Núm. 12, enero-junio 2005
VARIOS AUTORES, Protección universal de los derechos humanos, México,
Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2004, 171 pp.
El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la colección “Nuestros derechos”, ha contribuido significativamente a la difusión de los derechos que el orden
jurídico mexicano reconoce a los integrantes de diversos sectores sociales o grupos identificados por la concurrencia, en quienes los constituyen, de cierto número de obligaciones y facultades. A este mismo fin
atienden algunas publicaciones de la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos (CNDH), entre ellas, la examinada en esta nota. Anteriormente
me he referido, también a través de notas bibliográficas, a otras aportaciones de la CNDH al conocimiento de los derechos fundamentales de
las personas.
El opúsculo en cuestión figura dentro de la serie “Transición democrática y protección a los derechos humanos”. Los siete títulos que componen esta serie son Protección universal de los derechos humanos —al
que corresponde la obra que ahora analizo—, Alternancia política o
transición democrática, Justicia y democracia, Avances tecnológicos de
los derechos humanos, Derechos de segunda generación, Migración, y
Derechos humanos y servicios médicos, temas, todos ellos, de notable
actualidad y evidente relevancia, a cuya exposición ha contribuido un
buen número de autores: funcionarios de la comisión, académicos —muchos de ellos pertenecientes al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la
UNAM—, catedráticos de diversas escuelas y facultades, funcionarios
públicos, periodistas, profesionales y representantes de organizaciones
no gubernamentales o instituciones de la sociedad civil que concurren en
las áreas comprendidas por los fascículos, en fin, setenta y nueve autores,
según informa José Luis Soberanes Fernández en la presentación del
conjunto (p. 8).
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
La expresión rectora del conjunto, “Transición democrática y protección a los derechos humanos”, suscita, de entrada, diversos comentarios.
Para esclarecer el alcance de aquélla será útil la consulta del fascículo correspondiente, que ostenta el número 1 de la serie. No es mi pretensión
abordar ahora esta materia, tan compleja y profusamente examinada, desde diversas perspectivas y con resultados diferentes. Diré, sin embargo,
que en México la transición a la democracia constituye, obviamente —y
objetivamente también—, un largo proceso iniciado y desarrollado a lo
largo de varias décadas, con sucesivas tareas cumplidas por distintas generaciones. Transición es “tránsito”: éste se ha realizado de manera más
o menos ininterrumpida y prosigue hoy día, con diversas vicisitudes. No
nos hallamos, pues, en “la” transición a la democracia, sino en “una etapa” de este proceso de transición, que es traslado, camino, construcción
civil, social y política. Este fenómeno corresponde a la generalidad de
los procesos sociales y políticos. En fin de cuentas, todo es transición,
porque todo transita, avanza o retrocede, cambia conforme a las circunstancias o a pesar de ellas, modificándolas, con un designio preciso.
Es claro que existe una liga permanente entre democracia y derechos
humanos. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, sería difícil concebir
una verdadera democracia —no apenas la democracia formal de los comicios, sino la democracia integral: “sistema de vida”, que dice el artículo 3o. constitucional— sin observancia y expansión de los derechos humanos. Tampoco parece posible que estos derechos adquieran plenitud
fuera del sistema democrático, que es su “atmósfera natural”, su “caldo
de cultivo”. Cuando se hacen las cuentas de los derechos humanos, también se hacen las cuentas de la democracia. Hoy día prevalece un acuerdo muy firme sobre la calidad equivalente de los derechos civiles y políticos, por una parte, y los derechos económicos, sociales y culturales, por
la otra. El nuevo estatuto del ser humano abarca, con exigencia, ambas
categorías, no apenas una de ellas, en cuyo favor pudiera sacrificarse la
otra. Es así que las diversas generaciones de derechos —como las denomina un sector de la doctrina— coinciden en la tutela del individuo: se
reclaman mutuamente.
La evolución de los derechos humanos ganó primero el espacio de los
ordenamientos y las experiencias nacionales, aunque esto ocurriera, por
supuesto, con grandes diferencias que subsisten en forma dramática. Las
Constituciones políticas y leyes fundamentales son el nicho de los dere-
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chos humanos. En rigor, el constitucionalismo contemporáneo es un escudo del ser humano frente a los rigores del poder político, social y económico. De ahí el aire “humanista” de ese constitucionalismo, que pone
al hombre en el centro de la escena, como ha venido ocurriendo desde
los días, ya distantes, de las grandes declaraciones clásicas.
El desarrollo de estas cuestiones, sobre todo a la sombra —porque no
se podría decir “a la luz”— de los grandes desastres bélicos o políticos,
que arrollaron derechos básicos de los integrantes de naciones enteras,
puso a la vista la necesidad de procurar el ensanchamiento de los derechos y de su defensa. Esto se ha hecho en el plano internacional a través
de cada vez más numerosos instrumentos: declaraciones, pactos, tratados, convenios, principios, programas, etcétera, que ponen de manifiesto
esta nueva y necesaria dimensión de los derechos humanos, tema de la
humanidad en su conjunto y de la organización jurídico-política de las
naciones, no solamente de los Estados individuales.
Se ha producido, como señala Carmona Tinoco, una “fulgurante evolución de la internacionalización de los derechos humanos a partir de la
segunda posguerra” (p. 27). De esta suerte, se han desenvuelto el derecho
internacional de los derechos humanos, el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los refugiados, tres vertientes del nuevo orden jurídico —y ético— mundial. El mismo autor caracteriza al primero como la “rama del derecho internacional (que) se ocupa del
establecimiento y promoción de los derechos humanos y de la protección
de individuos o grupos de individuos en el caso de violaciones gubernamentales de derechos humanos” (idem). Por su parte, Olguín Uribe expresa que “el ritmo de desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos ha sido impresionante”. Agrega que “fue la rama del
derecho más dinámica en la segunda parte del siglo XX” (p. 84).
El fascículo que aquí examino es el producto de las conferencias sustentadas, hace algún tiempo, por quienes hoy figuran como coautores de
la obra colectiva. Los subtemas aparecen clasificados de la siguiente forma, a cargo de los catorce expositores que a continuación menciono: “Jurisdicción universal y derechos humanos”: Joaquín González Casanova,
Ulises Canchola Gutiérrez y Edgar Corzo Sosa; “México y el sistema interamericano de derechos humanos”: Sergio García Ramírez; Jorge Ulises Carmona Tinoco y, asimismo, Ulises Canchola Gutiérrez; “México
en el marco convencional de derechos humanos”: Gloria Abella Armen-
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
gol, Francisco Olguín Uribe y Loretta Ortiz Ahlf; “La reservas en los tratados internacionales de derechos humanos”: Federico Anaya Gallardo y
Juan José Gómez Camacho; “Corte Penal Internacional”: Socorro Flores
Lira y Gautier Mignot; y “La injerencia internacional por motivos humanitarios”. No es posible examinar aquí todos estos trabajos detalladamente. Por eso me limitaré a mencionar algunas de las cuestiones más relevantes que en ellos se analizan.
En mi participación en la presentación del opúsculo en el Centro de
Derechos Humanos de la CNDH, el 15 de julio de 2004, mencioné que el
examen de estos temas tiene un presupuesto en el que todos se sustentan:
una cultura jurídica universal (o más o menos universal, porque hay espacios pendientes, no sólo de carácter geográfico o nacional) nutrida en
valores compartidos: a la cabeza de éstos, la dignidad del ser humano.
Este es el ingrediente esencial, definitorio, de lo que llamamos “cultura
occidental”, que es, a su turno, la fragua de los derechos fundamentales
en la versión que hoy reconocemos. Esa cultura generalizada se proyecta
sobre una organización internacional informada por ella y dispuesta, al
menos formalmente, a servir a esos valores comunes. Así se advierte, por
ejemplo, en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y, por lo
que hace a nuestro hemisferio, en la Carta de la Organización de los
Estados Americanos.
La manifestación de estas convicciones e intenciones requiere dos planos sucesivos o simultáneos en el orden internacional, como antes lo fueron en el nacional. Recojo aquí la conocida exposición de Bobbio. Ante
todo, es preciso contar con declaraciones o proclamaciones de derechos,
que habrán de revestir —andando el tiempo y al amparo de nuevas interpretaciones— valor vinculante. A esto atienden la Declaración Universal
y la Declaración Americana (ésta cronológicamente anterior a aquélla)
de 1948, y los respectivos pactos, convenciones o convenios que las desarrollan. Luego se instituirán las garantías de ejercicio y cumplimiento,
indispensables para que adquieran eficacia los derechos proclamados.
Aquí entran en juego instrumentos no jurisdiccionales (comisiones, comités) y jurisdiccionales (cortes y tribunales), como son los instituidos
en la Convención Europea de 1950 y en la Convención Americana sobre
Derechos Humanos de 1969, aun cuando, en este último caso, la Comisión Interamericana precedió al Pacto de San José.
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La existencia de un conjunto, amplio y bien provisto, de normas internacionales a propósito de los derechos humanos y su custodia, hace indispensable contar con el “puente” que comunique el orden jurídico nacional con el orden jurídico internacional. La existencia de este enlace,
que las leyes fundamentales regulan de diversa forma, permite sortear el
siempre inquietante problema de la recepción nacional de las normas internacionales, y más específicamente de las resoluciones internacionales,
trátese de las recomendaciones de organismos que emiten estos actos sin
efectos vinculantes inmediatos, trátese de las decisiones de órganos jurisdiccionales de variada naturaleza: medidas provisionales, resoluciones
procesales diversas, sentencias declarativas y condenatorias, interpretación de sentencias, para sólo mencionar las categorías que más frecuentemente aparecen en el desempeño de los tribunales internacionales.
Este tema ha pasado a figurar en los textos constitucionales latinoamericanos desde hace varios años. Ejemplo de ello son las leyes fundamentales de Argentina, Perú y Venezuela, por sólo citar algunas. No es este,
en cambio, el caso de México, que regula la materia a través del artículo
133 cons ti tu cio nal, en el que se apre cia la tra di ción ju rí di ca
estadounidense. Últimamente ha habido intentos de reforma, algunos de
los cuales se hallan en proceso ante el Constituyente Permanente: así, la
propuesta del Ejecutivo federal (2001) para adicionar el artículo 21 constitucional con el propósito de incorporar al sistema doméstico las resoluciones de tribunales internacionales, el dictamen del Senado de la República (2002) para permitir la incorporación de nuestro país en el sistema
de la Corte Penal Internacional y la iniciativa del mismo Ejecutivo
(2004) para establecer la protección nacional, a través del amparo, de los
derechos humanos reconocidos en instrumentos internacionales.
En el fascículo al que ahora me refiero se da cuenta con la posición de
nuestro país en el ámbito internacional. Al respecto, hay que tomar en
cuenta las corrientes que sirven a la tradición y a la renovación, en constante dialéctica. Para entender la posición mexicana es preciso volver los
ojos hacia la dura experiencia de nuestro primer siglo independiente, que
prosiguió en buena parte del siglo XX. Las severas lecciones históricas
determinaron la reticencia nacional frente a compromisos que pudieran
afectar la soberanía y a posibles actos de autoridad procedentes de instancias extranacionales. Esta experiencia se halla en los fundamentos
de la llamada “doctrina Carranza” y también ha orientado la formulación
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
de los principios de la política exterior de la república que constan en la
fracción X del artículo 89 constitucional.
El “año clave” en la incorporación de México al régimen internacional
de los derechos humanos fue, sin duda, 1981. Entonces se abrió ampliamente la puerta del orden nacional a los grandes instrumentos de las Naciones Unidas: Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así
como a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En el artículo de Carmona Tinoco se hace la descripción de este proceso (pp. 55
y ss.). Cuando México participó en la conferencia especializada de la que
surgió ese pacto americano, su posición fue cautelosa: en primer término
mostró oposición —por razones de “oportunidad”— al establecimiento
de un tribunal interamericano; posteriormente —como se asentó en el
acta final de la conferencia— hubo conformidad por parte de nuestro
país, en el entendido de que la jurisdicción de la Corte Interamericana
prevista en la convención tendría carácter subsidiario o complementario
de la jurisdicción nacional. Empero, México no suscribió la convención
inmediatamente, sino se adhirió a ella en 1991.
Varios años después, en 1998, México reconoció la competencia contenciosa de la Corte Interamericana, haciendo salvedad de los hechos anteriores a la vigencia del reconocimiento y de los asuntos derivados de la
aplicación del artículo 33 constitucional. Sobre este reconocimiento —y
los antecedentes del caso— proporciono un punto de vista en mi propio
artículo incorporado en el libro que ahora examino (pp. 39 y 40). Igualmente, Anaya Gallardo indica su parecer a este respecto, advirtiendo que,
dentro del contexto en el que se produce, “la aceptación de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por parte de México es un nuevo misterio de la política exterior de la administración Zedillo” (p. 115). En su aportación al libro colectivo, Gloria Abella
Armengol examina la vinculación de los derechos humanos con la política exterior de México (pp. 73 y ss.), tema que cobra mayor actualidad en
el marco de la iniciativa presidencial de reforma al artículo 89 constitucional, de abril de 2004, que incorporaría la cuestión de los derechos humanos entre los principios de política exterior enunciados en la fracción
X de ese precepto.
En otros trabajos se pone atención en las implicaciones que pudiera tener este reconocimiento por lo que respecta a determinados ámbitos del
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Estado, habida cuenta de que, como escribe Carmona Tinoco, “los compromisos y deberes que los Estados adquieren a través de los tratados de
derechos humanos corren a cargo de sus órganos legislativos, administrativos y jurisdiccionales”, y se proyectan sobre “todos los órganos que lo
componen (al Estado) y, de igual manera, cualquiera de éstos puede generar la responsabilidad internacional del Estado por acciones u omisiones que signifiquen una violación a los compromisos internacionales derivados de un tratado de derechos humanos” (pp. 51 y 52). De esto se
ocupa, en lo que respecta a las resoluciones judiciales, Edgar Corzo
Sosa, quien formula un buen deseo: “Ojalá (que) la jurisdicción nacional
no sea un ancla que est(é) haciendo cada vez más difícil el viaje del barco” (esp. p. 29). Conviene mencionar ahora, por su carácter ejemplar con
respecto al cumplimiento de deberes internacionales, la actuación del
Estado chileno al reformar su Constitución en lo que respecta a censura
previa —incompatible con la Convención Americana— y del Estado peruano al invalidar enjuiciamientos penales que contravinieron, en cierta
época, las reglas del debido proceso legal.
También se examina aquí el tema de las reservas a los tratados internacionales, que posee entidad especial cuando vienen al caso los convenios en materia de derechos humanos, habida cuenta de que éstos crean
derechos individuales y en general obligaciones de los Estados frente a
las personas físicas sujetas a su jurisdicción, y no sólo obligan a los Estados entre sí, como es característico en otro género de convenciones, punto que aborda Gómez Camacho (p. 136). El derecho internacional de los
tratados reconoce la posibilidad de formular reservas, a condición de que
éstas no subviertan el objeto y fin del tratado. El alcance de esta restricción merece diversos comentarios. El autor últimamente citado considera
inadmisible “una reserva que tenga por objeto… limitar un derecho internacionalmente reconocido a sus ciudadanos (del Estado que formula la
reserva), independientemente de que (ésta) estuviera motivada por el
marco constitucional interno” (p. 137).
El debate sobre la cuestión conduce a nuevas reflexiones acerca de la
validez y pertinencia de la manifestación hecha por el gobierno de México —previo pronunciamiento del Senado— sobre exclusión de los asuntos derivados del artículo 33, al tiempo de reconocer la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no así a la
hora de adherirse a la Convención Americana. Por lo demás, este tribunal
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
ha tenido oportunidad de pronunciarse, tanto en opiniones consultivas
como en asuntos contenciosos, acerca de reservas formuladas con respecto a la Convención Americana. En algún caso, concerniente a Trinidad y
Tobago, se declaró la ineficacia de una reserva que prácticamente extraía
de la jurisdicción de la corte todas las materias abarcadas por la Constitución interna.
Nuestro país ha formulado reservas o declaraciones interpretativas con
respecto a convenios sobre derechos humanos de los que es parte. En
años recientes se ha iniciado el paulatino retiro de aquéllas. Por lo que
hace a la Convención Americana, subsiste la referencia al carácter doméstico de la regulación protectora de la vida humana (tema del artículo
4 de la Convención Americana, que extiende su protección a la vida humana “generalmente” desde el momento de la concepción) y al voto activo de los ministros de cultos religiosos. Igualmente, México ha manifesta do que la ad misión de la compe ten cia con ten cio sa de la Cor te
Interamericana no comprende la hipótesis del artículo 33 constitucional,
que actualmente permite la expulsión de extranjeros sin observancia del
derecho de audiencia. La propuesta presidencial de reforma a ese precepto (2004) sugiere restringir el supuesto de expulsión sin audiencia a los
casos en que se interese la seguridad nacional.
En la obra analizada hay reflexiones importantes a propósito del artículo 33 constitucional y su enlace con el sistema internacional de tutela
de los derechos humanos. El punto se halla en el trabajo de Ortiz Ahlf,
que estima aplicable la Convención Americana, no obstante la declaración hecha por México al reconocer la competencia contenciosa de la
Corte Interamericana, en virtud de la “ampliación de garantías” que, en
esta materia, trae consigo el tratado (p. 91). En un extenso estudio (pp.
99 y ss.), Federico Anaya Gallardo examina la genealogía del artículo 33
y analiza los cambios de rumbo en el régimen de expulsión de extranjeros, sea en virtud de ese precepto, sea por aplicación de las normas ordinarias en materia de migración. Este autor presenta, además, diversos casos recientes de expulsión y comenta sus características sociales,
políticas y jurídicas. Por su parte, Gómez Camacho llama la atención, en
este orden de cosas, a lo que denomina “cambio de política” del Estado
mexicano (p. 131).
Un tema que ha atraído considerablemente la atención de los estudiosos y los políticos en nuestro país —y también, desde luego, en el mundo
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entero— es la jurisdicción penal internacional, hoy asumida por la Corte
Penal Internacional que proviene del Estatuto de Roma, de 1998, precedido por diversos ordenamientos y experiencias, tanto al final de la Segunda Guerra como en las circunstancias, bien conocidas, de los delitos
de genocidio y lesa humanidad en la ex Yugoslavia y Ruanda. Como es
bien sabido, hubo opiniones fuertemente críticas acerca de los tribunales
penales militares instituidos por las potencia victoriosas al final de la Segunda Guerra. La crítica de entonces se asoció a la vehemente petición
de establecimiento de un orden penal internacional de otras características, ceñido al desarrollo jurídico penal y procesal.
En este sentido, González Casanova recoge los comentarios y las propuestas de nuestro maestro Niceto Alcalá-Zamora y Castillo. Se necesita,
dijo el ilustre catedrático, “definir a priori en una convención auténticamente mundial, y no a posteriori mediante acuerdo de una reducida coalición de vencedores, los crímenes de guerra y prever para su enjuiciamiento y sanción una jurisdicción genuina con jueces imparciales. He
aquí el camino a seguir para enfrentarse en un futuro, que ojalá no llegue
a presentarse, con la delincuencia bélica sin caer en ninguno de los dos
extremos a evitar: la impunidad que aliente a reincidir y la venganza que
incite a desquitarse” (p. 13).
El interés por suprimir la impunidad de los más graves crímenes, que
afectan bienes e intereses de la humanidad en su conjunto, ha puesto en
marcha corrientes punitivas relevantes, que superan los tradicionales
principios de territorialidad, personalidad —activa o pasiva— y protección, para construir una jurisdicción penal universal a cargo de los Estados y, posteriormente, de un órgano creado por éstos, como es la Corte
Penal Internacional. La constitución de esta instancia ha requerido un difícil concierto entre los Estados para alcanzar el difícil equilibrio necesario entre las exigencias penales —soberanas— de aquéllos y los requerimientos de una justicia mundial que trasciende fronteras tradicionales.
No se trata aquí de perseguir todos los delitos, sino sólo aquellos que
representan una lesión mayor, absolutamente insoportable, a los bienes
jurídicos de la humanidad. Éstos tienen que ver, desde luego, con los derechos humanos. Así, la jurisdicción penal internacional resulta ser una
instancia protectora de los derechos humanos. En el catálogo de los delitos sujetos a esta jurisdicción se hallan especies de suma gravedad: genocidio, delitos de lesa humanidad, crímenes contra el derecho internacio-
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
nal humanitario, es decir, las infracciones más graves perpetradas con
motivo de conflictos bélicos internacionales o internos.
El derecho penal internacional ha alcanzado carta de ciudadanía en la
hora actual, en sus dos vertientes: la que corresponde, en términos de
Cherif Bassiouni, a los aspectos internacionales del derecho penal, que
atiende sobre todo las cuestiones procesales de colaboración internacional en la persecución de los delitos (extradición, cooperación judicial,
por ejemplo), y a los aspectos penales del derecho internacional, que se
refiere esencialmente a los temas fundamentales del orden penal: tipos
delictivos de naturaleza internacional, penas del mismo carácter y consecuente ejecución de éstas, todo ello mediante la intervención y decisión
de órganos jurisdiccionales internacionales, instituidos convencionalmente, a través de procesos específicos, fuera de las instancias domésticas, aunque apoyados por éstas.
Una faceta relevante de la posición internacional de México corresponde a las decisiones del país frente a las jurisdicciones internacionales.
Ya se mencionó el caso de la Corte Interamericana. Habría que añadir la
presencia mexicana ante la Corte Internacional de Justicia, en el reciente
caso Avena y otros nacionales mexicanos, litigio entre México, como demandante, y los Estados Unidos de América, como demandado, sobre el
que recayó una sentencia favorable, en términos generales, a las pretensiones de nuestro país. A esto se debe agregar el curso seguido frente a la
Corte Penal Internacional, hoy día acogida por cerca de cien Estados,
aunque fuertemente combatida por otros, particularmente los Estados
Unidos de América. México, que se abstuvo en la votación en Roma,
suscribió el Estatuto, ad referéndum, en 2000. Como antes se mencionó,
posteriormente han surgido iniciativas para la plena incorporación: iniciativa del Ejecutivo, del 2001, y dictamen del Senado, del 2002.
La incorporación de México al sistema de la Corte Penal Internacional
es materia de estudio por parte de diversos autores que se pronuncian favorablemente. Socorro Flores Lira describe los avances que ha tenido en
México (en la especie, los que había tenido hasta el final de 2001) el proceso de ratificación del Estatuto de Roma (pp. 145 y ss.). González Casanova estima que el Estatuto de la CPI, con sus normas reglamentarias
—Reglas de Procedimiento y Prueba y Elementos de los Crímenes—
“satisfacen… las exigencias diplomáticas y jurídicas de un país como
México”; el Estatuto —agrega— “es compatible con las garantías que
PROTECCIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS
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contempla nuestra carta magna” (p. 17). En sentido semejante se pronuncia Canchola Gutiérrez, quien además subraya —al examinar los extremos que suscita la consideración de la soberanía nacional— que “cuando
el Estado se impone a sí órganos fiscalizadores que le permiten lograr el
contacto y la congruencia de lo interior con lo exterior, se fortalece hacia
adentro” (p. 24). Como referencia de derecho comparado es interesante
el caso de Francia —que describe Gautier Mignot—, país que dispuso la
adición de un conciso artículo 53-2 a su Constitución, tras el dictamen
del Consejo Constitucional —que observó puntos de incompatibilidad
entre el régimen del Estatuto y la ley fundamental de ese país— con el
fin de que Francia pudiera reconocer la jurisdicción de la CPI (pp.
152-154).
En otras oportunidades he subrayado que la decisión de preservar, incluso con instrumentos de orden internacional, los derechos básicos de
las personas es consecuente con la decisión política fundamental de la
nación mexicana —la “más fundamental entre las fundamentales”, digamos—, que consta en la Constitución de 1917 y ha figurado en toda la línea histórica del constitucionalismo mexicano, en el sentido de colocar al
hombre en el centro del orden jurídico y político, y enfilar éste, como se
ha hecho desde las grandes declaraciones al final del siglo XVIII, al servicio de la dignidad humana.
Un tema importante de lege ferenda concierne al rango jurídico que
debiera reconocerse a los tratados sobre derechos humanos. Sobre este
punto, algunos autores presentan las diversas soluciones de las que da
cuenta el derecho comparado —Loretta Ortiz Ahlf presenta el panorama
constitucional iberoamericano (p. 93)— y proponen cambios en el sistema mexicano. Esta misma autora se pronuncia por dar a los tratados en
materia de derechos humanos el mismo nivel jerárquico que tiene la
Constitución (p. 93). Gómez Camacho considera insuficiente la prelación
que la Suprema Corte de Justicia ha reconocido, en una sentencia aislada,
a los tratados internacionales sobre las leyes federales emanadas de la
Constitución. Aquéllos debieran tener rango constitucional, cuando versan sobre derechos humanos (p. 141). En concepto de Olguín Uribe, es
necesario incorporar los compromisos internacionales contraídos por
México en la Constitución y en la legislación secundaria (p. 88).
Tomando en cuenta que el examen de esta materia ha sido promovido
por un organismo estatal no jurisdiccional de defensa de los derechos hu-
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
manos, es lógico que entre los temas sujetos a examen figure la posición
del ombudsman en el procedimiento internacional de tutela. Esto es materia de otro artículo de Canchola Gutiérrez, acerca de “La parte no jurisdiccional en el sistema interamericano”, en el que se informa sobre propuestas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en foros
internacionales, como la Cumbre de Québec y la Asamblea de la OEA
(pp. 68 y 69). Es interesante mantener la atención hacia estos temas, considerando tanto el carácter estatal sui generis del ombudsman, por una
parte, como la encomienda que tiene —con independencia frente a otros
órganos del Estado— en la protección de los derechos humanos. Esto
suscita cuestiones importantes sobre la futura presencia de los órganos
estatales de protección ante la jurisdicción interamericana, por ejemplo.
El opúsculo concluye con dos interesantes artículos acerca de la llamada injerencia por motivos humanitarios, otro punto que promueve frecuentes debates. Luis Alfonso de Alba analiza este delicado asunto en el
marco de las Naciones Unidas y se refiere, en particular, al caso de Kosovo (pp. 161 y ss.), y Daniel Goñi Díaz suministra un panorama de la
materia desde la perspectiva del derecho internacional humanitario y
la posición de la Cruz Roja. Establece que la injerencia armada por motivos humanitarios “no incumbe al derecho humanitario, sino a las normas
relativas a la licitud del empleo de las fuerzas armadas en las relaciones
internacionales”. De ahí que, en una hipótesis de esta naturaleza, el Comité Internacional de la Cruz Roja no se pronunciaría a favor o en contra
del denominado derecho de injerencia, sino apelaría a los países implicados para que éstos respetaran las normas del derecho internacional humanitario (p. 169).
Sergio GARCÍA RAMÍREZ*
* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM.