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Literatura infantil en tiempos altermodernos

2017, LIJ Ibero Revista de Literatura Infantil y Juvenil Contemporánea

El presente artículo afronta la Literatura Infantil (li) desde una perspectiva transdisciplinar. Entre lo pedagógico y lo estético, el objeto de estudio parte no de la dicotomía, sino de la interacción de dos ámbitos ya complejos: de un lado, el literario; de otro, el infantil. Esta unión da lugar a un binomio cuyos intentos de sistematización e interpretación pueden ser atendidos desde la hermenéutica analógica (ha) de Beuchot Puente. Entre la univocidad moderna y la equivocidad posmoderna, entendemos que ésta proporciona un marco apropiado para comprender la li y su didáctica en el contexto altermoderno y complejo en que vivimos: un tiempo de disonancias entre la teoría de los valores, la práctica social y los paradigmas dominantes y emergentes.

Literatura infantil en tiempos altermodernos (Aproximación transdisciplinar y hermenéutico-analógica) Susana Gómez Redondo, Lidia Sanz Molina, Francisco José Francisco Carrera, Francisco Javier Frutos Esteban. Resumen El presente artículo afronta la Literatura Infantil (LI) desde una perspectiva transdisciplinar. Entre lo pedagógico y lo estético, el objeto de estudio parte no de la dicotomía, sino de la interacción de dos ámbitos ya complejos: de un lado, el literario; de otro, el infantil. Esta unión da lugar a un binomio cuyos intentos de sistematización e interpretación pueden ser atendidos desde la hermenéutica analógica (HA) de Beuchot Puente. Entre la univocidad moderna y la equivocidad posmoderna, entendemos que ésta proporciona un marco apropiado para comprender la LI y su didáctica en el contexto altermoderno y complejo en que vivimos: un tiempo de disonancias entre la teoría de los valores, la práctica social y los paradigmas dominantes y emergentes. Palabras clave: literatura infantil, transdisciplinariedad, hermenéutica analógica, altermodernidad, didáctica. Abstract The present paper approaches Children’s Literature from a transdisciplinary perspective. Between the pedagogical and the aesthetic, this object of study does not start from a dichotomy, but from the conjunction of two already complex scopes: literature and the children’s realm. This union allows for the creation of a binomial whose attempts to systematize and interpret discourses are susceptible to be approached from the analogical hermeneutics. Between modern univocity and postmodern equivocity, we find in it a proper frame to interpret this kind of literature and its teaching, in the altermodern and complex context we dwell in: a time of dissonance between the theory of values, social practice and the dominant and emerging paradigms. Key words: children’s literature, transdisciplinarity, analogical hermeneutic, altermodernity, didactics. 43 1. Introducción Todo intento de aproximación a la literatura infantil (LI) lleva implícita una imprescindible –y estimulante– multidisciplinariedad. No sólo porque su objeto de estudio participa de campos como la teoría de la literatura, la didáctica, la filología, la sociología, la psicología o la lingüística, sino también porque, teniendo en cuenta las particularidades que se desprenden de su receptor, atiende a múltiples tensiones derivadas de su doble condición. Objeto literario y educativo a un tiempo, ostenta un controvertido estatuto que, a caballo entre el hecho artístico y el pedagógico, da lugar a una dialéctica tan antigua como el género, responsable de buena parte de su debate teórico. Es, por tanto, pertinente insertar múltiples disciplinas en los intentos de sistematización de la literatura infantil (LI) y sus discursos interpretativos. Está de más señalar que la teoría educativa le ha prestado más atención que la literaria (la cual, en no pocas ocasiones, la ha tachado de “subgénero”, “paraliteratura” o simplemente de “inexistente”). Mas es en esa condición centáurica de objeto pedagógico y artístico, donde entendemos residen muchos de sus retos de estudio. Tal revisión exige, cuando menos, un breve repaso por algunas de sus pugnas, al tiempo que permitirá algunas reflexiones en torno a una de las principales paradojas del contexto complejo y altermoderno en el que la LI actual se produce, distribuye y recibe: la disonancia entre la teoría de los valores en alza y la práctica social, o la (im)posibilidad de desarrollar las apuestas éticas y filosóficas de las nuevas culturas dentro de los viejos paradigmas dominantes. Desde su nacimiento oficial, en los albores de la Modernidad, la LI transita entre lo educativo y lo pseudopedagógico. La escisión entre lo real y lo ideal se evidencia con fuerza en el ámbito de la infancia y su “preservación”. Valores como la cooperación, el respeto, la interculturalidad, la cultura de paz, el postcolonialismo, los cultural studies..., que la Posmodernidad convirtiera en andamiaje ético, chocan frontalmente con la realidad post-industrial, en que la supervivencia del individuo parece estar determinada por una creciente competitividad. Pocos ámbitos tan a merced de estas aporías como la escuela y la LI. En la pugna entre los paradigmas dominantes y emergentes, ambas se debaten entre la teoría y la práctica. Instrumento socializador e introductora al imaginario com44 partido, la LI visibiliza la distancia entre lo que la sociedad es, lo que le gustaría ser y cómo desea presentarse. “No hay mejor documento” –que los libros para niños– “para saber la forma como la sociedad desea verse a sí misma” (Colomer 49). El reflejo de ese imaginario idealizado enraíza en el carácter pseudopedagógico que el género arrastra. Fue en el siglo XVIII cuando la infancia comenzó a entenderse como una etapa con entidad propia y no mera antesala de la vida adulta. Materializada en el horizonte de recepción de la figura del niño como lector ideal, los libros infantiles vieron la luz al tiempo que se consolidaban las utopías humanistas y el llamado arte teleológico. Crecidos al amparo de los grandes relatos e ideales, pronto participaron de los atributos de una literatura con fines educativos, moralizadores y de inserción social. Además, contribuían a la construcción de un imaginario moderno, que anteponía los aspectos pedagógicos e ideológicos a los estéticos. Pero como recuerdan de un modo u otro Garralón, Colomer, Cervera, Lluch o Morales Lomas y Morales Pérez, hasta bien entrado el siglo XIX parecía no existir una preocupación real por el niño como destinatario. El adoctrinamiento y el texto como transmisor de los valores imperantes guiaban las intenciones didácticomoralizantes, lo que mermaba la calidad de las obras y condenaba a la infancia a una suerte de indiferencia estética. Al hilo de esta tensión trataremos de dirimir algunas cuestiones sobre la LI y su relación con la Modernidad y sus “alrededores” –léanse los prefijos pos y alter–. Un breve repaso por el debate ayudará a sentar las bases de una polémica que, si bien ha dejado atrás el siglo XIX, no acaba de ser superada en la práctica por el abusivo didactismo que aqueja a la LI (Borda Crespo, Colomer y Cervera). 2. Modernidad, Posmodernidad y LI Parece pertinente aproximarse a los grandes periodos y pensamientos que vertebran el discurso: la Modernidad, a cuya sombra nace el concepto de infancia y la LI; la Posmodernidad, en la que surgirán los cultural studies con sus “-ismos” y la llamada “literatura antiautoritaria” y, por último, esa Altermodernidad que esgrimiera Bourriaud como alternativa a una imposible post-posmodernidad. Como señala este autor, en los años noventa del pasado siglo se dejaba atrás el pensamiento débil posmoderno para retomar, debidamente adaptados, los metarrelatos y utopías modernos. Para Bourriaud se hace necesario volver a pensar lo moderno a partir de la globalización. Se trata de constatar la superación del pensamiento posmo45 derno, que critica a la vez que legitima tanto las luchas anticoloniales como una discriminación paternalista. Tal pugna pasa, según él, por una relectura del pensamiento fuerte moderno, representada por los nuevos autores “radicantes” (no rizomas, dirá como respuesta al concepto deleuziano) y un discurso fuerte y no fragmentado. En la transición a la Posmodernidad, el positivismo y la razón modernos dejaron de ser los únicos modos validados de saber para dar paso a una apertura a la contradicción, el Pensamiento Complejo (Morin) o la afectividad como principio de la Ética (Lupasco). El imperio del objeto fue sustituido por el del sujeto, inaugurando un margen creativo, emocional y equívoco. La ciencia dejaba de ser fuente única de saber, para abrir un hueco al universo cotidiano y sus manifestaciones de intuición, espiritualidad, imaginario o experiencialidad. La construcción, transmisión y recepción del conocimiento se sustentaba en una relación interactiva entre las áreas del saber, fundamento de una mediación transdisciplinar en el sentido que le da Nicolescu que desarrollaremos más adelante. Frente a “la incredulidad respecto a los grandes relatos” (Lyotard, 4), regidos por una vocación transformadora del mundo, surgieron obras pretendidamente menores, en las que se apelaba a la interioridad y el relato de intersticios. En el universo infantil, obras como James y el melocotón gigante de Roald Dahl o Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, ambas de principios de los años sesenta, supieron combinar con maestría el diálogo entre ficción y realidad, al tiempo que retrataban los temores e inquietudes de sus destinatarios. La extimidad se transformaba en intimidad, la era del desencanto repudiaba al Hombre Nuevo y los totalitarismos del siglo XX daban paso a la tolerancia y la vulnerabilidad humana. Fruto colateral del llamado pensamiento débil y su mirada post-colonialista, la Posmodernidad fue no obstante acusada de condescendencia: una suerte de colaboracionismo con el capitalismo, que al acabar coercitivamente con la diferencia propugnaba un estado reaccionario. En este tiempo complejo, los cultural studies vindicaban los paradigmas emergentes, la alteridad y la necesidad de atender a las “otras miradas”: bajo el paraguas de los estudios de género, el negrismo, la teoría queer, el feminismo… proliferaron tendencias en que los márgenes reclamaban la visibilidad. En este orden de cosas, es necesario destacar que la actual producción literaria infantil feminista, que abunda en editoriales y colecciones multiculturales o antiprincesas, debe mucho a aquellos cultural studies y sus “-ismos”. Sería una labor ingente tratar de ofrecer siquiera una pequeña muestra de las apuestas por la diversidad o los relatos que denuncian visiones sexistas. En España, y por poner algunos ejemplos a este respecto de la última década, han alcanzado gran popu46 laridad álbumes como La Cenicienta que no quería comer perdices, de Nunila López Salamero y Myriam Cameros; ¿Hay algo más aburrido que una princesa rosa?, de Raquel Díaz Reguera o La princesa que bostezaba a todas horas, de Carmen Gil y la célebre ilustradora Elena Odriozola. Dichas apuestas altermodernas son herederas de obras como Pippi Calzaslargas, que Astrid Lindgren publicara en 1945, cuya heroína, desafiante y capitana de una pandilla en la que apenas hace aparición el mundo adulto, continúa muy vigente en el imaginario compartido. Por su parte, la escritora italiana Adela Turin creaba junto a la ilustradora Nela Bosnia la editorial Dalla parte delle bambine, que entre 1975 y 1980 publicó más de una veintena de títulos comprometidos con la visión de género. Algunos son plenamente actuales, como lo demuestra la reciente recuperación de Arturo y Clementina, Rosa caramelo, Una feliz catástrofe o La historia de los bonobos con gafas. 3. Altermodernidad, hermenéutica analógica e imaginario literario infantil Muchos autores argumentan que las dinámicas contemporáneas no responden ya a la lógica posmoderna. La muerte de la Posmodernidad es constatada, en tanto que la llamada Post-posmodernidad –marchamos por acumulación de prefijos– parece buscar desesperadamente un término desde el que pensarse: Automodernidad (Samuels); Hipermodernidad (Lipovetsky); Performatismo (Eshelman); Digimodernismo (Kirby); Metamodernidad (Vermeulen y Van Der Akken); Segunda Modernidad (Beck) o Altermodernidad (Bourriaud) tratan de definir los nuevos tiempos. Beck propone la búsqueda de una “modernidad reflexiva”, capaz de disolver la primera y poner en marcha procesos que nos cuestionen y que autotransformen la sociedad industrial. Bourriaud, por su parte, apuesta por “volver a a pensar lo moderno” para superar lo posmoderno: es posible apropiarse de nuevo del concepto de modernidad sin experimentar por un instante el sentimiento de volver al pasado, y sin ignorar tampoco las críticas –saludables– a las tentaciones totalitaristas y a las pretensiones colonialistas (Bourriaud, 15) Esta recomposición de lo moderno pretende una modernidad que, lejos de ser un calco de la anterior, se haga eco de la problemática actual. La Altermodernidad 47 habría así de sentar sus bases a partir de la globalización (la primera modernidad fue exclusivamente occidental) pero sin caer en su uniformización. Vendría a ser, entonces, la síntesis mejorada de los intentos anticolonialistas posmodernos, una globalización no alienante sino diversa y el pensamiento fuerte. Ya hemos señalado que los cultural studies resultaron cruciales para combatir los viejos totalitarismos, el eurocentrismo o el falocentrismo. No obstante, la mejor voluntad anticolonialista y la alteridad que los inspiró no quedó a salvo de determinados “efectos perversos”. Si la cortesía estética posmoderna evita los juicios para no herir al otro, también puede representar una “versión excesiva del multiculturalismo” –que sustentada por “buenos sentimientos” considere a– “los artistas no-occidentales como invitados […] y no como verdaderos actores de la escena cultural” (Bourriaud, 28-29). El resultado: un “colonialismo al revés, tan cortés y aparentemente condescendiente cuanto violento y negador fue el precedente” (28-29). Desde tal perspectiva, el discurso post-colonial “resulta hoy hegemónico”, al inscribirse en la ideología identitaria posmoderna. De algún modo, y para que esta cultura emergente “pueda nacer de las diferencias y singularidades, en lugar de alinearse en la estandarización vigente, tendrá que desarrollar un imaginario específico y recurrir a una lógica totalmente distinta de la que preside la globalización capitalista” (Bourriaud, 17). En esta pugna por lograr tal imaginario se reabre el debate en torno a la LI y sus tensiones. Herramienta socio-literaria de autorreflexión y desfamiliarización y puerta de acceso al imaginario compartido, el libro para niños se sitúa en el epicentro de una compleja espiral. Objeto cultural y pedagógico, habitante simultáneo del canon y la periferia, diríase que la LI participa más que nunca de la antigua dialéctica entre la perpetuación de lo hegemónico y su transformación o subversión. La relación tensional entre paradigma dominante y emergente (De Sousa Santos, Even-Zohar, etcétera…), margen y centro, imaginario instituyente e instituido (Castoriadis), razón e imaginario creador (Durand) se intensifica en su dimensión “centáurica”. Como respuesta, las maneras modernas, posmodernas y altermodernas confluyen en un espacio cuyo análisis excede estas páginas. Entre los intentos de un mundo mejor y el imaginario dominante, el complejo fenómeno de la actual LI se manifiesta en discursos atravesados por los tres eones, al tiempo que habita simultáneamente el centro del mercado y la periferia de la teoría y la crítica –mediata e inmediata– literarias. En esa vocación de encuentro en que alegoría posmoderna y metonimia moderna hallan un espacio común, entendemos que la hermenéutica analógica (HA) 48 de Beuchot Puente brinda una geografía a medio camino (no siempre equidistante, pues como afirma el autor toda interpretación tiende más hacia lo subjetivo) entre equivocismo y univocismo. En su búsqueda tras la “justa proporción”, el padre de la HA previene contra todo exceso: Cansados del racionalismo y el cientificismo, la hermenéutica se ha ido al extremo del relativismo y el subjetivismo. Es decir, por huir del paradigma de la univocidad, se ha deslizado al paradigma de la equivocidad. Proliferan las hermenéuticas relativistas, equivocistas, en las que casi todo se vale (sic), en las que casi cualquier interpretación es válida […]. Por eso conviene encontrar un punto medio […] una hermenéutica analógica, que nos haga interpretar desde un lugar diferente la mera univocidad y la mera equivocidad (Beuchot Puente, 8-9). Desobediente al absolutismo objetivo, pero sin caer en el caos interpretativo, la HA tiene una voluntad de equilibrio que, en nuestra opinión, la convierte en una episteme “post-posmoderna”. No en vano propone una integración entre paradigmas y disciplinas que representaría la era altermoderna y la transdisciplinariedad. En la búsqueda hacia un imaginario altermoderno, se define como apropiada metodología, pues lo imaginario requiere de interpretación, por eso es objeto de la hermenéutica. Y, ya que lo imaginario es complejo y rico, no puede contentarse con una hermenéutica unívoca, que intente reducir lo imaginario a lo conceptual, pues así lo empobrece. Pero tampoco puede contentarse con una hermenéutica equívoca, que lo disuelva en un sinfín de significados inaprensibles. Por eso se hace necesaria una hermenéutica que vaya más allá de la univocidad y la equivocidad, […] una hermenéutica analógica (Beuchot Puente, 87). En su aplicación de la hermenéutica al hecho literario, Romo Feito se refiere a la disciplina interpretativa como “fenomenología del entre” pues manifiesta la distancia, el entre que se interpone entre los textos y nosotros. Así, la hermenéutica no sería “otra cosa que tomar conciencia de ese entre, un reflexionar sobre sus implicaciones” (Romo Feito, 18). Consideramos, pues, que, el proceso interpretativo sería algo así como desandar el camino del extrañamiento emprendido por el autor. Si hacer uso del lenguaje literario consiste en plasmar (interpretar y crear) una realidad extrañada (una desautomatización del lenguaje de uso común), la hermenéutica vendría a ser un proceso en sentido inverso. Esto es, ir desde el extrañamiento inherente al lenguaje poético hasta una interpretación no extrañada, cotidiana, del mismo. 49 En nuestra opinión, todo autor de LI que atienda a su receptor ha de buscar el camino para un extrañamiento no necesariamente infantil, pero sí que consiga conectar con el niño. Esto exige una interpretación del mundo diferente; una mirada extrañada, cuando menos, distinta a la del texto para adultos, y capaz de situarse en esa frontera entre lo racional y lo intuitivo, la desautomatización y la adecuación, que precisa el discurso literario infantil. Beuchot Puente insiste en un equilibrio que, según la tesis aquí expuesta, sería santo y seña del imaginario propio de la cultura emergente. Defendiendo la capacidad de la HA para rescatar la carga afectiva que hay en el imaginario, adjudica al propio Castoriadis una “postura analogista” –cuando– “habla de buscar algo intermedio, un eclecticismo diferente, abierto sin caer en la ‘filosofía débil’, y que tenga y exija coherencia, sin aspirar a la rigidez del axiomático” (99). Consideramos que en esta tarea se impone dar con un lenguaje capaz de atender a las nuevas demandas. Si Bourriaud propone una red global en la que el arte, liberado de toda cadena teórica o estética, se independice de su propia cultura, Juarroz evoca el potencial de unión y encuentro de un lenguaje transdisciplinario. Su acceso exige, eso sí, superar la separatividad de los lenguajes disciplinarios, el miedo a no ser reconocidos y el “temor de los investigadores”. Sólo así la investigación y la creación podrán encontrarse y dialogar. 4. Transdisciplinariedad y complejidad del objeto de estudio En respuesta a la necesidad de crear nexos disciplinares, a mediados del siglo XX surgieron diferentes aproximaciones a la pluridisciplinariedad y la interdisciplinariedad, términos que parece pertinente explicar para entender lo transdisciplinar. A la pluridisciplinariedad “concierne el estudio de un objeto de una sola y misma disciplina por varias disciplinas a la vez. Dicho de otra forma, el avance pluridisciplinario desborda las disciplinas pero su finalidad permanece inscrita en el marco de la investigación disciplinaria” (Nicolescu, 37). En cuanto a la interdisciplinariedad, su ambición es “la transferencia de métodos de una disciplina a otra“ (37), pudiendo distinguirse tres grados según el autor: de aplicación, epistemológico y de engendramiento de nuevas disciplinas. De este modo, y al igual que la anterior, desborda las disciplinas, si bien su finalidad sigue inscrita en la investigación disciplinaria. Finalmente, y en un contexto complejo y altermoderno como el nuestro, llegamos al universo de lo transdisiplinar, cuyo prefijo indica “que está a la vez 50 entre las disciplinas, a través de las diferentes disciplinas y más allá de toda disciplina” (Nicolescu, 37). Su objetivo es, por tanto, comprehender el mundo desde una unidad del conocimiento y, por ende, ésta tiene como característica el ser compleja. De lo anterior se desprende que en el actual contexto altermoderno, la transdiciplinariedad puede ser el camino para abordar un objeto de estudio multidimensional como la literatura infantil, cuya complejidad es inherente tanto al sustantivo como a su adjetivo. Asimismo, y en la búsqueda de un equilibrio que integre las tendencias equivocistas posmodernas y el rigor univocista moderno (analógico en fin), la transdisciplinariedad parte de un planteamiento epistemológico flexible, que en franca huida de las tiranías positivistas no elude sin embargo la especificidad de las disciplinas y sus métodos de sistematización. Se trata, en suma, de hallar la prudencia (la phrónesis aristotélica) y aprender del pasado: esto es, integrar los saberes y los paradigmas moderno y posmoderno. Con “una clara conciencia de la extrema complejidad del dominio de conocimiento que es la realidad social que llamamos literatura” –Chicharro reconoce– los diversos paradigmas en que se asienta hoy el saber literario (semiológico, sociológico, psicoanalítico, fenomenológico), así como la necesidad de poner en diálogo teórico dichos paradigmas para procurar avanzar cualitativamente en el proceso de construcción de un saber complejo de lo que es una realidad [...] sumamente compleja (41). Reiteramos que tal complejidad se multiplica exponencialmente al incorporar a lo literario el calificativo infantil. Por ende, la ecuación cobra su sentido en esa transdiciplinariedad que no sólo atraviesa las disciplinas, sino que va más allá de todas ellas y cuya construcción y recepción del conocimiento se sustenta en una relación interactiva entre las áreas del saber. Además de instrumento de socialización y puerta de acceso al imaginario compartido, la LI “es antes que nada un hecho de creación estética que hunde sus raíces en los mismos elementos que determinan ésta” (Morales Lomas y Morales Pérez, 31). Partimos, pues, de un objeto “híbrido”, cuyas líneas maestras están marcadas por un receptor muy particular. Es, por tanto, necesario abordar el estudio de la LI desde bases sistémicas y vinculantes, y parámetros metodológicos atentos a esa transdisciplinariedad de la que parte y participa. Como ya hemos expuesto, tales bases sistémicas e interactivas eluden toda tentación equivocista, pues complejidad no es sinónimo en absoluto de equivocidad o desorden (de ahí la insistencia en el carácter analógico 51 de la transdisciplinariedad y la necesidad de una hermenéutica analógica como proceso metodológico). Dicha nueva cultura se interna en el universo de “lo trans“ (transdisciplinar, transgresor y transespacial o radicante). 5. LI, calidad literaria e ideología En la actualidad, las dialécticas pedagogía/calidad literaria, alta y baja literatura, placer lector o texto canónico... parecen estar superadas por la teoría didáctica y literaria infantil. No obstante, en la práctica continúan protagonizando muchas tensiones en el aula. Prueba de ello es ese utilitarismo curricular al que aludíamos más arriba, el cual se sigue detectando en maestros y estudiantes de Educación, mediadores actuales y futuros entre la literatura y el menor. Croce, quien rechazaba el arte adjetivado, negaba la existencia de una literatura infantil, pues entendía que niños y niñas eran incapaces de valorar una obra artística. La recepción se limitaba, por tanto, a un mero proceso denotativo exento de toda connotatividad y extrañamiento poéticos. Carandell, Rico, incluso Juan Ramón Jiménez y Rafael Sánchez Ferlosio consideraban asimismo el hecho literario infantil como una falacia. De un modo u otro, los detractores de éste basaban en la competencia estética la consideración de obra de arte, entendiendo que la simplicidad del lenguaje, tema, estructura, etcétera, de los textos infantiles suprimían toda posibilidad de literariedad. A nuestro entender, y como demuestran autores como Leo Lionni (Pequeño azul; pequeño amarillo; Frederick), Tomi Ungerer (El hombre de la luna; El hombre niebla...), Eric Carle (La pequeña oruga glotona) o Peter H. Reynolds (El punto) –por poner algunos ejemplos de clásicos contemporáneos–, calidad literaria y adecuación al mundo infantil no se excluyen en absoluto. La responsabilidad del autor infantil radica, precisamente, en no renunciar a ninguna de ellas, creando obras que cumplan los requisitos literarios sin sacrificar (y aquí nos ceñimos a la narrativa) la sencillez de estructura y narración; la unidad espacio-temporal; la escasez de las descripciones; una cronología lineal; la reducción o supresión de historias secundarias; la simplificación de personajes; un vocabulario accesible; unidades temáticas breves; una importante carga afectiva; la colaboración texto-imagen; adecuadas dosis de cotidianidad y fantasía, etcétera; características todas ellas de la LI. Se trata, en suma, de “promover en el niño el gusto por la belleza de la palabra, el deleite ante la creación de mundos de ficción” (Merlo, 78), apuesta que enfatiza la dimensión estética de la “obra artística destinada al público infantil” [el subrayado es nuestro] (Bortolussi, 16). 52 En este sentido, y en medio de la intrincada selva de editoriales y obras infantiles que en la actualidad pueblan bibliotecas y librerías, editoriales (independientes las más de las veces) luchan contra viento, merchandising y paraliteratura para defender la calidad de las obras para niños. Ahí están, para refrendarlo, escritores como Iban Barrenetxea (El cuento del carpintero, El único y verdadero rey del bosque, Benicio y el prodigioso náufrago); Pinto y Chinto (Cuentos para niños que se duermen enseguida); Arturo Abad (Taller de corazones); Stian Hole (con su exitosa serie Garmann); Clotilde Bernos (Yo, Ming); Javier Sobrino (El hilo de Ariadna, El lugar más maravilloso...); Shaun Tan (El árbol rojo); Jimmy Liao (La noche estrellada, El pez que sonreía, Esconderse en lugar del mundo; Abrazos...); o la también ilustradora Raquel Díaz Reguera (Azulín azulado, Un beso antes de desayunar, Yo voy conmigo, La chistera del Doctor Petrov...); por citar algunos nombres de la actualidad cuyo lirismo y sensibilidad literaria denotan un profundo respeto por sus destinatarios. De otra parte, y más allá y más acá del secular debate en torno al canon (eurocentrista, masculino, heterosexual, blanco y colonialista), está de más insistir en que ningún discurso es inocente. Pero si esto es aplicable a los textos para adultos, es susceptible de adquirir ciclópeas dimensiones en los libros para niños. Prueba de ello fueron aquellos “catecismos” del ciudadano impulsados por la burguesía del siglo XIX, sus exemplas y tratados de príncipes o las vidas de santos que aún leían los niños de la España franquista. Evidentemente, el potencial de adoctrinamiento no ha sido ignorado por los totalitarismos modernos: desde la socialista Teoría del Reflejo hasta una censura franquista que exigía relatos “edificantes”, las actitudes de los diferentes regímenes hacia la LI dan cuenta de su papel no sólo socializador, sino también prescriptivo y transmisor de valores imperantes. Según Jameson, toda creación literaria se forja en un entorno político, y ha de leerse atendiendo a sus circunstancias socio-económicas. Frente a las tendencias más atomistas de la Teoría Literaria, que abogan por aislar la obra singular convirtiéndola en objeto único y suficiente de estudio (el caso más radical del inmanentismo es el New Criticism), corrientes como el estructuralismo, el neomarxismo o la estética de la recepción contribuyeron a rectificar la soledad a la que había sido condenado el texto. Hoy, no deja de ser una ingenuidad neorromántica concebir la obra como el fruto cuasi exclusivo de un individuo creador. La literatura es un discurso histórico y una práctica que, aunque no quede plenamente derogada en el hecho ideológico, no deja de reflejarlo, encauzarlo y nutrirlo. Es el texto y su circunstancia (término marxista antes que orteguiano), el cual vive, como toda comunicación, sujeto a las relaciones con los paradigmas dominantes, ya sea en el centro o en esa constante interacción entre los márgenes y lo hegemónico. 53 La literatura (y más, si cabe, la infantil), como la historia y el lenguaje, pierden en el materialismo dialéctico todo atisbo de inocencia: ni la una ni los otros pueden permanecer ajenos a los discursos, a los métodos productivos y, por ende, a los paradigmas imperantes. De más está decir que los modelos africanos y americanos apuntados por autores como De Sousa y su teoría de los paradigmas emergentes, así como sus enseñanzas sociales y afectivas (los cuales servirían de contrapeso a la post-industrialidad occidental, el neoliberalismo y el capitalismo de producción, de consumo o funeral, en terminología de Verdú), quedan excluidos. Por su parte, y si nos atenemos a algunas tendencias de la crítica literaria en torno al inmanentismo, bien podría parecer que las manifestaciones literarias producidas por las distintas épocas (más allá o más acá incluso del lansonismo y sus trabajos de contextualización), perpetúan una suerte de pureza de la disciplina. En ella, un estadio cercano al limbo daría lugar a los frutos espontáneos, casi infusos, de autores que nacen, crecen y crean en medio de una extraña asepsia: la nada social y política. Por el contrario, y más allá de todo historicismo y exceso materialista, la dialéctica propone una reflexión histórica y social como totalidad, la red de totalidad en la cual y desde la cual analizamos, pensamos y sentimos. Esto puede ser cuestionable, pero no por ello deja de esclarecer muchas de las claves de nuestro pasado y presente literario y social. El texto literario se revela entonces no como fragmento esencial de la sociedad (“una parte del mundo social”, en palabras de Said) sino como su consecuencia. Es, pues, el centro y su pensamiento hegemónico el que la define, discurso encrático en el que se registran los códigos de la teoría del canon cultural y sus controversias; paradigma dominante, en suma. Como ya mencionáramos, no son pocas las voces que denuncian la condescendencia con que la Posmodernidad mira a las “otras literaturas”, como si las eximiera de una auténtica exigencia artística o de pensamiento. La no horizontalidad de tales propuestas (que a priori denota una posición de “superioridad occidental”), sería una vez más la dirección que define el proceso de emisiónproducción-recepción literario. Tal situación adquiere un matiz, cuando menos diferente, en la LI, al sumar esta una nueva verticalidad: la de adulto-infancia se añade a la de eurocéntricocolonial o exótico; gran mercado editorial-propuesta alternativa, etcétera. En este sentido, Bourriaud considera que la noción posmoderna de “hibridación cultural” […] fue en realidad una máquina de disolver cualquier singularidad verdadera bajo la máscara de una ideología‚ multiculturalista (11-12). La “supuesta diversidad cultural” –sería– “el reflejo invertido de la estandarización general de los imaginarios y las formas” (11-12). 54 6. ¿Espacio libre y (neo)subversivo? Desde la afirmación lansoniana de que el arte tiene éxito porque se halla situado en las mismas coordenadas colectivas que las de quien lo recibe, a la dialéctica marxista, muchas son las teorías próximas a la sociología literaria que señalan su carácter de sujeto social, partícipe de un determinado estado colectivo de conciencia. Más allá del determinismo radical, convenimos con Beuchot Puente en la posibilidad de un territorio “libre”, donde un artista en constante “pugna o dialéctica entre su libertad y la determinación que le impone su momento histórico” (67), puede hallar su particular túnel por el cual escapar de sus condicionamientos. De no ser así, ¿dónde quedaría la innovación, el genio creativo, la luz casi visionaria de algunas obras? En este sentido, nos aventuramos a decir que muchos de los grandes autores de la LI de todos los tiempos parecen haber encontrado en su labor literaria esa suerte de paraíso: un lugar –ya sea en un planeta lejano, al otro lado del espejo o el armario, en el país de nunca jamás o en ilustraciones que retratan un lugar de ensueño– en el que dejar que la creación se imponga, y donde la imaginación se revela como la auténtica cartografía para regresar a la infancia –o permanecer en ella. Es en el edén de la niñez y sus nostalgias (las perdidas o las no vividas, pues muchos de los grandes autores comparten biografías de infortunio) donde parecen encontrar el espacio en el que ser ellos mismos, no sólo como creadores sino también como individuos felizmente desinhibidos y libres. La falta de límites propia de la fantasía infantil se convierte en el lugar en el que es posible escapar a toda norma y subvertir la realidad. Frente a los peligros del dirigismo y la castración (emocional, ideológica, social...) encarnada en ciertos textos “pseudopedagógicos” y profundamente normativos, se alza así la potencia subversiva, liberadora y utópica (con lo que esto tiene de altermoderna o moderna reflexiva) de toda LI que trascienda la tentación del adoctrinamiento. En su revisión por algunos de los clásicos infantiles de la literatura anglosajona, Lurie reflexiona sobre esta faceta subversiva y contestataria de ciertos libros para niños. Si bien reconoce la tendencia de la “literatura infantil normal y corriente” a afianzar el statu quo, la autora reivindica la capacidad de la LI para cuestionar los valores de los adultos, burlarse de sus instituciones, inducirnos a desobedecer y poner, en fin, patas arriba los paradigmas sociales dominantes. Tom Sawyer, la Jo de Mujercitas, Alicia o Peter Pan se debaten entre el consenso y el disenso social, para poner en entredicho las ideas vigentes y dar un toque a ese “niño imaginativo, interrogante y rebelde que todos llevamos dentro” (Lurie, 13). 55 Barry, Carroll, Nesbits, Tolkien o Potter (sin olvidar las versiones originales de unos cuentos de hadas después distorsionados) desfilan por las páginas de este ensayo en torno a la LI como espacio subversivo, como autores impelidos a “cambiar el orden establecido en vez de apoyar los valores de su época o sus tradiciones” (14). Tras la Segunda Guerra Mundial, la crisis de valores y el desencanto de una sociedad profundamente dolorida desembocan en dos corrientes neosubversivas: de un lado, el neorrealismo o realismo amargo; de otro, el neorromanticismo o resurgir de la fantasía y la imaginación como creadora de universos paralelos. Ambos “neos-” son distintas caras de una misma respuesta: el intento de aprehender desesperadamente un mundo golpeado por la violencia y el desequilibrio. Guerrero, quien contrapone literatura didáctico-moralizante y literatura creativa, no duda en identificar con esta última las dos modalidades neosubversivas. Así, y frente a la literatura de la mercadotecnia que instrumentaliza el texto, otra literatura, más propia de las editoriales humildes que de los grandes lobbies del mercado libresco, pugna por un lado por “despertar la conciencia del lector, señalar lo difícil que es la existencia, advertir los peligros que vive la humanidad” –y, por otro, por favorecer– “la fantasía y el énfasis en los valores, así como la educación para la paz” (Guerrero, 86). De este modo, junto a éstos es posible encontrar títulos como Una flor de repuesto para mamá, de Rebeka Elizegi, donde se trata el cáncer de mama; Marta dice ¡no!, de Cornelia Franz y Stefanie Scharnberg, sobre el abuso infantil; y numerosos títulos en torno a la muerte (en nuestra opinión, uno de los mejores es la revisión de la historia tradicional anglosajona Jack y la muerte, de Tim Bowley y Natalie Pudalov), el autismo, el alzheimer, el trastorno bipolar, la guerra, etcétera, por nombrar algunas de las temáticas que tratan de explicar y despertar conciencias. Tanto neorrealismo como neorromanticismo nos retrotraen a sendos eones epocales, en los que lo sincrónico y lo diacrónico se dan, una vez más, la mano. Ambos conceptos traspasan las diferentes épocas (es evidente que las fechas y los movimientos responden a una función propedéutica), como corrientes atemporales y propias de todas y cada una de las épocas. Si bien en diferente medida y matices, tales eones se revelan independientes de los límites cronológicos, como pensamientos inherentes a autores y hechos artísticos, culturales en su sentido general, ahistórico y arquetípico. De algún modo, fantasía y realidad corren en una dialéctica permanente y acrónica. En las sociedades post-industriales, la LI “inició una nueva andadura para adecuar su propuesta literaria y educativa” –que la llevaría– “hasta terrenos no transitados con anterioridad” (Colomer, 143). La experimentación de los libros 56 infantiles dio lugar a una modernización que, tal y como constata la autora, cristaliza en los años sesenta y en los ochenta, para remansarse aparentemente en los noventa y regresar de nuevo con el cambio de siglo: “[…] los valores transmitidos por los libros cambiaron sustancialmente […]; el mundo reflejado en las obras actualizó su imagen para hacerla corresponder con los cambios sociológicos y con las nuevas preocupaciones sociales” (143). Por su parte, los años setenta reivindicaron “una actitud vitalista que acentuaba el derecho individual a la libertad y el placer, en contraposición al sometimiento resignado a las jerarquías sociales” (Colomer, 147). Se trataba de una literatura progresista y comprometida, antiautoritaria, que daba voz a temáticas hasta entonces vedadas al público infantil. Una sociedad convencida de que sus menores habían de enfrentarse a la complejidad del mundo comenzó a romper el silencio en el que los había envuelto. Pero las nuevas tendencias realistas no desbancaron una fantasía con vocación liberadora, que defendía la imaginación, el humor y el cuestionamiento de la norma como denuncia y búsqueda de nuevos modelos socio-culturales. Tal perspectiva no era nueva en la LI, pues, como señala Lurie, la subversión subyace a la mejor literatura fantástica. Pero había una diferencia notable: en esta carrera hacia la transgresión, el neorromanticismo y la nueva fantasía no solían volver ahora, como lo hicieran sus predecesores, a la normalidad. Pinocho, Alicia o Peter Pan, por poner algunos ejemplos, regresan finalmente a la realidad conocida; no así los relatos neosubversivos de las últimas décadas. Así lo hace notar Guerrero, quien contrapone la Alicia de Lewis a la Caperucita de Martín Gaite como representantes de ambas tendencias, en tanto que será Robinson Crusoe y El Señor de las Moscas, cruel robinsonada posmoderna, el binomio que encarne el realismo moderno y el neorrealismo posmoderno respectivamente. En el intento por combatir el establishment imperante, obras surgidas al amparo de los ideales de mayo del 68 hicieron su particular apuesta por las libertades desde la vindicación de la rebeldía. Títulos como ¡Sécame los platos! (de Kurt Baumann y Michael Foreman 1977) o La conejita Marcela (1979), de Esther Tusquets y María Hergueta, mostraban una actitud abiertamente inconformista, cuya apuesta era la transgresión de los límites. En el primero, por su enfrentamiento a la autoridad paterna; en el segundo, por el cuestionamiento de las normas discriminatorias, impuestas por sociedades (la blanca primero, la negra después) impulsoras de la sumisión o el dominio. Con sus ojos bizcos y su actitud aparentemente “insolente”, la pequeña Marcela se niega a mirar hacia abajo y ser dominada, del mismo modo que rehúsa mirar por encima y someter al otro. El libro álbum, recientemente reeditado, es una invitación a transgredir normas absurdas, alentado por la subversión y el convencimiento de que otro mundo es posible. 57 Rodari, el gran pedagogo y escritor italiano, es asimismo otra muestra de inconformismo, anticonsumismo y antiautoritarismo sesentayochista que sigue siendo publicado y leído con asiduidad (Cuentos por teléfono, que sobrepasa el medio siglo, ha sido por ejemplo reeditado recientemente en España). Con todo, y a pesar de los intentos de subversión, la espiral es susceptible de prolongarse hasta el infinito, pues la ideología y los debates sobre lo que es pseudopedagógico y lo que no, continúa implícita (y la neosubversión no está exenta) en todo intento interpretativo de expresión infantil. Tanto es así que la tensión entre ideología y calidad literaria no ha dejado de sobrevolar la LI. La pregunta ya la formuló White: “¿podemos alguna vez narrar sin moralizar?” (39). En la década de los noventa del pasado siglo, Rico ponía el acento en los riesgos de una nueva censura, perfectamente adaptada a los cánones “bienpensantes” de las sociedades post-industriales. Valores típicamente posmodernos como la tolerancia, el respeto, la paz, el género o la multiculturalidad (por no hablar de los destinados a salvaguardar el bienestar psicológico e intersticial del niño en el relato intimista), sustituían en su opinión a los antiguos preceptos morales. En la actualidad, la literatura infantil europea vindica temáticas y propuestas formales que tratan de escapar a las tendencias edulcorantes de cierta LI. Fieles a la tradición de escritores como Dahl, en cuyos Cuentos en versos para niños perversos Caperucita acaba matando al lobo y usando su piel como abrigo, subvierten las versiones tradicionales y las reinventan. El sentido de la fábula, cuyos finales estaban lejos de ser blandos, se impone en obras como La tortuga Todovabién, de David Acera y Nanu González, y en la que la insolidaridad e indiferencia acabará en sopa de tortuga. De otra parte, relatos como Lola se embala y otros cuentos terribles, de Wilfried Von Bredow y Ankhe Kuhl, revisitan el Struwwelpeter de la tradición alemana, con historias “aleccionadoras” que no se ahorran los crudos finales, pero sin perder de vista ese toque un tanto gamberro y transgresor de lo mejor de la literatura antiautoritaria cargada de humor. Por su parte, libros álbum como Barnie, de Sonja Bongaeva, ¡Cómetelo todo!, de Mar Benegas y Mariona Cabassa, o Para nada sucias, de Manuela Olten, invitan a cierta desobediencia desde la ironía amable y los tintes subversivos. Conclusiones Al utilitarismo curricular que aqueja a la LI se une, cómo no, el económico. Como ya sucediera con los intentos moralizadores, ésta no ha escapado a las poco sutiles pero eficaces redes del consumo. Si el niño receptor debiera ocupar el centro del 58 proceso comunicativo, siendo por tanto el eje de los pasos productivos y creativos, comprobamos que no son sino los grandes lobbies editoriales, emisores en última instancia del libro como producto masivo, quienes deciden qué y cómo han de leer los niños (incluso en la escuela). A la realidad del texto como producto se suman las tensiones derivadas de la transmisión de los paradigmas hegemónicos y el debate sobre la (im)posibilidad de escapar del dirigismo y una pseudopedagogía más o menos visible. En un mercado en alza, que vuelca todo su despliegue en catálogos, merchandising y otras argucias paratextuales extraliterarias, encontramos un amplio surtido de fuegos de artificio, encaminado a que los desorientados padres acaben comprando cuanto más (y más caro) mejor. Libros con olor; libros que se ven en la oscuridad; desplegables libros en tres dimensiones; libros-granja; libros-juego; libros estimulantes y otros no tanto; libros que en muchas ocasiones dejan de ser libros para convertirse en otra cosa; libros no libros que desde los estantes de librerías y supermercados lanzan una pregunta a teóricos y pedagogos: esos productos inclasificables ¿serán un gancho para atraer futuros lectores o los alejarán del convencional, simple libro en dos dimensiones y negro sobre blanco?... El mercado construye bien su máxima: para el niño, pero sin el niño. Pero, sorteando las visiones apocalípticas, es necesario subrayar que los avances en materia didáctica han ido de la mano de una nueva LI, la cual ha dado lugar a exitosos resultados que adecuan los libros a la evolución infantil y sus capacidades lectoras y cognitivas. En este sentido, es necesario insistir en que tanto la creación como una investigación transdisciplinar de las últimas décadas, ha obtenido frutos certeros, que frente a toda la caterva de productos puerilizantes y de escasa calidad destinados a prolongar la infancia (como diría Rico), ofrecen a los mediadores apropiadas herramientas en la dotación de los hábitos y capacidades literarias. Más allá de otros que no sobrepasan la condición de agentes de socialización (incapaces por tanto de ese lenguaje connotativo y poético que se espera de la literatura), muchos creadores y editores pugnan por dar a la infancia su derecho al goce y calidad estéticos. Esto no es óbice para que continúe subyaciendo, no obstante, la cuestión de la toma de posesión, por parte de los paradigmas imperantes, de las lecturas infantiles. Asimismo, y junto con la necesidad de modelos que primen lo socio-afectivo y el sentido común por encima de lo científico, cabe preguntarse dónde quedan las nuevas formas de conocimiento y ecología cognitiva propugnadas por autores como De Sousa, así como su relación con los intentos de subversión y transgresión de la LI. No deja de ser significativo que la cultura emergente y las nuevas utopías se consoliden con fuerza en una crisis que más de un pensador ha comparado con 59 la Tercera Guerra Mundial e incluso con el Apocalipsis. La reflexión teórica y la creación literaria, que suelen ir de la mano, suscitan posturas que, a pesar de encuentros y desencuentros, posturas y contraposturas, tratan de hacer converger polaridades difíciles, pero potencialmente reconciliables. Las buenas intenciones posmodernas que inundaron la literatura en general y la LI en particular han sido a veces un pobre intento de habitar los márgenes de una sociedad perpetuadora de los paradigmas dominantes. Mientras los estudios postcolonialistas asumieron la otredad y la vindicación de una visión igualitaria, la sociedad postindustrial apostaba por el neoliberalismo, el individualismo y la competitividad. En esta disonancia de comunidades a caballo entre las prácticas del capitalismo más radical y las teorías de los cultural studies y la cultura de paz, la neosubversión se alzó como un intento en el que las nuevas sociologías (como las del afecto de De Sousa) y la atención a otras miradas se revelaban (y rebelaban) como alternativa al occidentalismo y sus paradigmas. Tales intenciones no siempre han desembocado, sin embargo, en una auténtica transgresión de los límites eurocentristas, los cuales han impedido a los márgenes tener una voz propia y capaz de ir más allá de ciertas actitudes “políticamente correctas”. Si la solución a la adversidad es la mirada emergente hacia una diversidad real (altermoderna) y la asunción de una socialización afectiva basada en la autorreflexión, las nuevas ecologías cognitivas, el diálogo entre las formas de conocimiento, el empoderamiento real de las voces silenciadas y los márgenes, la unidad como fin de las disonancias entre la teoría y la práctica social... bien pueden tener un importante aliado en una literatura unificadora (ese nuevo mundo que los artistas tienen la tarea de imaginar a partir de una globalización no homogeneizadora sino liberadora). Tal es la visión cuasi idílica de ese mundo por venir, en el que un nuevo estado de cosas sólo devendrá, según los modelos literarios antiautoritarios y comprometidos, de modos distintos de entender la realidad, universales y desmarcados del monopolio científico. La palabra vehicula nuestra aprehensión del mundo. Por tanto, es en esta búsqueda de un nuevo imaginario altermoderno que la LI, como obra estética pero también instrumento socializador e introductor al imaginario, conserva su papel en la consecución de un mundo mejor. Consideramos que desde ella y su reflexión epistemológica y ontológica es posible la creación de un tejido transdisciplinar y transfronterizo, que interprete hermenéutica y analógicamente esta segunda Modernidad de pensamiento fuerte, pero sin caer en los errores pasados de los totalitarismos y la intolerancia. En esto pueden residir, asimismo, algunos de los principios para acabar con el desencanto posmoderno. Tales presupuestos pa60 san posiblemente por el equilibrio entre pasado y presente, paradigma moderno y posmoderno, centro y periferia. Por otro lado, y teniendo en cuenta el presente clima social, no está de más reflexionar sobre cómo las viejas utopías modernas reaparecen, en manifestaciones empeñadas en hacer digerir a golpe de idealismo la estética de pesimismo que preside la época. Puede que se deba a que los escenarios de la LI actual y los paradigmas emergentes se construyan con la argamasa de la utopía y los ladrillos del desencanto. O quizá sea la valentía del náufrago la que nos hace seguir buscando nuevos paradigmas sociales, educativos y artísticos, en los que hallar nuevas propuestas literarias y pedagógicas, o viceversa. La altermodernidad, en fin, como la literatura, es tiempo y espacio de utopías. • Bibliografía Abad, Arturo. Taller de corazones. Ilustrado por Gabriel Pacheco, OQO Editora, 2010. Acera, David. La tortuga Todovabién. Ilustrado por Nanu González, Takatuka, 2014. Baumann, Kurt. ¡Sécame los platos! Ilustrado por Michael Foreman, traducido por Juan R. Azaola, Altea Benjamin, 1985. 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