfocado 18. Cómo dirigen su atención los líderes La expresión «muerte por PowerPoint» se refiere a las sinuosas y aburridas presentaciones que esa herramienta informática parece alentar. Ese tedio refleja la ausencia de un pensamiento focalizado de sus autores y su incapacidad para subrayar los aspectos más sobresalientes de la cuestión que están tratando de ilustrar. La respuesta que alguien da a la sencilla pregunta «¿Y cuál es la idea principal?» nos proporciona un indicio de su capacidad para exponer con claridad las facetas más importantes de algo. Según tengo entendido, Steve Balmer, director general de Microsoft (lugar en que nació el temible PowerPoint), ha prohibido, en sus reuniones, este tipo de presentaciones. En lugar de ello, Balmer solicita ver previamente el material para no perderse, en el encuentro cara a cara, en un interminable proceso y poder ir así directamente al grano. «Eso —según dice— favorece nuestra concentración[242]». Dirigir la atención hacia donde se necesita es una de las tareas principales del liderazgo. Ese talento depende de la capacidad de centrar la atención en el lugar y momento adecuados para detectar las tendencias y realidades emergentes y aprovechar mejor así las oportunidades. Pero no es solo el foco de atención de quien toma las decisiones estratégicas el que encumbra o arruina una empresa, sino el amplio repertorio de la atención y pericia que muestran todos los implicados[243]. A diferencia de lo que sucede en el caso del individuo, el gran número de personas que componen una organización favorece una distribución más adecuada de la atención y una división del trabajo que tenga en cuenta las habilidades de los distintos empleados. Este foco múltiple permite que la capacidad de atención de la organización para entender y responder a los sistemas complejos resulte mucho más adecuada que la de los individuos aisladamente considerados. Los diferentes departamentos de una organización (finanzas, márketing, recursos humanos, etcétera) reflejan el modo en que esta se concentra. Como la atención tiene, tanto en el individuo como en las organizaciones, una capacidad limitada, es necesario decidir dónde dirigir su atención, qué ignorar y en qué concentrarse. Entre los síntomas de lo que podríamos denominar el «síndrome de déficit de atención de una organización» cabría citar, por ejemplo: la toma de decisiones erróneas por falta de datos o la falta de tiempo para reflexionar; los problemas en llamar la atención del mercado, y la incapacidad para concentrarse en el momento y lugar oportunos. No es fácil llamar la atención del mercado y despertar el interés del público. Lo que el mes pasado nos deslumbró hoy nos parece aburrido, y el listón para llamar la atención se eleva, en consecuencia, de continuo. Y, si bien existen estrategias destinadas a atrapar nuestra mirada manipulando, con efectos tecnológicos sorprendentes y especiales, el sistema ascendente, también estamos asistiendo al renacimiento del viejo método de contar buenas historias[244]. Porque las historias no se limitan a captar nuestra atención, sino que también la mantienen. Esta es una lección no del todo desperdiciada por las «industrias de la atención», como los medios de comunicación, la televisión, el cine, la música y la publicidad, que compiten por nuestra atención, en un juego de suma cero en el que unos ganan y otros pierden. La atención tiende a centrarse en lo que importa y tiene sentido. La historia que narra un líder puede imbuir con tal resonancia un determinado aspecto, que implique la necesidad de decidir en qué concentrarse y dónde poner la energía[245]. El liderazgo gira en torno a la necesidad de captar y dirigir eficazmente la atención colectiva. Y ello implica cuestiones tan diversas como saber centrar, en primer lugar, nuestra propia atención y atraer y dirigir luego la atención de los demás, así como captar y mantener la atención de clientes o consumidores. El líder bien enfocado debe ser capaz de equilibrar el foco interno (dirigido hacia el clima y la cultura de la organización) con el foco en los demás (en el paisaje competitivo) y el foco exterior (centrado en las realidades mayores que configuran el entorno en que opera el equipo). El campo de atención de un líder, es decir, las metas y cuestiones concretas en las que se concentra, dirige —con independencia de que la manifieste o no explícitamente— la atención de sus seguidores. Las personas deciden dónde deben concentrarse basándose en su percepción de lo que, para el líder, tiene importancia. Este efecto dominó deposita, sobre la espalda de los líderes, una carga extra de responsabilidad, porque no solo están dirigiendo su propia atención sino la atención también, en gran medida, de los demás[246]. Consideremos, a modo de ejemplo, el caso de la estrategia. La estrategia representa, en este sentido, la pauta deseada de atención de la organización que todo el mundo, cada uno a su modo, debería compartir[247]. Una estrategia concreta se basa en decisiones que contribuyen a discernir qué hay que ignorar y a qué hay que prestar atención (¿la cuota de mercado o los beneficios?, ¿los competidores actuales o los nuevos?, ¿qué nuevas tecnologías, en concreto?). Cuando los líderes establecen una estrategia, están orientando hacia ella la atención de sus subordinados. ¿De dónde viene la estrategia? Kobun Chino, maestro japonés de kyudo —el arte Zen del tiro con arco—, fue, en cierta ocasión, invitado a demostrar sus habilidades en el Instituto Esalen, el célebre centro de estudios para adultos ubicado en Big Sur (California), en la misma carretera que conduce al centro de retiros de Tassajara del Centro Zen de San Francisco. Llegado el día, alguien colocó una diana en la parte más alta de una loma cubierta de hierba, situada en un alto acantilado junto al océano Pacífico. Chino se alejó a una distancia considerable del blanco, colocó sus pies en la posición tradicional del arquero, enderezó la espalda, tensó muy lentamente su arco, esperó un rato y, finalmente, disparó. La flecha pasó silbando por encima del blanco y se dirigió hacia el cielo para acabar cayendo al océano. «¡Blanco!» —gritó entonces, alborozado, Kobun Chino, dejando atónito al público. Y es que, como dijo, en cierta ocasión Arthur Schopenhauer, «el genio es el que acierta en una diana invisible para otros». Kobun Chino era el maestro Zen del difunto Steve Jobs, el conocido director general de Apple Computer. Entre los blancos invisibles en que acertó Jobs, se halla el innovador concepto, por aquel entonces, de un ordenador accesible a todo el mundo (y no solo a los entendidos), una idea ajena a todas las empresas informáticas de la época. Después de crear el primer ordenador de sobremesa de Apple, Jobs y su equipo llevaron esa visión amable con el usuario al iPod, el iPhone y el iPad productos que, por aquel entonces, resultaban inconcebibles. Cuando, después de haber sido despedido de Apple en 1984, Steve Jobs regresó, en 1997, se encontró con una empresa que fabricaba muchos productos, que iban desde ordenadores y accesorios periféricos hasta 12 tipos diferentes de Macintosh. La compañía estaba naufragando y su estrategia para remediarlo fue muy sencilla: el enfoque. En lugar de dedicarse a decenas de productos, solo se concentrarían en cuatro, un ordenador de sobremesa y un portátil dirigidos a dos mercados diferentes, el consumidor y el profesional. Y es que, al igual que ocurre en la práctica del Zen, donde el reconocimiento de que nos hemos distraído es el primer paso para recuperar la concentración, Jobs se dio cuenta de que «tan importante es decidir qué no hacer como decidir qué hacer»[248]. Jobs rechazaba de manera implacable, tanto en el ámbito personal como en el profesional, lo que consideraba superfluo. Pero también sabía que, para que la simplificación resulte eficaz, debemos entender perfectamente la complejidad que estamos tratando de reducir. La decisión más simple, en aras de la simplificación, como el lema de Jobs de que los productos de Apple deben permitir que el usuario haga cualquier cosa con no más de tres clics, requiere una comprensión profunda de la función de las instrucciones y las teclas que permiten encontrar soluciones elegantes. Más de un siglo antes de que Apple existiera, otra visión radical permitió que la máquina de coser Singer alcanzase, a escala mundial, un extraordinario éxito comercial. La simple premisa de que las amas de casa pudiesen manejar un artilugio mecánico era, en pleno siglo XIX (mucho antes de que las mujeres en los Estados Unidos conquistasen el derecho al voto), una idea revolucionaria. Y Singer no se limitó a ello, sino que también facilitó a las mujeres el acceso a máquinas de coser concediéndoles créditos. Solo en el año 1876, Singer vendió más de 262 316 máquinas de coser, una cifra extraordinaria para la época. Uno de los fundadores de esa empresa fue el constructor también del Dakota, el emblemático edificio de apartamentos de Manhattan en el que han vivido famosos como John Lennon. En 1908, su recién erigido centro de operaciones, el Singer Building era, con sus 47 pisos de altura, el edificio más alto del mundo. Mi madre, nacida en 1910 (y fallecida dos meses antes de cumplir los cien), poseía, desde su adolescencia, una Singer. Todavía recuerdo que, siendo niño, solía acompañarla a un almacén de telas porque, en aquel tiempo, las mujeres solían confeccionar la ropa de su familia. En mi época, sin embargo (yo fui el tercero de sus hijos), ella ya me compraba la ropa. Cambios culturales como el que permitió a las amas de casa utilizar máquinas de coser y comprar, un siglo más tarde, la ropa de su familia —manufacturada por mano de obra barata en otros países—, abren nuevos horizontes de continuo. En la medida en que las sociedades, la tecnología, los canales de distribución y los sistemas de información evolucionan, aparecen nuevos grupos de clientes, nuevas modalidades de compra y nuevas necesidades. Cada avance trae consigo una serie de estrategias ganadoras. Apple y Singer dejaron huellas que, en un desesperado intento por atraparlas, han tratado de seguir sus competidores. Hoy en día existe toda una pequeña industria de asesores dispuestos a guiar a las empresas a través de un amplio abanico de decisiones estratégicas. Pero, si bien las estrategias accesibles permiten determinar las tácticas de una organización, no modifican las reglas del juego. El significado de la palabra «estrategia» procede del entorno militar y originalmente se refería al «arte de liderar», es decir, al ámbito de acción de los generales. La estrategia se centra en el modo de emplear los propios recursos, mientras que la táctica se ocupa del modo de luchar en la batalla. En la actualidad, los líderes necesitan generar estrategias que tengan sentido en todos los sistemas en los que operan, una tarea propia de lo que hemos denominado foco externo. Una nueva estrategia significa reorientar, con un nuevo enfoque, lo que hasta entonces había sido habitual. Pero, para dar con una estrategia radicalmente nueva, se necesita percibir una nueva posición que nuestros competidores no hayan advertido. Y es que, aunque todo el mundo tenga acceso a las tácticas ganadoras, solo unos pocos, no obstante, las tienen en cuenta. Aunque ejércitos enteros de asesores nos ofrezcan sofisticadas herramientas analíticas para perfeccionar las estrategias, todos ellos frenan en seco cuando se enfrentan a la gran pregunta «¿De dónde proceden las estrategias ganadoras?». Un artículo ya clásico sobre estrategia hace el comentario improvisado de que la estrategia ganadora «requiere creatividad e intuición»[249]. Estos ingredientes están relacionados, respectivamente, con los focos interno y externo. Cuando Marc Benioff, fundador y primer director general de SalesForce advirtió, por vez primera, el potencial del almacenamiento informático en la Nube, estaba contemplando la evolución posible de una tecnología capaz de cambiar sistemas (un foco externo), junto a su propia sensación visceral de lo que, para proporcionar este tipo de servicio, debe hacer una empresa. Su propia empresa, dedicada a la gestión de las relaciones entre clientes, apostó por asumir, en este nuevo y competitivo entorno, una posición de partida. Los mejores líderes poseen una conciencia sistémica que les ayuda a responder a la continua pregunta de hacia dónde y cómo debemos dirigir nuestros pasos. El autocontrol y las habilidades sociales combinan el foco en uno mismo con el foco en los demás para construir una inteligencia emocional que movilice el ingenio humano necesario para llegar hasta ahí. El líder necesita contrastar una posible decisión estratégica con todo lo que sabe. Y, una vez tomada la decisión, debe ser capaz de transmitirla con pasión y habilidad, apelando a la empatía cognitiva y a la empatía emocional. En ausencia de sabiduría estratégica, sin embargo, estas habilidades personales también fracasan. «Si piensas en forma sistémica —me dijo Larry Brilliant—, te ocuparás de los valores, la visión, la misión, la estrategia, las metas, las tácticas, las entregas, la evaluación y el bucle de retroalimentación que reactiva todo el proceso». Un detalle revelador en el horizonte A mediados de la primera década de este siglo, BlackBerry se había convertido en el ojito derecho de la innovación tecnológica. A la empresa le gustaba que el sistema funcionase únicamente en su propia red cerrada, fiable, rápida y segura. Repartieron miles de aparatos entre sus empleados y la palabra «crackberry» pasó a formar parte de la jerga de la empresa para indicar la adicción de los usuarios a su BlackBerry. Basándose en cuatro fortalezas clave (facilidad de escritura, una seguridad excelente, larga vida de la batería y compresión de los datos), la empresa acabó haciéndose con el dominio del mercado. Durante un tiempo, BlackBerry fue una tecnología innovadora que, desplazando a todos los competidores, impuso, en algunos campos (ciertas funciones del PC, los ordenadores portátiles y todos los teléfonos móviles) sus propias reglas de juego. Pero, mientras BlackBerry dominaba el mercado empresarial y se convertía en el capricho de los consumidores, el mundo seguía su curso. El iPhone apareció en un momento en el que cada vez más trabajadores de la empresa estaban comprando sus propias marcas de teléfono inteligente (no necesariamente BlackBerry), de modo que no quedó más remedio que adaptarse y permitir que sus empleados conectasen sus dispositivos a la red corporativa. Y, en el mismo momento en que abrieron esa puerta y se vieron obligados a competir con los demás, el control que ejercían sobre el mercado empresarial empezó a desvanecerse. RIM (Research in Motion), el fabricante de BlackBerry, tardó un tiempo en darse cuenta de la situación. Cuando introdujeron la pantalla táctil, por ejemplo, la suya ya no estaba a la altura de las que, desde hacía tiempo, ofrecía el mercado. Y la red cerrada de BlackBerry, que antes suponía una ventaja, acabó convirtiéndose en un inconveniente en un mundo en el que los móviles (iPhone y Android) se habían convertido en plataformas con su propio universo de aplicaciones. El éxito inicial de la marca se debió a su ingeniería superior, porque los directores generales de RIM eran ingenieros. Después de verse obligados por su equipo directivo, sin embargo, a dimitir, la empresa anunció que, aun cuando la mayor parte de su crecimiento se inclinase del lado de los consumidores, su principalmercado volvería a girar en torno al mundo empresarial. Como explica Thorsten Heins, nuevo director general de RIM, la empresa había soslayado los grandes cambios de paradigma que se habían producido en su nicho ecológico. Había ignorado el cambio acontecido en los Estados Unidos con las redes inalámbricas de la cuarta generación (4G) y también había fracasado en construir dispositivos para ello, dejando así el mercado libre a sus competidores. Y, aferrándose a su propio teclado, subestimó también la popularidad que acabaría alcanzando la pantalla táctil del iPhone. «El público estaba dispuesto a sacrificar la duración de la batería —afirma Heins— por una excelente interfaz táctil. Pero nosotros no creímos que tal cosa pudiese ocurrir. Y lo mismo podríamos decir con respecto a la seguridad», momento en el cual la empresa cambió sus reglas para permitir que sus empleados conectasen sus propios teléfonos inteligentes a la red de la empresa[250]. Aunque, hasta cierto momento, BlackBerry había liderado una auténtica revolución ahora, como decía cierto analista, «parecía bastante despistada y sin saber muy bien lo que querían los consumidores»[251]. Aunque BlackBerry seguía liderando mercados como el indonesio, solo cinco años después de haber dominado el mercado estadounidense, sus acciones habían perdido el 75% de su valor. Cuando escribo esto, RIM ha anunciado un último y desesperado intento por recuperar, con un nuevo teléfono, su cuota de mercado. Pero lo cierto es que RIM quizás haya entrado en un capítulo de la vida de toda empresa, al que se conoce como «valle de la muerte», que puede resultar letal. La expresión «valle de la muerte» procede de Andrew Grove, el legendario fundador y director de Intel, que relata un momento cercano a la muerte de su empresa. En sus primeros años, Intel construyó chips de silicio para la industria informática, un mercado incipiente en aquel tiempo. La dirección, según explica Grove, se mostraba impermeable a los mensajes procedentes de sus propios equipos de ventas, que les decían que los consumidores estaban cambiando masivamente a los chips más baratos, fabricados en Japón. Si Intel no hubiese tenido un negocio paralelo de microprocesadores informáticos (el ubicuo «Intel Inside» que dominó el apogeo de los ordenadores portátiles), la empresa ya habría muerto. Pero, en esa época —admite Grove—, Intel experimentó una «disonancia estratégica» al cambiar, en un momento en el que los fabricantes japoneses empezaban a dominar el mercado del chip, de la explotación a la exploración y pasar de fabricar chips de memoria (su primer éxito empresarial) a diseñar microprocesadores. El título del libro de Grove, Solo los paranoides sobreviven, admite tácitamente la necesidad de otear de continuo el horizonte en busca de algún indicio revelador. Este es un consejo que resulta especialmente aplicable al sector tecnológico (sobre todo si lo comparamos, por ejemplo, con el de los frigoríficos), donde la brevedad del ciclo de los productos obliga a asumir un ritmo endiablado de cambio. La rapidez de los cambios a que se ven sometidos los productos tecnológicos (semejante al frenético papel procreador que, en el campo de la genética, ha desempeñado la mosca del vinagre) convierte a ese sector en una fuente interminable de casos de estudio. En el terreno de los juegos, el controlador remoto Wii de Nintendo se hizo con el mercado de la PlayStation 2 de Sony, y Google puso fin a la supremacía de Yahoo como principal motor de búsqueda de internet. Y Microsoft que, en un determinado momento, tenía una cuota de mercado del sistema operativo de los teléfonos móviles del 42%, vio cómo las ganancias del iPhone empequeñecían día tras día las suyas. Y es que las innovaciones van modificando de continuo nuestra sensación de lo que es posible. Después de que Apple lanzase al mercado el iPod, Microsoft tardó cuatro o cinco años para sacar Zune, su propia versión… y otros seis para declarar fracasado su intento[252]. La fijación de Microsoft en la familia de software Windows, su gallina de los huevos de oro, explica, en opinión de los analistas, el fracaso de la empresa en desafiar la supremacía comercial de Apple y de sus productos, el iPod, el iPhone y el iPad. Nuestro fracaso para desconectar el foco de atención de las zonas de confort depende, en opinión de Clay Shirky, de que «quienes dirigen el viejo sistema no se dan cuenta del cambio y, si lo hacen, asumen que no es importante, que solo afecta a un área concreta o que se trata de una moda pasajera. Y cuando, finalmente, no les queda más remedio que admitir que el mundo ha cambiado, han perdido un tiempo precioso para adaptarse[253]». Piensa diferente El caso de RIM nos proporciona un ejemplo de manual de la rigidez organizativa que aqueja a una empresa que, siendo la primera en comercializar un avance tecnológico, desperdicia las sucesivas oleadas tecnológicas porque, desatendiendo a lo que luego ocurre, sigue aferrada a la primera de sus novedades. Una organización centrada en su mundo interno puede funcionar muy bien, pero cuando no se adapta al mundo mayor en el que opera, su rendimiento puede acabar sirviendo a una estrategia fracasada. Los cursos de estrategia impartidos en las escuelas de gestión empresarial diferencian la explotación de la exploración. Algunas personas (y algunas empresas, como RIM) tienen éxito al aplicar una estrategia de explotación, que consiste en perfeccionar y aprender a mejorar una determinada capacidad, tecnología o modelo empresarial. Otras, sin embargo, encuentran su camino hacia el éxito a través de la exploración, probando alternativas innovadoras a las que actualmente emplean. Las empresas con una estrategia ganadora tratan de perfeccionar sus operaciones y ofertas actuales sin introducir cambios radicales. El acto de equilibrio mental que consiste en combinar la exploración de las novedades con la explotación de lo que ya funciona no ocurre por sí solo. Pero la investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que las empresas capaces de explotar y explorar simultáneamente son «ambidiestras», contemplando esas estrategias como unidades independientes, con culturas y formas de operar muy diferentes. Al mismo tiempo, cuentan con un equipo muy compacto de líderes experimentados que se ocupan de equilibrar el foco externo, el foco interno y el foco en los demás[254]. Lo que funciona en el ámbito colectivo refleja lo que sirve en el caso de la mente individual. La función ejecutiva de la mente, árbitro que determina dónde debemos centrar nuestra atención, gestiona tanto la concentración que requiere la explotación como el foco abierto que exige la exploración. La exploración nos aleja del foco actual para abrirnos a nuevos horizontes y posibilitar la flexibilidad, el descubrimiento y la innovación. La explotación, por su parte, requiere la concentración en lo que estamos haciendo para perfeccionar, de ese modo, su eficacia y mejorar el rendimiento. Quienes se centran en la explotación pueden encontrar un camino más seguro y libre de riesgos hacia el beneficio económico mientras que, quienes se consagran a la exploración, tal vez cosechen un mayor éxito en la siguiente innovación, aunque el peligro de fracasar también es mayor y el horizonte de beneficios más lejano. Bien podríamos calificar, en este sentido, a la explotación como el camino de la tortuga, y a la exploración como el camino de la liebre. La tensión que existe entre ambas funciones mentales está presente en la mente de cualquier persona que deba tomar una decisión en este sentido. ¿Es mejor seguir con la tecnología de baterías, cuyos beneficios económicos para la empresa no han hecho sino aumentar, o invertir, por el contrario, en I+D para descubrir una nueva tecnología de almacenamiento energético que convierta en obsoletos los productos de la competencia? Porque estas son —como lleva insistiendo, desde hace años, James March, especialista en teoría de la estrategia de Stanford— el tipo de decisiones estratégicas prácticas que consolidan o arruinan una empresa[255]. Quienes mejores decisiones toman son, en este sentido, ambidiestros y saben perfectamente cuándo deben pasar de una modalidad a otra. Pueden dirigir organizaciones alternando ambas estrategias, alentando el crecimiento mediante la innovación y la contención de costes, dos operaciones muy distintas. Kodak, por ejemplo, era una empresa extraordinaria en el campo de la fotografía analógica, hasta que tropezó con la nueva realidad competitiva impuesta por la aparición de las cámaras fotográficas digitales. Este riesgo se intensifica en épocas de recesión, momento en el cual las empresas centran, comprensiblemente, todos sus esfuerzos en sobrevivir y alcanzar sus objetivos a expensas, muy a menudo, de sus trabajadores o de mantenerse al día en medio de los cambios que ocurren en el mundo. Pero lo cierto es que la modalidad de supervivencia estrecha nuestro foco. Pero la prosperidad tampoco es garantía de ambidestreza. Y ese cambio puede ser más difícil para quienes se hallan atrapados en lo que Grove, de Intel, denomina «la trampa del éxito». Toda empresa atraviesa, según dice, más tarde o más temprano, un momento en el que, para sobrevivir o aumentar su rendimiento, tiene que cambiar radicalmente. «Y, si no aprovecha esa oportunidad —advierte—, empieza a declinar». Intel mantuvo demasiado tiempo, según Grove, a sus mejores especialistas en desarrollo trabajando en los chips de memoria… cuando la supervivencia de la empresa dependía ya de los microprocesadores que, durante la siguiente década, acabarían convirtiéndose en un extraordinario motor de crecimiento. En este sentido, Intel no supo separar adecuadamente la explotación de la exploración. El eslogan de Apple «Piensa diferente» pone de relieve un cambio en el sentido de la exploración. Mudarse a un nuevo territorio o limitarse a aumentar la eficacia son posturas contrapuestas que, a nivel cerebral, se asientan en funciones mentales y mecanismos neuronales completamente diferentes. El control de la atención encierra la clave para que las personas responsables de tomar decisiones puedan llevar a cabo dicho cambio. Los escáneres cerebrales realizados a 63 profesionales experimentados que, mientras seguían, en un juego de simulación, estrategias de explotación o estrategias de exploración (o alternaban entre ambas), debían adoptar decisiones comerciales, pusieron de relieve los circuitos cerebrales concretos en los que descansa cada una de estas modalidades[256]. En este sentido, la explotación va acompañada de una activación de los circuitos cerebrales ligados a la anticipación y la recompensa y parece bastante buena para dejarse llevar por una rutina cómoda y familiar. La exploración, por su parte, parece apoyarse en una activación de los centros ejecutivos cerebrales que gestionan la atención. Parece, pues, que la búsqueda de alternativas a la estrategia actual requiere de un enfoque más intencional. El primer movimiento para adentrarnos en un nuevo territorio pasa por desconectarnos de la rutina conocida y luchar contra la inercia de los hábitos, un pequeño acto de atención que exige lo que la neurociencia denomina «un esfuerzo cognitivo». Ese toque decidido de control ejecutivo libera la atención para que se mueva a sus anchas y se abra nuevos caminos. ¿Qué es lo que impide que las personas lleven a cabo este pequeño esfuerzo neuronal? Hay que empezar diciendo, en primer lugar, que la sobrecarga mental, el estrés y la falta de sueño (por no mencionar el alcohol) afectan a los circuitos ejecutivos necesarios para ejecutar ese cambio cognitivo, circunscribiéndonos a los límites establecidos por nuestros hábitos mentales. Y a ello hay que agregar, en segundo lugar, el estrés de la sobrecarga, la falta de sueño y la dependencia de tranquilizantes, lamentablemente demasiado frecuente entre quienes desempeñan tareas muy exigentes. 19. El triple foco del líder Cuando solo tenía 11 años, Steve Tuttleman empezó a leer con su abuelo el Wall Street Journal, un hábito que, cuatro décadas después, ha crecido hasta llevarle a consultar diariamente, en su tablet, cerca de 20 páginas web, así como multitud de datos y opiniones proporcionadas por un lector RSS. Y, desde primera hora de la mañana, también consulta, una media de seis veces al día, las noticias de última hora en los sitios web del New York Times, el Wall Street Journal y Google News. Una aplicación web le organiza, para su posterior lectura más detenida, el contenido de las 26 revistas a las que está suscrito. «Si el asunto me parece muy importante, requiere más estudio o debo conservarlo como referencia — concluye Tuttleman—, regreso a él cuando puedo dedicarle más tiempo». Tuttleman también lee publicaciones especializadas vinculadas, cada una de ellas, a un interés comercial concreto. National Restaurant News, por ejemplo, tiene que ver con la cadena de franquicias Dunkin Donuts, de la que es accionista; Bowler’s Journal le mantiene al día para dirigir Ebonite, una empresa dedicada a vender bolos para boleras de la que es dueño. Por su parte, el Journal of Practical Estate Planning y una media docena de publicaciones similares le ayudan a mantenerse al corriente de lo que podría ser importante para su puesto como miembro del cuadro directivo de Hirtle Callaghan, que gestiona los activos de obras filantrópicas, universidades y particulares con un elevado patrimonio. Y Private Equity Investor le informa, por último, de las condiciones para el negocio que dirige como presidente de Blue 9 Capital. «Se trata, sin la menor duda, de un volumen de lectura impresionante —me dice Tuttleman—. A veces creo que me consume demasiado tiempo, pero lo cierto es que siempre estoy estableciendo conexiones y lo que leo me proporciona una base segura para las decisiones que tomo». En el año 2004, la cadena comercial Five Below contactó con él para que invirtiese dinero con una propuesta sobre la que Tuttleman dice: «Compartieron conmigo su proyecto de un nuevo modelo de tienda y las cifras eran, en cuanto a costes y beneficios, muy exactas». Pero Tuttleman fue más allá de las cifras y visitó una de sus seis tiendas, cotejando sus sensaciones internas con las reacciones de los consumidores. «Ofertaban, con un enfoque muy especial, una selección muy atractiva de productos. Sus clientes potenciales tenían entre 12 y 15 años, y, en las tiendas, podía verse fundamentalmente a madres acompañadas de sus hijos. Pero lo que yo veía era a gente a la que le gustaba la tienda, y a mí también me gustaba». En los años siguientes, Tuttleman invirtió más dinero en Five Below, de modo que lo que, en 2004, era una cadena de seis tiendas, creció hasta convertirse, a finales de 2012, en una empresa de 250 tiendas que empezó a cotizar con éxito en Bolsa. Y, aunque la empresa sacó las acciones al mercado en el mismo momento en que se produjo la debacle en Bolsa de Facebook, su éxito, no obstante, no se vio afectado. «Me proponen de continuo nuevas oportunidades de inversión —me dijo Tuttleman—. Me traen el libro de cuentas que detalla las cifras de alguna empresa que está en el mercado. Pero yo me fijo en el peso que tiene en el contexto más amplio de lo que está ocurriendo en la sociedad, la cultura y la economía. Siempre contemplo estas cosas en el contexto impuesto por el sistema mayor. Se necesita, para estas cosas, una visión muy amplia». En 1989, Tuttleman compró acciones de Starbucks, Microsoft, Home Depot y Wal-Mart que todavía posee. ¿Por qué las compró? «Compré lo que me gustaba —explica—. Me guío por el instinto». Cuando tomamos decisiones como las anteriores, los sistemas subcorticales operan al margen de la atención consciente, recopilando las reglas de decisión que no solo nos guían y pasan a engrosar nuestra sabiduría de la vida, sino que nos transmiten también su veredicto en forma de sensaciones sentidas. Ese tipo de intuición sutil («esto parece bueno») determina la dirección que seguiremos mucho antes de estar en condiciones de expresar verbalmente nuestra decisión. Los emprendedores más exitosos recopilan, a la hora de adoptar una decisión clave, muchos más datos, procedentes de una serie mucho más amplia de fuentes de lo que la mayoría de la gente juzgaría pertinente. No pasan por alto, por ejemplo, a la hora de tomar una decisión importante, los datos proporcionados por las sensaciones viscerales. Entre los circuitos subcorticales, conocedores de las verdades viscerales antes de que tengamos palabras para nombrarlas, se hallan la amígdala y la ínsula. Una revisión académica de las intuiciones viscerales concluye que el uso de la información que nos brindan las sensaciones no es, como podrían argumentar las personas hiperracionales, una fuente constante de errores, sino una «estrategia de valoración habitualmente acertada»[257]. El hecho de tener en cuenta nuestras sensaciones como fuente de información nos permite servirnos de una amplia red de reglas de decisión que la mente recopila de manera inconsciente. Es muy probable que el aprendizaje que permite a Tuttleman interpretar sus sensaciones viscerales se remonte a sus primeros años hojeando el Wall Street Journal con su abuelo, un inmigrante ruso que había conseguido trabajo en una tienda de comestibles, y no solo acabó comprando la tienda, sino también la empresa distribuidora que le proporcionaba suministros. Cuando vendió esa empresa, se dedicó a invertir en el mercado de valores. Como su padre y su abuelo antes que él —prosigue Tuttleman—, «desde pequeño supe que sería inversor. Las conversaciones de sobremesa siempre giraban en torno a los negocios. Llevo casi 30 años en este mundo y siempre he tenido una cartera de acciones de diferentes empresas, cada una de las cuales tiene sus propios problemas de los que debo ocuparme de continuo. Todavía estoy construyendo mi base de datos interna». El punto adecuado para tomar decisiones inteligentes no solo depende de la experiencia que uno tenga del tema, sino también de su nivel de autoconciencia. Cuanto más se conoce uno a sí mismo y a su negocio, mayor es su destreza a la hora de interpretar los hechos (sin caer en las distorsiones internas que pueden empañar su visión)[258]. En caso contrario, nos quedamos con los modelos de racionalidad fría representados, por ejemplo, por los árboles de toma de decisiones (una aplicación de lo que se conoce como «teoría de la utilidad esperada»), que se limitan a sopesar los pros y los contras de todos los factores implicados. El problema es que la vida rara vez se nos presenta de un modo tan perfilado. Otro problema consiste en que nuestra mente ascendente encierra información crucial inaccesible a nuestro cerebro descendente e imposible de introducir, por tanto, en el árbol de decisiones. Las decisiones que, sobre el papel, parecen perfectas, pueden no serlo tanto en la realidad, como bien ilustran, por ejemplo, los casos de la invasión de Irak o el efecto, en un mercado desregulado, de los productos financieros derivados de las hipotecas de alto riesgo. «Los líderes más exitosos están buscando de continuo nueva información —afirma Ruth Malloy, directora global de práctica de liderazgo y talento en Hay Group—. Quieren entender el territorio en el que se mueven. Necesitan estar atentos a las nuevas tendencias e identificar las pautas emergentes que podrían ser interesantes para su trabajo». Cuando decimos que un líder tiene «foco», nos referimos generalmente a su capacidad para permanecer concentrado en los resultados comerciales o en una determinada estrategia. ¿Pero basta acaso con la concentración? ¿Qué ocurre con el resto del repertorio de la atención? Las decisiones comerciales de Tuttleman se basan en datos y cifras procedentes de una amplia exploración exterior, que corrobora con sus sensaciones viscerales y la lectura de los sentimientos de los demás. Es incuestionable que los líderes necesitan, para poder descollar, del amplio abanico compuesto por su foco externo, su foco interno y su foco en los demás, y que una flaqueza en cualquiera de esas dimensiones puede resultar desequilibrante. Líderes inspiradores Veamos ahora dos líderes diferentes. El líder número 1 trabaja como ejecutivo de alto nivel en una empresa de ingeniería de la construcción. Durante el boom inmobiliario de Arizona, que se produjo a comienzos de la década del 2000 (y mucho antes, por tanto, del estallido de la burbuja inmobiliaria), fue cambiando repetidamente de trabajo hasta alcanzar una posición muy elevada. Esa agilidad para ascender en la jerarquía organizativa, sin embargo, no se correspondía con sus habilidades como líder inspirador porque, cuando se le pidió que esbozase una declaración de intenciones que sirviese de guía futura para la empresa, fracasó estrepitosamente. Lo máximo que pudo decir fue: «ser mejores que nuestros competidores». El líder número 2, por su parte, dirigía una organización sin ánimo de lucro que ofrecía servicios sanitarios y sociales a comunidades hispanas en el suroeste de los Estados Unidos. Su declaración de intenciones, exclusivamente centrada en objetivos más importantes, fluyó sin dificultad: «… crear un buen entorno para la comunidad que, durante todos estos años, ha estado alimentando a nuestra empresa, hacer el esfuerzo de repartir los beneficios… y que se aprovechen de nuestros productos». Se trataba de un planteamiento positivo y que incluía, al mismo tiempo, a todos los implicados. Durante las siguientes semanas, se pidió a los empleados que trabajaban directamente con cada uno de los líderes que llevasen a cabo una evaluación confidencial del grado de motivación que les transmitían sus respectivos jefes. El líder número 1 obtuvo una de las valoraciones más bajas de los 50 participantes, mientras que el líder número 2 obtuvo una de las más elevadas. Lo interesante es que cada uno de ellos se vio valorado con un indicador cerebral de «coherencia», referido al grado de interconexión y coordinación de la actividad de los circuitos de una determinada región. La región en cuestión se hallaba en el lado derecho del área prefrontal del cerebro, una zona activa en la integración entre pensamiento y emoción, así como también en la comprensión de los pensamientos y emociones de los demás. Los resultados de esta investigación demostraron, en los líderes más inspiradores, un elevado nivel de coherencia en esta región clave para la conciencia de uno mismo y de los demás, cosa que no sucedía en el caso de los más torpes[259]. Los líderes más inspiradores son capaces de articular valores compartidos que despiertan la vibración del grupo y lo motivan. Estos son los líderes con los que a la gente le gusta trabajar, líderes que saben poner de manifiesto una visión que moviliza a todo el mundo. Pero, para poder hablar de corazón a corazón, un líder debe antes conocer sus propios valores, lo que requiere conciencia de uno mismo. El liderazgo motivador nos obliga a sintonizar tanto con nuestra propia realidad emocional interna como con la realidad interna de las personas a las que tratamos de inspirar. Estos son elementos compositivos de la inteligencia emocional sobre los que, a la luz de esta nueva comprensión del foco de atención, he tenido que reflexionar. La atención solo aparece, en el ámbito de la inteligencia emocional, de manera indirecta como, por ejemplo, en la «conciencia de uno mismo», (base de la autogestión) y la «empatía» (fundamento de la eficacia relacional). Pero la esencia de la inteligencia emocional reside en la conciencia de uno mismo y en la conciencia de los demás y en su aplicación a la gestión de nuestro mundo interno y del mundo de nuestras relaciones interpersonales. El acto de atención se halla profundamente entretejido en la urdimbre misma de la inteligencia emocional porque, en el nivel de la arquitectura cerebral, la línea divisoria entre emoción y atención resulta confusa. Los circuitos neuronales responsables de la atención y de los sentimientos se solapan, compartiendo caminos neuronales o interactuando de formas muy diversas. Los circuitos de la atención y de la inteligencia emocional se hallan, en nuestro cerebro, tan entrelazados que muchas de las regiones cerebrales críticas para la atención son también las que distinguen a la inteligencia emocional de su vertiente más académica, la medida por el cociente intelectual[260]. Eso significa que un determinado líder puede ser muy inteligente, pero carecer, no obstante, de las habilidades de enfoque que acompañan a la inteligencia emocional. Consideremos, por ejemplo, el caso de la empatía. La enfermedad más común del liderazgo consiste en no saber escuchar. Así es como un director general expresaba ingenuamente sus problemas con esta modalidad de empatía: «Mi cerebro va demasiado deprisa. Por eso, aunque haya escuchado todo lo que alguien me dice, a menos que demuestre que lo he entendido, esa persona no se siente escuchada. A veces, de hecho, uno no escucha porque está acelerado. Si quieres, pues, sacar lo mejor de las personas, tienes que escucharlas para que tengan la impresión de haber sido realmente escuchados. Por este motivo, tanto para mejorar yo como para hacer sentir mejor a la gente que me rodea, he tenido que aprender a ralentizar mi ritmo y potenciar ese aspecto»[261]. Un asesor de ejecutivos, afincado en Londres, me contaba: «Cuando les comunico el informe procedente de otros, a menudo se defienden diciéndome que los ejecutivos no escuchan con atención. No es infrecuente que, cuando les entreno para que mejoren su capacidad de atender a los demás, algún ejecutivo me diga que sí que puede hacerlo. Entonces les respondo: “Por supuesto que sí. La cuestión es con qué frecuencia”». Prestamos una atención muy cuidadosa a las cosas que más nos importan, pero en medio del ruido y distracciones de la vida laboral, la escucha pobre es una auténtica epidemia. Las ventajas que aporta, no obstante, son considerables. Un directivo me habló de una época en la que su empresa estaba enzarzada en una lucha, por la compra de una amplia extensión de suelo rústico, con un organismo gubernamental. Pero, en lugar de dejar el asunto simplemente en manos de abogados, el directivo en cuestión concertó una cita con el director de la agencia. En esa reunión, el director de la agencia expresó una retahíla de quejas contra la empresa compradora, insistiendo en la necesidad de proteger el sitio en lugar de urbanizarlo, mientras el director general se limitó a escuchar atentamente en silencio sus comentarios. Cuando, al cabo de un cuarto de hora, se dio cuenta de que los intereses de ambas partes no eran tan incompatibles, esbozó un acuerdo, según el cual la empresa solo urbanizaría una pequeña parcela y dejaría el resto bajo la tutela de una organización ecologista. La reunión concluyó cerrando el trato con un caluroso apretón de manos. Cegados por los logros Como socia de una gran firma de abogados, desquiciaba a los miembros de su equipo, a los que microdirigía y criticaba de continuo obligándoles a escribir y reescribir informes con los que, por más detallados que fuesen, jamás estaba contenta. Siempre encontraba algún «pero» que criticar. Y esa concentración exclusiva en lo negativo resultaba tan desalentadora para su equipo que uno de los miembros estrella renunció y el resto solicitó el cambio a otros departamentos de la misma empresa. Los líderes que, como esta abogada, exhiben este estilo de sobrelogro e hiperfocalizacion, pertenecen a la modalidad «timonel», es decir, personas a las que les gusta llevar la iniciativa y dar ejemplo, estableciendo un ritmo rápido que suponen que los demás seguirán. Son personas que tienden a confiar en una estrategia de liderazgo basada en el «ordeno y mando» y que se limitan a dar órdenes y esperar que los demás les obedezcan. Los líderes que despliegan el estilo autoritario, el estilo timonel o ambos a la vez (pero ningún otro) generan, entre sus subordinados, un clima tóxico y deprimente. Son líderes cuyas hazañas heroicas (como salir a cerrar un trato ellos mismos) pueden proporcionarles, a corto plazo, resultados muy importantes pero a expensas, no obstante, de la salud de sus organizaciones. «Los líderes desbocados» fue el título de un artículo escrito por Scott Spreier y sus colegas de Hay Group, que se publicó en la Harvard Business Review, que versaba sobre el lado oscuro de esta modalidad de liderazgo. «Están tan centrados en la recompensa —me dijo Spreier— que ni siquiera se dan cuenta del impacto que provocan en quienes los rodean». La exigente socia del bufete de abogados mencionada al comienzo de esta sección constituye, según el artículo de Spreier, un ejemplo perfecto del peor estilo del liderazgo timonel. Son líderes que no escuchan ni toman decisiones por consenso. No se preocupan por conocer a las personas con las que trabajan día tras día y se relacionan con ellos como si se tratara de criaturas unidimensionales. Tampoco contribuyen a que las personas desarrollen nuevas fortalezas o perfeccionen sus habilidades, sino que se muestran arrogantes e impacientes y se limitan a descartar toda posibilidad de aprender de sus fracasos. Y están proliferando, porque un estudio de seguimiento ha puesto de relieve que, a partir la década de los noventa, los líderes que tratan de rendir por encima de lo esperado han ido copando, de un modo lento pero seguro, las posiciones de liderazgo de todo tipo de organizaciones[262]. Ese fue un periodo de crecimiento económico que generó una atmósfera en que se ensalzaba la proeza que suponía subir el listón costara lo que costase. Los inconvenientes que suelen acompañar a este estilo (como la falta de ética, la toma de cualquier tipo de atajos y la tendencia a pasar por encima de quien haga falta) se han visto soslayados en demasiadas ocasiones. Pero después estallaron varias burbujas, desde el desastre de Enron hasta la debacle de las empresas puntocom. Una realidad empresarial más sobria puso entonces de relieve el centrarse exclusivo de los líderes timonel en los beneficios fiscales en detrimento de otros aspectos básicos del liderazgo. «Muchas empresas empezaron a promocionar, durante la crisis financiera de 2008, a líderes fuertes y jerárquicos, muy adecuados para gestionar las emergencias —me dijo Georg Vielmetter, asesor en Berlín—. Pero eso cambia el corazón de la organización. Dos años más tarde, esos mismos líderes han acabado creando un clima despojado de confianza y lealtad». El fracaso, en este caso, no se deriva del hecho de no alcanzar los objetivos, sino de no saber relacionarse. El estilo «¡Hazlo, sin importar cómo sea!» no tiene empacho alguno en pasar por encima del cadáver de cualquiera que se interponga en el logro de sus objetivos. Toda organización necesita a personas que no solo se concentren eficazmente en los objetivos importantes, sino que posean el talento también de no dejar de aprender nunca a hacer mejor las cosas y la capacidad de hacer caso omiso de las distracciones y permanecer centrados en su objetivo. De ellos depende, a fin de cuentas, la innovación, la productividad y el crecimiento. Pero solo hasta cierto punto. Los ambiciosos objetivos reflejados por los beneficios y los índices de crecimiento no son el único indicador de la salud de una organización, y, cuando se logran a costa de otros aspectos esenciales, los problemas generados a largo plazo, como perder a los trabajadores estrella, pueden pesar más que el éxito a corto plazo y abocar, finalmente, al fracaso. Cuando nos obsesionamos con un determinado objetivo, todo lo que es relevante para ese enfoque pasa a ser prioritario. Concentrarse no solo significa saber seleccionar las metas adecuadas, sino decir también «no» a las inadecuadas. La concentración va también, cuando se niega lo correcto, demasiado lejos. La fijación unilateral en una sola meta se convierte en sobrelogro cuando la categoría de las «distracciones» se expande hasta llegar a incluir las preocupaciones válidas de otras personas, sus ideas inteligentes y su información crucial, por no mencionar su estado de ánimo, lealtad y motivación. La investigación pionera llevada a cabo por David McClelland mostró que la motivación sana por el éxito alienta el espíritu emprendedor. Desde el mismo comienzo, sin embargo, McClelland vio que algunos líderes orientados hacia el logro «están tan obsesionados en encontrar atajos que les aproxime a la meta que no tienen empacho en utilizar cualquier medio que les ayude a alcanzarla»[263]. «Hace un par de años recibí un informe muy aleccionador sobre mi rendimiento —me confesó el director general de una empresa inmobiliaria de ámbito mundial— que subrayaba que, a pesar de mi gran experiencia comercial, carecía de empatía y liderazgo motivador. Yo creía que todo estaba bien y, al comienzo, lo negué. Pero luego reflexioné y me di cuenta de que aunque, muchas veces era empático, me cerraba cuando alguien no hacía bien su trabajo, momento a partir del cual me convertía en una persona muy fría y, a veces, hasta mezquina. »Entonces tuve que admitir que mi mayor miedo era el fracaso. Esa era mi motivación primordial. Y, cuando alguien de mi equipo me decepciona, ese miedo reaparece». Cuando ese líder se ve secuestrado por el miedo, parece experimentar una recaída en la modalidad timonel de liderazgo. «Si careces de autoconciencia, cuando te ves atrapado en el logro de un objetivo —explica Scott Spreier, que se dedica a asesorar a líderes de los niveles más elevados—, pierdes la empatía y empiezas a funcionar con el piloto automático». El antídoto consiste en reconocer la necesidad de escuchar, motivar, influir y cooperar, un tipo de habilidades interpersonales con las que los líderes timonel no suelen estar muy familiarizados. «En los casos peores, los líderes timonel carecen de empatía», sostiene George Kohlreiser, especialista en liderazgo de la escuela suiza de negocios IMD. Kohlreiser enseña a directivos procedentes de todas partes del mundo a convertirse en líderes que posean una «base segura», es decir, líderes cuyo estilo emocionalmente solidario y empático saque lo mejor de las personas con las que trabaja[264]. «Aquí todos somos líderes timonel», admite, no sin cierta tristeza, el director general de una de las mayores empresas del mundo. Pero contar con un grupo de individuos con esas características no siempre supone un menoscabo para la moral, porque esos líderes pueden ser también muy eficaces si se han visto seleccionados debido a su sobresaliente talento e impulso hacia el éxito o, dicho de otro modo, por su capacidad para establecer los pasos que hay que seguir. Pero como me dijo cierto analista financiero a propósito de un banco en el que esa modalidad de liderazgo acaba tratando desconsideradamente a sus clientes: «Aunque no metería mi dinero allí, sí que recomendaría, en cambio, invertir en él». La gestión de nuestro impacto En las primeras semanas que sucedieron, durante la primavera de 2010, al desastroso vertido de petróleo de BP en el Golfo de México, mientras morían innumerables animales y aves marinas y los residentes del Golfo de México condenaban abiertamente la catástrofe, la actuación de los ejecutivos de BP ilustró perfectamente el peor modo de gestionar una crisis. El punto de inflexión llegó cuando Tony Hayward, director general de BP, incurrió en la torpeza de declarar a la prensa: «Nadie desea más que yo que este asunto concluya. Estoy ansioso por recuperar mi vida». En lugar de mostrarse preocupado por las víctimas del vertido, Hayward parecía molesto por los inconvenientes que ello le causaba. Luego afirmó que el desastre no se debía a un error de BP y, sin asumir ninguna responsabilidad, culpó a las subcontratas[265]. Por doquier circularon fotos que le mostraban, en los momentos clave de la crisis, navegando despreocupadamente en su yate durante unas vacaciones. Como dijo el jefe de relaciones con los medios de BP: «La única vez en que Tony Hayward abrió la boca fue para cambiar de opinión. No entendía el funcionamiento de los medios de comunicación ni tuvo tampoco en cuenta la percepción del público»[266]. Signe Spencer, coautora de uno de los primeros libros sobre modelado de la competencia, me ha comentado la reciente identificación, en algunos líderes del más alto nivel, de una competencia (a la que se ha bautizado como «gestión de nuestro impacto en los demás») que consiste en servirse hábilmente de su posición y visibilidad para provocar un impacto positivo[267]. Tony Hayward, ciego a su impacto sobre los demás (y no digamos ya a la percepción pública de su empresa), desató una cascada de críticas, con artículos de primera plana preguntándose por qué no había sido despedido todavía, y hasta el presidente Obama llegó a afirmar que él ya lo habría despedido. Un mes después, se anunció su salida de BP. El desastre ha costado, desde entonces, cerca de 40 000 millones de dólares para hacer frente a la responsabilidad civil de BP, cuatro de sus ejecutivos han sido acusados de negligencia criminal y ha llevado al Gobierno de los Estados Unidos a vetar nuevos contratos con BP, incluyendo más arrendamientos petrolíferos en el Golfo, debido a su «falta de integridad empresarial». El caso de Tony Hayward nos proporciona un ejemplo de manual de los costes que acarrea la falta de foco del líder. «Para anticipar el modo en que las personas reaccionarán, tenemos que entender antes el modo en que reaccionan ante nosotros —dice Spencer—. Y eso exige conciencia de uno mismo y empatía. Estas habilidades proporcionan un bucle autorreforzante que aumenta nuestra conciencia de la impresión que provocamos en los demás. La conciencia de uno mismo nos ayuda a gestionarnos mejor. Y, si nuestra autogestión mejora —concluye Spencer—, también lo hace nuestra influencia». Todos estos son aspectos en los que, durante la crisis provocada por el vertido de crudo, Hayward fracasó, poniendo así de relieve una pésima gestión de su impacto. El fracaso del líder en lograr el adecuado equilibrio en ese triple foco no solo va en detrimento suyo, sino también de las organizaciones que dirigen. 20. ¿De qué dependen los buenos líderes? Cuando era estudiante suyo de licenciatura en Harvard, David McClelland desencadenó una pequeña tormenta al publicar un controvertido artículo en American Psychologist, la principal revista de nuestra profesión. La revisión de datos llevada a cabo por McClelland ponía en duda la creencia, hasta entonces incuestionable, de que el éxito académico era un buen predictor del éxito profesional. En ese artículo, McClelland admitía la poderosa evidencia de que el cociente intelectual es el mejor predictor del tipo de profesión que cualquier alumno de secundaria acabará desempeñando, ya que la puntuación obtenida permite distribuir bastante bien a las personas en funciones laborales. Las habilidades académicas (y el CI que aproximadamente reflejan) nos hablan del nivel de complejidad cognitiva que alguien es capaz de gestionar y del tipo de trabajo, en consecuencia, que puede desempeñar. Para ser un profesional o un ejecutivo de alto nivel, por ejemplo, el CI debe hallarse una desviación estándar por encima de la media (unos 115). De lo que apenas se hablaba (al menos, en los círculos académicos, donde parece menos evidente) era de que no basta, para sobrevivir, cuando trabajamos con un grupo de colegas tan inteligentes como nosotros —sobre todo entre los líderes— con las habilidades cognitivas. Cuando todos los miembros de un grupo comparten un elevado CI, se produce un «efecto suelo» [medida con poco rango de variabilidad en la que todos los implicados obtienen puntuaciones muy bajas]. McClelland argumentaba que, cuando uno logra un determinado trabajo, competencias como la empatía, la autodisciplina y la persuasión resultan, a la hora de alcanzar el éxito, más decisivas que el historial académico. Y propuso, a ese respecto, una metodología, conocida como «modelo de competencia», muy frecuente hoy en día en organizaciones mundialmente conocidas, para identificar las habilidades clave que convierten a alguien en un trabajador estrella en una organización concreta. El artículo, titulado «Testing for Competence Rather than Intelligence», fue muy bien recibido por quienes se veían obligados a evaluar diariamente el rendimiento en el puesto de trabajo y determinar quiénes eran los más eficaces, qué talentos presentaban y a quiénes había que ascender. Esas personas contaban con indicadores muy rigurosos para determinar el éxito y el fracaso laboral y eran muy conscientes también de la escasa relación que existe entre las calificaciones universitarias o el prestigio académico y la eficacia en el mundo empresarial. Como me confesó el antiguo director de un importante banco: «Estaba contratando a los mejores y más brillantes, pero veía que el éxito seguía presentando la misma curva de la campana y me preguntaba por qué razón», una pregunta cuya respuesta McClelland conocía. En el mundo académico, sin embargo, el artículo resultó muy polémico, porque no podían entender que las calificaciones tuviesen poco que ver con el éxito en el entorno laboral (a menos, claro está, que el trabajo en cuestión fuese el de profesor universitario)[268]. Hoy en día, décadas después de la publicación de ese controvertido artículo, los modelos de competencia ponen claramente de relieve el gran peso que desempeñan cuestiones no académicas como la empatía, que suele ser mayor, en la forja de los líderes sobresalientes, que habilidades estrictamente cognitivas[269]. En un estudio llevado a cabo en Hay Group (que ha absorbido a McBer, la empresa fundada por el mismo McClelland, y ha acabado bautizando a su departamento de investigación con el nombre de Instituto McClelland), los líderes que mostraron fortalezas en ocho o más de estas competencias no cognitivas fueron capaces de establecer entornos sumamente movilizadores y de elevado rendimiento[270]. Pero Yvonne Sell, directora de práctica del liderazgo y del talento en el Reino Unido, que fue quien dirigió el mencionado estudio, se dio cuenta de la escasez de tales líderes, que solo alcanzaba el 18% de los ejecutivos. Las tres cuartas partes de los líderes con tres fortalezas o menos en habilidades personales generaron entornos negativos, en los que la gente se sentía indiferente o desmotivada. El liderazgo torpe también parece hallarse muy extendido, porque más de la mitad de los líderes cae bajo esta categoría de bajo impacto[271]. Otros estudios apuntan también a la misma conclusión sobre las habilidades blandas. Una entrevista realizada por Accenture a 100 directores generales con la intención de determinar las habilidades que consideraban imprescindibles para dirigir con éxito una empresa puso de relieve la importancia de 14 habilidades, que iban desde pensar globalmente y crear una visión inspiradora y compartida, hasta el conocimiento tecnológico y la disposición a abrazar el cambio[272]. Y, aunque era evidente que ningún individuo podía poseerlas todas, el estudio puso también de relieve la existencia de una metahabilidad, la conciencia de uno mismo, que los directores generales necesitan para valorar sus fortalezas y debilidades, así como para rodearse también de un equipo de gente que posea fortalezas complementarias. Pero la conciencia de uno mismo raras veces figura entre las listas de competencias que las organizaciones tienen en cuenta para analizar las fortalezas de sus trabajadores estrella[273]. Aunque las habilidades asentadas sobre la base de la autoconciencia, que reflejan un elevado control cognitivo (como la perseverancia, la resiliencia y el impulso hacia el logro de objetivos), son muy frecuentes, este sutil cambio de foco suele resultar muy escurridizo. La empatía, en sus muchas variedades, desde la simple escucha hasta la lectura de las rutas de influencia en el seno de una organización, aparece más a menudo en los estudios sobre competencia del liderazgo. La mayoría de las aptitudes que presentan los líderes de rendimiento más elevado caen dentro de la categoría más manifiesta, basada en la empatía (que incluyen habilidades como la influencia, la persuasión, la cooperación, el trabajo en equipo, etcétera, ligadas al dominio de las relaciones). Pero las habilidades más evidentes del liderazgo no se limitan a la empatía, sino que también tienen en cuenta la gestión de uno mismo y sentir el modo en que nuestras decisiones afectan a los demás. La capacidad concreta que nos permite entender los sistemas recibe, según las organizaciones y los modelos de competencia utilizados, nombres muy diversos, como visión de la imagen global, reconocimiento de pautas y pensamiento sistémico, por ejemplo. Se trata de una capacidad que nos permite visualizar la dinámica de sistemas complejos y prever cuál podrá ser, dentro de un día, de una semana, de un mes o de un año, el efecto de lo que ahora hagamos aquí. El reto, para los líderes, no se limita a contar con fortalezas en los tres tipos de foco mencionados. La clave consiste en encontrar el equilibrio justo y utilizar el más adecuado para el momento en que nos hallamos. El líder bien concentrado equilibra los distintos flujos de datos y entreteje sus hebras en una acción equilibrada. La integración de los datos de la atención con los de la inteligencia emocional y el rendimiento constituyen el motor oculto de la excelencia. Encontrar el equilibrio justo Si nos acercamos a un grupo de trabajo y preguntamos a cada uno de sus miembros quién es el líder, probablemente señalen a quien posea la categoría profesional apropiada. Pero si les preguntamos por la persona más influyente del grupo, sus respuestas nos permitirán identificar al líder informal y pondrán claramente de relieve cómo opera realmente el grupo. La valoración que estos líderes informales hacen de sus propias habilidades no suele diferir mucho de la evaluación que, de ellos, hacen los demás[274]. Y también son más autoconscientes que sus compañeros. Vanessa Druskat, la autora de este estudio, señala que «los líderes informales solo destacan de vez en cuando. Por ello, en nuestra investigación, preguntamos, “¿Quién diría que es, la mayor parte del tiempo, el líder informal de este grupo?”». La investigación realizada ha puesto de relieve que, si la fortaleza empática de ese líder se ve equilibrada con otras habilidades, el rendimiento del equipo tiende a ser más elevado. «Si el líder tiene una baja empatía —me dijo Druskat— y una alta motivación de logro, es muy probable que esta habilidad acabe lastrando el funcionamiento del equipo. Y, si el líder presenta una elevada empatía y un bajo autocontrol, el rendimiento también se verá mermado. Y es que, para decirle a alguien que ha actuado mal, el exceso de empatía constituye un obstáculo». Una directiva de banca me dijo: «Nunca, desde que trabajo en el departamento financiero, había utilizado la palabra “empatía”. La clave consiste en vincularla a una estrategia basada en el compromiso de los empleados y la experiencia de los buenos clientes. La empatía nos diferencia de nuestros competidores. El secreto reside en la escucha». Y ella no es la única, porque ese mismo mensaje me lo han transmitido los directivos de dos de los hospitales más importantes del mundo, la Mayo Clinic y la Cleveland Clinic. Por su parte, el director general de una de las principales empresas del mundo dedicadas a los fondos de inversión comenta que, motivados por el elevado salario, los graduados más ambiciosos de las escuelas de negocios solicitan trabajar en su empresa. Pero lo que él busca —se lamenta— son personas «que se preocupen de las viudas y los bomberos jubilados, cuyos ahorros de toda una vida gestionamos», o, dicho en otras palabras, un enfoque empático que tenga en cuenta la humanidad de las personas que les han confiado su dinero. Pero no basta, por otra parte, con centrarse exclusivamente en las personas. Consideremos, en este sentido, el caso de un ejecutivo que empezó como operador de montacargas y fue ascendiendo hasta llegar a dirigir, en una empresa de ámbito global, la producción de toda Asia. A pesar de su elevado cargo, el lugar en el que más cómodo se encontraba era hablando con los operarios de la fábrica. Y es que, por más que supiera que debía ocuparse del pensamiento estratégico, prefería ser una «persona popular». «Carecía del adecuado equilibrio entre el foco externo y el foco interno —me dice Spreier—. Estaba des-enfocado y no aportaba ninguna estrategia adecuada. No disfrutaba y, aunque sabía intelectualmente lo que tenía que hacer, no se hallaba, emocionalmente, a la altura requerida». Supone todo un reto neuronal alcanzar el equilibrio adecuado entre centrar nuestra atención en dar en el blanco y sentir cómo reaccionan los demás. Richard Boyatzis, profesor en la facultad de Empresariales de la Universidad Case Western y colega mío desde hace mucho tiempo, me dice que su investigación ha demostrado que los circuitos neuronales que intervienen cuando nos centramos en una meta difieren de los utilizados para la exploración social. «Se trata de dos circuitos que se inhiben mutuamente —afirma Boyatzis—, pero los líderes más exitosos pasan de uno a otro en cuestión de segundos». Obviamente, las empresas necesitan líderes que destaquen a la hora de cosechar los mejores resultados. Pero esos resultados serán, a largo plazo, más poderosos si los líderes no se limitan a decir a los otros lo que tienen que hacer o a hacerlo ellos mismos, sino que, centrándose en los demás, se sienten motivados para ayudar a que los demás alcancen también el éxito. Esos líderes se dan cuenta, por ejemplo, de que, si alguien carece de una determinada fortaleza, puede esforzarse en desarrollarla. Son líderes que dedican tiempo a la orientación y el consejo, lo que, en términos prácticos, supone: Escucharse internamente, para articular una visión auténtica de dirección global que no solo movilice a los demás, sino que también establezca expectativas claras. Asesoramiento basado en escuchar lo que las personas quieren de su vida, su carrera y su trabajo actual. Prestar atención a los sentimientos y necesidades de los otros e interesarse por ellos. Hacer caso de los consejos y la experiencia; buscar la colaboración y adoptar, cuando sea apropiado, decisiones consensuadas. Celebrar los logros, reír y saber que pasarlo bien no es una pérdida de tiempo, sino una forma de aumentar el capital emocional. Esos estilos de liderazgo, empleados simultáneamente o dependiendo de las circunstancias, amplían el foco de atención del líder, ayudándole a servirse de los datos externos, internos y procedentes de los demás. Son muchas las ventajas que acompañan a este amplio ancho de banda y a la comprensión y flexibilidad de respuesta que le caracterizan. La investigación realizada por el Instituto McClelland sobre estos estilos de liderazgo muestran que los líderes experimentados recurren a ellos según el caso, porque cada uno representa una aplicación y un enfoque singulares. Cuanto más amplio sea el repertorio de estilos con que cuente un líder, más vital será el clima de la organización y mejores los resultados obtenidos[275]. Apertura El director de una empresa dedicada a la salud estaba evaluando a un grupo de directivos, de más de 40 años, a los que debía dirigir en un nuevo trabajo. En una reunión en la que cada uno expuso diferentes cuestiones, se fijó atentamente en el modo en que escuchaban a quien estaba hablando. Todo el mundo, según pudo comprobar, prestaba atención a ciertos líderes, dando muestras de escucharlos atentamente, mientras que, cuando eran otros quienes tomaban la palabra, la mirada de los presentes se quedaba clavada en la mesa, signo evidente de no estar prestándoles atención. La apertura emocional, una capacidad que nos permite detectar pistas emocionales sutiles en un grupo, funciona de manera parecida a como lo hace una cámara fotográfica. Podemos aumentar el zoom para acercarnos y centrarnos en los sentimientos de una persona o alejarlo para captar, ya sea en el aula o en un grupo de trabajo, los sentimientos colectivos. La apertura garantiza a los líderes una lectura más precisa, por ejemplo, del apoyo o antagonismo que suscitará una determinada propuesta. Una lectura correcta puede suponer, en tal caso, la diferencia entre una iniciativa fallida o un adecuado cambio de rumbo[276]. Detectar, en el entorno grupal, indicios emocionalmente reveladores en el tono de voz, las expresiones faciales, etcétera, puede decirnos, por ejemplo, cuántos miembros del grupo sienten miedo o enfado, cuántos esperanza y optimismo o cuántos, por último, indiferencia o desprecio. Ese tipo de indicios nos proporciona una estimación más rápida y fiable de los sentimientos grupales que preguntar a cada uno lo que está sintiendo. Las emociones colectivas que aparecen en el entorno laboral (a las que, en ocasiones, se conoce como clima organizativo) pesan mucho en la atención al cliente, el absentismo y el rendimiento grupal general. Una sensación más matizada del rango de emociones presentes en el grupo, que nos muestre cuántos de sus miembros sienten temor, esperanza o el resto del abanico emocional, puede ayudar al líder a tomar decisiones que conviertan el miedo en esperanza o el rechazo en optimismo. Uno de los obstáculos que nos impiden alcanzar esta visión general es la actitud, implícitamente asumida en el entorno laboral, de que la profesionalidad obliga a ignorar las emociones. Hay quienes atribuyen esta ceguera emocional a la ética de trabajo «protestante» característica de las normas que, en muchos países occidentales, rigen el entorno laboral, que considera el trabajo como un imperativo moral que insiste en la necesidad de no atender a las relaciones ni a los sentimientos. Prestar atención a las dimensiones humanas socava, según esta visión (lamentablemente muy extendida, por otra parte), la eficacia de los negocios. Pero la investigación sobre el mundo organizativo llevada a cabo en las últimas décadas nos proporciona abundantes ejemplos de que esa visión está equivocada y que los líderes y miembros más experimentados del equipo utilizan una amplia apertura focal a fin de captar la información emocional que requieren para relacionarse bien con las necesidades emocionales de sus colegas o subordinados. El hecho de que captemos todo el bosque emocional, o de que nos centremos exclusivamente en un solo árbol, depende de nuestra apertura focal. Un dispositivo de seguimiento de la mirada, por ejemplo, puso de relieve que, cuando se mostraba a diferentes personas dibujos de individuos sonrientes rodeados de gente con el ceño fruncido, la mayoría reducía su foco de atención al rostro sonriente, obviando el resto[277]. Parece haber un sesgo (al menos entre los estudiantes universitarios occidentales, que representan el grueso de sujetos de estudios como el mencionado) que nos lleva a ignorar el colectivo mayor. En las sociedades orientales, por el contrario, las personas parecen detectar más naturalmente las pautas generales presentes en el grupo, como si la amplitud de apertura focal resultase allí más sencilla. El especialista en liderazgo Warren Bennis utiliza la expresión «observadores de primera clase» para referirse a quienes prestan una atención esmerada a cada situación y experimentan una fascinación continua y, en ocasiones, contagiosa por lo que ocurre a cada instante. Las personas que saben escuchar constituyen una variedad de estos observadores de primera. Dos de las principales rutas mentales que amenazan la capacidad de observación son las creencias incuestionables y las reglas en las que depositamos una confianza ciega. Ambas deben verse contrastadas y perfeccionadas una y otra vez con la realidad cambiante. Y un modo de hacerlo es a través de lo que la psicóloga de Harvard Ellen Langer ha denominado mindfulness al entorno, es decir, la escucha y el cuestionamiento continuos y la indagación, la prueba y la reflexión (es decir, la recopilación de las comprensiones y visiones de los demás). Este tipo de compromiso activo conduce a preguntas más inteligentes, un mejor aprendizaje y un radar más sensible y rápido para detectar los cambios venideros. Los sistemas cerebrales Consideremos ahora el caso de cierto ejecutivo en un estudio sobre personas que ocupan puestos en el gobierno y cuyo historial identifica como un líder innovador y exitoso[278]. Su primer trabajo fue, en la Marina, como operador de radio de un barco. No tardó en dominar los sistemas de radiotelegrafía hasta que, en sus propias palabras, «los conocía mejor que nadie en toda la nave. Yo era la persona a la que todo el mundo acudía para resolver los problemas. Pero me di cuenta de que, si realmente quería tener éxito, tenía que aprender cómo funcionaba el barco». Fue así como se dedicó a estudiar el funcionamiento conjunto de las diferentes partes del barco y su relación con la sala de comunicaciones. Cuando posteriormente se vio ascendido a un puesto de mayor responsabilidad en calidad de civil que trabajaba para la Marina, dijo: «Del mismo modo que llegué a dominar la sala de radio y posteriormente el barco, me di entonces cuenta de que también tenía que aprender el funcionamiento de la Marina». Aunque haya personas que poseen un talento natural para los sistemas, este suele ser, en la mayoría de los casos —como en el del recién mencionado ejecutivo, por ejemplo—, un talento adquirido. Pero, en ausencia de conciencia de uno mismo y de empatía, no basta, para el liderazgo sobresaliente, con el conocimiento sistémico. Necesitamos equilibrar el triple foco, sin centrarnos exclusivamente en una sola fortaleza. Veamos ahora la paradoja de Larry Summers, un brillante pensador sistémico con un CI superior. Pese a ser, después de todo, uno de los profesores más jóvenes contratados en toda la historia de Harvard, se vio despedido, al cabo de unos cuantos años, de su cargo como presidente, por los miembros de su facultad, hartos de sus ostensibles muestras de insensibilidad. Esta pauta parece corresponderse con lo que Simon Baron-Cohen, de la Universidad de Oxford, identifica como un estilo cerebral extremo, un estilo que, sin bien descuella en el análisis de sistemas, fracasa a la hora de mostrar empatía y sensibilidad hacia el entorno social[279]. La investigación realizada por Baron-Cohen ha puesto de relieve la existencia de un número pequeño —aunque no, por ello, menos significativo— de personas dotadas de esta fortaleza, pero aquejadas de un punto ciego que no les permite leer las situaciones sociales y lo que otras personas está pensando o sintiendo. Por ello, si bien los individuos dotados de una comprensión sistémica privilegiada constituyen un activo importante en toda organización, su eficacia se ve, a falta de inteligencia emocional, notablemente mermada. Un ejecutivo de un banco me explicó que habían creado un escalafón laboral paralelo para que, en lugar de ascender en la escala del liderazgo, las personas dotadas de este repertorio de talentos pudieran progresar en su estatus y salario basándose exclusivamente en su calidad de excelentes analistas de sistemas. De ese modo, el banco puede mantener a estos trabajadores y permitirles desarrollar una carrera profesional, reclutando a líderes con otras características y consultar, cuando lo necesiten, a los expertos en sistemas. El equipo bien enfocado Cierta organización internacional contrataba a sus empleados centrándose exclusivamente en su pericia técnica, sin tener en cuenta sus habilidades personales e interpersonales, ni la capacidad de trabajar en equipo. Después de muchas fricciones y el constante incumplimiento de los plazos, un buen centenar de sus empleados acabaron experimentando alguna que otra crisis. «El director del equipo nunca tuvo la posibilidad de detenerse a reflexionar con nadie —me dijo el coach de liderazgo al que habían solicitado ayuda—. No tenía un solo amigo con el que explayarse. Y, apenas le di la oportunidad de hablar, empezamos con sus sueños y luego seguimos con sus problemas. »Cuando nos detuvimos a estudiar su equipo, se dio cuenta de que había estado contemplándolo todo a través de su lente limitada —el modo en que le decepcionaban continuamente—, sin preguntarse jamás por qué actuaban así. Carecía, en suma, de la perspectiva necesaria para percibir las cosas desde el punto de vista de los miembros de su equipo». Ese líder se centraba en los aspectos equivocados de cada miembro del equipo, en sus deficiencias concretas y en la indignación que le provocaba sentir que estaban torpedeando su rendimiento. Por ello le resultaba tan fácil culparlos de sus fracasos. Pero, cuando cambió su foco de atención y pudo ponerse en el lugar de su equipo para ver lo que no funcionaba, su visión del problema cambió radicalmente. Entonces se dio cuenta de lo extendido que se hallaba el resentimiento entre los miembros de su equipo. Los científicos de orientación teórica criticaban a los ingenieros, más pragmáticos y resueltos, quienes desdeñaban, a su vez, a aquellos por tener, en su opinión, la cabeza en las nubes. Otro aspecto de las disputas tenía que ver con la nacionalidad. En el enorme equipo, que era como una pequeña ONU, había miembros procedentes de países muy diversos, algunos de los cuales estaban en guerra, conflictos que también se reflejaban en las tensiones interpersonales. Aunque la retórica grupal insistiese en la inexistencia de esos problemas (y, en consecuencia, no se hablara de ellos), era imprescindible, según comprendió el líder del equipo, sacar a relucir los problemas. «Y fue precisamente entonces —concluyó el coach— cuando las cosas empezaron a arreglarse». Vanessa Druskat, psicóloga de la Universidad de New Hampshire, constata que los equipos de elevado rendimiento se atienen a normas que alientan la autoconciencia colectiva, como poner de relieve las diferencias que están generándose y corregirlas antes de que acaben desbordándose. Crear tiempo y espacio para hablar sobre lo que cada uno piensa es otro recurso destinado a conectar con las emociones del equipo. La investigación dirigida por Druskat en colaboración con Steven Wolff ha puesto de relieve que son muchos los equipos que no hacen esto, o esa es, al menos, la pauta más frecuentemente advertida en los estudios. «Pero cuando un equipo lo hace —afirma—, el beneficio es grande e inmediato. Me hallaba en Carolina del Norte trabajando con un equipo y el recurso que utilizamos entonces para ayudarles a plantear cuestiones emocionalmente muy cargadas fue un gran elefante de cerámica —me dijo Druskat —. Todos accedieron a cumplir una norma que decía que cualquiera, en cualquier momento, podía coger el elefante y decir “quiero levantar el elefante”, para sacar a relucir algo que le molestaba. »Súbitamente uno de los presentes —y hay que decir que todos ellos eran altos ejecutivos— levantó el elefante. Empezó entonces a hablar sobre lo ocupado que estaba y de cómo nadie parecía darse cuenta de su situación y de que sus demandas le robaban demasiado tiempo. Cuando les dijo: “Debéis entender que estoy saturado de trabajo”, sus colegas le respondieron que no tenían la menor idea y que habían estado preguntándose por qué se mostraba tan insensible. Algunos habían interpretado su actitud reticente como algo personal y otros abrieron su corazón tratando de aclarar las cosas. Al cabo de una hora, parecía tratarse de un equipo completamente diferente». «Se requieren dos cosas para aprovechar la sabiduría colectiva del grupo: presencia atenta y sensación de seguridad —me dijo Steven Wolff, uno de los directores de GEI Partners[280]—. Uno necesita un modelo mental compartido de que este es un lugar seguro y no el típico “si digo algo inapropiado, se reflejará en mi expediente”. Para poder expresarse públicamente, las personas tienen que sentirse libres. »Estar presente —dice Wolff— significar ser consciente de lo que está ocurriendo e indagar al respecto. He aprendido a valorar la importancia de las emociones negativas. No es que disfrute con ellas, si podemos permanecer presentes, nos indican el tesoro que hay al final del arcoíris. Cada vez, pues, que experimente una emoción negativa, deténgase y pregúntese qué es lo que está ocurriendo, de modo que pueda empezar a entender la cuestión que subyace a ese sentimiento y expresar luego al equipo lo que está sucediendo en su interior. Pero, para que las personas puedan expresar lo que realmente les está ocurriendo, es necesario que el grupo actúe como un contenedor seguro». Este acto de autoconciencia colectiva elimina el ruido emocional. «Nuestra investigación — concluye Wolff— ha puesto de relieve que este es el rasgo distintivo de los equipos con un rendimiento más elevado, equipos que facilitan la búsqueda de tiempo para exponer y explorar los sentimientos negativos de sus miembros». Como sucede a nivel individual, los mejores equipos destacan en la aplicación del triple foco. La autoconciencia, desde el punto de vista de un equipo, significa sintonizar con las necesidades de sus integrantes, sacando a relucir las cuestiones pendientes y estableciendo normas que contribuyan en ese sentido como, por ejemplo, «levantar el elefante». Hay equipos que establecen normas, como la de un «chequeo» previo a cada reunión, que les haga saber cómo se encuentra cada participante. De ese modo, el equipo puede interpretar más fácilmente la dinámica de la organización. Y la empatía, en el ámbito del equipo, no se limita a la sensibilidad entre sus integrantes, sino que trata de comprender también el punto de vista y los sentimientos de las personas y grupos con los que el equipo se relaciona. Los mejores equipos también saben leer de modo eficaz la dinámica de una organización. Druskat y Wolff descubrieron que ese tipo de conciencia sistémica se halla muy ligado al rendimiento positivo del equipo. La conciencia sistémica de un equipo se manifiesta tanto en buscar a alguien que necesite ayuda dentro de la organización más amplia, como en conseguir los recursos y recabar la atención que necesitan para alcanzar sus objetivos. También puede significar aprender qué preocupaciones de los demás pueden influir en la capacidad del equipo, o preguntarse si lo que el equipo tiene en mente se adapta a la estrategia y a los grandes objetivos de la empresa. Los equipos sobresalientes suelen asimismo participar en el entrenamiento grupal, donde el equipo, en un ejercicio de autoconciencia grupal, reflexiona periódicamente sobre su funcionamiento como grupo para llevar a cabo cambios basados en dicha reflexión. Esa retroalimentación abierta desde el interior —comenta Druskat— «alienta, sobre todo al comienzo, la eficacia del grupo». Y también contribuye a crear un clima positivo, ya que divertirse es un signo de flujo compartido. Tim Brown, director general de IDEO, una consultoría dedicada a la innovación, lo denomina «un juego serio» y dice: «El juego se asemeja a la confianza, un espacio en el que las personas pueden asumir riesgos. Solo asumiendo riesgos conseguiremos abrirnos a ideas nuevas y más valiosas». Parte VII: La gran imagen 21. Liderando el futuro Mi difunto tío, Alvin Weinberg, era físico nuclear y, a menudo, se comportaba como la conciencia de su profesión. Fue despedido de su puesto de director del Oak Ridge National Laboratory [Laboratorio Nacional Oak Ridge], después de un cuarto de siglo en el cargo, porque no podía dejar de hablar de los problemas de seguridad asociados a los reactores y a los vertidos nucleares. También se opuso al uso de combustible para reactores que pudiese ser luego empleado como armamento nuclear[281]. Posteriormente, como fundador del Institute for Energy Analysis [Instituto para el Análisis de la Energía], puso en marcha una de las unidades pioneras en I+D de nuestra nación en el campo de la energía alternativa. Asimismo, fue uno de los primeros científicos en alertar sobre los peligros derivados del CO2 y del calentamiento global. Alvin me confió, en cierta ocasión, su ambivalencia sobre las empresas que dirigían centrales nucleares solo por el beneficio económico, temiendo que el afán de lucro pusiera en peligro las medidas de seguridad, una premonición de una de las causas que acabaron provocando el desastre de Fukushima[282]. Alvin estaba especialmente preocupado por el hecho de que la industria de la energía nuclear no se hubiese interesado todavía por resolver el problema de lo que había que hacer con los residuos radioactivos. Él les instó a encontrar una solución, como una institución dedicada a conservar los almacenes radiactivos y mantener a la gente apartada de estos durante los siglos o milenios que esos residuos siguiesen siendo radiactivos[283]. Las decisiones que tienen en cuenta un horizonte a largo plazo deben formularse preguntas como las siguientes: ¿De qué forma, lo que hoy hacemos, influirá, dentro de 100 o 500 años, en los nietos de los nietos de nuestros nietos? Es cierto que los detalles concretos de nuestras acciones presentes pueden desvanecerse, en ese lejano futuro, como sombras de ancestros olvidados. Pero las normas que ahora establezcamos y los principios directrices de nuestras acciones pueden tener consecuencias más duraderas y sobrevivir mucho tiempo después de la desaparición de sus creadores. Hay grupos de reflexión independientes, así como grupos empresariales o gubernamentales, que reflexionan profundamente sobre posibles escenarios futuros. Consideremos, en este sentido, las siguientes proyecciones, realizadas por el U.S. National Intelligence Council [Consejo de Inteligencia Nacional de los Estados Unidos], de cómo será el mundo en el año 2025[284]: El impacto ecológico de la actividad humana provocará escasez de recursos como, por ejemplo, suelo cultivable. La demanda económica de energía, agua y alimento desbordará fácilmente las fuentes disponibles. La escasez de agua se cierne, en este sentido, como una peligrosa amenaza. Estas tendencias provocarán convulsiones y alteraciones en nuestras vidas, economías y sistemas políticos. Cuando ese informe fue remitido al Gobierno federal, este ignoró sus conclusiones. Ninguna agencia, oficina o representante gubernamental concreto asumió entonces la responsabilidad de una acción a largo plazo. En lugar de eso, los políticos solo se preocupan del corto plazo —y, más en particular, por lo que deben hacer para ser reelegidos— sin prestar atención a lo que hoy podemos hacer para proteger a las generaciones futuras. Los políticos, como los líderes del mundo empresarial, no suelen tomar sus decisiones pensando en la realidad a largo plazo, sino en el beneficio inmediato. Dedican más atención a conservar su poltrona que a salvar el planeta o proteger a los desfavorecidos. Y la mayoría de nosotros, como los políticos y las personas que se dedican a los negocios, también nos inclinamos por el éxito a corto plazo. Los psicólogos cognitivos han constatado que las personas tendemos a favorecer el momento presente en las decisiones de todo tipo, como: «Me comeré el pastel de crema ahora y luego ya me pondré a dieta». Y lo mismo resulta también aplicable a nuestros objetivos. «Nos ocupamos del presente, de lo que necesitamos para lograr el éxito ahora —afirma Elke Weber, científica cognitiva de la Universidad de Columbia—. Pero esto es malo para las metas lejanas, a las que nuestra mente no atiende del mismo modo. Cuando centramos toda nuestra atención en las necesidades presentes, pensar en el futuro se convierte en un lujo». Cuando el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, decretó, en el año 2003, la prohibición de fumar en los bares, despertó una gran oposición. Los dueños de los bares pusieron entonces el grito en el cielo diciendo que arruinaría su negocio y los fumadores llegaron a odiarlo. La respuesta de Bloomberg fue que, aunque ahora no les gustase, 20 años más tarde le darían las gracias. ¿Cuánto tiempo pasa antes de que una reacción pública se torne positiva? Para despejar esa interrogante, Elke Weber examinó la prohibición de fumar de Bloomberg y otras decisiones similares. «Llevamos a cabo un estudio de casos del tiempo que tardaba un cambio inicialmente impopular en convertirse en el nuevo status quo aceptado, y nuestros resultados hablan de un promedio de entre seis y nueve meses. »Esa fue una decisión que acabó gustando incluso a los fumadores —añade Weber—. Disfrutaban del hecho de salir a fumar con otros fumadores, y a todo el mundo le agradaba que los bares no apestasen a humo». Otro estudio de un caso similar es el impuesto sobre las emisiones de carbono decretado por el Gobierno local de la Columbia Británica. Se trataba de una tasa neutra cuyas retribuciones revertirían finalmente entre los ciudadanos de la provincia. Ese nuevo impuesto comenzó despertando también una gran oposición, pero pasado un tiempo, todo el mundo estaba agradecido de cobrar su dinero. Quince meses después, la medida en cuestión se había convertido en algo popular[285]. «Los políticos están a cargo de nuestro bienestar —dice Weber—. Necesitan saber que las personas acabarán agradeciendo, en el futuro, las decisiones duras del presente. Es como educar a un adolescente, algo que, a veces, resulta molesto a corto plazo pero gratificante a largo plazo». Remodelar los sistemas Poco después de que el huracán Sandy asolase grandes zonas del área urbana de Nueva York, hablé con Jonathan F.P. Rose, uno de los fundadores del movimiento planificador de una comunidad más verde, que estaba escribiendo un libro en el que considera las ciudades como si fuesen sistemas[286]. «Nos hallamos en un punto de inflexión en lo que respecta a la creencia de que el cambio climático es un problema serio a largo plazo del que debemos ocuparnos —me dijo Rose—. El peor golpe del Sandy se produjo en el área de Wall Street. Nadie de esa zona se atreve a negar ahora la realidad del cambio climático. Si bien un trimestre es, para la cultura de Wall Street, demasiado tiempo, Sandy les obligó a reflexionar en un horizonte temporal mucho mayor. »Si reducimos hoy la emisión de gases de efecto invernadero, el clima todavía tardaría, por lo menos, 300 años, o quizá mucho más, en empezar a enfriarse —añadió Rose—. Tenemos sesgos cognitivos muy poderosos en relación a nuestras necesidades presentes y no sabemos pensar en términos de un futuro lejano. Pero, por lo menos, estamos empezando a admitir que nuestra actividad pone en peligro los sistemas humanos y naturales. Lo que más se requiere hoy en día es liderazgo. Los grandes líderes deben poseer la visión a largo plazo que acompaña a la comprensión de los sistemas». Consideremos el caso de los negocios. Reinventar los negocios teniendo en cuenta un futuro distante supondría encontrar valores que compartan y sustenten todos los interesados, desde los accionistas, empleados y consumidores, hasta las comunidades en que opera la empresa y las generaciones venideras. Hay quienes denominan «capitalismo consciente» al hecho de no limitar el rendimiento de una empresa a la búsqueda de dividendos trimestrales que complazcan a los accionistas, sino que apunten al beneficio de todos los implicados (y los estudios realizados han puesto de manifiesto que, a las empresas que comparten esta visión más amplia, como Zappos y Whole Foods, les va económicamente mejor que a sus competidores, tan sólo orientados hacia el lucro)[287]. El líder que aspire a articular con eficacia esos valores compartidos debe empezar mirando en su interior, para descubrir una visión inspiradora con la que pueda comprometerse sinceramente. No es difícil ver que la alternativa a esto consiste en esas afirmaciones hueras sustentadas por muchos ejecutivos, pero desmentidas por las acciones de su empresa (cuando no por las suyas propias). Cuando los márgenes temporales son demasiado estrechos, hasta los líderes de grandes empresas pueden compartir determinados puntos ciegos. Para ser realmente grandes, los líderes deben expandir su limitado foco de atención hasta abarcar un horizonte mucho mayor, que vaya más allá de las décadas, al tiempo que se ocupan de entender mejor los sistemas. Eso me recuerda a Paul Polman, director general de Unilever, que me sorprendió cuando ambos formábamos parte de un panel de expertos en el Foro Mundial Económico, celebrado en Davos (Suiza), en el año 2010. Paul aprovechó esa oportunidad para anunciar que Unilever se había marcado, en 2020, el objetivo de reducir a la mitad la huella medioambiental de la empresa. Pero fue poco el interés que despertó ese encomiable propósito, que comparten, por cierto, muchas empresas socialmente responsables que anuncian objetivos similares ligados al calentamiento global[288]. Lo que realmente me sorprendió de su presentación fue su siguiente comentario, porque Unilever también se comprometió a adquirir sus productos agrícolas primarios de pequeñas granjas, tratando de beneficiar así a medio millón de pequeños propietarios del mundo entero[289]. Los agricultores afectados se dedican fundamentalmente a la producción de té, pero la iniciativa también afecta a las cosechas de cacao, aceite de palma, vainilla, coco y una amplia variedad de frutas y verduras. Y las granjas implicadas se hallan en lugares tan alejados entre sí como África, Asia Sudoriental y Latinoamérica y otras dispersas por Indonesia, China y la India. De ese modo, Unilever no solo espera vincular a estos pequeños agricultores a su cadena de suministro, sino colaborar también con grupos como Rainforest Alliance para que les ayuden a perfeccionar sus prácticas agrícolas y convertirse en fuentes fiables para el mercado internacional[290]. En un mundo turbulento como el nuestro, en el que la seguridad alimentaria aparece, en nuestro horizonte futuro, como un posible problema, la diversificación de fuentes de aprovisionamiento supone, para Unilever, una reducción de riesgos. Los beneficios de esta remodelación de la cadena de suministros —señaló Polman— son muy diversos, desde consolidar la economía de las comunidades agrícolas locales hasta mejorar la calidad de la salud y la educación. Y el Banco Mundial, por su parte, señala que la forma más eficaz de alentar el desarrollo económico y reducir la pobreza de las comunidades rurales consiste, precisamente, en apoyar a los pequeños agricultores[291]. «Tres de cada cuatro personas con bajos ingresos dependen directa o indirectamente, para su sustento, en los mercados emergentes, de la agricultura», dice Cherie Tan, que dirige esta iniciativa que consiste en aprovisionarse de pequeños agricultores. El 85% de esas granjas pertenecen a la categoría de pequeños agricultores, «de modo que, en este sentido —concluye—, se presentan grandes oportunidades». Si consideramos la empresa como poco más que una máquina de hacer dinero, estaremos ignorando la red de conexiones establecida por los trabajadores y comunidades en las que opera, a sus clientes y consumidores y a la sociedad en general. Por eso, los líderes con una visión más amplia también tienen en cuenta este tipo de relaciones. Aunque nadie niega la importancia de ganar dinero, los líderes que poseen esta amplitud de miras prestan también atención al modo en que obtienen sus beneficios y toman, en consecuencia, decisiones de manera diferente. Sus decisiones se atienen a una lógica que va más allá del estricto marco de la economía y no se limita al simple cálculo de pérdidas y ganancias. Esos líderes saben equilibrar los beneficios económicos con el interés general[292]. Una buena decisión, desde esta perspectiva, no debe limitarse a tener en cuenta las necesidades actuales, sino que también debería considerar las necesidades de una amplia diversidad de personas, incluidas las generaciones venideras. Esos líderes son inspiradores y articulan, en consecuencia, un gran propósito compartido que infunde sentido y coherencia al trabajo de todo el mundo y hace que las personas se impliquen emocionalmente compartiendo valores, lo que les lleva a sentirse a gusto con lo que hacen, estar motivadas y seguir en la brecha a pesar de los obstáculos. La combinación entre la atención a las necesidades individuales y las necesidades sociales puede, por sí sola, alentar la innovación. Cuando los directivos de la sección india de una empresa global de bienes de consumo se dieron cuenta de que todos los hombres de cierta aldea estaban siendo desollados por los barberos, que utilizaban cuchillas de afeitar oxidadas, tomaron la decisión de fabricar cuchillas de afeitar lo suficientemente baratas para que los aldeanos pudiesen permitírselas[293]. Estos proyectos crean climas organizativos en los que el trabajo asume un significado nuevo y más apasionante. El trabajo de los equipos que desarrollaron esas cuchillas y jabón de afeitar más baratos se convirtió en una «buena obra», que hace que la gente se sienta comprometida, busque la excelencia en su trabajo y encuentre sentido en lo que hace. Los líderes dotados de una visión global Veamos ahora un ejemplo de lo que, en este sentido, ha estado ocurriendo desde hace años en Ben & Jerry Ice Cream. El proceso de fabricación de uno de sus sabores más populares, el brownie con chocolate y caramelo, pasa por trocear brownies en el helado de chocolate. Para ello, Ben & Jerry se aprovisionan de camiones llenos de Greyston Bakery, un horno situado en un barrio muy deprimido del Bronx. El horno enseña a mucha gente y contrata a quienes desean encontrar trabajo, como algunos padres con escasos recursos que viven, con sus familias, en un cercano edificio de viviendas protegidas. El lema de Greyston Bakery es: «Nosotros no contratamos gente para hacer brownies, sino que hacemos brownies para contratar a gente». Esa actitud refleja perfectamente un nuevo tipo de pensamiento para abordar los problemas más acuciantes. Pero, en cualquier solución real, hay un ingrediente oculto, que pasa por intensificar nuestra atención para llegarnos a entender a nosotros mismos, a los demás, a nuestra comunidad y a nuestra sociedad. Si tenemos en cuenta que líder es toda persona que influye o guía a los demás hacia un objetivo común, el liderazgo se halla, en este sentido, regularmente distribuido. Todos, de un modo u otro, somos líderes, ya sea en nuestra familia, en los medios de comunicación, en una organización o en la sociedad en su conjunto. Los buenos líderes se mueven dentro del marco de referencia de un sistema que solo beneficia a un grupo, ejecutando una misión controlada y operando dentro de un solo nivel de complejidad. Los grandes líderes, por su parte, son los que definen una misión, actúan a múltiples niveles y abordan los problemas más acuciantes. Los grandes líderes no se conforman con los sistemas tal como son, sino que ven también aquello en lo que podrían convertirse y se esfuerzan, en consecuencia, en transformarlos en algo mejor que beneficie a un círculo más amplio de personas. Se enfrentan a los retos más importantes y abordan los problemas más graves, algo que exige un gran salto hacia delante desde la mera competencia hasta la sabiduría. También hay individuos excepcionales que, en lugar de centrar exclusivamente sus esfuerzos en beneficio de una organización o de un grupo político, lo hacen en aras de la sociedad y tienen libertad para pensar un futuro muy lejano. Su pensamiento no se limita a ningún grupo determinado, sino que se centra en el bienestar de la humanidad en general. No ven a los demás como un «ellos» enfrentados a un «nosotros», sino como parte de un «nosotros», y dejan su legado a las generaciones futuras. Son líderes, como Jefferson, Lincoln, Gandhi, Mandela, el Buda o Jesús a los que, pasado un siglo o incluso más, seguiremos recordando. Uno de los peores retos a los que actualmente nos enfrentamos es la llamada «paradoja del antropoceno», es decir, el modo en que los sistemas humanos impactan en los sistemas globales que sustentan la vida y parecen dirigirnos lentamente hacia el colapso. Para encontrar soluciones a este problema, se requiere la puesta en marcha de un pensamiento antropocénico que nos permita identificar, dentro de la dinámica sistémica, los puntos de inflexión y dar un golpe de timón que nos encamine hacia un futuro mejor. Este es un grado de complejidad que añade un nuevo estrato a los retos que deben afrontar los líderes actuales y que, cada día, se tornan más complejos. Existen, obviamente, muchos otros dilemas sistémicos fundamentales. El impacto ecológico y sobre la salud provocado por el estilo de vida de las personas más ricas del mundo está generando sufrimiento en los más pobres. Debemos reinventar nuestros sistemas económicos e introducir, en el inventario general, junto al desarrollo económico, las necesidades humanas. También está el abismo, cada vez mayor, que separa, en todo el mundo, a los más ricos y poderosos de los más pobres. Y mientras los ricos, como ya hemos visto, detentan el poder, su mismo estatus puede cegarles a la situación real en que se encuentran los pobres e insensibilizarles a su sufrimiento. ¿Quién será, pues, en estas condiciones, capaz de decirle la verdad al poder? Si bien las ventajas y placeres de la civilización son muy seductores, no podemos obviar la existencia de las llamadas «enfermedades de la civilización» (como la diabetes y las dolencias cardiovasculares), que se ven intensificadas por las exigencias y el estrés rutinarios que conforman nuestro estilo de vida. Esta situación es peor si cabe todavía si tenemos en cuenta el fracaso, en la práctica totalidad del planeta, a la hora de garantizar a todo el mundo el acceso a un adecuado sistema sanitario. También debemos afrontar el problema perenne de la desigualdad educativa y del acceso a las oportunidades; los países y las culturas que, privilegiando a un determinado grupo, reprimen a otros; los estados que se desintegran en feudos cada vez más enfrentados, etcétera. La solución de problemas de tal complejidad y urgencia requiere un abordaje que integre la conciencia que tenemos de nosotros y del modo en que actuamos y nuestra empatía y compasión, con una comprensión matizada de los sistemas que se hallan en juego. Para empezar a abordar estas cuestiones necesitamos líderes que tengan en cuenta sistemas diferentes, como el geopolítico, el económico y el medioambiental, por nombrar solo unos pocos. Por desgracia, sin embargo, el fracaso de muchos líderes radica en la estrechez de su foco de atención. Están tan preocupados con los problemas inmediatos que carecen, en consecuencia, del ancho de banda capaz de identificar los retos a los que, a largo plazo, deberá enfrentarse nuestra especie[294]. En un intento de llevar la visión sistémica al mundo empresarial, Peter Senge, docente en la Sloan School de Management del MIT [Facultad Sloan de Administración del MIT], ha desarrollado la llamada «organización de aprendizaje»[295]. «El requisito esencial para entender los sistemas es nuestro horizonte temporal —me dijo Senge—. Si es demasiado corto, soslayaremos los bucles de feedback y nos contentaremos con apaños que si bien, a corto plazo, parecen funcionar, resultan, a largo plazo, inadecuados. Pero, si ese horizonte es lo suficientemente amplio, tendremos la oportunidad de entender mejor los sistemas clave intervinientes. »Cuanto mayor sea nuestro horizonte —agrega Senge—, mayor será también nuestra comprensión del sistema». Pero «la transformación a gran escala de los sistemas es una tarea ingente», afirmó Rebecca Henderson en un encuentro sobre sistemas globales celebrado en el MIT de Massachusetts. Henderson enseña Ética y Medio Ambiente en la Harvard Business School [la Escuela de Negocios de Harvard] y emplea, para buscar soluciones, un marco de referencia sistémico. Reciclar, por ejemplo, según dice, es un «cambio marginal», mientras que el abandono de los combustibles fósiles supondría un cambio sistémico. Henderson, que imparte un curso muy popular en la facultad de Ciencias Empresariales sobre «reinventar el capitalismo», subraya la importancia de una transparencia que, evaluando con detalle las emisiones de CO2, obligase a los mercados a favorecer cualquier recurso que las redujese. En el mismo encuentro sobre sistemas globales, celebrado en el MIT, en el que habló Henderson, el Dalái Lama dijo: «Necesitamos influir en las personas que toman decisiones para que no limiten su atención a sus intereses nacionales, sino que tengan también en cuenta las cuestiones más acuciantes, a largo plazo, para la humanidad, como la crisis medioambiental y el desigual reparto de la riqueza. »Tenemos la capacidad de imaginar cómo será nuestro futuro dentro de varios siglos —añadió el Dalái Lama—. Y, aunque sepamos que nuestra tarea no concluirá en esta vida, debemos ponernos ya manos a la obra. Esta generación tiene la responsabilidad de remodelar el mundo. Si nos aprestamos a ello, es posible y, por más difícil que parezca, nunca debemos desfallecer. Asumamos una visión positiva, llena de entusiasmo y alegría y una perspectiva optimista». El triple foco de atención del que hemos hablado en este libro podría ayudarnos a alcanzar, en este sentido, el éxito, pero con qué fin y al servicio de qué, debemos preguntarnos, estamos poniendo nuestros mejores talentos. Si nuestro foco de atención solo sirve a nuestras metas personales (es decir, a nuestro interés personal o a la recompensa inmediata de nuestro pequeño grupo), estaremos condenando, a largo plazo, a toda nuestra especie. En el extremo mayor de su apertura, nuestro foco de atención abarca también los sistemas globales, tiene en cuenta las necesidades de los más pobres y desfavorecidos y atisba un futuro muy lejano. Independientemente de lo que hagamos y de la decisión que adoptemos, el Dalái Lama nos invita, para comprobar nuestra motivación, a formularnos las siguientes preguntas: ¿Es solo para mí o también para los demás? ¿En beneficio de unos pocos o de la mayoría? ¿Para ahora o para el futuro? Agradecimientos El presente libro está entretejido con hebras procedentes de multitud de fuentes, muchas de ellas conversaciones con personas, cuya comprensión no ha hecho sino enriquecer mi propio pensamiento y a las que cito por su nombre en las páginas del libro. Además de los ya mencionados a lo largo del texto, estoy muy agradecido, por sus indicaciones, informaciones, historias, correos electrónicos, observaciones, conversaciones casuales, etcétera, a las siguientes personas: Steve Arnold, de Polaris Venture Partners; Rob Barracano, del Champlain College; el doctor Bradley Connor, del Weill Cornell Medical Center; Toby Cosgrove, de la Cleveland Clinic; Howard Exton-Smith, de Oxford Change Management; Larry Fink, de BlackRock; Alan Gerson, de AG International Law; el roshi Bernie Glassman, de Zen Peacemakers; Bill Gross, de Idealab; Nancy Henderson, de The Academy at Charlemont; Mark Kriger, de BI Norwegian Business School; Janice Maturano, del Institute for Mindful Leadership; David Mayberg, de la Universidad de Boston; Charles Melcher, de The Future of Storytelling; Walter Robb, de Whole Foods Market; Peter Miscovich, de Jones Lang La-Salle; John Noseworthy, de la Clínica Mayo; Miguel Pestana, de Unilever; Daniel Siegel, de UCLA; Josh Spear, de Undercurrent; Jeffrey Walker, de MDG Health Alliance; Lauris Woolford, de Fifth Third Bank, y Jeffrey Young, del Cognitive Therapy Center de la ciudad de Nueva York. Mi agradecimiento especial también a Tom Roepke, mi amable anfitrión en la escuela pública 112, y Wendy Hasenkamp del Mind and Life Institute, por su inteligente feedback. Y mi más sincero agradecimiento también para todos aquellos que haya omitido involuntariamente de esta lista. Estoy sumamente agradecido a los miembros del Leadership Council del Foro Económico Mundial y al grupo Mindful Leadership, de Cambridge, por sus interesantes comentarios. Otra fuente de puntos clave han sido los entusiastas debates que he mantenido con los miembros del Consortium for Research on Emotional Intelligence in Organizations (que codirijo), una red global de investigadores académicos y profesionales ligados al mundo de las organizaciones. Además, he recogido diferentes datos, todavía sin publicar, procedentes de estudios llevados a cabo por mis colegas en Hay Group, la consultora global que se asoció conmigo en el desarrollo del Emotional and Social Competence Inventory (ESCI), una herramienta para la estimación del liderazgo. Mi agradecimiento especial a Yvonne Sell de Hay Group de Londres, por su investigación con este instrumento y a Ruth Malloy, de Hay Group de Boston. También doy las gracias a Garth Havers de Sudáfrica; Scott Speier de Boston y Georg Veilmetter de Berlín. Como siempre, me hallo en especial deuda con mi viejo amigo Richard Davidson, fuente de los más novedosos datos relativos al campo de la neurociencia y poseedor de una paciencia inagotable para explicarme las cosas y responder a mis interminables preguntas. Asimismo, mi asistente Rowan Foster ha sido un apoyo incondicional en la localización, a veces muy complicada, de diferentes artículos de investigación y en que este tren llegase, en fin, a su destino. Y finalmente mi esposa, Tara Bennett-Goleman, inagotable fuente de visión, comprensión, inspiración y amor. Recursos Daniel Goleman Los lectores interesados pueden encontrar más información en: www.DanielGoleman.info Para contactar con Daniel Goleman: Contact@danielgoleman.info Si desea adquirir la versión original en audio de este libro y la instrucción de audio que la acompaña, «Cultivating Focus», así como también otros audios, DVD y libros de Daniel Goleman, diríjase a: www.MoreThanSound.net Organizaciones Daniel Goleman codirige el Rutgers University-Based Collaborative for Research on Emotional Intelligence in Organizations y alienta la investigación en este sentido, tanto en el entorno académico como entre profesionales de las organizaciones: www.creio.org. También es fundador del directorio de miembros del Mind and Life Institute, que comenzó a celebrar encuentros entre el Dalái Lama y diferentes científicos y que alienta hoy en día un elenco de iniciativas, entre las que se incluye fomentar la investigación de los métodos contemplativos: www.mindandlife.org. Es, asimismo, cofundador del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning, sito ahora en la Universidad de Illinois, en Chicago, encargado de establecer las mejores directrices de aprendizaje socioemocional en las escuelas y de fomentar la investigación para evaluar el efecto de estos programas: www.casel.org. Información sobre mindfulness El Center for Mindfulness in Medicine, Health Care, and Society, fundado por Jon Kabat-Zinn en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts, ha sido la fuerza impulsora del uso, actualmente bastante generalizado, de los programas de reducción del estrés basados en mindfulness en el ámbito de la medicina y de la atención sanitaria, así como en áreas tan diversas como las prisiones y la terapia: www.umassmed.edu/cfm. Por su parte, «Mindfulness in Education» y «Systems and Environment» son dos de los programas desarrollados en el Instituto Garrison: www.garrisoninstitute.org. Los sistemas y la sostenibilidad son el contenido del programa desarrollado en la Peter Senge’s Society for Organizational Learning: www.solonline.org. La transparencia ecológica, considerada dentro del marco de la perspectiva sistémica y contemplada a través de la delicada lente del análisis del ciclo de vida, ha asumido diferentes direcciones en la New Earth Foundation, en particular en Earthster, una plataforma que aboga por la transparencia ecológica en las cadenas de suministros entre diferentes empresas. Handprinter es un modo positivo de monitorizar nuestro impacto ambiental, mientras que Social Hotspots se dedica a identificar problemas como las injusticias sociales o el trato inadecuado hacia los trabajadores en las cadenas de suministros: www.newearth.info. El liderazgo atento es el foco de la secuela del trabajo realizado en Google por Chad-Meng Tan: «Busca en tu interior». Leadership Institute, www.siyli.org. Libros y audios recomendados Amabile, Teresa y Kramer, Steven. The Progress Principle, Boston: Harvard Business Review Press, 2011. Bennet-Goleman, Tara. Emotional Alchemy, Nueva York: Three Rivers Press, 2002. [Versión en castellano: Alquimia emocional. Madrid: Punto de Lectura, 2002.] Bennet-Goleman, Tara. Mind Whispering: A New Map to Freedom From Self-Defeating Emotional Habits, San Francisco: HarperOne, 2013. Bush, Mirabai, Mindfulness at Work I (audio), Northampton, Massachusetts: MoreThanSound Productions, 2013. Davenport, Thomas H. y Beck, John C. The Attention Economy: Understanding the New Currency of Business, Boston: Harvard Business Review Press, 2002. [Versión en castellano: La economía de la atención: el nuevo valor de los negocios. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2002.] Davidson, Richard J. y Begley, Sharon. The Emotional Life of Your Brain. Nueva York: Plume, 2012. [Versión en castellano: El perfil emocional de tu cerebro. Barcelona: Ediciones Destino, 2012.] Decety, Jean y Ickes, William (eds.). The Social Neuroscience of Empathy, Cambridge, Massachusetts: The MIT Press, 2011. Ericsson, K. Anders (ed.). The Road to Excellence: The Acquisition of Expert Performance in the Arts and Sciences, Sports and Games, Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum Associates, 1996. Gendlin, Eugene T. Focusing, Nueva York: Bantam Books, 1982. [Versión en castellano: Focusing: proceso y técnica del enfoque corporal. Bilbao: Ediciones Mensajero, 1983.] George, Bill, Authentic Leadership: Rediscovering the Secrets to Creating Lasting Value, Nueva Jersey: Jossey-Bass, 2004. Goleman, Daniel. Ecological Intelligence, Nueva York: Random House, 2009. [Versión en castellano: Inteligencia ecológica. Barcelona: Editorial Kairós, 2009.] —. Leadership: The Power of Emotional Intelligence, Northampton, Massachusetts: MoreThanSound Productions, 2012. —. Relax (audio), Northampton, Massachusetts: MoreThan Sound Productions, 2012. —. Social Intelligence, Nueva York: Bantam Books, 2006. [Versión en castellano: Inteligencia social: la nueva ciencia de las relaciones humanas. Barcelona: Editorial Kairós, 2006.] Kabat-Zinn, Jon. Wherever You Go, There You Are, Nueva York: Hyperion, 2005. [Versión en castellano: Mindfulness en la vida cotidiana: dónde quieras que vayas, ahí estás. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2009.] Kahneman, Daniel. Thinking, Fast and Slow, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2011. [Versión en castellano: Pensar rápido, pensar despacio. Barcelona: Editorial Debate, 2012.] Lantieri, Linda. Building Emotional Intelligence: Techniques to Cultivate Inner Strength in Children, Boulder, Colorado: SoundsTrue, 2008. [Versión en castellano: Inteligencia emocional infantil y juvenil. Madrid: Editorial Aguilar, 2009.]Posner, Michael y Rothbart, Mary. Educating the Human Brain, Washington: American Psychological Association, 2006. Siegel, Daniel J. The Mindful Brain: Reflection and Attunement in the Cultivation of Well-Being, Nueva York: W.W. Norton & Company, 2007. [Versión en castellano: Cerebro y mindfulness. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2010.] Sterman, John D. 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