Albert Serra: idealismo y fanatismo
“Pienso en la gloria, pero no en la gloria presente. Trabajo para la gloria, como los poetas que
quieren la gloria eterna”
Albert Serra
“Yo sé quién menstrúa en Las Meninas de Velázquez y Picasso es incapaz de saberlo”
Salvador Dalí
Albert Serra (Banyoles, 1975) es uno de los directores más sobresalientes del cine actual. Serra es ,
por una parte, un cineasta de otro tiempo: un tiempo en el que en los cines podían verse películas de
Fassbinder, Visconti u Oshima junto con las sempiternas producciones comerciales de cualquier
nacionalidad. Un tiempo que sin duda no volverá, pero que es “el tiempo de formación” de alguien
como Serra. Sin embargo, el director de Banyoles no es un nostálgico: rueda sus películas en video
digital (algo que le proporciona,por ejemplo, gran profundidad de campo en sus composiciones y
múltiples posibilidades de jugar con las imágenes en la posproducción), posee un control absoluto
sobre sus películas y está en búsqueda constante de nuevas formas y nuevos “relatos”: piénsese en
la distancia que hay, en tono y, parcialmente, estética, entre Honor de Cavalleria y Liberté. A Serra
se le admira o se le detesta, quizá no tanto por sus películas como por sus (deliberadamente)
provocativas declaraciones. En nuestra modesta aproximación al cine de Serra hemos intentado
obviar al Serra/personaje (tarea difícil) y proporcionar unas notas escuetas sobre la enorme riqueza
que se halla en su cine.
El debut de Serra no pudo ser más brillante a la par que sorprendente: Honor de Cavalleria (2006)
se apropia de los personajes de Cervantes no para hacer una “versión” o “adaptación” de la novela,
sino para ilustrar una cierta forma de entender la obra y, al tiempo, la vida y una particular
concepción del cine. Ya desde el comienzo nuestro personaje se denomina a sí mismo como “El
Quijote”: es decir, es El Quijote por excelencia, no un Don Quijote extraído directamente de
Cervantes ni de la experiencia previa del espectador/lector. Y más que distanciamiento respecto al
“Quijote original” (si tal cosa existe), ello consigue que la identificación entre el actor Lluís Carbó,
El Quijote y Serra sea tan maravillosamente sincera y real.
¿Quién es Ponç de Perelló, a quien el Quijote impreca y desafía? i ¿Por qué unos caballeros le
separan de sancho y se lo llevan consigo en medio de la noche? ¿Qué ha ocurrido para que El
Quijote está encerrado en una jaula? El espectador que ansíe una narración “lineal” hará bien en
alejarse de las películas de Serra, o esforzarse por rellenar esos “vacíos” mediante su imaginación o
enhebrar las pistas que, a modo de migajas, deja caer aquí y allá el director catalán. El propósito de
Serra no es contarnos una historia de modo convencional, sino que compartamos las emociones y
sentimientos de sus personajes (y, quizá, de él mismo). Se nos invita a participar del
idealismo/fanatismo de “El Quijote”: su creencia en La Edad de Oro, su amarga reflexión de que “el
camino de la vida está lleno de tristeza” ya que “hay mucho mal en el mundo” (¿son estas las
ambiciones y reflexiones de un loco?), su creencia en la bondad y en la rectitud... Todo ello
plasmado en la relación maestro/discípulo que mantiene con Sancho, a quien se esforzará en
instruir: es conmovedor que el “maestro” aliente a su compañero cuando éste se halla agotado (y le
obliga a pedirle fuerzas a dios mirando al cielo) o que mantenga con él una relación más amistosa
que la característica entre amo y vasallo: su manera de tocarle —el contacto físco entre ambos
sugiere un cariño paternal y amistoso: “Dios me ha enviado a ti para que te enseñe”. Cuando El
Quijote muestre desaliento y medite sobre la muerte, confiará en que Sancho prosiga su tarea.
También es Honor... una película que muestra una gran sensación de vitalidad, de disfrute de la
vida: poco es necesario para que sintamos la dicha de estos dos personajes en medio de la
naturaleza: comen nueces, se bañan en un riachuelo (una de las mejores secuencias del film),
disfrutan de la visión de un cielo crepuscular, se asombran con cada pequeño milagro que les depara
su deambular errante... Deambular que tiene un propósito en la locura de El Quijote: hacer de este
mundo un lugar mejor para vivir. Y el gozo por la vida que es palpable en El Quijote, y también,
por qué no decirlo, contagioso...
No hay peripecias ni aventuras en esta “salida” de los personajes. Son, quizá, los tiempos muertos
entre las aventuras, como sostiene Serra, los que se representan a lo largo de Honor.... Cuando El
Quijote vaga por el olivar, espada en mano, la cámara le sigue; tras acompañar al personaje, un
corte de plano nos muestra a un caballero en armadura: “Y no hubo nada”, habría concluido
Cervantes. Parecía que nos íbamos a encontrar con el duelo entre dos caballeros andantes por el
cruce de un paso, pero Serra desvanece las posibles expectativas del espectador. La peripecia es el
tránsito de los personajes, su camino no tiene fin.
Serra, de forma insólita, decidió publicar un librito en el que “explicaba” de forma exhaustiva su
películaii. Resulta cuanto menos extraño que un artista hable por extenso de su obra, de los métodos
que siguió para realizarla y de sus logrosiii: el volumen es apasionante y divertido, además de
proporcionarnos unas sucintas y elocuentes notas sobre los gustos cinematográficos del director.
¿Ingenuidad o jactancia? Tanto da. La cuestión es si podemos fiarnos totalmente de las opiniones
del autor sobre su obra: cada espectador puede tener su visión personal de Honor... y las emociones
y reflexiones que el film puede evocar.
El encuentro en los olivares
En El Cant dels Ocells (2008) persiste la idea del mito y la peregrinación. El mito es la adoración
de los magos, episodio que sólo se halla presente en uno de los evangelios sinópticos, el de Mateo:
Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. En esto, unos magos de Oriente
se presentaron en Jerusalén preguntando:
—¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a rendirle homenaje.
Al enterarse el rey Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera; convocó a los sumos
sacerdotes y letrados del pueblo, y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el
Mesías.
—En Belén de Judea, así lo escribió el profeta (…)
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran cuándo había
aparecido la estrella; luego les mandó a Belén encargándoles:
—Averiguad exactamente qé hay de ese niño, y cuando lo encontréis, avisadme para ir yo
también a rendirle homenaje.
Con este encargo del rey, se pusieron en camino; de pronto, la estrella que habían visto
salir comenzó a guiarlos hasta pararse encima de donde estaba el niño.
Ver la estrella les dio muchísima alegría.
Al entrar en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas le rindieron
homenaje; luego abrieron sus cofres y como regalos le ofrecieron oro, incienso y mirra.
Avisados en sueños de que no volvieran a Herodes, se marcharon a tierra por otro camino iv.
(Mt, 2, 1-12)
En contra de la tradición posterior, los “magos” no son “reyes” ni astrónomos o astrólogos; el
sentido de magos es aquí el de sacerdotes u hombres sabios, y su venida de Oriente sugiere que
procedían de Persia: posiblemente discípulos de Zoroastro, el profeta que a partir del mazdeísmo
crea una religión monoteísta (Ahura Mazda como divinidad suprema) y la llegada del Reino de la
Justicia; aspectos que concordaban con los propósitos del evangelista Mateo en cuanto a la
universalidad de la iglesia de Cristo.
Tránsito
El film se centra sobre todo en el viaje: en la dureza del camino que han de recorrer los tres
hombres sabios. En contraste con el (aparente) vagabundeo de El Quijote y Sancho, los personajes
tienen un objetivo: han respondido a una señal que impone una misión. El paisaje es mucho más
hostil que el mostrado en Honor...: tierra desértica y montañosa, pedregosa, áspera —sensación que
refuerza el empleo de la fotografía en blanco y negro: esa gama de grises que en ocasiones hace que
las sombras de las nubes caigan caprichosamente sobre los tres peregrinos, con frecuencia
retratados como pequeñas figuras en medio de la inmensidad de la naturaleza. La travesía hace
mella en los peregrinos, que se mostrarán cansados, a veces desalentados: en sus momentos de
reposo Serra nos aproxima a ellos y apreciamos su carácter bondadoso: uno reflexiona en voz alta
sobre la necesidad de prestar atención a “la cosas bellas que hay en el mundo”. Y es la búsqueda de
la belleza y de la bondad la que les impide desfallecer. Llegan por fin a Belén —no hay establo o
pesebre: recuérdese el texto de Mateo— y cumplen con su objetivo.
La Adoración de los magos
Curiosamente, no son los magos quienes tienen el sueño revelador de que no deben dirigirse a
Herodes después de encontrar al niño. Es José quien tiene la revelación del peligro:
Entonces se le apareció a José entre sueños un ángel del Señor diciéndole: “Levántate, toma al
niño y a su madre, y marcha camino de Egipto”. Levantóse, pues, al canto del gallo y partió.
(Evangelio árabe de la Infancia, IX, 2)v
Lo onírico se halla presente en otros momentos del relato. En su camino de regreso, los magos
comentan sus sueños en un momento de descanso en medio de un bosque: uno ha soñado con
cuernos y cabras —la cabra es, claro está, un animal emblemático del cristianismo. Otro relata
cómo soñó ser devorado por una gigantesca serpiente —que puede ser tanto emblema de Cristo
como de Satán. La presencia del “ángel del Señor” refuerza la sensación de la narración como
sueño. ¿Qué es una epifanía —la esencia de esta narración—, sino la manifestación de un sueño?
E n Història de la meva mort (2013) asistimos de nuevo al enfrentamiento de dos personajes
míticos: Casanova (su existencia “histórica” ha quedado borrada por su leyenda, sus
representaciones en la cultura popular y sus Memorias, un prodigio de mixtificación) y Drácula. En
principio, podríamos pensar que uno es hijo de la Edad de la Razón y otro un producto tardío del
Romanticismo. Pero Serra nos muestra a un Casanova totalmente dionisiaco: come y bebe con
glotonería, practica la coprofagia de forma bastante cómica (“Habéis abusado del chocolate”),
defeca con grandes esfuerzos hasta llegar a la satisfacción final, folla soltando grandes carcajadas y
se comporta como un descarado exhibicionista: da lecciones de cómo escribir poesía, alardea de su
amistad/enemistad con figuras de la época como Voltaire, relata sus hazañas intelectuales e
indudablemente está enormemente pagado de sí mismo: un maestro a la búsqueda de discípulos y
de placeres terrenales. La impresión que siente el espectador es que Serra le halla tan fascinante
como grotesco.
Casanova lucha contra un pertinaz estreñimiento
Por el contrario, y deshaciendo cualquier expectativa preconcebida, Drácula es retratado como un
personaje apolineo: sobrio en su vestimenta (en contraste con las vistosas vestimentas de
Casanova), parco en palabras —frente a la irremediable charlatanería del italiano— y en gestos.
Serra los describirá mediante la yuxtaposición de dos acciones similares: vemos a Casanova
fornicando con una de las muchachas: un plano largo, sostenido, en el que Casanova exhibe de
forma exagerada y bufa su placer (o su gimnasia matutina) hasta que la rotura de un cristal da por
terminada la representación, reforzada por la presencia de otra de las chicas en el exterior de la casa,
sentada en un banco y en apariencia ajena y desinteresada por lo que sucede a su lado. Por contra, la
escena de seducción de Drácula está rodada de una manera radicalmente distinta. Contemplamos a
la muchacha sentada en un interior en penumbra; su respiración, el movimiento de su camisón, nos
sugiere excitación; vemos la ventana en la parte izquierda del cuadro; regresamos a la muchacha y
de vuelta a un plano más alejado: Drácula está en la ventana (el momento recuerda poderosamente
el encuentro de El Quijote con el caballero de la armadura en medio del olivar en Honor...). El
hombre penetra en la estancia como si atravesara la pared. Y el acto de posesión de la mujer resulta
más naturalista, menos artificioso, que el efectuado previamente por Casanova.
Los dos personajes tendrán, sin embargo, algo en común: su desprecio por el cristianismo. “No hay
cabida para el cristianismo en el castillo”, afirma Drácula. Pero el cristianismo no es vencido por la
“Razón” que aparentemente representa Casanova sino por el instinto animal que simboliza un muy
contenido vampiro —incluso en los dos momentos que el personaje grita, haciendo un alarde de su
triunfo, se nos aparece como una criatura más sobria que el presuntuoso seductor.
En el film se halla presente también el motivo del viaje —de forma más atenuada que en las
películas precedentes. El relato comienza en Suiza mostrándonos a un Casanova decadente y
envejecido: las imágenes, empero, son muy luminosas, excepto en las espléndidas secuencias
nocturnas, magníficamente fotografiadas. Casanova emprende el viaje hacia “el sur de los
Cárpatos” en compañía de su último discípulo, Pompeu. Y la luminosidad va tiñéndose poco a poco
de tinieblas —no en un sentido literal: rara vez busca Serra soluciones fáciles: las tinieblas están en
el interior de la narración: los exteriores diurnos siguen siendo hermosamente luminosos— hasta el
nocturno final que muestra el fin del ilustrado y la victoria del ser irracional, una victoria del
instinto, de esa noción del “romanticismo” que nos acompaña hasta hoy.
La seducción del vampiro
La noche y la muerte
Cuando una persona de avanzada edad experimenta una agonía prolongada su cuerpo apesta. No
hay asepsia hospitalaria ni colonia que pueda disimularlo. Es más, la mezcla de aromas hace que el
ambiente sea aún más fétido y desagradable. Nos soprende que esta película no huela a
descomposición, a podredumbre (pese a que el hecho se menciona en los diálogos). Y es que Serra
es un cineasta muy sensual, en la estela de Renoir, de Ford o de Murnau: el tipo de cineasta que
sabe transmitir todo tipo de sensaciones al espectador. Con muy pocos elementos Serra es capaz de
trasladarnos a la corte del rey Sol en el siglo XVIII, como lo fue —con menos medios— de que nos
imagináramos el mundo de El Quijote y Sancho en Honor de Cavalleria.
La agonía es el material de La mort de Louis XIV (2016), el monarca más poderoso de su tiempo.
Y está contada con suma atención al detalle: el rey, enfermo, quiere asistir a un consejo de
ministros, duda, se recuesta, su voluntad le impulsa a no descuidar sus deberes, y finalmente se
derrumba en el lecho. Un resumen de lo que será la narración: una morosa descripción de los
últimos días de un hombre. Y como este hombre es un rey, recibirá el trato de un niño. El niño
recibe con júbilo la visita de sus perros —se emociona más con ellos que con la servidumbre—,
saluda burlonamente a sus cortesanos haciendo una reverencia con su sombrero (aplausos), instruye
a su nieto sobre el buen gobierno y se dejará morir no sin oponer una férrea resistencia (“El rey ha
estado enfermo muchas veces y siempre ha sanado”).
Confundir un trombo en la pierna con una ciática puede acarrear un resultado fatal
La mort de Louis XIV cuenta con numerosos elementos de interés: Jean-Pierre Léaud está
espléndido —incluso en uno de los momentos más contemplativos, con el monarca reclinado en la
cama, con música de una misa de Mozart de fondo, a la que sustituye el tic-tac de un reloj dentro de
un plano de larga duración, el actor se las arregla para transmitirnos hastío (quizá por la duración
del plano), ira (por abandonar este mundo demasiado pronto), cansancio (por las instrucciones o
carencia de instrucciones del director) y un aburrimiento atroz (quizá por todo lo anterior). A la
zaga está el doctor Fagon (Patrick d’Assumçao), otro intérprete extraordinario a quien además se le
reserva el último e irónico momento del film (“La próxima vez, señores, lo haremos mejor”). Y
Serra no cede en exceso al “pictorialismo”: aunque las imágenes estén más próximas a la pintura
flamenca que a la francesa de la época, rara vez cae Serra en la tentación de plasmar “cuadros
vivientes”. Por ejemplo, hay un cuadro muy bello cuando se les permite, por fin, a los médicos de la
Facultad de París examinar al rey, que podría titularse “Consulta de los médicos en el lecho de su
majestad”. Por fortuna, Serra enseguida corta el plano y se dedica a explorar los rostros de esos
eminentes galenos. El cuadro final, también inspirado en Rembrandt y totalmente ficticio (no se
descuartizaba a un rey en aquellos tiempos, por lo menos por motivos científicos), el de “Lección de
anatomía pútrida a costa de Luis XIV” está segmentado en varios planos y no es menos brillante.
Serra muestra una anécdota mínima (una muerte) con muy pocos mimbres (escasos actores y
figurantes, una sola y excepcional escapada al “exterior”), la cámara siempre estática y diálogos
escasos y parcos. ¿Qué puede haber de fascinante en todo esto? Desde la aparente indisposición del
rey a cuando vemos temblar sus mejillas, o la progresiva retirada de los cortesanos del lecho del
monarca, o el retrato exhaustivo —con un punto cruel— del desvalimiento de un agonizante.
Las enseñanzas del rey a su bisnieto, según Saint-Simon
Por fortuna, algo de lo que no carece Serra es de sentido del humor. Y lo hay en abundancia en una
película tan aparentemente lúgubre. Por ejemplo, la llegada del médico charlatán de Marsella
(catalán en el film, provenzal en la historia “real”: Vicenç Altaiò) con un elixir compuesto de
semen, sangre de toro (bravo) y otras inmundicias (en este caso, no utilizará extracto de sesos de
cerebro humano inglés). Y su conversación con los médicos “de la Facultad de París”, en la que el
muy sinvergüenza cita a Arnaldo de Vilanova y da a sus colegas un curso acelerado de
neoplatonismo con aquello de que “el rostro del amado se fija en el cerebro del amador a través de
los ojos y queda impreso en el alma” es desternillante: ni León Hebreo lo explicaba mejor; o los
cotilleos entre el médico titular del monarca y éste sobre los atributos físicos de la marquesa de
Cuyàs y la marquesa de Sajonia (“¿La habéis auscultado?”, le pregunta Luis a su médico: prueba
evidente de que sólo nos encontramos ante los primeros compases de la enfermedad); o una
demencial conversación entre los lacayos de su majestad sobre la transmisión de enfermedades por
las aves mientras velan al futuro difunto (“¿Tenéis el sueño difícil, eh, Mareschal?”).
La mort de Louis XIV está rodada, en buena parte, en primeros planos. Puede haber muchas razones
para esta elección estética: esas caras son interesantes y expresivas; quizá los actores se mueven con
escasa gracia y se sienten incómodos con ropajes “antiguos”; la pobreza de la producción obliga a
este recurso extremo; nos acercamos al “interior” de los personajes... El problema de la
sobreabundancia del primer plano es que aleja al espectador. Parece paradójico, pero no lo es así en
absoluto: el recurso al primer plano hace que seamos conscientes en todo momento de que estamos
viendo una película (de Albert Serra), con un actor que interpreta y no es un personaje (Jean-Pierre
Léaud como Luis XIV), rodeado de otros actores en primer plano en un decorado que simula ser el
interior del palacio de Versailles (y, a pesar de los pesares, los primeros planos y la duración de
estos hacen que seamos muy conscientes del decorado). No afirmamos que tal elección sea
desafortunada o que afecte a la calidad del film. Lo que nos provoca una cierta extrañeza es que
Serra, quien en sus anteriores películas mostraba una gran simpatía por sus personajes (los
extravagantes habitantes de Crespià, El Quijote y Sancho en Honor de Cavalleria, Casanova y
Drácula en Història de la meva mort) adoptara en este film un método tan distanciador: asistimos a
una representación y en todo momento somos conscientes de ella, pero no logramos nunca
sumergirnos dentro de lo que se nos narra. Pero cierto es que la vida de un monarca absoluto ha de
ser contada en primer plano, pues toda su trayectoria es una suerte de representación sin fin. O
quizá el propósito de Serra haya sido el de mostrar la lenta e imparable conquista de la muerte
sobre un ser humano. Quizá. En este sentido, el film cumple con creces con sus ambiciones.
En Liberté (2019) nos hallamos en otro espacio cerrado, aún más asfixiante que el mostrado en La
mort...: un bosque convertido en parque de caravanas — de sillas de mano, berlinas y calesines, en
este caso: ¿la Unión Europea?— donde durante una noche un grupo compuesto de nobles, siervos y
novicias se entregan al libertinaje —que incluye diversos castigos físicos, coprofragia, lluvia dorada
y de semen e incluso asesinato. Al principio del film, mientras cae la noche, se nos cuenta el terrible
suplicio de Robert Damiens, quien intentó asesinar al rey de Francia Luis XV en 1757 vi... y la
excitación que ello provocó en tres espectadoras de la ejecución por desmembramiento, ahora
damas que han profesado en un convento cercano al bosque (por cierto que también asistió al largo
tormento de Damiens otro “personaje” de Serra, Giacomo Casanova, quien anotó en sus Memorias,
aparentemente sin sarcasmo, que “Tuvimos el valor de presenciar la espantosa visión durante cuatro
horas”). El relato sirve para introducirnos en la mentalidad de los personajes y nos anticipa lo que
vamos a ver.
Y lo que vemos es una noche en la que nobles y sirvientes dan rienda suelta a su libertinaje, “mal
visto ahora en la corte de Francia”. Serra muestra con afán detallista los juegos a los que se entregan
como si se tratara de una ritualización: no se aprecia placer, excitación o apasionamiento en los
ejecutantes ni en aquellos que se limitan a observar: todas las actividades que acontecen en el
bosque son realizadas de una forma un tanto mecánica: seres poseídos por un aburrimiento vital que
parecen más entusiasmados por la idea del juego que por la puesta en práctica del juego mismo.
Unos participan y otros observan: en ocasiones los roles serán intercambiables. Los planos que nos
muestran a los que ejercen de testigos o fisgones tienen el curioso efecto de convertir al espectador
en el voyeur de un grupo de voyeurs; sin embargo, dado que estos personajes tampoco parecen
demasiado atraídos por los diversos espectáculos que se les ofrecen, y que el número de planos que
Serra ofrece de ellos es numeroso, el resultado es terriblemente distanciador: ¿debe el espectador
asumir una actitud de fisgón o de actor implicado en las acciones? ¿O debemos ser participantes de
ambas conductas? Lo paradójico es que Liberté es probablemente el film de Serra con un mayor
número de planos —aunque no por ello renuncia el director a los planos de larga duración: a veces
perturbadores, en ocasiones excesivos en su puntillismo. Podría ser que el objetivo de Serra fuera
incomodar al espectador:, provocar su rechazo y disgusto, y, una vez conseguido este efecto,
ponerle un espejo ante el rostro “Estos monstruos, querido espectador, son como usted y como yo”;
esa sensación de incomodidad se consigue en numerosos momentos del film. No obstante, la prolija
narración de lo que da de sí esa noche puede llegar a ser tan apasionante como contemplar una
partida de petanca entre jubilados de dos horas y media de duración. El tedio que muestran los
personajes —sobre todo cuando adoptan una simple posee de mirones— contagia al espectador. Y
la acumulación de exhibicionismo no llega a ser tan apasionante —ni divertida— como la
protagonizada por el Casanova de Història...
El anochecer en el bosque
Entretenimientos nobiliarios...
...que son contemplados por testigos y espectadores
La noche toca a su fin
Cabe en lo posible que Serra haya cedido a la tentación de realizar una película radical que fuera en
contra de todo lo que representan los adocenados productos audiovisuales que hoy día asolan las
pantallas de cine y, en mayor medida, las plataformas televisivas. Algo así como lo que Ángel
Samblancat escribiría en los años veinte del siglo pasado: “Basta ya de novelitas románticas que
sólo sirven para poner en erección el clítoris de las viejas”.
Surrealismo y fanatismo
En 1969, tras treinta años de exilio, Max Aub regresó a España durante unos meses. La excusa de la
visita era entrevistar a familiares, amigos y colaboradores de Luis Buñuel. Aub proyectaba escribir
una gran novela/reportaje sobre la Generación de la República —el nombre “Generación del 27”,
impuesto por Dámaso Alonso, le parecía un compromiso falsario— con Buñuel como figura central
e hilo conductor. Asímismo, Aub sentía la necesidad de ver cómo era la España que había
producido la dictadura franquista y, por qué no, avivar viejos recuerdos. La obra no llegó a
completarse: de esa visita queda el impresionante testimonio que representa La gallina ciega
(Joaquín Mortiz, México, 1971) y, naturalmente, las entrevistas que realizó. Una de las más
interesantes tuvo como interlocutor a Salvador Dalí:
—Yo sabía que no se entiende tu pintura sin conocer Cadaqués y el cabo de Creus. Eres un pintor
ampurdanés y surrealista, pero porque estas rocas son surrealistas.
Me da la razón, supongo que porque sívii.
¿Será Banyoles, localidad de la comarca del Pla de l'Estany y cercana al Alto Ampudán, un lugar
propicio para el surrealismo? Sólo podemos especular. No obstante, es posible rastrear algunas
pistas. Lo primero que hallamos al visitar la página web del ayuntamiento de Banyoles es el
siguiente texto:
Diuen alguns estudis que Banyoles és una de les ciutats amb més qualitat de vida de Catalunya,
però no ens calia cap enquesta per confirmar que la nostra ciutat és un bon lloc per estar-s’hi. De
fet, fa 80.000 anys pel cap baix que això és així, com ho demostra la resta arqueològica més antiga
que s’hi ha trobat, la famosa mandíbula de Banyoles. (…). És poc probable que aquells primers
habitants fossin conscients que residien en un lloc excepcional, i és que el singular orgull de ser de
Banyoles encara trigaria temps a sorgirviii.
De hecho, la primera película de Serra, Crespià (2003), un pequeño pueblo que dista diez
kilómetros de Banyoles, es la primera plasmación del espíritu surreal que es la marca —o una de las
marcas— del director catalán. El film muestra las fiestas patronales de la localidad, sus excéntricos
y bizarros habitantes (y visitantes de los aledaños) y un sin fin de situaciones disparatadas. Aunque
les parezca una herejía, pensamos que es superior a Amanece que no es poco: quizá porque la
película no contiene un forzadísimo “realismo mágico hispano” como el film de Cuerda, sino que
todo parece absolutamente real, coherente y demencial. Una espléndida introducción, además, al
mundo de Serra (y a sus influencias “extracinematográficas”) que no ha perdido un ápice de
frescura desde la fecha de su realización.
i
Un Ponç de Perelló “histórico”, caballero al servicio del conde Cardona, figura en documentos de principios del
siglo XV. Posiblemente se trate de una de las bromas-enigma tan del gusto de Serra.
ii Honor de Cavalleria. Plano a plano, prólogo de Pere Gimferrer, trad. de Javier Bassas Vila, Prodimag, Barcelona,
2010. El volumen acompaña la edición en DVD de Honor de Cavalleria y de El cant dels Ocells.
iii El librito de Serra resulta extraordinario por su detallismo. Aunque hay decenas de volúmenes de entrevistas con
directores más o menos célebres, el que un autor hable con sinceridad de las virtudes y defectos de su obra, y de
manera reflexiva, inteligente y crítica sólo posee —creemos— un precedente comparable: las entrevistas que
Douglas Sirk concedió a Jon Halliday (Sirk on Sirk, Secker&Warburg/BFI, Norwich, 1971) y a Antonio Drove
(Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk, prólogo de Víctor Erice, Athenaica, Sevilla,
2019). La diferencia está en que Sirk ya había concluido su carrera como cineasta cuando compartió sus reflexiones
con los entrevistadores, mientras que Serra era casi un recién llegado cuando publicó su libro.
iv Nuevo Testamento, Introducción y traducción de Juan Mateos y Luis Alonso Schökel, Ediciones El Almendro,
Córdoba, p. 38.
v Los Evangelios Apócrifos, ed. de Aurelio de Santos Otero, BAC, Madrid, 1999, p. 308.
vi Algo que contrasta con las sinopsis del film, que sitúan la acción en 1774, durante el reinado de Luis XVI, a quien
se tilda de “puritano” —y de ahí el alejamiento de estos personajes de la corte. De cualquier forma, Serra bien puede
permitirse estos pequeños anacronismos.
vii Max Aub, Conversaciones con Buñuel, prólogo de Federico Álvarez, Aguilar, Madrid, 1985, p. 531. No obstante,
este volumen mezcla entrevistas “reales” con notas que Aub escribió para su libro y en ocasiones es difícil deslindar
cuáles son los testimonios “reales” de lo que es obra exclusiva de la recreación de su autor. Una edición más fiable
se publicaría varios años después: Todas las conversaciones, ed. de Jordi Xifra, Ediciones Prensas de la Universidad
de Zaragoza/Editorial UOC, Zaragoza, 2020 (2 vols.).
viii https://turisme.banyoles.cat/De-Banyoles/La-ciutat