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Abordaje social en conjuntos habitacionales

2019

En el Area Metropolitana de Buenos Aires se estan llevando a cabo politicas de relocalizacion de villas y asentamientos, que suponen la mudanza de familias que habitan espacios urbanos informales a complejos habitacionales. Si bien este cambio implicaria una mejora en las condiciones espaciales y edilicias, impacta diferencialmente en las practicas cotidianas y en el habitar de sus residentes, a veces de manera negativa, poniendo de relieve la tension entre las nuevas exigencias que supone la formalidad con las disposiciones del habitus de las familias que forjaron sus practicas en el habitat informal (Demoy y Ferme, 2010, 2011). La literatura sobre relocalizaciones (Bartolome y Ribeiro, 1985; Cernea, 2004; Catullo, 2006) afirma que este proceso afecta las redes y estrategias de supervivencia de las familias; a su vez, herramientas de gestion publica resaltan que la politica debe asumir un compromiso en la etapa posrelocalizacion (Ley de Acceso Justo al Habitat, 2013; IVC, 2015; ACU...

Ts. Territorios-REVISTA DE TRABAJO SOCIAL AÑO III | N° 3 | DICIEMBRE DE 2019 Abordaje social en conjuntos habitacionales La organización consorcial como práctica comunitaria1 María Florencia Bruno (INSITU),* Belén Demoy (INSITU-UNPAZ) y Natalia Fainburg (INSITU) Resumen En el Área Metropolitana de Buenos Aires se están llevando a cabo políticas de relocalización de villas y asentamientos, que suponen la mudanza de familias que habitan espacios urbanos informales a complejos habitacionales. Si bien este cambio implicaría una mejora en las condiciones espaciales y edilicias, impacta diferencialmente en las prácticas cotidianas y en el habitar de sus residentes, a veces de manera negativa, poniendo de relieve la tensión entre las nuevas exigencias que supone la formalidad con las disposiciones del habitus de las familias que forjaron sus prácticas en el hábitat informal (Demoy y Ferme, 2010, 2011). La literatura sobre relocalizaciones (Bartolomé y Ribeiro, 1985; Cernea, 2004; Catullo, 2006) afirma que este proceso afecta las redes y estrategias de supervivencia de las familias; a su vez, herramientas de gestión pública resaltan que la política debe asumir un compromiso en la etapa posrelocalización (Ley de Acceso Justo al Hábitat, 2013; IVC, 2015; ACUMAR, 2017). Lo cierto es que la respuesta a la necesidad habitacional requiere acompañar a la población 1 * Una versión anterior de este artículo fue presentada en el 1º Encuentro de la Red de Asentamientos Populares: aportes teóricos-metodológicos para la reflexión sobre políticas públicas de acceso al hábitat, realizado en la ciudad de Córdoba el 23 y 24 de mayo de 2019 en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad Nacional de Córdoba. La ponencia fue una coautoría de Bruno, F., Demoy, B., Fainburg, N., Olejarczyk, R. y contó con la colaboración de Giuliano, S. y Keclach, D. Es parte de la política de INSITU reflexionar e investigar sobre sus espacios de trabajo. Además, las autoras de este artículo abordan temáticas afines en sus respectivas tesis de maestría en curso. Ts | 35 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg en el nuevo modo de habitar el espacio y de organizarse a nivel comunitario, implicando, en los casos de viviendas en propiedad horizontal, asumir las exigencias que se imponen por ley. Si bien este funcionamiento resulta heterónomo, nuestra experiencia nos demuestra que la organización consorcial puede constituirse en un dispositivo democrático, que fortalece los lazos comunitarios y promueve la subjetivación territorial (Sztulwark, 2009). En estos procesos nos interesará, además, analizar desde una perspectiva de género el rol de las mujeres al interior del consorcio. En este artículo, entonces, nos proponemos analizar una experiencia de trabajo en los barrios de Las Flores y La Loma, Partido de Vicente López, en los que acompañamos la política habitacional que impulsa el municipio. El objetivo será poner en relieve la importancia de la intervención en la etapa posrelocalización en estos procesos y particularmente el abordaje desde el trabajo social. Palabras clave: relocalizaciones - organización consorcial - Trabajo Social Introducción: políticas y protocolos de relocalización de villas y asentamientos en el AMBA Desde hace décadas que el Estado lleva a cabo procesos de relocalización de población dentro de su territorio a raíz, principalmente, de la realización de proyectos a gran escala. Estas políticas estatales de relocalización presentan una serie de complejidades que es necesario atender. En primer lugar, se justifican en relación con un fin mayor, es decir, se presentan como necesarias, vinculadas a la realización de alguna obra o modificación en la trama urbana que beneficiará a una porción significativa de la sociedad. Es por ello que una de sus características es que se presentan como inevitables. En segundo lugar, su implementación afecta la vida de las familias, así como también modifica las tramas vinculares existentes en los territorios. Esta última cuestión ha sido problematizada en los estudios sociales. Entre ellos, resulta significativo el aporte de Bartolomé y Ribeiro, quienes afirman que: toda relocalización compulsiva constituye de por sí un drama y, por lo tanto, expone a la luz los mecanismos básicos que sostienen el tejido social de una comunidad humana y en especial aquellos que hacen a su ajuste con el medio físico y social (1985: 12). Ts | 36 Abordaje social en conjuntos habitacionales Lo que destaca el autor es que toda relocalización modifica las “estrategias adaptativas” de las familias y que esta cuestión debe ser atendida y/o evaluada durante la implementación de estas políticas. En esta línea, Cernea (2004) enfatiza que la política de relocalización no debe empobrecer a la población afectada. Estos procesos provocan una serie de impactos adversos que es necesario atender antes que la relocalización se lleve a cabo con el fin de identificarlos y evitarlos, o bien, repararlos. Otra cuestión significativa que señala el autor es que el proceso de relocalización no afecta solo a la población que se relocaliza, sino también a quienes permanecen habitando la trama urbana que se libera, así como también a los habitantes del lugar receptor. Ambos grupos de población padecen los efectos –directos o indirectos– de este proceso. En síntesis, la literatura especializada acuerda en señalar que: todo proceso de relocalización modifica inevitablemente las estrategias adaptativas de las familias involucradas y que una relocalización nunca debe empeorar las condiciones de vida de los/as involucrados/as. Es a partir de este reconocimiento que en los últimos años el Estado ha incorporado acciones particulares dentro de las políticas de relocalización, tendientes a mitigar sus efectos adversos. En particular, el Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires (IVC) ha elaborado, a partir de una articulación entre múltiples actores vinculados a este tema (académicos/as, vecinos/as, representantes de organizaciones territoriales y agentes estatales), un “Protocolo base para el diseño e implementación socialmente responsable de procesos de relocalización involuntaria de población” (IVC, 2015). Este es un documento que establece cuestiones clave acerca del modo en que el Estado debe llevar a cabo la implementación de estos procesos y se nutre del aprendizaje de las experiencias previas de intervención en el territorio, así como de los estudios académicos anteriormente mencionados. Por un lado, en el Protocolo es posible encontrar una toma de posición de este grupo de actores acerca de cómo estos conciben los procesos de relocalización: la relocalización involuntaria de poblaciones [es] un proceso complejo, extendido en el tiempo y en el espacio –es decir, se inicia mucho antes de que la población se traslade y termina mucho después del acceso a una nueva vivienda–, y que requiere un abordaje integral y atento a sus singularidades (IVC, 2015: 1). Además, establecen una serie de principios orientativos de toda relocalización: enfoque integral, enfoque de equidad, enfoque de género, enfoque de complejidad, gestión articulada del proceso, definición abarcativa de las poblaciones afectadas, abordaje desde la singularidad, implementación de espacios tendientes a la generación de consensos, sustentabilidad económica de la intervención, monitoreo, seguimiento y evaluación permanente. Por otro lado, el Protocolo establece detalladamente un esquema de intervención que describe estructuras burocráticas para llevar a cabo los procesos de relocalización, así como las funciones de Ts | 37 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg estas estructuras y la vinculación con otras áreas de gobierno con competencia en diversas cuestiones (educación, salud, seguridad, economía, etc.). En resumen, con el correr de los años la cuestión de las relocalizaciones compulsivas de población ha sido objeto de análisis por parte de investigaciones académicas, pero también han cobrado mayor protagonismo al interior de la agenda estatal. De todos modos, sigue siendo una reivindicación que el Estado respete estos documentos, particularmente, que considere a la relocalización como un proceso espacio-temporal y que atienda todas aquellas problemáticas ya identificadas. En el caso de las poblaciones que analizamos en el presente artículo, cabe destacar que las relocalizaciones sí han sido aceptadas por los/as vecinos/as. Si bien la tipología de las viviendas nuevas sería diferente a la de origen, relocalizarse les implicaría un cambio de hábitat que impactaría de manera positiva en su calidad de vida, al menos en términos edilicios. Es decir que este cambio no fue visualizado –en principio– de manera traumática o amenazante para su vida cotidiana. No obstante, al acercarnos para abordar la organización consorcial en estos barrios, comienzan a emerger conflictos y lo movilizante que resultó la mudanza un tiempo después. En algunos casos, esto se expresa en la apropiación y el uso de los espacios comunes, en problemas en la convivencia con sus pares, en dificultades para adaptar la cantidad de miembros de la familia a la vivienda adjudicada, en la presencia de mascotas, en los espacios (no) destinados a los/as niños/as al interior de los conjuntos. Estas situaciones detectadas, que profundizaremos en los apartados posteriores, dan cuenta de que estas relocalizaciones, si bien no fueron forzosas o implicaron un desplazamiento lejano, sí pusieron en tensión las estrategias organizativas de las familias. La posrelocalización: tensiones entre el hábitat formal y el informal La formas dicotómicas de pensar la ciudad distinguiendo aquella formal, planificada y regulada de otra “informal”, “ilegal”, formada a su propio ritmo sin trazas preexistentes, imprimen un sello moralizador y civilizatorio a las políticas públicas que se proponen transformar los espacios urbanos informales. Las sociólogas Di Virgilio y Rodríguez (2007) analizan que la producción social del hábitat y el conjunto de modalidades de autoproducción impulsadas históricamente por los sectores de menores ingresos se desarrollaron como consecuencia de la persistente brecha entre las características y alcances de la producción capitalista de vivienda y la demanda social de vivienda y hábitat (lo que incluye la provisión de un conjunto de servicios e infraestructura urbana). El hábitat “informal”, desde sus orígenes, fue considerado como una anomalía urbana que debiera erradicarse o transformarse. En este sentido, el Estado (en sus diferentes niveles de gestión) ha implementado diversas estrategias en torno a estos procesos de producción social del hábitat: desde la relocalización de familias a complejos habitacionales, la integración social y urbana de los barrios a través de provisión de equipamiento e infraestructura (apertura de calles, la llegada de servicios públicos, transporte, etc.), hasta el reconocimiento de la titularidad de las viviendas autoconstruidas. Particularmente, los planes de vivienda social se han constituido en la política habitacional por excelencia desde la década de 1940. Si bien no ahondaremos esta cuestión aquí, resulta pertinente recordar Ts | 38 Abordaje social en conjuntos habitacionales que desde aquel momento la vivienda social se erigió como emblema de la solución para aquellas poblaciones que no podían –vía mercado– acceder a la casa propia. A pesar de que en las últimas décadas se han implementado políticas de erradicación de villas o asentamientos, políticas de mejoramiento de viviendas existentes, políticas de regularización dominial, etc., sostenemos que la visión hegemónica entiende a la vivienda social como una solución habitacional definitiva. Más allá de los posibles debates, la vivienda social se presenta para sus futuros/as usuarios/as como un hábitat nuevo y diferente al de origen. En numerosos casos, la tipología no es elegida por quienes se mudarán allí, además de haber permanecido ajenos/as a todas las instancias del proceso de diseño y construcción de dichas viviendas. En los conjuntos habitacionales en altura, regidos por el régimen de propiedad horizontal, se añade otro factor de ajenidad: el consorcio. Ajustar la funcionalidad de las nuevas viviendas a las necesidades concretas de las personas, familias y comunidad que se mudan allí continúa siendo una tensión recurrente. Se evidencia que la planificación de los espacios no contempla, en general, la cotidianeidad de las personas que las habitan: la imposibilidad de ampliar y construir nuevos ambientes para albergar nuevos miembros de la familia, la falta o déficit en equipamiento comunitario (plazas, espacios comunes, etc.), la no previsibilidad de espacios para comercios o actividades productivas, entre otras tantas cuestiones. A lo largo de nuestra experiencia profesional, comprendimos que las relocalizaciones se caracterizan por ser procesos complejos y atravesados por una multiplicidad de dimensiones. Tal como propone el Protocolo (IVC, 2015) anteriormente mencionado, esta cuestión debería ser medular en el diseño de una política pública de entrega de viviendas sociales, ya que, como vimos, relocalizar no se trata solo del traslado de personas de un lugar a otro, atendiendo las tareas de logística pertinentes, sino también de incorporar en la planificación mecanismos que atiendan los impactos que pueden producirse en la población desplazada. Estos impactos dependerán de ciertas particularidades, como la tipología habitacional, la calidad constructiva, la distancia entre el lugar de origen y el de destino, los equipamientos urbanos y sociales2 disponibles, la participación que haya tenido la población afectada en las decisiones del proceso, la transparencia en los modos de intervenir por parte de los agentes estatales, entre otras. En nuestro caso de estudio y de trabajo, los desplazamientos no han sufrido el desarraigo geográfico porque el municipio de Vicente López ha construido viviendas nuevas en tierras aledañas a los barrios de origen. En estos procesos, la principal novedad ha radicado en el cambio de tipología habitacional, el paso de un hábitat “informal” a otro “formal”, pero con un diseño heterónomo que implica, además, el sometimiento a una normativa específica que regula el uso, el mantenimiento y los modos organizativos que debe asumir la vida cotidiana. En efecto, se trató de políticas de entrega de viviendas denominadas “llave en mano”, caracterizadas históricamente por presentarse como un conjunto homogéneo de casas o departamentos, de exclusivo uso residencial y con casi nula plasticidad para modificaciones o ampliaciones. 2 Entendemos por equipamientos urbanos y sociales a aquellos establecimientos o servicios que hacen al desarrollo de la vida en las ciudades, por ejemplo: escuelas, centros de atención de la salud, espacios de recreación y esparcimiento, entre otros. Ts | 39 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg Al respecto, resulta sugerente el trabajo de Giglia (2012) acerca de los modos de habitar y su relación con los distintos tipos de hábitat. En su análisis, la autora plantea una situación inherente a todas las relocalizaciones de villas y que, sin embargo, suele ser invisibilizada: “existen grosso modo dos relaciones posibles con la vivienda. Una consiste en ir habitando (y ordenando) la vivienda conforme se procede a su construcción […]. La otra concierne más bien al ir a habitar (y ordenar) una vivienda ya construida” (Giglia, 2012: 20). Efectivamente, en las villas y asentamientos sucede que los/as habitantes despliegan su habitar en el transcurso del proceso de construcción de sus viviendas, ordenando su espacio según sus posibilidades y necesidades. En este sentido, coincidimos con Cravino (2006) acerca de que el campo de la vivienda “informal” permite una gran flexibilidad respecto a los recursos disponibles y las expectativas de recursos futuros, en vinculación con los ciclos de vida de la familia y sus recursos. Los departamentos de los conjuntos habitacionales, por el contrario, imponen con su diseño un cierto orden espacial al cual los/as nuevos/as usuarios/as tienen que adaptarse. Esto se observa desde la implasticidad de su arquitectura, que no permite ampliaciones ni modificaciones, pasando por la tolerancia a ciertos ruidos que traspasan las paredes divisorias, o por los nuevos cuidados que requieren los/as niños/as respecto al uso de las escaleras. Además, la vida en edificio supone someterse a una regulación de usos y convivencia estipulada en la normativa consorcial que supone, a su vez, la imposición de nuevas formas organizativas: la toma de decisiones en asamblea, el pago de expensas, la elaboración de balances contables, la implementación de reglamentos de convivencia, el mantenimiento y uso de nuevas infraestructuras, por mencionar solo algunos aspectos. En consecuencia, ambas lógicas entran en tensión en los procesos de relocalización en los que los/as residentes de las villas y asentamientos deben forjar un nuevo habitus socio-espacial (Giglia, 2012: 16) en función de las nuevas exigencias del hábitat “formal”. Ante este desfasaje de las pautas del hábitat, asumir la tarea de acompañar la organización consorcial implica –desde nuestra mirada profesional– comprender que el tiempo de la intervención es el tiempo de la comunidad. Es decir, el trabajo social comunitario debe considerar que no se pueden acelerar ni suspender las actividades a voluntad del equipo profesional, que las nuevas prácticas que supone la vida consorcial –como por ejemplo, un nuevo régimen de representación y de toma de decisiones, nuevos modos de resolver conflictos colectivos, o llevar registro formal de gastos comunes– deben ser acompañadas procesualmente de modo que este esquema novedoso se presente como un dispositivo que resuelve situaciones conflictivas y no que, contrariamente, implique mayor burocratización de la vida. En esta línea, el abordaje social debe preguntarse por la relación que se teje entre el habitar y el hábitat en clave cultural, tal como propone Giglia (2012). Este enfoque permite conocer las producciones de sentido, las valoraciones, los imaginarios urbanos que se ponen en juego, y adoptar esta perspectiva podría modificar significativamente el diseño y el modo de implementar políticas públicas habitacionales, a favor de sus futuros/as usuarios/as. En este sentido, tal como explica la autora, “no todos los espacios se dejan domesticar de la misma manera” (2012: 17). Y justamente son los conjuntos habitacionales aquellos espacios más indóciles, ya que por su morfología, uso y destino se presentan rígidos y pautados de antemano. Ts | 40 Abordaje social en conjuntos habitacionales Por lo tanto, estas nuevas exigencias en los modos de domesticar el espacio en los conjuntos habitacionales requieren de un abordaje social integral que sea capaz de acompañar a los/as vecinos/as en su proceso de habitar –y no tan solo ocupar– sus nuevas viviendas. En efecto, para que el habitar se despliegue y habilite relaciones potentes entre el hábitat y sus habitantes, es decir, se produzca una subjetivación territorial (Sztulwark, 2009), sostenemos que es imprescindible fortalecer la organización comunitaria. Nuestra postura política entiende que esto no sucede en forma individual, sino que los procesos de subjetivación tienen lugar siempre con los/ as otros/as de nuestro entorno. Organización consorcial y fortalecimiento comunitario Los barrios Las Flores y La Loma A mediados de 2018, desde la Asociación Civil INSITU, iniciamos un proyecto de organización consorcial en dos barrios del partido de Vicente López: Las Flores (en Florida Oeste) y La Loma (en Olivos). Allí trabajamos con vecinos/as provenientes de villas y asentamientos que hoy residen en conjuntos habitacionales. Nuestra propuesta es la de acompañar el proceso de formalización consorcial, brindando herramientas en base a lo establecido por el CCyCN (arts. 2037 a 2072). El proyecto consta de dos líneas de intervención: formalizar los consorcios en aquellos conjuntos habitacionales habitados hace más de una década, y acompañar los procesos de relocalización de aquellas poblaciones que están próximas a recibir una vivienda nueva. En cuanto a Las Flores, la villa que dio origen al barrio surgió entre los años 1940 y 19603 y, de acuerdo con datos no oficiales, en 2012 habitaban unas 1.500 familias.4 A lo largo del tiempo, el barrio ha tenido diferentes intervenciones estatales, siendo una de ellas la implementación del Plan Federal de Construcción de Viviendas (Etapa I). Con este programa se construyeron unas 172 unidades funcionales distribuidas en 10 edificios con 22 escaleras5 en su totalidad. Con el Plan Federal de Construcción de Viviendas (Etapa II), se construyeron 40 unidades funcionales distribuidas en 2 edificios con 5 escaleras. Finalmente, con el Plan Nacional de Viviendas se edificaron 45 viviendas distribuidas en 4 escaleras. En cuanto al barrio de La Loma, trabajamos con un sector de la población originaria del asentamiento 7 de Mayo que cuenta con una antigüedad de 40 años. Allí funciona una comisión barrial que ha participado del proceso de relocalización y que se organizó para generar instancias de reclamo ante el 3 Sobre la fecha y motivo que dio origen al barrio existen, de acuerdo a la bibliografía consultada, dos versiones: una de ellas sitúa el origen en la década de 1940 con motivo de la construcción de la autopista Panamericana y otra, en 1958, a raíz de una inundación. 4 Al respecto, consultar el artículo disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/bitacora/article/ view/18498/19400 5 Denominamos “escalera” a la circulación vertical independiente que tiene cada edificio y que asume la unidad consorcial mínima. Ts | 41 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg municipio, articulando como representantes del sector que se mudó, y participando de manera activa en el cuidado de las viviendas mientras estaban construyéndose. En este caso, en octubre de 2018 se han mudado a 24 unidades funcionales divididas en 3 escaleras, en el marco del Plan Nacional de Viviendas. Por nuestra parte, acompañamos el proceso de mudanza de 22 familias del barrio Gándara-Uzal,6 otro asentamiento de la zona de La Loma, con casi 30 años de antigüedad. La mudanza tuvo lugar en mayo de 2019 a un complejo habitacional con las mismas características que el mencionado anteriormente. Por último, desde febrero de este año incorporamos a nuestro abordaje al conjunto habitacional “Warnes”, habitado desde hace casi 10 años por 30 familias. A partir de estas experiencias, y a grandes rasgos, hemos podido hallar procesos muy disímiles entre una y otra línea de intervención. Resulta significativamente más complejo introducir esquemas organizativos nuevos cuando los/as habitantes ya llevan varios años sin haber tenido pautado el modo de funcionamiento consorcial; en el transcurrir del tiempo han desplegado estrategias de supervivencia y de mantenimiento mínimo –en general, siempre posterior a roturas o desperfectos–, pero poco se avanza sobre el modo de relación social, sobre la convivencia o el habitar colectivo. En cambio, en aquellas situaciones en las que las familias reciben la información acerca del consorcio de manera previa a mudarse, la conformación de las administraciones se da inmediatamente posrelocalización y, a la inversa de los conjuntos antiguos, la prioridad radica en establecer las pautas de “cómo queremos vivir juntos/as en este nuevo barrio”. La construcción de un nuevo modo de habitar colectivo es lo que se impone en la agenda de trabajo. En función de estos escenarios diversos, desde INSITU planificamos nuestras actividades atendiendo a la singularidad de cada territorio. Nuestro trabajo desde INSITU: el consorcio como excusa para el fortalecimiento comunitario Los/as profesionales que conformamos INSITU7 contamos con experiencia compartida de trabajo en materia de organización consorcial en otros territorios y articulando con diferentes actores. Consideramos esa trayectoria como una especie de “libro vivo” sobre el que pudimos ir escribiendo o registrando hechos, personas, circunstancias que nos permitieron continuar apostando a la organización consorcial, no solamente como una herramienta legal, sino como un motor de cambio, de empoderamiento, de participación social. 6 La zona denominada “Uzal” refiere a la calle donde habitaban siete familias que habían residido sobre el predio que fuera necesario para construir el actual complejo habitacional. El municipio determinó su traslado temporal a estas viviendas de la calle Uzal durante el proceso de construcción a cambio de otorgar un departamento a cada grupo familiar. Desde INSITU mencionamos los dos territorios de forma conjunta dado que el proceso de prerelocalización y mudanza fue realizado en conjunto. 7 Como creemos que las situaciones son complejas y cuentan con múltiples variables de análisis, las abordamos en términos interdisciplinarios; el equipo de INSITU que interviene en ambos barrios se encuentra conformado por profesionales de trabajo social, sociología, psicología, ciencia política y cine. Ts | 42 Abordaje social en conjuntos habitacionales Si bien la normativa actual en esta materia resulta el marco y “la excusa” para nuestras intervenciones, en el caso de la vivienda social puede resultar ajena para sus residentes. Sin embargo, la concebimos como una herramienta de organización con enorme potencial en términos comunitarios, de ejercicio democrático en la toma de decisiones y en la gestión del territorio. En efecto, la apertura de un espacio de encuentro entre vecinos/as con la excusa de la formalización consorcial demuestra que en este tipo de hábitat popular la producción social del hábitat (Di Virgilio y Rodríguez, 2013) puede tener lugar e, incluso, ser muy potente. En particular, la asamblea como órgano soberano del consorcio habilita a generar espacios de encuentro, discusión y participación, posibilitando un diálogo para la toma de decisiones que contribuya a la mejora de la calidad de vida de los/as vecinos/as. Aquellos/as que son designados/as en la administración o el consejo de administración se convierten en representantes de la escalera o edificio –tanto para sus propios/as vecinos/as como para externos/as al barrio–, a fin de garantizar el cumplimiento de los acuerdos generados en asamblea. La posibilidad de reconfigurarse en estos nuevos roles, a partir de este proceso consorcial, representa un desafío que requiere acompañamiento desde la organización comunitaria. En esta línea, generar espacios de encuentro permite reflexionar y descubrir capacidades novedosas e incluso potenciar nuevos liderazgos en la comunidad. También permite repensar la relación que tienen entre ellos/as mismos/as, es decir, revisar las relaciones vecinales. Finalmente, estos espacios pueden quebrar ciertas lógicas establecidas de roles asignados y asumidos en torno al género. A medida que los consorcios se “van formalizando”, aquellos/as vecinos/as que fueron elegidos/as como administradores/as y consejeros/as de administración se incorporan a las reuniones mensuales que organizamos desde INSITU, planteadas como un espacio de intercambio, reflexión y capacitación que permite forjar lo colectivo que es propio de esta nueva experiencia de organización. Se tejen, así, lazos de reciprocidad entre quienes asumen estos nuevos roles, constituyendo una instancia de organización democratizante en relación con la lógica organizativa que podía primar en la “informalidad” del espacio que habitaban antes de la mudanza. Es importante destacar que, a partir de la formalización de los consorcios, los/as vecinos/as adquieren representación como un todo a través de la conformación de la administración general. Esto abona a la percepción de los/as vecinos/as como un grupo que comparte no solo espacios comunes, sino también singulares maneras de organizarse, teniendo como objetivo la mejora de la calidad de vida y abriendo la posibilidad a la construcción de redes interpersonales, que impactan en la construcción de lo comunitario más allá de las delimitaciones físicas. Es decir que se trata de procesos extensos, que se inscriben en las prácticas culturales y sociales –en los modos de percibir, pensar y hacer–. En estos procesos inciden las trayectorias personales de cada vecino/a y se ven constantemente alterados por la coyuntura socioeconómica y política, lo que se traduce para el equipo en la necesidad de repensar y flexibilizar las estrategias de intervención. En consecuencia, trabajamos desde la noción de proceso, entendiendo que el paso inicial del consorcio es la asamblea de designación de la administración y que, a partir de ese momento, comienza Ts | 43 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg un camino de cada consorcio hacia su crecimiento y la apropiación de las herramientas propias de este tipo de organización. Desde INSITU acompañamos orientando y asesorando técnicamente, pero fundamentalmente apostamos a trabajar en el ejercicio de “tomar parte de lo común”, ya que en el consorcio no se trata solo de delegar tareas a un/a representante, sino de comprometerse colectivamente en la toma de decisiones. Esto significa que el/la administrador/a asume la tarea de ejecutar la voluntad de la asamblea, pero no de arrogarse las definiciones sobre las cuestiones comunes. Otra cuestión significativa es que cuando se ponen en marcha los procesos de organización consorcial, son destacables las diferencias que existen cuando acompañamos a la población desde la instancia de las adjudicaciones8 que cuando nos incorporamos una vez efectuada la relocalización. En consecuencia, la planificación de nuestras acciones es diferente para cada caso y el proceso de apropiación de las herramientas consorciales también. Lo que se comparte en ambos abordajes es la premisa de ajustar nuestras experiencias y conocimientos a la singularidad de cada barrio. Por este motivo, se efectúa un diagnóstico situacional que incluye entrevistas con vecinos/as, con el equipo municipal y con referentes barriales, cuyo producto es una planificación con cronograma de actividades y objetivos específicos para cada población, rescatando la especificidad de cada territorio. En el caso de los barrios 7 de Mayo y Gándara-Uzal, ambos de La Loma, contamos con la posibilidad de acompañar el proceso de los/as vecinos/as en la etapa premudanza. Abordamos las nociones consorciales en talleres planificados, para promover que los vecinos/as comiencen a familiarizarse con el tema y, en simultáneo, detectar perfiles de posibles administradores/as e integrantes del consejo. También diseñamos un manual técnico acerca del cuidado y uso de la vivienda, los materiales y elementos que la componen, en pos de trabajar lo referido al mantenimiento en términos edilicios. Esta experiencia resultó sumamente interesante porque se evidenció la apropiación de estas nociones a través del planteo de situaciones hipotéticas, mientras se identificaban perfiles de liderazgo. Esto impactó de manera directa en la conformación de los subconsorcios y del consorcio general: incorporaron herramientas propias de la organización consorcial (como balances, libro de actas, convocatorias a asambleas, reglamento interno), que otorgan transparencia a la gestión y facilitan la resolución de conflictos de la vida cotidiana. En el caso de Las Flores, advertimos que en algunas pocas escaleras o edificios sostenían formas de organización vecinal, por lo que que solamente requirió, de nuestra parte, enmarcarlas en el formato consorcial. Sin embargo, luego de más de una década de vivir en los conjuntos sin trabajar lo consorcial, lo frecuente es que se presenten algunas resistencias que adjudicamos a diversas causas. A grandes rasgos, identificamos tres cuestiones: en primer lugar, existen experiencias de organización que no han logrado sostenerse en el tiempo (quizás por falta de acompañamiento) o que no alcanzaron buenos 8 Las etapas de selección de vecinos/as que serán relocalizados/as, la adjudicación de viviendas a los grupos familiares, la mudanza en sí misma y el seguimiento posmudanza se encuentran a cargo del municipio de Vicente López. Ts | 44 Abordaje social en conjuntos habitacionales resultados (por ejemplo, por falta de transparencia en el manejo del dinero); segundo, el consorcio se presenta con un léxico jurídico y con pautas rígidas que resultan ajenas a los lenguajes barriales, además de romper con las lógicas de representación aprehendidas históricamente en el hábitat informal; por último, el esquema consorcial implica un ejercicio de participación y de involucramiento con los asuntos comunes del que no hay trayectoria. Asimismo, en la mayoría de las escaleras nos hemos encontrado con algunas resistencias que responden a sentir que han transitado, en términos de lo expresado por los/as vecinos/as, “el abandono del Estado”. Esta sensación se sostiene, principalmente, en lo referido a la necesidad de reparaciones técnicas que persisten desde el momento de la mudanza o que resultan muy costosas para ser enfrentadas por los/as propios/as vecinos/as. También al incremento de las construcciones irregulares en las plantas bajas que fueron “permitidas” (por omisión) por el municipio, y al débil acompañamiento social que han recibido para resolver los asuntos comunes. En este contexto, el consorcio es percibido más como una nueva exigencia del Estado que como un dispositivo democratizante que fortalece la comunidad. Nuestro trabajo requiere, entonces, de mayor dedicación en hacer visibles los “facilitadores” del consorcio para la gestión de este nuevo tipo de hábitat, al mismo tiempo que lo proponemos como dispositivo de politización. Lo “político” aquí refiere a la creación de nuevos modos de pensarse, de habitar el barrio, de subjetivarse. Frecuentemente, esto requiere trabajar los roles y funciones de la administración en pos de diferenciarlos de las lógicas previas de organización barrial, ya que este nuevo esquema exige un involucramiento de todos/as los/as vecinos/as para “identificar lo que tienen en común”. Las dinámicas organizativas del hábitat anterior –tanto en Las Flores como en La Loma– respondían a sistemas de representación en los que la comunidad delegaba tareas y responsabilidades a contados/as referentes. En el consorcio, en cambio, el órgano soberano de decisión es la asamblea. Mientras que el rol de la administración consiste –valga la redundancia– en administrar y llevar adelante las decisiones tomadas por el colectivo. Cabe destacar, sin embargo, la experiencia del conjunto habitacional “Warnes” en La Loma. Este barrio, habitado hace más de 9 años, no había sido abordado socialmente luego de la mudanza. No obstante, el proceso de formalización consorcial allí se ha alcanzado en tan solo cinco meses y con gran participación y compromiso de la comunidad. Consideramos que algunos factores han incidido en este hecho. En primer lugar, la escala del conjunto –tan solo 30 departamentos– facilitó la inserción de INSITU y lo hizo abordable en poco tiempo. En segundo lugar, los/as vecinos/as contaban con ciertos acuerdos previos de organización para resolver problemas comunes. Entendemos que aquí la propuesta de organización consorcial reanimó el deseo de forjar tramas colectivas de trabajo para el mejoramiento del barrio. En síntesis, abordar los esquemas de organización consorcial en la instancia previa a la mudanza, como en el caso de La Loma, permitió que los/as vecinos/as contaran de antemano con la información necesaria acerca de sus futuros derechos y responsabilidades como copropietarios/as. Les permitió, además, anticiparse a las problemáticas que podían acontecer posmudanza e identificar con claridad los roles que debían asumir en sus nuevos consorcios y, en consecuencia, cuáles son los canales formales de articulación con el municipio. Ts | 45 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg En contraposición, implementar el esquema consorcial luego de una década de residir en los edificios sin ningún formato organizativo, como en el caso de Las Flores, resulta una tarea ardua que requiere deconstruir tanto las percepciones negativas acerca de la posibilidad de alcanzar una organización sostenida y autónoma como las prácticas organizativas que se erigen sobre formatos más clientelares o personalistas. Consorcios feminizados En nuestra experiencia de trabajo pudimos corroborar que la cuestión de género atraviesa el proceso de organización consorcial en lo referido a la participación de mujeres. Particularmente en los estereotipos y preconceptos que se dejan entrever en asambleas, en las conversaciones con vecinas/os y en las distintas instancias de encuentro. Identificamos que a las mujeres que ocupan roles de liderazgo (administradoras o tesoreras) les es difícil asumir públicamente dichos cargos y ocupar su tiempo en el desarrollo de tareas comunitarias por restricciones impuestas por sus maridos e hijos/as, o bien por estereotipos de género que ligan el ser mujer con la debilidad o falta de carácter, situándolas en el ámbito privado, ligadas a las tareas domésticas. La literatura especializada viene desarrollando estas ideas hace varios años: “hombres vinculados al trabajo productivo –generadores de ingresos– y mujeres pensadas como responsables únicas y excluyentes del trabajo doméstico y reproductivo –cuidado de los hijos y organización del hogar–” (Falú y Rainero, 1994). Estas mujeres suelen encontrar obstáculos personales, de pareja, familiares y vecinales para desarrollar, asumir y sostener roles y posiciones que impliquen la gestión de asuntos comunitarios y barriales, como lo requieren las funciones de la administración. Algunas de las frases más significativas que se han escuchado en entrevistas individuales o en el marco de asambleas han sido descalificatorias y pronunciadas por personas de distintos géneros. Algunas de las más reveladoras han sido: “soy mejor agarrando la escoba que para esto”, “una mujer con un hombre al lado siempre parece más respetable”, “se necesita una figura masculina que dé seguridad”, “mi mujer conviene que no vaya a la asamblea porque se pone muy nerviosa”. En la mayoría de las ocasiones, las vecinas, motivadas e interesadas en impulsar la organización consorcial para el mejoramiento de sus edificios y de la comunidad barrial, también vivencian miedos y denotan supuestos: “qué dirán los/as demás”, “van a chusmear atrás mío”, “no sé si voy a llegar porque vuelvo tarde de trabajar y tengo que esperar a mi marido con la comida lista”, “me cuesta hablar delante de otros/as”, “los varones nos miran mal”, “los hombres son los que saben”, etc. Los prejuicios, el posible “descuido” de las tareas domésticas delegadas únicamente a ellas, el cuidado de sus hijos/as, los trabajos formales e informales por fuera del ámbito doméstico –en definitiva, cómo se autoperciben y cómo las perciben los/as demás– constituyen elementos fundamentales en la conformación de sus subjetividades. Ts | 46 Abordaje social en conjuntos habitacionales A estas representaciones y prácticas hegemónicas –y al mandato patriarcal que indica que los hombres deben asumir los roles de liderazgo– se agrega que en los conjuntos habitacionales suele ocurrir que, en un primer momento, se entiende que la administración alude a las reparaciones que deben enfrentar ante los desperfectos técnicos de sus edificios (más pertinentes a las del rol de “encargado/a”). La histórica división sexual del trabajo indica que son varones quienes se encargan de llevar adelante dichas reparaciones. De aquí se desprende que, en consecuencia, cuando se deben formalizar los consorcios, en la mayoría de ellos ocurre que son varones quienes se proponen –y son propuestos– para asumir el rol de administradores. Sin embargo, también suele suceder algo particularmente notable transcurrido cierto tiempo en el desarrollo de los consorcios: las administraciones dejan de estar en manos de varones para pasar al dominio de las mujeres. Pese a las desigualdades de género mencionadas, en las administraciones de los consorcios de Las Flores y La Loma, las mujeres representan mayoría en los roles desempeñados. Administrar un consorcio en estos conjuntos se asemeja más a las tareas de reproducción que de producción. Supone un repertorio de acciones tendientes a mantener en buenas condiciones las instalaciones, consensuar pautas de convivencia, afrontar gastos compartidos, entre otras, lo que implica una gestión de la vida doméstica que tiene lugar entre las familias que comparten un edificio o un conjunto habitacional. Pareciera que se produce una extensión del trabajo doméstico del hogar y de la economía familiar hacia el ámbito del consorcio. En este punto, resulta sugerente aquello que Giglia (2012) refiere sobre el “Trabajo doméstico como una labor permanente de domesticación y de ordenamiento del espacio, orientada a la producción y reproducción de la habitabilidad, labor de la que se encargan preponderantemente las mujeres” (2012: 27). Entonces, si pensamos que administrar el consorcio supone tareas de cuidado –de los espacios comunes y de la convivencia entre vecinos/as– y de establecer un orden –de limpieza, de mantenimiento, de reglas de convivencia–, podremos observar que la organización consorcial se convierte en un dispositivo de producción de habitabilidad en la medida que colabora con la domesticidad del espacio. En efecto, domesticar el espacio común supone ponerse de acuerdo con otros/ as, y es aquí donde el consorcio, entendido como esquema organizativo, puede allanar el camino para el despliegue del habitar. Asimismo, esta domesticación conlleva una dimensión política en tanto las prácticas de organización horizontales y democráticas habilitan redefiniciones en los modos de relación. El acompañamiento que hacemos desde INSITU, entonces, promueve un proceso de deconstrucción y desnaturalización que habilitará la configuración de nuevos modos de subjetivarse, teniendo siempre presente que esto no ocurre de modo individual, sino de manera colectiva y en identificación con otras/os. Este proceso de deconstrucción y desnaturalización implica problematizar y registrar que “no es algo que solo me pasa a mí”, sino que es una constante que viven las mujeres e identidades feminizadas. Este primer reconocimiento posibilita los cambios en la posición subjetiva. En este sentido, la práctica consorcial podría operar como plataforma para que acontezca una nueva sensibilidad. Se trata de una cuestión micropolítica (Guattari y Rolnik, 2013) porque implica una ruptura en los modos de reproducir la subjetividad dominante, es decir, de alterar el reparto de lo Ts | 47 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg sensible (Rancière, 2012) para habilitar el despliegue de nuevas subjetividades disidentes y alternativas que sean capaces de habitar y componer cuerpos múltiples. Esto ha comenzado a visualizarse en las reuniones mensuales de administraciones, en las que asisten mujeres con amplia y activa participación. A través de las prácticas de organización consorcial se han generado lazos entre las administradoras que superan la relación de vecindad conformando, paulatinamente, un colectivo. En general, sucedía que las vecinas se conocían entre sí pero no mantenían ningún tipo de relación o vínculo. El proceso de organización consorcial las acercó a partir de una tarea común que potenció sus habilidades y las acercó en una relación más fraterna. El abordaje comunitario desde el trabajo social Hasta aquí, hemos dado cuenta de nuestro trabajo desde un enfoque interdisciplinario. Nos interesa plantear ahora algunos aportes específicos del trabajo social, no solo en materia de gestión social del hábitat, sino en clave de abordaje comunitario y de posicionamiento político. Dentro de nuestro equipo observamos que nuestra disciplina aportó en este proyecto herramientas fundamentales. En primer lugar, el proceso metodológico del trabajo social procuró una inserción territorial paulatina a partir de la elaboración de un diagnóstico situacional –entendido como un conjunto de procedimientos ordenados y sistemáticos orientados al conocimiento de la realidad social– que permitió el conocimiento concreto de una situación sobre la que se va a intervenir. Este diagnóstico también facilitó la interpretación de los problemas, dificultades, necesidades, recursos, deseos y potencialidades más relevantes de un grupo o sector social.9 En los barrios en los que nos insertamos, el diagnóstico arrojó una línea de base con indicadores acerca de los niveles de organización consorcial y de las principales problemáticas que afectan a los/as vecinos/as. Esta información nos permitió mapear la situación de cada subconsorcio y establecer, a partir de allí, una planificación con líneas de acción específicas. A partir de aquí, construimos un sistema de monitoreo de indicadores de modo de evaluar permanentemente el avance de nuestro proyecto, considerando que la evaluación de proceso permite distinguir dimensiones del trabajo que deben ser fortalecidas, reprogramadas o modificadas para un mejor desempeño. Estas herramientas metodológicas cobran una especial relevancia en el trabajo social comunitario, ya que se trata de intervenciones sostenidas en el tiempo, que abordan procesos complejos y que integran una multiplicidad de actores. El abordaje territorial implica adentrarse en la trama comunitaria para, desde allí, dinamizar procesos de la vida cotidiana. Comprendemos que el territorio no es solo una topografía, sino una realidad 9 La noción de “situacional” enfatiza que el diagnóstico es siempre acerca de una situación que se reconoce como problemática y que implica una singular conjugación de actores y acciones, en una coyuntura sociopolítica específica; trata de conocer la especificidad del territorio, no solo con el propósito de producir conocimiento sino, y principalmente, de producirlo en función de planificar intervenciones futuras. Ts | 48 Abordaje social en conjuntos habitacionales compleja con múltiples dimensiones e interacciones. En este sentido, distinguimos tres dimensiones de intervención que se entrelazan y coexisten: la relación de los/as vecinos/as con el Estado, los modos de habitar el barrio y la producción de subjetividad. En cuanto a la primera, el consorcio puede constituirse en el puntapié inicial para que los/as vecinos/as se proyecten hacia la esfera política como interlocutores/as válidos/as. Es decir, el rol de los/as administradores/as no se limita a la coordinación del funcionamiento interno del barrio, sino que se constituye en ser representantes y portavoces de sus vecinos/as. Coincidimos con Marzioni (2012) en que “Mientras se van cubriendo algunas necesidades básicas del habitar, se va creciendo en organización y conciencia de que los planteos –no sólo como sujetos individuales sino como sujetos colectivos– permiten ir elevando la voz” (2012: 150). Sin embargo, este proceso presenta complejidades, ya que el nuevo esquema organizativo resulta novedoso respecto al anterior. El cambio de hábitat supone desarmar un modo de funcionamiento comunitario –a través de un sistema de delegados/as barriales– para adoptar uno nuevo que, en principio, es ajeno –el consorcio–. Asumir una dinámica diferente es tarea de los/as vecinos/as, pero también del Estado que debe adecuar su modo de intervención para acompañar a las familias en su nuevo espacio, atendiendo problemáticas y demandas distintas a las propias del hábitat anterior. En este sentido, asumimos como desafío, desde nuestra intervención, acompañar el proceso de cambio con los/ as vecinos/as en articulación con los/as agentes y funcionarios/as municipales. Una segunda dimensión alude a los nuevos modos de habitar que se tejen en los conjuntos habitacionales. En trabajos anteriores10 hemos analizado los impactos que el cambio de hábitat puede generar en el despliegue del habitar de sus nuevos residentes. En aquellas investigaciones pusimos de relieve la tensión que suponen las nuevas exigencias del hábitat formal con las disposiciones del habitus de las familias que forjaron sus prácticas sociales, culturales y económicas en el hábitat informal. El trabajo social cuenta con las herramientas necesarias para acompañar este nuevo habitus socio-espacial (Giglia, 2012: 16) introduciendo a los dispositivos consorciales un enfoque social y comunitario. No se trata de una tarea pedagógica a través de la cual se deba enseñar a los/as vecinos/as a vivir bajo las pautas consorciales, sino de facilitar sus herramientas para que potencien la vida en común. El punto de partida de este enfoque es comprender que el espacio se produce socialmente. Como señala Lefebvre (2013), existe un mutuo condicionamiento entre el espacio urbano y las relaciones sociales que en él se despliegan: por un lado, las características del espacio condicionan las relaciones sociales, por el otro, el espacio urbano es producto de estas. Por su parte, Espagnol y Echevarría (2010) conciben que la manera en la que las distintas formas habitacionales condicionan los modos de relación también inciden en las formas de organización social, es decir, que existe una estrecha vinculación entre el hábitat (espacialidad) y su propia lógica de organización (2010: 73). Partir de estos supuestos nos habilita a pensar que el consorcio se constituye como un esquema organizativo pertinente para la espacialidad en propiedad horizontal, ya que a partir de este esquema, las responsabilidades que conlleva la vida en común resultan de las decisiones colectivas tomadas democráticamente. Asimismo, 10 Demoy, B. et al (2009); Demoy, B. y Ferme, N. (2009, 2010, 2011). Ts | 49 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg a partir de la figura de la administración, los/as vecinos/as pueden ser validados/as y reconocidos/as por autoridades gubernamentales y otros organismos. Desde nuestra intervención, apostamos a que se vean interpelados/as a participar y colaborar con la habitabilidad de este nuevo hábitat. En efecto, a partir del fortalecimiento comunitario, se evidencia la capacidad de los/as vecinos/as gestionar el propio hábitat, y también se observa la relación subjetiva que estos/as comienzan a tejer con su propio barrio y con la esfera pública. Como señala Carballeda: “El territorio construye subjetividad y es construido desde ella” (2012: 28). Aquí nos adentramos en la tercera dimensión de la intervención, que demuestra que nuestra profesión ocupa un lugar privilegiado para potenciar procesos de subjetivación. Nuestro espacio intersticial entre la política pública y la población a la que va dirigida, nos sitúa en medio de una “encrucijada política” (Guattari y Rolnik, 2013): o bien colaboramos en reproducir el orden dominante –que en nuestro caso podría referirse a normativizar a los/as vecinos/as según las leyes vigentes–, o bien generamos espacios donde los procesos de subjetivación alternativa sean posibles. Estos desplazamientos subjetivos implican alterar los modos dominantes de ser-pobre, ser-mujer, ser-trabajador, ser-beneficiario, etc. Por lo expuesto hasta el momento, consideramos que desde nuestro particular ejercicio del rol profesional, lo político es constitutivo del proceso de intervención. En este sentido, coincidimos con Lera acerca que el “Trabajo Social puede generar condiciones para producir, intercalar, visibilizar relatos, versiones, en la línea de restitución de derechos, ampliación de ciudadanía, respeto al otro, impugnación de la desigualdad, fortalecimiento de autonomías.” (2014: 169). Partiendo de que históricamente nuestra profesión se caracterizó por asumir un rol moralizador y normatizador a través de los dispositivos de asistencia (Parra, 2002), el gran desafío consiste en “intervenir al trabajo social” haciendo de sus prácticas espacios más democratizantes que desarmen la clasificación jerárquica entre expertos/as y asistidos/as. Es decir, no se trata de robustecer la capacidad de especialistas, sino más bien de desplegar la capacidad de todos/as. En nuestro proyecto de organización consorcial impulsamos autoadministraciones y no administraciones externas –a cargo de “expertos/as”–, justamente porque partimos de la confianza en las capacidades de los/as vecinos/as con los/as que trabajamos. Nuestro rol se basa en compartir herramientas consorciales que resultan desconocidas para ellos/as a fin de que resulten útiles para la gestión social del nuevo hábitat. Para finalizar, consideramos que es clave abordar el debate sobre el ejercicio democrático de nuestra intervención para repensar nuestro rol profesional. Si bien el trabajo social se erigió como disciplina experta en la pobreza, nutrida de un saber-hacer ante las necesidades, desde una perspectiva democrática, la intervención debe partir de una igualdad ontológica que abogue por acciones (micro)políticas y que proyecten un desplazamiento de los modos dominantes de ver, de oír, de percibir. Nuestra apuesta por el trabajo social comunitario tiende a acortar la distancia que se anticipa entre el saber profesional y el sujeto que “demanda”. Lo comunitario, desde nuestra perspectiva, implica preguntarse: ¿qué nos pone en común? Desde nuestro rol profesional, apostamos no solo a contribuir con herramientas consorciales, sino a fomentar procesos comunitarios más potentes. Ts | 50 Abordaje social en conjuntos habitacionales Conclusiones A lo largo de este trabajo abordamos las políticas de relocalización de villas y asentamientos en su etapa posmudanza, a partir de la experiencia que llevamos adelante desde INSITU en los barrios de La Loma y Las Flores, en el Partido de Vicente López. Partimos de conceptualizar las relocalizaciones de población como procesos complejos que trascienden la mera mudanza, y que deben atender las múltiples dimensiones que lo atraviesan. En casos como el estudiado, en que la vivienda otorgada se enmarca en la tipología de propiedad horizontal, parte de las dimensiones a atender radican en la organización consorcial. Además de tratarse de una obligación legal para los/as vecinos/as que residen en conjuntos habitacionales en altura, el dispositivo consorcial se brinda como herramienta para abordar cuestiones comunitarias, sociales, culturales, políticas y subjetivas. Como vimos, las relocalizaciones de villas a conjuntos habitacionales conllevan un “stress multidimensional” (Bartolomé y Ribeiro, 1985) producto del duelo que supone dejar atrás la vivienda en la que se habitó –y posiblemente que se construyó– durante toda la vida. Y no solo eso, sino que también implica el cambio de una tipología habitacional a otra que impone nuevas pautas organizativas y, por lo tanto, nuevas exigencias para domesticar el espacio. Estas nuevas exigencias requieren de un abordaje social integral que sea capaz de acompañar a los/as vecinos/as en el proceso de habitar sus nuevas viviendas y para ello es necesario fortalecer la organización comunitaria. La vida en propiedad horizontal requiere de acuerdos y decisiones colectivas que precisan de la participación y el involucramiento de sus residentes. Por eso es que el consorcio facilita el encuentro y la toma de decisiones sobre lo común. Nuestra experiencia de trabajo nos indica que las herramientas legales del consorcio resultan útiles y valiosas para fortalecer la organización comunitaria. Con lo cual, nuestra labor no se centra en “enseñar” la normativa consorcial, sino en facilitar sus elementos para que ese habitar colectivo encuentre un esquema organizativo sobre el cual desplegarse. El consorcio constituye –a pesar de ser una ley– un dispositivo democratizante: la asamblea como órgano soberano para la toma de decisiones, la figura de la administración para ejecutar lo que la asamblea mande, instrumentos para transparentar el uso del dinero de todos/as, etcétera. Esta dinámica resulta novedosa en comparación con los esquemas organizativos de las comisiones barriales del hábitat informal, por lo que se requiere de un abordaje social minucioso, paciente, micropolítico y sostenido en el tiempo. Como hemos analizado, este abordaje logra mayor dinámica si el proceso se inicia en el momento prerelocalización y se acompaña hasta alcanzar la madurez consorcial. Hemos observado que el consorcio facilita la producción social del hábitat por parte de sus vecinos/as a partir de un repertorio de instrumentos que facilita la gestión de lo común. En este sentido, nuestro trabajo desde INSITU apuesta a la implementación de las herramientas consorciales con la expectativa de abonar procesos de autonomía y de subjetivación. Es decir, organizar consorcios implica proTs | 51 María Florencia Bruno, Belén Demoy y Natalia Fainburg mover el involucramiento de los/as vecinos/as en la toma de decisiones sobre el barrio, sobre lo que les pertenece e incluye a todos/as, pero además implica hacerlo con la intención de que este proceso altere los modos dominantes de subjetivación. Este esquema organizativo favorece la autonomía de las comunidades, no en términos liberales de desvinculación con el Estado, sino, por el contrario, en función de aumentar su capacidad de actuar y decidir respecto a su propio hábitat. En este sentido, posicionarse desde un lugar autónomo permite a los/as vecinos/as repensarse subjetivamente y advertir capacidades, habilidades y derechos que desconocían tener hasta el momento. Al respecto, una realidad cada vez más visible radica en la alteración subjetiva que tiene lugar en las mujeres que asumen roles en la administración de sus consorcios. Hemos analizado los prejuicios y las dificultades iniciales que operan entre varones y mujeres en relación con la posibilidad de que estas últimas contraigan responsabilidades dentro del consorcio. Observamos que cuando la organización consorcial se va afianzando, son las mujeres las que ocupan cargos de la administración y que ello va acompañado de procesos de producción de habitabilidad. La intención de este trabajo ha sido plantear que la práctica consorcial tiene la potencia para constituirse en un dispositivo que facilite la organización comunitaria y, fundamentalmente, para que acontezca una nueva sensibilidad. Desde INSITU nos mueve el deseo de que los/as vecinos/as puedan habitar –y no solo ocupar– esos conjuntos habitacionales que, a priori, suelen resultar tan ajenos y heterónomos. En este sentido, encontramos en la organización consorcial un dispositivo potente para que ello suceda. Bibliografía Argentina. Código Civil y Comercial de la Nación. Arts. 2037 a 2072. Argentina. Provincia de Buenos Aires (2013). Ley de Acceso Justo al Hábitat. Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo (ACUMAR) (2017). Protocolo de la Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo. Recuperado de http://www.acumar.gob.ar/wp-content/uploads/2016/12/AnuarioGestion-ACUMAR-2017.pdf Bartolomé, L. J. y Ribeiro, G. L. (1985). Relocalizados: Antropología Social de las poblaciones desplazadas: volumen 3. Buenos Aires: Instituto de Desarrollo Económico y Social. Carballeda, A. (2012). Cartografías e intervención en lo social. En AA.VV., Cartografía social. Investigación desde las Ciencias Sociales, métodos y experiencias de aplicación. Comodoro Rivadavia: Editorial Universitaria de la Patagonia. Catullo, M. R. (2006). Ciudades Relocalizadas: una mirada desde la antropología social. 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