El regreso del animismo1
Teresa Castro
“El regreso del animismo” es quizás un título intrigante que recuerdan los orígenes de este término durante muchos años escrupulosamente evitado por la
antropología: la discusión, por el intelectual inglés Edward B. Tylor, de las creencias
de los “pueblos primitivos” en su libro de 1871 La cultura primitiva2. El animismo
designaba entonces la creencia de que un gran número de entidades no humanas
poseen un alma. De acuerdo con el contexto evolucionista que dominaba la antropología cultural, el animismo sería la primera etapa de la religión, antes del politeísmo y el monoteísmo, y caracteriza a los pueblos clasificándolos como “salvajes” o “
poco civilizados”.
Las teorías de Tylor encontraron un enorme éxito, dominando durante casi
medio siglo las investigaciones de antropólogos, sociólogos e historiadores de las
religiones e influyendo en dominios como la psicología y el psicoanálisis. El propio
Freud (gran lector de Tylor) discutió el animismo del niño y del neurótico, naturalizando la oposición entre lo arcaico y lo civilizado, que en el campo de la psicología
se convierte en el enfrentamiento entre lo patológico y lo normal3. A principios del
siglo XX, la asimilación entre el loco, el primitivo y el niño conoce un desarrollo
importante: todos encarnan figuras de la alteridad que desafían la “razón lógica”. Sin
embargo, a mediano plazo, la asociación entre el animismo y el evolucionismo llevó
a la condena de este término. A partir de la Segunda Guerra Mundial, y en el campo
de la antropología, la noción de animismo se vuelve poco frecuente.
Durante varios años el animismo ha estado regresando. La noción reapareció,
ante todo, en el campo de la antropología gracias a las obras –en sí misma muy distintas– de diferentes antropólogos: el francés Philippe Descola, el brasileño Eduardo
Viveiros de Castro, el británico Tim Ingold y el estadounidense de origen ecuatoriano Eduardo Kohn, por citar sólo cuatro nombres cuyos aportes están reconfigurando radicalmente la antropología contemporánea. Según la definición sintética de
Descola, el animismo consiste en la “imputación por parte de los humanos a los no
1 Traducción de Sebastian Wiedemann.
2 Tylor, E. B. La Civilisation primitive. París: C. Reinwald et Cie, 1876 [1871].
3 Sigmund F., Totem et Tabou. París: Payot, 2001 [1913].
humanos de una interioridad idéntica a la suya”4. Tal vez sea necesario añadir –en
particular para entender cómo el animismo constituye, según la tesis de Descola,
una fórmula ontológica entre otras fórmulas ontológicas– que los humanos y los no
humanos se diferencian gracias a sus cuerpos y no a sus “almas”. Según la ontología
animista, las interioridades (“almas”) de un ser humano, una planta y un animal son
idénticas. Pensando particularmente en las sociedades indígenas de la Amazonía,
Viveiros de Castro señalará que: “es sujeto quien tiene alma y tiene alma quien es
capaz de un punto de vista” y “quien se encuentra activado o agenciado por el punto
de vista”5. Las nociones de punto de vista y perspectiva son esenciales para Viveiros
de Castro, que reconoce en el animismo un primer cisma/esquizo de las manifestaciones perspectivistas propias de las sociedades amazónicas. Irreductible a nuestro
concepto actual de relativismo, este perspectivismo epistemológico tiene consecuencias radicales para las categorías de naturaleza y cultura: el multiculturalismo
occidental se opone así a un multinaturalismo amerindio. Para Tim Ingold (cuyas
obras ilustran lo que a veces se llama antropología fenomenológica), el pensamiento de la representación característico de la visión occidental (según la cual la exterioridad de la naturaleza es apropiada por el sujeto humano a través de símbolos)
es totalmente incompatible con la experiencia animista. Es decir, el animismo no
es una visión alternativa del mundo, sino la negación del postulado representativo
típicamente occidental que separa al sujeto perceptivo y pensante del mundo que
lo rodea. La experiencia animista corresponde a la inmersión de un organismo en
un mundo que también está vivo6. Finalmente, Eduardo Kohn propone, a partir de
su trabajo entre los Runas de la Amazonía ecuatoriana, una ampliación radical de la
noción de vida, apoyada parcialmente en la semiología de Peirce.7
4 Descola P. Par-delà nature et culture. París: Gallimard, 2005, p.183.
5 Viveiros de Castro, E. “Os pronomes cosmológicos e o perspectivismo ameríndio”, Mana, n. 2, v. 2,
p. 126.
6 Ver, en particular, Ingold, T. The Perception of the Environment. Essays in Livelihood, Dwelling and
Skills. Londres: Routledge, 2000.
7 Kohn, E. How Forests Think: Toward an Anthropology Beyond the Human. Berkeley: University of
California Press, 2013. “El animismo, la atribución de encantamiento a esos loci no humanos,
es más que una creencia, una práctica incorporada o una antítesis de nuestras críticas de las
representaciones mecanicistas occidentales de la naturaleza, aunque también es todo eso. Por lo
tanto, debemos indagar no sólo cómo es que algunos humanos llegan a representar a otros seres
y entidades como animados, sino también indagar, de manera más amplia, qué son estos que los
consideran animados” (pp. 72-73).
Animismo y teoría de la imagen
En el contexto contemporáneo, el retorno del animismo también se siente en otras
áreas. En el campo de la teoría y la crítica de las imágenes (entendidas aquí en un
sentido extendido), hemos visto desde hace varios años la multiplicación de trabajos que insisten en la fuerza vital de las imágenes –en su “eficacia” y “performatividad”, en sus “poderes” y “potencias”, en su capacidad de producir un pensamiento
propio– refiriéndose a lo que llamaré un animismo teórico. Una vez más, este animismo teórico se refiere a obras muy diferentes que no se reducen a la corriente de
los visual studies, ilustrada en particular por el famoso libro de W. J. T. Mitchell What
do Pictures Want?, cuyo título es, en sí mismo, un programa vitalista8. Según algunos
autores más escépticos, algunas de estas obras manifiestan una dudosa inclinación
antropomórfica (el antropomorfismo también se asocia con el animismo y el primitivismo), lo que lleva a lo que Emmanuel Alloa llama ventriloquismo: atribuir intenciones humanas a las imágenes.9 Sin embargo, si un hilo conductor reúne estas propuestas, no es el del antropomorfismo (sobre el que habría mucho que decir), sino
la idea de que las imágenes son artefactos performativos. El trabajo del historiador
de arte estadounidense David Freedberg, The Power of Images, esbozaba en 1989 el
proyecto de una historia de la reacción (response) frente a las imágenes. Freedberg
señalaba que las reacciones y creencias que despiertan (desde la adoración hasta
el éxtasis erótico, desde el fetichismo hasta la iconoclastia) se basan en la eficacia
y los efectos producidos por las imágenes.10 Aún más sugerente, el francés Louis
Marin propuso unos años más tarde, en Des Pouvoirs de l’image (1993), cuestionar
las “fuerzas latentes o manifiestas”, la “eficacia”, del “ser de la imagen”11. Si la cuestión
de las fuerzas de las imágenes se refiere a modalidades históricas y antropológicas
precisas (es decir, para poderes “reconocidos y sentidos” en diferentes momentos
y contextos), la misma constituye lo que Marin llama una “ficción teórica” que nos
obliga a volver a la cuestión primordial de qué es una imagen. La respuesta a esta
pregunta es que la imagen no es solo una representación, sino también una fuerza:
fuerza, primero, “de presentificación de lo ausente” y energía, luego de “auto-representación”, es decir, una forma de constituir e implicar al “sujeto que mira”.12
Los trabajos de Freedberg y Marin marcan un giro crítico complejo, multidisciplinar y heterogéneo que no describiré aquí exhaustivamente. Recordaré sólo la
8 Mitchell, W. J. T. What do Pictures Want? Chicago: University of Chicago Press, 2004.
9 Alloa E. (dir.). Penser l’image II. Anthropologies du visuel. Dijon: Les Presses du réel, 2015,
p. 29.
10 Freedberg, D. Le Pouvoir des images. París: Monfort, 1998 [1989].
11 Marin, L. Des Pouvoirs des images. París: Seuil, 1993, p. 10.
12 Ibid., p. 12.
contribución esencial de los medievalistas, cuyos trabajos han puesto de relieve las
modalidades históricas y antropológicas de las imágenes –muy diferentes de las
que conocemos hoy en día– fundadas en su potencia y funcionalidad vinculadas a
las prácticas devocionales y de culto. Del mismo modo, la contribución de la antropología del arte y, en particular, de Alfred Gell también fue importante. En su libro
póstumo Art and Agency (1998), Gell propone una teoría que inscribe los objetos de
arte y las imágenes dentro de una red de relaciones entre agentes que manifiestan
una cierta “agencia” (agency) o intencionalidad a través de la obra. Por un lado, su
propuesta relativiza la función estética de la obra. Dependiendo de las redes de
relaciones y de intencionalidades en las que se inscriben, los artefactos pueden o no
convertirse en obras de arte. Por otro lado, (y aquí se presenta la dimensión propiamente animista de su gesto teórico), se trata de:
[...] mostrar que las obras de arte, las imágenes y los íconos
deben ser tratados como personas en el contexto de una teoría
antropológica. Las imágenes son simultáneamente fuentes y
objetivos de agentividad social. En este contexto, el culto de las
imágenes ocupa un lugar central. De hecho, es en el campo del
culto y de las ceremonias que las imágenes son tratadas más
claramente como personas. 13
Aunque la teoría antropológica del arte de Gell es discutible (en particular con respecto a su definición de una obra de arte), el propio Philippe Descola reconoce en
ella un ejemplo de relación anímica con el mundo14.
También el dominio del cine –medium animista por excelencia– no ha escapado a este punto de inflexión. En este contexto, las discusiones actuales renuevan
una antigua tradición teórica, que se remonta al menos a la década de 1910 e ilustrada (entre muchos otros) por las reflexiones de Jean Epstein, Sergei Eisenstein o
Edgar Morin. Si Jacques Aumont se preguntaba en 1997, y de una manera más bien
godardiana (o epsteiniana), sobre lo que piensan las películas15, el teórico alemán
Karl Sierek adopta explícitamente esta noción en sus obras recientes, pasando
de “imagen que piensa” a “imagen viva” (o “animada”) y apoyándose en una larga
tradición crítica, que nos llevaría a Aby Warburg y Lucien Lévy-Bruhl. Sierek escribe:
“Las imágenes son más que objetos de nuestra visión. Ellas animan y provocan, son
13 Gell, A. L’Art et ses agents. Dijon: Presses du Réel, 2009 [1998], p. 119.
14 Descola P. « La double vie des images », en Emmanuel Alloa (dir.), Penser l’image II,
op. cit., pp. 131-145.
15 Aumont, J. À quoi pensent les films ?. París: Séguier, 1996.
animadas y provocadas. Por lo tanto, van más allá del dominio de lo visible. Ellas no
solo abordan la visión y el oído, también actúan”.16
Es en este contexto epistemológico profundamente reconfigurado por un
animismo teórico –y al que el mundo del arte contemporáneo no era ajeno– que me
propongo cuestionar algunos fenómenos relacionados con el llamado post-cine,
entre ellos sus a veces asombrosos efectos de presencia.
Efectos de presencia e imágenes que actúan
A la pregunta “¿qué hace una imagen?” es costumbre responder que representa, es
decir, que hace presente lo ausente. Es la conclusión que podemos extraer de la historia fundacional sobre el alfarero Butadès de Sycione que Plinio cuenta en su Historia natural y cuya hija, enamorada de un joven que partía para el extranjero, traza en
la pared los contornos del rostro de su amado. Butadès realiza a partir de estas líneas
una efigie en arcilla, un simulacro animado por una presencia que también desafía,
y potencialmente, la ausencia causada por la muerte. Como Roland Barthes escribirá
más tarde sobre la fotografía (que, como el eidôlon de Butadès, reclama una relación
indexical y de semejanza con su referente), “la fotografía tiene algo que ver con la
resurrección”17. El poder de la imagen se encontraría en esta “presentificación” de lo
ausente. Sin embargo, como señaló Marin, este poder es doble ya que, al hacer algo
presente, la imagen también muestra su propia presencia.
Este segundo aspecto es esencial para abordar lo que podemos entender por
efectos de presencia. Esta noción se refiere menos a la capacidad de las imágenes
para hacer presente lo ausente que a la forma en que estas afirman y construyen
su estar allí de acuerdo con modalidades particulares. Es a partir de esta experiencia fenomenológica, durante la cual las imágenes se hacen presentes para sujetos
humanos –dando lugar a reacciones inseparables de una situación histórica y cultural– que podemos comenzar a elaborar una teoría (animista o vitalista) de las imágenes que actúan. Una vez más, se trata de una idea muy antigua que pondremos
en el debate teórico esbozado anteriormente aquí. En el contexto de una discusión
sobre la agencia (agency) de las imágenes, ciertos fenómenos vinculados al llamado
post-cine se vuelven significativos. Si las imágenes que me interesan (ya) no lloran ni
sangran y si los sujetos que se vuelven “copresentes” tampoco creen en sus poderes
16 Sierek, K. Images-Oiseaux. Aby Warburg et la théorie des médias. París: Klincksieck, 2009, p. 15.
Ver también su texto « Animisme de l’image. Pour une histoire de la théorie d’un concept mouvant », Intermédialités : histoire et théorie des arts, des lettres et des techniques, nº 22, otoño 2013.
Consultable en http://id.erudit.org/iderudit/1024119ar
17 Barthes, R. La Chambre Claire. París: Gallimard-Seuil, 1980, p. 129.
milagrosos, ellas se caracterizan por sus efectos de presencia, por la forma en que
aparecen a los ojos y oídos de un sujeto que ellas constituyen no solo como sujeto
perceptivo, sino también como sujeto participante.
Tomemos un ejemplo concreto, sobre lo que podríamos llamar post-cine: la instalación Tall Ships (1992) del videasta estadounidense Gary Hill. En un pasillo de 25
metros de largo sumergido en la penumbra, el espectador reconocía a los personajes
humanos (las únicas fuentes de luz en la habitación). A medida que avanzaba, sin
saberlo, desencadenaba el movimiento de estas figuras, que se acercaban a él hasta
aparecer en tamaño real, como si planearan, liberadas del espacio de la pantalla.
Estos personajes se quedaban parados ante el espectador como simples presencias
silenciosas cuyo modo de aparición fantasmagórico despertaba, al principio, una
sensación de inquietante extrañeza. Pero más que simples espectros, estas figuras
también eran manifestaciones concretas de lo que Marin llama “ser-imagen”. Como
el propio Hill explica a propósito de Tall Ships: “la luz, la imagen y la representación
se convierten en una presencia ontológica única que desafía al espectador. Esto es
mucho más evidente cuando los movimientos de los personajes interactúan con la
presencia o ausencia de los espectadores”18. Tall Ships se afirmaba como una entidad
–”una presencia ontológica única”– al crear con los sujetos humanos una ficción de
co-presencia: no solo una simple coexistencia temporal de dos términos –imagen y
sujeto perceptivo– sino una relación real entre dos interagentes que se afectan mutuamente dentro de una experiencia inmersiva.
Tall Ships es una instalación videográfica que sería inapropiado y abusivo situar
en el campo del cine o post-cine, a menos que este último (como la post-fotografía)
no corresponda a lo que viene después del cine, sino a un otro del cine, tanto como
institución bien definida o como discurso y lenguaje disciplinados. Por lo tanto, el
prefijo post no implica una historia lineal y teleológica, sino más bien una narrativa
discontinua, caracterizada no sólo por reconfiguraciones más o menos inéditas de
la experiencia cinematográfica, sino también por el retorno, si no por una violenta
erupción, de lo que a menudo había sido relegado a los márgenes por el propio cine
– el cine de atracciones, experimental, underground, etcétera. El post-cine sería así
ese otro del cine, tal como el animismo representa, frente a la razón moderna, una
forma de alteridad radical. En este contexto, los debates sobre el modelo atractivo
del cine y sus reencarnaciones contemporáneas son particularmente interesantes y
tal vez no sea por casualidad que el cine calificado hoy como de los “primeros tiempos” haya sido conocido durante mucho tiempo como cine primitivo. Sin embargo,
esta denominación, abandonada por sus connotaciones teleológicas, no siempre es18 « Entre-vue », en Christine Van Asche (dir.), Gary Hill. París: Éditions du Centre Pompidou, 1992,
p. 13. Subrayado de la autora.
tuvo al servicio de una historia evolucionista del cine. En los escritos de Jean Epstein,
por ejemplo, el cine primitivo es una cuestión de poderes “misteriosos” y “mágicos”
de las imágenes, o de “eficacia”19. Lo “primitivo” sería así una forma de evocar una
otra “razón” de las imágenes. Es precisamente esta otra lógica de las imágenes la que
es parcialmente reactivada, o, más precisamente, es re-actualizada por el post-cine.
Cerrado este paréntesis, me gustaría discutir con más detalle un trabajo videográfico que toca profundamente el animismo propio de las imágenes en movimiento: el video Un árbol (2009) de la artista brasileña Katia Maciel. Propongo intentar entender cómo esta obra encarna una forma de animismo (encontrando en la
antropología contemporánea un eco sorprendente) y de especificar las condiciones
de manifestación de sus potencias como imagen.
La imagen que respira: Un árbol, de Katia Maciel
Los árboles son seres vivos que realizan permanentemente intercambio de gases,
absorbiendo oxígeno y liberando dióxido de carbono a la atmósfera. Pero lo que Katia Maciel nos muestra en su video no es un árbol como los demás: sus ramas se contraen y se relajan en bucle, como si fuera un gran corazón que late sin parar. Surge así
ante nuestra mirada como un imponente ser animado, atravesado por un aliento vital que lo anima desde dentro. El árbol de Un árbol se distingue de los que podemos
encontrar en otras obras contemporáneas, como la película Nettlecombe (2008) de
la artista británica Sarah Dobai o la pieza Horizontal (2011), en seis pantallas, de la
finlandesa Eija-Liisa Ahtila. En ambos casos, los árboles son animados desde afuera
por el soplo discontinuo y emocionado del viento. Si estas dos instalaciones recrean
la fascinación del espectador primitivo por la visión del movimiento de sus hojas20,
estos árboles no inspiran la ficción de auto-movimiento escenificada por el video de
Maciel. Esta ficción es lo que podríamos llamar una ficción de imagen, ya que la animación depende totalmente de los recursos expresivos de las propias imágenes en
movimiento. El video se basa en la creación de una imagen híbrida, que consiste en
una capa inamovible – la imagen fija en la que destaca el árbol jadeante – y una capa
en movimiento – la imagen en movimiento, simultáneamente reversible y extensi19 “Todos los autores reconocen que la eficacia de las imágenes es superior a las palabras”.
Epstein, J. “La vista se tambalea ante las semejanzas…”, en Écrits sur le cinéma, volume 1. París:
Seghers, 1974 [1928], p. 184.
20 Pienso en el célebre texto en el que un periodista anónimo de La Poste observa, sobre Repas de
bébé, que “en la distancia, los árboles se agitan”. Ver « La mort cessera d’être absolue… », en Banda,
D. y Moure J. (textos elegidos y presentados por), Le cinéma : naissance d’un art 1895-1920. París:
Flammarion, 2008, p. 41.
ble en términos de duración (es el principio de repetición, recurrente en la obra de
la artista). Así, Un árbol no se basa en la animación de lo inmóvil, sino en la incorporación del movimiento en la imagen fija, como si la inmovilidad fuera sólo ausencia
virtual de movimiento. La obra es un verdadero lugar de pasaje entre la movilidad y
la fijeza, creando una temporalidad que la propia artista califica de paradójica.
En el contexto animista que nos ocupa, el tema del auto-movimiento es esencial. Evoca, en primer lugar, el viejo debate sobre el movimiento autónomo o externo, un debate que se remonta a la filosofía antigua. Tanto los estoicos como Aristóteles, por ejemplo, se preguntaban sobre los tipos de movimiento en la naturaleza,
distinguiendo globalmente entre los seres movidos desde el exterior y los seres que
pueden moverse por sí mismos. Si las plantas y los árboles tienen su propio movimiento (pensemos en su crecimiento y reproducción), la expresión auto-movimiento se refiere a un fenómeno –el aliento vital del árbol– que no es del orden del movimiento autónomo clásico. Por el contrario: el auto-movimiento se refiere más a la
increíble respiración vital que parece animar el árbol y otorgarle un “alma”. La propia
etimología de la palabra “animismo” es significativa, ya que se refiere a anima del
latín y a anémos del griego, cuyo significado es primero el de el aliento o el de viento
(respiración). Hoy no hablamos de “alma” en relación a las plantas y árboles, pero la
antropología contemporánea, en su doble giro animista –es decir, atenta a cómo los
fenómenos vitales son objeto de categorizaciones y diferentes acciones dependiendo de las culturas– y post-humanista –en su deseo de extender la antropología más
allá de lo humano–, se interesa, por los signos formulados por los árboles21. Pienso
aquí en la obra antes mencionada de Kohn, cuyo magnífico título How Forests Think
lo dice todo. En la continuidad de la investigación iniciada por Descola y Viveiros
de Castro, Kohn demuestra hasta qué punto la etnografía amazónica desafía nuestra concepción de la vida y nuestra ontología. Basado en una lectura detallada del
filósofo y semiólogo estadounidense Charles Sanders Peirce, Kohn define la vida
como un proceso semiótico. Si lo que interesa a Kohn es cómo los humanos y los no
humanos interactúan dentro de sistemas semióticos complejos (humanos y no humanos produciendo e interpretando estos signos de sus respectivas corporalidades),
me gustaría señalar cómo en el video de Katia Maciel el aliento del árbol se impone
en los ojos del espectador como un signo –y más específicamente como un índice–
de la vida.
Pero, por otro lado, el aliento vital que vemos en la pantalla no es solo la respiración del árbol: también es el aliento vital de la imagen, animada desde dentro por
21 Sobre este punto ver Pitrou, P. « La vie, un objet pour l’anthropologie ? Options méthodologiques et problèmes épistémologiques », L’Homme, 2014, 4, nº 212, pp. 159-189.
el movimiento contenido en toda la fijeza. En este sentido, lo que la imagen representa (un árbol) se confunde con su ser-allí (la imagen animada desde dentro). Tanto
el árbol como la imagen están implicados en la ficción del auto-movimiento, y es en
este sentido que el video de Katia Maciel evidencia un doble animismo característico
de las imágenes en movimiento. Este último se refiere a su capacidad para animar
las cosas del mundo (dependiendo tanto de un conjunto de formas fílmicas y efectos
especiales como de los medios propios del cine de animación) y su modo específico
de aparición (basado, desde las perspectivas, en actualizar el movimiento o reprimir
la naturaleza fotográfica del film-película durante la proyección). En otras palabras,
la imagen en movimiento es, por excelencia, un fenómeno animista, cuyo genio o
daemon tutelar es el movimiento.